Las costumbres de Madrid
Dificile est proprie communia dicere.
Horat.
Este que llama el vulgo estilo llano,
envuelve tantas fuerzas, que quien osa
tal vez acometerle, suda en vano.
Lupercio de Argensola.
Grave y delicada carga es la de un escritor que se propone atacar
en sus discursos los ridículos de la sociedad en que vive. Si no está
dotado de un genio observador, de una imaginación viva, de una sutil
penetración; si no reúne a estas dotes un gracejo natural, estilo fácil,
erudición amena, y sobre todo un estudio continuo del mundo y del país
en que vive, en vano se esforzará a interesar a sus lectores; sus
cuadros quedarán arrinconados, cual aquellos retratos que, por muy
estudiados que estén, no alcanzan la ventaja de parecerse al original.
El transcurso del tiempo y los notables sucesos que han mediado desde los últimos años del siglo anterior, han dado a las costumbres de los pueblos nuevas direcciones, derivadas de las grandes pasiones e intereses que pusieran en lucha las circunstancias. Así que un francés actual, se parece muy poco a otro de la corte de Luis XV, y en todas las naciones se observa la misma proporción.
Los españoles, aunque más afectos en general a los antiguos, no hemos podido menos de participar de esta metamorfosis, que se hace sentir tanto más en la corte por la facilidad de las comunicaciones y el trato con los extranjeros. Añádanse a estas causas las invasiones repetidas dos veces en este siglo, la mayor frecuencia de los viajes exteriores, el conocimiento muy generalizado de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas, y más que todo, la falta de una educación sólidamente española, y se conocerá la necesidad de que nuestras costumbres hayan tomado un carácter galo-hispano, peculiar del siglo actual, y que no han trazado ni pudieron prever los rígidos moralistas, o los festivos críticos que describieron a España en los siglos anteriores. Es a la verdad muy cierto que, en medio de esta confusión de ideas, y al través de tal extravagancia de usos, han quedado aún (principalmente en algunas provincias) muchos característicos de la nación, si bien todos en general reciben paulatinamente cierta modificación que tiende a desfigurarlos.
Los franceses, los ingleses, alemanes y demás estranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien desentendiéndose del trascurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en tiempo de los Felipes... Y es así como en muchas obras publicadas en el extranjero de algunos años a esta parte con los pomposos títulos de La España, Madrid o las costumbres españolas, El Español, Viaje a España, etc., etc., se ha presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con la guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador descansando de no hacer nada; así es como se ha hecho de un sereno un héroe de novela; de un salteador de caminos un Gil Blas; de una manola de Lavapiés una amazona; de este modo se ha embellecido la plazuela de Afligidos, la venta del Espíritu Santo, los barberos, el coche de colleras y los romances de los ciegos, dándoles un aire a lo Walter Scott, al mismo tiempo que se deprimen nuestros más notables monumentos, las obras más estimadas del arte; y así en fin los más sagrados deberes, la religiosidad, el valor, la amistad, la franqueza, el amor constante, han sido puestos en ridículo y representados como obstinación, preocupaciones, necedad y pobreza de espíritu.
Pero ¿qué ha de suceder? Viene a España un extranjero (y principalmente uno de vuestros vecinos transpirenaicos) y durante los cuatro días de camino de Bayona a Madrid no cesa de clamar con sus compañeros de diligencia contra los usos y costumbres de la nación que aún no conoce; apéase en una fonda extranjera, donde se reúne con otros compatriotas que se ocupan exclusivamente de la alza o baja de los fondos en París o de las discusiones de las cámaras; visita a todos sus paisanos, atiende con ellos a sus especulaciones mercantiles, y sigue en un todo sus patrios usos.
Levántase, por ejemplo, al siguiente día, y después de desayunarse con cuarenta y ocho columnas de diarios llegados por la mala, se dirige por el más corto camino a casa de Mr. Monier a tomar un baño; luego a almorzar chez Genieys; después al salón de Petibon, o al obrador de Rouget; desde allí a la embajada, y saliendo a las tres.
—«¡Peste de país! no hay nadie en las calles.»—Con lo cual se baja al Prado, donde no deja de hallar a aquella hora a algún ciego que baila los monos delante de los muchachos, otro que enseña el tutili-mondi al son del tambor o un calesín que va a los toros con dos manolas gallardamente escoltadas por un picador y un chulo. —«Vamos a los toros...» —gritos, silbidos, expresiones obscenas... —«¡Oh le vilain pais!» —Embiste el toro, cae el picador, derriba a los chulos, estropea el caballo; saca su libro de memoria y anota —«En la corrida de toros murieron siete hombres, y el público reía grandemente.» —Sale de allí y baja al Prado al anochecer; hay mucha gente, pero ya no se ve. —«Las jóvenes personas (anota) van al Prado tan tapadas que no se las ve.» —Súbese por la calle de la Reina, come en Genieys, donde el Champagne y el Bordeaux le entretienen tanto que llega al teatro cuando se ha empezado el sainete: «Las pequeñas piezas en España son pitoyables.» —No le parece tanto otra pieza que se distingue en la primer fila de la cazuela; espérala a su descenso, y viéndola cabalmente sin compañía se ofrece caballerescamente a hacérsela; acepta ella como era de esperar, y desde el momento le habla con la mayor marcialidad: «Las mujeres en España son extremadamente amables» —dice, sin meterse a averiguar más respecto a su compañera. —Luego va a una soirée, donde al instante todos empiezan bien o mal a hablarle en francés, y para diferenciar le invitan a jugar al ecarté o a bailar la galope con lo cual vase luego a su casa y emplea el resto de la noche en extender sus memorias sobre las costumbres españolas, y pintar los románticos amores de don Gómez con donna Matilda, o donna Paquita con don Fernández. —Pasan así quince días, vuelve rápidamente a Bayona, y a poco tiempo «Tableau moral et politique de l'Espagne, par un observateur» —y pillando un trozo de Lesage, no duda en adoptar por epígrafe el: «Suivez moi, je vous ferai connaitre Madrid.» Y por cierto que el Madrid que ellos pintan no lo conocería Lesage ni el autor del Manual.
No pudiendo permanecer tranquilo espectador de tanta falsedad, y deseando ensayar un género que en otros países han ennoblecido las elegantes plumas de Adisson, Jouy y otros, me propuse, aunque siguiendo de lejos aquellos modelos y adorando sus huellas, presentar al público español cuadros que ofrezcan escenas de costumbres propias de nuestra nación, y más particularmente de Madrid, que como corte y centro de ella, es el foco en que se reflejan las de las lejanas provincias. No dejo de conocer que los respetables nombres que acabo de escribir, y las cualidades que senté al principio de este discurso, y que reconozco indispensables para llenar con perfección esta tarea, son otros tantos cargos contra mí, y que acriminan la presunción de mi intento; pero por otro lado, sea que nuestro gusto no esté tan refinado, ni exija tanta perfección como en aquellos países, sea que marche por un campo virgen, donde a poco esfuerzo pueden recogerse flores y matizar con ellas mis descoloridos cuadros, sea en fin, fortuna mía, he conseguido hasta ahora que el público que ha reído con la Comedia casera, la Calle de Toledo, el Retrato y las Visitas, se haya mostrado juez indulgente con quien le divierte a su costa.
Mi intento es merecer su benevolencia, si no por la brillantez de las imágenes, al menos por la verdad de ellas; si no por la ostentación de una pedantesca ciencia, por el interés de una narración sencilla; y finalmente, si no por el punzante aguijón de la sátira, por el festivo lenguaje de la crítica. Las costumbres de la que en el idioma moderno se llama buena sociedad, las de la medianía, y las del común del pueblo, tendrán alternativamente lugar en estos cuadros, donde ya figurará un drama llorón, ya un alegre sainete. Empero nadie podrá quejarse de ser el objeto directo de mis discursos, pues deben tener entendido que cuando pinto, no retrato.
Esto supuesto, y entre tanto que otros artículos preparo, saldrán a lucir sin formalidad ni cumplimiento Los cómicos en Cuaresma, La empleo-manía, El día 30 del mes, El Patio del correo, El pleito, La sala y la cocina, El teatro, La comida de campo, La vuelta de París, y otros muchos ya borrajeados, ya in pectore, donde vayan encontrando su respectivo lugar todas las virtudes, todos los vicios y todos los ridículos que forman en el día nuestra sociedad; donde los usos generales, los dichos familiares, caractericen el pueblo actual, llevando en su veracidad la fecha del escrito, y donde al mismo tiempo que se ataque al ridículo, se vengue al carácter nacional de los desmedidos insultos, de las extravagantes caricaturas en que le han presentado sus antagonistas. ¡Ojalá que guiado por una luz diáfana acierte a llenar mi propósito, y ojalá que el público al leer estos artículos diga con Terencio: «Sic nunc sunt mores». —«¡Tales con nuestras actuales costumbres!»
(Abril de 1832.)
Nota
Las costumbres de Madrid. —Este artículo y los demás que siguen hasta el de El campo Santo, inclusive, fueron escritos por el autor y publicados durante el año de 1832, en la única revista literaria y periódica que aparecía a la sazón, y era la titulada Cartas Españolas. Dirigía esta publicación el ameno y conocido literato D. José María de Carnerero, hoy difunto, el cual por suposición y relaciones en la corte, pudo obtener del celoso y suspicaz gobierno de aquella época el privilegio especial de publicar un periódico literario. —En él se encargaron de un género de escritos absolutamente nuevo en nuestro país el señor don Serafín E. Calderón (el Solitario) y el Curioso Parlante; aquél en sus bellísimos cuadros o Escenas de Andalucía, y éste con los que llevan por título Escenas Matritenses. —Ambas obras, reimpresas después por separado, alcanzan hoy mucha popularidad, y la presente edición es la quinta de las Matritenses. —Pues ahora bien; como dato curiosísimo de la época a que se refieren, baste decir aquí que el periódico o revista en que se publicaron ambas por primera vez, alternadas además con otros muchos artículos serios y festivos de ciencias, literatura y artes, por los colaboradores a dicho periódico, sólo llegó a alcanzar el número de 500 suscriptores; y eso que era la única publicación literaria periódica de la época y con el Correo Mercantil, propiedad del señor Jiménez Haro, tenía el privilegio exclusivo de hablar en letras de molde a los aficionados a la literatura.
A pesar de tan marcada indiferencia de parte del público, y luchando además con los inconvenientes de una censura no la más ilustrada, los autores de las Escenas Andaluzas y de las Matritenses, jóvenes ambos, ambos estudiosos y entusiastas por las cosas patrias, no retrocedieron en la tarea que se habían voluntariamente impuesto, y con la mayor espontaneidad, sin interés alguno, y aun sin la natural satisfacción de ser leídos, prosiguieron alternando en sus cuadros respectivos, con una constancia que no deja de ser laudable.
Desgraciadamente solos, o casi solos, en el palenque literario, a causa de la ausencia o silencio de los buenos escritores, consiguieron al fin con sus festivos y originales escritos, despertar algún tanto al público de entonces de su completa indiferencia y estimular a otros jóvenes también, e ingenios privilegiados, a lanzarse a la palestra en que tantos lauros les esperaban. —Entre ellos descolló el malogrado Fígaro (don Mariano J. de Larra) que animado por ambos y sin sombra alguna de miserables rivalidades, emprendió por aquel entonces la publicación de sus preciosas Cartas de un pobrecito hablador. —Hase dicho después por algunos críticos un tanto ligeros, y en son de alabanza de El Curioso Parlante, que era «el más feliz de los imitadores de Fígaro».—Mucho honraría al autor de las Escenas Matritenses semejante comparación, si la verdad del hecho no fuese que precedió a aquél en la tarea y por consecuencia mal podía imitar quien llevaba en el orden del tiempo la delantera. Así lo confiesa el mismo Fígaro en la primera edición de sus artículos, escritos cuando ya se habían publicado gran parte de los del Curioso Parlante. Además, como cada uno dio diferente giro y tendencia a sus escritos, no parece que existen términos de comparación. El intento constante del ingenioso y discreto Fígaro fue (con cortas excepciones) la sátira política, la censura o retrato apasionado de los hombres de la época: el Curioso Parlante se proponía otra misión más modesta y tranquila, cual era la de pintar con risueños, si bien pálidos colores, la sociedad privada, tranquila y bonancible, los ridículos comunes, el bosquejo, en fin, del hombre en general. Tal igualmente era el objeto del filósofo autor de las Escenas Andaluzas, el erudito y castizo Solitario; y ambos miraron sin asombro de celos ni pujos de rivalidad, en las manos de su amigo y compañero Fígaro, la merecida palma de la sátira política, en la que es preciso confesar que ni antes ni después ha tenido entre nosotros digno rival, ni aun siquiera afortunados imitadores.
Si de alguno lo fue Larra, no fue de otro que del ingenioso e incisivo Pablo Luis Courrier, que por los años anteriores había hecho cruda guerra al gobierno francés de la Restauración; pero apropiando su amarga sátira y su finísima observación a nuestro país y a sus circunstancias políticas, muy pronto llegó a abrirse un camino propio y a volar en alas de su alto ingenio hasta una altura superior. —El Curioso Parlante confiesa también que al empezar su tarea se propuso modelos en un género en que se le ofrecían vanos que imitar. —Adisson, en Inglaterra, había, puede decirse, creado este género de escritos, a mediados del pasado siglo en The Espectator. —Jouy, en Francia, los había hecho aún más ligeros, más dramáticos y animados a principios del actual en L' Hermite de la Chausseé d'Antin. —Entre nosotros, aunque la pintura festiva de las costumbres había sido hecha, y admirablemente hecha, en los siglos XVI y XVII por tales ingenios como Cervantes, Quevedo, Vélez de Guevara y Fernando de Rojas, sin embargo, ni el Quijote y las Novelas del primero, ni la Tragicomedia del último, ni los Sueños de Quevedo, ni el Diablo Cojuelo de Guevara, podían para este caso ser otra cosa que admirables modelos de estilo, pero no de forma, siendo éstas como eran excelentes novelas, libros ingeniosos en que se desplega una complicada acción; y aquéllos haber de reducirse a ligeros bosquejos, cuadros de caballete para encontrar colocación en la parte amena de un periódico. —Sin embargo, el autor no puede menos de reconocer que, si algún aprecio ha merecido en sus festivos escritos, lo debe indudablemente a su estudio de aquellos grandes modelos, y que siguiéndoles encantado por la magia de su estilo y por la filosofía de su pensamiento, se olvidó muy pronto de Adisson, Jouy y demás extranjeros, y procuró buscar en los propios algunos de los ricos matices de su admirable paleta, prefiriendo ser mal imitador de Cervantes y Quevedo a triunfar sobre Jouy, Etienne y Balzac. —El Solitario, en sus preciosas Escenas Andaluzas, pensó sin duda del mismo modo, y sin duda también ayudado por su gran talento, exquisita erudición y rica fantasía, ha alcanzado puntos más cercanos de comparación con nuestros célebres hablistas en Pulpete y Balbeja, La Rifa, Egas el escudero, La niña en la feria, y otros encantadores cuadros de la vida de Andalucía; el Curioso Parlante se contenta con haber consignado (aunque sin alcanzarlo) el mismo propósito, en Madre Claudia, El Recién-venido, Los románticos, Las sillas del Prado y El entierro de la Sardina.
El retrato
Quien no me creyere que tal sea de él,
al menos me deben la tinta y papel.
Bartolomé Torres Naharro.
Por los años de 1789 visitaba yo en Madrid una casa en la calle
ancha de San Bernardo; el dueño de ella, hombre opulento y que ejercía
un gran destino, tenía una esposa joven, linda, amable y petimetra; con
estos elementos, con coche y buena mesa puede considerarse que no les
faltarían muchos apasionados. Con efecto, era así, y su tertulia se
citaba como una de las más brillantes de la corte. Yo, que entonces era
un pisaverde (como si dijéramos un lechuguino
del día), me encontraba muy bien en esta agradable sociedad; hacía a
veces la partida de mediator a la madre de la señora, decidía sobre el
peinado y vestido de ésta, acompañaba al paseo al esposo, disponía las
meriendas y partidas de campo, y no una vez sola llegué a animar la
tertulia con unas picantes seguidillas a la guitarra, o bailando un
bolero que no había más que ver. Si hubiese sido ahora, hubiera hablado
alto, bailado de mala gana, o sentándome en el sofá, tararearía un aria
italiana, cogería el abanico de las señoras, haría gestos a las madres y
gestos a las hijas, pasearía la sala con sombrero en mano y de bracero
con otro camarada, y en fin, me daría tono a la usanza..., pero
entonces... entonces me lo daba con mi mediator y mi bolero.
Un día, entre otros, me hallé al levantarme con una esquela, en que se me invitaba a no faltar aquella noche, y averiguado el caso, supe que era día de doble función, por celebrarse en él la colocación en la sala del retrato del amo de la casa. Hallé justo el motivo, acudí puntual, y me encontré al amigo colgado en efigie en el testero con su gran marco de relumbrón. No hay que decir que hube de mirarle al trasluz, de frente y costado, cotejarle con el original, arquear las cejas, sonreírme después, y encontrarle admirablemente parecido; y no era la verdad, porque no tenía de ello sino el uniforme y los vuelos de encaje. Repitióse esta escena con todos los que entraron, hasta que ya llena la sala de gentes, pudo servirse el refresco (costumbre harto saludable y descuidada en estos tiempos), y de allí a poco sonó el violín, y salieron a lucir las parejas, alternando toda la noche los minuets con sendos versos que algunos poetas de tocador improvisaron al retrato.
Algunos años después volví a Madrid y pasé a la casa de mi antigua tertulia: pero ¡oh Dios! ¡quantum mutatus ab illo! ¡qué trastorno! el marido había muerto hacía un año, y su joven viuda se hallaba en aquella época del duelo en que, si bien no es lícito reírse francamente del difunto, también el llorarle puede chocar con las costumbres. Sin embargo, al verme, sea por afinidad, o sea por cubrir el expediente, hubo que hacer algún puchero, y esto se renovó cuando notó la sensación que en mí produjo la vista del retrato, que pendía aún sobre el sofá. —«¿Le mira usted?» (exclamó): «¡ay pobrecito mío!» —Y prorrumpió en un fuerte sonido de nariz, pero tuvo la precaución de quedarse con el pañuelo en el rostro, a guisa del que llora.
Desde luego un don No-sé-quién, que se hallaba sentado en el sofá con cierto aire de confianza, saltó y dijo: —«Está visto, doña Paquita, que hasta que usted no haga apartar este retrato de aquí, no tendrá un instante tranquilo»; y esto lo acompañó con una entrada de moral que había yo leído aquella mañana en el Corresponsal del censor. Contestó la viuda, replicó el argumentante, terciaron otros, aplaudimos todos, y por sentencia sin apelación se dispuso que la menguada efigie sería trasladada a otra sala no tan cuotidiana; volví a la tarde, y la vi ya colocada en una pieza interior, entre dos mapas de América y Asia.
En estas y las otras, la viuda, que sin duda había leído a Regnard y tendría presentes aquellos versos, que traducidos en nuestro romance español podrían decir:
¿Mas de qué vale un retrato
cuando hay amor verdadero?
¡Ah! sólo un esposo vivo
Puede consolar del muerto,
hubo de tomar este partido, y a dos por tres me hallé una mañana sorprendido con la nueva de su feliz enlace con el don Tal,
por más señas. Las nubes desaparecieron, los semblantes se reanimaron, y
volvieron a sonar en aquella sala los festivos instrumentos. ¡Cosas del
mundo!
Poco después la señora, que se sintió embarazada, hubo de embarazarse también de tener en casa al niño que había quedado de mi amigo, por lo que se acordó en consejo de familia ponerle en el seminario de nobles; y no hubo más, sino que a dos por tres hiciéronle su hatillo y dieron con él en la puerta de San Bernardino: dispúsosele su cuarto, y el retrato de su padre salió a ocupar el punto céntrico de él. La guerra vino después a llamar al joven al campo del honor; corrió a alistarse en las banderas patrias, y vueltos a la casa paterna sus muebles, fue entre ellos el malparado retrato, a quien los colegiales, en ratos de buen humor habían roto las narices de un pelotazo.
Colocósele por entonces en el dormitorio de la niña, aunque notándose en él a poco tiempo cierta virtud chinchorrera, pasó a un corredor, donde le hacían alegre compañía dos jaulas de canarios y tres campanillas.
La visita de reconocimiento de casas para los alojados franceses recorría las inmediatas; y en una junta extraordinaria, tenida entre toda la vecindad, se resolvió disponer las casas de modo que no apareciera a la vista sino la mitad de la habitación, con el objeto de quedar libres de alojados. Dicho y hecho; delante de una puerta que daba paso a varias habitaciones independientes, se dispuso un altar muy adornado, y con el fin de tapar una ventana que caía encima... «¿que pondremos? ¿qué no pondremos?». —El retrato. —Llega la visita, recorre las habitaciones, y sobre la mesa del altar, ya daba el secretario por libre la casa, cuando ¡oh desgracia!... un maldito gato que se había quedado en las habitaciones ocultas, salta a la ventana, da un maído, y cae el retrato, no sin descalabro del secretario, que enfurecido tomó posesión, a nombre del Emperador, de aquella tierra incógnita destinando a ella un coronel con cuatro asistentes.
Asenderado y maltrecho yacía el pobre retrato, maldecido de los de su casa y escarnecido de los asistentes, que se entretenían, cuándo en ponerle bigotes, cuándo en plantarle anteojos, y cuándo en quitarle el marco para dar pábulo a la chimenea.
En 1815 volví yo a ver la familia, y estaba el retrato en tal estado en el recibimiento de la casa; el hijo había muerto en la batalla de Talavera; la madre era también difunta, y su segundo esposo trataba de casar a su hija. Verificóse esto a poco tiempo, y en el reparto de muebles que se hizo en aquella sazón, tocó el retrato a una antigua ama de llaves, a quien ya por su edad fue preciso jubilar. Esta tal tenía un hijo que había asistido seis meses a la academia de San Fernando, y se tenía por otro Rafael, con lo cual se propuso limpiar y restaurar el cuadro. Este muchacho, muerta su madre, sentó plaza, y no volví a saber más de él.
Diez y seis años eran pasados cuando volví a Madrid, el último. No encontré ya mis amigos, mis costumbres, mis placeres, pero en cambio encontré más elegancia, más ciencia, más buena fe, más alegría, más dinero y más moral pública. No pude dejar de convenir en que estamos en el siglo de las luces. Pero como yo casi no veo ya, sigo aquella regla de que al ciego el candil le sobra; y así, que abandonando los refinados establecimientos, los grandes almacenes, los famosos paseos, busqué en los rincones ocultos los restos de nuestra antigüedad y por fortuna acerté a encontrar alguna botillería en que beber a la luz de un candilón; algunos calesines en que ir a los toros; algunas buenas tiendas en la calle de Postas; algunas cómodas escaleras de la Plaza, y sobre todo un teatro de la Cruz que no pasa día por él. Finalmente, cuando me hallé en mi centro, fue cuando llegaron las ferias. No las hallé, en verdad, en la famosa plazuela de la Cebada, pero en las demás calles el espectáculo era el mismo. Aquella agradable variedad de sillas desvencijadas, tinajas sin suelo, linternas sin cristal, santos sin cabeza, libros sin portada; aquella perfecta igualdad en que yacen por los suelos las obras de Loke, Bertoldo, Fenelon, Valladares, Metastasio, Cervantes y Belarmino; aquella inteligencia admirable con que una pintura del de Orbaneja cubre un cuadro de Ribera o Murillo; aquel surtido general, metódico y completo de todo lo útil y necesario; no pudo menos de reproducir en mí las agradables ideas de mi juventud.
Abismado en ellas subía por la calle de San Dámaso a la de Embajadores, cuando a la puerta de una tienda, y entre varios retazos de paño de varios colores, creí divisar un retrato cuyo semblante no me era desconocido. Limpio mis anteojos, aparto los retales, tiro un velón y dos lavativas que yacían inmediatas, cojo el cuadro, miro de cerca... «¡Oh Dios mío! exclamé: ¿y es aquí donde debía yo encontrar a mi amigo?»
Con efecto, era él, era el cuadro del baile, el cuadro del seminario, de los alojados y del ama de llaves; la imagen, en fin, de mi difunto amigo. No pude contener mis lágrimas, pero tratando de disimularlas, pregunté cuánto valía el cuadro. —«Lo que usted guste» —contestó la vieja que me lo vendía; insté a que le pusiera precio, y por último me lo dio en dos pesetas; informéme entonces de dónde había habido aquel cuadro, y me contestó que hacía años que un soldado se lo trajo a empeñar, prometiéndole volver en breve a rescatarlo, pues según decía, pensaba hacer su fortuna con el tal retrato, reformándole la nariz, y poniéndole grandes patillas, con lo cual quedaba muy parecido a un personaje a quien se lo iba a regalar; pero que habiendo pasado tanto tiempo sin aparecer el soldado, no tenía escrúpulo en venderlo, tanto más, cuanto que hacía seis años que salía a las ferias, y nadie se había acercado a él; añadiéndome que ya lo hubiera tirado a no ser porque le solía servir cuándo para tapar la tinaja, y cuándo para aventar el brasero.
Cargué al oír esto precipitadamente con mi cuadro, y no paré hasta dejarlo en mi casa seguro de nuevas profanaciones y aventuras. Sin embargo, ¿quién me asegura que no las tendrá? Yo soy viejo, muy viejo, y muerto yo ¿qué vendrá a ser de mi buen amigo? ¿Volverá séptima vez a las ferias? ¿o acaso alterado su gesto tornará de nuevo a autorizar una sala? ¡Cuántos retratos habrá en este caso! En cuanto a mí, escarmentado con lo que vi en éste, me felicito más y más de no haber pensado en dejar a la posteridad mi retrato, ¿para qué? para presidir a un baile, para excitar suspiros, para habitar entre mapas, canarios y campanillas; para sufrir golpes de pelota; para criar chinches; para tapar ventanas; para ser embigotado y restaurado después, empeñado y manoseado, y vendido en las ferias por dos pesetas...
(Enero de 1832.)
Nota
El Retrato. —Leyendo hoy el autor este artículo, escrito hace cerca de 20 años, no puede menos de sonreír al observar el empeño que en su primera edad juvenil parece que formaba en aparecer viejo ante sus lectores, y al mismo tiempo que en los últimos artículos de esta obrita, escritos algunos años después y en su edad madura lucha y se esfuerza por dar a sus cuadros la frescura y colorido de la juventud. —Achaque es éste natural y propio de los escritores de costumbres, que anhelando siempre proceder por comparación con épocas anteriores, van a buscarlas, cuando muchachos, a las sociedades que no alcanzaron, y después cuando ya maduros, a las que formaban sus delicias en los tiempos de su risueña juventud. —Por lo demás esta historia de un retrato, no es propiamente tal, sino en cuanto está fundada en datos ciertos unos, calculados otros, y esparcidos en diversos casos, aunque fundados todos en las debilidades propias de nuestra humana condición. —En este artículo, como en otros muchos de esta obrita, quisiéronse entonces buscar originales determinados, pero luego los que tal pensaban, hubieron de desengañarse de que no fue ni pudo ser la intención del autor más que la de alcanzar en su pintura imaginada todo el grado de verosimilitud posible: y así hubo de creerlo entre otros el difunto Comisario de Cruzada señor Varela, que deseando conocerle para felicitarle por este artículo, se le hizo presentar por un amigo, y con la sonrisa en los labios le manifestó que destinaba a la Academia de San Fernando el retrato suyo pintado recientemente —«porque (añadió con mucha gracia) aunque el mérito del pincel de López me asegura contra las ferias, no quisiera morirme con el escozor que me ha producido su artículo usted».
La comedia casera
On sera ridicule et je n'oserai rire?
Boileau.
Los hombres nos reímos siempre de lo pasado; el niño juguetón se
burla del tierno rapaz sujeto en la cuna; el joven ardiente y apasionado
recuerda con risa los juegos de su niñez; el hombre formal mira con
frialdad los ardores de la juventud, y el viejo, más próximo ya al
estado infantil, sonríe desdeñosamente a los juegos bulliciosos, a las
fuertes pasiones y al amor de los honores y riquezas que a él le
ocuparan en las distintas estaciones de la vida. A su vez las demás
edades ríen de los viejos..., conque queda justificado el dicho de que la mitad del mundo se ríe siempre de la otra mitad.
—¿Y a qué viene una introducción tan pomposa, que al oírla nadie dudaría que iba usted a improvisar una disertación filosófica a la manera de Demócrito?
Tal le decía yo a mi vecino, don Plácido Cascabelillo, cierta mañana entre nueve y diez, mientras colocábamos pausadamente en el estómago sendos bollos de los PP. de Jesús, hondamente reblandecidos con un rico chocolate de Torroba.
—Dígolo, me contestó el vecino con una sonrisa (y aquí se precipitó a alcanzar con los labios una casi deshecha sopa que desde la mano, por un efecto de su gravedad quería volver a la jícara), dígolo por la escena que acabo de tener con mi sobrino. —¿Y se puede saber cuál es la escena? —Óigala usted.
—Este joven, a quien usted conoce por sus finos modales, nobles sentimientos, y por la fogosidad propia de sus veinte y dos años, tiene al teatro una afición que me da que temer algunas veces, aunque por otro lado no dejo de admirar su extraordinaria habilidad; así que, siempre que le sorprendo en su cuarto representando solo, y después de haberle escuchado un rato con admiración, no dejo de entrar con muy mal gesto a distraerle y aun regañarle.
Días pasados me manifestó que una reunión de amigos habían determinado ejecutar en este Carnaval una comedia casera, y al principio me opuse a su entrada en ella; pero acordándome luego que yo había hecho lo mismo a su edad, hube de ceder, convencido de las cualidades que adornaban a todos los de la reunión, de la inocencia del objeto, y de la inutilidad de resistir a los esfuerzos de mi sobrino. La sociedad recibió con entusiasmo mi condescendencia, y queriendo dar una prueba plena de su agradecimiento, resolvió nemine discrepante (ríase usted un poco, amigo mío), nombrarme su presidente.
—Aquí prorrumpimos ambos en una carcajada, y echando un pequeño sorbo para dejar el jicarón a la mitad, continuamos nuestros bollos, y prosiguió.
—Ya usted conoce que hubiera sido descortesía corresponder con una negativa a tan solemne honor. Muy lejos de ello, oficié a la junta dándole las gracias por su distinción, y admitiendo el sillón presidencial. Aquella misma noche se citó para la toma de posesión, y la verifiqué en medio de la alegría de ambos lados, cubiertos de socios actores, socios contribuyentes y socios agregados.
El que hacía de secretario de la junta me leyó un reglamento en que se disponía la división en comisiones. Comisión de buscar casa, comisión de decoraciones, comisión de candilejas, comisión de copiar papeles, comisión de trajes y comisión de permiso para la representación. De ésta quedé yo encargado, y presidente nato de las demás.
El contarle a usted, amigo mío, las profundas discusiones, los acalorados debates, las distintas proposiciones, indicaciones, adiciones y resoluciones que han ido eslabonándose en las posteriores juntas, sería nunca acabar. Baste, pues, decirle, que encontramos en la calle de... una casa con sala bastante capaz (después de tirar tres tabiques y construirlos más apartados), de un aspecto bastante decente (después de blanqueada y pintada), y con los enseres necesarios (que se alquilaron y colocaron donde convino). Así que resuelto este problema y el del permiso favorablemente, los demás fueron ya de más fácil resolución, o quedaron subordinados a la importante discusión, acerca de la elección de pieza que se había de representar.
Diez y siete se tuvieron presentes. Óigalas usted (dijo esto sacando un papelejo de su escritorio). El Otelo, las Minas de Polonia, Pelayo, la Pata de Cabra, la Cabeza de bronce, el Viejo y la niña, el Rico-hombre de Alcalá, el Español y la Francesa, el Jugador de los treinta años, el Médico a pelos, el Tasso, el Delincuente honrado, A Madrid me vuelvo, García del Castañar, la Misantropía, Sancho Ortiz de las Roelas y el Café. Ya usted ve que en nuestra junta no preside exclusivamente el género clásico ni el romántico. Las dificultades que a todas se ofrecían eran importantes. En una había tres decoraciones, y los bastidores no se habían pintado más que por dos lados, por la sencilla razón de que no tenían más; tal necesitaban dos viejas, y ninguna de la comparsa, aun las de cincuenta y ocho años, se creían adecuadas para semejantes papeles; cuál llamaba a una niña de diez y ocho años, y una de cuarenta rotundamente embarazada, se empeñaba en ejecutar aquel papel. En una salía un rey, y el designado para este papel era bajo; en otra tenía el gracioso demasiado papel y poca memoria; todos querían ser primeros galanes; los que se avenían a los segundos apenas sabían hablar; se cuidaba por los maridos que el oficial N. no hiciera de galán enamorado; los amantes no consentían que sus queridas salieran de criadas; los galanes y las damas (porque a esta junta fueron admitidas), los barbas, las partes de por medio y las personas que no hablan, todos hablaban allí por los codos y a la vez, de modo que yo, presidente, vi varias veces desconocida mi autoridad. Por último, después de largo rato pudo restablecerse el orden, y a instancias de mi sobrino se resolvió y adoptó generalmente la comedia de El Rico-hombre de Alcalá, no sin grandes protestas y malignas demostraciones de un joven andaluz, a quien para desagraviarle se encargó el papel del rey don Pedro.
Terminado así este importante punto, pasamos a vencer otras dificultades, como tablado, decoraciones, orquesta, bancos, mozos de servicio, arreglo de entradas, salidas, billetes, señas, contraseñas y demás del caso; y no tengo necesidad de decir a usted que en estos veinte y cinco días se han renovado veinte y cinco veces en nuestra sala de juntas las escenas del campo de Agramante.
Por último, la suscripción se realizó, el arreglo del teatro también; los actores y actrices aprendieron sus papeles y empezaron los ensayos. En ellos fue, amigo mío, cuando saqué yo el escote de mi diversión. Porque había usted de ver allí las intriguillas, los chistes, los lances verdaderamente cómicos que sin cesar se sucedían. Quién formaba coalición con el apuntador para que apuntase a un desmemoriado en voz casi imperceptible; quién reñía con su querida porque en cierta escena había permanecido dos minutos más con su mano entre las del primer galán; cuál tomaba entre ojos a alguno porque le desairaba con sus grandes voces.
Despacio, señores. —Más alto. —Conde, que le está a usted manchando esa vela. —Doña Antonia, que la llama a usted el rey don Pedro. —Esos brazos, que se meneen. —Usted sale por aquí y se vuelve por allá. —Doña Leonor, don Enrique, doña María, aquí mucho fuego. —Eso no vale nada.
Por este estilo puede usted figurarse lo demás; pero todo ello ha pasado entre la risa y la algazara, a no ser cierta competencia amorosa a que da lugar una de las actrices entre mi sobrino y el andaluz que hace de rey. Varias veces hemos temido un choque, pero por fin salimos con bien de los ensayos; en su consecuencia se ha señalado esta noche para la primera representación, y tengo el honor, como presidente, de ofrecer a usted un billete.
Acepté gustoso el convite y llegada la noche, y habiéndome incorporado con don Plácido, nos metimos en un simón, que a efecto de conducir al presidente y actores había tomado la compañía, y llegamos en tres cuartos de hora a la casa de la comedia. El refuerzo de un farol más en el portal nos advirtió de la solemnidad, y subiendo a la sala la encontramos ya ocupada tan económicamente, que no podíamos pasar por entre las filas de bancos. Por fin, atravesamos la calle real que corría en medio de la sala, formando división en la concurrencia, y fuímonos a colocar en la primera fila. Por de pronto tuvimos que hacerlo de modo que al sentarnos no viniesen abajo los dos que se hallaban en las extremidades del banco, aunque el del lado de la pared no quedó agradecido al refuerzo.
Los socios corrían aquí y allá colocando a sus favoritas, haciendo que todo el mundo se quitase el sombrero, hablando con los músicos y con los acomodadores, entrando y saliendo del tablado, comunicando noticias de la proximidad del espectáculo, y cuidando en fin de que todos estuviesen atentos.
Los concurrentes por su parte cada cual se hallaba ocupado en reconocer los puestos circunvecinos; alargar el pescuezo por encima de un peine, enfilar la vista entre dos cabezas, limpiar el anteojo, sonreírse, corresponder con una inclinación a un movimiento de abanico, y entablar en fin aquellos diálogos generales en tales ocasiones. Entre tanto los violines templaban, el bajo sonaba sus bordones, el apuntador sacaba su cabeza por el agujero, los músicos se colocaban en sus puestos, y con esto, y un prolongado silbido, todo el mundo se sentó, menos el telón, que se levantó en aquel instante.
—¿No me escuchas?
—¡Qué molesta
y qué cansada mujer!
—Siempre que te viene a ver
debe de subir por cuesta.
Ya pueden figurarse los lectores que así empezaron a representar;
pero tres minutos antes que los dijeran ya repetía yo estos versos sólo
de escucharlos al apuntador. Así fue repitiendo, y así nosotros
escuchando, de suerte que oíamos la comedia con ecos.
Los actores eran de una desigualdad chocante. Cuando el uno acababa de decir su parte con una asombrosa rapidez, entraba otro a contestarle con una calma singular; uno muy bajito era galán de una dama altísima, que me hacía temblar por las bambalinas cada vez que parecía en la escena; cuál entraba resbalándose de lado por los bastidores; cuál salía atropellando cuanto encontraba y estremeciendo el tablado; sólo en una cosa se parecían todos, es a saber: los galanes en el manejo de los guantes, y las damas en el inevitable pañuelo de la mano.
En fin, así seguimos aplaudiendo constantemente durante el primer acto todos los finales de las relaciones, que regularmente solían ir acompañados de una gran patada; pero subió a su colmo nuestro entusiasmo durante la escena entre el Rico-hombre y el buen Aguilera. Tengo dicho, me parece, que el sobrino del presidente, que hacía de Rico-hombre, estaba picado de celos con el que hacía de rey, así que cargaron a maravilla los desprecios y la arrogancia, con lo cual lució más aquella escena.
El entreacto no ofreció cosa particular, a no ser una ocurrencia de que me hubiera reído a mi sabor si hubiera estado solo; y fue, que un oficial que se sentaba detrás de mí, dijo muy naturalmente a uno que estaba a su lado, que la dama era la única que lo desgraciaba.
—Se conoce que lo entiende usted muy poco, caballero, porque esa dama es mi hija.
—Entonces siento haber creído que su hija de usted lo echa a perder.
—Diga usted que el galán no la ayuda.
—¿Cómo que no la ayuda mi sobrino? (gritó una voz aguda de cierta vieja de siglo y medio, que estaba a mi derecha).
—Señores (saltamos todos) no hay que incomodarse ni tomarlo por donde quema, todos se ayudan recíprocamente, y la comedia la sacan que no hay más que ver.
Por fin volvió a sonar el silbato: giramos todos sobre nuestros pies, y quedamos sentados unos de frente y otros de perfil, según la mayor o menor extensión del terreno.
Todo el mundo deseaba la escena de la humillación de don Tello a la presencia del rey, menos mi vecino el presidente. En fin, llegó aquella escena, y don Pedro, vengándose de lo sufrido por el buen Aguilera, trató al Rico-hombre con una altivez sin igual: por último, al decir los dos versos
a cuenta de este castigo
tomad estas cabezadas,
e revistió tan bien de su papel y de un sublime entusiasmo, que
aunque los bastidores no eran muy dobles, no hubieron de parecer muy
sencillos al sobrino, según el gesto que presentó. Los aplausos de un
lado, las risas generales por otro, y más que todo, el aire triunfal de
don Pedro, enfurecieron al sobrino don Tello, en términos que
desapareciendo de su imaginación toda idea de ficción escénica,
arremetió con don Pedro a bofetones; éste, viéndose bruscamente atacado,
quiso tirar de su espada, pero por desgracia no tenía hoja y no pudo
salir. Los músicos alborotados saltaron al tablado, el apuntador
desapareció con su covacha, la ronda se metió entre los combatientes y
la consternación se hizo general. Entre tanto doña Leonor, la Elena de
esta nueva Troya, cayó desmayada en el suelo con un estrépito
formidable, mientras don Enrique de Trastamara corría por un vaso de
agua y vinagre. Todo eran voces, confusión y desorden, y nadie se tenía
por dichoso si no lograba derribar una candileja o mudar una decoración.
El tablado en tanto, sobrecargado con cincuenta o sesenta personas,
sufría con pena tan inaudita comparsa, y mientras se pedían y daban las
satisfacciones consiguientes, se inclinó por la izquierda y
desplomándose con un estruendo horroroso bajaron rodando todos los
interlocutores y se encontraron nivelados con la concurrencia. Ésta, que
por su parte ya había tomado su determinación, ganó por asalto la
puerta y la escalera, adonde hallé al presidente haciendo vanos
esfuerzos para evitar la retirada y asegurando que todo se había acabado ya; y así era la verdad, porque aquí se acabó todo.
(Marzo de 1832.)
Los cómicos en Cuaresma
Y con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean.
Cervantes. Lic. Vidriera
«Amigo mío: hallándome comprometido a quedarme en el presente con
el teatro de esta ciudad, y conociendo la afición de usted a estas
cosas, le ruego y espero de su amistad se sirva proporcionarnos una
buena compañía, pues en esa donde se hallan actualmente la mayor parte
de los actores, será cosa fácil, y más para usted. No me extiendo a más,
porque usted comprende mi idea, y sólo me limitaré a manifestarle que
el tiempo urge, y que no da ya lugar para una negativa. Adiós, amigo
mío.»
Tal, punto por coma, fue la epístola con que los días pasados se me insinuó mi corresponsal de... poniéndome con su contenido en uno de los apuros mayores en que me vi en la vida; porque si bien es cierta mi afición al teatro, también lo es que nunca ha pasado más allá de la orquesta, y que para mí sus interioridades son tan desconocidas como las islas del polo. Pero en fin, después de haber cavilado tres cuartos de hora con la carta en la mano, hirió mi imaginativa el feliz recuerdo de don Pascual Bailón Corredera, el hombre más a propósito de este mundo para sacarme del empeño. Porque este don Pascual es un hombre de vara y tercia, que entra, sale y bulle por todas partes, y tan pronto se le halla en la antecámara de un ministro, como en los bastidores de un teatro; ya paseando en landó con una duquesa, ya sentado en una tienda de la calle de Postas; ora disponiendo una comida de campo, ora acompañando un entierro; o disputando en una librería, o pidiendo para los pobres del barrio a la puerta de una iglesia.
Este era el hombre en fin que yo necesitaba, y sin perder momento corrí a avistarme con él: halléle componiendo su itinerario del día (del que en gracia de la brevedad hago gracia a mis lectores); mas luego que le hube enterado de mi negocio, varió de plan, aceptó mi encargo, y convenidos en un todo, echamos a andar para desempeñarlo. Don Pascual, sin manifestarme a dónde me conducía, me persuadió de que al momento encontraríamos gente conocida entre los venidos de las provincias, y que de un golpe nos pondrían en el justo medio de nuestra negociación.
—Porque ya sabe usted, añadió, que durante la Cuaresma, en que se cierran todos los teatros, hasta el domingo de Pascua, en que empieza el nuevo año cómico, bajan a Madrid los autores o formadores de las compañías, los cómicos y acompañamiento, y realizados aquí los ajustes, salen para los puntos respectivos. Para formar una compañía, por lo regular el empresario, que suele ser un actor antiguo o individuo unido al teatro por lazos de consanguinidad, reúne las partes que le convienen, y sin más adelanto que el preciso para gastos del viaje y algunos días de asistencia a toda la compañía, cobra después durante las funciones de todo el año el veinte y cinco por ciento o más del capital adelantado; y para hacer el reparto del producto de aquéllas con proporción, se figura a cada individuo lo que se llama partido; verbi gracia A., primer galán, entra con partido de cuarenta reales; B. con treinta; y C. con veinte; siendo la entrada doscientos veinte y cinco reales tocará al primero cien reales, al segundo setenta y cinco, y cincuenta al tercero, a razón de dos partes y media; pero como el producto en las provincias es corto, por muchas causas, apenas llegan a cobrar más de media parte o un cuarterón del partido; así que no es de extrañar la miseria en que generalmente se ven los cómicos de la legua, y aun los de las primeras capitales de provincia. Sólo en Madrid, Barcelona y alguna otra ciudad pueden subsistir con decoro y dárselo también a la escena; las demás son compañías de pipirijaña, como ellos dicen.
—«¿Y hacen ellos esa distinción?»
—Esa y otras muchas, aunque ya con el trascurso del tiempo van olvidándose, pero si quiere usted enterarse por menor de ello, lea usted al famoso Agustín de Rojas, quien en su Viaje entretenido nos dejó una graciosísima explicación de las ocho maneras de comparsas y representantes, a saber. Bululú, Ñaque, Gangarilla, Cambaleo, Garnacha, Bojiganga, Farándula y Compañía. Léale usted, pues, que es rato divertido.
—«Pero ahora no subsisten ya esas distinciones.»
—Sin embargo, con poca diferencia la cosa en el fondo es la misma; no es esto decir que en el día vayan forrados de carteles como el famoso Melchor Zapata del Gil Blas, pero también es la verdad que suelen andar sin forro de ninguna clase; y aun empeñado el año siguiente para comer el actual. En fin, ya llegamos al punto céntrico, y lo que en él vamos a ver suplirá mis explicaciones.
Al decir esto hicimos alto en la embocadura de la calle ancha de Peligros, y enfilamos por medio la espaciosa puerta del parador de Zaragoza y Barcelona, que según mi amigo es desde tiempo inmemorial el central depósito de toda gente de teatro advenediza; atravesamos el zaguán; subimos la escalera, y siguiendo lo largo de los corredores, se nos ofreció a la vista una multitud de habitaciones todas abiertas, todas disponibles y todas llenas de mujeres cantando, viejos que fumaban o chiquillos alborotadores. Acercámonos a una de donde oímos salir grandes voces, y creímos asistir a una pendencia de provecho; mas toda ella se reducía a un cigarro que había faltado de cierta petaca; aunque los interlocutores a fuer de damas y galanes nobles chillaban tanto y tan de recio, y accionaban con tal calor (fuerza de la costumbre), que al pronunciar una de las damas esta terrible amenaza,
«dame el cigarro, o las habrás con Roque,»
hubimos de entrar de partes de por medio para terminar aquella escena que podría figurar airosamente en uno de los dramas modernos. Arrancada que fue a la lid aquella heroína, restituida súbitamente a la calma por una de aquellas transiciones rápidas que son tan frecuentes en el mundo de cartón, separadas las melenas nada airosas que cubrían su pronunciada faz, y enjugados aquellos luceros que el coraje había eclipsado:
—¿Es usted, mi querida Narcisa? (exclamó don Pascual con un arrebato verdaderamente dramático).
—¡Don Pascual! usted... pues... ¡quién había de pensar!...
—¡Ingrata! ¡y qué poco ha conservado usted la memoria de mi cariño!
—¡Ingrato! ¡y cuán mal ha pagado usted mi amor!
La explicación iba siendo vehemente, y yo entre tanto hube de tomar el recurso de reconocer el vestuario, que pendía colgado de sendos clavos alrededor de las paredes del cuarto. Llamóme primero la atención un pantalón azul, un marsellés de calesero y una cortina de muselina blanca en forma de turbante, sobre cuyo atavío había un cartón que en letras gordas decía: «Traje de Otelo y demás moros de Venecia y de otras partes.» —Mas allá un tonelete, una coraza y una peluca a lo Luis XIV, llevaban por distintivo: «Traje de Carlos V sobre Túnez.» —Una mantilla de tafetán con lentejuelas y un vestido de percal francés: «Traje de Dido, y también de la viuda del Malabar, con un crespón negro.» —Un tontillo, una escofieta y un jubón con faldillas: «Traje de Semíramis, de la Esclava del Negro Ponto y demás comedias de Moratín.» —Un pantalón de mahón figurando carne, una camisa de mujer y un cinto de cuero: «Traje de Isidoro en el Orestes». —Y por este estilo iba siguiendo todo el equipaje hasta unos ocho o diez trajes de ambos sexos. Pero en llegando aquí, escuché claramente la voz de don Pascual, quien después de un buen rato de cuchicheo preguntaba a Narcisa por su marido: —No sé, contestó ella; ya sabes (y advierta de paso el lector que se habían apeado el tratamiento) que por aquella carta tuya con tu sortija, que me sorprendió, huyó de mí dejándome en Málaga, donde creo que se embarcó, y hace diez años que... —Pues luego, ¿esos trajes de moros y cristianos?... —Esos trajes son... son... —¿De quién, ingrata? —Del segundo galán.
A este punto, ya creí yo poder terciar en la conversación y preguntar a entrambos cuándo podríamos empezar nuestra contrata.
—Ahora mismo, contestó don Pascual: por de pronto ya tenemos dama.
—Fáltanos, sin embargo el galán, a menos que usted...
—El galán, replicó Narcisa, le hallarán ustedes con todos los demás compañeros en la plazuela de Santa Ana: hablándole a usted con franqueza, añadió en voz baja a D. Pascual, él no es gran cosa, pero... —Lo demás de la explicación no lo pude oír. Levantóse de allí a un momento mi amigo, y despidiéndonos de Narcisa emprendimos la marcha hacia la plazuela.
Hervía ésta en corrillos en el punto en que la pisamos. Hombres de todas edades, trajes y cataduras, corrían, se agitaban, se reunían, se separaban, hablaban a voces, hablaban en secreto, y de esta mezcla, de esta actividad, resultaba un espectáculo singular: aquí un grupo de cuatro, vestido, cuál con pantalón de verano, casaquilla gris y gorrita francesa, cuál con su gran capa color de corteza y sombrero calañés, trataban de formar una compañía bajo la bandera de uno de levita blanca, a quien todos agasajaban y perseguían; más allá se disolvía estrepitosamente otra; de un lado se cerraba un ajuste, y ambos contrayentes corrían a firmarlo al inmediato café de Venecia; del otro se armaba una disputa entre dos interlocutores sobre su mérito respectivo. Formando el primer término de este cuadro y entre la acera de la calle del Prado y los árboles de la plazuela, se dejaban ver en numeroso grupo los individuos de las compañías de la corte, manifestando en sus modales y en su vestido el buen tono y la elegancia. Hablaban de sus teatros, de sus empresas, encarecían sus protecciones, despreciaban sus sueldos, se lamentaban de la decadencia del arte, animábanse contra la boga de la ópera, contaban las intrigas de bastidor y cuchicheaban en voz baja los que ya habían firmado. Por vía de sainete se reían de los pobres advenedizos, y con cuestiones malignas o alabanzas exageradas contribuían a mantenerlos en su petulancia y disputas eternas, y en acabando éstas, las hacían volver a empezar.
Don Pascual y yo nos dirigimos a los cortesanos a fin de que nos prestasen el auxilio de sus luces en nuestra ardua operación; hiciéronlo así, y llamando por sus nombres a varios, nos los presentaron como galanes, barbas, graciosos, característicos y partes de por medio. No bien corrió la voz de que éramos formadores, nos empezaron a sitiar, a acosarnos, a embestirnos por todos lados, y mientras un galán de cincuenta y ocho años nos explicaba su ternura tirándonos del botón de la casaca y humedeciéndonos con rocío que salía por entre sus despobladas encías, un barba mal encarado con voz cigarreña y aguardentosa nos hablaba de su formalidad, y el gracioso, subido en un guardacantón, nos ensordecía a gritos para hacernos reír. Estando en esto sentí por la espalda unos golpecitos de bastón, y me encontré con un hombre de mala traza que me llamó aparte.
—Pues señor (haciéndome tres cortesías), no he podido menos de compadecerme al considerar que le ha rodeado a usted la escoria del arte, porque ha de saber usted que ésos son de los que nadie quiere, y de los que llegará el domingo de Ramos y tendrán que reunirse en una compañía de conformes, como decimos nosotros. —Y con esto se fue extendiendo lo mejor que supo en pintarme los defectos de varios de ellos, aunque a decir verdad, sospeché por su explicación que él debía ser el peor de todos. Los demás nos miraban con sospecha, y yo la tuve de que adivinaban nuestra conversación, en tanto que los de Madrid con risas y señas me daban a entender el concepto que les merecía mi oficioso interlocutor. Tratábamos ya de desembarazar de él a toda costa, cuando el nombre de Narcisa, que pronunció, me hizo caer en la cuenta de que el tal era el suplente del marido de la dama de mi amigo, con lo cual llamé a éste y le dejé con él, mientras que yo me salvé entre los de Madrid, que me convidaron a ver por mí mismo la gracia de mi consultor en un particular que celebraban a la noche. —¿Y qué es un particular? repliqué yo. —Llámanse así, me contestó uno de los más mesurados, las tertulias de examen que suelen celebrarse en casa de algún actor para oír a los de las provincias. El nombre se ha conservado de lo antiguo por la costumbre que había de representar en las casas de los magnates y sujetos particulares.
«Solían, con efecto (dice Pellicer), los señores, los togados y la gente principal, llamar a los comediantes a sus casas para que hiciesen en ellas algunos pasos y aun comedias, y cantasen, después de haber representado en los corrales; y a esta diversión casera llamaban un particular.»
—Que me place, dije yo, y acepto gustoso el convite a nombre de mi amigo y mío.
Con esto y con dejar citados a varios para el siguiente día en nuestra casa, salimos de la plazuela, discurriendo alegremente sobre lo que habíamos visto, hasta que llegada que fue la noche marchamos al convite.
Ya la sala estaba henchida de damas y galanes, de literatos y curiosos, que habían acudido a aquel certamen artístico. Tuvo principio éste con varias relaciones de la Moza de Cántaro, La Vida es sueño, y el Tetrarca de Jerusalén, repetidas con el énfasis y los manoteos de costumbre; luego siguieron varias escenas chistosas y remedos de animales (en los cuales algunos no se hacían gran violencia), y se reservó para final una escena trágica de Otelo, entre la bella Narcisa y su compadre el galán de la plazuela. Difícil sería pintar la originalidad del modo de representar de éste; sus inflexiones, sus suspiros, sus movimientos: sólo diré que era cosa de deshacerse en lágrimas de risa; así como al contrario la dama por su naturalidad hacía nacer sentimientos diferentes. Brillaban, al oír los aplausos a ésta, los ojos de don Pascual, si bien alguna vez los dejaba caer con desconfianza hacia la puerta de la alcoba, donde además se apercibía un hombre embozado y en pie. Lleno de curiosidad, preguntó quién era aquel sujeto misterioso, y se le contestó que un excelente actor venido de fuera, pero que no quería representar aquella noche.
En tanto la escena entre Narcisa y Roque (Otelo y Edelmira) fue animándose hasta el punto en que dice ésta:
...Todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño...
—Y todo te confunde, desdichada.
prorrumpió un grito agudo lanzado de la alcoba. Las miradas de
todos se dirigieron rápidamente hacia aquel punto, pero ya el embozado
interruptor había franqueado de un salto el espacio que le separaba de
su víctima, había soltado la capa, y cogiendo del brazo a aquélla,
Mírame, ¿me conoces?... ¿me conoces?...
le dice con toda la verdad y rabiosa expresión que en tal verso animaba al célebre Maiquez. Un grito de Edelmira fue la única contestación y cayó sin sentido. Los circunstantes nos deshacíamos a aplausos y bravos, y éstos crecieron al oír al nuevo Otelo dirigir a la infeliz estas palabras:
El cielo soberano te castiga
por un medio distinto. ¿Ves la carta?
pues mira la sortija, aquí la tienes.
Pero viendo que Edelmira nada respondía, que el galán primero,
amostazado con el nuevo aparecido se disponía a recobrar su puesto, y
que éste no mitigaba su encono, llegamos a sospechar que allí podría
haber algo más que fingimiento, y por mi parte adiviné de plano la causa
viendo escurrirse bonitamente a don Pascual, diciéndome al despedirse:
—«Es él...»
Apresurámonos todos a volver en sí a Narcisa y su marido (que tal era el nuevo Otelo), y conduciendo gradualmente el negocio, vinimos al fin de media hora a una reconciliación conyugal, que terminé yo apalabrando a entrambos para mi compañía. En cuanto a Roque desapareció de nuestra vista, y es fama que aquella noche no durmió ya en Madrid.
En los siguientes días acabé de contratar la comparsa, hasta que reunidos en número de catorce, ajusté una gran galera, donde se empaquetaron entre cofres y maletas, y escribí a mi amigo una carta de remesa. Al cabo de unos días me ha acusado el recibo del cargamento sin avería de ninguna especie.
(Abril de 1832.)
La romería de San Isidro
Plácenme los cuadros en narración, porque en cuanto a los de lienzo, aunque no dejo de hablar de ellos como tantos otros, confieso francamente que no los entiendo.
Diderot.
Así lo ha dicho un autor francés: por supuesto que lo decía en
francés, porque tienen esta gracia los escritores de aquella nación, que
casi todos escriben en su lengua; no así muchos de nuestros
castellanos, que cuando escriben no se acuerdan de la suya; pero en fin,
esto no es del caso: vamos a la sustancia de mi narración.
Yo quería regalar a mis lectores con una narración de la Romería de San Isidro y para ello me había propuesto desde la víspera darme un madrugón y constituirme al amanecer en el punto más importante de la fiesta. Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y esto sin tropos ni figuras, pero viniendo a mi asunto digo, que aquella noche me acosté más temprano que de costumbre, revolviendo en mi cabeza el exordio de mi artículo.
«Romería (decía yo para darme cierta importancia de erudito), significa el viaje o peregrinación que se hace a algún santuario», y si hemos de creer al Diccionario de la lengua, añadiremos que «se llamó así porque las principales se hacían a Roma». Luego vino a mi imaginación la memoria de Jovellanos, quien considerando a las romerías como una de las fiestas más antiguas de los españoles, añade: «La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer.» Esto, según la ya dicha respetable autoridad, acaecía en el siglo XII, y mi imaginación se dirigía a cavilar sobre la fidelidad de los pueblos a sus antiguas usanzas.
Largo rato anduvieron alternando en mi memoria, ya las famosas de Santiago de Galicia, ya las de nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y parecíame ver los peregrinos con su bordón y la esclavina cubierta de conchas acudir de luengas tierras a ganar el jubileo del año santo. Luego se me representaban las animadas fiestas de esta clase, que aún hoy se celebran en las Provincias Vascongadas, y de todo ello sacaba observaciones que podrán tener lugar cuando escribiera la historia de las romerías, que no dejaría de ser peregrina; mas por lo que es ahora no venían a cuento, pues que sólo trataba de formar el cuadro de la de San Isidro en nuestra capital. En fin, tanto cavilé, tantos autores revolví en los estantes de mi cabeza, tal polvo alcé de citas y pergaminos, que al cabo de algunas horas me quedé dormido profundamente.
La imaginación empero no se durmió: afectada con la idea de la próxima función, me trasladó a la opuesta orilla del Manzanares, al sitio mismo donde la emperatriz doña Isabel, esposa de Carlos V, fundó la ermita del patrón de Madrid, en agradecimiento de la salud recobrada por su hijo el príncipe don Felipe con el agua de la vecina fuente, que según la tradición abrió el santo labrador al golpe de su hijada para apagar la sed de su amo Iván de Vargas. Dominaba desde allí la pequeña colina sobre que está situada la ermita; y la desigualdad del terreno, los paseos que conducen a ella y las elevadas alturas que la rodean, encubrían a mi imaginación la natural aridez de la campiña; añádase a esto la inmediación del río, la vista de los puentes de Toledo y Segovia y más que todo la extensa capital que se ostentaba ante mis ojos por el lado más agradable, ofreciéndome por términos el palacio Real, el cuartel de Guardias y el Seminario de nobles a la izquierda, el convento de Atocha, el observatorio y el hospital general a la derecha; al frente tenía la nueva puerta de Toledo, y desde ella y la de Segovia la inmensa muchedumbre precipitándose al camino formaba una no interrumpida cadena hasta el sitio en que yo estaba o creía estar.
Mi fantasía corría libremente por el espacio que media entre el principio y el fin del paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposible de describir; nuevas y nuevas gentes cubrían el camino; multitud de coches de colleras corrían precipitadamente entre los ligeros calesines que volvían vacíos para embarcar nuevos pasajeros; los briosos caballos, las mulas enjaezadas hacían replegarse a la multitud de pedestres, quienes para vengarse, los saludaban a su paso con sendos latigazos, o los espantaban con el ruido de las campanas de barro. Los que volvían de la ermita, cargados de santos, de campanillas y frascos de aguardiente bautizado y confirmado, los ofrecían bruscamente a los que iban, y éstos reían del estado de acaloramiento y exaltación de aquéllos, siendo así que podrían decir muy bien: —Vean ustedes cómo estaré yo a la tarde. —Las danzas improvisadas de las manolas y los majos, las disputas y retoces de éstos por quitarse los frasquetes, los puestos humeantes de buñuelos y el continuo paso de carruajes hacían cada momento más interrumpida la carrera, y esta dificultad iba creciendo según la mayor proximidad a la ermita.
Ya las incansables campanas de ésta herían los oídos, entre la vocería de la muchedumbre que coronaba todas las alturas, y apiñándose en la parte baja hacía sentir su reflujo hasta el medio del paseo. Los puestos de santos, de bollos y campanillas iban sucediéndose rápidamente hasta llegar a cubrir ambos bordes del camino, y cedían después el lugar a tiendas caprichosas y surtidas de bizcochos, dulces y golosinas, eterna comezón de muchachos llorones, tentación perenne de bolsillos apurados. Cada paso que se avanzaba en la subida, se adelantaba también en el progreso de las artes del paladar; a los puestos ambulantes de buñuelos habían sucedido las excitantes pasas, higos y garbanzos tostados; luego los roscones de pan duro y los frasquetes alternaban con las tortas y soldados de pasta flora: más allá los dulces de ramillete y bizcochos empapelados ofrecían una interesante batería: y por último, las fondas entapizadas ostentaban sobre sus entradas los nombres más caros a la gastronomía madrileña, y brindaban en su interior con las apetitosas salsas y suculentos sólidos.
¡Qué espectáculo manducante y animado! Cuáles sobre la verde alfombra formaban espeso círculo en derredor de una gran cazuela en que vertían sendos cantarillos de leche de las Navas sobre una gran cantidad de bollos y roscones; cuáles ostentando un noble jamón lo partían y subdividían con todas las formalidades del derecho.
La conversación por todas partes era alegre y animada, y las escenas a cuál más varia e interesante. Por aquí unos traviesos muchachos atando una cuerda a una mesa llena de figuras de barro, tiraban de ella corriendo y rodaban estrepitosamente todos aquellos artefactos, no sin notable enojo de la vieja que los vendía; por allá un grupo de chulos al pasar por junto a un almuerzo dejaban caer en el cuenco de leche una campanilla; ya levantándose otros, volvían a caer impelidos de su propio peso, o bien al concluir un almuerzo rompían un gran botijo tirándole a veinte pasos con blandos bollos, restos del banquete. Los chillidos, las risas, los dichos agudos se sucedían sin cesar, y mientras esto pasaba de un lado, del otro los paseantes se agitaban, bebían agua del santo en la fuente milagrosa, intentaban penetrar en la ermita, y la turba saliente los obligaba a volver a bajar las gradas penetrando al fin en el cementerio próximo, donde reflexionaban sobre la fragilidad de las cosas humanas mientras concluían los restos del mazapán y bizcocho de galera. En la parte elevada de la ermita algunos cofrades asomaban a los balconcillos ostentando en medio al santero vestido con un traje que remedaba al del santo labrador, y en lo alto de las colinas cerraban todo este cuadro varios grupos de muchachos que arrojaban cohetes al aire.
La parte más escogida de la concurrencia refluye en las fondas, adonde aguardaban en pie y con sobrada disposición de almorzar, mientras los felices que llegaron antes no desocupaban las mesas. La impaciencia se pintaba en el rostro de las madres, el deseo en el de las niñas y la incertidumbre en los galanes acompañantes; entre tanto los dichosos sentados saboreaban una perdiz o un plato de crema, sin pasar cuidado por los que les estaban contando los bocados.
Desocúpase en fin una mesa... ¡qué precipitación para apoderarse de ella! Ocúpanla una madre, tres hijas y un caballero andante, el cual, a fuer de galán, pone en manos de la mamá la lista fatal... Los ojos de ésta brillan al verla... «Pichones», «pollos», «chuletas...» ¿qué escogerá? —Yo lo que ustedes quieran; pero me parece que ante todo debe venir un par de perdices; tú, Paquita, querrás un pollito, ¿no es verdad? —«Venga», gritó el galán entusiasmado. —Y tú, Mariquita, ¿jamón en dulce? —Pues yo a mis pichones me atengo. —Vaya, probemos de todo. —«Venga de todo», respondió el Gaiferos con una sonrisa si es no es afectada.
Con efecto, el mozo viene, la mesa se cubre, el trabajo mandibular comienza, y el infeliz prevé, aunque tarde, su perdición; mas entre tanto, Paquita le ofrece un alón de perdiz, y en aquel momento todas las nubes desaparecen. La vieja incansable vuelve a empuñar la lista. —«Ahora los fritos y asados», dice, y señala cinco o seis artículos al expedito mozo. No para aquí, sino que en el furor de su canino diente, embiste a las aceitunas, saltando dos de ellas a la levita del amartelado; cae y rompe un par de vasos, y para hacer tiempo de que vuelva el mozo se come un salchichón de libra y media.
Tres veces se habían renovado de gente las otras mesas y aún duraba el almuerzo, no sin espanto del joven caballero, que calculaba un resultado funesto; las muchachas, cual más, cual menos, todas imitaban a la mamá, y cuando ya cansadas apenas podían abrir la boca, les decía aquélla: —Vamos, niñas, no hay que hacer melindres; —y siempre con la lista en la mano traía al mozo en continua agitación. Por último, concluyó al fin de tres horas aquel violento sacrificio; pídese la cuenta al mozo, y éste, después de mirar al techo y rascarse la frente, responde: —«Ciento cuarenta y dos reales.» El Narciso a tal acento varía de color, y como acometido de una convulsión revuelve rápidamente las manos de uno a otro bolsillo, y reuniendo antecedentes llega a juntar hasta unos cuatro duros y seis reales: entonces llama al mozo aparte, y mientras hace con él un acomodo, la mamá y las niñas ríen graciosamente de la aventura.
Arreglado aquel negocio salen de la fonda, llevando al lado a la Dulcinea con cierto aire triunfal; pero a pocos pasos, un cierto oficialito conocido de las señoras, que se perdió a la entrada de la fonda, vuelve a aparecer casualmente y ocupa el otro lado de doña Paquita, no sin enojo del caballero pagano. Mas no para aquí el contratiempo: a poco rato el excesivo almuerzo empieza a hacer su efecto en la mamá, y se siente indispuesta; el síntoma catorce del cólera se manifiesta estrepitosamente, y las niñas declaran al pobre galán que por una consecuencia desgraciada, su mamá no puede volver a pie...
No hay remedio, el hombre tiene que ajustar un coche de colleras y empaquetarse en él con toda la familia; más el aumento del recién venido que se coloca en el testero, entre Paquita y su madre, quedándole al caballero particular el sitio frontero a ésta, para ser testigo de sus náuseas y horribles contorsiones. El cochero en tanto ocupa su lugar, y chas... co-mandanta...
Al ruido del coche desperté precipitado, y mirando al reloj vi que eran ya las diez, con lo cual tuve que desistir de la idea de ir a la romería, quedándome el sentimiento de no poder contar a mis lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro.
(Mayo de 1832.)
El amante corto de vista
¡Ay cielos! sueño despierto,
pierdo cuando estoy ganando,
soy lince y a oscuras ando,
y en fin, apunto y no acierto.
Tirso de Molina.
«¡Cómo! (exclamará con sorpresa algún crítico al leer el título
de este discurso) ¿tampoco los vicios físicos están fuera del alcance de
los tiros del Curioso? ¿Ignora acaso este buen señor que no le
es lícito particularizar circunstancias que quiten a sus cuadros las
aplicaciones generales? ¿Y quién le ha dicho tampoco que sea razonable
presentar el ridículo de un vicio físico, por lo menos sin que vaya
acompañado de otro moral?»
—Paciencia, hermano, y entendámonos, que quizá no es difícil. Venga usted acá; cuando ciertos vicios físicos son tan comunes en un pueblo, que contribuyen a caracterizar su particular fisonomía, ¿será bien que el descritor de costumbres los pase por alto sin sacar partido de las varias escenas que deben ofrecerle? Si hubiese un pueblo, por ejemplo, compuesto de cojos, ¿no sería curioso saber el orden de la marcha de sus ejércitos, sus juegos, sus bailes, sus ejercicios gimnásticos? ¿Pues por qué no se ha de pintar el amor corto de vista donde apenas hay amante que no lo sea? Por otro lado, ¿quién le ha dicho a usted que esta enfermedad de moda no presenta su aspecto moral? ¿Tan difícil sería probar su origen de la depravación de costumbres, de los vicios de la educación, o de los excesos de la juventud? Conque ya ve usted, señor crítico, que este asunto entra naturalmente en la jurisdicción de mi benigna correa; conque ya usted conocerá que no hay inconveniente en hablar de él... ¿No? pues manos a la obra.
Los ejemplos me salen al paso, y no tengo más que hacer que la elección de uno. Tóquele por hoy la suerte a Mauricio R... y perdone si le hago servir para desarrugar la frente de mis amables lectoras. —¿Y quién es el tal? —El tal, señoras mías, es un joven de veinte y tres años, cuya figura expresiva y aire sentimental descubre a primera vista un corazón tierno y propenso al amor; no es por lo tanto extraño que encontrase gracia cerca de ustedes. Así ha sucedido, pues, y algunas aventurillas en calles y paseos previnieron al joven Mauricio de sus ventajosas circunstancias; mas por desgracia el pobre mancebo tiene un defecto capital, y es el ser corto de vista; muy corto de vista; lo cual le contraría en todos sus planes.
Alto, señoras, no hay que reírse, que mi héroe no lo toma a risa, ni sabe sacar partido como otros muchos de este mismo defecto, para ser más atrevido y exigente, para ostentar sobre su nariz brillantes gafas de oro, o para sorprender con su inevitable lente las miradas furtivas de las damas. Nada menos que eso. Mauricio es sensible, pero muy comedido; y más bien quiere privarse de un placer que causar un disgusto a otra persona. Bien hubiera deseado ponerse anteojos perpetuos, como hacen otros sin necesidad y sólo por petulancia; ¡pero dicen tan mal unos espejuelos moviéndose al precipitado compás de la Mazzovvrka!!! Y Mauricio a los veinte y tres años no podía determinarse a dejar de bailar la Mazzowrka. Buen remedio era por cierto el lente colgante, pero además de la prudencia con que lo usaba, ¿cómo adivinar las escenas que iban a suceder para estar prevenido con él en la mano? Si la hermosa Filis volvía rápidamente hacia él sus bellos ojos, o dejaba caer su pañuelo para darle ocasión de hablar con ella, ¿quién lo había de prever un minuto antes? Si creyendo sacar a bailar a la más hermosa de la sala se hallaba con que se había ofrecido a una momia de Egipto ¿de qué le servía el lente un minuto después? Vamos, está visto que el lente no sirve de nada, y Mauricio, que conocía esto, se desesperaba de veras.
El amor, que por largo tiempo se había complacido en punzarle ligeramente, vino por fin a atravesar de parte a parte su corazón; y una noche en el baile de la marquesa de... Mauricio, que bailaba con la bella Matilde de Laínez no pudo menos de espontanear una declaración en regla. La niña, en quien sin duda los atractivos de Mauricio hicieron su efecto, no se determinó a reprenderle.
Faute d'avoir le temps de se mettre en courroux.
Y he aquí a mi buen mancebo en el momento más feliz del amor, el de mirarse correspondido por la persona amada. Ya nuestros amantes habían hablado largamente; tres rigodones y un galop no habían hecho más que avivar el fuego de su pasión; pero el sarao se terminaba, y el rendido Mauricio renovaba protestas y juramentos, tomaba exactamente la hora y el minuto en que Matilde se asomaría al balcón, la iglesia donde acudía a oír misa, los paseos y tertulias que frecuentaba, las óperas favoritas de la mamá: en una palabra, todos aquellos antecedentes que vosotros, diestros jóvenes, no descuidáis en tales casos. Pero el inexperto Mauricio se olvidaba en tanto de reconocer puntualmente a la mamá y a una hermana mayor de Matilde que estaban en el baile; no hizo alto en el padre de ésta, coronel de caballería; y por último, no se atrevió a prevenir a su amada de la circunstancia fatal de su cortedad de vista. El suceso le dio después a conocer su error.
No bien llegó la hora señalada, corrió al siguiente día a la calle donde vivía su dueña, repasando cuidadosamente las señas de la casa. Matilde le había dicho que era número 12, y que hacía esquina a cierta calle; mas por cuánto la otra esquina, que era número 72, parecióle 12 al desdichado amante, y fue la que escogió como objeto de su bloqueo.
Matilde que le vio venir (ojos femeniles, ¡qué no veis cuando estáis enamorados!) tiró su almohadilla, y saliendo precipitada al balcón ostentó a su amante todas las gracias de su hermosura en el traje de casa; pero en vano, porque Mauricio, situado a seis varas, en la otra esquina, fijos los ojos en los balcones de la casa de enfrente, apenas hizo alto en la belleza que se había asomado al otro balcón. Este desdén inesperado picó sobremanera el amor propio de Matilde; tosió dos veces, sacó su pañuelo blanco; todo era inútil; el amante dolorido la miraba rápidamente, y la volvía la espalda para ocuparse en el otro objeto. Una hora y más duró esta escena, hasta que desesperado el buen muchacho y creyéndose abandonado de su dama, sintió fuertes tentaciones de aprovechar el rato con la otra vecina que tan inmóvil se mostraba. No pudiendo, en fin, resistirlas, y viendo que de lo contrario perdía la tarde del todo, se determinó al cabo (aunque con harto dolor de su corazón) a hacer un paréntesis a su amor, y hablar a la airosa vecina. Dicho y hecho; atraviesa la calle, marcha determinado bajo el balcón de Matilde, alza la cabeza para hablarla; pero en el mismo momento tírale ella a la cara el pañuelo que tenía en la mano (al que durante su furor había hecho unos cuantos nudos), y sin dirigirle una palabra, éntrase adentro y cierra estrepitosamente el balcón. Mauricio desdobló el pañuelo y reconoció en él bordadas las mismas iniciales que había visto en el que llevaba Matilde la noche del baile... Miró después la casa, y alcanzando a ver Visita general, número 12 ¿cómo pintar su desesperación?
Tres días con tres noches paseó en vano la calle; el implacable balcón permanecía cerrado, y toda la vecindad, menos el objeto amado, era fiel testigo de sus suspiros. A la tercer noche se daba en el teatro una de las óperas favoritas de la mamá: colocado en su luneta, con el auxilio del doble anteojo, recorre con avidez el coliseo y nada ve que pudiera lisonjearle; sin embargo, en uno de los palcos por asientos cree ver a la mamá acompañada de la causa de su tormento. Sube, pasea los corredores, se asoma a la puerta del palco; no hay que dudar... son ellas... Mauricio se deshace a señas y visajes, pero nada consigue; por último, se acaba la ópera, espéralas a su descenso, y en la parte más oscura de la escalera acércase a la niña y la dice:
—Señorita, perdone usted mi equivocación; si sale usted luego al balcón la diré... entre tanto, tome usted el pañuelo.
—Caballero, ¿qué dice usted? —le contestó una voz extraña, a tiempo que un menguado farolillo (de los farolillos que alumbran pálidamente las escaleras de nuestros teatros) vino a revelarle que hablaba a otra persona, si bien muy parecida a su ídolo.
—Señora...
—¡Calle! y el pañuelo es de mi hermanita.
—¿Qué es eso, niña?
—Nada, mamá; este caballero, que me da un pañuelo de Matilde.
—Señora... yo... dispense usted... el otro día... la otra noche, quiero decir... en el baile de la marquesa de...
—Es verdad, mamá, el señor bailó con mi hermana, y no es extraño que dejase olvidado el pañuelo.
—Cierto, es verdad, señorita, se quedó olvidado... olvidado...
—A la verdad que es extraño; en fin, caballero, damos a usted las gracias.
Un rayo caído a sus pies no hubiera turbado más al pobre Mauricio, y lo que más le apesadumbraba era que en una punta del pañuelo había atado un billete en que hablaba de su amor, de la equivocación de la casa, de las protestas del baile, en fin, hacía toda la exposición del drama, y él no sabía qué suerte iba a correr el tal papel.
Trémulo e indeciso siguió a lo lejos a las damas, hasta que entraron en su casa y le dejaron en la calle en el más oscuro abandono. En balde aplicaba el oído por ver si escuchaba algún diálogo animado; la voz lejana del sereno, que anunciaba las doce, o la sonora marcha de los sucios carros de la limpieza, era lo único que hería sus oídos, y aun sus narices; hasta que cansado de esperar sin fruto, se retiró a su casa a velar y cavilar sobre sus desgraciados amores.
Entre tanto ¿qué sucedía en el interior de la otra casa? La mamá, que tomó el pañuelo para reprender a la niña, había descubierto el billete, se había enterado de él, y pasados los primeros momentos de su enojo, había resuelto por consejo de la hermanita callar y disimular, y escribir una respuesta muy lacónica y terminante al galán con el objeto de que no le quedase gana de volver; hiciéronlo así, y el billete quedó escrito, firmado de letra de mujer (que todas se parecen), cerrado con lacre y oblea, y picado por más señas con un alfiler. Hecha esta operación se fueron a dormir, seguras de que a la mañana siguiente pasaría por la calle el desacertado galán. Con efecto, no se hizo de rogar gran cosa; pues no habían dado las ocho cuando ya estaba en el portal de en frente, sin atreverse a mirar. Estando así, oye abrirse el balcón: ¡oh felicidad! una mano blanca arroja un papelito; corre el dichoso a recibirlo, y encuentra... el balcón se había cerrado ya, y la esperanza de su corazón también.
En vano fuera intentar describir el efecto que hizo en Mauricio aquella serie de desgracias; baste decir que renunció para siempre al amor; pero en fin, era mancebo, y al cabo de quince días pensó de distinta manera, y salió al Prado con un amigo suyo. Era una de aquellas noches apacibles de julio que convidan a gozar del ambiente agradable bajo los frondosos árboles; y sentados ambos camaradas empezaron la consabida conversación de sus amores. Mauricio con su franqueza natural contó a su amigo su última aventura, con todos los lances y peripecias que la formaban, hasta la amarga despedida que sus adversas equivocaciones le habían proporcionado; pero al acabar esta relación sintió un rápido movimiento en las sillas inmediatas, donde entre otras personas observó sentados a un militar y a una joven: arrímase un poco más, saca su anteojo (¡Insensato! ¿por qué no lo sacaste desde el principio?) y conoce que la que tenía sentada junto a él oyendo su conversación era nada menos que la hermosa Matilde. —«¡Ingrata!...» Fue lo único que pudo articular; mientras el papá llamaba a un muchacho para encender el cigarro. —«Yo no he escrito ese billete.» (Esta respuesta obtuvo al cabo de un cuarto de hora.) —«¿Pues quién?...». —«No sé... llévelo usted, a las doce estaré al balcón.»
La esperanza volvió a derramar su bálsamo consolador en el corazón del pobre Mauricio, y lleno de ideas lisonjeras aguardó la hora señalada; corre precipitadamente bajo el balcón: con efecto, está allí; ya mira brillar sus hermosos ojos, ya advierte su blanca mano; ya... Mas ¡oh, y qué bien dice Shakespeare, que cuando los males vienen no vienen esparcidos como espías, sino reunidos en escuadrones! Aquella noche se le había antojado al papá tomar el fresco después de cenar, y era él el que estaba repantigado en la barandilla, no sin grave agitación de Matilde, que le rogaba se fuese a acostar para evitar el relente.
—Bien mío, dijo Mauricio con voz almibarada, ¿es usted?
—Chica, Matilde (la dice el padre por lo bajo) ¿es contigo esto?
—Papá, conmigo no señor; yo no sé...
—No, pues estas cosas, tuyas son o de tu hermana.
—Para que vea usted (continúa el galán amartelado) si tuve motivo de enfadarme, ahí va el billete.
—A ver, a ver, muchacha, aparta, aparta, y trae una luz, que voy a leerlo...
Dicho y hecho; éntrase a la sala mirando a su hija con ojos amenazadores, abre el billete y lee... «Caballero; si la noche del baile de la marquesa pude con mi indiscreción hacer concebir a usted esperanzas locas...»
—Cielos; ¡pero qué veo! ésta es la letra de mi mujer...
—¡Ay, papá mío!
—¡Infame! a los cuarenta años te andas haciendo concebir esperanzas locas...
—Pero papá...
—Déjame que la despierte, y que alborote la casa.
Con efecto, así lo hizo, y en más de una hora las voces, los gemidos, los llantos, dieron que hacer a toda la vecindad, con no poco susto del galán fantasma, que desde la calle llegó medio a entender el inaudito quid pro quo.
Su generosidad y su pundonor no le permitieron sufrir por más tiempo el que todos padeciesen por su causa, y fuertemente determinado llama a la puerta: asómase el padre al balcón: —«Caballero, tenga usted a bien escuchar una palabra satisfactoria de mi conducta.» El padre coge dos pistolas y baja precipitado, abre la puerta: —«Escoja usted», le dice. —«Serénese usted; contesta el joven; yo soy un caballero, mi nombre es N., y mi casa bien conocida; una combinación desgraciada me ha hecho turbar la tranquilidad de su familia de usted, y no debo consentirlo sin explicársela.»
Aquí hizo una puntual y verdadera relación de todos los hechos, la que apoyaron sucesivamente mamá y las niñas, con lo cual calmó la agitación del celoso coronel.
Al siguiente día la marquesa presentó a Mauricio en casa de Matilde, y el padre, informado de sus circunstancias, no se opuso a ello.
Desde aquí siguió más tranquila la historia de estos amores; y los que desean apurar las cosas hasta el fin, pueden descansar sabiendo que se casaron Mauricio y su amada, a pesar de que ésta, mirada de cerca, a buena luz, y con anteojos, le pareció a aquél no tan bella, por los hoyos de las viruelas y algún otro defectillo; sin embargo, sus cualidades morales eran muy apreciables, y Mauricio prescindió de las físicas, no teniendo que hacer para olvidar éstas sino una sencilla operación, que era... quitarse los anteojos.
(Setiembre de 1832.)
El barbero de Madrid
Pronto afar tuso
la notte e il giorno,
sempre d'intorno
in giro stá.
Aria de Fígaro.
¿Sabe usted, señor público, que es un compromiso demasiado fuerte
el que yo me he echado encima de comunicarle semanalmente un cuadro de
costumbres? ¿Sabe usted que no todos los días están mis humores en
perfecto equilibrio, y que no hay sino obligarme a una cosa para luego
mirarla con tibieza y hastío? A la verdad que nada hay que acorte el
ingenio y mengüe el discurso como la obligación de tenerles a tal o tal
hora determinada. Y no dígolo por el mío, pues éste claro está que de
suyo es apocado y exiguo, sino véolo en otros mayores y de marca
imperial, de lo cual infiero y saco la consecuencia de que el genio es
naturalmente indómito, y repugna y rechaza los lazos que le sujetan.
Pero al fin y postre, y viniendo a mi asunto (puesto que maldita la gana tenga de ello), preciso será sentarme a escribir algo, si es que mañana le he de responder con papel en mano al cajista de la imprenta. Paciencia, hermano; sentémonos, preparemos la pluma, dispongamos papel, y... Pero entiendo que antes de empezar a escribir, bueno será pensar sobre qué... Así lo recomienda el célebre satírico francés:
avant donc que d'écrire apprenez à penser.
Mas no hay por qué detenerse en ello; sino imitar a tantos escritores del día que escriben primero y piensan después. Verdad es que también piensan los jumentos.
Repasemos mis memorias a ver cuál puede hoy servir de materia al entendimiento... Esta... la otra... nada, la voluntad dice que nones; pues señores, medrados quedamos. —(Aquí el Curioso da una fuerte palmada sobre el bufete, tira violentamente la pluma, y permanece un rato con la mano en la frente haciendo como el que piensa. La mampara del estudio se abre en este momento, y el barbero se anuncia sacando al autor de su éxtasis.) —Hola, maestro ¿es usted? me alegro, con eso hablará usted por mí.
Mi barbero es un mozo de veinte y dos, alegre como Fígaro, aunque con diversas inclinaciones; verdad es que aquél le retrató Beaumarchais, y a éste le pinto yo; ¡no es nada la diferencia! Pero en fin, como todo en este mundo se hace viejo, el barbero de Sevilla también; además de que ya lo han ofrecido, cantado y rezado y aun en danza, y nos lo sabemos de coro. Vaya otro barbero no tan sabio, no tan ingenioso, pero más del día; no vestido de calzón y chupetín, sino de casaquilla y corbata; no danzarín, sino parlante como yo; no... pero en fin, maestro, cuéntenos usted su historia, porque yo ni de hablar tengo hoy gana.
—Yo, señor, soy natural de Parla, y me llamo Pedro Correa; mi padre era sacristán del pueblo, y mi madre sacristana; yo entré de monaguillo así que supe decir amén; de manera que con el señor cura, mis padres y yo componíamos todo el cabildo; en mi casa se tenía por cosa cierta que yo había de llegar a ser fraile francisco, porque así lo había soñado mi madre, y ya me hacían ir con el hábito y me enseñaban a rezar en latín; pero por más que discurrían no podían sujetar mis travesuras. Ni en las vinajeras había vino seguro, ni las cabezas de los muchachos tampoco donde yo estaba; y cuando se me antojaba alborotar el lugar me colgaba de las cuerdas de la campana, y con pies y manos las hacía moverse, ni más ni menos que si fuesen atacadas de perlesía. En suma; tanto me querían sujetar y tanto me recomendaban la santidad de la carrera a que me destinaban, que una mañana sin decir esta boca es mía, cogí el camino por lo más ancho, y no paré hasta la carrera de San Francisco de esta heroica villa, en casa de un primo mío, y habiéndome dicho el nombre de la calle, di por realizado el ensueño de mi madre, y a mí por desquitado de mi estrella.
Mi primo era cursante de cirugía y llevaba dos años de asistencia al Colegio de San Carlos, con lo cual siempre nos andaba hablando de vísceras y tegumentos; y era tan afecto a la anatomía, que se empeñó en disecar a su mujer. Así, que yo, luego que perdí el miedo a las terribles expresiones de fisiología, higiene, terapéutica, sifilítico, obstetricia, y otras así de que abundaban aquellos librotes que él traía entre manos, no hallé mejor salida para mi ingenio que seguir aquella misma profesión; y por el pronto aprendí a afeitar, haciendo la experiencia en un pobre de la esquina a quien siempre andaba conquistando para que se dejase afeitar de limosna.
Luego que ya me encontré suficientemente instruido en el manejo del arma, y matriculado además en el colegio, dejé a mi primo y me puse en otra barbería, donde había una muchacha con quien disertar sobre mis lecciones de anatomía; pero el diablo (que no duerme) hubo de mezclarse en el negocio, y nos condujo a practicar no sé qué experiencias, con lo cual hicimos un embrollo que todos mis libros no supieron desatar en algunos meses. En fin, salí como pude, y de la casa también, marchando a seguir en otra mis estudios, aunque por entonces me limité a la parte teórica, dejando la práctica para mejor ocasión. Al cabo de algunos años y de otros sucesos menores, me hallé con que sabía tanto como mi maestro, y que sólo me faltaba un pedazo de papel para poder abrir tienda; pero es el caso que este pedazo de papel cuesta un examen y muy buenos maravedís, y si bien por lo primero no paso cuidado, lo segundo me aflige en extremo, por la sencilla razón de que no los tengo.
Desde entonces sigo buscando la buena ventura, ayudado de mis navajas y de tal y cual enfermo vergonzante que suele caerme; y si no mirase al día de mañana, créame usted que la vida que llevo no es para desear mudarla. Porque yo me levanto al romper el alba, y después de afilar los instrumentos, barrer la tienda y afeitar a algún otro aguador o panadero, salgo alegrando todo el barrio, y por costumbre inveterada corro al colegio a asistir en clase de oyente, o a ver mis antiguos camaradas. Súbome muy temprano, y al pasar por las plazas nunca falta alguna aventurilla galante que seguir, algún cesto que quitar de las manos de tal linda compradora, algunos cuartos que ofrecer a tal otra, o alguna tienda de vinos que visitar. Empieza después la operación de la rasura, y en las dos horas siguientes corro todos los extremos de Madrid, convirtiendo rostros de respetables en inocentes y de buen comer; entre tanto en casa de una marquesa me sale al paso el señorito, que está haciendo su aprendizaje en el vicio, y me encarga traerle ungüentos y brebajes; en otra casa, el señor don Cenón, que ha sido atacado del reúma, me obliga a ponerle dos docenas de sanguijuelas; en otra don Críspulo, el elegante, quiere que le corte los callos; y en la de más allá una niña me explica los síntomas de una enfermedad parecida a la que yo no pude curar en la que estudiaba conmigo.
Por todas partes ya se deja conocer que llueven sobre mí las propinas y los obsequios; pero de ninguno me resulta mayor complacencia como de los que recibo en cierta casa, prodigados por cierta fregona con quien el sol no pudiera competir. Porque ella me entretiene con su sabrosa plática entre tanto que el amo se viste y reza sus devociones; ella me auxilia vertiendo en la bacía, al tiempo que el agua, ya el robusto chorizo, ya la extendida magra, ya la suculenta costilla con una destreza admirable; y ella, en fin, entretiene mis envejecidas esperanzas, haciéndome entrever seis grandes medallas que tiene guardadas para mi examen, con la condición sine qua non de casarnos el mismo día.
Concluidas, por fin, mis operaciones matutinas, vuelvo a la tienda tan contento de mí, que no me trocaría por el mismo maestro: y con esto, y con asistir a alguna operación quirúrgica, rasurar tal o cual escotero, o rasguear mi vihuela, se me pasa insensiblemente el día. Llega la noche, y como caiga algún enfermo que cuidar, o que velar algún muerto, salgo con mi guitarra bajo el brazo, y entre caldo y caldo, o entre responso y gemido, hago mis escapatorias a colgarme de la ventana de mi Dulcinea, a quien despierto con los tiernos acentos de mi voz. He aquí mi vida tal como pasa; y si usted conoce otra mejor, para mí santiguada, que yo no.
Aquí calló Pedro Correa; y yo, que me sentí aliviado, me disponía a proseguir pensando en mi artículo, pero nada bueno me salía por lo cual tuve que dejarlo hasta la noche; vino ésta y acordándome de la narración de mi barbero, asaltóme la idea de que diciendo lo que él habló, tenía coordinado mi discurso, supuesto que es de costumbres, si no de las más limpias.
Hícelo en efecto así, y me fui a acostar muy satisfecho; mas no bien cerrado los ojos cuando un ruido extraño me despertó. Parecióme oír puntear una guitarra, y así era la verdad, que la punteaban del lado la calle, mas diciendo como don Diego en el Sí de las Niñas: Pobre gente, ¿quién sabe la importancia que darán ellos a la tal música? volvíme del otro lado con intención de dormir; pero en esto algunos pasos cercanos, y el rechinar de una imprudente puerta, me hizo conocer que el enemigo se hallaba cerca, con lo cual, y la ventana abierta, oí distintamente una voz que cantaba esta seguidilla:
Aunque los males curo,
De las heridas,
Amor no me permite
Curar las mías.
Que sus saetas
Tienen más poderío
que mis recetas.
No me pareció del todo mal el concepto barberil, y por ver si
continuaba o yo me había equivocado, dejéle echar el preludio de la
segunda copla, mientras el cual la hermosa Maritornes se acercaba a la
ventana a pocos pasos de donde yo me había colocado. La guitarra
concluyó el preludio, y la voz volvió a cantar:
Abandona ya el lecho,
Querida Antonia,
Para oír los suspiros
De quien te adora.
Depón el miedo,
Que todo el mundo duerme
Menos tu Pedro.
—Y yo tampoco duermo, señor rapista, porque las voces de
usted no me lo permiten (dije con voz gutural asomándome a la ventana).
¿Parécele a usted que aquí somos de piedra como el guardacantón de la
esquina? ¿o qué horas son estas para venir a alborotar el barrio? Por mi
fe, señor Monaguillo Parlanchín, que así vuelva usted a tomar mi barba
como ahora llueven lechugas, y que la Maritornes que está a mi espalda
no le tornará a colar más chorizos en la bacía.
Y diciendo esto cerré estrepitosamente la ventana, y me fui a acostar. Pero a la mañana siguiente se me presentó el compungido galán; luego la trasnochada dama, y jugándola ambos de personajes de comedia, se pusieron a mis pies pidiéndome licencia por matrimoniar. ¡Qué había yo de hacer! Soy tierno, y el paso era no sé si diga clásico u romántico: alcélos con gravedad, y después de un corto y mal dirigido sermón, les dispensé mi venia; ítem más, me ofrecí al padrinazgo y aun a completar lo que faltaba para los gastos del título. De tal modo les pagué el haberme proporcionado materia para este artículo.
(Setiembre de 1832.)
El camposanto
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio,
porque todo ha de pasar
por tal manera.
Jorge Manrique.
Muy pocos serán (hablo sólo de aquellos seres dotados de
sensibilidad y reflexión) los que no hayan experimentado la verdad del
dicho de que la tristeza tiene su voluptuosidad. Con efecto
¿quién no conoce aquella dulce melancolía, aquella abnegación de uno
mismo que nos inclina en ocasiones a hacernos saborear nuestras mismas
penas, midiendo grado por grado toda su extensión, y como deteniéndonos
en cada uno para mejor contemplar su inmensidad? ¡Cuán extraño es en
aquel momento el hombre a todo lo que le rodea! ¡cuál busca en su
imaginación la sola compañía que necesita! ¡y cuál, en fin, elevando al
cielo su alma, encuentra en él el único consuelo a sus desventuras!
Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste
soledad le halaga más que la agitación y la alegría.
Tal era el estado de mi espíritu una mañana en que tristes pensamientos me habían obligado a dejar el lecho. Acompañado de mi sola imaginación, me dirigí fuera de la villa, adonde más libremente pudiese entregar al viento mis suspiros; una doble fila de árboles que seguí corto rato desde la puerta de los Pozos, me condujo al sitio en que se divide el camino en varias direcciones, y habiendo herido mi vista la modesta cúpula de la capilla que preside al recinto de la muerte, torcí maquinalmente el paso por la vereda que conduce a aquél. A medida que me alejaba del camino real iba dejando de oír el confuso ruido de los carros y caminantes que hasta allí habían interrumpido mis reflexiones, y un profundo silencio sucedía a aquella animación. Sin embargo, un impulso irresistible me hacía continuar el camino, deteniéndome sólo un instante para saludar a la cruz que vi delante de la puerta; pero ésta se hallaba cerrada, y nadie parecía alrededor; fuertes eran mis deseos de llamar; mas ¿cómo osar llamar en la morada de los muertos?...
Desistía ya de mi proyecto, apoyado sobre la puerta, cuando una pequeña inclinación de ésta me dio a conocer que no estaba cerrada; continué entonces el impulso, y girando sobre sus goznes me dejó ver el Campo Santo.
Entré, no sin pavor, en aquella terrible morada: atravesé el primer patio, y me dirigí a la iglesia que veía en frente, mirando a todas partes por si descubría alguno de los encargados del cementerio; pero a nadie vi, y mientras hice mi breve oración tuve lugar para cerciorarme de que nadie sino yo respiraba en aquel sitio. Volví a salir de la iglesia a uno de los seis grandes patios de que consta el cementerio, y siguiendo a lo largo de sus paredes, iba leyendo las lápidas e inscripciones colocadas sobre los nichos, al mismo tiempo que mis pies pisaban la arena que cubre las sepulturas de la multitud.
Esta consideración, la soledad absoluta del lugar, y el ruido de mis suspiros, que repetía el eco en los otros patios, me llenaban de pavor, que subía de todo punto cuando leía entre los epitafios el nombre de alguno de mis amigos, o de aquellas personas a quienes vi brillar en el mundo.
—¡Y qué! decía yo; ¿será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber? «Aquí yace el excelentísimo señor duque de...» ¿Será verdad?
Al que de un pueblo ante sus pies rendido
Vi aclamado, en la casa de la muerte
Le hallo ya entre sus siervos confundido.
¿Pero qué miro? ¿Tú también, bella Matilde, robada a la sociedad a
los quince años, cuando formabas sus mayores esperanzas? ¿Y tú,
desgraciado Anselmo, a quien el mundo pagó tan mal tus nobles trabajos y
fatigas por su bienestar?... ¿Mas de qué sirven todos esos títulos y
honores que ostenta esa lápida, para quien ya es un montón de tierra?...
¡Adulación, adulación por todas partes!... «Aquí yace don... arrebatado por una enfermedad a los 87 años...» ¡Lisonjeros! escuchad a Montaigne, y él os dirá que a cierta edad no se muere más que de la muerte...
Pero allí veo sobre una lápida un genio apagando una antorcha; sin duda
uno de nuestros hombres grandes... ¡Insensato! un hombre oscuro; ¿ni
cómo podía ser otra cosa? El cementerio es moderno, y en el día escasean
mucho los hombres verdaderamente ilustres, o no se entierran en su
patria... Y si no ¿dónde se hallan Isla, Cienfuegos, Meléndez,
Moratín?... Si acaso nos queda alguno, busquémosle en el suelo, en las
sepulturas de la multitud.
Pero entremos a otro patio, por ver si se encuentra alguien... Nadie... La misma soledad, la misma monotonía; ni un solo árbol que sombree los sepulcros, ni un solo epitafio que exprese un concepto profundo; el nombre, la patria, la edad y el día de la muerte, y nada más... y de este otro lado aún no está lleno... Multitud de nichos abiertos que parecen amenazar a la generosidad actual... ¡Cielos! acaso yo... en este... pero ¿qué miro? ¿aquel bulto que diviso en el ángulo del patio no es un hombre que iguala la tierra con su azada?... Sí, corro a hablarle.
—Buenos días, amigo.
—«Buenos días», me contestó el mozo como sorprendido de ver allí a un viviente. «¿Qué quería usted?» añadió con el aire de un hombre acostumbrado a no hacer tal pregunta.
—Nada, buen amigo; quería visitar el cementerio.
—Si no es más que eso, véalo usted; pero algo más será.
—No, nada más: ¿acaso tiene algo de particular esta visita?
—Y tanto como tiene. ¡Ay señor! nuestros difuntos no pueden quejarse de que el llanto de sus parientes venga a turbar su reposo.
Esta expresión natural, salida de la boca de un sepulturero, me hizo reflexionar seriamente sobre esta indiferencia que tanto choca en nuestras costumbres.
—¡Qué quiere usted! contesté al sepulturero, todavía no se ha desterrado la preocupación general contra los cementerios.
—A la verdad que es sin razón, pues ya conoce usted, caballero, cuánto mejor están aquí los cuerpos que en las iglesias; esta ventilación, esta limpieza, este orden... recorra usted todos los patrios, no encontrará ni una mala yerba, pues Francisco y yo tenemos cuidado de arrancarlas, no verá una lápida ni letrero que no esté muy cuidado; ni en fin, nada que pueda repugnar a la vista; mas por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día, que a implorar al cielo por el alma de los suyos.
Admirado estaba yo del lenguaje del buen José, que así se llamaba el sepulturero; y así fue que le rogué me enseñase lo que hubiese de curioso en el cementerio; seguimos, pues, por todos los patios, haciendo alto de tiempo en tiempo para contemplar tal o cual nicho más notable; después llegamos a un sitio donde había varias zanjas abiertas, y en una de ellas...
—«¡Qué lástima!, me dijo José: yo nunca reparo en los que vienen; hoy he sepultado seis, y apenas podré decir si eran mujeres u hombres; pero esta pobrecita, ¡qué buena moza!...» y hurgando con su azada me dejó ver una mujer como de veinte años, joven, hermosa, y atravesado el pecho con un puñal por su bárbaro amante... Volví horrorizado la vista, y mientras tanto José repetía:
—«¡Ay Dios mío! ¡líbreme Dios de un mal pensamiento!»
Esta exclamación enérgica me hizo reparar en mis cadenas y reloj, y por primera vez temblé por mí al encontrarme en aquel sitio y soledad al borde de una zanja y un sepulturero al lado con el azadón sobre el hombro.
Sin embargo, la probidad de José estaba a prueba de tentaciones, y asegurado por ella me atreví a declararle un deseo que me instaba fuertemente desde que entré en el cementerio: este deseo era el encontrar la sepultura de mi padre...
—¿Cómo se llamaba?
—Don...
—¿En qué año murió?
—En 1820.
—¿Ha pagado usted renuevo?
—No; ni nadie me lo ha pedido.
—Pues entonces es de temer que haya sido sacado del nicho para pasar al depósito general.
—¿Cómo?
—Sí señor, porque no pagando el renuevo del nicho cada cuatro años, se saca el cuerpo.
—¿Y por qué no se me ha informado de ello?
—Sin embargo, no se lleva con gran rigor, y acaso puede que..., pero entremos en la capilla y veremos los registros.
En efecto, así lo hicimos, pasamos a la pieza de sacristía, sacó el libro de entradas del cementerio, abrió al año de 20 y leyó: «Día 5 de enero; don... número 261.»
Un temblor involuntario me sobrecogió en este momento; salimos precipitados con el libro en la mano, buscamos el número del nicho... ¡Oh Dios! ¡oh padre mío! Ya no estabas allí... otro cuerpo había sustituido el tuyo; ¡y tu hijo, a quien tú legaste tus bienes y tu buen nombre, se veía privado por una ignorancia reprensible del consuelo de derramar sus lágrimas sobre tu tumba!... Entonces José, llevándome a otro patio bajo de cuyo suelo está el osario o depósito general, puso el pie sobre la piedra que le cubre diciendo: «aquí está»; a cuya voz caí sobre mis rodillas como herido de un rayo.
Largo tiempo permanecí en este estado de abatimiento y de estupor, hasta que levantándome José y marchando delante de mí, seguíle con paso trémulo y entramos por una puertecilla a la escalera que conduce sobre el cubierto de la capilla; luego que hubimos llegado arriba hizo alto, y tendiendo su azada con aire satisfecho: —Vea usted desde aquí, me dijo, todo el cementerio... ¡qué hermoso, qué aseado, y bien dispuesto! —y parecía complacerse en mirarlo... Yo tendí la vista por los seis uniformes patios, y después sobre otro recinto adjunto, en medio del cual vi un elegante mausoleo que la piedad filial ha elevado al defensor de Madrid no lejos del sitio en que inmortalizó su valor. Después, salvando las murallas, fijé los ojos en la populosa corte, cuyo lejano rumor y agitación llegaba hasta mí... —¡qué de pasiones encontradas, qué de intrigas, qué movimiento! y todo ¿para qué?... para venir a hundirse en este sitio...
Bajamos silenciosamente la escalera; atravesamos los patios; yo me despedí de José agradeciéndole y pagándole su bondad, y al estrechar en mi mano aquella que tal vez ha de cubrirme con la tierra,
«Mihi frigidus horror
membra quatit gelidusque coit formidine sanguis.»
Abrimos la puerta a tiempo que el compañero Francisco, guiando a
cuatro mozos que traían un ataúd, nos saludó con extrañeza, como
admirado de que un mortal se atreviese a salir de allí. Preguntéle de
quién era el cadáver que conducía, y me dijo que de un poderoso a quien
yo conocí servido y obsequiado de toda la corte... ¡Infeliz! ¡y no había
un amigo que le acompañase a su última morada!...
Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar.
(Noviembre de 1832.)
Nota
El Campo Santo. —Desde que en el reinado del señor don Carlos III, y por real cédula de 3 de abril de 1787 se mandó la fabricación de cementerios extramuros de las ciudades con el objeto de sepultar los cadáveres que hasta entonces se enterraban en las iglesias, con grave detrimento de la salud pública, pasaron muchos años (todos los que formaron el reinado de Carlos IV), sin que la capital del reino tratase de dar el ejemplo de esta importantísima reforma, y de cumplir lo preceptuado por la ley. Siguióse, pues, la perniciosa costumbre inmemorial de los enterramientos en las bóvedas y templos, hacinando en ellos los cadáveres sin precaución alguna, y siguieron también de tiempo en tiempo las repugnantes e indecorosas mondas o extracciones de aquellos restos mortales, de que recordamos haber oído a algunos ancianos tan animadas como nauseabundas descripciones, especialmente de la que se hizo en la parroquia de San Sebastián por la calle inmediata en 1805, y que según nuestros cálculos y noticias llevó envueltos en ella los preciosos restos del gran Lope de Vega. —Para destruir aquella inveterada costumbre, y para reducir al silencio la terrible y obstinada oposición que la hipocresía, las preocupaciones o el interés egoísta presentaban a la construcción de cementerios, fue necesario que el gobierno de José Napoleón tomase a su cargo la conclusión del primero de los generales (el de la puerta de Fuencarral) y verificada ésta en 1809, y poco tiempo después el de la puerta de Toledo, prohibióse enérgicamente todo otro enterramiento que no fuese aquéllos; y en obsequio de la verdad y de aquel ilustrado aunque intruso gobierno, debe reconocerse que no fue esta sola la mejora que logró establecer en nuestra policía administrativa.
Por desgracia la construcción de los cementerios según los planes del arquitecto Villanueva, adoleció a nuestro entender desde el principio de una mezquindez y prosaísmo sumos, siendo tanto más de lamentar cuanto que estos primeros Campos Santos, imitados después en otros puntos de las afueras de Madrid y en las capitales y pueblos notables de España, han servido, puede decirse, de modelo o pauta de esta clase de construcción entre nosotros, estableciéndose en consecuencia la ridícula costumbre, no de enterrar, sino de emparedar los cadáveres en los muros de cerramiento alrededor de grandes patios desnudos de todo adorno y de vegetación. —No tuvo tal vez presente Villanueva el reciente ejemplo de la capital francesa que en los primeros años del siglo dedicó a este objeto el extendido jardín conocido por el del P. Lachaise; ni los demás de esta clase que se admiran en otros pueblos extranjeros; o no pudo disponer de terreno suficientemente extenso, bien situado, y con agua abundante para la plantación; la idea exagerada (a nuestro entendimiento) de que había de construirse precisamente en las alturas al N. de la capital, el gusto demasiado clásico y amanerado de dicho arquitecto, y la estrechez de miras o indiferencia del Ayuntamiento de Madrid, fueron tal vez las causas de semblante construcción; y sin duda el no querer perjudicar a los fondos de las iglesias en los derechos que percibían por la custodia de los cadáveres, dio lugar a que la Villa de Madrid no tomase, como hubiera debido, a cargo suyo el establecimiento de los cementerios con toda la amplitud y decoro que exigen la religiosidad, y la cultura del vecindario. El clero, por su parte, que nunca miró con buenos ojos su establecimiento, no cuidó de decorarlos ni engrandecerlos, a pesar del inmenso producto que obtiene del alquiler de aquellos mezquinos corrales, producto que raya en una suma considerable y que hubiera podido servir, no sólo a la formación de grandes y aun magníficos cementerios, sino que en otros pueblos bien administrados se aplica también al sostenimiento de hospitales y establecimientos de Caridad.
A tanto llegó el abandono y desidia de la visita eclesiástica y fábricas parroquiales, y era por los años de 1832 tan mezquino el aspecto de este cementerio y del otro general de la puerta Toledo, que varias cofradías o congregaciones religiosas pensaron en emprender por su cuenta la formación de otros parciales. Así lo habían hecho ya anteriormente las sacramentales de S. Pedro y S. Andrés y la de S. Salvador y S. Nicolás, y fueron imitadas luego por las de S. Sebastián, S. Luis, S. Ginés, S. Miguel, S. Martín, San Justo, etc. Y mejorando algún tanto las condiciones de construcción y adorno (aunque siempre siguiendo el mezquino sistema de emparedamientos), han conseguido la preferencia de la parte más acomodada de los feligreses; y disponiendo y tolerando algún mayor adorno en los frentes de las sepulturas, en los panteones y galerías, y aun en el centro de los patios con plantaciones, aunque escasas, de arbustos y flores, han empezado a dar a los suyos (especialmente al de San Luis y San Ginés) aquel aspecto decoroso e imponente que a par que convida a la oración y al ruego por las almas de los que fueron, da una idea más noble de la cultura y de la religiosidad de la generación actual.
La capa vieja y el baile de candil
...Del Rastro a Maravillas,
del alto de San Blas a las Bellocas,
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado.
Jovellanos. Sát.
—«¡Bravo título! ¡digno asunto! Por cierto que el señor Curioso nos promete hoy un discurso de gran tono.»
Tales o semejantes exclamaciones zumban ya en mis oídos, preferidas por ciertos críticos de salón, de estos que afectan desdeñar todo lo que no sea sublime... ¡Pobres gentes! ¡como si ellos lo fueran!
—Pero señores (les respondo yo): ¿todo ha de ser primores y filigranas? ¿Ignoran que el secreto del arte consiste en oponer los contrastes de lo alto y de lo bajo, de lo pulido y de lo grosero? ¿Y por qué habré yo de renunciar a esta ventaja, si he de hacer formar idea general de las costumbres de todas las clases? En un mismo cuartel, en una misma calle, ¿no existen usos e inclinaciones diferentes? ¿Pues cuánto mayor no será esta diferencia tratándose de toda una capital? No hay remedio, señores míos; si han de conocer la fisonomía particular de las clases que no habitan el centro de esta villa, fuerza será que lo abandonara conmigo por un momento, y que si no lo han por enojo, me sigan adonde me cumpliere llevarles.
Revolviendo la esquina de la calle de la Ruda para entrar en la plazuela del Rastro (¡taparse bien las narices, señores críticos!) íbame entreteniendo agradablemente en reconocer diversos almacenes ambulantes, restos de veneranda antigüedad, que ya decoran armoniosamente la angosta entrada de un chiribitil, a quien llaman tienda, ya figuran airosos a campo raso tendidos sobre un trozo de estera en medio del ámbito de la calle. A la vista, pues, de tantos despojos de la moda, que en otro tiempo decoraron estudios y salones, íbame llenando de aquel supersticioso respeto con que más de un anticuario suele colocar en su gabinete tal cuarto segoviano, roñoso y carcomido, juzgándolo moneda del bajo imperio; y considerando por otro lado que todos o gran parte de aquellos objetos podrían haber sido conquistados en buena guerra, me disponía ya a dirigirles una alocución romántica, cual si fuera espada del Cid o escudo de Carlo Magno.
Pero mi monólogo pasó a ser diálogo, cuando volviendo la cabeza me hallé detrás de mí al amigo don Pascual Bailón Corredera, a quien no había vuelto a ver desde el lance de la hermosa Narcisa, que, si mal no me acuerdo, conté en el artículo de Los cómicos en Cuaresma. Llenóme de placer este encuentro, y proseguimos juntos nuestro paseo escrutador, cuando al pasar por una vieja prendería, paróse don Pascual como herido súbitamente, dándome lugar a un mediano susto; mas sin reparar en él, corre a la tienda, alcanza una capa vieja que pendía a la puerta, reconócela prolijamente broches y vivos, embozos y costuras, puertas y ventanas, y alzando cuanto pudo su voz... «Ella es (exclamó con ademán doliente) la compañera de mi juventud, la encubridora de mis extravíos, ella es»; y la abrazaba enternecido, y la regaba con sus lágrimas.
—Pero don Pascual, ¿qué locura es ésta?
—«Déjeme usted, amigo mío, déjeme usted que pague este tributo a un mudo acusador mío; déjeme usted recobrarle después de largos años de separación.»
Y diciendo y haciendo pagó a la mujer que la vendía el precio de la capa, y poniéndola debajo de la que llevaba, continuamos nuestro paseo; pero como yo insistiese en que me explicara el misterio de aquel astroso mueble, tomó la palabra don Pascual, y me habló de esta manera.
—«Creo a usted sabedor, amigo mío, de que en mi juventud fui lo que se llama un calavera completo, y que la crónica escandalosa de Madrid ofrecía en aquel tiempo pocos lances en los cuales yo no figurase, haciéndome mi vanidad buscar los más comprometidos por el solo placer de que todos se ocupasen de mí. Mientras permanecí en el círculo de la alta sociedad, tuve intrigas amorosas más o menos complicadas, casos de honor más o menos problemáticos, y de todos salí sano y salvo, como está admitido entre personas de cierta educación. Pero el mal demonio, que no duerme, me hubo de fastidiar de aquel género de vida y de placeres, y ofreciendo un ejemplo más a aquella regla de que los extremos se tocan, pasé por una brusca transición desde el orgullo aristocrático a los modales más groseros de la plebe. Cesaron, pues, mis galas y mis tocados; olvidéme de teatros y salones: renuncié a mis antiguas amistades, y adopté el traje y los modales de un manolo verdadero.
»Armado con mi calzón y chaqueta, corbata de sortija y sombrero calañés, y embozado sobre todo en mi gran capa, echéme a buscar aventuras por Lavapiés y el Barquillo, con más determinación que el héroe manchego por el campo de Montiel. Mi generosidad, mi buen humor, y mi determinación para todo, me hicieron desde luego célebre entre aquellos habitantes, y ya se sabía que no había función en que no se contara con don Pascualito: y hombres y mujeres me festejaban a cual más, con lo cual tenía yo cierta superioridad parecida a la de un cacique en una tribu de araucanos. Contribuía en gran manera a ello mi capa azul, que aunque vieja, era aún superior a las que me rodeaban; pero como yo no quería distinciones, acerté a tratarla tan mal, que en muy pocos días logré hacerla equivocar con todas, con lo cual me creí ya protegido del escudo de Minerva; y todo lo vencía, y nada me arredraba. Con ella frecuenté tabernas y figones, buhardillas y burdeles, palomares y azoteas, y sin ella nada de esto hubiera podido hacer; tal era la confianza que este disfraz me inspiraba.
»Una tarde (de San Antón por cierto) salí envuelto en mi encubridora capa al paseo o romería de las vueltas, como es uso y costumbre en tal día. Ignoro si usted, como Curioso, habrá observado el espectáculo grotesco que en semejante ocasión presentan las dos calles de Hortaleza y Fuencarral, accesorias a la iglesia del santo anacoreta; la inmensa multitud de fieles que impulsados de su devoción se acercan por la mayor parte a la puerta de la iglesia sin entrar en ella; la exposición pública de caballos y mulas de alquiler, adornados de cintas, que guiados por inexpertos jinetes, corren al trote por el arroyo o lodazal, y van a gustar la cebada bendita; la multitud de tiendas de panecillos del Santo para pasto de los fieles; los coches y calesas prodigiosamente henchidos de mujeres y muchachos; y el sofoco de la concurrencia, que son plácido espectáculo a la multitud de espectadores de rejas y balcones; las sales del ingenio chisperil, y demás circunstancias, en fin, que hacen aquel cuadro tan original en su clase.
»Servía yo de breve episodio en él, marchando con el sombrero hasta las cejas y el embozo a las pestañas, puestos en jarras bajo la capa entrambos brazos, y abriéndome paso con los codos a derecha e izquierda. Andaba, pues, titubeando sobre cuál de aquellas estrellas había de tomar por norte, cuando al atravesar la boca-calle de San Marcos vi venir haciendo alarde de su desenvoltura a una manola, para cuyo retrato necesitaría yo la pluma de Cruz o el pincel de Goya. Acompañábanla otras tres mozas, que si la desmerecían en hermosura, la igualaban por lo menos en desvergüenza, y a pocos pasos las seguía un grupo de majos de chaqueta y vara, a quienes ellas tiraban panecillos por cima del hombro.
»Confieso a usted que la vista y la razón se me turbaron al contemplar aquella belleza, y sin ser dueño del primer movimiento, bajéme un poco más el sombrero y me interpuse entre el planeta y sus satélites; pero un mediano garrotazo que sentí en el hombro derecho, me hizo volver en mí, y siguiendo el camino de dicho palo hasta encontrar el brazo que lo blandía, encontré, no sin sorpresa, que estaba pegado a un mozo que yo conocía de varias aventuras anteriores. Esto fue hallarme como quien dice en tierra de amigos, y muy luego lo fueron todos los individuos de ambos sexos que componían aquellas guerrillas, merced a algunas oportunas estaciones que mi bolsillo permitió, donde convino.
»La niña retozona llevaba la vanguardia, y a cada paso nos comprometía en quimeras y reconvenciones, ya insultando a los paseantes, ya espantando los caballos, o cogiendo las ruedas de las calesas, o tirando cáscaras de naranja a los que iban en los coches. Crecía mi amor a cada una de estas barbaridades, y no perdía una ocasión de expresárselo, a lo cual ponía ella mejor cara que uno de los acompañantes, que era el galán, mientras que el marido, que también era de la comparsa, todo se volvía condescendencias y atención.
»Vino la noche, y habiendo manifestado aquella honrada gente que en casa de cierta amiga había baile, nos dimos todos por convidados, y yo el primero me dirigí con más apresuramiento a aquel baile de candil, que si fuera Soirée parisiense o Raout inglés.
»Pasamos desde luego a la calle de San Antón, y en una de sus casas, cuyos pisos eran dos, el de la calle y el del tejado, llamamos con estrépito, y salieron a recibirnos hasta dos docenas de personajes parecidos a los que entrábamos. Por de pronto hubo aquello de negarnos la entrada, amenazas y palos; pero en fin, asaltamos la plaza, y griegos y troyanos, olvidando resentimientos mutuos, improvisamos unas manchegas que hubieran llamado la atención de toda la vecindad, si toda la vecindad no hubiera estado ocupada en otras tales. Siguiéronlas en ingeniosa alternativa boleras y fandango, intermediados con los correspondientes refrescos trasegados del almacén de en frente; y a favor de la algazara que el mosto infundía en la concurrencia, creía yo poder formar con mi consabida pareja la conspiración correspondiente: pero otra más sorda dirigida por el amostazado galán, se formaba a mis espaldas, no sin grave peligro de ellas. Por último, para abreviar; el baile se fue acabando, cuando una patrulla que pasaba hizo cerrar el almacén de lo tinto, a tiempo que éste empezaba ya a obrar fuertemente sobre las cabezas, y ya se trataba de retirarnos, por lo cual echamos el último fandango con capa y sombrero, cuando un fuerte palo, disparado por el furioso Otelo al candilón de tres mechas, que pendía colgado de una viga del techo, hízole saltar en tierra, dejándonos a buenas noches. Aquí la consternación se hizo general; las mujeres corrían a buscar la puerta, y encontrándola atrancada daban gritos furibundos; los hombres repartían palos al aire; rodaban las sillas; estrellábanse las mesas, y voces no estampadas en ningún diccionario completaban este cuadro general.
Si licet exemplis in parvo grandibus uti,
Haec facies Troiae, cum caperetur, erat.
»Pero el blanco de la refriega éramos por desgracia el matrimonio
y yo, en cuya dirección disparaban los conjurados sus alevosos golpes,
hasta que un agudo grito del marido, que vino al suelo al lanzarlo, dio
lugar a que la puerta se abriese, y todos se precipitasen a salir,
quedando solamente el ya dicho tumbado en el suelo, sin sentido, y yo
con el suficiente para ver que mi pérfida Elena, apoderándose de mi capa
y envolviéndose en ella, huía alegremente con sus raptores. A mis voces
y lamentos llega una ronda, reconoce al hombre que estaba a mi lado
bañado en sangre: «¡Cielos! ¡está muerto!» y yo sin más pruebas que mi
dicho, disfrazado vilmente, niego mi nombre, me turbo de vergüenza; y
haciendo concebir sospechas de mí, soy conducido a la cárcel pública.
»¡Qué noche, amigo mío! ¡qué noche de desengaños y de amargas reflexiones! Entonces maldije mi indiscreción, me horroricé de mi envilecimiento, conocí, aunque tarde, todo lo criminal de mi conducta, y lamenté mi futuro destino. Pero la Divina Providencia quiso darme sólo un fuerte aviso, pues el hombre a quien creíamos muerto sólo estaba herido, y declaró mi inocencia, con lo cual logré al cabo de algunos días recobrar mi libertad. Mas esta lección, impresa indeleblemente en mi memoria, me hizo renunciar para siempre a aquel género de vida, volviéndome a la sociedad a que pertenecía; y tan fuerte es aún la impresión que en mí dejó aquel suceso, que no he podido disimularlo a la vista de este cómplice de mis extravíos, que rescato hoy para eterna vergüenza mía.»
—Un traje grosero (repuse yo para aplicar la moraleja del cuento) suele inspirar ideas villanas. Usted, señor don Pascual, tiene hijos que no tardarán en ser mancebos: inspíreles usted la misma saludable aversión que usted ha cobrado; procure que su traje sea siempre correspondiente a su clase para que les haga apartarse de aquellos sitios en que teman comprometerla, y sobre todo, créame usted, no les permita en ningún tiempo usar una capa vieja.
(Enero de 1833.)
Paseo por las calles
I
Nada hay más natural en un forastero que la curiosidad de conocer el aspecto general del pueblo que por primera vez visita, y nada también suele ser tan frecuente como el decidir por esta primera impresión de la belleza o mezquindez de tal pueblo.
Aventurado por cierto sería aquel juicio, aplicable a nuestro Madrid, pues que variaría absolutamente según el lado de donde viniese el forastero, por donde pudiera observar su primera vista. El gallego y castellano, por ejemplo, mirando la población por su parte más antigua y escabrosa, atravesando su escaso río sobre el magnífico puente a que Juan de Herrera imprimió la severidad de su escuela, y entrando por una mezquina puerta, solitaria y empinada calle, cuyos tejados forman una dilatada escalera, apenas encontraría diferencia notable con sus tétricas ciudades, si la presencia del palacio real a su izquierda no le hubiera dado de antemano a conocer la capital del reino.
Muy diferente idea formará el andaluz que viene de la parte del Mediodía, abrazando con su vista toda la población por su parte más vital y variada. Los suntuosos edificios del Seminario, cuartel de Guardias y Palacio a la izquierda; la Fábrica de tabacos, el Hospital general y el Observatorio, a su derecha; el puente, paseo y nueva puerta de Toledo al frente; intermediado todo por variados edificios, caprichosas torres, numerosos grupos de casas de distintas formas, y revelando, por decirlo así, la existencia de un pueblo grande y vivificado con la presencia del gobierno, prestan por este lado a Madrid su vista más completa e interesante. Los catalanes, aragoneses y valencianos, arribando a la capital por la soberbia puerta de Alcalá y la de Atocha, formarán una idea aún más risueña y magnífica, por los elegantes paseos de las Delicias y el Prado, los pintorescos jardines del Retiro y Botánico, y las suntuosas calles de Atocha y Alcalá; y finalmente, los procedentes de las provincias del Norte juzgarán a nuestra villa árida y solitaria al entrar por las puertas de San Fernando o de Santo Domingo.
Si deseando modificar estas primeras impresiones, y conocer a un golpe de vista el conjunto del pueblo que los recibe, solicitasen subir a una altura céntrica y de la elevación correspondiente para medir y conocer a vista de pájaro todo el plano de la capital, sería aún más difícil el indicársela, careciendo, como carecemos, de un gran templo central, que suele ser en otros pueblos el sitio adonde los forasteros acuden para satisfacer este deseo. La torre de la parroquia de Santa Cruz es la única que puede suplir en Madrid aquella falta, aunque ni su elevación ni su situación son suficientes para abrazar distintamente todo el plano, y conocer a un golpe de vista las varias fisonomías de los cuarteles de esta villa. Sin embargo, colocados en aquella altura puede observarse el corte de la población, uno de los más cómodos y ventajosos que conocemos, pues que partiendo sus calles principales de un centro común, que es la Puerta del Sol, se prolongan en forma de estrella hasta los últimos confines de la villa. Así que, conocidas una vez la dirección al E. de las calles de Alcalá y San Gerónimo; de la Montera, Hortaleza y Fuencarral al N.; de la Mayor al O.; y de las Carretas, Concepción Gerónima y Toledo al S., llega a ser fácil evitar la confusión que un pueblo nuevo infunde. La frecuentación de sus calles hará conocer al forastero que todas ellas le llevan como por la mano a estos puntos capitales, que en la mayor extensión del radio se modifican y cruzan por otros más subalternos y parciales, como las calles de Atocha, ancha de S. Bernardo, Jacometrezo y otras. Por lo demás, en cuanto a la belleza del aspecto general, menguada idea podrá formar desde aquel punto, no divisando desde él sino la desigualdad, tristeza y mezquina forma de los tejados de nuestras casas.
Esta desfavorable impresión será, sin embargo, modificada cuando descendiendo a las calles hiera la vista del observador la espaciosidad y desahogo de éstas, la regularidad bastante general de su alineación, la variada y caprichosa pintura de las fachadas de las casas, y sus distintas formas y dimensiones, que si bien puede condenarlas un ojo artístico por su falta de orden y simetría, llevan la ventaja de entretener agradablemente la vista, alterando a cada paso la insoportable monotonía de las ciudades edificadas bajo seguro plan y severas condiciones.
Las calles de Londres y de París, por lo general planas y sin notables desniveles, sujetas sus casas a una perfecta alineación, y presentando en su forma exterior un aspecto casi uniforme, son aún más fatigantes, más tristes y enfadosas que las de Madrid con sus cuestas y la irregularidad de sus casas. Añádase a esto las inmensas ventajas que nuestro clima nos proporciona de la sequedad constante del piso, la perfecta conservación de los colores en las fachadas, y la animación que produce la costumbre de los balcones; compárese todo ello a la densidad de una atmósfera nebulosa, la casi perpetua humedad del piso, el ennegrecido moho de las fachadas, la severidad de aspecto de la línea de ventanas, y la metódica uniformidad, en fin, de los edificios en aquellas capitales, y habrá muy pocos que dejen de preferir un paseo por nuestra villa (haciendo para ello abstracción del mayor movimiento y vida de aquellas poblaciones) al cansancio y fatiga del cuerpo y del espíritu que puedan proporcionarle otras ciudades más importantes.
No es esto decir que nuestro Madrid actual no pueda y deba recibir graves modificaciones para imprimirle mayor regularidad y agrado, y las numerosas y continuas que hace veinte años experimenta, revelan, por decirlo así, el grado de belleza a que aún puede llegar. Cuando se haya reformado del todo el empedrado de las calles; cuando en la forma y revoque de las casas se haga general el gusto que se observa en las nuevamente edificadas, imitando a las de Cádiz; cuando se modifique la forma de los tejados y buhardillas, y desaparezcan del todo los canalones; cuando, en fin, se vean generalizadas aquellas variaciones que observamos ya parcialmente, entonces será cuando Madrid llegará al punto de belleza que su situación local y el hermoso sol meridional le proporcionan, y merecerá con más justicia los dictados que aun los mismos extranjeros la prodigan de la villa blanca, la villa joven del Mediodía.
Mas si prescindiendo ya del aspecto material de sus calles y casas, intentáramos dibujar, aunque ligeramente, su vitalidad y movimiento; si dejáramos las piedras por los hombres, los órdenes arquitectónicos por el orden de la sociedad, el Madrid físico, en fin, por el Madrid moral, ¡qué escena tan varia! ¡qué espectáculo tan animado no podríamos presentar a nuestros lectores!
Tosco y desaliñado es nuestro pincel para tamaño intento; pero no podemos resistir a la tentación de emprenderlo. No nos propondremos seguir metódicamente para ello las distintas fases de tan variado teatro según las diversas horas del día, las estaciones y demás circunstancias que alteran y modifican los usos populares. Escogeremos cualquier día del año; por ejemplo, el día en que nos hallamos: procederemos libremente y como al acaso, dejaremos vagar a nuestro discurso, y pues que el moderno romanticismo nos autoriza, renunciaremos a todas las unidades conocidas; y tanto más románticos seremos, cuanto menos pensemos en lo que vamos a escribir.
II
Ningún momento del día nos parece más oportuno para sorprender a los madrileños en el espectáculo de su vida exterior, que aquellas apacibles horas que aproximando el día a la noche, libertan del trabajo para acercarnos al descanso y al placer; aquellas horas que en la estación ardorosa en que nos hallamos, vienen a mitigar los rigores de nuestro sol meridional, y en que la población, ansiosa de disfrutar la apetecida brisa de la noche, abandona el interior de las casas, y se muestra generalmente en las calles y plazas, en las puertas y balcones. No haya miedo el cojuelo Asmodeo, ni su licenciado don Cleofás, que para tal momento solicitemos sus auxilios con el objeto de levantar los tejados de las casas, y reconocer lo que pasa en el interior: por la ocasión presente dejémosles a los ladrones y enamorados, que también suelen aprovecharse a tales horas de aquel abandono, y pues que todo el pueblo se halla en la calle, bueno será mezclarnos y confundirnos con todo el pueblo.
El reloj de nuestra Señora del Buen Suceso ha dado las seis; la animación y el movimiento, interrumpidos durante la siesta, han vuelto a renacer en las calles; los vecinos de las tiendas, descorriendo las cortinas que las cubren, hacen regar el frente de sus puertas, asoman al cancel de ellas, y llaman al ligero valenciano, que con sus enagüetas blancas, su pañuelo a la cabeza y su garrafa a la espalda, cruza pregonando «Gúa é sebá fría...». Otros escogen en el cesto de aquella desenfadada manola tres o cuatro naranjas para remojar la palabra, dirigiéndola de paso algunas medianamente disparadas, si bien mejor recibidas; y otros, en fin, se contentaban con un vaso de agua pura que les ofrece en eco lastimero el asturiano, por cuatro maravedís. —En tanto los muchachos, que a la primer campanada de las seis ha lanzado una escuela, improvisan en medio de la calle una corrida de toros, o atan disimuladamente a la rueda de un calesín alguna canasta de fruta, que al echar a andar el carruaje rueda por el suelo, con notable provecho de la alegre comparsa; o bien tratan de engañar a un barquillero distrayéndole para que no mire al juego; o ya disparan sendas carretillas de pólvora a los perros y a los que no lo son.
A semejantes horas todavía no se sienten circular más carruajes que los del riego o los bombés facultativos, y sin embargo, en todas las cocheras se disponen y preparan ya los que de allí a un rato han de conducir al Prado a la flor y nata de la aristocracia. Los cafés, oscuros aún y abiertos de par en par, no reciben todavía más que uno u otro provinciano que saborea el primero un gran cuartillo de leche helada, algún militar que fuma un cigarro mientras ojea la Gaceta, o un quídam que entra mirando al reloj, espera a un amigo que viene de allí a un rato, y juntos parten a paseo.
—De la lotería-aaaao-cha-vó—A—ochavito los fijos. —¿Una calesa, mi amo? —De la fuente la traigo, ¿quién la bebe? —Señores, a un lao, chás. —El papel que acaba de salir ahora nuevo. —Cartas de pega. —Orchateró.
Crece la animación por instantes: el rápido movimiento se comunica de calle en calle; las puertas vomitan gentes; los balcones se coronan de lindas muchachas, cruzan las elegantes carretelas, los ligeros tílburis, las damas y galanes a caballo; grupos interesantes, numerosos, variados, se dirigen a los paseos ostentando sus adornos y atractivos; otros medio hombres y medio esquinas ocupan las encrucijadas de las calles, y presencian a pie firme el paso de la concurrencia.
Punto central de esta agitación es la Puerta del Sol y principales calles que la avecinan, observándose el reflujo de la población en dirección al Prado. Las calles apartadas del centro no ofrecen tanto interés, si bien tienen el suficiente para ser consideradas. Cuando las de Alcalá, la Montera y Carretas ostentan rápidamente lo más elegante y bullicioso de nuestra población; cuando sus balcones, por lo regular abandonados, demuestran que sus vecinos se hallan en paseo; cuando el ruido y el polvo de los carruajes ofuscan los sentidos y tienden un denso velo que nos impide ver a cuatro pasos, salvémonos de este laberinto, y trasladémonos, por ejemplo, a la calle ancha de San Bernardo o a la de Hortaleza, a la de San Mateo, o a la de Leganitos.
Todo es tranquilidad en el dilatado recinto que media desde el monasterio de las Salesas hasta el seminario de Nobles. El silencio y soledad de las calles, apenas es interrumpido por el paso de los pocos transeúntes. Tal cual matrimonio del pasado siglo, precedido de algunos retoños, representantes de la futura España, y dirigiéndose pausadamente a las puertas de Santa Bárbara o San Bernardino con el objeto de llegar al obelisco o a la cuesta de Areneros; tal cual corro de dilettantis a la puerta de una taberna, saboreando el compás de la tirolesa de Guillermo Tell, tocada por el organillo del ciego; tal cual grupo de mozos de esquina ensayando sus ociosas fuerzas colosales; tal cual cuerpo de guardia o batallón pasando la lista al son de sinfonías y cabaletas: he aquí los únicos episodios que alteran de vez en cuando la unidad de acción de aquel clásico espectáculo.
Los conocedores, sin embargo, encuentran en este cuadro multitud de bellezas, y el más indiferente suele verse sorprendido al pasar por bajo de algún balcón, donde no sospechaba tales tesoros. Aquella cortinilla, que parece casualmente recogida en los hierros de aquel balcón, está mejor dirigida que lo que aparenta: jamás ningún marinero manejó con tal destreza la vela de su bajel, como la personita escondida bajo de ella hace servir a su gusto a la oficiosa cortina.
Pero vedla que la descorre de pronto, que deja el asiento, tira la labor y ostenta en pleno balcón toda la esbeltez y primor de su figura. ¡Y habrá todavía quien hable contra nuestros balcones!...
Lindo pie encerrado sin violencia en un gracioso zapatito; limpio y elegante vestido de muselina primorosamente sencillo, que deja admirar una contorneada cintura por bajo la graciosa esclavina que cubre los hombros y el pecho; elegante nudo recogido a la garganta, gracioso rodete a la parte baja de la cabeza, a semejanza de la Venus de Médicis; dos primorosos bucles tras de la oreja, otro par de rizos pegados en la sonrosada mejilla, y diestramente combinados con unos lazos azules que hubieran puesto envidia al mismo sol: tal es el espectáculo delicioso que ha asomado en aquel balcón. ¿Mas por qué no lo hizo antes? ¿por qué tan precipitadamente ahora? —El por qué, señores míos, yo me lo sé, pero no sé cómo contárselo a ustedes.
—Mariquita.
—Matilde.
—¿Has visto?
—¡Qué quieres; paciencia!
—Yo no sé qué tendrán.
—Lo que es N... estaba de guardia cerca de aquí, pero el otro...
—El otro... apostaré que está en el Prado haciendo el galán con la de...
—No lo creas... puede que hayan pasado... pero mira, ¿no reparas aquellos dos que han vuelto la esquina?
—¡Qué! pero sí... no, no son... ¿a ver? saca el pañuelo.
—Sí, mira, mira cómo han sacado el suyo, mira cómo se ríen.
—Sí, ellos son... ¡Ay que vergüenza, Matilde! Cerremos los balcones.
—¿Pues qué?...
—¡Que no son ellos!...
«Bravo, señoritas, lindamente», gritaban en esto dos caballeros de gentil aspecto que llegaban precisamente en aquel momento por la parte opuesta de ambos balcones.
—¿Qué te parece, Carlos? ¡hemos quedado lucidos!
—¿Qué haremos?
—Yo sería de opinión de desafiar a aquellos dos.
—Yo de matarlas a ellas.
—Hombre, no, en tal caso matarnos nosotros es más noble.
—Mira, lo mejor será que todos vivamos, y nos venguemos marchándonos al Prado.
—No dices mal.
Bien diferente colorido presenta por cierto a los ojos del observador el otro trozo de pueblo comprendido desde el Palacio a la puerta de Atocha: las calles de Toledo y Embajadores, del Mesón de Paredes y de Lavapiés no ceden a tales horas en movimiento a las más animadas de Londres. Las enormes galeras de los ordinarios valencianos y andaluces que salen para hacer noche en la venta de Villaverde; los calesines que esperan flete para los Carabancheles; el barbero que rasguea su vihuela a la puerta de su tienda; el corro de andaluces que sentados en el banco de aquel herrador entonan la caña; los alegres muchachos, que subidos en los mostradores y sobre las sillas de las tiendas, ríen de las habilidades de Juan de las Viñas o del perro que salta al monótono son de la dulzaina de aquel ciego; la terrible cohorte de cigarreras de la fábrica que al anochecer dejan el trabajo y se mezclan y confunden con los no pequeños grupos de mozallones que esperan su salida. ¡Qué confusión, qué bullicio por todas partes!
También el amor embellece este animado cuadro.
Sigamos, por ejemplo, a alguna de esas parejas, verémosla dar fondo en cualquiera de las innumerables tabernas que ostentan al paso sus variadas provisiones de bacalao y sardinas, ensaladas y huevos duros. Mirad a aquel galán, que dejó su tienda, armado de punta en blanco, y demostrando que va de servicio, de teatro o de patrulla. ¿Mas por qué no siguió la calle de Embajadores a la de Toledo, y ha dado esa vuelta para venir a la plaza? ¡Cosa clara! ¿No habéis reparado en aquella tienda de cordonero de la calle de las Maldonadas? ¿No le habéis visto pararse delante de ella, dudar un rato mirando por las vidrieras, dejar el fusil apoyado en ellas mientras encendía un cigarro en la tienda de enfrente? ¿No habéis reparado una blanca mano que disimuladamente ha echado algo por el cañón del arma? —¿Qué fue ello? —Nada; reparad al mancebo que la vuelve a echar al hombro con ligereza; apostaría a que la niña ha burlado las precauciones de un padre tirano: el fusil encierra el misterio del amor. Jamás parte de una victoria fue conducido con más alegría.
Pero ya la campana de San Millán o San Cayetano llama a los fieles al rosario; la trompeta y el tambor desde el vecino cuartel dan el toque de oración; las tiendas y cajones de comestibles van encendiendo sus farolillos; los profundos coches del siglo XVII y los desvencijados calesines abandonan el puesto; y las tinieblas de la noche van, en fin, oscureciendo aquel animado teatro. Este espectáculo nocturno merece otro cuadro aparte, y tal vez algún día lo emprenderé: el que intentaba dibujar por hoy, concluye aquí.
(Julio de 1835.)
Costumbres literarias
I. La literatura
Virtud y filosofía
peregrinan como ciegos:
el uno conduce al otro,
llorando van y pidiendo.
Lope de Vega.
Desde que en España hay literatura, se ha venido repitiendo
constantemente que en ella no puede haber literatos; y siéndolo los
mismos que dicen esto, preciso será creerlos bajo su palabra, y convenir
con ellos en que el cultivo de las letras no es entre nosotros el mejor
género de cultivo.
Y a la verdad ¿qué es un literato, meramente literato, en nuestra España? una planta exótica a quien ningún árbol presta su sombra; ave que pasa sin anidar; espíritu sin forma ni color; llama que se consume por alumbrar a los demás; astro, en fin, desprendido del cielo en una tierra ingrata que no conoce su valor.
Si confiado en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su talento; si mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a mendigar un favor del poderoso, favor menguado que apartándole de sus nobles ocupaciones le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista; todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar distinguido en las crónicas literarias del país; acaso la posteridad encomiará su genio; acaso levantará estatuas a su memoria; pero en tanto su vida se consumirá angustiosa en medio de las tristes privaciones; y aquel hondo despecho que produce en el alma un desdén injusto abreviará sus días, y le conducirá muy luego al ignorado sepulcro que en vano buscarán sus futuros admiradores.
Hubo un tiempo, es verdad, en nuestro país, que parecía presagiar a las letras más alta fortuna, más estimada consideración. Los siglos XVI y XVII, imprimiendo en este punto a las costumbres una tendencia bienhechora, vieron muy luego aparecer eminentes ingenios que, consignando eternamente la gloria de aquella edad, recompensaron con usura los favores que de ella pudieron recibir.
Sin embargo, no bastó tampoco entonces el talento literario; preciso fue también unir a él la intriga cortesana, y saber prescindir en ocasiones del hombre de letras, para aparecer bajo el aspecto del hombre político o del discreto palaciego. Los que, como Quevedo, Mendoza y Saavedra, supieron reunir estas cualidades a las de escritores, vieron recompensado su mérito con altos empleos, con regios favores, y figuraron airosamente entre los primeros hombres públicos de su tiempo; los que, como Cervantes, Lope y Moreto, limitaron su ambición a la gloria literaria, fueron, es verdad, el objeto de entusiasmo de su siglo, y pudieron presagiar en vida el tributo de admiración que había de rendirles la posteridad; mas sus trabajos, tan aplaudidos y admirados, no bastaron a asegurarles una cómoda subsistencia, ni a legar a sus hijos otra cosa que la gloria de sus nombres esclarecidos. Lope de Vega quedó empeñado al morir después de haber escrito dos mil comedias (que los cómicos solían pagarle a 500 rs.), y otras muchísimas obras sueltas. Calderón vendió todos sus Autos Sacramentales a la villa de Madrid por 16.000 rs.; y Miguel de Cervantes tuvo que mendigar el socorro de un magnate para dar a luz la obra inmortal que había de ser el primer título de la gloria literaria del país.
Cuando en el último tercio del siglo anterior volvieron a aparecer las letras después de un largo periodo de completa ausencia, una feliz casualidad hizo que hombres colocados en alta posición social fueran los primeros a cultivarlas; y de este modo se ofrecieron a los ojos del público con más brillo y consideración. Montiano y Luyando, Luzán, Jovellanos, Campomanes, Saavedra, Llaguno y Amírola, los PP. Isla y González, el duque de Hijar, los condes de Haro y de Noroña, Viegas, Forner, Cadalso y Meléndez, ocupaban los primeros puestos del Estado, las sillas ministeriales, las dignidades eclesiásticas, las embajadas, la alta magistratura y los grados superiores de la milicia; bajo este aspecto pudieron servir y sirvieron efectivamente a las letras, tanto para adquirirlas en el concepto público aquel respeto que por desgracia sólo se prodiga a los falsos oropeles, cuanto para estimular a la juventud a emprender una carrera que no aparecía ya como incompatible con los halagos de la fortuna.
Empero de un extremo vinimos a caer en el opuesto; los jóvenes se hicieron literatos para ser políticos: unos cultivaron las musas para explicar las Pandectas; otros se hicieron críticos para pretender un empleo; cuáles consiguieron un beneficio eclesiástico en premio de una comedia; cuáles vieron recompensado un tomo de anacreónticas con una toga o una embajada. Y siguiendo este orden lógico se ha continuado hasta el día, en términos que un mero literato no sirve para nada, a menos que guste de cambiar su título de autor por un título de autoridad.
De aquí las singulares anomalías que vemos diariamente; de aquí la prostitución de las letras bajo el falso oropel de los honores cortesanos. —¿Fulano escribió una letrilla satírica? Excelente sujeto para intendente de Rentas. —¿Zutano compuso un drama romántico, o un clásico epitalamio? Preciso es recompensarle con una plaza en la Amortización. Aquel que hace muy buenas novelas; a formar la estadística de una provincia. Este que ha traducido a Byron; a poner notas oficiales en una secretaría. —El otro que escribió un folletín de teatros; a representar al gobierno español en un país extranjero.
Entre tanto, aquellos escritores concienzudos que ven en el cultivo de las letras su sagrada y única misión, y que no sabiendo o no queriendo abandonarlas, esperan recibir de ellas la única corona a que aspiran, yacen arrinconados, y como se dijo al principio, peregrinos en su propia patria; y el pueblo que los mira, y los magnates que no comprenden la causa noble de su desdén, le arrojan al pasar una mirada compasiva, o llegan a dudar hasta de sus intenciones o su talento... —«¡Literato!... ¿Qué quiere decir literato?...» le preguntará la autoridad al empadronarle. —«¡Poeta!...» repetirá el pueblo... «¡valiente poeta será él cuando no ha llegado a ser ni siquiera intendente o covachuelo!».
De esta manera, la multitud, que sólo juzga por resultados, se acostumbra a ver la literatura como un medio, no como un fin; como un título de elevación, no como un patrimonio de gloria; y entre tanto que ensalza y eleva al talento, y engalana la persona del autor con relumbrantes uniformes, deja olvidadas sus obras en la librería; y por una singular contradicción, aquellos mismos escritos bajo los cuales se escondía una elevada posición social, sirven al mismo tiempo para que el inhumano tendero envuelva en ellos las pasas de Málaga, o los quesos de Rochefort.
II. El manuscrito
Así se animarán nuevos autores
a imprimir obras que vender al peso.
Iriarte.
Y para hacer más sensible el argumento por medio de un ejemplo,
figurémonos un autor que después de haber dedicado largos años a
trabajar concienzudamente una obra literaria, ve por fin concluido el
trabajo, en que vincula la gloria de su nombre y las esperanzas
lisonjeras de su porvenir.
¡Pobre autor! ¡Tú creías cuando dabas fin a la última página de tu libro, que nada te quedaba ya que trabajar, nada que padecer! Pues entonces es cuando empieza tu verdadero sufrimiento, tu más ingrata molestia. Por fortuna en el día no tienes que temer las trabas de una arbitraria censura, ni necesitas mendigar un permiso que las leyes actuales te conceden gratuitamente... Si hubiera sido hace algunos años, tu primera diligencia sería la de poner un pedimento en papel sellado, y cargado con él y con tu manuscrito acudir a la escribanía de cámara del Consejo de Castilla, dejándolos allí confiados en manos de curiales entre despojos y moratorias... ¡Qué agudo puñal para un escritor al dar el tierno adiós (que podía muy bien ser el último) a su amada obra, y arrojarla entre profanos, que midiéndola por su escasa inteligencia, no hacían escrúpulos en despreciar un manuscrito que acaso la posteridad miraría como un tesoro!
El secretario formulaba su relación, y cargando con el manuscrito entre los demás papeles del despacho, entraba al Consejo a dar cuenta de él, entre un permiso de feria y un alegato de bien probado; el tribunal mandaba censurar aquél, y el escribano era regularmente el que designaba el censor; y si la obra era de bella literatura, la remitía al guardián de San Francisco o al cocinero de los Mínimos; y si hablaba de historia no faltaba algún capellán de monjas; o un abogado del colegio si se trataba de una colección de poesías. En vano el pobre autor trataba de adivinar por todos los medios posibles en qué manos se hallaba; este secreto era secreto de Estado, y los hombres de ley sabían guardarlo, y dar así a los censores todo el desahogo posible para que pudieran meditarla a su sabor dos o tres años. ¿Quién pintará las angustias de aquel mísero autor en este tiempo? ¿Quién sus exquisitas diligencias para descubrir el paradero de su futura gloria? Por fin, al cabo de muchos meses y de varios pedimentos de recuerdo decretados por el tribunal, el tiránico censor devolvía la obra, o con una negativa terminante, o toda mutilada con inmundos borrones que hacían desaparecer su mérito principal; y gracias, cuando no se metía a enmendarla de su propia autoridad y hacer decir al autor cosas que ni en sueños imaginara. Satisfecho de este modo el tribunal de que el libro no contenía nada contra nuestra santa religión ni las regalías de la corona, solía conceder el permiso, y el autor se daba por muy satisfecho cuando a vuelta de algunos ducados, y aparapetado con su Real cédula, lograba recoger aquella oveja descarriada, su libro querido, todo desvencijado por manos impuras, y con sendas rúbricas en cada una de sus hojas.
Ahora, es verdad, los tiempos han cambiado; para ser autor no se necesita más que un buen ánimo; y en gracia de esta libertad han llegado las letras a la altura que las vemos. Asombroso, a decir verdad, debe ser el número de obras importantes que han debido ver la luz desde que se abolió toda censura; nuestros escritores, que antes se escudaban con ella para justificar su silencio, han podido dar a conocer sus prodigiosos adelantos y su genio superior. Ciencias, artes, literatura, todo han podido tratarlo con extensión; nadie les ha ido a la mano... Desde entonces las imaginaciones han tomado un vuelo gigantesco, las luces se propagan, las prensas gimen, y... ¡desgraciada la madre que en estos tiempos no tiene un hijo escritor!... Por resultado de este movimiento admirable, benéfico, sublime, ¿dónde están las enciclopedias profundas, las filosóficas historias, los científicos viajes, las críticas novelas, los admirables poemas? Sin duda que han debido abundar en estos tiempos de franquía político-literaria. Sin duda que nuestros escritores se habrán dado prisa a vengar el honor nacional, y a responder victoriosamente a los terribles cargos que de dos siglos a esta parte les dirige la Europa entera... —Sí señor, han respondido, han escrito multitud de volúmenes... de periódicos, llenos de partes militares o de alocuciones civiles. El público no quiere más historias que la historia contemporánea, ni busca otro progreso sino el progreso de la guerra.
III. La librería
En literatura, el producto del trabajo
esté en razón inversa de su importancia.
Adisson.
Mas volviendo a nuestro anónimo escritor, a quien hemos dejado
con su manuscrito bajo el brazo, salvándole cual otro Camoens de los
embates de las olas, sigámosle paso a paso en sus diligencias ulteriores
hasta ver realizado el objeto de sus esperanzas.
Por de pronto le encontraremos corriendo una a una todas las imprentas de Madrid, y cotejando formas, y demandando precios, y escogiendo papel, y reduciendo, en fin, a números todas las circunstancias del contrato, hasta arreglar convenientemente sus bases.
Pocas cosas hay tan entretenidas como ver a un literato ajustar una cuenta o formar un cálculo, con aquella pluma con que suele volar por las vagas regiones de la fantasía. La falta de práctica y su escaso conocimiento de los guarismos, le hacen equivocar a cada paso la cuenta; y suma y multiplica, y vuelve a sumar y multiplicar, y unas veces saca mil y otras un millón; y quien de 24 quita 6 deja 40, y llevo 7; dos mil ejemplares vendidos a duro, hacen 200.000 duros; rebajados 500 por el coste de su impresión, quedan 150.000 duros limpios de polvo y paja... ¿A dónde vamos a parar?
Que se ajustan, en fin, literato e impresor, y que empieza la tarea de la composición y la corrección de pruebas, y el ajuste, y el pliego de prensa, y la tiración y retiración, y las capillas, y el alce y el plegado: y mi autor en algunos meses no sabe qué cosa es dormir, ni sosiega un solo instante; y unas veces riñe con el regente de la imprenta por la tardanza, y otras con los cajistas por la precipitación, y se desespera por una errata, porque en vez de tu mano esquiva le han puesto tu mano de escriba, o en lugar de memoria póstuma han estampado memoria postema, u otros quid pro quos tan inocentes como éstos, en que suelen incurrir los inocentes cajistas.
Llega por fin el suspirado momento en que ya corrientes y encuadernados los ejemplares de impresión va a proceder a la venta, y una mañanita muy temprano sale mi diligente autor a revistar uno por uno todos los esquinazos de Madrid, donde ha hecho fijar grandes cartelones con letras tan grandes como todo el libro; y se aflige y desespera porque unos los encuentra demasiado altos, y otros demasiado torcidos; cuáles empezados a rasgar; cuáles rasgados del todo; éstos cubiertos por un anuncio de novillos; aquéllos ofuscados por una función de cofradía. Pero se consuela con que en aquel mismo día la Gaceta y el Diario han anunciado su obra en términos precisos, y que ya de antemano ha regalado un ejemplar a todos los periodistas de Madrid, los cuales en conciencia no podrán menos de decir que la obra es excelente y el autor un buen sujeto, con la demás música celestial de costumbre, no olvidando al final la librería donde se vende o se quiere vender.
Y aquí llamo la atención de mis lectores no madrileños, para hacerles un pasajero bosquejo de lo que es una librería en nuestra heroica capital.
Siempre que a su paso se encuentren una portada gótico-arabesca y hermoso cierre de cristalería; siempre que vean relucir en el interior brillantes dorados y transparentes, y coronada la pintada muestra por un cuerno de Amaltea o por una fama trompetera, aquello, por supuesto, no es una librería, sino un almacén de objetos más útiles, tales como guantes o confitura.
Siempre que miren un prolongado mostrador, asediado por multitud de bellezas mercantes, por infinidad de galanes paganos, allí, por supuesto, no se venden libros, sino sedas y cachemiras, ni se conocen otras letras que las de «Precios fijos» estampados en góticos caracteres en el fondo del almacén.
Empero cuando vean un menguado recinto de cuarenta pies de superficie, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, cubiertas las paredes de unos andamios bajo la forma de estantería, y en ellos fabricada una segunda pared de volúmenes de todos gustos y dimensiones, pared tan sólida e inamovible como la que forma el cuadrilátero recinto; siempre que vean éste, cortado a su término medio por un menguado mostrador de pino sin disfraz, tan angosto como banco de herrador, y tan plana su superficie como las montañas de la Suiza; siempre que encima de este laboratorio vean varias hojas impresas a medio plegar, varias horteras de engrudo, y el todo amenizado con las cortaduras del papel y los restos del pergamino; siempre que detrás acierten a columbrar la fementida estampa de un hombre chico y panzudo, como una olla de miel de la Alcarria, y vean sobre la abertura que forma la trastienda un pequeño nicho en forma de altar con una estampa de San Casiano, patrón de los hombres de letras; siempre que encuentren, en fin, todas estas circunstancias, detengan el paso, alcen la cabeza, y verán en los dos esquinazos de entrada unos misteriosos emblemas de líneas blancas y coloradas, y sobre el cancel un mal formado rótulo que en anticuadas letras dirá forzosamente «LIBRERÍA».
A decir verdad, que nada es más a propósito para dar una idea del estado de la literatura en nuestro país, como el aspecto de las tiendas de libros, que sin celos ni estímulos de ninguna especie han visto progresar y modificarse según los preceptos de la moda a las quincallerías, floristas, confiteros, todos los almacenes de comercio, hasta las zapaterías y tabernas; y ellas, impasibles en aquel estado normal que las imprimió el siglo XVIII, han permanecido estacionarias, sobreviviendo indiferentes a las revoluciones de la moda y a las convulsiones heroicas del país.
Si prescindiendo de la librería, consideramos aisladamente la persona del librero, hallaremos en él la misma inamovilidad, igual estoicismo que en aquélla. Desdeñando con altivez todos los esfuerzos del resto del comercio, vive tranquilamente encuadernado en su mostrador de pino y sus anaqueles de becerro, repartiendo el producto del humano saber con sus compañeros los ratones (que hoy los hay con un hambre del año 12). Si escucha hablar del celoso movimiento de los libreros de Londres y de París, del lujo de sus almacenes, de la pompa de sus catálogos y de sus grandes empresas mercantiles, el librero madrileño sonríe desdeñoso, y sigue sin responder plegando calendarios o dando a los cartones una mano de engrudo. Si se le pregunta por el mérito de una obra, responde con indiferencia: —«No es cosa; no se han vendido más que cien ejemplares.» Para él la pauta de todos los libros está en su libro de caja, y por este estilo aprecia más que las obras de Homero, el Sarrabal de Milán; y mucho más el Arte de cocina, que los Varones ilustres de Plutarco.
Ocupado sin cesar en sus mecánicas tareas, escucha con indiferencia las interesantes polémicas de los abonados concurrentes (todos por supuesto literatos), que ocupan constantemente los mal seguros bancos extramuros del mostrador; los cuales literatos, cuando alguno entra a pedir algún libro, lo glosan y lo comentan; y dicen que no vale cosa; y después de juzgarlo a su sabor, le piden prestado al librero un ejemplar para leerlo. Y mientras tanto hojean un periódico, y mascan y muerden a su sabor el artículo de fondo, y luego la pegan con la comedia nueva y hacen una disección anatómica de ella y de su autor. Todo hasta que dan las dos, hora en que el librero, recogiendo sus chismes, les invita a comer la puchera, que es lo mismo que decirles que se vayan a la calle. Y luego cierra la tienda, y come y duerme su siesta, y vuelve a abrir, y vuelve a reproducirse la escena anterior.
Pero si mal no me acuerdo, dejamos a mi autor caminando hacia la librería; pues bien, figurémonos que entra en ella a la sazón que acaba el librero de despachar un ejemplar, el tercer ejemplar de su obra, y que los literatos del banquillo han abierto la discusión sobre ella.
—¿Ha leído usted, señor Hermógenes ese libro nuevo?
—¡Cómo si lo he leído! Página por página me lo ha consultado su autor.
—¡Calle! ¿conoce usted al autor?
—¡Pues no le he de conocer, si ha sido discípulo mío! y dé gracias a mis advertencias y correcciones, que si no... pero callemos, que no es cosa de decirlo todo; dejémosle gozar tranquilamente de los honores del triunfo.
—Me han dicho (replica don Pedancio), que es un muchacho de mérito, y que...
—Sí señor, tiene chispa, y si estuviera bien dirigido...
—¿Cómo bien dirigido? ¿pues no he dicho que le dirijo yo?
—Tiene usted razón, y a decir la verdad, ya me parecía a mí que era imposible que ese mozo hiciera por sí nada de provecho; figúrense ustedes que le he conocido hace veinte años jugando a la rayuela todas las tardes con los chicos de mi vecino don Abundio... y luego, señor, lo que yo digo, ¿qué han de saber estos muchachos, ni qué universidades han cursado, ni qué oposiciones han sostenido, ni?...
(Mientras este ligero diálogo, el joven autor ha entablado un aparte con el librero para informarse de la venta; y luego que éste le asegura que en todo el día ha realizado tres ejemplares, hace un gesto expresivo, da un suspiro, y lanzando una mirada fulminante a los interlocutores, se sale precipitadamente de la tienda.)
—Oiga usted, señor amo de casa, ¿no querrá usted decirnos quién es ese caballerete que acaba de salir?
—Ese caballerete (responde el librero), es un amigo de todos ustedes y protegido de mi señor don Hermógenes.
—¿De verdad?
—Sí, señores, es el autor de quienes ustedes hablaban, y no sé cómo no le han conocido.
—A la verdad, replican todos, que está bastante desfigurado... y luego esta vista tan cansada... ¿no es verdad, usted, señor don Pedancio?
Los quince primeros días repite diariamente el joven la visita a la librería, y ajustando mentalmente la cuenta, saca la consecuencia de que en ellos ha despachado veinte y cinco ejemplares; y sin embargo todo el mundo le habla de la obra, y todos sus amigos se la elogian y le colocan a par de Cervantes; es verdad que él ha tomado la precaución de regalársela a todos; y al cabo del mes pide cuentas al librero, el cual se la da de treinta ejemplares; al segundo mes de diez, y al tercero de ninguno; y entre tanto el impresor le ha cobrado la suya, y el encuadernador igualmente, y advierte en fin, que su futura gloria le ha costado un purgatorio presente; y que en vez de los ciento cincuenta mil duros de ganancia, se halla con cien doblones de menos en el bolsillo.
IV. El autor
Oui, j'aime mieux, n'en déplaise à la gloire,
vivre au monde deux jours que mille ans dans l'histoire.
Molière.
Y con perdón de la gloria,
mucho más estimaría
vivir en el mundo un día
que mil años en la historia.
Entonces reconoce la ingratitud del siglo, y medita
filosóficamente sobre la ignorancia de la multitud; pero templa su dolor
con la consideración de los inconvenientes de las riquezas y la gloria
que le brinda la fama en las futuras edades, con lo cual se determina a
pasar el resto de sus días dedicado a la filosofía y al estudio. Mas
desgraciadamente llega el día 30 del mes, y el casero le recuerda el
alquiler del cuarto; la patrona le reclama el gasto de la casa; el
sastre tiene la inhumanidad de presentarle la cuenta, y hasta el grosero
asturiano que le sirve se atreve a interpelarle sobre el pago de su
salario.
El desdichado autor cae entonces bruscamente desde su cielo ideal en este mundo mecánico y positivo; mira con dolor que el ingenio es un capital pasivo que no empieza a producir hasta después de la muerte; que la sabiduría no tiene cosecha, o que si siembra ideas es para recoger únicamente desengaños; que hacer libros donde nadie lee, es ponerse a fabricar rosarios en Pekín; que aquella individualidad, aquella sublime excepción a que ha aspirado por resultado de sus tareas, le han constituido en una situación exótica en medio de una sociedad material y positiva; y que, en fin, todo su talento, toda su nombradía, no pueden hacerle prescindir de aquellas necesidades que esta misma sociedad le impone.
Entonces es cuando dando un nuevo giro a sus ideas, las materializa y dirige a un resultado positivo; entonces cuando hace el sacrificio de su futura gloria en gracia de su vivir presente, y trata de hacer valer sus circunstancias para llegar a clasificarse en esta misma sociedad que antes miraba con enfático desdén. Entonces es cuando cambia las bibliotecas por las antesalas; los profundos volúmenes por los periódicos fugitivos; las relaciones literarias por las encumbradas y políticas; entonces cuando hace la oposición o la defensa de los ministros; entonces cuando brilla en su mayor esplendor, y todos alaban su talento y pasa de mano en mano altamente recomendado, hasta que da en las de un poderoso Mecenas, que en justo galardón de sus conocimientos literarios, o de su numen poético, le encaja una contaduría de estancadas o una administración de correos, con lo cual el ex-autor hace almoneda de sus libros, vende al peso todas sus impresiones a un almacenista de chocolate, y marcha satisfecho a desempeñar su destino y a firmar oficios y cargaremes.
Y aquí concluyó el literato, y empezó su positiva carrera el funcionario público.
(Marzo de 1837.)
Nota
Costumbres literarias. —Este artículo en que se pretende bosquejar las diversas fases de nuestra vida literaria según las épocas pasada y presente, fue escrito en principios de 1837 para insertarse en el periódico o revista quincenal que empezó a publicar el Liceo artístico y literario de Madrid, especie de álbum en que todos los socios de aquella nueva y brillante corporación, consignaban espontáneamente los frutos de su ingenio.
En todo el artículo domina el pensamiento del autor a saber: la falta de consideración, o de aplicación que entre nosotros cuentan los estudios científicos y literarios por sí mismos; y la sobra de protección indiscreta que suele reclamarse y obtenerse del gobierno, no para los mismos escritos, sino para las personas de los autores, sacándolos de su esfera, y colocándolos en empleos elevados y brillantes que les hacen desdeñar el cultivo de las letras, y hasta renegar de sus antiguos títulos de gloria. —En este punto las opiniones del autor son contrarias, no sólo a las de los gobiernos, sino a las de los mismos literatos, para quienes desearía, sí, una modesta medianía y desahogo; pero no grandes títulos, honores y cargos que los arrancan a sus tareas literarias, y esta convicción es en él tan profunda, cuanto que está persuadido de que si Cervantes hubiera sido director de Rentas o intendente, nunca escribiría el Quijote; Lope y Calderón, si hubiesen llegado a obispos, no habrían dado tanta gloria a la escena española; ni Shakespeare, ni Molière, hubieran enaltecido la francesa, si de pobres y asendereados farsantes, hubieran subido de pronto a ser embajadores, ministros o generales.
En la reacción literaria que se verificaba por aquellos años en nuestro país, al mismo tiempo que la revolución política, o más bien como consecuencia de ella, se observaba desde luego esta tendencia fatal, esta protección funesta, al sentir del autor, hacia las personas de los literatos; la libertad del pensamiento, exento ya de toda traba de censura, el aumento de vitalidad y de energía propia de las épocas de revueltas políticas, de discusión y de lucha; el vigor y entusiasmo de una juventud ardiente, apasionada, y que entraba a figurar en un mundo agitado por las nuevas ideas; el brillo y esplendor con que éstas se engalanaban y brindaban en su cultivo un magnífico porvenir; todas estas causas reunidas produjeron en nuestra juventud una excitación febril hacia la gloria política, literaria, artística, hacia toda gloria, en fin, o más bien hacia toda fama y popularidad.
Una parte de ella dedicada a las luchas políticas, a la marcha histórica del país, corrió decidida a verter su sangre generosa en los campos de batalla y en defensa de encontradas opiniones y teorías, o bien a ostentar su elocuente y apasionada voz en la tribuna, su bien cortada pluma en la prensa periódica, su energía y capacidad en los puestos eminentes del Estado. —Otra, más inclinada al halagüeño cultivo de las letras y las artes, se reunió en círculos numerosos, fundó Liceos, Ateneos y Academias, hizo brillar en ellos su talento y su entusiasmo, y ofreció en aquellos magníficos torneos, en aquel público alarde de sus medios, un espectáculo seductor, que imprimió su fisonomía especial a aquella primera época de vitalidad y de energía.
Pero este noble y desinteresado espectáculo duró poco; porque creciendo en los escritores y poetas a par que el orgullo de la gloria, los pujos de la ambición y del goce material en las altas posiciones, y siguiendo el gobierno la máxima de dispensarles esta mentida protección ahogó su porvenir literario a fuerza de honores y empleos, pobló las embajadas y ministerios de poetas y folletinistas, y lo peor del caso es que con este aliciente, con esta risueña perspectiva, dio lugar a la aparición en el palenque literario de una plaga de pseudo-ingenios, dispuestos no a ganar laureles y palmas, sino sueldos y condecoraciones, con sus menguadas coplas, sus erizados discursos, o sus solapados memoriales en guisa de folletín.
El objeto de la segunda nota a este artículo es llamar la atención de los lectores hacia la distinta condición del escritor en la época que acababa de terminar, y más especialmente hacia la rigidez, más bien tiranía de la censura con que tenía que luchar. —Como dato curioso de aquella época no puede dispensarse el autor de reseñar aquí las tribulaciones que hubo de ocasionarle a él mismo la publicación en 1831 de su inofensivo y por lo menos útil libro titulado Manual de Madrid.
Esta obrilla, fruto de sus primeros años juveniles, estaba ya para darse a la estampa en fines de 1830, y presentada al efecto en la escribanía de gobierno del Consejo de Castilla, en los primeros días de enero de 1831, pasó a la censura reservada que prevenían las leyes, y a los pocos días, cuando fue el autor a saber la que había recaído, se halló sorprendido con una rotunda negativa de la licencia de impresión.
Cualquiera puede figurarse el efecto que semejante injusticia haría en un joven autor que después de haber trabajado con entusiasmo en lo que creía hacer un servicio público, y en que fiaba algún título al aprecio de sus convecinos, se le negase ahora la publicidad para la cual tenía hechos además los gastos de láminas e imprenta, no pudiendo siquiera sospechar que ofreciese el menor inconveniente una obrilla tan inofensiva y ajena de las materias políticas o religiosas; y que se le negase, en fin, pura y simplemente sin decirle las razones, más o menos fundadas, de semejante crueldad. —Por los pocos días que habían transcurrido, se conocía claramente que motivos de animosidad personal, más bien que causas suficientes en la misma obra (que no había habido siquiera tiempo de leer), ocasionaban aquella negativa. Pero por otro lado ¿qué enemistad podía tener un joven, hasta entonces no conocido en las letras ni en la política, aunque bien relacionado por su familia y su posición acomodada e independiente? —Por fortuna no se desalentó, ni detuvo mucho en cálculos y consideraciones; antes bien, dando por supuesta cualquiera intriga de escalera abajo, resolvió valerse de todas sus relaciones, de toda su actividad juvenil, para descubrirla y desbaratarla. —En consecuencia de ello visitó uno por uno a todos los consejeros de Castilla, desde el señor Puig Samper, gobernador del Consejo, hasta el señor Pérez Juana, fiscal; desde el juez de imprentas señor Hevia y Noriega, basta el relator señor Fernández Llamazares; y haciéndoles una relación verídica y enérgica del caso, y una indicación del objeto y medios de la obra reprobada, vino a saber, confidencialmente de aquellos señores, que ni tal censura, ni tal repulsa, habían sido cosas del Consejo, el cual ni siquiera había visto la obrita; ni dádose cuenta de ella por el escribano de Cámara y de gobierno. —En obsequio de la verdad, debe consignar aquí el autor, que mereció de todos aquellos respetables magistrados la más benévola acogida, especialmente del ilustrado y severo gobernador señor Puig de Samper, el cual llevó su complacencia hasta el extremo de pedirle el borrador y leerlo todo, y después de mil congratulaciones y expresiones lisonjeras para el autor, trazarle la marcha que debía seguir para pedir la revisión por el Consejo, suponiendo la primera negativa, para no dejar en descubierto a los subalternos que habían intervenido en ella. —Aparapetado, pues, con esta protección, se presentó al siguiente día con su alegato al escribano de Cámara, el cual afectó admirarse de la osadía de un joven que se atrevía a reclamar contra las decisiones del Supremo Consejo de Castilla, y se propuso sin duda contestar con un «Visto» a tan inaudita pretensión. Pero debió de ser grande su asombro, cuando acabado el despacho general de aquel día, el mismo presidente le preguntó —«si tenía para dar cuenta de un pedimento del autor del Manual de Madrid»; —a lo que hubo de responder, no sin confusión, «que lo había dejado en la escribanía». —«Hágalo recoger y dé cuenta al Consejo inmediatamente», dijo el gobernador; —y mientras el escribano salía a cumplir lo mandado, hizo aquel recto magistrado una breve reseña de la obra que había leído, a sus compañeros, y de la superchería de que había sido víctima el autor; conque, y en vista del pedimento, y previa una buena reprimenda al secretario, se acordó pasar la obra con tres luegos, en aquel mismo día a censura del Ayuntamiento de Madrid; el cual la dio tan cumplida, que el consejo acordó insertarla en la real cédula de licencia de impresión con otras expresiones altamente lisonjeras para el autor. —Pero en todo esto pasaron algunos meses y la obra no pudo ver la luz pública hasta fines de 1851. Verdad es que la buena acogida que obtuvo le recompensó de los sinsabores pasados, y no sólo vio agotada en tres meses toda la primera edición, sino que escuchó de boca del monarca, de los ministros y magnates de aquella época los mayores elogios y felicitaciones, recibió oficios laudatorios de las autoridades y corporaciones municipales, y tuvo el gusto de regalar personalmente un ejemplar a los que habían hecho una perra miserable y oculta a su publicación. No dice aquí los nombres de estas personas porque ninguno existe ya.
Sirva esta tercera nota al artículo de Costumbres literarias para confesar el autor que en el párrafo a que se refiere anduvo sobradamente injusto respecto a la calificación de infructífera para las letras que el giro de su discurso le movió a hacer de aquella época gloriosa de reacción y entusiasmo literario. —Con sólo citar los nombres de los señores Toreno y Martínez de la Rosa, Argüelles, Miraflores, San Miguel, Marliani, y otros no menos ilustres que se ocupaban en la historia política del país; con sólo recordar los de Alcalá Galiano, Donoso Cortés, Pacheco, Borrego, Lasagra, Valle, Silvela, Oliván, cuyos escritos tenían por objeto exponer y comentar los principios del derecho político, la economía y administración; y con no más que traer a la memoria los ya por entonces populares nombres de Bretón y Gil Zárate, el duque de Rivas, Roca de Togores, Hartzenbusch, García Gutiérrez y Rodríguez Rubí, gloria y honor de nuestro teatro moderno; los de Zorrilla y Espronceda, la señorita Avellaneda y Enrique Gil, altamente célebres en nuestro lírico Parnaso; de Escosura, Villalta, Navarro Villoslada en la novela; del desgraciado Fígaro, el Estudiante, Abenamar y Fr. Gerundio en la sátira moral y política; y de tantos otros ingenios, en fin, de grande y merecida nombradía como por entonces brillaban en el palenque literario, hay lo suficiente para suponer el prodigioso movimiento intelectual desarrollado repentinamente en aquellos años agitados.
La fundación del Ateneo Científico y la del Liceo artístico y literario, verificadas en 1835 y 36, fueron la señal de dar principio aquella época de regeneración, de entusiasmo y de gloria. Las cátedras y discusiones de la primera de aquellas sociedades, las sesiones de competencia, representaciones y juegos florales de la segunda, ofrecían por entonces tan halagüeño y seductor espectáculo para las letras y para las artes, que parecía inconcebible la simultánea existencia de una guerra civil enconada y asoladora; y no sólo produjeron enseñanzas útiles, para las ciencias de la política, de la administración y de la literatura, no sólo dieron por resultados obras estimables en todos los ramos del saber, sino que presentadas con un aparato y magnificencia sin igual, en suntuosos salones frecuentados por los monarcas, la corte y lo más escogido e ilustrado de la sociedad madrileña, excitaron hasta un punto indecible el entusiasmo y la afición del público, realzaron la condición del hombre estudioso, del literato, del artista, ofreciéndolos a la vista de aquél con su aureola de gloria, con su entusiasmo, sus frescos laureles, su doctrina en la boca y en la mano su libro o su pincel.
Hoy, como ya decimos anteriormente, pasados aquellos momentos de ardiente fe y de sed entusiasta de gloria, la tendencia del siglo es a materializar los goces, a utilizar prosaicamente las inteligencias; por eso los liceos y las academias desaparecen; por eso los desamparan los autores, y corren a las redacciones de los periódicos políticos, a la tribuna o a la plaza pública, para conquistar, no aquellos modestos e inofensivos laureles que en otro tiempo bastaban a su ambición, sino los atributos del poder, y los dones de la fortuna. —De los nombres que arriba hemos traído a la memoria, casi todos figuran como ministros, embajadores, jefes políticos, diputados y publicistas, en opuestos bandos y alternando en diversas épocas: algunos como Espronceda y Larra, Villalta y Enrique Gil, han descendido prematuramente al sepulcro, y muy pocos como Zorrilla, Rubí y García Gutiérrez, han preferido conservar su independencia, y su nombre propio y glorioso, aunque sin la adición de una triste excelencia, ni siquiera de una raquítica señoría.
El cesante
Les hommes en place ne sont que des
pantins, coupez le fils qui le faisait mouvoir,
le pantin reste immovile.
Diderot.
La sociedad moderna con su movilidad y fantasías ofrece al
escritor filósofo usos tan extravagantes, caracteres tan originales que
describir, que espontáneamente y sin violencia alguna han de hacerle
distinguirse entre los que le precedieron en la tarea de pintar a los
hombres y las cosas en tiempos más unísonos y bonancibles.
Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, y tan frecuentes en ella como desconocidos fueron de nuestros mayores, es sin duda alguna el hombre público reducido a esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno bajo el nombre de cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposo, no en fin por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna, por un vaivén político, por un fiat, por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio.
Fontenelle solía decir que el Almanak royal era el libro que más verdades contenía; si hubiera vivido entre nosotros y en esta época, no podría aplicar igual dicho a nuestra Guía de forasteros. Ésta (según los más modernos adelantamientos) no rige más que el primer mes del año; en los restantes sólo puede consultarse como documento histórico; como el ilustre panteón de los hombres que pasaron; monetario roñoso y carcomido; museo antiguo, ofrecido a los curiosos con su olor de polvo y su ambiente sepulcral.
Fueron ya los tiempos en que el afortunado mortal que llegaba a hacerse inscribir en tan envidiado registro, podía contar en él con la misma inamovilidad que los bien aventurados que pueblan el calendario. En aquella eternidad de existencia, en aquella unidad clásica de acción, tiempo y lugar, los destinos parecían segundos apellidos, los apellidos parecían vinculados en los destinos. Ni aun la misma muerte bastaba a las veces a separar los unos de los otros; transmitíanse por herencia directa o trasversal, descendente o ascendente; a los hijos, a los nietos, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos: muchas veces a las viudas, y hasta los parientes en quinto grado. De este modo existían familias, verdaderos planteles (pépinières en francés) para las respectivas carreras del Estado; tal para la iglesia, cuál para la toga, ésta para el palacio, estotra para el foro, aquélla para la diplomacia, una para la militar, otra para la rentística, cuáles para la municipal, y hasta para la porteril y alguacilesca; familias venerandas, providenciales, dinásticas, que parecían poseer exclusivamente el secreto de la inteligencia de toda carrera, y trasmitirlo y dispensarlo únicamente a los suyos, cual el inventor de un bálsamo antisifilítico, o de un emplasto febrífugo, endosa y transmite sigilosamente a su presunto heredero el inestimable secreto de su receta.
Desgraciadamente (para ellas) estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo monopolio de los empleos y distinciones sociales. Hoy éstos corren las calles y las plazas, y penetran en los salones, y suben a las buhardillas; y bajan al taller del artesano, y arrancan al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda, y al atrevido escritor de la redacción de su periódico; pero a par de esta universalidad de derecho, de esta posibilidad en su adquisición a todas las condiciones, a todos los individuos, así es también la inconstancia de su posesión, la veleidosa rapidez de su marcha. Semejantes a los actores de nuestros teatros, los hombres públicos del día aprenden costosamente su papel, y no bien lo han ensayado cuando ya se les reparte otro o se quedan las más veces para comparsas. Hoy de magnates, mañana de plebe, ora dominantes, luego dominados; tan pronto de Césares, tan luego de Brutos; ya de la oposición, ya de la resistencia; cuándo levantados como ídolos, cuándo arrastrados por los pies.
Esta porción agitada, esta masa flotante de individuos que forma lo que vulgarmente suele llamarse la patria, viene a constituir el más entretenido juego teatral para el moderno espectador que, sentado en su luneta y sin otra obligación que la de pagar cuando se lo mandan (obligación no por cierto la más lisonjera ni agradecida), apenas tiene tiempo de formarse una idea bien clara de los actores ni aun del drama, y con la mayor buena fe, atento siempre a los movimientos del patio, aplaude lo que éste aplaude, y silba cuando éste tiene por conveniente silbar.
Pero dejemos a un lado los hombres en acción; prescindamos de este cuadro animado y filosófico, digno de las plumas privilegiadas de un Cervantes o del autor del Gil Blas; mi débil paleta no alcanza a combinar acertadamente los diversos colores que forman su conjunto; y volviendo a mi primer propósito, sólo escogeré por objeto de este artículo aquellas otras figuras que hoy suelen llamarse pasivas; dejaremos los hombres en plaza por ocuparnos de los hombres en la calle; los empleados de labor, por los empleados de barbecho; los que con más o menos aplauso ocupan las tablas; por aquellos a quienes sólo toca abrir los palcos o encender las candilejas.
Como no todos los lectores de este artículo tienen obligación de haberlo sido de todos mis anteriores cuadros de costumbres, muchos habrá que no tengan noticia de las varias figuras que según lo ha exigido el argumento han salido a campear en esta mágica linterna. Tal podrá suceder con Don Homobono Quiñones, empleado antiguo y ex-vecino mío, cuyo carácter y semblanza me tomé la libertad de rasguñar en el artículo titulado El día 30 del mes.
Cinco años han transcurrido desde entonces, y en ellos los sucesos, marchando con inconcebible rapidez, han arrastrado tras sí los hombres y las cosas, en términos que lo de ayer es ya antiguo; lo del año pasado inmemorial.
Pongo en consideración del auditorio qué parecerá don Homobono, con sus sesenta y tres cumplidos, su semblante jovial y reluciente, su peluca castaña, su corbata blanca, su vestido negro, su paraguas encarnado, y sus zapatos de castor; ni si un hombre que no se sienta a escribir sin haberse puesto los guardamangas, que no empieza ningún papel sin la señal de la cruz, ni concluye sin añadirle puntos y comas, podía alternar decorosamente con los modernos funcionarios en una oficina montada según los nuevos adelantamientos de la ciencia administrativa.
No es, pues, de extrañar que pesadas todas aquellas circunstancias, y puestos en una balanza la peluca del don Homobono, sus años y modales, su añejo formulario, su letra de Palomares, sus anteojos a la Quevedo, su altísimo bufete y sus carpetas amarillas; y colocadas en el otro peso las flamantes cualidades de un joven de veintiocho, rubicundo Apolo, con sus barbas a tercia, y su peinado a la Villamediana, su letra inglesa, sus espolines y su lente, su erudición romántica, y la extensión de sus viajes y correrías, no es de extrañar, repito, que todas estas grandes cualidades inclinasen la balanza a su favor, suspendiendo en el aire al don Homobono, aunque se le echasen de añadidura sus treinta años de servicio puntual, sus conocimientos prácticos, su honradez y probidad no desmentidas. Verdad es que para neutralizar el efecto de estas cualidades, cuidó de echarse mano de algunas muletillas relativas a las opiniones del don Homobono; v. g., si no leía más periódicos que el Diario; si rezaba o no rezaba novenas a Santa Rita; y si paseaba o no paseaba todas las tardes hacia Atocha con un ex-consejero del ex-consejo de la ex-hacienda.
Sea, pues, de estas causas la que quiera, ello fue en fin, que una mañanita temprano, al tiempo que nuestro bonus vir se cepillaba la casaca y se atusaba el peluquín para trasladarse a su oficina, un cuerpo extraño a manera de portero se le interpone delante y le presenta un pliego a él dirigido con la S. y la N. de costumbre; el desventurado rompe el sello fatal, no sin algún sobresalto en el corazón (que no suele engañar en tales ocasiones), y lee en claras y bien terminantes palabras que S. M. ha tenido a bien declararle cesante, proponiéndose tomar en consideración sus servicios, etc.; y terminando el ministro su oficio con el obligado sarcasmo del «Dios guarde a usted muchos años».
Hay circunstancias en la vida que forman época, por decirlo así; y el tránsito de una ocupación constante a un indefinido reposo, de una tranquila agitación a una agitada tranquilidad, no es por cierto de las menores peripecias que en este pícaro drama de nuestra existencia suelen venir a aumentar el interés de la acción. Don Homobono, que por los años de 1804 había logrado entrar de meritorio en su oficina, por el poderoso influjo de una prima del cocinero del secretario del príncipe de la Paz, y no había pensado en otra cosa que en ascender por rigurosa antigüedad, se hallaba por primera vez de su vida en aquella situación excéntrica, después de haber visto pasar sobre su impermeable cabeza todos los sistemas retrógrados y progresivos, todas las formas de gobierno conocidas de antiguos y modernos.
Volvió, pues, a su despacho; dejó en él con dignidad teatral los papeles y el cortaplumas; pasó al cuarto de su esposa, con la que alternó un rato en escena jaculatoria; tomó una copita de Jerez (remedio que aunque no lo apuntó el andaluz Séneca, no deja de ser de los más indicados para la tranquilidad del ánimo), y ya dadas las once, se trasladó en persona a la calle, donde es fama que su presencia a tales horas, y en un día de labor, ocasionó una consternación general, y hasta los más reflexivos de los vecinos del barrio auguraron de semejante acontecimiento graves trastornos en nuestro globo sublunar.
Yo quisiera saber qué se hace un hombre cuando le sobra la vida; quiero decir, cuando tiene delante de sí seis horas en que acostumbraba prescindir de su imaginación entre los extractos y los informes. ¿Oír misa? Don Homobono tenía la costumbre de asistir a la primera de la mañana, y por consecuencia ya la había oído. ¿Sentarse en una librería? En su vida había entrado en ninguna, más que una vez cada año para comprar el calendario. ¿Pararse en la calle de la Montera? Todos los actores de aquel teatro le eran desconocidos. ¿Entrar en un café? ¿Qué se diría de la formalidad de nuestro héroe? No había, pues, más remedio que ir a dar tormento a una silla en casa de algún amigo, y por cuánto y no este amigo en quien recayó la elección fue desgraciadamente un servidor de ustedes.
Dejo a un lado mi natural extrañeza por semejante visita a tales horas; prescindiré también en gracia de la brevedad, de la apasionada relación de su cuita que me hizo el buen don Homobono; estas cosas son mejor para escuchadas que para escritas, y acaso en mi pluma parecerían pálidos y sin vida razonamientos que en su boca iban acompañados de todo el fuego del sentimiento. Dejando, pues, a un lado estas hipérboles que cada uno de los lectores (y más si es cesante) sabrá suplir abundantemente, vendremos a lo más sustancial de nuestro diálogo, quiero decir, a aquella parte que tenía por objeto demandar consejo y formar planes de vida para lo sucesivo.
Cosa bien difícil, por no decir imposible del todo, es dar nueva dirección a un tronco antiguo, y cambiar la existencia de un ser humano, cuando ya los años han hecho de la costumbre la condición primera del vivir. ¿Qué podría yo aconsejar a nuestro buen cesante en este sentido, aun cuando hubiera llamado a mi auxilio todas las disertaciones de los filósofos antiguos (que no fueron cesantes), y de los modernos, que no sabrían serlo?
Semejante al pez a quien una mano inhumana arrancó de su elemento, pugnaba el desgraciado con la esperanza de volver a sumergirse en él; ideaba nuevas pretensiones: recorría la nomenclatura de sus amigos y de los míos, por si alguno podía servirle de apoyo en su demanda; traía a la memoria sus olvidados servicios a todos los gobiernos posibles; y ya se preparaba a visitar antesalas, y gastar papel sellado; pero yo, que le contemplaba con tranquilidad; yo, que miraba su casacón y su peluca, visiblemente retrógrados y opuestos, como quien nada dice, a la marcha del siglo; que sabía que su delito capital era el ocupar una placita que había caído en gracia para darla por vía de dote con una blanca mano al joven barbudo; yo, en fin, que consideraba lo inútil de todas las diligencias, lo excusado de todas las fatigas del buen viejo, traté de disuadirle, no sin grave dificultad, ofreciendo a su imaginación otras perspectivas más gratas que los desaires del ministro y las groserías de los porteros.
Habléle de las dulzuras de la vida doméstica; de la independencia en que entraba de lleno al fin de sus días; hícele una pintura de los placeres de la vida del campo, excitándole a abandonar la corte, esta colonia de los vicios (como decía el buen cortesano Argensola), y a pasar tranquilamente el resto de su vida cultivando sus campos, o inspeccionando sus ganados. Pero a todo esto me contestó con algunas pequeñas dificultades, tales como que no tenía campos que cultivar, ni ganados que poder dirigir; que sólo contaba con una mujer altiva y exigente, con unos hijos frívolos y mal educados, con una bolsa vacía, con algunos amigos egoístas, con necesidades grandes, con esperanza ninguna.
—Pues escriba usted (le dije como inspirado), y gane con la pluma su sustento y su reputación.
—¡Escribir, escribir! (me interrumpió el pobre hombre) ¿Usted sabe el trabajo que me cuesta el escribir? ¿Usted sabe que el día que mejor tengo el pulso, podría con dificultad concluir un pliego de líneas anchas y de letra redonda, de la que ya por desgracia no está en moda? Y luego al cabo de este trabajo, ¿qué me resultaría de ganancia? Una peseta, como quien dice, todo lo más, y esto... (prosiguió derramando una lágrima), después de humillarme y...
—Calle usted por Dios (le interrumpí), calle usted, pues, y no prosiga en delirio semejante. Cuando yo le aconsejaba escribir, no fue mi idea el que se metiese a escribiente, nada de eso, no señor. Mi intención fue elevarle a la altura de escritor público, a ésta que ahora se llama —«alta misión de difundir las luces», «público tribunado de la multitud», «apostólica tarea de los hombres superiores» —y otros dictados así, más o menos modestos. Y en cuanto al contenido de sus escritos, eso me daba que fuesen propios o cuyos, parto de su imaginación o adopciones benéficas; que no sería usted el primero que en esta materia se vistiese de prendería; y sepa que las hay literarias y políticas, donde en un santiamén cualquier hombre honrado puede encontrar hecho el ropaje que más cuadre a su talle y apostura.
—En medio de muchas cosas que se me han escapado, creo haber llegado a entender (me replicó don Homobono), que usted me aconseja que publique mis pensamientos.
—Cabalmente.
—Está bien, señor Curioso; y ¿sobre qué materia parécele a usted que me meta a escribir?
—Pregunta excusada, señor mío, sabiendo que hoy día, como no sea yo y algún otro pobre diablo, nadie se dedica a otras materias que no sean materias políticas.
—Pero es el caso, señor Curioso, que yo no sé qué cosa sea la política.
—Pues es el caso, señor don Homobono, que yo tampoco.
—¡Medrados quedamos!
Después de un rato de silencio contemplativo nos miramos ambos a las caras, como buscando el medio de anudar el roto hilo de nuestro diálogo, hasta que yo, dándole una palmada en el hombro, le dije con tono solemne y decidido:
—Haga usted la oposición.
—¿Y a qué, señor Curioso, si usted no lo ha por enojo?
—¡Buena pregunta por cierto! Al poder.
—Cada vez le entiendo a usted menos. Si usted me habla de oposición pública, es bien que le diga que este destino mío (que Dios haya) no es de los que suelen darse por oposición como las cátedras y prebendas.
—O usted, don Homobono, no conoce una sola voz del diccionario moderno, o yo me explico en hebreo... Hombre de Barrabás, ¿de qué oposiciones me está usted hablando? La oposición que yo le aconsejo es la oposición política, la oposición ministerial, que según los autores más esclarecidos, suele dividirse en dos clases: oposición sistemática y oposición de circunstancias; quiero decir (porque según los ojos y la boca que va usted abriendo, veo que no me entiende una palabra), quiero decir que usted debe hoy más constituirse en fiscal, acusador, contrincante, denunciador, y opuesto a todos los altos funcionarios (que es a lo que llamamos el poder); y añadir el cañón de su pluma al órgano periodístico (que es lo que llamamos la opinión pública).
—Y después de haber hecho todo eso (caso de que yo supiera hacerlo), ¿qué bienes me vendrán con esa gracia?
—¡Qué bienes dice usted! ¡ahí que no es nada! Desde luego una corona cívica adornará su frente, y podrá contar de seguro con una buena ración de aura popular, cosa de inestimable valor, y sobre lo cual han hablado mucho los filósofos griegos; pero como usted no es filósofo griego, y por el gesto que va poniendo veo que nada de esto le satisface, le añadiré como cosa más positiva que aún podrá conseguir otros frutos más materiales y tangibles; que acaso el miedo que llegará a inspirar, pueda más que su mérito; acaso el poder se doblará a su látigo; acaso le tenderá la mano; acaso le asociará a su elevación y... ¿qué destino tenía usted?
—Oficial de mesa de la contaduría de...
—¡Pues qué menos que intendente o covachuelo!
—¿De veras?
—De veras.
—¡Ay, señor Curioso de mi alma! ¿Por dónde y cuándo debo empezar a escribir?
—Por cualquier lado y a todas horas no le faltará motivo; pero supuesto que usted ha sido empleado durante treinta años, con sólo que cuente sencillamente lo que en ellos ha visto, le sobra materia para más de un tratado de política sublime, de perpetua y ejemplar aplicación.
—Usted me ilumina con una idea feliz; ahora mismo vuelo a mi casa y... ya me falta el tiempo... ¡ah!... se me olvidaba preguntar a usted ¿qué título le parece a usted que podría poner a mi obra?
—Hombre, según lo que salga.
Si sale con barbas, sea San Antón, y si no, la pura y limpia Concepción.
Pero según le miro a usted paréceme que a su folleto, libro o cronicón, o lo que sea, no le cuadraría mal el titulillo de Memorias de un cesante.
—Cosa hecha (dijo levantándose mi interlocutor y estrechándome la mano), cosa hecha, y antes de quince días me tiene usted aquí a leerle el borrador; y como Dios nuestro Señor (añadió entusiasmado) quiera continuarme el fuego que en este instante me inspira, creo, señor Curioso, que no se arrepentirá usted de haber proporcionado a la patria un publicista más.
(Agosto de 1837.)
Nota
El Cesante. —En este artículo, a pesar de los contrarios propósitos del autor, se descubre ya la necesidad que le obligaba a tomar en cuenta las variaciones que en caracteres y costumbres había ocasionado la revolución y sus consecuencias. Para ello le pareció conveniente reproducir en la escena algunos de los personajes que en situación bien diferente había ofrecido al público; y el antiguo empleado rutinero y mecánico, tranquilo y descuidado en El día 30 del mes, aparece ya en la anómala condición de cesante, miembro exótico de una nueva organización social. —Para diseñar a aquél en su primero y apacible periodo bastáronle al pintor los más modestos y aun pálidos matices de su paleta; para pintar a éste reducido a la muerte civil, en presencia de una sociedad nueva y agitada necesitó pedir colores, buscar modelos, formas y estilo a esta misma sociedad; y el lector que se tome el trabajo de comparar el uno con el otro cuadro, no podrá menos de convenir en lo brusco de la transición y establecer mentalmente el paralelo de 1832 con 1837.
El duelo se despide en la iglesia
I. El testamento
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos
en este mundo traidor,
que aun primero que muramos
las perdemos.
Jorge Manrique.
Solamente una vez en mi vida me he visto tan apurado..., pero
entonces se trataba de un padrinazgo de boda que la suerte y mi genio
complaciente habíanme deparado: bastaba para quedar bien en semejante
ocasión dar suelta a la lengua y al bolsillo, y reír, y charlar, y hacer
piruetas, y engullir dulces y echar pullas a los novios, y cantar
epitalamios, y disparar redondillas, y llenar de simones la calle, y dar
dentera a la vecindad. Mas ahora ¡qué diferencia!... otros deberes más
serios eran los que exigía de mí la amistad... ¡Funesto privilegio de
los años, que blanqueando mi cabellera, han impreso en mí aquel carácter
de formalidad legal que la Novísima exige para casos semejantes!
Día 1.º de marzo era... me acordaré toda mi vida... y acababa yo de despertarme y de implorar la protección del Santo Ángel de la Guarda, cuando vi aparecer en mi estudio una de esas figuras agoreras que un autor romántico no dudaría en calificar de siniestro bulto; un poeta satírico apellidaría espía del purgatorio; pero yo, a fuer de escritor castizo, me limitaré a llamar simplemente un escribano. Venía, pues, cubierto de negras vestiduras (según rigurosa costumbre de estos señores, que siempre llevan luto, sin duda porque heredan a todo el mundo), y con semblante austero y voz temblorosa y solemne me hizo la notificación de su nombre y profesión.
—Fulano de tal, secretario de S. M...
Confieso francamente que aunque mi conciencia nada me argüía, no pudo menos de sorprenderme aquella exótica aparición... ¡Un escribano en mi casa! ¿pues en qué puedo yo ocupar a estos señores? ¿Denuncias?... Yo no soy escritor político ni tal permita Dios. ¿Notificación? Con todo el mundo vivo en paz, e ignoro siquiera dónde se vende el papel sellado. ¿Protesta? Un autor no conoce más letras que las de imprenta. ¿Pues qué puede ser?
—Voy a decírselo a usted, me replicó el escribano, aunque me sea sensible el alterar por un momento su envidiable tranquilidad.
Ignoro si usted es sabedor de que su amigo don Cosme del Arenal está enfermo.
—¿Cómo? ¿pues cuándo, si hace pocas noches que estuvo jugando conmigo en Levante una partida de dominó?
—Pues en este momento se halla muy próximo a llegar a su ocaso.
—¿Es posible?
—Sí señor; una pulmonía, de estas pícaras pulmonías de Madrid, que traen aparejada la ejecución; letras de cambio, pagaderas en el otro barrio a cuatro días fijos, y sin cortesía (con arreglo al artículo 447, título 9.º, libro 3.º del Código de comercio), ha reducido al don Cosme a tal extremidad, que en el instante en que hablamos, está, como si dijéramos, apercibido de remate; y a menos que la divina Providencia no acuda a la mejora, es de creer que quede adjudicado al señor cura de la parroquia.
Viniendo ahora a nuestro propósito, debo notificar a usted pro forma, cómo el susodicho don Cosme, hallándose en su cabal entendimiento y tres potencias distintas, aunque postrado en cama in articulo mortis, a causa de una enfermedad que Dios nuestro Señor se ha servido enviarle, ha determinado hacer su testamento, y declarar su última voluntad, ante mí el infrascrito escribano real y de número de esta M. H. villa, según y en los términos en él contenidos y son como sigue:
Y aquí el secretario me hizo una fiel lectura de todo el testamento desde el In Dei Nomine hasta el signo y rúbrica acostumbrados; y por dicha lectura vine en conocimiento de que el moribundo don Cosme había tenido la tentación (que tentación sin duda debió de ser) de acordarse de mí para nombrarme su albacea, y encargado de cumplir su disposición final.
Heme, pues, al corriente de aquel nuevo deber que me regalaba la suerte; y si me era doblemente sensible y doloroso, déjolo a la consideración de las almas tiernas que sin pretenderlo se hayan hallado en casos semejantes.
Mi primera diligencia fue marchar precipitadamente a la casa del moribundo, para recoger sus últimos suspiros y asistir a consolar a su desventurada familia. Encontré aquella casa en la confusión y desorden que ya me figuraba; las puertas francas y descuidadas; los criados corriendo aquí y allí con cataplasmas y vendajes; los amigos hablándose misteriosamente en voz baja; los médicos dando disposiciones encontradas, las vecinas encargándose de ejecutarlas; los viejos penetrando en la alcoba para cerciorarse del estado del paciente; los jóvenes corriendo al gabinete a llevar el último alcance a la presunta viuda.
Mi presencia en la escena vino a darle aún mayor interés; ya se había traslucido el papel que me tocaba en ella, que si no era el del primer galán (porque este nadie se lo podía disputar al doliente), era por lo menos el de barba característico, y conciliador del interés escénico. Bajo este concepto, la viuda, los hijos, parientes, criados y demás referentes al enfermo, me debían consideraciones, que yo no comprendí por el pronto, aunque en lo sucesivo tuve ocasión de apreciarlas en su justo valor.
A mi entrada en la alcoba, el bueno de don Cosme se hallaba en uno de aquellos momentos críticos entre la vida y la muerte, del que volvió por un instante a fuerza de álcalis y martirios. Su primer movimiento al fijar en mí la vista, fue el de derramar una lágrima; quiso hablarme, pero apenas se lo permitían las fuerzas; únicamente con voz balbuciente y apagada y en muy distantes periodos, creí escucharle estas palabras...
—Todos me dejan... mis hijos... mi mujer... el médico... el confesor...
—¿Cómo? exclamé conmovido: ¿en qué consiste esto? ¿Por qué causa semejante abandono?
—No haga usted caso (me dijo llamándome aparte un joven muy perfumado, que, sin quitarse los guantes, aparentaba aproximar de vez en cuando un pomito a las narices del enfermo), no haga usted caso, todos esos son delirios, y se conoce que la cabeza... Vea usted, aquí hemos dispuesto todo esto; el médico estuvo esta mañana temprano, pero viendo que no tenía remedio se despidió y... por señas que dejó sobre la chimenea la certificación para la parroquia... el confesor quería quedarse, es verdad, pero le hemos disuadido, porque al fin, ¿qué se adelanta con entristecer al pobre paciente?... En cuanto a la señora, ha sido preciso hacerla que se separe del lado de su esposo, porque es tal su sensibilidad que los nervios se resentían, y por fortuna hemos podido hacerla pasar al gabinete que da al jardín; por último, los niños también incomodaban, y se ha encargado una vecina de llevarlos a pasear.
—Todo eso será muy bueno, repliqué yo, pero el resultado es que el paciente se queja.
—¡Preocupación! ¿quién va a hacer caso de un moribundo?
—Sin embargo, caballerito, la última voluntad del hombre es la más respetable, y cuando este hombre es un esposo, un padre, un honrado ciudadano, interesa a su esposa, interesa a sus hijos, interesa a la sociedad entera el recoger cuidadosamente sus últimos acentos.
—¡Bah! ¡antiguallas del siglo pasado! —dijo el caballerito, y frunció los labios, y arregló la corbata al espejo, y se deslizó bonitamente del lado del gabinete del jardín.
Entre tanto que esto pasaba, el enfermo iba apurándose por momentos; los circunstantes, conmovidos por aquel terrible espectáculo, fueron desapareciendo, y sólo dos criados, un practicante y yo quedamos a ser testigos de su último suspiro, que a la verdad no se nos hizo esperar largo rato.
II. El ajuste de un entierro
Pompa mortis magis terret quam mors ipsa.
El difunto don Cosme había casado en segundas nupcias a la edad
de cincuenta y nueve años con una mujer joven, hermosa y petimetra...;
puede calcularse por esta circunstancia la exquisita sensibilidad de la
recién viuda, y cuán natural era que no pudiera resistir el espectáculo
de la muerte de su consorte.
La casualidad que acabo de indicar de haberme dejado solo, me obligó a ser mensajero de tan triste nueva, pasando al efecto al gabinete donde se hallaba la nueva Artemisa, reclinada en un elegante sofá, y asistida por diversidad de caballeros con la más interesante solicitud. Al verme entrar la señora, se incorporó, y alargándome su blanca mano hubo aquello de respirar agitada, y sollozar y desvanecerse, y caer redonda en el almohadón. Aquí la tribulación de aquellos rutilantes servidores; aquí el sacar elixires y esencias antiespasmódicas; aquí el aflojar el corsé, y repartirse las manos, y apartar los bucles, y colocar la cabeza en el hombro y hacer aire con el abanico... ¡Qué apurados nos vimos!... pero al fin pasó aquel terrible momento, y la viuda pareció, en fin, resignarse con la voluntad del señor, y aun nos agradeció a todos nominalmente por nuestros respectivos auxilios, como si ninguno se la hubiera escapado, en medio de la ofuscación de su vitalidad, que así la llamó mi interlocutor de la alcoba.
Pero como todas las cosas en este pícaro mundo suelen equilibrarse por el feliz sistema de las compensaciones, vi que era ya llegada la hora de neutralizar la profunda aflicción de la viudita con la lectura del testamento de don Cosme, en el cual este buen señor, con perjuicio de sus hijos (que no sé si he dicho que eran del primer matrimonio), hacía en favor de su consorte todas las mejoras que le permitían nuestras leyes, rasgo de heroicidad conyugal que no dejó de excitar las más vivas simpatías en la agraciada y en varios de los afligidos concurrentes.
Desde este momento quedé instalado en mi fúnebre encargo, y después de tomar la venia de la señora, pasé a dar las disposiciones convenientes para que el difunto no tuviera motivo de arrepentirse de haber muerto, dejando como dejaba su decoro en manos tan entendidas y generosas.
Mientras esto pasaba en la sala, la alcoba mortuoria servía de escena a otra transformación no menos singular, cual era la que había experimentado el difunto en las diligentes manos de los enterradores, de las vecinas y del barbero. Cuando yo regresé a aquel sitio, ya me encontré al buen don Cosme convertido en reverendo padre fray Cosme, y dispuesto al parecer y resignado a tomar de este modo el camino de la puerta de Toledo. Pero como que antes que esto pudiera verificarse era preciso obtener el pasaporte de la parroquia, tuve que trasladarme a ella para negociar el precio y demás circunstancias de aquel viaje final.
Si estuviéramos despacio, y si los indispensables antecedentes de esta historia no me hubieran ya obligado a dilatarme más que pensé, ocuparía un buen rato la atención de mis lectores para transcribir aquí el episodio del dicho ajuste, y las diversas escenas de que fui actor o testigo durante él en el despacho parroquial.
Pero baste decir que después de largas y sostenidas discusiones sobre las circunstancias del muerto y la clase de entierro que según ellos le correspondía; después de pasar en revista una por una todas las partidas de aquel diccionario funeral; después de arreglar lo más económicamente posible la tarifa de responsos, tumba, crucero, sacerdotes, sacristán, acólitos, capa, clamores, ofrendas, sepultura, nicho, posas, vestuarios, paño, lutos, blandones, tarimas, blandoncillos, sepultureros, hospicio, depósito, veladores, licencias, cera de tumba, santos y altares, cera de sacerdotes, voces y bajones, manda forzosa, y oblata cuarta parroquial, quedó arreglado un entierro muy decentito y cómodo de segunda clase en los términos siguientes:
Reales ————————————————————————————————————————— A la parroquia, dependientes y cera 1712 Ofrenda para los partícipes 630 Dos bajones y seis cantores con el facistol, a veinte y cuatro reales 192 Dos filas de bancos 80 Nicho para el cadáver, y capellán del cementerio 490 Bayetas para entapizar el suelo y cubrir el banco travesero, diez piezas, a diez rs. y veinte y cuatro mrs. 107 Seis hachas para el túmulo a ocho rs. 48 La cuarta parte de misas para la parroquia 250 ————————————————————————————————————————— 3509
Ya que estuvo arreglado convenientemente, sólo tratamos de echar,
como quien dice, el muerto fuera; pues todo el empeño de los amigos y
aun de la viuda, era que no pasara la noche en casa, por no sé qué
temores de apariciones románticas como las que acababa de leer en uno de
los cuentos de Hoffmann.
En los tiempos antiguos, cuando la civilización no había hecho tantos progresos, era frecuente el conservar el cuerpo en la cama mortuoria, uno, dos o más días, con gran acompañamiento de blandones y veladores, responsos y agua bendita. Los parientes del difunto, los amigos y vecindad, alternaban religiosamente en su custodia, o venían a derramar lágrimas y dirigir oraciones al Eterno por el alma del difunto, y la religión y la filosofía encontraban en este patético espectáculo amplio motivo a las más sublimes meditaciones.
Ahora, bendito Dios, es otra cosa; desde la invención de los nervios (que no data de muchos años), nuestros difuntos pueden estar seguros de que no serán molestados con visitas impertinentes, y que aún no habrán enfriado la cama, cuando de incógnito, sin aparato plañidero, y como dicen los franceses à la dérobée, serán conducidos en hombros de un par de mozos como cualquiera de los trastos de la casa: v. g., una tinaja, un piano, o una estatua de yeso. Luego que le hayan entregado al sacristán de la parroquia, éste le hará colocar en una cueva muy negra y muy fría, y dando el gesto a una rejilla que arranca sobre el piso de la calle, le acomodará entre cuatro blandones amarillos, que con su pálido resplandor atraerán las miradas de los chicos que salgan de la escuela; y se asomarán y harán muecas al difunto, y dirán a carcajadas: «¡Qué feo está!»... y los elegantes al pasar se taparán las narices con el pañuelo, y las damas exclamarán: «¡Jesús qué horror! ¿por qué permitirán esta falta de policía?»
Y luego que haya trasnochado en aquel solitario recinto, por la mañanita con la fresca, le volverán a coger los susodichos acarreadores, y le subirán bonitamente a la llanura de Chamberí, o le bajarán a las márgenes del Manzanares, donde sin más formalidad preliminar pasará a ocupar su hueco de pared en aquella monótona anaquelería, con su número corriente y su rótulo que diga: «Aquí yace don Fulano de tal», y sin más dísticos latinos, ni admiraciones, ni puntos suspensivos, ni oraciones fúnebres, ni coronas de siemprevivas, se quedará tranquilo en aquel sitio, sin esperar otras visitas que las de los murciélagos, ni escuchar ruido alguno hasta que le venga a despertar la trompeta del juicio.
Quédense la tierna solicitud, las lágrimas, las oraciones y las flores, para las humildes sepulturas de la aldea, adonde todos los días al tocar de la oración vuelen la desconsolada viuda y los huérfanos a dirigir al cielo sus plegarias por el objeto de su amor, recibiendo en cambio aquel dulce bálsamo de la conformidad cristiana que sólo la verdadera religión puede inspirar. Nosotros, los madrileños, somos más desprendidos; para nada necesitamos estos consuelos, y hacemos alarde de ignorar el camino del cementerio, hasta que la muerte nos obliga por fuerza a recorrerlo.
III. La viuda
Vestida toda de luto,
cédula que dice al aire,
«aquí se alquila una boda,
el que quiera que no tarde».
Castro, Comedia antigua.
A los cuatro días de muerto don Cosme se celebró el funeral en la
parroquia correspondiente, para cuyo convite hice imprimir en papel de
Holanda algunos centenares de esquelas, poniendo por cabeza de los
invitantes al Excmo. Sr. Secretario de Estado y del despacho de la
Guerra, por no sé qué fuero militar que disfrutaba el difunto por haber
sido en su niñez oficial supernumerario de milicias; y además, por
advertencia de la viuda, que quería absolutamente prescindir de
recuerdos dolorosos, no olvidé estampar al final de la esquela y en muy
bellas letras góticas la consabida cláusula de
El duelo se despide en la iglesia.
Llegado el momento del funeral, ocupé con el confesor y un vetusto pariente de la casa el banco travesero o de ceremonia, y muy luego vimos cubiertos los laterales por compañeros, amigos y contemporáneos del anciano don Cosme, que venían a tributarle este último obsequio, y de paso a contar el número de bajones y de luces para calcular el coste del entierro y poder murmurar de él. En cuanto a la nueva generación, no tuvo por conveniente enviar sus representantes a esta solemnidad, y creyó más análogo el permanecer en la casa procurando distraer a la señora.
Concluido el De profundis, con todo el rigor armónico de la nota, y después de las últimas preces dirigidas por los celebrantes delante de nuestro banco triunviral, en tanto que se apagaban las luces, y que las campanas repetían su lúgubre clamor, fuimos correspondiendo con sendas cortesías a las que nos eran dirigidas por cada uno de los concurrentes al desfilar hacia la puerta, hasta que cumplido este ligero ceremonial pudimos disponer de nuestras personas. Y sin embargo, de que ya la costumbre ha suprimido también la solemne recepción del acompañamiento en la casa mortuoria, el otro pie de banco y yo creímos oportuno el pasar a dar cuenta de nuestra comisión a la señora viuda.
Hallábase ésta en la situación más sentimental, envuelta en gasas negras que realzaban su hermosura, y con un prendido tan cuidadosamente descuidado, que suponía largas horas de tocador. Ocupaba, pues, el centro de un sofá entre dos elegantes amigas, también enlutadas, que la tenían cogida entrambas manos, formando un frente capaz de inspirar una elegía al mismo Tibulo. A uno y otro lado del sofá alternaban interpolados diversas damas y caballeros (todos de este siglo), que en voz misteriosa entablaban apartes, sin duda en alabanza del finado.
Nuestra presencia en la sala causó un embarazo general; los dúos sotto voce cesaron por un momento; la viuda, como que hubo de llamar en su auxilio la ofuscación vital del otro día; pero luego aquellas amigas diligentes acertaron a distraer su atención enseñándola las viñetas del «No me olvides», y de aquí la conversación vino a reanimarse, y todos alababan los lindos versos de aquel periódico, y hasta el difunto me pareció que repetía, aunque en vano, su título. Después se habló de viajes, y se proyectaron partidas de campo, y luego de modas, y de mudanzas de casa, y de planes de vida futura; y la viuda parecía recobrarse a la vista de aquellos halagüeños cuadros, como la mustia rosa al benéfico influjo del astro matinal. ¡Qué consejos tan profundos, qué observaciones tan acertadas se escucharon allí sobre la necesidad de distraerse para vivir, y la demencia de morirse los vivos por los muertos, y luego las ventajas de la juventud y las esperanzas del amor!...
Viendo en fin, mi compañero y yo, que íbamos siendo allí figuras tan exóticas como las del Silencio y la Sorpresa que adornaban las rinconeras de la sala, tratamos de despedirnos; pero el buen hombre (¡castellano y viejo!) atravesando la sala e interponiéndose delante de la viuda, compungió su semblante e iba a improvisar una de aquellas relaciones del siglo pasado que comienzan «Que Dios» y concluyen «por muchos años», cuando yo, observando su imprudencia y lo mal recibido que iba a ser este apóstrofe extemporáneo de parte de todos los concurrentes, le tiré de la casaca y le arrastré hacia la puerta diciéndole: «Hombre de Dios, ¿qué va usted a hacer? ¿no sabe usted que El duelo se ha despedido en la iglesia?»
(Junio de 1837.)
Nota
El duelo se despide en la iglesia. —Mucho, es verdad, han variado las costumbres de Madrid en este punto. Al abandono y desdén con que por lo general se procedía a la inhumación de los cadáveres, ha sucedido un aparato y ostentación que, si no prueba mayor grado de cariño y ternura hacia aquellos que desaparecen de entre nosotros, dicen al menos la vanidad mundana y el orgullo de la generación que les sobrevive. Aquello, en los términos que se describe y satiriza en el artículo de El Duelo, era ciertamente vituperable y repugnante; esto, en los que quieren hoy la moda y el lujo de las clases acomodadas, viene a ser ya el extremo contrario de exageración y de ruina.
Cabalmente en los momentos en que se ocupaba el autor de censurar aquella antigua costumbre, se inauguraba la nueva con una ocasión tristemente célebre, la de la desgraciada muerte del malogrado escritor don Mariano José de Larra (Fígaro). —Sus amigos y apasionados (en cuyo número se contaban todos los hombres políticos, los literatos y artistas), sin tomar en cuenta más que su gran mérito literario, y no de modo alguno la exaltación criminal que le había conducido al sepulcro, improvisaron en la tarde del 17 de febrero de aquel año una fúnebre comitiva para conducirlo desde su casa, calle de Santa Clara, núm. 3, al cementerio de la puerta de Fuencarral; y colocándole en un carro triunfal, adornado de palmas y laureles al rededor de sus obras sobre el féretro, siguieron a pie con religioso silencio y compostura los restos mortales de aquel que en un acto de insensato delirio acababa de apagar la antorcha de una brillante existencia. Reunidos luego en torno de su sepulcro, improvisaron discursos apasionados y bellas composiciones poéticas, despidiéndose del amigo, del escritor y del poeta; y allí mismo, sobre la tumba de aquel raro ingenio, proyectó su primera luz el astro brillante de Zorrilla, el primero de nuestros poetas líricos, apareciendo por primera vez a nuestros ojos a la temprana edad de veinte y un años.
Después de aquel primer solemne y público acompañamiento fúnebre, se verificaron otros con sujetos más o menos notables, entre los cuales recordaremos el del inspirado poeta don José de Espronceda; el del gran orador don Agustín de Argüelles; el del presidente del Congreso, marqués de Gerona; el del héroe de Zaragoza, el general Palafox; e introduciéndose esta costumbre desde los altos magnates y celebridades políticas o literarias en todas las clases acomodadas de la sociedad, hoy es el día en que por tributo indispensable pagado más que a la buena memoria de los que mueren, a la vanidad de los vivos, hay que añadir al coste de un magnífico funeral con grandes músicas, iluminaciones y tumulto, el que ocasiona la solemne traslación del cadáver en un elegante carro fúnebre, precedido de los pobres de San Bernardino, con hachas encendidas y seguido del clero y los convidados, o por lo menos un centenar de coches vacíos, más o menos blasonados, con los lacayos de grande librea, guante blanco y sendas hachas apagadas en las manos. —Llegados al cementerio (que también hemos dicho haberse decorado ya con más lujo) es de cajón el que uno o más personajes de la comitiva tomen la palabra, y prorrumpan en un discurso fúnebre, un epitafio hiperbólico, y hasta una alocución política más o menos intencionada. Hecho lo cual, los concurrentes se vuelven a sus carruajes, y se dirigen a la Bolsa, al Congreso, a sus visitas, o al Prado; los lacayos revenden al cerero las hachas y van a guardar sus libreas de lujo hasta que vuelva a lucir otro buen día «¡en que acompañar a algún señor al cementerio!».
El alquiler de un cuarto
Las riquezas no hacen rico, mas ocupado;
no hacen señor, mas mayordomo.
Celestina.
A los que acostumbran mirar las cosas sólo por la superficie,
suele parecerles que no hay vida más descansada ni exenta de sinsabores
que la de un propietario de Madrid. Envidian su suerte, entienden que en
aquel estado de bienaventuranza nada es capaz de alterar la
tranquilidad de tan dichoso mortal, al cual (según ellos) bástale sólo
saber las primeras reglas de la aritmética para recibir puntualmente y a
plazos periódicos y seguros el inagotable manantial de su propiedad.
—«¡Si yo fuera propietario (dicen estos tales), qué vida tan regalona
había de llevar! De los treinta días del mes, los veinte y nueve los
pasaría alternando en toda clase de placeres, en el campo y la ciudad, y
sólo doce veces al año dedicaría algunas horas a recibir el tributo que
mis arrendatarios llegarían a ofrecerme. Tanto de éste, tanto del otro,
cuánto del de más allá; suma tanto... bien puedo descansar y
divertirme, y reír por el día, y roncar por la noche, y compadecerme de
la agitación del mercader, y de la dependencia del empleado, y del
estudio del literato, y de la diligencia del médico, y del trabajo, en
fin, que todas las carreras llevan consigo.»
Esto dicen los que no son propietarios: escuchemos ahora a los que lo son; pero no los escuchemos, porque esto sería cuento de nunca acabar; mirémosles solamente hojear de continuo sus libros de caja para ajustar a cada inquilino su respectivo debe y haber (porque un propietario debe saber la teneduría de libros y estar enterado de la partida doble), veámosle correr a su posesión, y llamar de una en otra puerta con aire sumiso y demandante, y recibir por toda respuesta un «No está el amo en casa». —«Vuelva usted otro día». —«Amigo no me es posible; los tiempos... ya ve usted cómo están los tiempos». —«Yo hace veinte días que no trabajo». —«A mí me están debiendo ocho meses de mi viudedad». —«Yo estoy en enero». —«Yo en octubre de 35». —Pues yo, señores míos (dice el propietario), estoy en diciembre de 1840 para pagar adelantadas las contribuciones, con que si ustedes no me ayudan...
Otros la toman por diverso estilo... —«Oiga usted, señor casero, en esta casa no se puede vivir de chinches; es preciso que aquí ponga cielo raso». —«Yo quiero que me blanquee usted el cuarto». —«Yo que me desatasque usted el común». —«Yo que me ensanche la cocina». —«Yo que me baje la buhardilla.»
Mirémosle, pues, regresar a su casa tan lleno el pecho de esperanzas como vacío el bolsillo de realidades, y dedicarse luego profundamente a la lectura del Diario y la Gaceta (porque un propietario debe ser suscriptor nato a ambos periódicos) para instruirse convenientemente de las disposiciones de la autoridad sobre policía urbana, y saber a punto fijo cuándo ha de revocar su fachada, cuándo ha de blanquear sus puertas, cuándo ha de arreglar el pozo, cuándo ha de limpiar el tejado; o bien para estudiar los decretos concernientes a contribuciones ordinarias y extraordinarias, y calcular la parte de propiedad de que aún se le permite disponer. Veámosle después consultar los libros forenses, la Novísima Recopilación y los autos acordados (porque un propietario debe ser legista teórico y práctico), con el objeto de entablar juicios de conciliación y demandas de despojo. Escuchémosle luego defender su derecho ante la autoridad (porque el propietario debe también ser elocuente), para convencerla de que el medianero debe dar otra salida a las aguas, o que el inquilino tiene que acudirle con el pago puntual de sus alquileres, cosa que de puro desusada ha llegado a ponerse en duda. Oigámosle más adelante dirimir las discordias de los vecinos sobre el farol que se rompió, el chico que tiró piedras a la ventana de la otra buhardilla, el perro que no deja dormir a la vecindad, el zapatero que se emborracha, la mujer del sastre que recibe al cortejo, el albañil que apalea a su consorte, el herrador que trabaja por la siesta, la vieja del entresuelo que protege a la juventud, el barbero que cortó la cuerda del pozo, y otros puntos de derecho vecinal, para resolver sobre los cuales es preciso que el propietario tenga un espíritu conciliador, un alma grande, una capacidad electoral, una presencia majestuosa, actitudes académicas, sonora e imponente voz. Por último, veámosle entablar diálogos interesantes con el albañil y el carpintero, el vidriero y el solador, y disputar sobre panderetes, y bajadas, y crujías, y solarones y emplomados, y rasillas, y nos convenceremos de que el propietario tiene que saber por principios todos aquellos oficios, y encerrar en su cabeza todo un diccionario tecnológico; y cuenta, que esto no ha de salvarle de repartir por mitad con aquellos artífices el líquido producto de su propiedad.
Pero en ninguno de los casos arriba dichos ofrece tanto interés al espectador la situación de nuestro propietario, como en la del acto solemne en que va a proceder a el alquiler de un cuarto.
Figurémonos un hombre de cuatro pies, aunque sustentándose ordinariamente en dos, frisando en la edad de medio siglo, rostro apacible, sereno y vigorizado por cierto rosicler..., el rosicler que infunde una bolsa bien provista; los ojos vivos, como del que sabe estar alerta contra las seducciones y las estafas; las narices pronunciadas como un hombre que acostumbra a oler de lejos la falta de pecunia; la frente pequeña, señal de perseverancia; los labios gruesos y adelantado el inferior, en muestra de grosería y avaricia; las orejas anchas y mal conformadas para ser sensibles a los encantos de la elocuencia; y amenizado el resto de su persona con un cuello, toril en diámetro y tan corto de talla, que la punta de la barba viene a herirle la paletilla; con unos hombros atléticos; con una espalda como una llanura de la Mancha; con unas piernas como dos guardacantones; y colocada sobre entre ambas una protuberante barriga, como la muestra de un reloj sobre dos columnas, o como un caldero vuelto del revés, y colgando de una espetera.
Envolvamos esta fementida estampa en siete varas de tela de algodón, cortada a manera de bata antigua; cubramos sus desmesurados pies con anchas pantuflas de paño guarnecidas de pieles de cabrito; y coloquemos sobre su cabeza un alto bonete de terciopelo azul, bordado de pájaros y de amapolas por las diligentes manos de la señora propietaria. Coloquémosle así ataviado en una profunda silla de respaldo, con la que parece identificada su persona, según la gravedad con que en ella descansa; haya delante un espacioso bufete de forma antigua, profusamente adornado de legajos de papeles y títulos de pergamino, animales bronceados y frutas imitadas en piedra, manojos de llaves, y padrones impresos; y ataviemos el resto del estudio con un reloj alemán de longanísima caja, un estante para libros, aunque vacío de ellos, dos figuras de yeso, unas cuantas sillas de Vitoria, y un plano de Madrid de colosales dimensiones. Y ya imaginado todo esto, imaginémonos también que son las ocho de la mañana, y que nuestro casero, después de haber dado fin a sus dos onzas de chocolate, abre solemnemente su audiencia a los postulantes que van entrando en demanda de la habitación desalquilada.
—Buenos días, señor administrador.
—Dueño, para servir a usted.
—Por muchos años.
—¿En qué puedo servir a usted?
—En poca cosa. Yo, señor dueño, acabo de ver una habitación perteneciente a una casa de usted en la calle de... y si fuera posible que nos arreglásemos acaso podría convenirme dicha habitación.
—Yo tendría en ello un singular honor. ¿Ha visto usted el cuarto? ¿Le han instruido a usted de las condiciones?
—Pues ahí voy, señor casero: yo soy un hombre que no gusta de regatear; pero habiéndome dicho que el precio es de diez reales diarios, paréceme que no estaría de más el ofrecer a usted seis con las garantías necesarias.
—Conócese que usted gusta de ponerse en razón; pero como cada uno tiene las suyas, a mí no me faltan para haber puesto ese precio a la habitación.
—Pero ya usted se hace cargo de la calle en que está; si fuera siquiera en la de Carretas...
—Entonces probablemente la hubiera puesto en quince reales.
—Luego, la sala es pequeña y con sólo un gabinete; si tuviera dos...
—Valdría ciertamente dos reales más.
—La cocina oscura y...
—Es lástima que no sea clara, porque entonces hubiera llegado al duro.
—El despacho es pequeño, y los pasillos...
—En suma, señor mío, yo por desgracia sólo puedo ofrecer a usted el cuarto tal cual es, y como antes dijo que le acomodaba...
—Sí; pero el precio...
—El precio es el último que ha rentado.
—Mas ya usted ve, las circunstancias han cambiado.
—Las casas no.
—Los sueldos se han disminuido.
—Las contribuciones se aumentan.
—Los negocios están parados.
—Los albañiles marchan.
—¿Conque es decir que no nos arreglamos?
—Imposible.
—Dios guarde a usted.
—Dios guarde a usted... Entre usted, señora.
—Beso a usted la mano.
—Y yo a usted los pies.
—Yo soy una señora viuda de un capitán de fragata.
—Muy señora mía; mal hizo el capitán en dejarla a usted tan joven y sin arrimo en este mundo pecador.
—Sí señor, el pobrecito marchó de Cádiz para dar la vuelta al mundo, y sin duda hubo de darla por el otro, porque no ha vuelto.
—Todavía no es tarde... ¿y usted, señora mía, trata de esperarle en Madrid por lo visto?
—Sí señor; aquí tengo varios parientes de distinción, el conde del Cierzo, la marquesa de las Siete Cabrillas, el barón del Capricornio, y otros varios personajes que no podrían menos de ser conocidos de usted.
—Señora, por desgracia soy muy terrestre y no me trato con esa corte celestial.
—Pues como digo a usted, mi prima la marquesa y yo hemos visto el cuarto desalquilado, y, lo que ella dice, para ti que eres una persona sola, sin más que cinco criados... aunque la casa no sea gran cosa...
—¿Y el precio, señora, qué le ha parecido a mi señora la marquesa?
—El precio será el que usted guste, por eso no hemos de regañar.
—Supongo que usted, señora, no llevará a mal que la entere, como forastera, de los usos de la corte.
—Nada de eso, no señor; yo me presto a todo... a todo lo que se use en la corte.
—Pues señora, en casos tales, cuando uno no tiene el honor de conocer a las personas con quien habla, suele exigirse una fianza y...
—¿Habla usted de veras? ¿Y yo, doña Mencía Quiñones, Rivadeneira, Zúñiga de Morón, había de ir a pedir fianzas a nadie? ¿y para qué? ¿para una fruslería como quien dice, para una habitacioncilla de seis al cuarto que cabe en el palomar de mi casa de campo de Chiclana? Como soy, señor casero, que eso pasa ya de incivilidad y grosería, y siento haber venido sola y no haberme hecho acompañar siquiera por mi primo el freire de Alcántara, para dar a conocer a usted quién yo era.
—Pues señora, si usted, a Dios gracias, se halla colocada en tan elevada esfera, ¿qué trabajo puede costarla el hacer que cualquiera de esos señores parientes salga por usted?
—Ninguno, y a decir verdad no desearían más que poder hacerme el favor; pero...
—Pues bien, señora, propóngalo usted y verá cómo no lo extrañan, y por lo demás, supuesto que usted es una señora sola...
—Sola, absolutamente; pero si usted gusta de hacer el recibo a nombre del caballero que vendrá a hablarle, que es hermano de mi difunto, y suele vivir en mi casa las temporadas que está su regimiento de guarnición...
—¡Ay, señora! pues entonces me parece que la casa no la conviene, porque como no hay habitaciones independientes... luego tantos criados...
—Diré a usted; los criados pienso repartirlos entre mis parientes, y quedarme sólo con una niña de doce años.
—Pues entonces ya es demasiado la casa, y aun paréceme, señora, que la conversación también.
A este punto llegaban de ella, cuando entra el criado con una esquela de un amigo rogando a nuestro casero que no comprometiera su palabra, y reservase el cuarto para unos señores que iban a llegar a Madrid: con esta salvaguardia, el propietario despacha a la viudita, pero sigue recibiendo a los que vienen después; entre ellos un empleado, de quien el diestro propietario se informa cuidadosamente sobre el estado de las pagas, y compadeciéndose con el mayor interés de que todavía le tuviesen en enero, le despacha con la mayor cordialidad; después acierta a entrar un militar que con aire de campaña reclama la preferencia, y a las razones del casero responde con amenazas, de suerte que éste hace la resolución de no alquilarle el cuarto, por no tener que sostener un desafío mensual; más adelante entra un hombre de siniestro aspecto y asendereada catadura, que dice ser agente de negocios y vivir en un cuarto (vulgo buhardilla), después entra una vieja que quiere la habitación para subarrendarla en detalle a cinco guardias de Corps; más adelante entra un perfumado caballero que lo pide para una joven huérfana y se compromete a salir por fiador de ella, y aun a poner a su nombre el recibo; más allá se presenta otra señora acompañada de dos hermosas hijas que arrastran blondas y rasos, y cubren sus cabezas con elegantes prendidos, y tocan el piano, según parece, y bailan que es un primor; «y tan virtuosas y trabajadoras las pobrecitas (dice la mamá), que todo esto que usted ve lo adquieren con su trabajo, y nada nos falta, bendito Dios.»
—Él, señora, premia la laboriosidad y protege la inocencia... mas sin embargo, siento decirlas que el cuarto no puede ser para ustedes.
Estando en esto vuelve el criado a decir que el amigo que quería el cuarto ya no lo quiere, porque a los señores para quien era, no les ha gustado; —que la otra señora que se convenía a todo, tampoco, porque después ha reparado que no cabe el piano en el gabinete; —que el militar ha quitado los papeles y dice que el cuarto es suyo, quiera o no quiera el casero; —que el llamado agente de negocios, al tiempo que lo vio, se llevó de paso ocho vidrios de una ventana, cuatro llaves, y los hierros de la hornilla; —que dos manolas que lo habían visto, habían pintado con carbón un figurón harto obsceno en el gabinete; —que unos muchachos habían roto las persianas y atascado el común; —y por último (y era el golpe fatal para nuestro casero), que una amiga a quien nada podía negar, quería el cuarto; pero con la condición de pintárselo todo, y abrir puertas en los tabiques, y poner tabiques en las puertas, y ensolarlo de azul y blanco, y blanquear la escalera, y poner chimenea en el gabinete... en punto a fiadores daba sólo sus bellos ojos, harto abonados y conocidos de nuestro Quasimodo; y en cuanto al precio, sólo quedaba sobreentendida una condición, a saber: que fuera éste el que quisiera, el casero no se lo había de pedir, pero ella tampoco se lo había de pagar.
Así concluyó este alquiler, sin más ulteriores resultados que una escena de celosía entre el casero y su esposa, una multa de diez ducados por no haber dado el padrón al alcalde a su debido tiempo, y un blanco de algunas páginas en su libro de caja por aquella parte que se refería a la habitación arriba dicha.
(Agosto de 1837.)
El Romanticismo y los románticos
Señales son del juicio
ver que todos lo perdemos,
unos por carta de más
y otros por carta de menos.
Lope de Vega.
Si fuera posible reducir a un solo eco las voces todas de la
actual generación europea, apenas cabe ponerse en duda que la palabra romanticismo
parecería ser la dominante desde el Tajo al Danubio, desde el mar del Norte al estrecho de Gibraltar.
Y sin embargo (¡cosa singular!) esta palabra tan favorita, tan cómoda, que así aplicamos a las personas como a las cosas, a las verdades de la ciencia como a las ilusiones de la fantasía; esta palabra que todas las plumas adoptan, que todas las lenguas repiten, todavía carece de una definición exacta que fije distintamente su verdadero sentido.
¡Cuántos discursos, cuántas controversias han prodigado los sabios para resolver acertadamente esta cuestión! y en ellos ¡qué contradicción de opiniones! ¡qué extravagancia singular de sistemas!... —«¿Qué cosa es romanticismo?...» —(les ha preguntado el público;) y los sabios le han contestado cada cual a su manera. Unos le han dicho que era todo lo ideal y romanesco; otros por el contrario, que no podía ser sino lo escrupulosamente histórico; cuáles han creído ver en él a la naturaleza en toda su verdad; cuáles a la imaginación en toda su mentira; algunos han asegurado que sólo era propio a describir la edad media; otros lo han hallado aplicable también a la moderna; aquéllos lo han querido hermanar con la religión y con la moral; éstos lo han echado a reñir con ambas; hay quien pretende dictarle reglas; hay por último, quien sostiene que su condición es la de no guardar ninguna.
Dueña, en fin, la actual generación de este pretendido descubrimiento, de este mágico talismán, indefinible, fantástico, todos los objetos le han parecido propios para ser mirados al través de aquel prisma seductor; y no contenta con subyugar a él la literatura y las bellas artes, que por su carácter vago permiten más libertad a la fantasía, ha adelantado su aplicación a los preceptos de la moral, a las verdades de la historia, a la severidad de las ciencias, no faltando quien pretende formular bajo esta nueva enseña todas las extravagancias morales y políticas, científicas y literarias.
El escritor osado, que acusa a la sociedad de corrompida, al mismo tiempo que contribuye a corromperla más con la inmoralidad de sus escritos; el político, que exagera todos los sistemas, todos los desfigura y contradice, y pretende reunir en su doctrina el feudalismo y la república; el historiador, que poetiza la historia; el poeta que finge una sociedad fantástica y se queja de ella porque no reconoce su retrato; el artista, que pretende pintar a la naturaleza aún más hermosa que en su original, todas estas manías que en cualesquiera épocas han debido existir y sin duda en siglos anteriores habrán podido pasar por extravíos de la razón o debilidades de la humana especie, el siglo actual, más adelantado y perspicuo, las ha calificado de romanticismo puro.
«La necedad se pega» ha dicho un autor célebre. No es esto afirmar que lo que hoy se entiende por romanticismo sea necedad, sino que todas las cosas exageradas suelen degenerar en necias; y bajo este aspecto la romántico-manía se pega también. Y no sólo se pega, sino que al revés de otras enfermedades contagiosas que a medida que se transmiten pierden en grados de intensidad, ésta, por el contrario, adquiere en la inoculación tal desarrollo, que lo que en su origen pudo ser sublime, pasa después a ser ridículo; lo que en unos fue un destello del genio, en otros viene a ser un ramo de locura.
Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1811 vivía en nuestra corte y su calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo, y se llamaba Víctor, encontró el romanticismo donde menos podía esperarse, esto es, en el seminario de nobles; y el picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos sabido apreciar y teníamos enterrado hace dos siglos con Calderón; y luego regresó a París, extrayendo de entre nosotros esta primera materia, y la confeccionó a la francesa, y provisto como de costumbre con su patente de invención, abrió su almacén, y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a redimirla de la exclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos los noveleros, y la manada de imitadores (imitatores servum pecus, que dijo Horacio) se esforzaron en sobrepujarle y dejar atrás su exageración y los poetas transmitieron el nuevo humor a los novelistas; éstos a los historiadores; éstos a los políticos; éstos a todos los demás hombres; éstos a todas las mujeres; y luego salió de Francia aquel virus ya bastardeado, y corrió toda la Europa, y vino en fin a España, y llegó a Madrid (de donde había salido puro), y de una en otra pluma, de una en otra cabeza, vino a dar en la cabeza y en la pluma de mi sobrino, de aquel sobrino de que ya en otro tiempo creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos que ni el mismo Victor Hugo lo conociera, ni el Seminario de nobles tampoco.
La primera aplicación que mi sobrino creyó deber hacer de adquisición tan importante, fue a su propia física persona, esmerándose en poetizarla por medio del romanticismo aplicado al tocador.
Porque (decía él) la fachada de un romántico debe ser gótica, ojiva, piramidal y emblemática.
Para ello comenzó a revolver cuadros y libros viejos, y a estudiar los trajes del tiempo de las Cruzadas; y cuando en un códice roñoso y amarillento acertaba a encontrar un monigote formando alguna letra inicial de capítulo, o rasguñado al margen por infantil e inexperta mano, daba por bien empleado su desvelo, y luego poníase a formular en su persona aquel trasunto de la edad media.
Por resultado de estos experimentos llegó muy luego a ser considerado como la estampa más romántica de todo Madrid, y a servir de modelo a todos los jóvenes aspirantes a esta nueva, no sé si diga ciencia o arte. Sea dicho en verdad; pero si yo hubiese mirado el negocio sólo por el lado económico, poco o nada podía pesarme de ello: porque mi sobrino, procediendo a simplificar su traje, llegó a alcanzar tal rigor ascético, que un ermitaño daría más que hacer a los Utrillas y Rougets. Por de pronto eliminó el frac, por considerarlo del tiempo de la decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con ella, como más análoga a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las cadenas y relojes; los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el barniz de las botas, y las navajas de afeitar; y otros mil adminículos que los que no alcanzamos la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.
Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente anudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica. —Tal era la vera efigies de mi sobrino, y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegaba yo a dudar si era él mismo o sólo su traje colgado de una percha; y acontecióme más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el lomo.
Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto me declaró rotundamente su resolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le propuse, asegurándome que encontraba en su corazón algo volcánico y sublime, incompatible con la exactitud matemática, o con las fórmulas del foro; y después de largas disertaciones vine a sacar en consecuencia que la carrera que le parecía más análoga a sus circunstancias era la carrera de poeta, que según él es la que guía derechita al templo de la inmortalidad.
En busca de sublimes inspiraciones, y con el objeto sin duda de formar su carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas anatómicas; trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas, y se perdió en la espesura de los bosques; interrogó a las ruinas de los monasterios y de las ventas (que él tomaba por góticos castillos); examinó la ponzoñosa virtud de las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo de su cuchilla, y de los convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libros que yo le recomendaba, los Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedras, los Moretos, Meléndez y Moratines, por los Hugos y Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés; rebutió su mollera de todas las encantadoras fantasías de Lord Byron, y de los tétricos cuadros de d'Arlincourt; no se le escapó uno solo de los abortos teatrales de Ducange, ni de los fantásticos ensueños de Hoffman; y en los ratos en que menos propenso estaba a la melancolía, entreteníase en estudiar la Craneoscopia del doctor Gall, o las Meditaciones de Volney.
Fuertemente pertrechado con toda esta diabólica erudición, se creyó ya en estado de dejar correr su pluma, y rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética, y concluyó algunos cuentos en verso prosaico; y todos empezaban con puntos suspensivos, y concluían en ¡maldición!; y unos y otros estaban atestados de figuras de capuz, y de siniestros bultos, y de hombres gigantes, y de sonrisa infernal, y de almenas altísimas, y de profundos fosos, y de buitres carnívoros, y de copas fatales, y de ensueños fatídicos, y de velos transparentes, y de aceradas mallas, y de briosos corceles, y de flores amarillas, y de fúnebre cruz. Generalmente todas estas composiciones fugitivas solían llevar sus títulos tan incomprensibles y vagos como ellas mismas: v. g. ¡¡¡Qué será!!! —¡¡¡No!!!... —¡Más allá!... —Puede ser.— ¿Cuándo? —¡Acaso!... —¡Oremus!
Esto en cuanto a la forma de sus composiciones; en cuanto al fondo de sus pensamientos no sé qué decir, sino que unas veces me parecía mi sobrino un gran poeta, y otras un loco de atar; en algunas ocasiones me estremecía al oírle cantar el suicidio o discurrir dudosamente sobre la inmortalidad del alma; y otras teníale por un santo, pintando la celestial sonrisa de los ángeles, o haciendo tiernos apóstrofes a la Madre de Dios. Yo no sé a punto fijo qué pensaba él sobre esto, pero creo que lo más seguro es que no pensaba nada, ni él mismo entendía lo que quería decir.
Sin embargo, el muchacho con estos raptos consiguió al fin verse admirado por una turba de aprendices del delirio, que le escuchaban enternecidos cuando él con voz monótona y sepulcral les recitaba cualquiera de sus composiciones, y siempre le aplaudían en aquellos rasgos más extravagantes y oscuros, y sacaban copias nada escrupulosas, y las aprendían de memoria, y luego esforzábanse a imitarlas, y sólo acertaban a imitar los defectos y de ningún modo las bellezas originales que podían recomendarlas.
Todos estos encomios y adulaciones de pandilla lisonjeaban muy poco el altivo deseo de mi sobrino, que era nada menos que atraer hacia sí la atención y el entusiasmo de todo el país. Y convencido de que para llegar al templo de la inmortalidad (partiendo de Madrid), es cosa indispensable el pasarse por la calle del Príncipe, quiero decir, el componer una obra para el teatro, he aquí la razón por qué reunió todas sus fuerzas intelectuales; llamó a concurso su fatídica estrella, sus recuerdos, sus lecturas; evocó las sombras de los muertos para preguntarles sobre diferentes puntos; martirizó las historias, y tragó el polvo de los archivos; interpeló a su calenturienta musa, colocándose con ella en la región aérea donde se forman las románticas tormentas; y mirando desde aquella altura esta sociedad terrena, reducida por la distancia a una pequeñez microscópica, aplicado al ojo izquierdo el catalejo romántico, que todo lo abulta, que todo lo descompone, inflamóse al fin su fosfórica fantasía, y compuso un drama.
¡Válgame Dios! ¡con qué placer haría a mis lectores el mayor de los regalos posibles, dándoles in integrum esta composición sublime, práctica explicación del sistema romántico, en que según la medicina homeopática, que consiste en curar las enfermedades con sus semejantes, se intenta a fuerza de crímenes corregir el crimen mismo! Mas ni la suerte ni mi sobrino me han hecho poseedor de aquel tesoro, y únicamente la memoria, depositaria infiel de secretos, ha conservado en mi imaginación el título y personajes del drama. Helos aquí.
¡¡ELLA!!!... Y ¡¡ÉL!!!...
DRAMA ROMÁNTICO NATURAL,
emblemático-sublime, anónimo, sinónimo, tétrico y espasmódico,
ORIGINAL, EN DIFERENTES PROSAS Y VERSOS
EN SEIS ACTOS Y CATORCE CUADROS.
Por...
(Aquí había una nota que decía: Cuando el público pida el nombre del autor); y seguía más abajo.
Siglos IV y V. —La escena pasa en Europa y dura cien años.
INTERLOCUTORES.
La mujer (todas las mujeres, toda la mujer).
El marido (todos los maridos).
Un hombre salvaje (el amante).
El Dux de Venecia.
El tirano de Siracusa.
El doncel.
La Archiduquesa de Austria.
Un espía.
Un favorito.
Un verdugo.
Un boticario.
La cuádruple alianza.
El sereno del barrio.
Coro de monjas carmelitas.
Coro de padres agonizantes.
Un hombre del pueblo.
Un pueblo de hombres.
Un espectro que habla.
Otro ídem que agarra.
Un demandadero de la Paz y Caridad.
Un judío.
Cuatro enterradores.
Comparsas de tropa, brujas, gitanos, frailes y gente ordinaria.
Los títulos de las jornadas (porque cada una llevaba el suyo a
manera de código) eran, si mal no me acuerdo, los siguientes: 1.º Un crimen. —2.º El veneno. —3.º Ya es tarde. —4.º El panteón. —5.º ¡Ella! —6.º ¡Él!, y las decoraciones eran las seis obligadas en todos los dramas románticos, a saber: Salón de baile; Bosque; La Capilla; Un subterráneo; La alcoba, y El cementerio.
Con tan buenos elementos confeccionó mi sobrino su admirable composición, en términos que si yo recordara una sola escena para estamparla aquí, peligraba el sistema nervioso de mis lectores; conque así no hay sino dejarlo en tal punto y aguardar a que llegue día en que la fama nos la transmita en toda su integridad, día que él retardaba, aguardando a que las masas (las masas somos nosotros) se hallen (o nos hallemos) en el caso de digerir esta comida que él modestamente llamaba un poco fuerte.
De esta manera mi sobrino caminaba a la inmortalidad por la senda de la muerte, quiero decir, que con tales fatigas cumplía lo que él llamaba su misión sobre la tierra. Empero la continuación de las vigilias y el obstinado combate de sentimientos tan hiperbólicos, habíanle reducido a una situación tan lastimosa de cerebro, que cada día me temía encontrarle consumido a impulsos de su fuego celestial.
Y aconteció, que para acabar de rematar lo poco que en él quedaba de seso, hubo de ver una tarde por entre los más labrados hierros de su balcón a cierta Melisendra de diez y ocho abriles, más pálida que una noche de luna, y más mortecina que lámpara sepulcral; con sus luengos cabellos trenzados a la Veneciana, y sus mangas a lo María Tudor, y su blanquísimo vestido aéreo a lo Estraniera, y su cinturón a la Esmeralda, y su cruz de oro al cuello a lo huérfana de Underlach.
Hallábase a la sazón meditabunda, los ojos elevados al cielo, la mano derecha en la apagada mejilla, y en la izquierda sosteniendo débilmente un libro abierto..., libro que según el forro amarillo, su tamaño y demás proporciones, no podía ser otro a mi entender, que el Han de Islandia o el Bug—Jargal.
No fue menester más para que la chispa eléctrico-romántica atravesase instantáneamente la calle y pasase desde el balcón de la doncella sentimental al otro frontero donde se hallaba mi sobrino, viniendo a inflamar súbitamente su corazón. Miráronse pues; creyeron adivinarse; luego se hablaron; y concluyeron por no entenderse; esto es, por entregarse a aquel sentimiento vago, ideal, fantástico, frenético, que no sé bien cómo designar aquí, si no es ya que me valga de la consabida calificación de... romanticismo puro.
Pero al cabo el sujeto en cuestión era mi sobrino, y el bello objeto de sus arrobamientos, una señorita, hija de un honrado vecino mío, procurador del número, y clásico por todas sus coyunturas. A mí no me desagradó la idea de que el muchacho se inclinase a la muchacha (siempre llevando por delante la más sana intención), y con el deseo también de distraerle de sus melancólicas tareas, no sólo le introduje en la casa, sino que favorecí (Dios me lo perdone) todo lo posible el desarrollo de su inclinación.
Lisonjeábanse, pues, con la idea de un desenlace natural y espontáneo, sabiendo que toda la familia de la niña participaba de mis sentimientos, cuando una noche me hallé sorprendido con la vuelta repentina de mi sobrino, que en el estado más descompuesto y atroz corrió a encerrarse en su cuarto gritando
desaforadamente: —¡Asesino!... ¡Asesino!... ¡Fatalidad!... ¡Maldición!...
—¿Qué demonios es esto? —Corro al cuarto del muchacho; pero había cerrado por dentro y no me responde; vuelo a casa del vecino por si alcanzo a averiguar la causa del desorden, y me encuentro en otro no menos terrible a toda la familia: la chica accidentada y convulsa, la madre llorando, el padre fuera de sí...
—¿Qué es esto, señores? ¿qué es lo que hay?
—¿Qué ha de ser? (me contestó el buen hombre) ¿qué ha de ser? sino que el demonio en persona se ha introducido en mi casa con su sobrino de usted... Lea usted, lea usted qué proyectos son los suyos, qué ideas de amor y de religión... Y me entregó unos papeles que por lo visto había sorprendido a los amantes.
Recorrílos rápidamente, y me encontré diversas composiciones de estas de tumba y hachero que yo estaba tan acostumbrado a escuchar al muchacho. En todas ellas venía a decir a su amante con la mayor ternura, que era preciso que se muriesen para ser felices; que se matara ella, y luego él iría a derramar flores sobre su sepulcro, y luego se moriría también, y los enterrarían bajo una misma losa... Otras veces la proponía que para huir de la tiranía del hombre («este hombre soy yo», decía el pobre procurador) se escurriese con él a los bosques o a los mares, y que se irían a una caverna a vivir con las fieras, o se harían piratas o bandoleros; en unas ocasiones la suponía ya difunta, y la cantaba el responso en bellísimas quintillas y coplas de pie quebrado; en otras llenábala de maldiciones por haberle hecho probar la ponzoña del amor.
—Y a todo esto (añadía el padre), nada de boda, nada de solicitar un empleo para mantenerla...; vea usted, vea usted; por ahí ha de estar...; oiga usted cómo se explica en este punto..., ahí en esas coplas, seguidillas, o lo que sean, en la que dice lo que tiene que esperar de él...
Y en tan fiera esclavitud
sólo puede darte mi alma
un suspiro... y una palma...
una tumba... y una cruz...
Pues cierto que son buenos adminículos para llenar una carta de
dote... no, si no échelos usted en el puchero y verá qué caldo sale... Y
no es esto lo peor, continuaba el buen hombre, sino que la muchacha se
ha vuelto tan loca como él, y ya habla de féretros y letanías, y dice
que está deshojada, y que es un tronco carcomido, con otras mil
barbaridades que no sé cómo no la mato... y a lo mejor nos asusta por
las noches despertando despavorida y corriendo por toda la casa,
diciendo que la persigue la sombra de yo no sé qué Astolfo o Ingolfo el exterminador;
y nos llama tiranos a su madre y a mí; y dice que tiene guardado un
veneno, no sé bien si para ella o para nosotros; y entre tanto las
camisas no se cosen y la casa no se barre y los libros malditos me
consumen todo el caudal.
—Sosiéguese usted, señor don Cleto, sosiéguese usted.
Y llamándole aparte, le hice una explicación del carácter de mi sobrino, componiéndolo de suerte que si no lo convencí que podía casar a su hija con un tigre, por lo menos le determiné a casarla con un loco.
Satisfecho con tan buenas nuevas, regresé a mi casa para tranquilizar el espíritu del joven amante; pero aquí me esperaba otra escena de contraste, que por lo singular tampoco dudo en apellidar romántica.
Mi sobrino, despojado de su lacónico vestido y atormentado por sus remordimientos, había salido en mi busca por todas las piezas de la casa, y no hallándome, se entregaba a todo el lleno de su desesperación. No sé lo que hubiera hecho considerándose solo, cuando al pasar por el cuarto de la criada, hubo sin duda ésta de darle a conocer por algún suspiro que un ser humano respiraba a su lado. (Se hace preciso advertir que esta tal moza era una moza gallega, con más bellaquería que cuartos y más cuartos que peseta columnaria y que hacía ya días que trataba de entablar relaciones clásicas con el señorito.) La ocasión la pinta calva, y la gallega tenía buenas garras para no dejarla escapar; así es que entreabrió la puerta y modificando todo lo posible la aguardentosa voz, acertó a formar un sonido gutural, término medio entre el graznido del pato y los golpes de la codorniz.
—Señuritu... señuritu... ¿qué diablus tiene?... Entre y dígalo; si quier una cataplasma para las muelas o un emplasto para el hígadu...
(Y cogió y le entró en su cuarto y sentóle sobre su cama, esperando sin duda que él pusiera algo de su parte.)
Pero el preocupado galán no respondía, sino de cuando en cuando exhalaba hondos suspiros, que ella contestaba a vuelta de correo con otros descomunales, aderezados con aceite y vinagre, ajos crudos y cominos, parte del mecanismo de la ensalada que acababa de cenar. De vez en cuando tirábale de las narices o le pinchaba las orejas con un alfiler (todo en muestras de cariño y de tierna solicitud); pero el hombre estatua permanecía siempre en la misma inamovilidad.
Ya estaba ella en términos de darse a todos los diablos por tanta severidad de principios, cuando mi sobrino con un movimiento convulsivo la agarró con una mano la camisa (que no sé si he dicho que era de lienzo choricero del Bierzo), e hincando una rodilla en tierra, levantó en ademán patético el otro brazo y exclamó:
Sombra fatal de la mujer que adoro,
ya el helado puñal siento en el pecho;
ya miro el funeral lúgubre lecho,
que a los dos nos reciba al perecer.
Y veo en tu semblante la agonía
y la muerte en tus miembros palpitantes,
que reclama dos míseros amantes
que la tierra no pudo comprender.
—Ave María purísima... (dijo la gallega santiguándose). Maldemoñu
me lleve si le comprendu... ¡Habrá cermeñu!... pues si quier lechu
¿tien más que tenderse en ese que está ahí delante, y dejar a los
muertos que se acuesten con los difuntus?
Pero el amartelado galán seguía sin escucharla su improvisación, y luego variando de estilo y aun de metro exclamaba:
¡Maldita seas, mujer!
¿No ves que tu aliento mata?
Si has de ser mañana ingrata,
¿por qué me quisiste ayer?
¡Maldita seas, mujer!
—El malditu sea él y la bruja que lo parió...¡ingratu! después
que todas las mañanas le entru el chucolate a la cama, y que por él he
despreciadu al aguador Toribiu y a Benitu el escaroleru del portal...
Ven, ven y muramos juntos,
huye del mundo conmigo,
ángel de luz,
al campo de los difuntos;
allí te espera un amigo
y un ataúd.
—Vaya, vaya, señoritu, esto ya pasa de chanza; o usted está locu,
o yo soy una bestia... Váyase con mil demonius al cementeriu u a su
cuartu, antes que empiece a ladrar para que venga el amu y le ate.
Aquí me pareció conveniente poner un término a tan grotesca escena, entrando a recoger a mi moribundo sobrino y encerrarle bajo de llave en su cuarto; y al reconocer cuidadosamente todos los objetos con que pudiera ofenderse, hallé sobre la mesa una carta sin fecha, dirigida a mí, y copiada de la Galería fúnebre, la cual estaba concebida en términos tan alarmantes, que me hizo empezar a temer de veras sus proyectos y el estado infeliz de su cabeza. Conocí, pues, que no había más que un medio que adoptar, y era el arrancarle con mano fuerte a sus lecturas, a sus amores, a sus reflexiones, haciéndole emprender una carrera, activa, peligrosa y varia; ninguna me pareció mejor que la militar, a la que él también mostraba alguna inclinación; hícele poner una charretera al hombro izquierdo, y le vi partir con alegría a reunirse a sus banderas.
Un año ha trascurrido desde entonces, y hasta hace pocos días no le había vuelto a ver; y pueden considerar mis lectores el placer que me causaría al contemplarle robusto y alegre, la charretera a la derecha, y una cruz en el lado izquierdo, cantando perpetuamente zorcicos y rondeñas, y por toda biblioteca en la maleta, la ordenanza militar y la Guía del oficial en campaña.
Luego que ya le vi en estado que no peligraba, le entregué la llave de su escritorio; y era cosa de ver el oírle repetir a carcajadas sus fúnebres composiciones; deseoso sin duda de probarme su nuevo humor, quiso entregarlas al fuego; pero yo, celoso de su fama póstuma, me opuse fuertemente a esta resolución, y únicamente consentí en hacer un escrupuloso escrutinio, dividiéndolas, no en clásicas y románticas, sino en tontas y discretas, sacrificando aquéllas y poniendo éstas sobre las niñas de mis ojos. En cuanto al drama no fue posible encontrarlo, por haberlo prestado mi sobrino a otro poeta novel, el cual lo comunicó a varios aprendices del oficio y éstos lo adoptaron por tipo, y repartieron entre sí las bellezas de que abundaba, usurpando de este modo ora los aplausos, ora los silbidos que a mi sobrino correspondían, y dando al público en mutilados trozos el esqueleto de tan gigantesca composición.
La lectura en fin, de sus versos, trajo a la memoria del joven militar un recuerdo de su vaporosa deidad; preguntóme por ella con interés, y aun llegué a sospechar que estaba persuadido de que se habría evaporado de puro amor; pero yo procuré tranquilizarle con la verdad del caso, y era que la abandonada Ariadna se había conformado con su suerte; ítem más, se había pasado al género clásico, entregando su mano, y no sé si su corazón, a un honrado mercader de la calle de Postas: ¡ingratitud notable de mujeres! Bien es la verdad que él por su parte no la había hecho, según me confesó, sino unas catorce o quince infidelidades en el año trascurrido. De este modo concluyeron unos amores que si hubieran seguido su curso natural, habrían podido dar a los venideros Shakespeares materia sublime para otro nuevo Romeo.
(Setiembre de 1837.)
Nota
El Romanticismo y los Románticos. —El mérito de este artículo (si es que alguno tiene) fue sin duda el de la oportunidad, y el osado atrevimiento del autor en darle a luz en los momentos en que la nueva secta Hugólatra dominaba toda la línea del uno a otro extremo de la república literaria. —Ya hemos recordado el ferviente entusiasmo, la asombrosa vitalidad que por entonces ofrecían en nuestra capital las imaginaciones juveniles y la energía que prestaban a su desarrollo la revolución política, la revolución literaria, y la creación de la tribuna de los periódicos y de los Liceos. —Era un momento de vértigo y de exageración, aunque fecundo en magníficos resultados. —A las modestas y filosóficas comedias de Moratín, Gorostiza y Bretón, habían sustituido en nuestra escena los apasionados dramas de El Trovador, Los Amantes de Teruel, y La fuerza del Sino. Espronceda y Zorilla con su robusta entonación, elevadas imágenes y florido estilo, habían arrinconado la lira antigua de Garcilaso y de Meléndez, las anacreónticas y églogas, los madrigales e idilios, los pastores y zagalas. —Con ellos habían enterrado los preceptos de Aristóteles y de Horacio, de Boileau y de Luzán; Shakespeare, el Dante y Calderón, eran las nuevas divinidades poéticas; y Victor Hugo su gran sacerdote y profeta. —¿Quién podría negar justamente el tributo de entusiasmo y admiración al autor de Nuestra Señora de París y de Lucrecia Borgia, de las Orientales, y del Angelo? ¿Quién resistir al impulso de la época que agitando y conmoviendo todas las imaginaciones, todos los talentos, en política, en ciencias, en literatura y artes, les presentaba nuevos y dilatados horizontes de porvenir y de gloria?
Aquella exaltación, sin embargo, rayó breves momentos en un punto ridículo, y estos momentos oportunos fueron los que con no poca osadía escogió para castigarle el autor de las Escenas Matritenses, llegando su valor hasta el extremo de leer su composición en el mismo Liceo de Madrid centro de las nuevas opiniones, y magnífico palenque de sus más ardientes adalides.
Por fortuna hizo asomar la risa a los labios de los mismos censurados, y en gracia de ella, y en prenda también de su buena amistad, lo perdonaron sin duda aquella festiva y bien intencionada fraterna. —Hubo, sin embargo, algunos pérfidos instigadores de mala ley, que achacando al autor intenciones gratuitas de retratar en sus líneas a algunos de nuestros más peregrinos ingenios, procuraron indisponerle con ellos y hacerles tomar, por aplicaciones a su persona, los rasgos generales con que aparecía presentado al público el tipo del poeta romántico; pero el grande y verdadero talento de aquéllos les hizo conocer no sólo la inexactitud de tal supuesto, sino la buena intención del autor y la rectitud de su juicio literario. Algo cree haber contribuido a fijar la opinión hacia un término justo entre ambas exageraciones clásicas y románticas: por lo menos coincidió su sátira con el apogeo de la última de éstas, y desde entonces fue retrocediendo sensiblemente hasta un punto racional y admirable para todos los hombres de conciencia y de estudio. Además dio la señal de otros ataques semejantes en el teatro y en la prensa, que minando sucesivamente aquel ridículo de bandería, acabó por hacerle desaparecer y que fructificasen en el verdadero terreno de la razón y del estudio, talentos privilegiados que han llegado a adquirir en nuestro parnaso una inmortal corona.
Madrid a la luna
I
En el silencio oscuro su belleza
desnuda de afeitadas fantasías
le descubre al pintor naturaleza.
Pablo de Céspedes.
Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que
cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas
que observar. Algunos años van trascurridos desde que cansado de
estudiar mentalmente en dicho libro, cedí a la fuerte tentación de
leerlo en alta voz, quiero decir, de comunicar al público mis menguadas
observaciones; y sin embargo, todavía no encuentro agotada la materia,
antes bien los límites del campo que me tracé, cada día se retiran a mi
vista, en términos que primero que el espacio entiendo que han de
faltarme las fuerzas para recorrerlo.
En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado contemplar sus cuadros a la brillante luz del sol del medio día, otras al dudoso reflejo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente de primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya inmensos, agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas figuras.
Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.
Si yo fuera partidario de la escuela rancia, no dejaría de empezar aquí mi narración por un brillante apóstrofe a la señora Diana, con el ¡Oh tú! de costumbre, y suplicándola que suspendiendo por aquella noche su rato de bureo con el consabido pastorcillo cazador, tuviese a bien prestarme su influjo y su rayo macilento para dibujar un cuadro tan pálido y dormilón como ella misma.
O bien, siguiendo el moderno estilo, me dejaría de apóstrofes y de deidades paganas, y encaramándome a una altura (la de San Blas por ejemplo) miraría dibujarse en el espacio, y a la luz del astro de la noche, las elevadas cúpulas de la capital; mi imaginación las prestaría vida, y convirtiéndolas en gigantescos monstruos, miraríalas.
levantarse, crecer, tocar las nubes,
y dirigir sus fatídicos agüeros al pueblo incauto que se agitaba a
sus pies, y que probablemente seguiría tranquilo su camino sin
escucharlas ni entenderlas.
Cualquiera de estos dos extremos prestaría sin duda interés a mi discurso, y convertiría hacia él la atención de mis oyentes; pero así creo en las visiones fantásticas como en las deidades de la mitología, y eso me dan las metamorfosis de Ovidio como los monstruos de Victor Hugo; porque en la luna sólo tengo la desgracia de ver la luna, y en las torres las torres, y en el pueblo de Madrid una reunión de hombres y de calles y de casas que se llaman la muy noble, muy leal, muy heroica, imperial y coronada villa y corte de Madrid.
II
La media noche
Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los conocimientos astronómicos del director del alumbrado. Los encargados subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas, dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. Veíase a algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no parecía; y volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que en fin, abiertas éstas, iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.
Los amantes dichosos habían concluido ya por aquella noche su periódica tarea de suspiros y juramentos, y trocaban el aroma de sus diosas respectivas por el grato olorcillo de la ensalada y la perdiz; en el teatro había muerto ya el último interlocutor, y Norma se metía en el simón, y Antony tomaba su paraguas para irse a dormir tranquilamente, a fin de volverse a matar a la siguiente noche; el celoso amo de casa hacía la cuotidiana requisa de su habitación, y se parapetaba con llaves y cerrojos; la esposa discutía con el comprador sobre varios problemas de aritmética referentes a su cuenta; y el artesano infeliz en su buhardilla descansaba tranquilo hasta que viniesen a herir su frente los primeros rayos del sol.
No todo, sin embargo, dormía en Madrid. Velaba el magnate en el dorado recinto de su gabinete, agotando todos los recursos de su talento para llegar a clavar la voluble rueda de la fortuna; velaba el avaro, creyendo al más ligero ruido ver descubierto su escondido tesoro; velaba el amante, bajo el balcón de su querida, esperando una palabra consoladora; velaba el malvado, probando llaves y ganzúas para sorprender al infeliz dormido; velaba el enfermo, contando los minutos de su agonía, y esperando por momentos la luz de la aurora; velaba el jugador sobre el oscuro tapete, viendo desaparecer su oro a cada vuelta de la baraja; velaba el poeta, inventando situaciones dramáticas con que sorprender al auditorio; velaba el centinela, mirando cuidadosamente a todos lados para dar en caso necesario el alerta a sus compañeros dormidos; velaba la alta deidad en el baile, siendo objeto de mil adoraciones y agasajos: velaba la infeliz escarbando en la basura para buscar en ella algún resto miserable del festín.
Y sin embargo, en medio de este general desvelo, la población aparecía muda y solitaria; las largas filas de casas eran un fiel trasunto de las calles de un cementerio, y sólo de vez en cuando se interrumpía este monótono silencio por el lejano rumor de algún coche que pasaba, por el aullido de un perro, o por el lúgubre cantar del vigilante, que en prolongada lamentación exclamaba... ¡Las doce en punto! y... sereno.
III
El sereno
No se puede negar que la persona de un sereno considerada poéticamente tiene algo de ideal y romancesco, que no es de despreciar en nuestro prosaico, material y positivo Madrid, tan desnudo de edad media, de góticos monumentos y de ruinas sublimes.
Un hombre que, sobreviniendo al sueño de la población, está encargado de conservar su sosiego, de vigilar su seguridad, de conjurar sus peligros, tiene algo de notable y heroico, que no hubieran desdeñado Walter Scott ni Byron si hubieran vivido entre nosotros. Dejemos a un lado el mezquino interés que sin duda le mueve a abrazar tan importante misión; no por ser recompensado con otro más alto, deja de ser noble la tarea del defensor armado de la seguridad del país; la del abogado, escudo de la inocencia; la del público funcionario, autorizado servidor de los intereses del pueblo.
Cuando todo el vecindario, abandonando sus respectivas tareas, entrega sus cansados miembros al necesario reposo; cuando los gobernantes abandonan por algunas horas el peso de su autoridad, y los gobernados buscan en el recinto de sus hogares el grato premio de sus fatigas, el uso positivo de sus más halagüeños derechos, el sereno abandona su modesta mansión, y se arranca a los brazos de su esposa y de sus hijos (que también es padre y esposo), viste su morena túnica, endurecida por los vientos y la escarcha, toma su temible lanzón, cuelga a la punta el luciente farolillo y sale a las calles ahuyentando con su vista a los malvados, que le temen como al grito de su conciencia, como al espejo de sus delitos y acusador infatigable de la ley.
Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura. Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo, mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y reposadamente: ¡La una menos cuarto! y... sereno.
IV
Paseo nocturno
No sé si he dicho (y si no lo diré ahora) que aquella noche, por un capricho que algunos calificarán de extravagante, me había propuesto acompañar al buen Alfonso, el vigilante de mi barrio, en su nocturno paseo, y que para poder hacerlo con más libertad, había creído conveniente aceptar un capotón y un chuzo como los suyos, que me prestó.
No se rían mis lectores de esta transformación de mi exterioridad; otras no tan momentáneas, aunque no menos ridículas, vemos y contemplamos todos los días sin extrañeza; un traje humilde, una corteza grosera, suele a veces encubrir la inteligencia del alma; ¡y cuántas veces un magnífico uniforme suele servir de disfraz a un tronco rudo!
Mi voluntario sacrificio de algunas horas tenía por lo menos un objeto noble. Yo soy un hombre concienzudo y chapado a la antigua, que gusto de estudiar lo que he de escribir, y tratándose ahora de las costumbres de alta noche, creí indispensable una de dos cosas: o que el sereno se hiciese escritor, o que el escritor se transformase en sereno. Lo segundo me pareció más fácil que lo primero.
Ya hacía un buen ratillo que andábamos, sin ocurrirnos cosa que de contar sea, cuando al pasar por bajo de unos balcones de una casa principal, hirió dulcemente nuestros oídos una grata armonía de instrumentos. Alzamos involuntariamente la vista, y al resplandor de la suntuosa iluminación que despedían las ventanas, vimos dibujarse en la pared de enfrente los fantásticos movimientos de mil figuras elegantes que acompañaban los acordes de la orquesta, encontrándose y separándose a compás. Varios grupos estacionarios e inamovibles, ocupando los balcones, formaban entretenidos episodios en este cuadro interesante y animado, y veíanse circular por la sala multitud de familiares con sendas bandejas, distribuyendo refrescos y confitura; escuchábase el confuso murmullo de mil diálogos interesantes, y sentíase el aroma de cien químicas preparaciones; y todo era risas y algazara, y movimiento y vida, y dulzuras y placer.
El anchuroso portal, decorosamente reforzado con el apéndice del farolón de gala, mirábase henchido de mozos y lacayos que mataban el tiempo cambiando la calderilla a las sublimes combinaciones de la brisca, o durmiendo al dulce influjo del mosto bienhechor; y a la puerta, varios coches y carretelas demostraban la alta categoría de aquella magnífica concurrencia.
Cuando más embelesados estábamos en esta contemplación, un ruido penetrante que se aproximaba sucesivamente, nos hizo esperar la llegada de nuevas y magníficas carrozas, y ya los cocheros que ocupaban la calle se replegaban y abrían paso de honor a los recién venidos. El ruido, sin embargo, llegó a hacerse sospechoso, por una disonancia sui generis que no es fácil comparar con otra alguna; y al revolver la esquina de la calle la brillante comitiva, nuestras narices, acometidas de improviso, nos dieron a conocer la verdad del caso.
Un movimiento eléctrico hizo desaparecer a todos los grupos de los balcones, y cerrar los cristales, y huir todos y refugiarse al medio del salón, y prestarse mutuamente pañuelos y frasquillos, y cruzarse las sonrisas y miradas burlonas de inteligencia, y esperar todos a que aquella ominosa nube pasase de largo. Mas... ¡oh desgracia! el imperturbable conductor para y detiene su primera máquina de guerra (en que montaba) delante de la misma puerta del sarao; a su voz le imitan igualmente todos los demás funcionarios con sus respectivos instrumentos, y sin hacer alto en la consternación del concurso, ni en la incongruencia de su determinación, se preparan a ejecutar sus profundos trabajos en el pozo mismo de la casa en cuestión.
Los criados corren presurosos a avisar al amo del grave peligro que amenaza; éste horrorizado baja la escalera vestido de rigurosa etiqueta, con zapato de charol y guante blanco; busca y encuentra al director de aquella escena; le suplica que dilate hasta el siguiente día su operación; otras veces le amenaza, le insulta, y... todo en vano; el grave funcionario responde que no está en su mano complacerle, y que tiene que obedecer al mandato de sus jefes. Este diálogo animado se estereotipa en la imaginación de todos los concurrentes; las damas acuden a buscar sus schales y sombreros, los galanes toman capas y sortous; los lacayos corren a hacer arrimar los coches; el amo patea, y grita, y ruega a todos que no se vayan, que todo se compondrá; nadie le cree, y los salones van quedando desiertos; los músicos envuelven en las bayetas sus instrumentos; y toda la concurrencia, en fin, gana por asalto la calle, procurando evitar los ominosos preparativos, cerrando herméticamente sus narices, y corriendo precipitados a buscar otra atmósfera no tan mefítica y angustiosa.
Nuestro auxilio no fue del todo inútil en tan crítica situación, antes bien pudimos servir, y servimos con efecto, a reunir las discordes parejas que por efecto de la distracción y aturdimiento, propios de semejante catástrofe, tomaban un coche por otro, o emprendían un camino diametralmente opuesto al que llevaba la familia.
Uno de estos grupos episódicos reclamó mi auxilio para disipar sin duda con mi presencia cualquier sospecha que pudiera infundir a un marido, por poco celoso que fuese, el verlos llegar tan solos y a tales horas. Comprendí, pues, toda la importancia de mi papel, que era nada menos que representar a la sociedad, defendiendo los derechos del ausente, y en su consecuencia traté de llenar mi deber en términos, que sospecho que el galán más de una vez me dio a todos los diablos, y hubiera querido no haber tropezado con mi inevitable farol.
Al avistar la casa de la señora, vimos asomar por otra esquina a la demás familia, acompañada casualmente por el buen Alfonso. Trocados el santo y seña, nos reconocimos todos, depositamos nuestro respectivo convoy, y yo, observando las miradas escrutadoras del esposo y su enojo mal reprimido, no pude menos de verter una gota de bálsamo en su corazón. —«Tranquilícese usted (le dije al oído); su esposa de usted es todavía digna de su amor; la sociedad entera ha velado por ella en mi persona; pero cuenta, señor marido, que no todos los días está la sociedad de vigilante, ni todos los faroles son tan concienzudos como el mío.» —Dicho esto desaparecimos bruscamente, sin dar lugar a mayores explicaciones con el buen hombre, que no acertaba a volver del pasmo y dar gracias a la sociedad, que por servirle se había escondido bajo el pardo capuchón de un sereno.
No habíamos andado largo trecho, luego que nos quedamos solos, cuando al volver la esquina de una callejuela hirieron simultáneamente nuestros oídos varias voces acongojadas que gritaban ¡favor! ¡ladrones, ladrones! —Redoblamos nuestros pasos; Alfonso suena su pito, y muy luego por todas las bocacalles vemos relumbrar sucesivamente los faroles de sus compañeros que acuden a la señal. Corre la voz de que hay peligro; ocúpanse los desfiladeros, y de allí a un instante se siente una carrera precipitada de uno que escapaba gritando: «A ése, a ése; al ladrón, al ladrón.» —Los guardas de la noche no se dejan engañar por este ardid, antes bien enfilan sus lanzones, dirigiéndolos hacia el que corre; éste, viendo ocupadas todas las salidas, intenta volver atrás; pero ya no es tiempo; el círculo de los serenos se estrecha, y se encuentra el malhechor en medio de ellos sufriendo su terrible interrogatorio, y los más terribles reflejos de los faroles, asestados a su semblante, y a cuyo resplandor se revela en él la turbación del crimen, que en vano intenta disimular. Cuadro interesante y animado, no indigno por cierto del pincel de nuestros célebres artistas.
Allí mismo se improvisó una cuerda, y ligado convenientemente fue encargado a dos de los aprehensores para conducirle al cuerpo de guardia, en tanto que los demás corrían a prestar su auxilio a los vecinos de la casa asaltada; éstos juraban y sostenían que algún otro malvado se había escurrido hacia los tejados: y así era la verdad, y que sin duda lo hubiera conseguido, gracias a la ligereza de sus piernas, en contraposición a la gravedad de las de los perseguidores, a no haber asomado en aquel mismo momento la ronda del barrio con sus respectivos alguaciles de presa, los cuales, destacados que fueron al ojeo, regresaron muy luego de las alturas trayendo muy bien acondicionado al fugitivo.
Todas las cosas a ratos
tienen su remedio cierto,
para pulgas el desierto,
para ratones los gatos.
Disipada, en fin, aquella tumultuosa escena, volvimos Alfonso y
yo a nuestro solitario paseo; y aquél, que vio restablecido el silencio,
y que era la ocasión oportuna para volver a lucir la sonoridad de su
garganta, tosió dos veces, escupió, echó la cabeza fuera del capuchón, y
con brío y majestad lanzó al viento el consabido canto llano: ¡Las dos en punto y... sereno!
En este mismo instante empezaba a nuestra espalda otra escena, que a juzgar por la cobertura, no podía menos de ser brillante y divertida. Una escogida orquesta de cencerros y esquilones, almireces y regaderas, obligada de periódicos bemoles producidos por aquel instrumento grosero, hasta en el nombre, formaba un estrépito original y extravagante que contrastaba singularmente con el silencio anterior. Semejante modo de hablar simbólico tiene esto de bueno, que expresa rápidamente, y no da lugar a dudas o interpretaciones. Así que luego que oímos el sonido del cencerro, no dudamos que aquello podía ser una cencerrada, y al escuchar los fúnebres acordes de la Lira de Medellín, luego nos figuramos que se trataba de boda o cosa tal.
Éralo en verdad; y los malignos felicitantes dirigían aquel agasajo a un honrado tabernero que en aquel día acababa de trocar sus doce lustros de vida y cuatro de viudez, con una calcetera también viuda, también vieja, y también honrada; determinación heroica y altamente social, que en vez de ser recompensada con tiernos epitalamios y coronas de laurel, celebraban sus amigos con aquella algazara que es ya de estilo para el que vuelve a encender segunda vez la antorcha del himeneo.
Un sentimiento de piedad, que sin duda produjo en Alfonso el recuerdo de su esposa, le movió a proteger la inviolabilidad de aquel primer sueño conyugal, y a disipar aquella tormenta que por los menos tendía a interrumpirle por largo rato. Consiguiólo en efecto, gracias a su persuasiva autoridad, y luego que vio desamparada la calle, no pudo resistir un movimiento de orgullo, dando a conocer al tendero el servicio que acababa de dispensarle, y exclamó: ¡Las dos y media! y... sereno.
«Gracias, amigo» —dijo a este tiempo una aguardentosa voz, escapada de una como cabeza que asomó envuelta en un gorro como verde por el ventanillo de la tienda. Y tras esto una mano amiga pasó por el mismo conducto un vaso de Cariñena que hizo regocijar al buen Alfonso, el defensor del orden público y de los derechos conyugales.
Nuevos y nuevos sucesos exigían en aquel momento nuestra franca cooperación. Una mujer desgreñada y frenética atravesaba la calle para rogarnos que fuésemos a la parroquia a pedir la extremaunción para su hijo... y por el opuesto lado un hombre, sin sombrero y sin corbata, nos acometía, empeñándonos a acompañarle para ir a casa del comadrón a rogarle que viniera a ejercer su ministerio cerca de su esposa. Fue, pues, preciso dividirnos tan importantes funciones; el compañero marchó con la mujer a la parroquia, y yo a casa del comadrón con el marido. Y al volver a encontrarnos, el uno con el nuncio de la vida, y el otro con el ángel de la muerte, no sé lo que pensaría Alfonso; pero yo de mí sé decir que me ocurrieron reflexiones que acaso no dirían mal aquí.
Una sola calle en todo el cuartel no habíamos visitado en toda la noche, negándose constantemente Alfonso a entrar en ella, no sin excitar mi natural curiosidad. Pero en fin, instado por mí, y sin duda conociendo que ya podría ser hora oportuna, penetramos en su recinto, y luego conocí la causa misteriosa de aquella reserva. Érase un apuesto galán embozado hasta las cejas, y tan profundamente distraído en sabrosa plática con un bulto blanco que asomaba a un balcón, que no echó de ver nuestra llegada, hasta que ya inmediatos a él, Alfonso tosió varias veces, y acercándose el preocupado galán: «Buenas noches, señorito.» —¿Cómo? ¿pues qué hora es? —Las tres y media acaban de dar. —Un profundo suspiro, que tuvo luego su eco en el balcón, fue la única respuesta. Y el bulto blanco desapareció, y la misteriosa capa también.
Al llegar aquí no pude menos de respetar en Alfonso el dios tutelar de aquel misterio, y comparando esta escena con la anterior, eché de ver que entre la vida y la muerte hay todavía en este mundo alguna cosa interesante y placentera.
Patética iba estando mi imaginación, sin que bastase a distraerla el sabroso diálogo que poco después entablamos con un hombre que yacía tendido en medio de la calle; el cual, inspirado por el influjo del mosto que encerraba en su interior, se soñaba feliz en brazos de su esposa, y dirigía sus caricias al inmediato guarda-cantón; asunto eminentemente clásico, y digno de la lira de Anacreonte.
En esto un perro ladró, y luego ladraron dos perros, y después cuatro, y en seguida diez, y por último ladraron todos los perros del barrio, y Alfonso exclamó con alegría: —«Ya viene Colás, y el día no puede tardar tampoco.» —¿Y quién era (exclamarán sin duda mis lectores) este anuncio del sol, este héroe matinal, a quien aclamaban en coro todos los cuadrúpedos vivientes? —¿Ahí que no es nada!... Era Colás, el investigador de misterios escondidos entre el polvo y la inmundicia, el descubridor de ignoradas bellezas, químico analizador de la materia; sustancia que se adhiere a las sustancias de valor; disolvente metal que sabe separar el oro de la liga y vengar con su ciencia la injusticia de la escoba. Armado con su gancho protector, recorre sucesivamente los depósitos que los vecinos han colocado a sus puertas, y busca su subsistencia en aquellos desperdicios que los demás hombres consideran por inútiles y arrojadizos. Y como la raza canina cuenta también con aquellos mismos desperdicios como base de su existencia, y la ley (¡injusta ley al fin hecha por los hombres!) ha investido al trapero de una autoridad perseguidora hacia aquella clase, no hay que extrañarse del natural encono con que le miran, ni que las víctimas saluden a su paso al sacrificador, con aquel interés con que lo harían si él fuera ministro de Hacienda, y ellos fueran los contribuyentes.
En sabrosa plática departían Alfonso y Colás sus mutuos sentimientos, entre tanto que yo, apoyado en una esquina, saboreaba las consideraciones que me inspiraba aquella escena, y ya me disponía a abandonarla y a despojarme de mi misterioso disfraz, cuando el sonido de una campana extraña llamó rápidamente la atención de Alfonso, que con el mayor interés interrumpe su diálogo: aplica el oído, cuenta uno, dos, cuatro, cinco golpes: y exclama... ¡Las cuatro menos cuarto!... y ¡fuego en la parroquia de Santa Cruz!
Inmediatamente corren precipitados todos los serenos; cuáles a avisar a los obreros, cuáles a reunir a los aguadores de las fuentes; éstos a acompañar las bombas, aquéllos a dar aviso a la autoridad. En un momento las calles se pueblan de gentes que corren hacia el sitio del incendio; los carros de las mangas parten precipitados para alcanzar el premio de la que llega primero; cruzan las ordenanzas de los puestos militares; aparecen las autoridades con sus rondas; y unos y otros refluyen por distintos puntos al sitio del incendio. Esta escena era majestuosa e imponente: iluminada de un lado por los últimos rayos de la luna, de otro por el lúgubre resplandor de las llamas; animada por un conjunto numeroso de operarios que acudían a hacer trabajar las máquinas, a extraer las personas y muebles, a cortar el progreso del incendio, ofrecía un golpe de vista por manera interesante y animado.
No faltaban en verdad sus grotescos episodios; no faltaba manga que exhalaba su respiración por un lado, dirigiendo su benéfico raudal a la pared de en frente, no sin grave compromiso de los curiosos vecinos que campeaban en los balcones; no faltaba hombre aturdido que para salvar de las llamas un precioso reloj, lo arrojaba violentamente por el balcón; ni quien propusiera apagar el fuego a cañonazos; ni quien derribar una casa inmediata para ponerla a cubierto de todo temor.
Pero el celo era grande; la filantropía de la mayor parte de los operarios, digna del más cumplido elogio. Los serenos, colocados en semicírculo delante de la casa incendiada, custodiaban los efectos; las patrullas dispersaban a la parte innecesaria de la concurrencia; los vecinos prestaban sus casas a los infelices, víctimas de aquella catástrofe; la autoridad procuraba regularizar los movimientos de todos y dirigirlos al fin común. Por último, después de un largo rato de inútiles tentativas pudo llegar a cortarse el vuelo de las llamas; y sucesivamente todo fue entrando en el orden, hasta que ya disipado el peligro, cada uno pensó en retirarse a descansar.
Los cantos de las aves anunciaban ya la próxima aparición de la aurora; las puertas de la capital daban entrada a los aldeanos que acudían a proveer los mercados; las tiendas de aguardiente se entreabrían ya para ofrecer su alborada a los mozos compradores; los ancianos piadosos seguían el misterioso son de la lejana campana que anunciaba la primera misa; y los honrados guardas nocturnos iban desapareciendo y apagando sus ya inútiles faroles.
Alfonso a este tiempo hizo alto delante de una modesta habitación, y con mayor alegría que en el resto de la noche exclamó: ¡Las cinco en punto! y...
«Ya bajo» —le contestó desde la buhardilla una voz que supuse desde luego ser la de su cara mitad.
Conocí que era llegado el momento de separarnos; entreguele chuzo y capotón, y restituido a mi forma primera, volví a ser actor en un drama agitado, del que toda la noche había sido sereno e indiferente espectador.
(Noviembre de 1837.)
Antes, ahora y después
I
El tiempo se ve retratado con exactitud en las generaciones vivas; de suerte que los viejos representan lo pasado, los jóvenes lo presente y los niños el porvenir.
Addison
La filosófica observación de un célebre moralista, que queda
estampada como epígrafe del presente artículo, nos conduciría como por
la mano a entrar de lleno en aquella cuestión tantas veces agitada de la
mayor o menor corrupción de los tiempos; y después de bien debatida,
sucederíanos lo que de ordinario acontece, esto es, que acaso no
sabríamos decidirnos entre los recuerdos pasados, la actualidad presente
y las esperanzas futuras.
Las mujeres, según la observación también exacta de otro autor crítico, son las que forman las costumbres, así como los hombres hacen las leyes; quedando igualmente por resolver la eterna duda de cuál de estas dos causas influye principalmente en la otra, a saber: si las costumbres son únicamente la expresión de las leyes, o si éstas vienen a reproducirse como el reflejo de aquéllas.
Parece, sin embargo, lo más acertado el creer que este es un círculo sempiterno en que quedan absolutamente confundidos el principio y el fin, pues si vemos muchos casos en que el legislador se limitó a formular las costumbres y las inclinaciones de los pueblos, también hay otros en que éstos se vieron prevenidos por la atrevida mano de aquél.
De todos modos, no puede negarse que la educación es la base principal que sustenta y modela casi a voluntad el carácter del hombre, y de aquí la importancia de las leyes que la dirijan; también habrá de convenirse en que las mujeres están llamadas por la naturaleza a prestar al hombre los primeros cuidados, a inspirarle sus primeras ideas; y he aquí explicada también naturalmente la otra observación, o sea su influencia en el futuro desarrollo de la sociedad.
Todas estas y otras muchas verdades se ven materializadas, por decirlo así, en cada país, en cada ciudad, en cada casa. Mas cuenta, que no a todos es dado el apreciar distintamente el espectáculo que delante se les presenta; no todos saben adivinar sus causas, medir sus efectos, calcular sus consecuencias; el libro de la vida todos lo escriben, muy pocos son los que aciertan a leer en él; y allí donde por lo regular acaba el horizonte del vulgo, suele empezar el del filósofo observador.
II. La madre
Mucho más locas las viejas
son en Madrid que las mozas,
y es natural, porque llevan
muchos más años de locas.
León de Arroyal.
Doña Dorotea Ventosa, de quien ya en otra ocasión tengo
hablado a mis lectores, era una señora que por mal de sus pecados tuvo
la fatal ocurrencia de nacer en los felices años del reinado de Carlos
III, y si bien esta circunstancia no fuese sabida más que de ella misma,
y del señor cura de la parroquia, y pareciese hallarse desmentida por
las continuas modificaciones y revoque de su persona monumental, sin
embargo, los arqueólogos y amantes de antigüedades (que como es sabido
tienen la descortés osadía de señalar fechas a todo lo que miran)
creyeron poder arriesgarse a colocar la del nacimiento de nuestra
heroína a los setenta y cinco del pasado siglo, mes más o menos.
Nacida de padres nobles, y sesudamente originales, en aquellos tiempos en que los españoles no se habían aún traducido del francés, vio deslizarse sus primeros años en aquel reducido círculo de sensaciones que constituían por entonces la felicidad de las familias; y el respeto a señores padres y el santo temor de Dios eran los únicos pensamientos que alternaban en su imaginación con los juegos infantiles. Enseñáronla a leer, lo necesario para hojear el Desiderio y Electo y las Soledades de la vida; y en cuanto a escribir, nunca llegó a hacerlo, por considerarse en aquellos tiempos la pluma como arma peligrosa en las manos de una mujer.
No bien cumplió doce años, y antes que la razón viniese como suele a perturbar la tranquilidad de su espíritu, fue colocada en un convento, donde aprendió a trabajar mil primorosas fruslerías, y a pedir a Dios, en una lengua que no entendía, perdón de unos pecados que no conocía tampoco.
El amor paterno, velando por su porvenir en tanto que ella dormía y crecía en el seno de la inocencia, negociaba con eficacia un ventajoso matrimonio para cuando llegase el momento de salir al mundo; y así que hubo llegado a los diez y ocho años de su edad, fue vuelta a la casa paterna, y desposada de allí a pocos meses con un hombre a quien ella apenas conocía, pero que tenía la ventaja de colocarla en una brillante posición, y añadir a sus apellidos siete u ocho apellidos más.
Pasó, pues, sin transición gradual, desde el dominio de la hermana superiora, al más positivo del marido superior. Porque es bien que se sepa que por entonces todos los maridos lo eran, y tenían más punto de contacto con la arrogancia de los árabes, que con la acomodaticia cortesanía francesa.
Convencidos, no sé si con razón, de lo peligroso que es el aire libre y el contacto de la sociedad a la pureza de las costumbres femeniles, tocaban en el opuesto extremo; convertían sus casas en fortalezas, sus mujeres en esclavas, y en austera obligación los voluntarios impulsos del amor.
Ya se deja conocer, y todas mis lectoras convendrán en ello, que sistema tan descortés supone, como si dijéramos, una sociedad incivilizada, una ilustración en mantillas; y todas las jóvenes darán en el interior de su corazón mil gracias al cielo por haberlas hecho nacer en un siglo más filosófico y conciliador. Pero esto no es del caso, ni ahora la ocasión del obligado encomio del siglo en que vivimos; todo ello podrá tener su lugar más adelante; por ahora habremos de reposar la imaginación en los últimos años del que pasó.
Nuestra bella mal maridada llevó con paciencia el primer año de aquel tiránico amor: en este punto hay que alabarla la constancia, que en el día podría hacerla pasar por una Penélope; pero al fin, el primer año pasó, y vino el segundo; y entonces observó que su marido siempre era el mismo; un señor por otro lado muy formal y muy buen cristiano, pero sin espada ni redecilla, ni botones de acero, ni mucho sebo en el peluquín; que entonces las mujeres se enamoraban de las pelucas, como ahora se enamoran de las barbas.
Observó que a su edad (que tenía ya treinta cumplidos) todavía no sabía bailar el bolero, ni cantar la Tirana, ni había podido tomar partido entre Costillares y Romero, ni sabía qué cosa era el arrojar confites a Manolito García; cosas todas muy puestas en razón, y que para servirme de una expresión galo-moderna, hacían furor por aquellos tiempos de gracia. Advirtió que su casa era siempre su casa, y las ventanas siempre con celosías, y el perro siempre acostado a la entrada, y el Rodrigón siempre en acecho a la salida, y los muebles siempre silenciosos, y los libros siempre Santa Teresa y Fray Luis, y las estampas siempre el Hijo Pródigo y las Bodas de Caná.
Por algunas expresiones sueltas de algunas amigas (que nunca faltan amigas para venir a enredar las casas) llegó a adivinar que extramuros de la suya había alguna otra cosa que no era ni su marido, ni sus pájaros, ni sus celosías, ni sus tiestos, ni sus lignum crucis, ni sus San Juanitos de cera. Supo que había teatros, y toros, y meriendas, y Prado, y abates, y devaneos; y como la privación es salsa del apetito, rabió por los abates y por las meriendas, y por el Prado y por los toros, y por la comedia y por los devaneos.
Pero a todos estos extraños deseos hacía frente la faz austera del esposo, que rayando en una edad madura, y práctico conocedor de los peligros mundanos, se consideraba en el deber de apartar de ellos con vigilante constancia a su joven compañera, sin que ésta por su parte se lo agradeciese, como que sólo veía en ello un exceso de egoísmo, y una implacable manía de ejercer con ella su conyugal autoridad.
Desengañada, en fin, de la inutilidad de sus esfuerzos para quebrantar sus odiosas cadenas, hubo de conformarse al reducido círculo de sus obligaciones domésticas. Por fortuna el amor maternal pudo hacerla más halagüeña su existencia: tres hermosos niños vinieron sucesivamente a endulzarla; criábalos ella misma, por no haberse establecido aún la funesta moda que releva a las madres de este sublime deber; vivía con ellos y para ellos, y sus gracias inocentes casi la llegaron a reconciliar con unos lazos que antes miraba como tiránicos y opresivos.
Desgraciadamente de estos tres niños desaparecieron dos, antes que la muerte arrebatase también al papá; y cuando este acontecimiento vino a cambiar la existencia de nuestra heroína, quedó ésta a los cuarenta y ocho de su edad, con una sola niña de quince abriles, que revelaba a la mamá en sus lindas facciones una verdad que apenas había tenido lugar de advertir, esto es, que ella también había sido hermosa.
Las mujeres en general suelen tener dos épocas de agitación y de ruido: una cuando en la primavera de la edad recogen los obsequios que la sociedad las dirige, y otra cuando vuelven a recibirlos en la persona de sus hijas. La mamá de que vamos hablando, por las razones que quedan dichas, no había tenido ocasión de disfrutar de aquella primera época; pero nada la impedía aprovecharse de la segunda. Y como es una observación generalmente constante que el que ha sido viejo cuando joven, suele querer ser joven cuando llega a viejo, déjase conocer la buena voluntad con que aprovecharía la ocasión de rendir al mundo el tributo que tan sin su voluntad le había negado un tiempo.
Escudada con el pretexto de la hija (que suele ser en madres verdes el salvo-conducto de su ridícula disipación), halagada por la fortuna con una brillante posición social, dueña absolutamente de su persona y de sus bienes, y todavía no maltratada por el medio siglo que disimulaba su espejo, trató de indemnizarse de las privaciones pasadas por las delicias presentes. Abrió su casa a la sociedad, y se relacionó con las más elegantes de la corte; dio bailes y conciertos, visitó teatros, dispuso giras de campo y lucidas cabalgatas; observó hasta la extravagancia los más extraños preceptos de la moda; y como ésta lo autorizaba y su posición lo permitía también, supo fijar al dorado carro de su triunfo, y disputar a su propia hija mil adoradores, que suspiraban por los bellos ojos de su bolsillo, y que ofuscados por su esplendor, sabían disimular sus postizos adornos, su incansable e insulsa locuacidad, su dominante altivez y sus voluntarios caprichos.
El tiempo, sin embargo, iba imprimiendo su huella cada día más hondamente en aquella agitada persona; pero ella, tenazmente sorda a sus avisos, disputaba paso a paso al viejo alado la victoria, en términos que a creerla, tenía el singular privilegio de caminar hacia su origen, porque si un año confesaba cuarenta, al otro no tenía más que treinta y cinco, y al siguiente treinta y dos, hasta que se plantó en veinte y nueve, y ya no hubo forma de hacerla adelantar más.
A la implacable rueca de las Parcas oponía ella las tijeras de la modista y la media caña del peluquero, y las preparaciones del químico; allí donde anochecía un diente de amarillento hueso, la industria corría presurosa a colocarla otro de oro purísimo y marfil; allí donde empezaba a amanecer la blanca cabellera, el arte sabía correr el denso velo de un elegante prendido.
...¿Quién hay
que cuente los embelecos,
los rizos, guedejas, moños
que están diciendo: Memento,
calva, que ayer fuiste raso,
aunque hoy eres terciopelo?
Ella, en fin, era un códice antiguo, cuidadosamente encuadernado
en magnífica cubierta; un cuadro del Ticiano restaurado por manos
profanas; casco viejo y carenado, como aquel en que el inmortal Teseo
marchó a libertar a los atenienses del tributo de Minos, del cual se
cuenta que fue conservado por éstos en señal de veneración, reponiendo
continuamente las piezas que se rompían, en términos que después de
nueve siglos, siempre era el mismo, aunque había desaparecido del todo.
No sin ocultos celos esta arrogante mamá veía crecer y desenvolverse diariamente las gracias de Margarita (que así se llamaba la niña), y más de una ocasión llegó a disputarla, con grandes esfuerzos, tal cual conquista que ella había hecho sin ninguno. Bien hubiera deseado ocultarla a los ojos del mundo, como un argumento vivo de su edad, o como un formidable contraste de sus artificiales perfecciones; pero entonces se hubiera ella misma condenado a igual reclusión y silencio. Más fácil era hacerla pasar por sobrina o por hermana menor; afectar con ella la mayor familiaridad y renunciar a todo respeto; disminuir su brillantez con la sencillez de su traje; dejarla correr con sus amigas distinto rumbo y diversas sociedades, y evitar, en fin, todo término posible de odiosa comparación.
Las consecuencias naturales de semejante sistema no se hicieron esperar por largo tiempo; desamparada la joven de la tutela y del escudo maternal, entregó inadvertidamente su corazón al primer pisaverde que quiso recogerlo, y lo entregó con tal verdad, que haciendo frente a la terrible oposición de la madre (que quiso entonces usar de un derecho a que ella misma había renunciado con su conducta), e impulsada por el primer movimiento de su pasión, imploró la protección de las leyes para satisfacer su voluntad, contrayendo matrimonio con el susodicho galán. Y mientras esto sucedía, la mamá, libre ya absolutamente de toda traba y responsabilidad, se propuso dar rienda suelta a sus caprichos y disipación, llegando a lograrlo en términos, que sólo fue capaz de atajarla una aguda pulmonía, que supo aprovechar la ocasión de la salida de un baile, para llevarla aún cubierta de flores a las afueras de la puerta de Fuencarral.
III. La hija
Ya la notoriedad es el más noble
atributo del vicio, y nuestras Julias,
más que ser malas, quieren parecerlo.
Jovellanos.
Dicho se está lo importante a par que difícil del acierto en la
educación de una mujer. Hemos visto en el ejemplo anterior las
consecuencias de la excesiva suspicacia paterna y de la opresión
conyugal; pero antes de decidirnos por el opuesto término, bueno será
fijar la vista en sus naturales inconvenientes. Y las siguientes líneas
van a ofrecernos una prueba más de que así es de temer en la mujer el
extremado rigor y la absoluta ignorancia, como la falsa ilustración y
una completa libertad.
Hemos dejado a Margarita en aquel momento en que colocada por su matrimonio en una situación nueva, podía tomar su rumbo propio, y reducir a la práctica el resultado de su educación y sus principios.
Poco queda que adivinar cuáles serían éstos, si traemos a la memoria el ejemplo de la mamá, y las apasionadas exageraciones que no podría menos de escuchar de su boca, contra la rígida severidad de sus padres y de su esposo. Añádase a esto el continuo roce con lo más disipado y bullicioso de la sociedad, las conversaciones halagüeñas de los amantes, las pérfidas confianzas de las amigas, y la indiscreta lectura de todo género de libros; porque ya por entonces las jóvenes, a vuelta de las Veladas de la Quinta y la Pamela Andrews, solían leer la Presidenta de Turbel, y la Julia de Rousseau.
Por fortuna el carácter de Margarita era naturalmente inclinado a lo bueno, y ni las lecturas, ni el ejemplo, pudieron llegar a corromper su corazón hasta el extremo que era de temer; sin embargo, la adulación continuada hubo de imprimirla cierto sentimiento de superioridad y de orgullo, que veía celebrado con el título de «amable coquetería»; la irreflexión propia de su edad y de sus escasos conocimientos pudo a veces ofuscarla contra su propio interés; y esta misma veleidad y esta misma irreflexión fueron las que la guiaron, cuando desdeñando otros partidos más convenientes, dio la preferencia al joven que al fin llegó a llamarla su esposa.
Era éste, a decir verdad, lo que se llama en el mundo una conquista brillante, muy a propósito para lisonjear el amor propio de Margarita. Joven, buen mozo, alegre, disipador, sombra fatal de todos los maridos, grata ilusión de todas las mujeres, cierto que ni por su escasa fortuna, ni por sus ningunos estudios, ni por su carácter inconstante y altivo, parecía llamado a conquistar entre los demás hombres una elevada posición social, y que hubiera representado un papel nada airoso en un tribunal o en una academia; pero en cambio ¿quién podía disputarle la ventaja en un estrado de damas, siendo el objeto de su admiración, o cabalgando a la portezuela de un coche sobre un soberbio alazán? Estas circunstancias unidas a su buen decir, sus estudiados transportes, y su tierna solicitud, fueron más que suficientes para dominar un corazón infantil, y alejar de él toda idea de calculada reflexión.
Pudo, en fin, Margarita ostentar sujeto al carro de su triunfo aquel bello adalid, objeto de la envidia de sus celosas compañeras; pudo al fin pasear el Prado colgada de su brazo, llamarse con su apellido, y darle de paso a conocer a él mismo la superioridad a que le había elevado, y el respeto y el amor que le exigía en justa retribución.
Las primeras semanas no tuvo, por cierto, motivo alguno de queja de parte de su esposo, antes bien calculando por ellas, no podía menos de prometerse una existencia de contentos y de paz. Siguiendo en un todo las máximas de la moda, ella era la que recibía las visitas, ella la que ofrecía la casa, ella la que reñía a los criados, ella la que disponía los bailes, ella la que presentaba al esposo a la concurrencia, ella, en fin, la que dominaba en aquella voluntad en otro tiempo tan altiva.
Entre tanto la suya se conservaba perfectamente libre, sin que ninguna observación, ni la más mínima queja vinieran a turbar aquella aparente felicidad. Margarita (en uso de los derechos que nuestra moderna sociedad concede tan oportunamente a una mujer casada) pudo desde el siguiente día de su matrimonio entrar y salir cuando la acomodaba, recorrer las calles sin compañía, visitar las tiendas, pasear con las amigas a larga distancia del marido; pudo conversar con todo el mundo con mayor familiaridad y descoco, y dar a sus discursos cierto colorido más expresivo y malicioso; ningún capricho de la moda, ninguna extravagancia del lujo estaban ya vedadas a la que podía titularse señora de su casa; y cuando a vuelta de pocas semanas advirtió o creyó advertir los primeros síntomas de su futura maternidad... ¡oh! entonces ya no hubo género de impertinencia que no estuviese en el orden, capricho que no se convirtiese en necesidad.
Llegó, en fin, después de nueve meses de sustos y sinsabores, el suspirado momento del parto... ¡Santo Dios! todo el colegio de San Carlos era poco para semejante lance... pero en fin, la naturaleza, que sabe más que cien doctores, no quiso que éstos se llevasen la gloria de aquel triunfo, y antes que ellos acudiesen a estorbarla, salió a luz un primoroso pimpollo de muchacho, que fue recibido con sendas aclamaciones de toda la familia; y reconocido y bien manoseado por una vecina vieja, se vio saludado por ella con aquel apóstrofe de costumbre: —«Clavadito al padre, bendígale Dios.»
Al siguiente día se celebró el bateo con toda solemnidad, y ya de antemano habían mediado acaloradas disputas sobre el nombre que le pondrían al muchacho; volviéronse a renovar aquella noche, y toda ella la pasaron el papá y la mamá haciendo calendarios, pues que el común ya no sirve sino para gentes añejas de suyo, retrógradas y sin pizca de ilustración. Bien hubiera querido el papá, a quien alguna cosa se le alcanzaba de historia, haber impuesto al joven infante algún nombre sonoro y de esperanzas, como Escipión o Epaminondas, mas por qué tanto la mamá aborrecía de muerte a griegos y romanos, y estaba más bien por los Ernestos y los Maclovios, y otros nombres así, cantábiles, mantecosos y que naturalmente llevan consigo mayor sentimentalismo e idealidad. Y como en casos semejantes la influencia femenil raya en su mayor altura, no hay necesidad de decir más, sino que Margarita consiguió su deseo, y que el chico fue inaugurado con el fantástico nombre de Arturo.
El amor maternal es un sentimiento tan grato de la naturaleza que cuesta mucho trabajo a la sociedad el contrariarlo; así que nuestra joven mamá en los primeros momentos de su entusiasmo, casi estuvo determinada a criar por sí misma a su hijo, y como que sentía una nueva existencia al aplicarle a su seno y comunicarle su propio vivir; pero la moda, esta deidad altiva, que no sufre contradicción alguna de parte de sus adoradores, acechaba el combate interior de aquella alma agitada, y apareciendo repentinamente sobre el lecho, mostró a su esclava la seductora faz, y con voz fuerte y apasionada: —«¿Qué vas a hacer (la dijo), joven deidad, a quien yo me complazco en presentar por modelo a mis numerosos adoradores? ¿Vas a renunciar a tu libre existencia, vas a trocar tus galas y tus tocados, tus fiestas y diversiones, por esa ocupación material y mecánica, que ofuscando tu esplendor presente, compromete también las esperanzas de tu porvenir? ¿Ignoras los sinsabores y privaciones que te aguardan, ignoras el ridículo que la sociedad te promete, ignoras, en fin, que tu propio esposo acaso no sabrá conciliar con tu esplendor ese que tú llamas imperioso deber, y acaso viendo marchitarse tus gracias?...»
—«No digas más», prorrumpió agitada Margarita, «no digas más»; y la voz de la naturaleza se ahogó en su pecho, y el eco de la moda resonó en los más recónditos secretos de su corazón.
Impulsada por este movimiento, tira del cordón de la campanilla, llama a su esposo, el cual sonríe a la propuesta, y conferencia con ella sobre la elección de madre para su hijo. Cien groseras aldeanas del valle de Pas vienen a ofrecerse para este objeto; el facultativo elige la más sana y robusta; pero la mamá no sirve a medias a la moda, y escoge la más linda y esbelta; al momento truécase su grosero zagalejo en ricos manteos de alepín y terciopelo con franja de oro; su escaso alimento, en mil refinados caprichos y voluntariosos antojos, y cargada con la dulce esperanza de una elegante familia, puede pasearla libremente por calles y paseos, retozar con sus paisanos en la Virgen del Puerto, y disputar con sus compañeras en la plazuela de Santa Cruz.
De esta manera pudo ser madre Margarita, y multiplicar en pocos años su descendencia, llenando la casa de Carolinas y Rugeros, Amalteas y Pharamundos, con otros nombres así, desenterrados de la edad media, que daban a la familia todo el colorido de una leyenda del siglo X. Y hasta en esto se parecía la casa a los dramas modernos, en que no había unidad de acción; porque el papá, la mamá y los niños formaban cada uno la suya aparte, tan independiente y sin relación, que sería de todo punto imposible el seguir simultáneamente su marcha.
Porque si nos empeñásemos en seguir al papá, le veríamos ya desdeñando la compañía de su esposa como cosa plebeya y anticuada, abandonar día y noche su casa, correr con otros calaveras los bailes y tertulias, sostener la mesa del juego, proseguir sus conquistas, entablar y dirigir partidas de caza y viajes al extranjero, y afectar con su esposa una elegante cortesanía; entrar a visitarla de ceremonia, y rara vez, o saludarla cortésmente en el paseo, o subir a su palco en el entreacto de la ópera.
La esposa por su lado nos ofreciera un espectáculo no menos digno de observar; ocupada gran parte de la mañana en debatir con la modista sobre la forma de las mangas o el color del sombrerillo, entregada después en manos de su peluquero mientras hojeaba con interés el Courrier des Salons o el último cuento filosófico de Balzac, el resto del día lo empleaba en recibir las visitas de aparato, en murmurar con las amigas de las otras amigas, en escuchar los amorosos suspiros de los apasionados, y aunque riendo de ellos en el fondo de su corazón, ostentarlos a su lado en el paseo, en la tertulia, en el teatro; y vivir, en fin, únicamente para el mundo exterior, representando no sin trabajo el difícil papel de dama a la moda.
Fina y delicada es la observación que nuestro buen Jovellanos consiguió en el bellísimo terceto que arriba queda citado: la moda y los preceptos del gran mundo obligan a muchas mujeres a aparentar lo que no son, al paso que el orgullo y el amor a la independencia suelen a veces ser los escudos de la virtud, si es que sea virtud aquella tan disfrazada que procura ocultarse a los ojos del mundo, y fingir abiertamente un contrario sistema. Grande error es en la mujer no tomar en cuenta las apariencias, pues las más veces suele juzgarse por éstas, y como no todos leen en el interior de su corazón, no todos llegan a distinguir la realidad de la ilusión, la consecuencia del vicio, de la que sólo es nacida del imperio de la moda. Y aunque se me moteje de la manía de estampar citas, no quiero dejar de hacerlo aquí con unos bellísimos versos de Tirso de Molina que expresan este pensamiento.
La mujer en opinión
mucho más pierde que gana
pues son como la campana,
que se estiman por el son.
IV
LOS NIETOS
Margarita tenía, como queda dicho, un corazón excelente, amaba a su marido y a sus hijos, y más de una vez hubiera deseado disfrutar con ellos de aquella paz doméstica, única verdadera en este mundo engañador; pero el ejemplo de su esposo por un lado, la adulación por otro, triunfaban casi siempre de aquellos sentimientos, y a pesar suyo veíase arrastrada en un torbellino de difícil salida.
Para conservar lo que ella llamaba su independencia, y que más pudiéramos apellidar vasallaje de la moda, había apartado de su lado a los dos únicos niños que le quedaban, Arturo y Carolina, colocándoles en elegantes colegios, donde pudiesen aprender lo que ahora se enseña. De esta manera se privó voluntariamente de los puros placeres de la maternidad, y sus propios hijos, cuando por acaso solían verla, la miraban con la extrañeza y cumplido que era consiguiente.
No paró aquí su desconsuelo; el esposo, que hasta allí había dado libre rienda a sus caprichos sin fijarse en ninguno, llegó a apasionarse verdaderamente de otra mujer, y a hacer sentir a la propia toda la inconveniencia de su existir. Margarita, por el extremo contrario, o sea que la edad fuese desenvolviendo en ella sus inclinaciones racionales, o fuese el sentimiento natural de verse suplantada por otro amor, vio renovarse en su corazón el que le inspiraba su esposo. Éste por su parte, para librarse de sus importunidades, la echó en cara su disipación y ligereza anterior, el abandono de sus hijos, las injurias que la edad y la tristeza imprimieran en su semblante, y en fin, no pudiéndose resignar a esta continua reconvención, huyó del lado de su esposa, dejándola abandonada a su desesperación y a sus remordimientos.
Quedóla, pues, por único consuelo el cariño de sus hijos; pero éstos apenas la conocían ni la debían nada, y por consecuencia no la tenían amor. Por otro lado, educados con aquella independencia y descuido, era ya difícil variar sus primeras inclinaciones, darles a conocer sus más sólidas ideas.
Arturo era ya un muchacho fatuo y presumido, charlatán y pendenciero, que saludaba en francés, cantaba en italiano, y escribía a la inglesa; que hablaba de tú a su mamá, y terciaba en todas las conversaciones; que huía de los muchachos, y los hombres huían de él; que retozaba con las criadas, y alborotaba en los cafés, y bailaba en Apolo, y fumaba en el Prado, y en todas partes era temido por su insoportable fatuidad.
Carolina era una niña prematura, apasionada y tierna por extremo, que lloraba sin saber por qué, y se miraba al espejo, y dormía los ojos, y hablaba con él, y chillaba al ver un ratón, y aplaudía en los dramas la escena del veneno, y se enamoraba de las estampas de los libros, y se ponía colorada cuando la hablaban de muñecas y bordados, y cantaba con expresión el tenero ogetto y el morir per te.
Margarita vio entonces de lleno todo el horror de su situación, y tembló por ella misma y por sus hijos. Vio en Arturo una fiel continuación de la imprudencia de su esposo; vio en Carolina un espejo fiel de su propia imprudencia; se vio ella misma víctima del ejemplo de su madre, modelo que dejaba a sus hijos; y no pudiendo resistir a esta terrible idea, sucumbió de allí a poco, dejándolos abandonados en el mar proceloso de la vida.
La sociedad, empero, recogió su herencia, la inspiró sus ideas, la comunicó sus ilusiones, y como había modelado a la abuela y a la madre, modeló también a los nietos, y éstos servirán de fiel continuación de aquel drama, y no hay que dudarlo, lo que fue antes, y lo que es ahora, eso mismo será después.
(Diciembre de 1837.)
Una noche de vela
I. El enfermo
¡Oh variedad común, mudanza cierta!
¿quién habrá que en sus males no te espere,
quién habrá que en sus bienes no te tema?
Argensola.
Doy por supuesto que todos mis lectores conocen lo que es pasar
una noche en un alegre salón, saboreando las dulzuras del Carnaval, en
medio de una sociedad bulliciosa y partidaria del movimiento; quiero
suponer que todos o los más de ellos comprenden aquel estado feliz en
que constituyen al hombre la grata conversación con una linda pareja, el
ruido de una orquesta armoniosa, el resplandor de la brillante
iluminación, la risa y algazara de todos aquellos grupos, que se mueven,
que se cruzan, que se separan, y que luego se vuelven a juntar. Quiero
igualmente sospechar, que concluido el baile y llegada la hora fatal del
desencantamiento, alguno de los concurrentes lleno el corazón de fuego y
la cabeza de magníficas ilusiones, reconcentrado su sistema vital en el
interior de su imaginación, no haya hecho alto en la exterioridad de su
persona; no haya reparado en la humedad de su frente, en la dilatación
de sus poros, en el ardor exagerado de su pulmón; y que tan sólo ocupado
en sostener una blanca mano para subir a un coche, o en aguardar el
turno para reclamar su capa en un frío callejón, apenas haya reparado
que el sudor del rostro se ha enfriado, que su voz se ha enronquecido,
que su pecho y su cabeza van adquiriendo por momentos cierta pesadez y
mal estar.
Doy por supuesto que el tal, de vuelta a su casa, sienta unos amables escalofríos amenizados de vez en cuando con una tosecilla seca, sendos latidos en las sienes, y un cierto aumento de gravedad en la parte superior de su máquina, que apenas le permite tenerse en pie. Quiero imaginar que le asalten las primeras sospechas de que está malo; y que tiene que transigir por lo menos con una fuerte constipación; que se mete en la cama, donde le coge un involuntario y frío temblor, y luego un ardor insoportable; pero se consuela con que, merced a un vaso de limonada o un benéfico sudor, bien podrá estar a la noche en disposición de repetir la escena anterior. Supongo por último que esta esperanza se desvanece; pues ni el sudor ni el sosiego son bastantes a devolverle la perdida salud, con lo cual, y sintiéndose de más en más agravado, hace llamar a su médico, quien después de echarle un razonable sermón por su imprudencia, le dice que guarde cama, que se abstenga de toda comida, y que beba no sé qué brebajes purgativos, intermediados de cataplasmas al vientre, y realzado el todo con sendos golpes de sanguijuelas donde no es de buen tono nombrar. Remedios únicos en que se encierra el código de la moderna escuela facultativa; y que parecen ser la panacea universal para todos los males conocidos.
Pues bien; después de supuesto todo ello, quiero que ahora supongan mis lectores, que el sujeto a quien acontecía aquel desmán era el condesito del Tremedal, sujeto brillante por su ilustre nacimiento, sus gracias personales, su desenfadada imaginación y una cierta fama de superioridad, debida a las conquistas amorosa a que había dado fin y cabo en su majestuosa carrera social. Cualidades eran éstas muy envidiables y envidiadas; pero que para el paso actual no le servían de nada, preso entre vendas y ligaduras, inútil y agobiado, ni más ni menos que el último parroquiano del hospital.
Mediaba sin embargo alguna diferencia en la situación exterior de nuestro conde, si bien su naturaleza interior revelaba en tal momento su completa semejanza con los seres a quienes él no hubiera dignado compararse. Hallábase, pues, en su casa, asistido más o menos cuidadosamente, en primer lugar por su esposa, joven hermosa y elegante, de veinte y cuatro abriles, que si no recordaba a Artemisa, por lo menos era grande apasionada de las heroínas de Balzac.
Luego venía en la serie de sus veladores un íntimo amigo, un tercero en concordia de la casa; militar cortesano; cómplice en las amables calaveradas del esposo; encargado de disimular su infidelidad y tibieza conyugal; de suplir su ausencia en el palco, en el salón, en las cabalgatas; depósito de las mutuas confianzas de ambos consortes, y mueble, en fin, como el lorito o el galgo inglés, indispensable en toda casa principal y de buen tono.
En segundo término del cuadro, ofrecíase a la vista una hermana solterona del conde, que según nuestras venerandas sabias leyes, estaba destinada a vegetar honestamente, por haber tenido la singular ocurrencia de nacer hembra, aunque fruto de unos mismos padres, e igual a su hermano en sangre y derechos naturales. Añádase a esta injusticia de la ley, la otra injusticia con que la naturaleza la había negado sus favores, y se formarán una idea aproximada de la cruel posición de esta indefinida virgen, con treinta y dos años de expectativa, y dotada además de un gran talento, que no sé si es ventaja al que nace infeliz y segundón. En compensación, empero, de tantos desmanes, todavía podía alimentarse en aquel pecho alguna esperanza, hija de la falta de descendencia del conde, esperanza no muy moral en verdad, pero lo suficientemente legal para prometerse algún día ocupar un puesto distinguido en la sociedad.
Rodeaban, en fin, el lecho del enfermo varios parientes y allegados de la casa. —Una tía vieja, viuda de no sé qué consejero, y empleada en la real servidumbre; archivo parlante de las glorias de la familia; cadáver embalsamado en almizcle; figura de cera y de movimiento; tradición de la antigua aristocracia castellana; y ceremonial formulado de la etiqueta palaciega. —Un ayuda de cámara, secretario del secreto del señor conde, su confidente y particular favorito para todas aquellas operaciones más allegadas a su persona. —Varias amigas de la condesa y de su cuñada, muchachas de humor y de travesura, con sus puntas de coquetería. —Un vetusto mayordomo disecado en vivo, vera efigies de una cuenta de quebrados; con su peluca rubia, color de oro; su pantalón estrecho como bolsillo de mercader; su levita de arpillera; su nudo de dos vueltas en la corbata; el puño del bastón en forma de llave; los zapatos con hebilla de resorte, un candado por sellos en el reloj; y éste sin campanilla, de los que apuntan y no dan; persona, en fin, tan análoga a sus ideas, que venía a ser una verdadera formulación de todas ellas, un compendio abreviado de su larga carrera mayordomil.
El resto del acompañamiento componíanlo tal cual elegante doncel que aparecía de vez en cuando para informarse de la salud de su amigo el condesito; tal cual vecina charlatana y entrometida que llegaba a tiempo de proponer un remedio milagroso, o verter una botella de tisana, o destapar distraída un vaso de sanguijuelas; el todo amenizado con el correspondiente acompañamiento de médicos y quirúrgicos; practicantes y gentes de ayuda; criados de la casa, porteros, lacayos, niños, viejas y demás del caso.
¡Ah! se me había olvidado; allá en lo más escondido de la alcoba, como el que se aparta algunos pasos de un cuadro para contemplar mejor su efecto de luz, se veía un hombre serio, triste y meditabundo, que apenas parecía tomar parte en la acción, y sin embargo moderaba su impulso; el cual hombre, según lo que pudo averiguarse, era un antiguo y sincero amigo de la familia, a quien el padre del conde dejó encomendado éste al morir; que le quería entrañablemente; pero que más de una vez llegó a serle enojoso con sus consejos francos y desinteresados; pero en aquella ocasión el pobre enfermo se hallaba naturalmente más inclinado a él, y no una vez sola, después de recorrer la desencajada vista por todos los circunstantes, llegaba a fijarla largo rato en aquella misteriosa figura, la cual correspondía a su mirada con otra mirada, y ambas venían a formar un diálogo entero.
II. Junta de médicos
Era, según los cómputos facultativos, el séptimo día, digo mal, la séptima noche de la enfermedad del conde. Su gravedad progresiva había crecido hasta el punto de inspirar serios temores de un funesto resultado. El médico de la casa había ya apurado su ordinaria farmacopea, y temeroso de la grave responsabilidad que iba a cargar sobre su única persona, determinó repartirla con otros compañeros que, cuando no a otra cosa, viniesen a atestiguar que el enfermo se había muerto en todas las reglas del arte. Para este fin propuso una junta para aquella noche, indicación que fue admitida con aplauso de todos los circunstantes, que admiraron la modestia del proponente, y se apresuraron a complacerle.
Designada por el más antiguo en la facultad la hora de las ocho de aquella misma noche para verificar la reunión, viéronse aparecer a la puerta de la casa, con cortos minutos de diferencia, un birlocho y un bombé, un cabriolé y un tilbury; ramificaciones todas de la antigua familia de las calesas, y representantes en sus respectivas formas del progreso de las luces, y de la marcha de este siglo corretón.
Del primero (en el orden de antigüedad) de aquellos cuatro equipajes, descendió con harta pena un vetusto y cuadrilátero doctor, hombre de peso en la facultad, y aun fuera de ella; rostro fresco y sonrosado, a despecho de los años y del estudio, barriga en prensa y sin embargo fiera; traje simbólico y anacronímico, representante fiel de las tradiciones del siglo XVIII, bastón de caña de Indias de tres pisos, con su puño de oro macizo y refulgente; y gorro, en fin, de doble seda de Toledo, que apenas dejaba divisar las puntas del atusado y grasiento peluquín.
Seguía el del bombé; estampa grave y severa; ni muy gorda, ni muy flaca, ni muy antigua, ni muy moderna; frente de duda y de reflexión; ni muy calva ni con mucho pelo; ojo anatómico y analítico; sencillo en formas y modales como en palabras; traje cómodo y aseado, sin afectación y sin descuido; sin sortija ni bastón, ni otro signo alguno exterior de la facultad.
El cabriolé (que por cierto era alquilado), produjo un hombre chiquitillo y lenguaraz, azogado en sus movimientos e interminable en sus palabras; descuidado de su persona; con el chaleco desabotonado, la camisola entreabierta, e inclinado hacia el pescuezo el lazo del corbatín. Este tal no llevaba guantes para lucir cinco sortijas de todas formas, y su correspondiente bastón, con el cual aguijaba al caballejo (que por supuesto no era suyo), y llegado que hubo a la casa, saltó de un brinco a la calle, y subió tres a tres los peldaños de la escalera.
El cuarto carruaje, en fin, el tilbury, lanzó de su seno un elegante y apuesto mancebo, cuyos estudiados modales, su fino guante, sus blancos puños, su bien cortada levita, el aseo y primor, en fin, de toda su persona, representaba al físico viajador, culto y sensible, el médico de las damas; su semblante juvenil, sobradamente severo para su edad, revelaba el deseo de sobreponerse a ella, afectando un sí es no es de gravedad científica y de profunda reflexión que no decía bien con el complicado nudo de su corbata; si bien su mirar profundo y animado, daba luego a conocer un alma bien templada para el estudio y entusiasmada con la idea de un glorioso porvenir.
Después del reconocimiento y de las preguntas de estilo, a que contestaba como sustentante el médico de cabecera, quedaron, pues, los cinco doctores instalados en un gabinete inmediato para tratar de escogitar los medios de oponerse al vuelo de la enfermedad. Animados por este filantrópico deseo, la primera diligencia fue pasar de mano en mano petacas y tabaqueras, hasta quedar armónicamente convenidos, cuál con un purísimo cigarro de la Habana; cuál con un abundante polvo de aromático rapé.
El primer cuarto de hora se dedicó, como es natural, a pasear el discurso sobre varias materias, todas muy interesantes y oportunas; tales como la rigidez del invierno, las muchas enfermedades y la aperreada vida que con tal motivo cada cual decía traer. Allí era el oír asegurar a uno que a la hora presente llevaba ya arrancadas catorce víctimas a las garras de la muerte; allí el afirmar muy seriamente otro que aquella noche había estado de parto; cuál limpiándose el sudor repetía el discurso que acababa de pronunciar en una junta, cuál otro metía prisa a los demás por tener, según decía, que contestar a cuatro consultas por el correo.
Después de compadecerse mutuamente, entraron luego a compadecerse de sus caballos y de sus míseros carruajes, amenizando el diálogo con la historia de sus compras, cambios y composturas, y el interesante presupuesto de sus gastos; y de aquí vino a rodar el discurso sobre el obligado clamor de la escasez de los tiempos, y las malas pagas de los enfermos que sanaban, y el escaso agradecimiento de los que morían. A propósito de esto, tomó la palabra el rostriseco, y habló de las elecciones, y analizó largamente los últimos partes del ejército, a que contestaron los demás con la mudanza del ministerio, y el resultado de la última interpelación.
Después de haber discurrido largamente por estos alrededores de la facultad, pensaron que sin duda sería ya tiempo de entrar de lleno en ella, y empezaron a disertar sobre la causa posible de las enfermedades, colocándola unos en el estómago, otros en la cabeza, cuál en el hígado, y cuál en el tobillo del pie.
Aquí hubo aquello de defender cada cual sus sistema médico favorito, y se declaró el viejo fiel partidario de los antiguos aforismos, y del tonífico método de Juan Brown; a lo que contestó el serio con toda una exposición del sistema fisiológico, y del tratamiento antiflogístico y de la dieta de Broussais. Replicó el tercero (que era el pequeño) con una descarga cerrada de burletas y sinrazones contra todos los antiguos y futuros sistemas, diciendo que para él la medicina era una adivinanza hija de la casualidad y de la práctica; y que sólo empíricamente podía curarse, por lo cual no admitía sistema fijo, y que si tal vez se inclinaba a alguno, parecíale mejor que ningún otro el de Mr. Le—Roy, por lo heroico y resolutivo de su procedimiento. Una ligera sonrisa de desdén que se asomó a los labios del físico elegante, bastó para dar a conocer la superioridad en que se colocaba a sí mismo sobre todos sus compañeros, si al mismo tiempo no hubiera querido consignarla con la palabra, exponiendo científicamente los errores de los diversos sistemas anteriores, y la filosofía de un nuevo descubrimiento a que él como joven se hallaba naturalmente inclinado, esto es, la medicina homeopática del doctor Hannemann.
Aquí soltó el viejo una carcajada, y el chiquito lanzó varios epigramas sobre el sistema de curar las enfermedades con sus semejantes, preguntándole si como decía Talleyrand, acostumbraba cortar la pierna buena para curar la mala, con otras sandeces que irritaron la bilis del homeopático y descargó una furibunda filípica contra los charlatanes que, según dijo, deshonraban la noble ciencia de Esculapio; a lo cual el Brusista trató de aplicar sus emolientes, y el antiguo Galeno dar un nuevo tono a la desentonada conversación.
En esto uno de los circunstantes (que sin duda debió ser el adusto incógnito de que antes hicimos mención) tuvo la descortesía de abrir despacio la vidriera del gabinete, para advertir a aquellos señores que el pobre enfermo se agravaba por instantes, y preguntarles si habían acordado a buena cuenta alguna cosa que poder aplicarle, mientras llegaba la resolución formal de aquella cuádruple alianza. —Los doctores quedaron como embarazados a tan exótica demanda; pero, en fin, salieron de ella diciendo: que hiciesen saber al enfermo que tuviese un poquito de paciencia para morirse; porque ellos a la sazón estaban formalmente ocupados en salvarle, y mientras tanto que esto hacían, formaban sinceros votos por su alivio, y sentían hacia su persona las más fuertes simpatías. Con lo cual el interpelante volvió a retirarse a comunicar al enfermo tan consoladora respuesta.
Declarado el punto suficientemente discutido respecto al diagnóstico y el pronóstico, vinieron, por fin, a proponer la curación, y fiel cada cual a sus respectivos métodos, indicaron, el Browmista un tonífico récipe de treinta y dos ingredientes entre sólidos y líquidos; pero con la condición de tenerlo todo cuarenta y ocho horas en infusión, y que se había de hacer precisamente en la botica de la calle de... y entre tanto que la muerte tuviese la bondad de aguardar. —El alumno de Broussais sostuvo que a beneficio de seis docenas de sanguijuelas y cuatro sangrías se cortaría el mal, y que para sostener las fuerzas del enfermo no había inconveniente en administrarle de vez en cuando algún sorbo de agua engomada, o un azucarillo. —El homeopático puso a discusión la aplicación de la vigesimillonésima parte de un grano de arena, disuelto en tinaja y media del agua del Rhin, con lo cual se habían visto pasmosas curaciones en el hospital de Meckelembourg—Strelitz. —El empírico, en fin, propuso que el enfermo se levantara y saliese a paseo, tomando únicamente de dos en dos horas catorce cucharadas del vomi-toni-purgui-velocífero de Le—Roy.
Dejo pensar a mis lectores la impresión que semejantes propuestas harían respectivamente en el ánimo de todos los doctores; por último, viendo que ya era pasada la hora, y que otros mil enfermos reclamaban el auxilio de su ciencia, convinieron en que, supuesto que el médico de cabecera había seguido su sistema con este parroquiano, cada uno continuase haciendo lo propio con los suyos; conque, después de acordar por la forma unos nuevos sinapismos y no sé qué purga, decidieron unánimemente que sería bueno que el enfermo fuese preparando sus papeles, por si acaso le tocaba marchar en el próximo convoy; todo lo cual dijeron con aire sentimental a aquel señor feo de cara de que queda hablado; y después de asegurarle del profundo acierto con que el médico de la casa dirigía la curación, recibieron de manos del mayordomo sendos doblones de a ocho, y marcharon contentos a continuar sus graves ocupaciones.
III. El testamento
Aquella noche, como la más decisiva e importante, se brindaron a quedarse a velar al enfermo casi todos los interlocutores de que queda hecha mención al principio de este artículo; y convenidos de consuno en reconocer por jefe de la vela al severo anónimo, pudo éste dar sus disposiciones para que cada uno ocupase su lugar en aquella terrible escena. Hízose, pues, cargo del improvisado botiquín, que en multitud de frascos, tazas y papeletas se ostentaba armónicamente sobre mesas y veladores; clasificó con sendos rótulos la oportunidad de cada uno; dio cuerda al reloj para consultarle a cada momento, y escribió un programa formal de operaciones, desde la hora presente hasta la salida del sol.
La vieja tía, por su parte, envió a su lacayo por la escofieta y el mantón, y sacó de su bolsa un rosario de plata cargado de medallas, y un elegante libro de meditación, encuadernado por Alegría. La juventud de ambos sexos, dirigida por el amable militar, se encargó de distraer a la condesita y su hermana, llevándoselas al efecto a un apartado gabinete, donde para enredar las largas horas de la noche y conjurar el sueño, improvisaron en su presencia una modesta partida de ecarté. El mayordomo, el ayuda de cámara, acompañados de la turba de familiares, quedaron en la alcoba a las órdenes del jefe de noche, para alternar armónicamente en la vela.
Todo estaba previsto con un orden verdaderamente admirable; cada cual sabía por minutos la serie de sus obligaciones, y durante la primera hora todo marchó con aquella armonía y compás con que suelen las diversas ruedas y cilindros de una máquina al impulso del agente que los mueve. La vieja rezaba sus letanías, y aplicaba reliquias y escapularios a la boca del enfermo; el mayordomo recibía de manos de los criados las medicinas, y las pasaba al ayuda de cámara, el cual las hacía tomar al paciente; uno revolvía a éste en su lecho, otro ahuecaba las almohadas y extendía los sinapismos; el incógnito, en fin, velaba sobre todos, y corría de aquí para allí para que nada faltase a punto.
Entre tanto en el gabinete del jardín el alumno de Marte redoblaba sus agudezas para distraer a las señoras; aplicaba bálsamos confortantes a las sienes de la condesita, sostenía los almohadones, y de paso, la cabeza que en ellos se apoyaba, y con el noble pretexto de evitar un acceso nervioso, tenía entrambas manos fuertemente estrechadas en las suyas.
De pronto un fuerte desmayo acomete al enfermo; suenan voces y campanillas; y los que jugaban en el gabinete, y los que charlaban en la sala, y los mozos que dormían en los colchones improvisados, todos se mueven apresurados, y corren a la alcoba. El enfermo, sostenido por su buen amigo, yace desfallecido e inerte; los circunstantes prorrumpen en diversas exclamaciones. —«¡El médico, llamar al médico!» —«¡El confesor!» —«¡El escribano!»
Cuál saca un pomo de álcali y casi se lo introduce por la nariz; cuál acude diligente con una estopa encendida para aplicársela a las sienes; éste le frota los pulsos con agua balsámica de la Meca y espuma de Venus que encuentra en el tocador de la señora; aquél va a la cocina por vinagre, y viene diligente a rociarle la cara con el aderezo completo de la ensalada. Entre tanto las mujeres chillan. —«¡Pobrecito!» —«¡Se ha muerto!» —Los hombres imponen silencio a voces. —La vieja reza en alto un latín que no entendiera el mismo San Gerónimo. —La señora se desmaya y cae redonda... en un mullido sofá.
El peligro y atención se dividen entonces; los unos abandonan al conde; los otros corren a la condesa; los agudos chillidos de ésta despiertan, en fin, a aquél de su letargo; abre los desencajados ojos; mira en derredor de sí, y se ve rodeado de figuras angustiosas, que le miran ya como cosa del otro mundo, y empiezan a contemplarle con aquel silencioso respeto con que se contempla a un cadáver.
Allá en el fondo, y detrás de aquellos grupos misteriosos, se deja ver un hombre melancólico y de mirar sombrío, que aparece allí como el precursor de la muerte, como el avanzado portero de las puertas de la eternidad. Aquel hombre siniestro había sido introducido con precaución en la alcoba por el viejo mayordomo, que hablaba con él en voz baja, después de haber dicho dos palabras al oído de la señora, y hecho tres profundas cortesías a la hermana del conde.
Algún tanto despejado ya éste, no sé bien si por prudencia o por precepto, fueron desapareciendo de la alcoba todos los circunstantes, a excepción del jefe de la vela, el mayordomo y su misterioso compañero.
—Aquí tiene usía, señor conde, a nuestro honrado secretario el señor don Gestas de Uñate, que viene a informarse de la salud de usía, y de paso a saber si a usía se le ofrece alguna cosa en que pueda complacerle.
—¡Ay Dios! (exclamó el conde). ¡El escribano! me muero sin remedio.
—¿Quién dice tal cosa, señor conde? (interrumpió el escribano) yo sólo vengo a ley de buen servidor de usía a ponerme a sus órdenes y ofrecerle mi inutilidad. No es esto decir que usía hiciera mal en haber pensado en mi ministerio antes de ahora, porque al fin, todos somos mortales, y cuando el hombre tiene arreglados sus negocios...
El severo velador del conde había guardado silencio durante esta corta escena, como sorprendido de la audacia del mayordomo, y penetrado de la misma idea terrible que había asaltado al conde; sin embargo, no dejó de reconocer que en el estado en que éste se hallaba, acaso aquel paso tenía más de prudente que de audaz, por lo cual trató de poner en la balanza todo su influjo para inclinar al conde a someterse a aquel terrible deber.
No tardó éste en ceder a los consejos de la amistad y a lo crítico de los momentos, y significando por señas su resignación, dio orden al mayordomo de que abriese cierto bufete, donde hallaría un pliego cerrado que contenía su última voluntad, el cual formalizase con todas las cláusulas necesarias, y él lo firmaría después. —«Pero por Dios (añadió), que nadie se entere de mis secretos hasta después de mi muerte; este amigo (dirigiéndose al incógnito), el mayordomo y el ayuda de cámara, pueden ser los únicos testigos, y les reclamo la observancia de mi encargo.»
IV. La sucesión
Aquellas tres cortesías del escribano y del mayordomo a la hermana del conde, habían también hecho variar el espectáculo del retirado gabinete del jardín. Los amables interlocutores que en él se reunían, arrancados a sus ilusiones por la escena del último amago de la muerte, empezaban a creer de veras su posibilidad, y a calcular las consecuencias naturales en aquella casa. La próxima viuda, sin tanto aparato de desmayos, empezaba ya a manifestar una verdadera inquietud, en tanto que por un movimiento eléctrico los vaporosos ataques habíanse inoculado en la persona de la hermana, para quien las ya dichas cortesías del mayordomo y escribano acababan de darla a sospechar un magnífico porvenir.
Los cuidados de todos los circunstantes se convirtieron, como era de esperar, hacia el nuevo peligro, hacia la nuevamente acometida; y a pesar de que los visajes de su feo rostro, fuertemente contraído en todas direcciones, pusieran espanto al hombre más audaz y denodado, y por más que formase un admirable contraste la sentimental y ya verdadera tristeza de la hermosa faz de la condesita, veíase ésta sola, por una de las anomalías tan frecuentes en este pícaro mundo, al paso que todos se apresuraban a reunirse en grupo auxiliador en derredor de la presunta heredera... ¡Oh leyes! ¡oh costumbres!...
Al frente de todos aquellos celosos servidores distinguíase el mismo joven militar favorito de la condesa, que poco antes no parecía existir sino para ella, y ahora olvidando sus gracias, y cerrando los ojos sobre la triste figura de la cuñada, se apresuraba a sostener a ésta, a consolarla, y yacía arrodillado a sus pies, estrechando su mano y aparentando toda la desesperación de un romántico dolor... La convulsa heredera, sensible sin duda a esta súbita expresión de un género tan nuevo para ella, hizo un paréntesis a su terrible accidente; entreabrió sus cerrados párpados, dirigió sus hundidas pupilas al amable interpelante, y con un gesto inexplicable en que se retrataba la caricatura del dolor, correspondió con un suspiro a otro suspiro, y abandonó su mano a los labios del joven triunfador; éste entonces, alzando la osada frente en señal de su próxima apoteosis, paseó sus miradas por todos los circunstantes con una sonrisa de desdén; pero al llegar a fijarlas en los hermosos ojos de la futura viuda, no pudo menos de bajar los suyos entre dudoso y turbado.
En este momento la puerta del gabinete se abre. —El escribano, el mayordomo y el ayuda de cámara se presentan, siguiendo al amigo incógnito. Éste, procurando contener su conmoción, manifiesta a los circunstantes que su amigo el conde había dejado de existir... Todos se agrupan en torno de la nueva condesa... El escribano lee entonces el testamento, y la decoración vuelve a cambiar... El conde declara en él tener un heredero natural, habido en una de sus varias excursiones amorosas antes de contraer su matrimonio; pedía perdón a su esposa por este secreto, y la encargaba la tutela y dirección de su legítimo heredero; en cuanto a su hermana, la dejaba pasar tranquilamente a ocupar un vástago lateral en el tronco genealógico.
De esta manera nacieron, se manifestaron y desaparecieron como el humo tantas esperanzas y quiméricos proyectos; y la luz matinal, que ya empezaba a iluminar aquella estancia, vino a poner de manifiesto el desengaño de aquellos desengañados semblantes; amigos y dependientes rodearon a la condesa viuda, tutora y gobernadora; y cada cual se esforzaba en manifestarla su no interrumpida adhesión, y a proponerla varios planes halagüeños; pero el severo Velador, valiéndose de su persuasiva influencia, la aconsejó por entonces lo único que podía aconsejarla, y era que se retirase a descansar. Hízolo así, con lo cual todos los circunstantes fueron desapareciendo. Y luego que quedó solo el incógnito, se arrimó a un bufete, tomó una pluma, escribió largo rato, puso al principio de su discurso este título: «Una noche de vela», y al final de él estampó esta firma,
El Curioso Parlante.
De tejas arriba
I. Madre claudia
...a tus tiernas palomillas
el velo peligroso las rehúses;
que andan muchos azores por asillas
de cuyas uñas penden los despojos
de otras aves incautas y sencillas.
Bartolomé de Argensola.
Dios sea en esta casa.
—Y en la de usted, buena madre; santas noches, ¿qué se ofrece?
—Nada hijo, sino venir en cuerpo y en ánima a ponerme al su mandar, como vecinos que somos, y amigos que, Dios mediante, tenemos que ser.
—Por muchos años; y ya veo que si no me engaña el corazón estoy hablando con la señora Claudia, la que viene a habitar la buhardilla número 7.
—Doña Claudia me llamaron en el siglo, y esa misma soy, en buen hora lo cuente; pero tal me verás que no me conocerás, y yo misma me tiento y no me encuentro; ¡cosas del mundo!; hoy por ti, mañana por mí; y como dijo el otro, abájanse los adarves y álzanse los muladares; que hoy nadie puede decir de esta agua no beberé; y mientras la viuda llora, bailan otros en la boda... No digo todo esto por mal decir, que de menos nos hizo Dios, y viva la gallina y aunque sea con su pipita; sino explícolo para dar a conocer a vuesa merced, señor vecino, que aquí donde me ve con estos trapos, yo también fui persona, y no como quiera, sino como suele decirse empingorotada y de capuz... pero vive cien años y verás desengaños, y tras el día viene la noche, que lo que Dios da llevárselo ha, y el caballo de regalo suele parar en rocín de molinero.
Pero dejando esto a un lado, y viniendo a lo que importa, ¿qué tal va la parroquia en la tienda nueva? ¡Válgame Dios, y qué aseada y qué provista está de cuanto el Señor crió!... Tal me vea yo a la hora de mi muerte... ¿Es rosoli o aniseta?... gracias por el favor; ¡bien haya la Mancha, que da vino en vez de agua!... a la salud de ustedes, caballeros... ¡fuego de Dios y qué calorcillo tiene el espíritu!... ¡y qué bien le parecen esos dos mantecadillos que están diciendo «comedme»!... ¡Ah! si no estuviera tan atrasada en esto que ahora llaman el porsupuesto, en Dios y mi ánima que no había de pedir ayuda para dar buena cuenta de ellos... apostaría que son obra de aquellas manecitas que con tanto salero hacen ahora saltar a la aguja... gracias, hija mía, por el favor... bien se la conoce que es hija de tal padre... ¡bendígala Dios, y qué hermosa es y qué garrida! ya me temo yo que han de llorar su venida todos los mozos del barrio.
—Gracias, madre Claudia.
—Bien hacéis, hija, en dar las gracias, que para eso las tenéis, y aun para quedaros después con ellas; ¡ay! quién me tornara a mí de ese talle y esa frescura, y no me robara la experiencia del mundo, que por el alma de mi padre que otro gallo me había de cantar y no me vería ahora en medio del arroyo, como quien dice; pero así somos todas; mientras nos reluce el pellejo poco consejo, y luego que vienen los años llorar por los que son idos... ¡Cuánto más valiera mascar mientras nos ayudan los dientes, y...! ¿no es verdad, hija mía?... ¿qué, no me entiendes? ¡picaruela! ¿pues a qué vienen esos colores que se te han asomado al rostro? Pero ¡pecadora de mí! ya veo que no conviene distraerte de tu labor, pues que te has picado con la aguja, y... ¡válgame Dios!... ¡qué no diera alguno que yo me sé bien, por atajar con su labios esa gota de coral!...
—¿Alguno, madre?
—Alguno digo, y no hay que hacerse la desentendida, sino ponerle el nombre que mejor le cuadre... pero bajemos la voz, que ya señor padre ha acabado de servir a los parroquianos y se viene derechito hacia nosotras; por fin, hija mía, más días hay que longanizas, y cuando queráis noticias de la tierra, sabed que allá cerca del cielo hay una vieja que os quiere bien; y ahora me voy, señor vecino, que ya ha acabado de ser noche y la vieja honrada su puerta cerrada, y cada uno en su casa y Dios en la de todos... A fe que ya me he de ver y de desear para subir la escalera, y a no ser un cuarto roñoso de Segovia que traigo aquí para trocarlo con un palmo de cerilla... ¿También ese favor?... muy obligada me voy, señor vecino; a bien que Dios es mayordomo de los pobres, y él se lo pagará con su tanto por ciento... Y pues ya me siento alumbrada por esas manos caritativas, iremos paso a paso caminando a mi chiscón, donde me espera el huso con deseos de bailar, y mi amigo Micifuz durmiendo al amor de la lumbre, si no es que se haya salido a los tejados en busca de las vecinas, salidas también como él; que amor con amor se paga, niña mía, y cuando nace él nace ella, y si no fuera por esto, ¿para qué estamos acá bajo los unos y las otras?... Conque buenas noches, vecino; y cuidado niña, que no hay que olvidar a quien bien nos quiere, y que cuando quieras tomarte el trabajo de llegar al último tramo de la escalera, sabrás muchas cosas y habilidades, así de punto y aguja como de cazo y sartén; que, gracias a Dios y a mis años, así me da el naipe para aderezar un guisado, como para coser un zurcido... Conque, adiós.
La buena vieja, dicho esto, salió por la puerta de la tienda que daba al portal, y después de persignada, y sosteniendo con la diestra mano la vacilante cerilla, colocada la siniestra entre ella y su rostro para evitar la ofuscación de sus resplandores, subió pausadamente los noventa y siete escalones que se contaban hasta su chiribitil, haciendo descanso en todas las mesetas o tramos de los diversos pisos. Y llegada que fue arriba, sacó de su faltriquera la llave, y con temblona dirección la encajó en la cerradura; reunió todas sus fuerzas para dar las vueltas, y la puerta se abrió; mas desgraciadamente con un impulso muy superior a la resistencia de la cerilla, la cual negó en aquel momento sus reflejos, quiero decir, que se apagó: y la vieja que entraba, y el gato que se esperezaba sobre el fogón se quedaron a buenas noches.
II. Las buhardillas
Algunos días eran pasados, y ya la buena madre sabía por puntos y comas las condiciones y semblanzas de todos sus convecinos, y más especialmente de aquella parte de la tripulación de la casa que, a hablar con propiedad, cobijaba bajo un mismo techo.
Este quinto estado de aquel mecánico artificio no distaba, como hemos visto, más que unos cien palmos de la superficie de la calle, y por lo tanto tocaba ya en la región de las nubes, con lo cual no habrá de extrañarse si tal cual tormenta solía de vez en cuando alterar la uniformidad de aquella atmósfera. Semejantes tormentas, de que apenas tenemos noticia los habitantes del centro, son harto frecuentes en las alturas; sino que nuestra pequeñez microscópica no sabe distinguirlas, o bien afectamos desdeñarlas por el ningún interés que nos inspiran; pero no han faltado por eso arriesgados aeronautas que ascendieron de intento a estudiarlas; y de uno de éstos, que logró bajar, aunque con una pierna menos, es de quien hube yo en confianza las noticias y observaciones que de suso y de yuso son y serán explicadas.
Dividíase, pues, el elevado recinto que queda señalado, en un doble callejón a diestra y siniestra mano, que prestaba paso y comunicación a ocho o diez celdillas o habitaciones, tan cómodas como cepo veneciano, y tan anchurosas como nichos de cementerio. En ellas, mediante sendos treinta reales nominales de alquiler mensual, habían hallado medio de colocarse otros tantos grupos de figuras, reducidas a tal extremo, cuáles por las desdichas pasadas, cuáles por las miserias presentes.
Sabía, por ejemplo, la madre Claudia, que en la primera buhardilla de la derecha conforme vamos, vivía un pobre empleado, entrado en nueve meses, reloj descompuesto apuntando a marzo, y con cuatro chiquillos por pesas, que tiraban hacia la próxima Navidad. Sabía que en la de más allá existía una honrada viuda, fuera de cuenta, clamando en vano por los dividendos del Monte Pío, y sustentada escasamente por el trabajo de tres hijas doncellas, que todo el mundo sabe lo que en estos tiempos vale una honrada doncellez. Más allá cobijaba con dificultad un matrimonio joven, zapatero y ribeteadora; él, mozo garrido, de chaquetilla redonda y sortija en el corbatín; ella airosa y esbelta estampa, de zagalejo corto y mantilla de tira.
En el agujero del rincón que formaba el ángulo de la casa, había entablado su laboratorio un químico de portal, gran confeccionador de agua de Colonia y rosa de Turquía, y bálsamo de la Meca, y aceite de Macasar; vendía además corbatines y almohadillas, fósforos y pajuelas, cajetillas y otros menesteres, para lo cual mantenía relaciones con todos los mozos de los cafés, y cuando esto no bastaba, corría con los empeños de alhajas, y negociaba por cuenta de algún anónimo cartas de pago y billetes del tesoro; o bien acomodaba sirvientes o limpiaba botas en el portal. Él, en fin, era un verdadero tipo de la industria fabricante y mercantil; y tan pronto se traducía en francés, como se trocaba en italiano; y ora se adornaba con un levitín blanco y una enorme corbata como il Dottore Dulcamara, ora corría las calles con sombrerito de calaña y agraciado marsellés.
Frontero de la habitación del químico, había dado fondo una física criatura, que sin más preparaciones que sus gracias naturales, era capaz de volatilizar la cabeza más bien templada. Valencia, el jardín de España, había sido la cuna de este pimpollo, y con decir esto no hay necesidad de añadir si sería linda, pues es bien sabido que en aquel delicioso país es más difícil encontrar una fea que en otros tropezar con una hermosa. El contar las aventuras por donde ésta había venido desde las riberas del Turia a las del Manzanares, y a las sombrías tejas de Madrid desde los pajizos techos del Cabañal, fuera asunto para más despacio; baste decir que vino ella o que la trajeron; y que la abandonaron o que se abandonó; en términos que en el día era tan romanescamente libre como la bella Esmeralda de Victor Hugo, aunque si va a decir la verdad, algo más positiva que ella; efectos todos del siglo prosaico en que vivimos, en el cual no se matan los hombres por las muchachas de la calle, ni se contentan éstas con bailar y tocar el pandero.
Pared por medio de la valenciana vivía un viejo adusto y regañón, escribiente memorialista a dos reales el pliego, que por el día detrás de su biombo en el portal, escuchaba las relaciones de los pretendientes, y les ensartaba memoriales y seguía correspondencia con media Asturias, y recibía las confesiones de todas las mozas del barrio; y sucedíale a veces, como veía poco, a pesar de los anteojos, trocar los frenos, quiero decir, los papeles, y asentar una declaración de amor en un pliego del sello cuarto, o pretender un estanquillo en una orla de corazones y Cupidos. Con lo cual, y otras desazones que le proporcionaba su oficio, que siempre venía a casa regañando, y como solterón y que no tenía mujer con quien pegarla, la solía pegar con toda la vecindad.
Últimamente, en el ángulo opuesto, y para que nada faltase a este risueño drama tenía su mansión un hombre de presa (corchete, que suele decir el vulgo), el cual cuando creía que nadie le miraba, solía hacer sus excursiones por el tejado a correr con los gatos, por inclinación y natural simpatía. Hombre de rostro enjuto y sospechoso, cuerpo sutil y mal configurado, manos negras como su ropilla, nariz torcida como la intención, antípoda del agua como un hidrófobo, amante del vino como el mosquito, vara enroscada como sus palabras, oído listo a las promesas y cerrado a las plegarias, multiplicado a veces como edición estereotípica, y tan invisible e impalpable otras, que no pocas llegaron a dudar los vecinos si subía por la escalera o por el cañón de la chimenea.
Con tan opuestos elementos, combinados ingeniosamente por la casualidad, déjase conocer si podría estar ociosa la imaginación de nuestra Claudia, o si más bien llegaría en breves días a ser, como si dijéramos, el centro de aquel sistema; planeta fijo que girando únicamente sobre sí mismo, obligara a los demás a girar dentro de la órbita que les señaló en su derredor.
III. Drama de vecindad
La primera atención de la vieja se convirtió naturalmente hacia la valencianita, que como la más sola e indefensa oponía más obstáculo a sus ataques...
—¿Es posible, hija mía, que tan joven y hermosa como plugo hacerte al Señor, gustes enterrarte viva en ese zaquizamí, sin buscar un apoyo en este pícaro mundo que te defienda de sus recios temporales, y haga sacar de tus gracias el partido que merecen? En buen hora sea, si el mundo te lo agradeciese y tomara en cuenta; ¿pero quién será el que te crea bajo tu palabra y que no sospeche de ese tu recato alguna mengua de tu virtud? Mira que la hermosura es flor delicada que todos codician, y no puede permanecer oculta y entregada a sí misma, antes bien conviene exponerla con precauciones entre guardas y cercados, que no es ella nacida para crecer como el cardo en medio de los campos, sino para ostentar su elevación como el jazmín en finos búcaros y en cerradas estufas. Mira que la inocencia busca naturalmente su apoyo en la experiencia, la debilidad en la fortaleza, la tierna edad en el consejo de la vejez. La hiedra puede sostenerse si se abraza al olmo erguido, y el débil infante caería indudablemente al primer paso, si no hubiera una mano amiga que cuidase de sostenerle. Mal estás así, hija mía, tierna y hermosa, sin olmo que te defienda, sin mano que cuide de tu sostén. Yo seré, si gustas, este arrimo protector, ese escudo de tu niñez; y así como la barquilla sabe burlar las furiosas tormentas, confiando su timón a un hábil marinero, así tú en mis manos experimentadas, podrás atravesar sin pena este piélago del mundo, y reírte de los furores de los vientos desencadenados contra ti.
Yo no sé si fue precisamente en estos términos u otros semejantes como habló la vieja, ni acierto a decir si ella era tan fuerte en esto de las comparaciones para dar robustez y persuasiva a su discurso; pero lo que sí podré decir es que debió revestirlo con argumentos irresistibles, cuando a los pocos días consiguió su objeto, y atrajo a su red la incauta mariposilla, formando una sociedad mercantil bajo la razón de Amor, Venus y Compañía; sociedad en que una ponía la prudencia y la otra la presencia; una el capital industrial y otra el positivo; a partir por supuesto el beneficio que de ambos había de resultar.
Desde entonces la buhardilla de madre Claudia no se veía ya tan solitaria como de costumbre; antes bien se entabló entre ella y la calle una regular y periódica comunicación; y no era nada extraño oírse en el interior algunos sonidos de voz varonil, o encontrarse en la escalera tal cual embozado hasta los ojos, que bajaba con la debida precaución.
La niña por su parte es de suponer que seguía en un todo los consejos de su madre adoptiva, la cual sin duda la recomendaba la mayor amabilidad y cortesanía con todo el mundo; pero en una sola cosa hubo de oponer una resistencia fatal, resistencia que pudo desde sus principios comprometer aquella naciente sociedad; tal fue la obstinación con que se negó a admitir los obsequios de su vecino el alguacil, que puesto que recortado de uñas y atusado de greñas, todavía conservaba en su aspecto un no sé qué de siniestro y repugnante, que no pudo neutralizar la natural aversión de la criatura, la cual temblaba de pies a cabeza, y huía a esconderse cada vez que le miraba acercarse a su puerta.
Y era, como lo veremos más adelante, formidable enemigo este alguacil; pues además de las condiciones anejas a su profesión, envolvía la personal circunstancia de ser el instrumento de que se servía el casero para sus ejecuciones y despojos; conque venía a parecer el alma de un propietario, encarnada, por decirlo así, en la persona de la justicia. Ahora vayan ustedes a profundizar todo el poder de un casero alguacilado, monstruosa aberración, con los ojos de acreedor y las manos de ministril.
Hartos desvelos había ocasionado a la vieja esta terrible consideración; pero ya que no podía evitarla, pensó como buena política en prevenir en lo posible sus efectos, y para ello siempre andaba, como quien dice, bailándole el agua, siempre su mes adelantado por escudo, siempre las mayores precauciones de prudencia para que él no tuviera modo de malquistarla.
No contenta con esto, ideó un plan de defensa que no hubiera desdeñado el mismo Talleyrand, y fue el formar con los demás vecinos una décuple alianza, que pudiera ofrecerla en su caso una benéfica cooperación contra la alguacilesca enemistad.
Las simpatías naturales de la vieja reparadora y la niña reparada, se inclinaron por de pronto, como era de esperar, hacia el ingenioso químico que cobijaba en el rincón, y el cual no se hizo mucho de rogar para prestar a entrambas el apoyo de su espíritu, y colocar su laboratorio bajo la tutela y protección de ambas deidades. Aquí tenemos ya un triángulo no menos romántico que el de los dramas modernos, es a saber: —la gracia, la experiencia y la ciencia —o en otros términos— una muchacha, una vieja, y un doctor. Y digo doctor, no porque lo fuera ni pudiera gloriarse de poseer una de esas borlas que tan frecuentes se dan en las universidades, a trueque de algunos reales y de unos cuantos latines, sino porque estaba cursado en la ciencia de plazas y callejuelas, ciencia desdeñada por los sabios, pero que suele ser más positiva que todas las que contienen sus libros.
El zapatero no tardó tampoco en entrar en la confederación, merced a algunas copillas de mosto y sus correspondientes buñuelos, ofrecidos oportunamente cuando se retiraba por las noches; y su esposa tampoco se hizo esperar gran cosa para venir de vez en cuando a escuchar los chistes de la madre, o a recibir de manos del químico algún frasquito de elixir con que curar de las muelas o añadir a las mejillas un benéfico rosicler; todo lo cual, animado con la grata conversación de tal cual caballero que por casualidad solía hallarse allí, prestaba ciertos ribetes a aquella sociedad muy propios a excitar la simpatía de la alegre ribeteadora.
El vetusto empleado ofrecía alguna mayor dificultad, por lo inaccesible de su edad a los sentimientos mundanos; pero al fin era padre de cuatro chiquillos, que puesto que alborotaban toda la casa, y rompían los vidrios con la pelota, y escaldaban al gato, y quebraban las tejas, y rodaban con estrépito por la escalera, eran todavía agasajados con sendas castañas y soldados de pastaflora (que buena falta les hacía a los pobres para engañar el atraso de pagas del papá), el cual por su parte, agradecido a tantos favores recibidos en la persona de sus hijos, cerraba los ojos a lo demás del espectáculo, y achacaba justamente a su miseria aquella capitulación con sus principios.
La pobre viuda y sus hijas eran también un gran obstáculo a los planes de aquella veneranda dueña: ¡pero qué no pueden la astucia de un lado y la miseria de otro! ¡y qué la virtud, cuando tiene que disputarla a la hermosura y al amor! Estas niñas eran jóvenes y lindas, y habían sido educadas con primor en vida del papá, aprendiendo a figurar en bailes y tertulias, sin pensar que muerto aquél habían de parar en los estantes de un Monte Pío, y todo el mundo sabe que una vez empeñada pierde mucho de su valor la alhaja más primorosa. En vano recurrieron por apelación a las habilidades de la aguja que hasta allí habían mirado como adorno o pasatiempo; desgraciadamente todo el trabajo de una mujer, no logra al cabo del día un resultado comparable con el del más mísero albañil. Y luego, que como eran tres a trabajar y cuatro a consumir (entrando en cuenta la mamá), resultaba un déficit por lo menos equivalente a la cuarta parte del presupuesto; lo que en buen romance quiere decir que si comían escasamente tres días, tenían que ayunar el cuarto, cosa ciertamente que no es fácil de combinar con ninguno de los sistemas filosóficos. Añádase a esto que como jóvenes aún y amigas del bullicio y los amores, no habían podido renunciar a sus relaciones antiguas, y gustaban todavía de concurrir a las fiestas y diversiones, con lo cual había también que perder mucho tiempo, y otro tanto para preparar guarniciones y prendidos en que lucir la brillantez de su imaginación y disimular los rigores de su fortuna. —¿Quién sabe? (decían ellas) quizás estos trapillos, colocados oportunamente, sirvan de reclamo a algún rico mayorazgo o algún viejo capitalista, que nos extienda su mano y nos saque de esta angustiada situación. ¿Sería acaso por mal este inocente engaño, y seríamos nosotras las primeras que lo usáramos en Madrid? —No, a fe mía, respondían todas; y si no ahí están Fulanita y Zutanita, que cualquiera que las mire darse tono en nuestra tertulia, por fuerza las ha de tomar por excelencias, o cuando menos señorías; pues lléveme el diablo si sus padres son otra cosa que un portero de no sé qué grande, o un meritorio de no sé qué oficina. Y con todo eso se ven muy obsequiadas y servidas, y van a los toros en coche, y en los teatros están abonadas en delantera... No, si no, vistámonos de estameña, y acostémonos con las gallinas, y vendrán a buscarnos los novios aquí encerradas en este caramanchón. A fe que como decía ayer la vecina madre Claudia, que Dios dijo al hombre ayúdate y te ayudaré, y el cristal engarzado en oro parece diamante, y el diamante en un basurero parece cristal.
Madre Claudia sabía muy bien estas bellas disposiciones de las niñas, y no tardó en advertir que por una consecuencia natural de ellas mediaban ya relaciones extramuros con tres galanes fantasmas, los cuales luego que descubrieron el buen corazón de la vieja, aprovecharon su mediación para entablar con seguridad su triple correspondencia. Pasaron, pues, por aquellas yertas y disecadas manos, primero los billetes en papel barnizado con cantos de oro; luego las coplas de fatalidad y de ataúd; más adelante los paquetes de merengues y las sortijas de souvenir; las petacas de abalorio y las cadenitas de pelo; por último, pasaron los mismos galanes en persona, y pudieron reiterar de palabra sus juramentos y maldiciones, mientras mamá dormía la siesta, o daba una vuelta al puchero.
Conque tenemos en conclusión, que por estos y otros caminos, la suprema inteligencia de la vieja Claudia dominaba, por decirlo así, en toda la vecindad, si se exceptúan el alguacil y el viejo memorialista, a los que de modo alguno halló forma de reducir. Pero en cambio cultivaba sus primeras relaciones con la planta baja, esto es, con el honrado tendero y su hermosa niña, que eran para ella, como veremos, la acción principal, el verdadero interés de su argumento.
IV. Peripecia
Una noche... ¡qué noche!... llovía a cántaros y los vientos desencadenados amenazaban arrancar la miserable techumbre de la buhardilla de madre Claudia; rodaban las tejas y caían a la calle con estrépito, envueltas en torrentes de agua; por los ángulos del desván aparecían goteras interminables, cansadas, que llenaban las jofainas, los barreños, las artesas, y prometían inundar aquel miserable recinto, disolviendo su mecánico artificio; y de vez en cuando un brillante relámpago venía a iluminar todo el horror de aquella escena, y una prolongada detonación concluía por hacerla más terrible e imponente.
Rezaba la vieja, y pasaba de dos en dos las cuentas de su rosario, puesta de hinojos delante de una estampa de Santa Bárbara, pegada con pan mascado en el comedio de la pared. De tiempo en tiempo entreabría cuidadosa el ventanillo, por ver si serenaba la tormenta, y volvía a rezar y a darse golpes de pecho, y se asustaba de ver al gato que saltaba por las paredes, y temblaba creyendo haber oído andar en la puerta, y retrocedía al mirar su sombra, viendo en ella temblar su espantable figura, a las trémulas ondulaciones del candil.
En esto un trueno horrísono estalló, y el gato dio un brinco hacia la chimenea, y cayó la luz, y todo quedó en la más profunda oscuridad... La vieja despavorida corre a la puerta, a tiempo que ésta se abre por sí misma, y al fulgor de otro relámpago se ve entrar con precaución a un bulto negro embozado, que alarga la mano y cierra la puerta detrás de él.
—¡Jesús mil veces! —grita la vieja, y cae en el suelo sin voz ni esfuerzo para decir más.
—Nada tema usted, madre Claudia... soy yo... ¿no se acuerda usted de lo que me prometió para esta noche?...
—En el nombre sea de Dios, señorito; el Señor le perdone a usía el susto que me ha dado, pues pienso que en tres semanas no me lo han de sacar del ánima.
—Vaya, buena madre, álcese del suelo y encienda una luz, que nos veamos las caras, y pueda yo colgar la capa, que la traigo como sopa de rancho.
—¡Ay, señor! pero con esta noche que parece que va el cielo a juntarse con la tierra... mas cuenta que como estoy toda azorada, ni sé qué me hago, ni dónde puse la pajuela.
—A bien que aquí traigo yo el fósforo, y...
—Alabado sea el Señor, Dios nos dé luz en el alma y en el cuerpo; traiga, traiga, aquí, y endiñaré el candil... pero ¿qué es esto? ¿usía tiembla también? —Y así era la verdad, que el osado mancebo al alargar la luz a la vieja, y mirar su lívida faz y desencajada, no pudo menos de hacer un movimiento de retroceso.
Encendido ya el candil, restablecida la calma, y serenado por fin el ruido de la tormenta, pudo entablarse un diálogo misterioso entre la vieja y el señorito, en que éste porfiaba, y la vieja se hacía de rogar, y aquél juraba, y ésta se reía; y luego sacaba aquél un bolsillo: y ésta se ponía a discurrir.
—¿Pero no ve usía, señorito, que me pide un imposible? Yo no diré que ella no le quiera a usía y mucho, que a mis años y a mi experiencia no lo ha podido ocultar; pero al fin usía es usía, y ella es una pobre muchacha, hija de un tendero de bien, que se mira en ella como en las niñas de sus ojos, y aunque pobre, también tiene su aquél, y si él llegara a sospechar la intención con que por usía he venido a esta casa... ¡Dios nos libre!
—Todo eso está bien, replicó el caballero, pero es lo cierto que ella me quiere, porque yo lo sé, porque ella no me lo ha disimulado, y luego tú me prometiste convencerla...
—Y mucho, que varias veces la he tanteado sobre el particular; pero, amiguito, una cosa es apuntar y otra caer el gorrión; que no se ganó Zamora en una hora, y para el hierro ablandar, machacar y machacar... No si no aguarda la breva en enero y verás si cae.
—¡Maldita seas con tus refranes y con tu eterno charlar! ¿Pues no me dijiste, vieja del diablo, que esta noche?...
—No es esto decirle a usía que yo no ponga de mío hasta donde se me alcance al magín, que Dios deja obrar las segundas y aun las terceras causas, y por falta de voluntad ni aun de memoria no me ha de pedir cuenta el Señor; pero nunca la pude reducir a bondad, y eso que la conté el oro y el moro, y la pinté, como quien dice, pajaritas en el aire; pero así es el mundo; para unas no basta el só, ni para otras el arre, y muchas conozco yo que no se harían tan remolonas.
—No me vayas a hablar de otras, como sueles, bruja maldita... Yo no he venido aquí a escuchar tus graznidos, ni por todas tus protegidas hubiera subido un solo escalón de esta escalera infernal... Vengo sólo a que me cumplas tu promesa... y ya tú sabes que yo no tengo cara de que se me hagan en balde.
—Pues a eso voy, señor; ¡cáspita! y qué vivos de genio son estos boquirrubios, y que...
—Perdona, buena Claudia, pero mi impaciencia...
—Después que una se desvive por servirlos, haciéndose (como quien dice) piedra de molino, para que ellos coman la harina.
—Pero...
—Ande usted de aquí para allí como un zarandillo, por la gracia del Señor, cuando a él le convenga; deje usted su cuarto de la calle de las Huertas, que bien me estaba yo en él sin estos trampantojos; súbase usted a las nubes como el gavilán, y póngase desde allí en acecho de la paloma... y todo ¿para qué?...
—Tienes razón, Claudia, tienes razón; pero como tú me dijiste...
—Y ya se ve que dije y no me vuelvo atrás, que bien sé lo que me tengo que hacer, pero...
—Mira, toma lo que llevo conmigo, y esto será nada más que principio de mi eterno agradecimiento; pero por tu vida que hagas porque yo la vea esta noche, aquí mismo, en tu casa, y... su padre está de guardia, ya ves tú que mejor ocasión...
—¿Y por quién sabe usía todo eso sino por mí?
—Es verdad, dices bien, mucho tengo que agradecerte.
—Quiera Dios que dure y que a lo mejor no me muestre las uñas.
—No temas, amiga Claudia, mi protectora; mi esperanza; ahora baja, que se va haciendo tarde, y me pesan los momentos que dilate al mirarla en mi presencia.
—Vaya, ya bajo, y para la subida me encomiendo a Dios; pero sobre todo, señorito, me encomiendo a su prudencia y... ¡Ah! mejor será que os escondáis tras de la puerta, porque el susto de veros no la incline a volver atrás.
—Bien, bien, como queráis, madre mía.
Y la vieja se santiguó, y ayudada de su cerilla comenzó a bajar pausadamente la escalera, y llegada a la tienda, entabló un diálogo, al parecer indiferente, con la inocente criatura, que, como hemos sabido, estaba sola con un hermanito de pocos años; y como se quejase de dolores en las sienes a causa de la tormenta, luego la brindó la vieja con que subiese a su buhardilla, donde la pondría unos parches de alcanfor que la remediasen, con que la prometió que la había de dar las gracias; y la inocente creyó al pie de la letra el consejo de aquel maligno reptil y luego emprendió con ella la subida de la escalera, encargando de paso a su hermanito el cuidado de la tienda.
Llegadas que fueron arriba, abre Claudia la puerta cuidando de cubrir con ella a su cómplice; vuelve entonces a cerrar, y éste ya descubierto se arroja precipitado a los pies de la joven, y la renueva con los más vivos colores sus juramentos y sus deseos. La sorpresa y la indignación privaron por un momento a la niña del uso de la voz; después lanzó una mirada suplicante a la vieja, la cual con su diabólica sonrisa la dio a conocer lo que podía esperar de ella; entonces aquella alma pura recobró toda la energía propia de la virtud; en vano la vieja y el galán quieren detenerla; en vano son los juramentos, las promesas, las amenazas; arráncase violentamente de sus manos, corre desalada a la puerta, hace saltar los cerrojos, y aparece en lo alto de la escalera gritando: «Favor, vecinos, favor...»
En el mismo punto se abren simultáneamente las puertas de las demás habitaciones, y mientras los más próximos acuden a preguntar a la niña, se oye acercar un estrepitoso ruido de un hombre armado de pies a cabeza que subía los escalones cuatro a cuatro, gritando desaforadamente...
—«¡Mi hija... mi hija... ¿quién me la ofende?...»
A esta pregunta contestan el memorialista y el alguacil trayendo de las orejas a madre Claudia hasta plantarla de rodillas a sus pies, en tanto que el galán anónimo había tenido por conveniente escapar por el tejado...
El zapatero, que subía a este tiempo la escalera en amor y compañía con la valencianita, mira escapar a su esposa de la buhardilla del químico, y se enfurece de veras, sin reparar que él también tenía por qué callar; en tanto los chicos del cesante gritan que en el callejón de las esteras hay tres bultos escondidos que sin duda deben de ser los facciosos; y súbito el alguacil y el memorialista, y el tendero y el cesante, corren a verificar su captura, a tiempo que las niñas de la viuda salen despavoridas gritando que no los maten que no son los facciosos, sino sus novios, que a falta de otro sitio estaban hablando con ellas en el callejón.
El químico, que desde su chiscón observaba aquel embrollado caos, no halla otro medio para poner término a semejante escena, que reunir multitud de mistos de salitre y plata fulminante, con que produce un estampido semejante al de un tiro de cañón, y a su horrísono impulso ruedan por la escalera todos los interlocutores de aquel drama; el tendero con su hija; el memorialista y el cesante con los chicos; éstos agarrados de la vieja; las niñas de sus galanes; el zapatero de la viuda; la ribeteadora del químico; y el alguacil de la valenciana; gritando: «Favor a la justicia, dejadme a esta pecorilla que es el cuerpo del delito...»
V. Desenlace
Ocho días eran pasados, y el alguacil, en virtud de providencia de su merced el señor alcalde del barrio había hecho desocupar toda la casa y colocado a la vieja en una buena reclusión; el tendero había cerrado su almacén y caminaba, con su hija hacia las montañas de Santander; las niñas de la viuda, por disposición de ésta, trabajaban entre vidrieras bajo la dirección de Madama Tul Bobiné; el zapatero había apaleado a su mujer y estaba en la cárcel; y ésta se había colocado bajo la protección del químico; finalmente, la valencianita alquilaba un cuarto entresuelo calle de los jardines, y al tiempo de extender el recibo daba por fiador... al alguacil.
(Enero de 1838.)
El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza
I. Noche del martes
Las locuras del Carnaval tocan a su fin; la hora suprema del Martes ha sonado ya en todos los relojes de la capital; la población, sin embargo, ensordecida con el bullicioso ruido de las músicas y festines, no escucha la fatal campana que le advierte, grata y sonora, que todo tiene término, que la mano severa de la razón acaba de arrancar la máscara a la locura. Esta, empero, tenaz y resistente, todavía pretende prolongar su dominio, y no contenta con algunas semanas de tolerada adoración, cambia mil disfraces, y hasta se atreve a profanar el de la religión misma, para continuar arrastrando en pos de su carroza a los desatentados mortales.
¡Qué horas tan próvidas de sucesos aquellas en que la noche del Martes lucha tenazmente con la aurora del día santo!... ¡Qué extravagancia de escenas, qué vértigo de pasiones, en los últimos instantes del reinado del placer! ¡Qué contraste ominoso con la tranquila calma de la religión y de la filosofía! Ellas, sin embargo, vencerán con sus naturales atractivos, con su envidiable reposo, y apoderándose de los corazones embriagados de placer y de voluptuosidad, restituirán la calma a los sentidos, el bálsamo de la paz a los corazones agitados. Tal la voz pura y sublime del Redentor del mundo, cual rayo de viva lumbre penetró en las bacanales del pueblo rey, y a su aspecto se deshicieron como sombras los ídolos del paganismo.
Pero ¿quién detiene su imaginación en estas consideraciones, cuando se halla instalado en un rico salón, dorado y refulgente a la luz de mil antorchas, sonoro a la vibración de los músicos instrumentos, henchido de vida y movimiento en mil grupos vistosos de figuras extrañas, que con sus variados ropajes, sus disfraces caprichosos, sus agudos diálogos, ofrecen un traslado fiel de la vida animada, de los diversos matices de la humana sociedad?
Austero filósofo, que estudias y lamentas las debilidades del hombre; dirige entonces tus severos preceptos al joven animoso que por primera vez se mira en aquel momento coronado con una dulce mirada, con un sí lisonjero del envidiado objeto de su amor... Te mirará con ceño o acaso no reparará en ti; pero si insistes en aconsejarle, en mostrarle el fiel espejo de la razón, en hacerle adivinar un porvenir doloroso tras de aquella mirada, tras de aquel dulce y halagüeño sí, te volverá la espalda, o frunciendo los labios ante tu grave y mesurada faz, te dirá con sonrisa desdeñosa... «Máscara, no te conozco, déjame bailar.»
Pura y cándida Virtud, que ceñida de blanco lino, la sien coronada de laurel, apareces de repente a los deslumbrados ojos de la noble cortesana, que envuelta en seda y pedrerías apenas acierta a divisarte por entre la nube de incienso que sus adoradores tributan a sus pies... Dila entonces lo falaz de sus promesas y juramentos; la mentida ficción de las grandezas humanas; los cándidos placeres de un corazón sencillo e inocente; —«Apártate de mí, Beata (te replicará con imperio), no pises los bordados de mi manto, no deshojes con tu aliento de mal tono la frescura de las rosas que ciñen mi frente. Ea, márchate...»
Y vosotras también, grande y noble Sabiduría, austero Deber, dulce y tranquilo Amor conyugal, apareced de repente ante el descuidado autor que emplea en aquellos instantes todo su talento en seducir a una niña inocente o en dejarse engañar por una astuta cortesana; ante el noble magistrado que trueca la severa toga de la justicia por el callado y maligno dominó; ante el marido mundanal, ante la esposa terrena, que se separan voluntariamente en busca de aventuras, y vuelven a encontrarse a la hora convenida haciendo alarde de su mutua infidelidad. Apareced, digo, entonces de repente ante esos grupos bulliciosos; cortad de improviso sus diálogos animados, reflejaos en su mente como un recuerdo instantáneo de sus respectivos deberes... Veréis fruncirse sus frentes, despertarse su arrogancia, y pretender arrancaros la careta (que no tenéis) diciéndoos con indignación: —«¿Quién sois, máscaras insolentes, o qué venís a hacer aquí?»
Todo es, en fin, placer y movimiento, y risa y algazara, y cuadros halagüeños, sin pasado y sin porvenir; la capital entera resuena con las músicas armoniosas: por las anchas ventanas se desprenden torrentes de luz, y el confuso sonido de la conversación y de la danza; mil carruajes precipitados surcan en todos sentidos las calles, para conducir a los respectivos saraos a los alegres bailadores; la plateada luna refleja sus luces en los mantos recamados de oro, en las trenzas entretejidas de pedrerías; yacen desocupados los lechos conyugales, el opulento palacio, y el elevado zaquizamí; todos sus moradores déjanlos precipitados, y corriendo en pos del tirso de la locura, acuden de mil partes a las bulliciosas mansiones del placer, a los innumerables templos de aquella Diosa de Carnaval.
¡Qué importa que a la mañana siguiente, el sol terrible alumbre la desesperación del cortesano, la miseria del indigente, la enfermedad del cuerpo, o el horrible tormento de un engañado amor!... ¡Qué importa!... Hoy han hecho una tregua los dolores; el hambre y la guerra han cubierto un instante su horrorosa faz; los recuerdos de lo pasado, los temores de lo futuro, han cedido a la mágica esponja que la locura pasó por nuestras frentes... ¡Se acaba el Carnaval!... ¡Es preciso disfrutarlo!... Y marchan y se cruzan las parejas precipitadas, y retiemblan las altas columnas, y gimen las modestas vigas, al confuso movimiento que empezando en los sótanos sombríos adonde tiene su oscura mansión el pordiosero, concluye bajo los techos artesonados y de inestimable valor...
La luz del sol, pura y radiante como en los días anteriores, penetra descuidadamente en lo interior de esta escena, y pintando de mil matices los empañados cristales de las ventanas, viene a herir las descuidadas frentes, los macilentos ojos de las hermosas; a su terrible y mágico talismán aparecen también las enojosas arrugas de los años, los estudiados afeites de la fingida beldad; rásgase el velo de la ilusión a los ojos del amante; hiélanse las palabras en los labios del cortesano; en vano la incansable locura quiere prolongar por más tiempo su dominio; sus adoradores ven clara a la luz del sol su desencajada y mortecina faz... y envolviéndose avergonzados de sí mismos, en sus falsos ropajes, y ocultando su semblante en el fondo de sus carrozas, tornan a sus respectivas habitaciones donde a la cabecera de su lecho les espera la triste realidad...
II. El Miércoles de Ceniza
Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana que llama a los fieles a la ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...
¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el mentido aparato de la mansión de la locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad; pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada noche... Refléjase en los semblantes ya la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de un ardiente y noble deseo...
¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera pretendiendo negar hasta la existencia de la virtud...! ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión; en el modesto hogar del tierno padre de familias; en el taller del artesano; en el lecho hospitalario del infeliz? ¿O acaso desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes, vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre, cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis vuestros retratos o el de vuestros semejantes? Temeridad, por cierto, sería la de aquel que pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su raudal.
Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún día han de ser convertidas. Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.
Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...
Aquella joven era su hija, aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente prorrumpiendo en esta exclamación: «¡Qué diablos! ¡y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de Madrid!»
III. El entierro de la sardina
Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas re-catadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos, y muchachos del común.
No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.
Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos treinta y nueve.
De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas de la pasada noche el Madrid—Norte y Centro—Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad el Madrid—Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.
Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos límites, de simple anuncio, o según la define el diccionario de la Academia «el tema que se da para un discurso o cuadro».
Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de ninguna especie; mas ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir en descargo de mi conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o vademécum que me entregó el calesero a tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma un sí es no es inexperta y vacilante decía:
Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el miércoles de ceniza de esta corte, como es uso y de-bota costumbre en toa la cristiandá de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crofade mayor de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata.
Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores explicaciones la clave de aquella cifra. Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras, porque de ambos carecía) el tal programa; pero en cumplimiento de mi propósito y para edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germania al común castellano; de los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.
Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente.
Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad.
Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.
Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino con que hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. Amenizaban el conjunto de este grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños, movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San Marcos, que en unión con la otra de la Sardina celebraba igualmente tan estupenda función.
Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y colorado guardapiés. Estas tales con aventadores de esparto dirigían sus expresivos saludos a una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas y cantaban el ¡ay, ay, ay!
Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo, fac simile de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz.
Allí, como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal. Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. Allí Juanillo (alias Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso puntapié. Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y bravíos, como en el camino de Abroñigal.
Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una figura bamboche formada de paja y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de carnes-tolendas; ofrenda dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chirlo, y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido original de aquella ingeniosa mistificación.
En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes en que la multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.
Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta, diversos Coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de buñuelos, en estos términos.
Coro de doncellas
Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores.
Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana, dedicadas al comercio por menor.
Las que hacían de Madre España, y de Virtudes teologales, y de Diosas del Olimpo en las funciones de la Jura.
Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o castañas en invierno.
Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.
Coro de mancebos
Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café.
Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en puentes y calzadas.
Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de pañuelos; comisión de relojes; comisión de cuarenta horas; comisión de posadas y forasteros.
Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de Lavapiés.
Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes epilépticos a la vista de un alguacil.
Coro de inocentes
Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes.
Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de los Guardias.
Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr.
Los que vocean por las calles «el papel que ha salido nuevo», o acompañan a los héroes en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles del aura popular.
Todas estas y otras muchas clases que sería harto prolijo enumerar, alternaban confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores, máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.
En tan amable desorden y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.
La burlesca y profana parodia se verificó en fin con toda solemnidad; ni se economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas, hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias, diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada pelea...
A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡la causa de su muerte!... la Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.
(Marzo de 1839.)
La posada o España en Madrid
La patria más natural
es aquella que recibe
con amor al forastero,
que si todos cuantos viven
son de la vida correos,
la posada donde asisten
con más agasajo, es patria
más digna de que se estime.
El Maestro Tirso de Molina.
I
No hace muchas semanas que en el DIARIO DE MADRID y su penúltima página, en aquella parte destinada a las habitaciones, nodrizas, viudas de circunstancias y demás objetos de alquiler, se leía uno, dos, y hasta tres días consecutivos el siguiente anuncio:
«Se traspasa la posada número... de la calle de Toledo, con todos los enseres correspondientes. Es establecimiento conocido hace más de cien años con el nombre del Parador de la Higuera. Su parroquia se extiende más allá de los puertos, y sirve de posada a los ordinarios más famosos de nuestras provincias. En cuanto a instrucción sobre precio y condiciones, el mozo de paja y cebada dará uno y otro a quien le convenga; teniendo entendido que el miércoles 9 del corriente a las diez de la mañana se adjudicará al mejor postor.»
No fue menester más que estas cuatro líneas para que todos los trajineros y especuladores provinciales, estantes y transeúntes, que de ordinario asisten en esta muy heroica villa, acudiesen al reclamo en el día y hora señalados, como si llamados fueran a son de campana comunal.
Y el caso, a decir verdad, no era para menos. Tratábase (como quien nada dice) de aprovechar la más bella ocasión de echar los cimientos a una sólida fortuna; de arraigar en un suelo fructífero y sazonado; de continuar una historia y fama seculares; y dar a conocer a la corte y a la villa, a las provincias de aquende y allende puertos, que el famoso parador de la Higuera había variado de dueño, y lo que el país podía esperar de su nueva administración.
Nacía tan importante como súbita variación, de un suceso de aquellos grandes, y para siempre memorables, que marcan la historia de los imperios y de las posadas; y este suceso, que iba a formar época en el establecimiento que hoy nos ocupa, era la abdicación espontánea y expresa del tío Cabezal II, anciano venerable de los buenos tiempos, hijo y sucesor de Cabezal I, fundador que fue del parador de la Trinidad en los arranques del puerto de Guadarrama; ascendido después a uno de los centrales de la carretera de Andalucía, en el real sitio de Aranjuez; y dueño, en fin, hasta su muerte, del gran parador de la Higuera, cuya sucesión trasmitió naturalmente a su hijo primogénito, el mismo que hoy fijaba sobre sí la atención de la posteridad por su espontánea y magnánima resolución.
No era ésta hija de un momento de irreflexión ni de un capricho pasajero, como es de suponerse, sabiendo que nuestro tío Cabezal frisaba ya en los ochenta eneros, y podía alcanzar todo el grado de madurez de que era capaz su organización cerebral. Pero hay sucesos en la vida que dan origen a aquellas peripecias que marcan sus diversas fases, y hay objetos que, por separados que parezcan entre sí, mantienen con nuestro espíritu cierta oculta relación que una grave circunstancia viene tal vez a descubrir.
Aquel suceso, pues, y aquel objeto, ligados tan estrecha e indisolublemente con el ánimo del tío Cabezal, era la muerte del Endino, soberbio macho, natural de Villatobas, que prematuramente y a los treinta y siete años de edad, había dejado de existir, privando de su motor agente e inteligente a la noria del parador; porque conviene a saber, que el parador tenía noria, en uno como patio, que en los tiempos atrás sirvió de huerta, de que aún se conserva una higuera, por donde le vino el nombre al establecimiento.
En esta circunstancia desgraciada, en esta muerte natural, lógica y consiguiente, que cualquiera hubiera tomado bajo el punto de vista material, vio nuestro Cabezal explicado el fin de una emblemática parábola, que de largos años atrás gustaba explicar a sus comensales; a saber: que la noria era su posada; el macho su persona; los arcaduces los trajineros que venían a verter en su regazo el fruto de sus acarreos, y que en el punto y hora en que el macho dejase de existir, la noria dejaría de dar vueltas, el agua de llenar los arcaduces, el pilón de recibir su manantial. Y llegaba a tal extremo su supersticiosa creencia, y de tal suerte creía identificada su existencia con la existencia del macho, que lo mimaba y bendecía con más celo que el hechizado don Claudio a su lámpara descomunal. Y faltó poco para que realizando su profecía le ahogase su dolor a la primera nueva de la muerte de su compañero. El ánima, empero, resistió a tan violenta comparación, y pudo sobrevivir a aquel terrible impulso de pesar; pero agotadas por él todas las fuerzas de la resistencia, cortó las alas al albedrío, y dejó al infeliz Cabezal condenado a vegetar estérilmente y sin amor a la gloria, ni esperanza en el porvenir. Esta fue la razón por la que desengañado del mundo, determinó poner un término a sus negocios, y dejar las riendas del gobierno a manos más ágiles y bien templadas.
II
A misa mayor repicaban las campanas de San Millán, cuando por la calle abajo de Toledo, entre el tráfago de carromatos y calesas, trajineros y paseantes, veíanse adelantar agitadamente y con rostros meditabundos, reveladores de una preocupación mental más o menos profunda, diferentes figuras, cuyos trajes y modales daban luego a conocer su diversa procedencia. Y puesto que la relación haya de padecer algún extravío, no podemos dispensarnos de hacer tal cual ligero rasguño de las principales de aquellas figuras, siquiera no sea más que por poner al lector en conocimiento de los personajes de la escena, dándole de paso alguna indicación sobre las diversas inclinaciones y peculiar modo de vivir de los naturales de nuestras provincias en este emporio central de España, adonde vienen a concurrir en busca de más próvida fortuna.
El primero que llegó al lugar de la cita fue, si mal no recordamos, el señor Juan de Manzanares (alias el tío Azumbres), honrado propietario y traficante de la villa de Yepes, ex-cuadrillero de la ex-santa hermandad de Toledo, arrendador de diezmos del partido, y persona notable por su buen humor, por el nombre de sus bodegas, y por los catorce pollinos que le servían para el acarreo.
Este tal, montado en ellos, y en las nueve leguas que dista de Madrid su villa natal, había hecho el camino de la fortuna con mejor resultado que Sebastián Elcano dando la vuelta al globo, o que Miguel de Cervantes encaramado sobre los lomos del Pegaso; y era porque no había tenido la necia arrogancia de echarse como aquél a descubrir mares incógnitos, ni como éste a proclamar verdades añejas; sino que dejando a un lado la región de las ideas, se había internado en la de los hechos, limitándose a establecer una sólida comunicación entre sus tinajas y las ochocientas y diez y seis tabernas públicas que cuenta nuestra noble capital. Por lo demás, eso le daba a él de los tratados de los economistas célebres sobre las relaciones de los productos con el consumo, como de la guerra próxima del Sultán con el virrey de Egipto; y así entendía la teoría de la sociedad de templanza de Nueva—York, como el alfabeto de la China; sin que esto sea decir tampoco que en punto a alfabeto conociese siquiera el vulgar castellano, y con respecto a aritmética tuviese otra tabla pitagórica que los diez dedos que en ambas manos fue servido de darle el Señor, con los cuales y su natural perspicacia, tenía lo bastante para arreglar sus cuentas con sus infinitos comensales, y era fama en el pueblo que todavía no había ninguno conseguido eludir ni burlar su vigilancia.
La idea de un establecimiento en Madrid, a cuyo frente pensaba colocar a su yerno Chupa-cuartillos, recientemente enlazado con su hija (alias la Moscatela), había hallado acogida en el bien templado cerebro de nuestro Azumbres, y en silencioso recogimiento meditó largo rato sobre ella, la mano en el pecho, la otra a la espalda, sostenido en un pie sobre el suelo, y el otro casi reposando encima de uno de los pellejos, símbolo de su gloria y prosperidad; hasta que por fin se decidió a acudir al remate del parador, seguro de que sus antiguas relaciones con el poseedor dimisionario, y más que todo, la fama de su gran responsabilidad y gallardía, le daba de antemano por vencidas todas las dificultades que pudieran oponérsele.
Contraste singular y antítesis verdadera del ricachón de Azumbres, formaba el mísero Farruco Bragado, hijo natural de la parroquia de San Martín de Figueiras, provincia de Mondoñedo, reino de Galicia. Este infeliz ser casi humano, en cuyo rostro averiado del viento y ennegrecido del sol no era fácil descubrir su fecha, hacía tres semanas que había arribado a estas cercanías de Madrid, a bordo de sus zuecos de madera, y en compañía de una columna de compañeros de armas, que con grandes hoces y el saco al hombro suspendido de un respetable palo, venían desde cien leguas al son de la muñeira a brindar su indispensable ministerio agostizo a todos los señores terratenientes y arrendatarios de nuestra comarca; excepto, empero, el término del lugar de Meco, adonde ningún gallego honrado segaría una espiga, siquiera le diesen por ello más oro que arrastra el Sil en sus celebradas arenas.
Mas la señora fortuna, que a veces tiene toda la maliciosa intención de una dama caprichosa y coqueta, quiso probar la envidiable tranquilidad de nuestro segador, y permitió que guiado de aquel instinto con que el gato busca la cocina, el ratón el granero, el mosquito la cuba, y el hombre la tesorería, reparase nuestro Farruco en una puerta de cierta tienda de la calle de Hortaleza, a cuya parte exterior alumbraban dos reverberos, con sendas letras, que, aunque para él eran griegas, bien pronto fueron cristianas, oyendo pregonar a un ciego, que sentado en el umbral de la dicha puerta exclamaba de vez en cuando: —«La fortuna vendo; esta noche se cierra el juego; el terno tengo en la mano; a real la cédula».
Farruco a la vista de la fortuna (porque la vio, no hay que dudarlo, la vio, fantástica, aérea y calva por detrás, como la pintaban los poetas clásicos) hizo alto repentino como acometido de súbita aparición. Miró al ciego chillador; miró a la puerta; escudriñó el interior de aquella mansión de la deidad; vio relucir el oro sobre su altar; clavó los ojos en el suelo; y sin ser dueño a contenerse, metió dos largas uñas en el bolsillo, y con heroica resolución y no meditado movimiento sacó uno a uno hasta ocho cuartos y medio que dentro de él había, entre diversas migajas de pan y puntas de cigarro, y los puso sobre el mostrador a cambio de una cédula incorpórea, fugaz, transparente, al través de la cual vio con los ojos de la fe un tesoro de veinte pesos.
Pero no fue esto lo mejor, sino que Farruco había visto bien, y al cabo de los pocos días llegó un lunes ¡dichoso lunes! en que la fortuna acudió a la cita; quiero decir, que los números del billete respondieron exactamente a los que proclamaban los agudos chillidos de los pilluelos de Madrid. Conque mi honrado segador por aquella atrevida operación, se vio como quien nada dice, al frente de un capital de cuatrocientos reales, desde cuyo punto empezó para él una existencia nueva, que si no es más feliz, era por lo menos más interesante y animada.
Altos y gigantescos proyectos eran los que habían despertado en la imaginación del buen Farruco aquellos veinte pesos, inverosímil tesoro, superior a sus más dorados ensueños. Con ellos y por ellos creíase ya señor de la más alta fortuna, y ni los elevados palacios, ni las brillantes carrozas, parecíanle ya reñidas perpetuamente con su persona.
Bien, sin embargo, echó de ver que le era forzoso buscar con el auxilio de su ingenio, útil empleo y provechosa colocación a aquella suma; y aquí de los desvelos y cavilaciones del pobre segador, que estuvieron a pique de dar con él en los Orates de Toledo. ¡Trabajo ordinario y pensión obligada de las riquezas, el venir acompañadas de los cuidados que alteran la salud y quitan el sueño!
Parecióle primero, como la cosa más natural, el regresar a su país natal, donde compraría algunas tierras, prados y bacorriños; ítem más, una moza garrida que sirvió tres años de doncella al cura de la parroquia, y que era la que le inquietaba el ánima y hacía darle brincos el corazón. Pero el miedo natural del largo camino y peligros consiguientes le detenían en su resolución. Hubo, pues, de tratar de asegurar su capital por estos contornos, y como nada le parecía demasiado para aquel tesoro, todo se le volvía informarse con reserva de si estaban de venta la Casa de Campo o los bosques del Pardo; otras veces hallábase inclinado al comercio y quería tomar por su cuenta el Peso Real, o el nuevo mercado de San Felipe. En vano su amigo y compatricio Toribio Mogrobejo, alumno de Diana en la fuente de Puerta Cerrada, hacíale ver las ventajas del oficio, la solidez y seguridad de sus rendimientos, el líquido producto de la cuba, y el sólido de la esportilla o del carteo; y ofrecíale asegurarle media plaza y salir su responsable para el pago de la cubeta. Farruco sonreía desdeñoso como compadeciendo la ignorancia en que suponía a Toribio de su nueva fortuna, y proseguía sus castillos en el aire, hasta que teniendo noticia del arriendo del parador de la Higuera, parecióle que nada le iría tan bien como emplear en esto sus monedas, y para ello acudió a la cita a la hora prefijada.
En pos de él se descolgó un valenciano ligero y frescachón, con sus zaragüelles y agujetas, manta al hombro izquierdo y pañuelo de colores a la cabeza. Llamábase Vicente Rusafa, y era natural de Algemesí, camino de Játiva. Inconstante por condición, móvil por instinto; agitado y resuelto por necesidad; una mañana de mayo por no sé qué quimeras, de que resultaron dos cruces más en el camino de la Albufera, abandonó sus pintados arrozales por estos secos llanos de Castilla, dijo «adiós» por un año al Miguelete, y se vino a colocar un puesto de horchata de chufas por bajo de la torre de Santa Cruz. Pero pasó el estío y pasaron con él la horchata de chufas, y las elecciones; y vino el otoño, y con él los fríos y los muñecos de pasta; y nuestro industrial tuvo que acogerse a vender sandías por las calles, hasta que ya entrado el invierno se colocó en un portal donde estableció su depósito de estera de pleita fina, que le produjo lo bastante para abrir en la primavera comercio de loza de Alcora, y pan de higos de Villena.
Detrás de él, y por el mismo camino, se adelantó un robusto mancebo, alto de seis pies, formas atléticas, facciones ásperas y pronunciadas, voz estentórea, y desapacible acento gritador. Su nombre Gaspar Forcalls; su patria Cambrils; su acento provenzal; su profesión trajinante carromatero. Llevaba alpargatas de cáñamo y medias de estambre azul, calzón abierto de pana verde, y tan corto por la delantera, que a no ser por la faja que le sujetaba, corría peligro su enorme barriga de salir al sol. La chaqueta era de la misma pana verde, y el gorro de tres cuartas que llevaba en la cabeza, de punto doble de estambre colorado; ocupando ambas manos, una con un látigo que le servía de puntal, y la otra con una pipa de tierra en que fumaba negrillo de la fábrica de Barcelona.
Este tal, mayoral en su tiempo de la diligencia de Reus a Tarragona, ordinario periódico después, de aquella capital a Madrid, había calculado lo bien que a sus intereses estaría el establecer en ésta un depósito de mensajerías con que poder abarcar gran parte del comercio de Madrid con el Principado; y parapetado con buenos presupuestos, y con no escasa dosis de inteligencia y suspicacia, se presentaba al concurso a la hora prefijada.
Del género trashumante también, y ocupado igualmente en el trasporte interior, aunque por los caminos de herradura, el honrado Alfonso Barrientos, natural de Murias de Rechivaldo en la Maragatería, se presentó también con sus anchas bragas del siglo XV, su sombrero cónico de ala tendida, su coleto de cuero, y su fardo bajo el brazo. Hábil conocedor de las necesidades mercantiles de Madrid, relacionado con sus casas de comercio principales, que no tenían reparo de fiar a su honradez la conducta de sus caudales, jefe de una escuadra de parientes, amigos y convecinos, que desde los puntos de la costa cantábrica sostenían hace veinte años la comunicación regular con la capital, hallábase el buen Alfonso en la absoluta necesidad de establecer en ésta una factoría principal donde expender sus lienzos de Viveros, jamones de Caldelas, y truchas del Barco de Ávila, amén de las expediciones de caudales de la hacienda pública y particulares, víveres de los ejércitos, y provisiones de las plazas; y estaba seguro de que con su presencia y antigua fama no podía largo tiempo disputarle la preferencia ningún competidor.
Alegre, vivaracho y corretón, guarnecido de realitos el chupetín, con más colores que un prisma, y más borlas que un pabellón, Currillo el de Utrera, mozo despierto y aventajado de ingenio, rico de ardides y de esperanzas, aunque de bolsa pobre y escasa de realidades, se asomó como jugando al lugar del concurso, con la esperanza de que acaso le fuera adjudicada la posada, bajo la palabra de fianza de un sobrino del compadre de la mujer del cuñado de su mayoral, y todo con el objeto de dejar su vida, nómada y aventurera, porque se hallaba prendado de amores por una mozuela de estos contornos, que encontró un día vendiendo rábanos en la calle del Peñón, con un aquél, que desde el mismo instante se le quedó atravesada en el alma su caricatura y no acertó a volver a encontrar otro camino que el del Peñón.
La nobilísima Cantabria, cuna y rincón de las alcurnias góticas, de la gravedad y de la honradez, contribuyó también a aquel concurso con uno de esos esquinazos móviles, a cuyos anchos y férreos lomos no sería imposible el transportar a Madrid la campana toledana o el cimborio del Escorial. Desconfiado, sin embargo, de sus posibles, más como espectador que como actor, se colocó en la puja con ánimo tranquilo y angustiado semblante, como quien estaba diciendo en su interior: —¡Ah Virgen! ¡Si no custara más de dus riales, eu tamén votaba una empujadura!
«A los ricos melocotones de Aragón, de Aragón, de Aragón.» —Venían gritando por la calle abajo Francho el Moro y Lorenzo Moncayo, vecinos de la Almunia, y abastecedores inmemoriales de las ferias matritenses. La rosada y rotunda faz del primero, imagen fiel de la fruta que pregonaba, su aspecto marcial, su voz grave y entera, su risa verdaderamente espontánea, y el grave aspecto y la formal arrogancia del segundo, inspiraban confianza al comprador y brindaban de antemano al paladar la seguridad de los goces más deliciosos. Colocados muchos años a la puerta de la posada de la Encomienda, calle de Alcalá, o caminando a dúo por las calles con su banasta a medias agarrada por las asas, habían logrado establecer tan sólidamente su reputación, que estaban ya en el caso de aspirar a mayor solidez, teniendo en ésta un depósito central donde poder recibir sus variadas cosechas y hacer su periódica exposición.
Si no dulces y regalados frutos naturales, por lo menos picantes y sabrosos artificios era lo que ofrecer podía en el nuevo establecimiento el amable Juan Farinato, vecino del lugar de Candelario en Extremadura, célebre villa por los exquisitos chorizos que desde la invención de la olla castellana han vinculado a su nombre una reputación colosal. Farinato, descendiente por línea recta del inventor de la salchicha, y vástago aprovechado de una larga serie de notabilidades de la tripa y del embudo, había traído por primera vez a Madrid a su hijo y sucesor, verdadera litografía de su padre en facciones, traje y apostura, y después de introducirle con el sin número de amas de casa, despenseros y fondistas, de cuyos más picantes placeres estaba encargado, pensó en fijar en ésta su establecimiento, dejando al joven Farinatillo el cuidado de ir y volver a Candelario por las remesas sucesivas.
Por último, para que nada faltase a aquel general e improvisado cónclave provincial, no habían sonado las diez todavía, cuando espoleando su rucio, compungida la faz, la nariz al viento, y las piernas encogidas por el cansancio, llegó a entrar por la posada adelante el buen Juan Cochura, el castellano viejo, aquel mozo cuitado y acontecido, de cuyas desgraciadas andanzas en su primer viaje a la corte tienen ya conocimiento mis lectores. Conque se completó aquel animado cuadro, y pudo empezarse la solemne operación del traspaso; pero antes que pasemos a describirla, bueno será pasear la vista un rato por el lugar de la escena, si es que lo desabrido de la narración no ha conciliado el sueño de los benévolos lectores.
III
En el comedio del último trozo de la calle de Toledo, comprendido entre la puerta del mismo nombre y la famosa plazuela de la Cebada, teatro un tiempo de los dramas más románticos, ahora de las musas más clásicas y pedestres, conforme bajamos o subimos (que esto no está bien averiguado) a la izquierda o derecha, entre una taberna y una barbería, álzase a duras penas el vetusto edificio que desde su primitiva fundación fue conocido con el nombre del Parador de la Higuera, el mismo a que nos dejamos referidos en la narración anterior.
Su fachada exterior, de no más altura que la de unos treinta pies, se ve interrumpida en su extensión por algunos balcones y ventanas de irregular y raquítica proporción faltos de simetría y correspondencia, y ofrece, como es de presumir, pocos atractivos al pincel del artista o a las investigaciones del arqueólogo. Su color primitivo, oscuro y monótono, la solidez de su construcción de argamasa de fuerte pedernal y grueso ladrillo, las mezquinas proporciones de los arriba nombrados balconcillos, el enorme alero del tejado, y la altísima puerta de entrada, cuyas jambas de sillería aparecen ya un sí es no es desquiciadas, merced al continuo pasar de carromatos y galeras, dan a conocer desde el primer aspecto la fecha de aquel edificio, si ya no la revelase expresamente una inscripción esculpida en el dintel de la dicha puerta; la cual inscripción alternada con la que sirve de insignia al parador, viene a formar un todo bastante heterogéneo y difícil de comentar; dice pues así:
PARADOR
JHS. 16. MRA. 22. JHE. DE LA
Se yerra a fuego y en frío
Que según los inteligentes se reduce a declarar (después de los respetables nombres de la sacra familia y del emblemático título del parador) que aquella casa fue construida en el año de gracia de 1622; conque es cosa averiguada sus dos siglos y pico de antigüedad.
En el ancho y cuadrilongo vestíbulo que sirve de ingreso, no se mira cosa que de contar sea, supuesto que a aquella hora todavía no trabajaba el herrador de la parte afuera de la calle, y los mozos ordinarios no habían colocado aún el barco temblador sobre que suelen pasar las siestas jugando al truquiflor y a la se-cansa.
Pásase desde el citado ingreso a un gran patio cuadrilátero cercado por su mayor parte de un cobertizo que sirve para colocar las galeras y otros carruajes, y sobre el que sustentan los pasillos y ventanas de las habitaciones interiores de la casa. A su entrada el indispensable pozo con su alto brocal y pila de berroqueña, y en ambos lados, por bajo del cobertizo, las cuadras y pajares con la suficiente comodidad y desahogo.
La habitación alta está dividida en sendos compartimentos, adornados cada uno con su tablado de cama verde, jergón de paja, sábanas choriceras y manta segoviana; su mesilla de pino, con un jarro candil y una estampa del Dos de Mayo o del Juicio final, pegada con miga de pan en el comedio de la pared; amén de los diversos adornos que alternativamente aparecen y desaparecen, tales como albardas, colleras, esquilones y otros, propios de los trajinantes que suelen ocupar aquellos aposentos.
Únicos habitadores permanentes de tan extenso recinto, y ruedas fijas de su complicada máquina, eran: primero, el dueño propietario Pedro Cabezal, anciano respetable de que queda hecha mención, cuya estampa lozana y crecida en sus años juveniles, aparecía ya un sí es no es encorvada por el transcurso del tiempo y los cuidados que pesaban sobre su despoblada frente; segundo, Anselma Ordóñez, hija putativa de Diego Ordóñez, difunto mozo de mulas, mayordomo y despensero que fue de la casa en los primeros años del siglo actual, y esposo de Dominga López, también difunta, ama de llaves del Cabezal. Esta tal Anselma era una moza rolliza de veinte abriles poco más o menos, cuya fecha, no muy conforme con la muerte del padre Diego, que falleció heroicamente de hambre en el año 12, se explicaba más naturalmente por las malas lenguas que atribuían al tío Cabezal algunas relaciones en su tiempo con la viuda Dominga, y creían descubrir entre las facciones de aquél y las de la moza, mayor relación y concomitancia que con las del difunto mozo de mulas. Pero sea de esto lo que quiera, y la verdad no salga de su lugar, es lo cierto que el famoso dueño del parador de la Higuera la tenía por ahijada, y en los últimos años de su edad, desprovisto como estaba desgraciadamente de sucesión directa, varonil y ostensible, manifestaba cierta predilección y deferencia hacia la muchacha, y aun daba a entender claramente que aquel feliz mortal que lograse interesar su aspereza, sería dueño de su mano, ítem más, del consabido parador con todas sus consecuencias. Razón de más para atraer a su posada crecido número de parroquianos gallardos y merecedores.
El tercer personaje de la casa era Faco el herrador, poderoso atleta de medio siglo de data, cojo como Vulcano, y señalado en la frente con una U vocal, insignia de su profesión, que le fue impuesta por un macho cerril de Asturias, con quien habrá quince años sostuvo formidable y singular combate. Gesto duro y avinagrado, manos férreas y cerdosas, alto pecho, cuello corto, y cabeza bien templada. Este tal era el consejero áulico, el amigo de las confianzas del Cabezal; era el que imprimía, digámoslo así, su sello a todas las determinaciones de aquél, que no tenían, como suele decirse, fuerza de ley, hasta después de bien claveteadas por el señor Faco, y pasadas por el yunque de su criterio.
Último miembro de aquella cuádruple alianza venía a ser Periquillo el Chato, joven alcarreño hasta de diez y nueve primaveras, mozo de paja y tintero, que así enristraba la pluma como rascaba la guitarra; más amigo del movimiento rápido y de la vida nómada, propia de su antiguo oficio de acarreador de yeso, que del quietismo y trabajo mental a que le obligaba el arcón de la cebada y el grasiento cuaderno de la paja, de que estaba hoy encargado, gracias a su notable habilidad para trazar algunos rasgos, que según el maestro de su pueblo podían pasar por letras y por guarismos, siempre que abajo se explicase en otros más claros lo que aquéllos querían decir.
IV
Sentados, pues, majestuosamente en un ancho escaño, colocado a la espalda del vestíbulo de entrada, el famoso Cabezal y su adjunto el herrador; aquél a la diestra mano, y éste al costado izquierdo; el primero embozado en su manta de Palencia y el segundo apoyado en su bastón de fresno con remates de Vizcaya; colocados en pie en respetuoso grupo circular todos los aspirantes y mantenedores de aquella lid, y asomando, en fin, por el balconcillo que daba encima del cobertizo la rosada faz de la joven Anselma, premio casi indudable y última perspectiva del afortunado vencedor, déjase conocer la importancia del acto, y su completa semejanza con los antiguos torneos y justas de la edad media, en que los osados caballeros venían desde luengas tierras a punto donde poder manifestar su garbosidad y arrojo ante los ojos de la hermosura.
Dio principio a la ceremonia un sentido razonamiento del buen Cabezal, en que hizo presentes las razones que le asistían para retirarse de los negocios públicos, y envolverse en la tranquilidad de la vida privada, con todos aquellos considerandos que en igualdad de circunstancias hubiera explanado un Séneca, y que nuestras costumbres político-modernas suelen poner en boca de los magnates dimisionarios, y que quieren ser reelegidos. Con la diferencia que el honrado Cabezal, que ignoraba quién fuera Séneca, así como también el lenguaje político cortesano, procedía en ello con la mayor sinceridad, siguiendo sólo los impulsos de su conciencia, y bien convencido de que desde la muerte del Endino, sus débiles manos no eran ya a propósito para regir debidamente la riendas de aquel estado.
Seguidamente el herrador Faco, en calidad de superintendente y juez de alzadas del establecimiento, dio cuenta a la junta de su estado financiero; del presupuesto eventual de sus beneficios y gastos, y del balance de sus almacenes, y mobiliario; no tratando, empero, de la propiedad de la finca, cuyo dominio se reservaba Cabezal, y concluyendo con animarles a presentar incontinenti sus proposiciones de traspaso, a fin de proceder en su vista a la definitiva adjudicación.
Aquí del rascar de las orejas de los circunstantes; aquí el hacer círculos en la arena con las varas; aquí el atar y desatar de las fajas y de los botines de la pretina; aquí el arquear de las cejas, tragar saliva, mirar a un lado y a otro, como tomando en cuenta hasta las más mínimas partes de aquel conjunto; aquí el mirarse mutuamente con desconfianza y aparente deferencia, instándose los unos a los otros a romper el silencio, sin que ninguno se atreviese a ser el primero. Aquí, en fin, el balbucear algunas palabras, aventurar tal cual pregunta, rectificar varias indicaciones, y volverse a recoger en lo más hondo de una profunda meditación.
Por último, después de media hora larga de escena muda, en que sólo se oía el pausado compás de las campanillas de los machos que retozaban en las cuadras, y el silbido de Periquillo que servía de reclamo para atraer a la puerta del parador algunas aves trashumantes de las que tienen sus nidos hacia la calle de la Arganzuela, se oyó en fin entre los concurrentes un gruñido semejante al último ¡ay! del infeliz marranillo cuando cede la existencia al formidable impulso de la cuchilla. Y siguiendo acústicamente la procedencia de tal sonido, volvieron todos los ojos hacia un extremo del círculo, y conocieron que aquél había sido lanzado por la agostada garganta del segador Farruco, quien alzando majestuosamente la cabeza, y como hombre seguro de sostener lo que propone, exclamó:
—En Dios y en mi ánima, iba a decir, que si vustedes no risuellan, yo risullaré.
—¡Bravo, Farruco, bien por el segador! —exclamaron todos, como admirados de esta brusca interpelación de parte de quien menos la esperaban.
—Silencio, señores (dijo el herrador); Farruco tiene la palabra.
—Es el casu (prosiguió Farruco), que yo non sé cómo icirlu; peru, si ma dan el edificiu, y toudo lu que en él se contién, ainda mais, la moza, para mí sulitu, pudiera ser que yu meta de traspasu hasta duscientus riales, pagadus en cuatru plazus dende aquí hasta la virgen del outru agostu.
—Bravo, bravo (volvió a resonar por el concurso en medio de estrepitosas carcajadas), bien por Farruco el segador. ¡Doscientos reales en cuatro plazos! Vamos, señores, animarse, que si no queda el campo por Galicia. ¡Viva Santiago! ¡uff!... —Con otros alegres dichos y demostraciones que para todos eran claras menos para el honrado y paciente segador.
—Ira de Deu (gritó a este tiempo el catalán, blandiendo el látigo por encima de las cabezas del amotinado concurso). ¿Será ya hor que nos antandams en formalidat y prudensia? ¡Les diables carguen con este Castilla en que tot se hase riendo como les carrers de Hostalrich! Poqs rasons, pues, y al negosio, que se va hasiendo tard, y a mí me aspera mis galers a les ports de la siudad. Vean ells si les acomod trasients llibrs per tot, pagaders en Granollers, en cas de mi sosio Alberto Blanquets, de la matrícula de San Feliú de Guixols.
—Otra, otra (dijo gravemente el aragonés); aguarda, aguarda, con lo que sale media lengua. Yo adelanto trescientos pesos mondos y redondos; con más, toda la fruta que gaste el señor amo, y la estameña franciscana que necesite para la mortaja, y ofrezco icir tres misas a las ánimas por mor de la señá Cabezala que Dios tenga allá abajo; y endiñale un risponso en el Pilar, que la Virgen se ha e reír de gusto.
—¡Que viva el aragonés! (gritó el concurso alborozado), y a los ojos del anciano Cabezal se asomó una lágrima, tributo del amor conyugal, cuyo recuerdo había dispertado Francho el moro.
—A que si valen seis taullas de tierra de buen arros, orilla del Grao, y como hasta diez libras de seda en el Cañamelar para la próxima cosecha, aquí hay un valensiano que dará todo esto, y las grasias si el señor amo quiere sederle el parador.
—¿Qué eztán uzteez jablando ahí, compaez? Aquí hay un hombre, tío Cabesal: y detraz dezte hombre hay un compae que zale por mí, y ez primo der cuñao de la zobrina der regidor de Morón, que tiene parte con otros sinco en er macho con que traje la carga de aseite pa el compae Cabesal en la pazcua anterior; el cual zi zale (que zí zaldrá), por mi honor y juramento, esde luego pedirá a zu prima que le diga ar cuñao, que pía a la sobrina der regidor, que haga que zu tío ponga por hipoteca la parte trazera der macho, pa servir ar señor Cabesal y a toda la buena gente que moz ezcucha.
—¡Que viva Utrera! (exclamaron todos con algazara) y arriba Currillo que nos ha ganado la palmeta prontito y bien; ¡dichoso el que tiene compadres para sacarle de un ahogo! ¡que viva Curro y el cuarto trasero del macho de su compadre, que son tal para cual!
—Grasias, señorez (repetía Curro); pero bien zabe Dioz que no lo desía por tanto.
—Basta ya de bromas, señores, si ustedes gustan, que la mañana se pasa, y todavía tengo que llegar a Valdemoro a comer. Veo por lo visto que aquí todos son dimes y diretes, y el amo, a lo que entiendo, no nos ha llamado para oírnos ladrar. —Esto dijo con importante gravedad el manchego, y adelantándose un paso en medio del corro; —Yo (continuó con valentía) voy a tomar la gaita por otro lado, y creo que vuesas mercedes habrán de llevar el paso con el sonsonete. Aquí mismo, al contado, todo en doblones de a ocho, corrientes y pasados por estas manos que se ha de comer la tierra, aquí está mi argumento, y mi elocuencia está aquí. (Y lo decía por un taleguillo de cordellate que alzaba con la diestra mano.) A ver, a ver, si hay alguien que me lo empuje, porque si no, mío queda el parador; y cuenta, herrador, a ver si me equivoco; mil pesos, dobles, justos y limpios, hay dentro del taleguillo; esos doy, y pues que no hay ni puede haber competencia, señores, pueden vuesas mercedes si gustan llegarse a oír misa, que ahora poco estaban repicando en San Millán.
Un confuso rumor de desaprobación y algunas interjecciones expresivas dieron a conocer el enojo que semejante arrogancia había inspirado a la asamblea; el opulento Azumbres no por eso desconcertó su continente, antes bien sacando pausadamente la vara del cinto tomóla con la diestra mano, y pasando a la izquierda el taleguillo de los doblones, paseó sus insultantes miradas por toda la concurrencia, como aquel que está seguro de no encontrar enemigos dignos de combatir con él.
Sin embargo, no había calculado con la mayor exactitud, porque adelantándose al interior del círculo el honrado maragato, hecha la señal de la cruz, como aquel antiguo paladín que se disponía a temerosa liza, tosió dos veces, escupió, miró en derredor, y quitándose modestamente el sombrero, prorrumpió en estas razones.
—Con permiso del señor manchego y de toda la concurrencia; yo Alfonso Barrientos, natural y vecino de Murias de Rechivaldo, en el obispado de Astorga, parezco de cuerpo presente y digo: que aunque no vengo tan prevenido para el caso como el señor que acaba de hablar, todavía traigo, sin embargo, otro argumento que no le va en zaga a su saquillo de arpillera; y este argumento, y este tesoro, que no lo cambiaría por toda la tierra llana que se encuentra comprendida entre la mesa de Ocaña y las escabrosidades de Sierra Morena, es mi palabra, nunca desmentida ni desfigurada; es mi crédito, harto conocido entre las gentes que se ocupan en el tráfico interior. Saque el señor herrero un papelillo de los que sirven para envolver su cigarro, y déjeme poner en él tan sólo mi rúbrica, y ella acreditará y hará buena la palabra que Alfonso Barrientos da de entregar mil y doscientos pesos por el traspaso del parador.
—¡Viva el reino de León! ¡viva la honradez de la Montaña! (exclamaron estrepitosamente todos los concurrentes); y al diablo sea dada la arrogancia de la tierra llana.
—Que me place (replicó sonriéndose el manchego) encontrar con un competidor digno por todos títulos de habérselas con Azumbres el cosechero de Yepes: pero como no es justo darse por vencido a la primera vuelta, y como tampoco soy hombre a quien asustan todas las firmas leonesas, aquí traigo prevenidas para el caso nuevas municiones con que hacer la guerra a todos los créditos del mundo, aunque entren en corro los billetes del tesoro y las sisas de la villa de Madrid. Sepan, pues, que en este otro saquillo (y esto dijo sacando a relucir del cinto un nuevo proyectil de mediano volumen) se encierran hasta doscientos doblones más, los mismos que ofrezco al señor Cabezal por su traspaso, y punto concluido, y buena pro le haga al rematante.
—Apunte vuesa merced, señor herrador (dijo con calma el maragato) que Alfonso Barrientos da dos mil pesos fuertes, si no hay quien diga más.
Aquí la algazara y el entusiasmo de los concurrentes llego a su colmo, viendo embestirse con aquel ahínco a los dos poderosos rivales, que mirándose recelosos a par que prevenidos, como que dudaban ellos mismos toda la extensión de sus fuerzas y el punto término a que los llevaría el combate. Pero la mayoría de los pujadores, que conocían, muy a su pesar, que sólo podían servir de testigos en lucha tan formidable, iban descartándose del círculo, y abandonando con sentimiento el palenque. De este número fueron el choricero Farinato, el gallego y el asturiano, los aragoneses y el andaluz, los cuales sin embargo se mantenían a distancia respetuosa, como para mejor observar el efecto de los golpes y los quites respectivos.
Uno solo de los concurrentes no había dicho aún «esta boca es mía», y parecía como extraño a aquel movimiento, sin duda midiendo en su imaginación la pequeñez y mal temple de sus armas para tan lucido y arduo empeño; y este ser infeliz y casi olvidado de los demás, no era otro que nuestro Juan Cochura, el castellano viejo, el cual con aparentes señales de distracción, paseaba sus miradas por las alturas, como quien busca y no encuentra inspiración ni mandato a su albedrío. Pero a decir verdad, si nuestro anteojo escudriñador hubiera podido penetrar en aquel recinto, no hay duda que muy luego hubiera observado que lo que aparecía desdén e indiferencia de parte del Juan, no era sino cálculo refinado, y que sus miradas, al parecer estúpidas e indecisas, no iban dirigidas nada menos que a otro traspaso que le pusiera en posesión omnímoda y absoluta del parador.
Tal vez nuestros lectores habrán olvidado en el curso de esta estéril y cansada relación, que sobre el círculo de los famosos mantenedores del torneo, y asomada en un balconcillo de madera que apenas se distinguía, ofuscada entre el humo que salía de la cocina inmediata, se hallaba presenciando aquella animada escena la robusta Anselma, la hija adoptiva del señor del castillo, la estrella polar de aquellos navegantes, y el puerto y seguro término de sus arriesgadas aventuras. Verdad es (sea dicho de paso) que casi todos ellos navegaban como Ulises, sin saber por dónde, ignorantes del faro que sobre sus cabezas relucía, y a merced de los escollos e incertidumbres de tan dudoso mar; mas por fortuna nuestro Juan Cochura tenía un amigo... ¡y qué amigo!... práctico y conocedor de aquel derrotero, playa saludable en medio de tan intrincado laberinto; el cual amigo no era otro que Faco el herrador, quien por un movimiento indefinible de simpatía hacia nuestro mozo castellano, le había secretamente instruido sobre el rumbo cierto que tomar debía, diciéndole que si lograba interesar el amor de la joven Anselma, él y no otro sería el dueño del parador.
La gramática de Juan, parda como su vestido, no hubo menester más reglas para comprender aquel idioma; y así desde el principio de la refriega dirigió sus baterías al punto más importante y descuidado del combate; hasta que viendo que éste se empeñaba con la artillería gruesa, y escaso él de municiones para sostener con decoro el castellano pendón, apeló a la estratagema de la fuga; pero fuga armónica, cadenciosa y bien entendida, que ni el mismo Bellini hubiera ideado otra mejor.
Echó, pues, sus alforjas al hombro, y confiado en su buena estrella y en sus gracias naturales, de que ya tiene conocimiento el lector, subió poquito a poquito la escalera de la cocina; se llegó al balconcillo; tiró del sayal a la moza, como quien algo tenía que pedirla, y ella le siguió, como quien algo le tenía que dar.
Lo que al amor de la lumbre pasó, los coloquios y razonamientos que mediarían entre ambos en los pocos minutos que inadvertidamente desaparecieron de la vista del concurso, son cosas de que sólo los pucheros que hervían y el gato que dormitaba a la lumbre pudieran darnos razón; y es lástima sin duda que no quieran hacerlo, pues acaso por este medio vendríamos en conocimiento de una de las escenas de más romántico efecto que ningún dramaturgo pudiera inventar.
Ello es lo cierto, que por resultas de este desenlace de bastidores (muy conforme también con la escuela moderna) dio fin el drama, volviendo de allí a poco a salir la dueña y el mancebo al balconcillo, asidos de las manos, y con los ojos brilladores de alegría: y oyéndose prorrumpir a la heroica Anselma en estas palabras:
—«Padrino, padrino, que se suspenda el remate, que ya queda concluido el traspaso; Juan Algarrobo (alias Cochura) natural de Fontiveros, ha de ser mi esposo, que así lo ha querido Dios.»
Alzaron todos la vista con extrañeza al escuchar estas razones, y el anciano Cabezal hizo un ademán violento que parecía como preludio de alguna gran catástrofe. Miró al balconcillo con ojos encendidos, y alzándose de repente, y desembozándose de la manta: —«¡Ah perra!» (exclamó) y ya se disponía a saltar la escalera, cuando el buen Faco el herrador, el alma de sus movimientos, le detuvo fuertemente, trató de desarmar su cólera, y en pocas y bien sentidas razones le hizo ver la alcurnia del mozo, y lo bien que le estaría admitirle por marido de su ahijada.
Todos los concurrentes conocieron entonces que habían sido víctimas de una intriga concertada de antemano, y dieron por de todo punto perdido su viaje, con lo cual fueron desapareciendo uno en pos de otro, después de felicitar al Cabezal por la astucia de los novios.
Éstos, pues, después de solicitar la bendición paternal, quedaron instalados en sus funciones; y nuestro Juan Cochura, a quien en su primer viaje a Madrid vimos burlado, escarnecido y preso por su ignorancia, llegó en el segundo a ser burlador ajeno, y a ponerse al frente de un establecimiento respetable.
La fortuna es loca, y gusta las más veces de favorecer a quien menos acaso es digno de ella... ¿Quién sabe?... Todavía quizás le reserva una contrata de vestuario, o una empresa de víveres; y al que vimos entrar ayer cruzado en un pollino, preguntando los nombres de las calles, tal vez le miraremos mañana pasearlas en dorada carretela, y adornado su pecho con bandas y placas que nos deslumbren y oculten a nuestros ojos la pequeñez del origen de su posesor. Espectáculo frecuente en el veleidoso teatro cortesano, y grato pasatiempo del observador filósofo que contempla con sonrisa tan mágico movimiento.
(Julio de 1839.)
Al amor de la lumbre o el brasero
He aquí un objeto puramente español, y para hablar del cual de poco nos serviría tener a la mano los diccionarios de Taboada o de Newman. Afortunadamente somos poco diestros en achaque de traducciones, y aspiramos más bien al título de originales, aunque indignos. Verdad es que según van las cosas en la patria del Cid, dentro de muy poco tiempo acaso no tengamos ya objetos indígenas de que ocuparnos, cuando leyes, administración, ciencias, literatura, usos, costumbres y monumentos que nos legaron nuestros padres acaben completamente de desaparecer, que a Dios las gracias, no falta mucho ya.
Entonces desaparecerá también el brasero, como mueble añejo, retrógrado y mal sonante; y será sustituido por la chimenea francesa, suiza o de Albión; y la badila dará lugar al fuelle; y soplaremos en vez de escarbar.
Pero mientras esto sucede (y por si acaso sucediere mañana) no nos parece fuera del caso dejar aquí consignado un uso próximo a huir con otros tantos; a la manera que el diestro escultor imprime en cera (o sea en barro) la mascarilla del cadáver que va a desaparecer de la superficie de la tierra para ocultarse en su interior.
Si fuéramos etimologistas o rebuscadores de alcurnias, meteríamos el montante entre Covarrubias, que quiere que brasa y por consecuencia brasero vengan del griego Bras, que equivale en latín a Ebullio y Efervio, y los otros autores heráldicos, que creen buenamente que la voz española brasa sea hija legítima y de legítimo matrimonio de la latina Urasa, descendiente línea recta del verbo Urere; pero como a Dios gracias estamos lejos de estas (como decía el buen Sancho) sotilezas, y nos inclinamos más bien a las demostraciones materiales y tangibles, suponemos que el brasero reconoce por causa y origen la notoria costumbre del frío, y por consecuencia creemos y confesamos por cosa cierta, que si no hubiera invierno, regularmente no se hubieran inventado los braseros.
Ahora bien, —¿quién los inventó? —se nos preguntará: y nosotros responderemos cándidamente. —El primero que tuvo frío. —Echarémosla aquí de escolásticos, y continuaremos el argumento. —Es así que Adán en cuanto hombre quedó sujeto a todas las miserias humanas, desde aquella desgraciada golosina que compartió con Eva; es así que una de estas miserias fue sin duda el frío, ergo nuestro padre Adán, el primero que tuvo frío, fue, sin género de duda, el inventor del brasero.
Este descubrimiento, como todos los demás, tuvo después su sucesivo desarrollo; y así como vemos la hoja de parra y la piel de león de aquel hombre primitivo, transformada después en la púrpura romana, o la casaca francesa; del mismo modo el brasero, que empezaría por ser probablemente una piedra agujereada o cosa tal, acabó por ser un mueble de elegante forma; y tanto, que ya en el siglo XVI hay una ley española que salía al encuentro de este abuso diciendo: «Mandamos que de aquí adelante no se pueda labrar en estos nuestros reinos brasero ni bufete alguno, de plata, de ninguna hechura que sea» (Recop. lib. 7, tit. 12, 1. 2). Esta ley por supuesto ha caído en olvido por haber cesado el motivo que la causó. —No está en el día el alcacer para zampoñas; quiero decir, que no se halla hoy la plata tan de sobra para hacer de ella braseros.
Andando, pues, los tiempos, esta primitiva costumbre se subdividió, y varió hasta lo infinito, según los diversos países, clima y leyes que disfrutaron los hombres; pero en el fondo siempre fue la misma la verdad reconocida en ella, esto es, que para no sentir el frío, nada hay tan seguro como quemar combustible de esta o la otra manera. En esto todos estaban conformes; pero en cuanto a la aplicación variaron infinito, quemando los unos ramas de encina, los otros los troncos; cuáles leña carbonizada, cuáles el carbón mineral; en fin, cada uno quemó lo que tenía a mano —desde Nerón que quemó a Roma para templarse al calorcito, hasta el labriego de nuestros días, que quema estiércol y retama con un olorcillo que déjelo usted estar; desde los numantinos que incendiaron a su ciudad por no enfriarse, hasta el secretario del concejo o el fiel de fechos, que, a falta de otro combustible, queman las candidaturas venidas por el correo, las alocuciones estereotípicas de los jefes políticos, o la colección inmaculada del Boletín Oficial.
Esto en cuanto a la materia; por lo que dice relación a la forma sería cuento de nunca acabar el intentar describir las infinitas que tomaron los caloríferos; pero de ellas las más principales pueden reducirse a cuatro, a saber, el fogón, la chimenea, la estufa y el brasero.
Si nos hubiéramos propuesto abrazar la fisiología de estos cuatro medios de calefacción, seguramente que necesitábamos enviar por otro cuadernillo de papel al almacén de la esquina; pero desgraciadamente no contamos más que con las cuartillas necesarias para tratar del último de aquellos menesteres, esto es, del brasero. Esto no obsta para que así, como por incidencia, demos un vistazo sobre los demás, y los saquemos a colación como por vía de coro u acompañamiento de nuestro héroe principal.
El fogón, la chimenea, la estufa. —He aquí tres voces que seguramente se avergüenzan de verse juntas, perteneciendo a tan diversas clases y jerarquías, a tan opuestos polos, a tan sucesivas civilizaciones, como ahora se dice.
El humilde fogón, propiedad del gato y de la cocinera; laboratorio estomacal de la familia; abeja obrera de la casa, arrastrando por el suelo su baja condición en las sencillas aldeas, levantando tres palmos en la ciudad, a la altura del brazo de la criada o del pinche. —Pero aquí no hablamos del fogón como oficina de las salsas alimenticias; ni tenemos nada que ver con los gorros blancos, ni con las ollas humanitarias. —Aquí sólo miramos el fogón bajo su aspecto puramente calorífero; como el emblema patriarcal de la familia; como el coin du feu (diremos en francés, para que nos entiendan); como el hogar doméstico, que diríamos cuando éramos españoles.
¡Qué cosa más pintoresca que un hogar o fogón castellano o andaluz, colocado en el mismo suelo, sin más artificio que el que forman los robustos troncos de encina que arden y chisporrotean; la formidable campana de mampostería que le asombra y recoge los humos; el caldero de agua hirviendo pendiente de una cadena; el armonioso grupo de ollas y sartenes; y los dos bancos laterales, ocupados por el alcalde y el señor cura, el escribano y el barbero, la tía Perejila y el tío Yerbabuena, el comandante del resguardo y el estanquero, el gitano y el contrabandista! —Pero esto se quede para cuando dé de mano a una obrilla que me anda saltando en las mientes bajo el modesto título de «CRÓNICAS DEL FOGÓN».
Si por una transición brusca, saltamos desde aquel humilde sitio al suntuoso salón o primoroso gabinete, veremos la misma necesidad, la necesidad de calentarse y de reunirse; pero allí la hallaremos ataviada con ricos adornos de mármoles y bronces, relieves de estuco, y grupos de entalladura; con relojes y floreros, muebles y figuras doradas por acompañamiento; decorada con el nombre de chimenea, y servida y mimada por vaporosas damas y galantes caballeros.
O bien si penetramos en la callada oficina del funcionario, o en el estudio del letrado, hallarémosla disfrazada con una forma más o menos monótona y sombría, en un tubo de hierro que asciende hasta el techo, y penetra las paredes, y sube a los tejados, y busca salida al humo por encima de las buhardillas. La estufa, pues, es un método de calefacción estúpido, y carece de todo género de poesía.
Denme el brasero español, típico y primitivo; con su sencilla caja, o tarima; su blanca ceniza, y sus encendidas ascuas, su badil excitante, y su tapa protectora; denme su calor suave y silencioso, su centro convergente de sociedad, su acompañamiento circular de manos y pies. Denme la franqueza y bienestar que influye con su calor moderado, la igualdad con que lo distribuye: y si es entre dos luces, denme el tranquilo resplandor ígneo que expelen sus ascuas, haciendo reflejar dulcemente el brillo de unos ojos árabes, la blancura de una tez oriental.
La aristocrática chimenea, es cierto, contribuye más al adorno del magnífico salón; acaso extiende por todo él un temple más subido, y no hay duda tampoco en que su llama animada, inquieta, fantástica, chispeante, entretiene agradablemente, y alegra la vista del reposado espectador. Pero en cambio, ¡qué cansado reflejo en los ojos! ¡qué ardor desentonado en las mejillas! ¡qué frío desconsolador en el espaldar! ¿Y cuando hace humo? (que es las más veces) ¿y cuando baja el viento o la lluvia por el cañón? ¿y cuando atrapa la llama las faldillas del frac, o las guarniciones del vestido? ¿y cuando alarma y compromete a la vecindad, subiéndose por el hollín conductor a visitar las crujías de los tabiques o la armadura del tejado?
Además ¿cómo comparar a la chimenea con el brasero bajo el aspecto social, quiero decir, sociabilitario o comunista, para que nos entendamos?
En primer lugar la chimenea es injusta y amante del privilegio, y brinda todos sus favores a los dos afortunados seres que la flanquean inmediatamente, al paso que sólo envía un escaso saludo a los restantes acreedores; el brasero es Furrierista o Sansimoniano, y distribuye por igual porción su benéfico influjo a todos sus asociados. —La chimenea es semicircular y lunática; el brasero circular y eterno como todo círculo sin principio ni fin; —la chimenea abrasa, no calienta; el brasero calienta sin abrasar; —aquélla necesita de todo el cortejo de los tronos modernos, con sus ministros responsables de pala y tenaza que recoja y agarre, escoba que barra, morrillos que defiendan, cañón por garantía, opinión pública que sople y atice por el órgano del fuelle, y responsabilidad que se evapore en humo; el brasero patriarcal reina y gobierna solo, o lo más con un simple badil. Al poco más o menos como gobernaban Licurgo y Solón.
Aunque sólo fuera mirándolo bajo el aspecto de la confianza amorosa, habría que dar, no hay duda, la preferencia al brasero.
Porque figurémonos a dos amantes en flor (quiero decir, en la primer germinación del interés dramático), sentados el uno enfrente del otro, y ambos al lado de la reluciente chimenea; en primer lugar distan dos varas entre sí, lo cual no es lo más cómodo para decir un secreto (y quítenle ustedes al amor el secreto, y es lo mismo que si quitaran la sal a la olla). —En segundo lugar ambos se hallarán profundamente sentados en sendas butacas o enormes sillones inamovibles (que es como si dijéramos meterse en un simón a correr liebres). —En tercer lugar sus semblantes, no pudiendo sufrir el vivo reflejo de la llama, se ocultarán probablemente en la sombra de la pantalla o a favor de la repisa de mármol; y el quitar al amor el semblante, es quitarle la más sólida garantía, porque el semblante es el editor responsable del amor.
Luego, si hay que hincar una rodilla en tierra, peligra el pantalón con el contacto de la plancha de plomo; si hay que sorprender una mano descuidada, tropieza la propia con las tenazas o el fuelle; si hay que dar un billete, o leer unas coplas de ataúd, la llama inmediata es una fuerte tentación para el desdén.
En derredor de un brasero, al contrario, no hay desdenes posibles, ni posturas académicas, ni pretensiones exageradas: allí un pie de once puntos dista de otro pie de cinco no más que una pulgada; ¡y es tan fácil salvar esta pulgada!... dos manos de nieve (estilo clásico) extendidas sobre la lumbre, están en correcta formación con otras dos de cabretilla anteada ¡y es tan natural estrechar las distancias! y luego examinar la calidad de los guantes, la hechura de una sortija, una raya simbólica ¡qué sé yo! cualquier otro pretexto plausible, y... ¡adiós, mano de nieve derretida al calor braseril!
El mágico influjo de este mueble que enciende y carboniza las pantorrillas y los corazones, tiene también de bueno cierta dosis de calidad soporífera, que obrando inmediatamente sobre las cabezas de las guardas y tutores, les fuerza e impele a reconciliarse con el dios Morfeo; y si al dicho influjo se añade la lectura de un drama venenoso, o de las felicitaciones de la Gaceta, entonces el efecto es seguro, y duermen desde la vieja abuela hasta el gato roncador. —En estos casos la labor de la almohadilla no cunde, las desdichas del drama o las glorias de la Gaceta no marchan, y los que duermen son regularmente los que más ruido suelen hacer.
Todas estas y otras excelencias posee el brasero nacional; verdad es que nos hablan los políticos de grandes tratados y protocolos ajustados a la chimenea entre dos reverendos diplomáticos; pero a fe que no son menos importantes los planes del jefe de oficina o los cálculos del lonjista, arreglando en figura piramidal las ascuas del brasero, o pasando amorosamente el badil por sobre la ceniza; y si es un tributo de atención entre los pueblos de extranjis el añadir un trozo de leña a la chimenea a la llegada del forastero, el brasero también tiene su formulario de etiqueta, previniendo en igual caso echar una firma, o digamos macarrónicamente, escarbar.
Vemos, pues, que ni social, ni política, ni humanitariamente hablando, puede compararse la benéfica influencia del brasero con la de la gálica chimenea. —En cuanto a lo económico, seguramente que también tiene la preferencia, por más accesible y de más seguro efecto; y por lo que dice relación a la forma, tampoco teme la comparación.
Y sin embargo de todas estas razones, el brasero se va, como se fueron las lechuguillas y los gregüescos; y se van las capas y las mantillas, como se fue la hidalguía de nuestros abuelos, la fe de nuestros padres, y se va nuestra propia creencia nacional. —Y la chimenea extranjera, y el gorro exótico, y el paletot salvaje, y las leyes, y la literatura extraña, y los usos, y el lenguaje de otros pueblos, se apoderan ampliamente de esta sociedad que reniega de su historia, de esta hija ingrata que afecta desconocer el nombre de su progenitor. —Asistamos, pues, al último adiós del brasero; pero antes de despedirlo, tributémosle un ligero panegírico, como es uso y costumbre de los que llevan a enterrar.
SÉALE LA CENIZA LEVE.
(Diciembre de 1841.)
La patrona de huéspedes
El origen de las casas de huéspedes (estilo coronista), se pierde en la noche de los tiempos. Los libros sagrados nos hablan ya de esta costumbre generalizada entre los primeros patriarcas, por lo que hay que decretar, cuando menos, al padre Abraham los honores de la invención.
Verdad es que en aquellos siglos primitivos, todavía este uso venerando se resentía de la sencillez evangélica, y no estaba tan refinado como lo vemos hoy, los que aguardamos a nacer tres o cuatro mil años después. Entonces todo su mecanismo se reducía a tener siempre abiertas las puertas de la choza paternal (si es que ésta tenía puertas) al fatigado peregrino que, sin más maleta ni silla de posta que el bordón y la calabaza, acertaba a atravesar a deshora por aquellos andurriales; hacerle un ladito en la estera que servía de blando sofá y de mullido lecho; ponerle delante un cenacho de bellotas, o cosa tal, y su botijo de agua pura y serenada; y si lo quería comer, bueno, y si no, tan amigos como antes. Luego de sobremesa, era de rigor el cruzarse de brazos la familia, y rodear al huésped, para escuchar de su boca la narración de las extrañas aventuras de sus peregrinaciones, durante la cual no dejaba el papá de enternecerse, la madre de compungirse, el hijo de entusiasmarse, y la señorita, si la había, de echar al forastero unas ojeadas, que déjelo usted estar.
No hay duda que, considerada esta simplicidad bajo el aspecto poético, no deja de tener su aquél; y si no léanse por lo religioso los libros bíblicos, que tan admirables recursos supieron hallar en este sencillo argumento: y viniendo a lo profano, ahí están Virgilio y Fenelón, que no eran ningunas ranas, los cuales hallando que esto de la hospitalidad era la fuente de toda poesía, y cosa buena para ponerse en libros, cogieron por su cuenta a las semidiosas Dido y Calipso (dos honradas señoras por otra parte, que no consta pagasen patente de hospedaje público ni secreto) hiciéronlas poner sendos papelitos laterales en los balcones (como es uso y costumbre de Madrid en casos tales) y hágote viuda de circunstancias, o doncella cuarentañona, y «Aquí se alquilan salas y alcobas con asistencia o sin ella, a gusto del parroquiano, etc.»; viendo lo cual los mancebos Eneas y Telémaco, que eran hombres que lo entendían, subieron bonitamente las escaleras, llamaron a la puerta, y... lo demás por sabido se calla.
Era, pues, otra Calipso que no podía consolarse de la partida de otro Ulises; y que en el exceso de su dolor, (como hubieran traducido más de cuatro literatos) se encontraba desgraciada de ser inmortal: quiero decir, de hallarse viva todavía, porque lo que es inmortales ya no se usan desde los tiempos de Calipso, en cuya isla no debía haber médicos ni boticarios. Pero volviendo a nuestro poema contemporáneo y a su lastimosa heroína, cuya gruta (o sea cuarto piso) no resonaba ya con los acentos de su voz, proseguiremos nuestra indirecta imitación o sea arreglo a la escena española, diciendo que las ninfas que la servían no osaban decirla «esta boca es mía». —(Estas ninfas eran una moza gallega, fresca y reluciente como tarja de remolacha, y una náyade del Manzanares, de las que acuden todas las tardes por bajo de la Virgen del Puerto a sumergir en las ondas sus flotantes túnicas, o sean pañales, y los de sus parroquianos, nada inmaculados por cierto.
Paseábase, pues, nuestra anónima Ariadna a largos pasos y con visibles señales de agitación todo a lo largo de su palacio que podría tener hasta unos quince pies en cuadro; y de vez en cuando solía pararse a contemplar el solitario y mal pergeñado lecho, que solía regar con sus lágrimas; pero esta bella perspectiva, lejos de moderar su dolor, la traía a la memoria la fementida estampa de su ingrato huésped, el fugitivo Teseo, que no era otro que D. Ponciano Pasacalle, nombrado administrador de correos de S. Esteban de Gormaz.
A veces asomábase a la ventana, que ofrecía a sus miradas la risueña perspectiva de un tejadillo, renovando su dolor los episódicos lances amatorios de los zapirones de la vecindad; y todo se la volvía alargar la gaita por entre un canalón y dos chimeneas, por ver si acertaba a divisar a lo lejos el camino real de Castilla, por donde D. Ponciano había desaparecido, conducido por arrobas en alas de un maragato.
De pronto se oye ruido de tacones de botas que suben la escalera; páranse luego, porque no había más que subir; llaman tres golpecitos a la puerta; abre la gallega, y dos hombres, de los cuales el uno parecía a D. Ponciano como un huevo a otro, se presentan delante de la viuda. —Por supuesto que ésta conoció a la legua que el tal no podía ser otro que el primo hermano de su ausente, que éste le había anunciado como que debía venir un día de éstos a Madrid para revalidarse de cirujano en el colegio de S. Carlos. —No pudo, sin embargo, conocer quién era el vejete que le acompañaba, y es que el tal vejete era un escribiente memorialista de detrás de Correos, que cuidaba de acomodar a los forasteros que se apeaban de la rotonda de la diligencia y servirles de Mentor en sus primeros pasos en la heroica capital.
Por supuesto que nuestra patrona (a quien ya relevaremos del incógnito, y llamaremos por el nombre de Dº. Tadea de Rivadeneyra) tuvo allá en sus adentros un ratito de jolgorio al contemplar las facciones del recién venido mancebo, tan acordes y paralelas con las del eclipsado administrador; pero no queriendo dar, como quien dice, su brazo a torcer, ni confesarse vencida a las primeras de cambio, frunció algún tanto el entrecejo, ahuecó la voz, y dirigiéndola a los dos personajes anónimos, les apostrofó preguntándoles por quién o cómo habían sabido su ignorada habitación y qué ocasión les traía a sus altas y elevadas regiones.—Entonces el mancebo (que tenía una voz de barítono acostumbrada a modularse al compás de la jota y de la guaracha) se quitó cortésmente su gorrilla de viajero, sacó del bolsillo un papelito si es no es mugriento y arrugado, dióselo a leer a Dº. Tadea, por donde ésta vino en conocimiento de lo que ya su corazón la había predicho, a saber: que el tal individuo no era otro que el sospechado primo del supradicho Pasacalle. Con lo cual, más en su equilibrio la viuda, acudió amorosa a tomar el saco del colegial, le instó en su aposento, y marchó a dar una vuelta a la cocina para disponer unas tortillas con sendos golpes de patatas y jamón.
Este ligero articulejo habría de aspirar a las formidables dimensiones del poema de Fenelón, si hubiéramos de seguir uno por uno los gratos episodios que formaron, hicieron crecer y morir aquella intriga, o sea drama, entre el joven Pedro Correa, natural de Olmedo, cirujano sangrador y barbero latino, y la honrada y excelente dueña Dº. Tadea de Rivadeneyra, viuda in partibus infidelium; la cual desde aquel primer almuerzo dio al traste con sus memorias, eclipsó su entendimiento, y subyugó su voluntad al nuevo huésped. Éste por su parte, que no era lerdo, bien echó luego de ver el efecto que sus ojos y compostura habían hecho en la huéspeda; y como ella no era todavía ningún vestiglo que digamos, y más para impuesta sin censo, y como por otro lado, la bolsa del colegial no estaba para pedir cotufas en el golfo, ni para hacer ascos de ninguna económica caridad, dio en seguirla la corriente, y en hacer como que si tal; de suerte que a las veces narrando en familia, al amor de la lumbre, sus aventuras estudiantiles, o rascando otras en su mal templada vihuela por el tono del Salerito y del ¡ay, ay, ay! acertó a encender en aquel blanco pecho una hoguera que ni todas las mangas de la villa acertaran a apagar.
Por supuesto que a todo esto nada se había tratado de cuenta de gasto ni de cosa tal; sino que el bienaventurado mancebo podía hacerse la ilusión poética de que nacían por ensalmo al fuego de sus miradas, el rico chocolate de Cruzada, el sabroso jamón gallego, la excitante morcilla extremeña, el delicado queso montañés. Todo se reducía por su parte a un regular consumo de suspiros y ternezas, a tal coplilla simbólica improvisada a la guitarra, o cual otro juramento en prosa hecho a la manera jesuítica, con la debida restricción mental.
La viuda, sin embargo, no estaba en el pleno goce de aquella celeste beatitud que era de suponer; porque amaestrada en el mundo (¡y quién no lo está a las cuarenta navidades!) bien echaba de ver que todos aquellos rendimientos del muchacho pudieran tal vez ser más calculados que espontáneos, y que dando rienda suelta a sus pasiones, corría inminente peligro de ver convertidos en espuma sus ahorros en el yelmo barberil.
Acabó de fijarla más y más en estos temores una sospecha que, aunque nacida a oscuras, vino a iluminar su razón, y fue el caso que cierta noche, regresando del sermón de los Dolores, halló que el huésped, cansado sin duda del de la Soledad, se hallaba mano a mano, y a oscuras, con la moza gallega; que, nueva Eucharis podría tal vez haber hallado favor en el pecho del forastero, y contribuir con su traición a hacer más interesante el argumento del drama. (La viuda había leído el Telémaco traducido por R... lo cual es lo mismo que decir que no lo había leído de modo alguno.)
Desde aquel día, o mejor sea dicho, desde aquella noche, la agitada Dº. Tadea no tenía, como suele decirse, el alma en su almario; y todo era soñar traiciones, y vislumbrar complots, y temblar pronunciamientos; y ora se figuraba a su cruel Vireno, número dos, huyendo con la otra maula, ora creía ver a ésta reírse en sus barbas de las angustias y temores que la hacía experimentar. Ni en paseo, ni en misa, ni en visita, podía sosegar un punto, ni dejaba tampoco reposar al amartelado galán, el cual, sea agradecimiento a los favores recibidos, sea esperanza de los que aún confiaba recibir, todo se resolvía en protestas y manifiestos del más sincero y cordial rendimiento, y aun habló de «coronar su amor» y demás frases poéticas dignas de un pastor de la Arcadia, siempre con la condición de llegar a reunir los dos mil y pico de reales del depósito exigido por los reglamentos para autorizarle a matar al prójimo.
Dº. Tadea, como mujer y enamorada, no era de piedra para dejarse convencer, tanto más, que el galán por su parte la instaba diariamente a que para apartar el pretexto de sus sinsabores, despidiese a la gallega; hízolo así con efecto; y desde entonces, más acordes, pudo la viuda soñar tranquila con su grata esperanza, el galán afirmarse en su viva fe, y la moza entregarse a su ardiente caridad.
Dispuestas así las cosas a gusto de todos, no tardó el traidor en atraer a lo más recóndito de sus redes a su víctima, quiero decir, en hacer venir a supuración el talego de sus ahorros, abonándole lo necesario para el examen, costear los gastos del título, ítem más, de las fes de bautismo y diligencias matrimoniales; hasta que llegando el caso de dar los nombres de los contrayentes, una mañanita temprano, cuando aquélla rezaba fervientemente el responsorio de S. Antonio, si buscas milagros, mira... siente abrir las vidrieras de su alcoba, entrar silenciosamente al mancebo y a la moza, arrojarse ambos a sus pies, y con una elocuencia digna de mejor causa, improvisar una demanda de perdón, o sea un bill de indemnité, por su gloriosa insurrección.
No hay pluma de ganso capaz de pintar el espasmo, el singulto y la histérica que se apoderaron de la doblemente engañada matrona, a la simple exposición de aquella peripecia; conque no hay sino dejarlo a juicio discreto del lector; basta saber que hoy es, y todavía se encuentra en el hospital de Incurables, a donde acaso habrá hallado otras compañeras, en quienes el hielo de los cuarenta años no acertó a apagar el incendio del amor.
Todo este más que razonable ejemplo preambular se ha atravesado en nuestra pluma, con el objeto de hacer sentir lo peligroso que es al tipo que hoy nos proponemos retratar el no renunciar preliminarmente a los combates de las pasiones, y templar su corazón a prueba de huéspedes, antes de decidirse a plantar el blanco papelillo en el hierro izquierdo del balcón. El buzo no se sumerge en el hondo de los mares, sin la campana protectora; el aeronauta no se lanza a las nubes, sin el paracaídas que ha de sostenerle, y el osado jinete no comienza la carrera, hasta tener bien sujetas en su mano las riendas del alazán. De este modo, la mujer que haya de abrir las puertas de su casa al forastero, ha de haber cerrado y aun tapiado de antemano las entradas de su corazón. El caso de Dido, el de Calipso, y el de Dº. Tadea (todos igualmente históricos) son ejemplos ¡oh viudas! que conviene meditar.
Por fortuna estos casos forman más bien excepciones de la regla que quiere que la huéspeda, patrona, o ama de casa (que de todos modos podremos llamarla con arreglo a los Diccionarios y Panléxicos más corrientes) frise ya en las cincuenta navidades, edad la más propia para supeditar las pasiones a la razón y al cálculo, y no la más idónea para ofrecer tampoco estimulantes al apetito carnal del forastero; quiere que la severa faz revele la formalidad y espíritu metódico de la dueña; quiere que sus blancos cabellos aparezcan modestamente recogidos en la historiada papalina; que el vestido de sarga o de algodón oscuro se halle resguardado con el honrado fiador del delantal, que las tocas modestas encubran la rugosa garganta, que el ancho zapato de orillo cobije por lo regular los juanetudos pies. —Es también inmemorial costumbre en Madrid (donde hablamos) que la tal Patrona sea viuda legítima y de legítimo consorcio de un empleado de Correos o en Loterías; que tenga señalada su pensión de doce reales por el Monte Pío, y que éste la deba treinta o más mensualidades por pura piedad; que conserve de su antiguo estado matrimonial algunos pequeños ahorros, y tales cuales muebles y ropa blanca, con que acudir al servicio de los comensales; y que en fin, por su economía, su religiosidad y buenos modales, vea acrecer su reputación, pasando de boca en boca de los forasteros, los cuales, de regreso a su pueblo, no podrán menos de recomendar a todo viniente a la corte la casa y persona de Dº. Escolástica o Dº. Celedonia.
Pero de nada habrían de servirla todas estas favorables circunstancias, y veríase víctima de todos los inconvenientes que quedan apuntados en el caso anterior, si tuviese en su compañía una, dos o más hijas o sobrinas, de pocos años, alegre travesura, y no desapacible parecer. Aconsejamos, pues, a la que en tal se viese, que no dé entrada en sus lares sino a gente provecta y asegurada de incendios, v. g. un militar retirado, prisionero en la batalla de Ocaña, o un senador gallego, de los que entonces padres, ahora abuelos de la patria, firmaron en Cádiz la constitución del 12, o tuvieron voz y voto en la Suprema Central. Todo lo demás sería llevar fósforos donde hay combustibles, o poner el gato a enseñar a bailar al ratón.
¿Pues si acierta el diablo a entrar por sus puertas, bajo el amable aspecto de un rico mayorazgo valenciano, o de un abogado andaluz; de un joven millonario de la Habana, o de un novelesco viajador francés; de un militar brioso y arrogante, o de un estudiantillo travieso y perspicaz? ¡Patronas las que tenéis hijas doncellas! libradlas por su bien de tales peligros; negad la hospitalidad a la pérfida juventud advenediza, y no deis oídos a las promesas de indiferencia, a la modesta pretensión del que intenta sólo meter el pie; porque a lo mejor y cuando menos lo creyéredes veréislos alzarse con el santo y la limosna, y el santo serán vuestras hijas o sobrinas, y la limosna será vuestra mísera ración; porque si los hay que gustan de echar la cuenta sin la huéspeda, también los hay que buscan la huéspeda y no pagan la cuenta tampoco.
En los pueblos extranjeros, en donde las rápidas y frecuentes comunicaciones, dan ocasión a una vitalidad y movimiento asombrosos, apenas son conocidos estos modestos medios hospitalarios, quedando al cargo de los aseados y elegantes hotels y las suntuosas fondas, acoger y cobijar al forastero con todo el aparato de ostentación que pudiera desplegar un magnate en su propio palacio.
Nuestro país, por desgracia, ofrece aún muy pocos de estos refinamientos, y para convencerse de ello, basta dar un ligero paseo por las provincias, y aun dejarse caer luego dentro de los muros de la noble capital. Al entrar en ella, y desembarcar de la diligencia, no se disputarán al forastero falanges enteras de mozos y domésticos de fondas y paradores; ni acudirán a recoger su equipaje infinidad de mozuelos despiertos y serviciales, ni se brindarán a conducir su persona multitud de cocheros y cicerones inteligentes. Todo lo contrario: la más absoluta soledad, la más completa indiferencia, esperan al viajero a su descenso de la diligencia; y si, como es de presumir, fuere la vez primera que entrase en nuestro pueblo, puede entregarse a la buena suerte, y vagar algunas horas por las calles de la capital, antes de dar con su persona bajo algún amigable techo.
Todo esto tiene por origen la escasez de viajeros, propiamente tales, que suelen visitarnos, la falta de estímulo para las grandes empresas industriales, la indefinible arrogancia e indiferencia del común del pueblo hacia las pequeñas ganancias que estos servicios le pudieran reportar. La miseria, que en otros pueblos se viste con la brillante librea de la civilización, el interés, que sabe levantar en ellos suntuosos edificios, ricamente alhajados y servidos para hospedar al forastero, conserva en el nuestro un carácter de sencillez patriarcal, y establece la costumbre de que cualquier familia o persona desvalida, cuyos limitados recursos no bastan a cubrir sus indispensables necesidades, trata de llamar en su auxilio una o más personas de las que accidentalmente vienen a la ciudad, y cederlas por un módico precio parte de su habitación, de sus muebles, y hasta de su mísero sustento; y a este recurso, a esta desdichada dependencia, se hallan hoy suscritas más de dos mil casas en Madrid. —El día en que el progreso de la industria sustituya por elegantes hospederías las pocas y malas que hoy llevan el nombre de tales, brinde al transeúnte, al celibato, al extranjero con los goces y comodidades que le ofrecen los hoteles de París, Londres y Bruselas, la civilización, es cierto, habrá dado un gran paso; las ciudades españolas serán más visitadas y conocidas; el interés de algunos industriales habrá progresado grandemente; pero en cambio multitud de familias carecerán de este recurso de existencia, el forastero de este medio de incorporación a nuestra sociedad, y ésta, en fin, verá desaparecer un tipo que si no es poético, por lo menos tiene un poco de original.
En la dilatada escala de las familias que se entregan en Madrid y ciudades principales del reino a este medio de existir, sería imposible diseñar al natural todas las circunstancias que distinguen a estos públicos establecimiento secretos. —Los hay que ostentando aún los restos de una pasada fortuna, brindan al forastero con elegantes muebles, decente mesa y esmerado servicio: pero el precio de ellos suele exceder por lo menos en un doble al que costaría igual o mejor asistencia en una brillante fonda; los hay que reúnen a una familia amable y desgraciada; pero llevan consigo el grave inconveniente de los compromisos y miramientos que exige esta íntima sociedad; los hay, en fin, que limitados a las más módicas fortunas, ofrecen al desdichado forastero aposento, cama, luz y alimento por la inverosímil cantidad de cuatro reales diarios. De estos establecimientos sólo puede decirse que son una providencia artificial, un problema humanitario, resuelto por algún genio bienhechor.
Las familias vergonzantes y numerosas acostumbran recibir un huésped sólo para conllevar el pago de la casa, limitándose ellas a habitar las piezas interiores. En tal caso el huésped no es huésped; es otra persona más en la familia. Recibe sus confianzas; asiste con ella a la mesa común; hace pie en el tresillo; acompaña a paseo, a misa y al teatro; enseña a escribir al niño de la casa; da lección de guitarra a la señorita; cuida de los tiestos del balcón y de echar alpiste al canario, y prepara el rapé para la mamá. En casos tales, para buscar al huésped hay que pasar a las habitaciones interiores; para hacer visita a las amas, es de rigor que se las busque en la sala principal. —La más extraña amalgama se establece entonces en el adorno de ésta; las botas están sobre el piano; el S. Antonio de talla tiene en su cabeza el schakó del capitán; el ridículo de la señorita suele servir de bolsa a los cigarros; el nacimiento del niño viene a interpolarse en la cómoda con las pistolas y cartucheras; los Devocionarios con las Julias; los jabones y navajas con los pendientes y canesús. —Si el huésped cae malo, no hay género de atención ni de cuidado que no se le prodigue; se quita la campanilla de la puerta; se encierra al gato; se sahúman con espliego y juncia las habitaciones; se llama al médico de la familia, al barbero, al comadrón; se le hace tomar por fuerza al enfermo un caldito de chorizo y morcilla cada cuarto de hora; se le ponen sinapismos hasta en las rodillas; se le buscan apetitos que alarguen la convalecencia dos meses más. Por último, cuando se marcha de la casa aquello es una verdadera desolación; hay llantos, gemidos y patatuses; y no ha llegado el huésped a las Rozas, cuando ya recibe epístolas que pudiera el tierno Ovidio envidiar.
Éste, por supuesto, es el bello ideal de la especie, el desiderándum de todo aventurero viajador. No se dan tan espontáneamente estas familias tiernas, íntimas y simpáticas; ni de tan buena estrella suelen ir acompañados los galanes viandantes, para saber conquistar tan grato homenaje agasajador.
Réstanos ahora, y después de haber pintado los diversos matices heroicos de que se reviste a veces nuestro tipo, trazar algún rasguño general que ponga de manifiesto, no el lado feo, sino por desgracia el común de la especie en cuestión.
Generalmente las casas de huéspedes son tenidas por una matrona viuda o jubilada, cuya historia anterior suele ser un secreto de su estado. Sólo se sabe, por ejemplo, que es vizcaína, por su apellido Arrevaygorrirumizaeta, y por sus admirables manos para aderezar el bacalao; que es andaluza, por su gracia parlera, lo aljofifado de los ladrillos, y el tufillo de azúcar y menjuí; que es castellana, por su frescura, su aseo y su franca sequedad. Por lo demás, si su difunto consorte murió en este o el contrario bando, en la batalla de Mendigorría; si su padre era o no era intendente de Tlascala en tiempo de Hernán Cortés; si tiene o no tiene un primo colector de bulas en Ávila de los Caballeros; si su hija está o no casada con un capitán de marina al servicio del Japón; esto es lo que ella sabe, lo que ella cuenta, o lo que ella calla, lo que nadie cree, o lo que a ninguno le importa. Baste decir que sus modales, aunque un si es no es ordinarios, revelan cierto roce de gentes; que sus facciones, aunque añejas, dejan adivinar cierta pasada perfección; que su familiaridad con los criados, como que da a sospechar no haber sido siempre extraña a su comunión; que su marcialidad con los huéspedes, descubre al mismo tiempo que la es desconocida la íntima comunicación con más elevada clase social.
Tiene, para su servicio y el de los parroquianos, una o dos criadas alcarreñas o indígenas de la corte, frescas, francas y familiares, de buen palmito y mejores manos, aseadas y compuestas, con su pañolito de lazo en la cabeza, su vestido de percal de S. Fernando, y su gracioso delantal; y para los mandados extramuros tiene un asturiano fiel e infundible, que va, que viene, que mira y que no ve, que escucha y que no oye, que sisa, come, calla y no replica. —Las criadas ocupan la cocina y el comedor; el asturiano la antesala; los huéspedes la sala principal y los dormitorios interiores; el ama de la casa, o sea abeja reina de aquella colmena, en todas partes está, y ora discute el gasto con los huéspedes, ora limpia los muebles o riñe a voces con el aguador: ya acude risueña a coger un botón o a repasar una averiada corbata; ya da una vuelta a la plaza o asiste a espumar el puchero.
No bien se presenta un nuevo huésped a la puerta de la casa, la criada favorita lo introduce a la audiencia de la Sra., la cual en muy breves palabras se pone al corriente de su porte y le clasifica y tasa, colocándole en consecuencia, ya en el gabinete de la virgen o en el de los tiestos, ya en la pieza del patio o en el cuarto oscuro del rincón. Si dice que comerá fuera, entonces el precio suele ser mayor que comiendo en casa, por haber de renunciar al beneficio de la provisión; si permaneciere sólo ocho días, costarále al triste más que si permaneciera un mes: y así otras reglas de proporción ad usum de las amas de huéspedes. Si es diputado, y ha de recibir visitas, podrá disponer de la sala y tendrá brasero, pero también pagará como padre de la patria; si es, en fin, estudiante y se retira tarde de noche, tiene que pensar en sobornar al asturiano para que no le deje en la calle.
Mientras todo este interrogatorio, las muchachas se han asomado alternativamente, con el ostensible pretexto de buscar una llave o dar cuerda al reloj; pero en realidad con el objeto de examinar al forastero, medirle, pesarle, calcularle y anatomatizarle mentalmente; y si tiene bigote y barbas, o si gasta sortijas y cadenas, aquello es no darse manos a recoger y colocar la maleta, a aderezar el cuarto, y a surtir el aguamanil.
El ama dirige y preside todas aquellas evoluciones, y cuida de recoger los restos esparcidos procedentes del anterior huésped, tales como viejas chinelas, guantes inmemoriales, cigarros inverosímiles, gacetas vírgenes, y mártires sombrereras de cartón. Muda a vista del nuevo cofrade las sábanas de la cama, por otras no tan amarillas; barre el cuarto a sus mismas barbas; y si hay ventana a la calle, la abre para que el huésped se asome y vea que aquello «es un coche parado» (y la tal calle suele ser la de los Negros o la del Perro); y si es cuarto interior, como que le envidia la quietud y el recogimiento, diciéndole que allí «no se siente una mosca» y ve correr a este tiempo tres o cuatro ratones por el suelo, y observa que la ventana da a un patio, en el que hay un herrero y dos cuadras, media docena de gallinas y un gallo cacareador.
El ama hospitalaria no gasta para sí un solo maravedí: todo para sus queridos huéspedes; para ellos se hace en los últimos meses del año la provisión del rico tocino castellano, del aceite andaluz, del vino manchego, de las frutas de Aragón: para ellos se paga al casero anticipado, y se riñe con él para que pinte la sala o ensanche los pasillos: para ellos se compran muebles por ferias, se visten de estera los pisos en los primeros días de noviembre, o se almazarronan los suelos en los últimos de mayo; para ellos, en fin, se tienen criadas, gallego, y farol en el portal. —Únicamente que de aquellos tocinos, de aquel aceite, de aquel vino, de aquellas frutas, diezma la casera las primicias para su ordinaria refacción; que de aquellos muebles, de aquellas esteras, de aquella habitación, se sirve con ellos a perfetta vicenda para sus regulares necesidades; que aquel farol a ella también la ilumina, y aquellos criados a ella obedecen, y reconocen por única ama en todo rigor. Todo esto, amén del estipendio diario, semanal o mensual, de cada uno de los huéspedes o de todos in solidum, cuyo tributo viene al cabo de algunos años de afanada tarea a convertirse en una modesta suma con que dotar a la hija, o poner una prendería, o comprar un segundo marido, o librar de la suerte de soldado al sobrino colegial.
Y sin embargo, todo ello no basta casi nunca para asegurarle al cabo de sus años una existencia independiente y cómoda; y la misma honrada matrona que toda su vida ofreció benévola su techo hospitalario al forastero, suele implorar en sus últimos días la caridad pública en el lecho de un hospital.
El Curioso Parlante.
El pretendiente
Tratando de delinear los tipos más generales y característicos de la sociedad española, muy pocos pasos podríamos dar en tan vasto campo, sin tropezar de buenas a primeras con el que queda estampado por cabeza de este artículo.
Donde quiera, con efecto, que dirijamos nuestra vista, donde quiera que alarguemos nuestra mano, el pretendiente nos presenta su atareada figura, el pretendiente nos ofrece su envejecido memorial. Desde el humilde taller del artesano, hasta los áureos escalones del trono, ni una sola clase, apenas ni un solo individuo, dejamos de ver atacado más o menos de esta enfermedad endémica, de este tifus contagioso, designado por los fisiologistas de sociedad con el expresivo título de la empleo-manía; y aunque variados en los accidentes, siempre habremos de reconocer en todos ellos los caracteres principales de tal dolencia; la ambición o la miseria por causas; la agitación, la intriga y desvelo por efectos consiguientes. El término del mal también varía según los individuos o según las circunstancias; los hay que se darían por sanos y salvos con la posesión de una estafeta de correos o un estanquillo de tabacos; los hay que aspiran a ornar su persona con un capisayo de obispo o un uniforme ministerial; hasta los hemos visto que, en más elevada clase, no dudaron un punto en lanzarse a la pelea y conmover al país a trueque de conquistar una corona. Todos son pretendientes; todos están atacados del tifus de la ambición.
Para conseguir sus deseos, cada cual pone de su parte los medios respectivos que entiende por más análogos; y estos medios, este sistema, varían también frecuentemente según los caracteres peculiares de cada siglo, de cada civilización, de cada mes. Los que eran ayer oportunos y de seguro efecto, suelen aparecer hoy ridículos y producir el contrario; los que en el momento presente están indicados, hubieran sido temerarios ejercidos en la antigüedad: la antigüedad en el lenguaje moderno, suele ser la década última, el año pasado; y nunca más que ahora tiene su significación genuina la emblemática figura del tiempo viejo y volador.
Tanto más difícil para el dibujante retratar con exactitud la fisonomía de un objeto tan móvil, cuanto que a cada paso se viste como el camaleón de los colores que le rodean; que ayer humilde, hoy arrogante; ayer hipócrita y compungido, hoy desenvuelto y lenguaraz, como que parece desafiar a la observación más constante, al más atinado pincel, a la pluma más bien cortada.
Válgannos para el desempeño más o menos acertado de nuestra difícil tarea los procedimientos velocíferos del siglo en que vivimos; hagamos en vez de un esmerado retrato al óleo, un risueño bosquejo a la aguada; y si esto no basta, préstenos el daguerrotipo su máquina ingeniosa, la estereotipia su prodigiosa multiplicidad, el vapor su fuerza de movimiento, y la viva lumbre de su llama el fantástico gas; aun así, procediendo con tan rápidos auxiliares y pidiendo por favor al modelo unos instantes de reposo, todavía nos tememos que ha de cambiar a nuestra vista, y que si le empezamos a dibujar semejante, ha de haber envejecido antes que concluyamos la operación.
Para ofrecer algún ligero estimulante al complaciente auditorio, bueno será preparar la escena en que ha de aparecer nuestro protagonista, con una primera parte que sirva de prólogo o introito como acostumbramos los modernos dramaturgos, en el cual, alargando nuestra vista retrospectiva a unos diez o doce años atrás, podremos observar cuál era entonces el pretendiente cortesano y cuáles las condiciones a que había de sujetarse en aquella clásica sociedad. Este paso retrógrado que habrán de dar con nosotros los lectores, hallará gracia en sus corazones, siquiera no sea más que por la circunstancia de trasladarse en imaginación a una edad más juvenil; que también en retroceder hay progreso, sobre todo cuando se cuentan diez o doce navidades de progreso más.
1823 a 1833.
No bien en aquellos pretendidos años apuntaba el bozo en el labio superior del mancebo, y no bien el sacristán del pueblo y el maestro de escuela habían declarado solemnemente que el muchacho prometía mucho, como que sabía de memoria casi todas las églogas de Virgilio y recitaba a propósito el Quousque tandem CATILINA? a todas las Catalinas del pueblo, cuando el padre vicario o el administrador del duque, que se interesaban por la viuda madre del mancebo, le tomaban bajo su protección y amparo; inoculábanle los más recónditos preceptos de la ciencia del mundo, y con ellos en la cabeza y unos cuantos ducados en el bolsillo, encaminábanle a la corte atravesado en un macho, en busca de la próspera fortuna.
Durante el camino (que por lo regular pasaba de la semana) podía el muchacho entregarse a su sabor a mil profundas meditaciones sobre su porvenir, y adiestrado por las indicaciones de sus maestros, se revestía ya de aquella amanerada compostura, de aquel exterior respetuoso y deferente, de aquella completa abnegación de sus propios deseos, que al decir de sus patronos le eran necesarios para conquistar las voluntades ajenas, para obtener del poderoso el necesario favor. —«No hay hombre sin hombre» —repetíase a sí mismo el aventurero viandante; y esto le daba materia a extenderse en cálculos sobre cuál sería el hombre que el cielo le destinase por escudo, el que la próvida fortuna le había de brindar como escabel. Sin embargo, la severidad del aspecto del que él suponía su futuro ángel tutelar, lo rígido del servicio ajeno y lo crítico de la edad propia influían alternativamente en la imaginación del mancebo, y allá en lo más íntimo de su corazón, repitiendo fervientemente el axioma del «hombre con hombre» se ponía a pedir a Dios y los santos que aquel hombre fuese si era posible... una mujer.
Llegado a Madrid, su primera diligencia era entregar las cartas del vicario al padre guardián de San Francisco, o al mayordomo de S. E. el regalito del administrador; con lo cual y sus sucesivas visitas al paisano funcionario o al pariente mercader, entregábase nuestro neófito a las primeras pruebas de su curso social, de este curso que el vulgo maligno se placía en designar con el título expresivo de gramática parda; que los rígidos censores apellidaban falsa mónita, y que daba en fin al que sabía aprovecharlo el apreciado título de mozo de provecho.
Un mozo de provecho era por entonces un diligente mancebo, que hacía buena letra y ayudaba a misa todos los días; que si su patrono era el fraile, entraba de esclavo en tres o cuatro cofradías, llevaba el estandarte en las procesiones, o en los rosarios el farol; si servía al abogado o al fiscal, limpiaba las ropas, y ponía los alegatos y respuestas, iba a comprar a la plaza, y agenciaba aguinaldos, por pascuas, ferias, y dulces en cualquier ocasión. Si era al mayordomo de su excelencia, extendía los tratados secretos con los arrendadores y comensales, llevaba la cuenta de la refacción de las once y bajaba al portal a ver pasar el carbón; si era en fin ahijado del mercader, barría al amanecer la tienda, comía en la hortera, y daba trazas para el recibo de un fardo sin pasar por la aduana, o enganchaba a las parroquianas con su charla y su despejo marcial.
Triste había de correr la suerte del tal mocito, para que a vuelta de algunos años de sublime abnegación no acertase a meter la cabeza de meritorio en alguna oficina, por recomendación del padre guardián; o a ascender a paje del consejero u oficial de la escribanía de cámara; o a entrar de escribiente en la contaduría de S. E.; o a aspirar a la mano de una hija del mercader.
A propósito de faldas; cuando el hombre de nuestro hombre era mujer; cuando su ingenio despejado o su próspera fortuna le hacían interesar en ésta a la más bella mitad del género humano, entonces el avance en la carrera era por lo regular más rápido; entonces volaba por los espacios de la dicha, sostenido e impulsado por las alas del amor. Verdad es que el tierno rapazuelo solía aparecérsele bajo la fementida estampa de una dueña quintañona, moza de retrete de palacio o viuda de un covachuelo; de una taimada doncella protegida del viejo consejero; de una sobrina anónima del padre guardián; o de la más contrahecha y antipática de las hijas del mercader. Pero... ¿quién dijo miedo? la ocasión la pintan calva, y no por eso deja de tener demasiados apasionados; y nuestro pretendiente de entonces rendía el más humilde tributo a la diosa de la ocasión.
Limitándonos, pues, al pretendiente propiamente dicho, que era el que seguía la carrera de los empleos públicos, lo regular era que, a vuelta de alguna de aquellas combinaciones, acertase al fin a calzarse una administración de rentas o una visita de propios, con que brillar en mayor escala en una capital de provincia; y si era letrado y acertaba a enlazar su mano con una de las ya indicadas doncellas, lo natural era ponerle una vara... en las manos, y enviarle de alcalde mayor a Móstoles o a Griñón. —Pero esta variante del pretendiente a varas merece por sí solo un episodio, que habrán de perdonar los lectores, como uno de los tipos más característicos de la época en cuestión.
Figúrense pues (si no lo han por enojo) un hombre grave, ventrudo y reluciente, entrado ya en los ocho lustros (pues entonces la capacidad y las togas no se concebían sino a los que acertaban a casarse con la hija de una camarista) que concluido su primer sexenio en un pueblo de las montañas de León, se hallaba en la necesidad de venir a la corte, en solicitud de la consulta de la cámara de Castilla, necesaria para ser proveído en un juzgado superior. —Sorprendámosle en las primeras horas de la mañana, paseando reposado el portalón de los consejos, o las galerías bajas de palacio, espiando el instante de que suene el coche del presidente de Castilla o del ministro de gracia y justicia para colocarse al pie del estribo, con papel en mano, cabeza al aire, y encorvada espina dorsal. Esta rápida transición en un hombre que pocos momentos antes ostentaba todo el aire de un capitán de guerra, y cuyo traje serio y de oficio, sus medias, calzón y casaca negros, su blanca corbata, su caña con puño de oro y su tricornio horizontal, daban muestras de hallarse pocos días antes colocado al frente de todo un partido, encima de todo un pueblo, a la cabeza de todo un ayuntamiento, y en un importante empleo, término entre merced y señoría; esta súbita metamorfosis, repetimos, desde la autoridad a la demanda, desde el funcionario al postulante, desde la providencia al memorial, era en efecto una de las más graciosas y dignas de observación.
A la presencia del magnate, la autoridad del alcalde desaparecía, y en su lugar se reflejaba en su semblante toda la humildad y compunción del ex; calculaba sus movimientos; medía sus palabras por las palabras y movimientos del presidente o del ministro (porque conviene saber que entonces los ministros y los presidentes lo eran de veras, y su presencia hacía temblar las rodillas y balbucear la voz del más aguerrido pretendiente); sacaba del bolsillo un ciento de relaciones y testimonios de méritos; esforzábase a comentarlos con la palabra, y si por toda respuesta obtenía una benévola sonrisa o un dudoso veremos del magistrado, deshacíase a cortesías que pudieran llamarse genuflexiones, quebraba el hilo de su discurso, paralizábanse sus miembros y caían inadvertidamente de sus manos sombrero y bastón. —Esta escena repetida diariamente durante tres o cuatro meses, acababa por darle un primer lugar en la consulta de la Cámara, una línea en la Guía de Forasteros, y una segunda vara con que hacer el Sancho Abarca en Ávila o en Alcaraz.
Pero el proto-tipo de la época en cuestión, y la vera efigies del pretendiente veterano, era D. Verecundo Corbeta y Luenga vista, cuya animada historia ocupó ya el clarín de la Fama, y de cuyo dramático desenlace quedan todavía recuerdos en el Nuncio de Toledo.
Ninguno como D. Verecundo acertó a reunir en su privilegiada persona la esbeltez e impermeabilidad físicas, la ductilidad y movilidad huesosas, la imperturbabilidad fósil, la diligencia y actividad mental, necesarias al hombre que para alcanzar el término que desea no cuenta con más favor que su perseverancia, su ingenio y su físico a prueba de vientos y tempestad. Nadie como él llegó a obligar a sus ojos a velar día y noche, y a ver de lejos al ministro o a su amigo, o al amigo de su amigo, o al pariente de su pariente; nadie como él acertó a escuchar los pensamientos del poderoso, a calcular sus próximos deseos, a leer en sus ojos las más remotas esperanzas; nadie en fin llegó a olfatear de más lejos las próximas elevaciones, las remotas caídas de los magnates cortesanos, con un instinto semejante al del ave que predice anticipadamente la borrasca en un sereno cielo, o que canta adivinando la futura vuelta del aura primaveral.
Verdaderamente grande en sus pensamientos, el blanco de sus tiros se extendía a todos los empleos civiles y eclesiásticos, desde una intendencia hasta una plaza de aforador, desde una demanda de monjas hasta un deanato de catedral. Escribía 365 memoriales en cada año y 366 los que eran bisiestos; pero tenía la precaución de repartirlos entre los cinco ministros; y acontecíale a veces entablar simultáneamente dos solicitudes a una plaza de correo de gabinete o una reposada canongía, a una dirección de rentas o a una portería militar.
Los escribientes, los oficiales, los ministros, los porteros, los centinelas, todos le conocían y mostraban el semblante risueño, y sin embargo ¡los ingratos! le dejaban envejecer en la tarea, y si le alargaban la mano era sólo para darle un empujón. Pero él, impávido, no por eso cejaba en su propósito, antes bien reproduciéndose fabulosamente, siempre se le veía de jefe de fila de toda audiencia, de fila marmórea de toda escalera, de trasto obligado de toda antesala, y aun llevó su audacia hasta el extremo de introducirse un día furtivamente en el coche del ministro y esperarle allí a pie firme y en la mano el memorial. Verdad es que aquel día precisamente era el día 29 de setiembre de 1834, en que Fernando VII murió definitivamente y por la última vez.
1833 a 1843
Un pretendiente como los que quedan delineados sería un verdadero anacronismo en estos tiempos de gracia y de progreso social. Ahora los honores y los empleos públicos no se reciben; se toman por asalto a la punta de la espada o a la boca de un fusil; y para hablar con más propiedad, con los tiros de la elocuencia o los cañones de la pluma, a la luz del día y entre los agitados gritos de la plaza pública, o en las sombras de la noche, entre los tenebrosos círculos de la conspiración. ¡Papel sellado, cortesías y genuflexiones, audiencias y cartas recomendatorias!... papeles mojados, viejos, de figurón, resortes mohosos y gastados; habiendo imprentas y tinteros, y espadas y tribunas, y juramentos y apostasías y oratoria de levaduras y masas dispuestas a fermentar.
Además ¿a quién pudiera satisfacer como antiguamente un miserable empleíllo de escala, en que era preciso constituirse en eterno fiscal de la salud de quince o veinte delanteros, espiar la llegada de una benéfica pulmonía para el uno, la de una tisis para el otro, o calcular en fin sobre la futura boda con una hija recién nacida del jefe? Y todo ¿para qué? para llegar al cabo de muchos años a colocarse en el centro de la mesa, en lugar de colocarse a la esquina; para cobrar en los últimos meses de la vida algunos reales más.
Ahora bendito Dios, es distinto, y puede principiarse por donde acababan nuestros retrógrados abuelos. —Ejemplo.
Aparece en una de nuestras mil y tantas universidades un estudiantillo despierto y procaz, que argumenta fuerte ad hominem y ad mulierem; que niega la autoridad del libro, del maestro, de la ley; que habla a todas horas y sobre todas materias, sin la más mínima aprensión; que escribe en mala prosa y peores versos discursos políticos, letrillas fúnebres, sátiras amargas y protestas enérgicas contra la sociedad. —No hay remedio. La estrella de este niño es ser un hombre grande, su misión sobre la tierra ser ministro, los medios para llevarlo a cabo, su pico, su pluma y su carácter audaz.
Pertrechado con tan buenos atavíos, descuélgase en la corte, que para él no es más que un teatro donde hace su primera salida. Pónese a contemplar los hombres a quienes se digna conferir mentalmente los demás papeles; mira colocarse a su frente a los curiosos espectadores; tira él mismo la cortina, suena el silbato, y comienza a representar.
Por lo regular la escena suele ofrecer el interior de una redacción de periódico, en donde entre el humo del cigarro y el tráfago de papeles y personajes, se deja ver nuestro mozo colocado primero en los puestos inferiores y armado de una tijera (inteligencia mecánica del redactor subalterno de noticias varias), o envuelto humildemente entre las flores del folletín. De allí a unos días, auxiliado por una vacante repentina, una enfermedad súbita o una espontánea inspiración, salta los últimos términos del periódico, abrázase a sus columnas, trepa por ellas, tiende el paño y comienza a lanzar desde aquella altura los dardos acerados que afilaba para esta ocasión. —Sus colaboradores se admiran y extasían de aquel exabrupto; el público aplaude la demasía, los funcionarios atacados que al principio desprecian los fuegos de aquel insignificante enemigo, más tarde quieren atraérsele con una mezquina gracia; pero él, lejos de humillárseles y atender a sus bondades, les persigue, les acosa incesantemente, les lanza por miles las acusaciones, les busca enemigos en su propio bando, les separa de sus propios súbditos, y les mira en fin, engreído con la llaneza de igual, con la arrogancia de dueño, con la sarcástica sonrisa de un genio fascinador. Y sin embargo, todos aquellos argumentos no son muchas veces convicción: todos aquellos insultos no son odio ni enemistad: todos aquellos apóstrofes no son dañada intención. —¿Pues qué son entonces?... —¿No lo han adivinado los lectores?... —Súplicas impresas; rebozado memorial.
A los pocos días de los más furibundos ataques, el enemigo cede, los preliminares de paz comienzan, la enérgica pluma del publicista va haciéndose más dúctil y suspicaz; calla luego de repente, y en la semana próxima viene encabezado el Boletín Oficial de una provincia con esta alocución:
HABITANTES DE...
El supremo gobierno, celoso siempre por el bienestar de los pueblos, se ha dignado conferirme el mando de esta provincia, etc.,
y firmado por el mismo Pretendiente en cuestión. —Pero alto ahí, pluma parlera, no hay que salirse del tipo que hoy nos ocupa; dejemos para otra más atrevida y versada en estas materias, el delinear uno de los más risueños de la época, el tipo de La autoridad.
La fama de nuestro hombre grande, no cabiendo a veces en los salones de la capital, y viniéndole aun estrecho el uniforme de covachuelo o de jefe, vuela diligente por las ciudades y aldeas de su provincia, y hace repetir las glorias del personaje por mil lenguas entusiastas o comanditarias. Por cuanto a la sazón la dicha provincia suele hallarse ocupada en procurarse un padre que la defienda por tres años en el Congreso nacional de esta corte, como dicen los ciegos papeleros. ¡Qué mejor ocasión! Hínchanse con el nombre del joven candidato las urnas electorales; vótanle regocijados como patrono aquellos que le auxiliaron con algunos realejos para venir a darse en espectáculo a los heroicos vecinos de Madrid; admiran y encomian su improvisado talento los mismo que ha poco tiempo le negaban hasta el sentido común; dispútansele y le proclaman los propios parientes y amigos que antes no hallaban ocasión para echarle de sí.
Ya le tenemos, pues, sentado en los escaños del parlamento; sus discursos fogosos arrebatan a la multitud; lanzado a la tribuna, truena con voz terrible contra los hombres del poder; apostrófales duramente por sus palabras, por sus acciones, por sus pensamientos; llama en su apoyo la opinión del país y de la Europa entera, y concita a sus conciudadanos a salvar la patria, a derrocar la tiranía, a vengar la libertad... —Al día siguiente el fogoso tribuno es llamado a sentarse en el negro banco; y en fuerza de su mágica influencia cambia de continente, modera sus acciones, mitiga sus palabras y prueba que es necesario a todo buen patricio acudir ganoso a defender el orden y robustecer su poder. —No hay como los teatros parlamentarios para estos dramas a grande espectáculo; no hay como los gobiernos representativos para estas representación a beneficio de un actor.
No todos, es verdad, acuden al gran teatro de la corte a desplegar sus facultades. Pretendientes hay también de la legua, que sin salir de su pueblo y sin grandes escándalos acaban por conseguir; que modestos y buenos ciudadanos, hombres francos y desinteresados, se hacen la violencia de servir al pueblo en las cargas concejiles, de crear establecimientos benéficos, de mandar la fuerza armada, o influir con sus consejos en la opinión; el pueblo en recompensa les nombra sus patronos, les encomia, les ensalza, y acaba por imponérselos al mismo gobierno como una necesidad. Este camino es acaso más lento, pero más seguro: los aduladores del poder reciben por premio un insignificante diploma o una módica soldada: los que sirven al pueblo pueden aspirar a una corona cívica o un sillón ministerial.
Otros, echando por diverso camino, sostienen con destreza el precioso balancín, y ora trabajan y se agitan de orden superior en favor de una candidatura circular; ora se descuelgan desde su rincón con un comunicado vejigatorio contra la autoridad; ya proponen en pleno concejo cien planes de público beneficio, ya dan auxilio al intendente para llevar a sangre y fuego la recaudación del subsidio industrial; ora en fin marchan al frente de los más ardientes agitadores, reúnen la fuerza armada y se pronuncian por la anarquía, ora se colocan al lado de la autoridad cuando ésta manda algunos batallones, y se precian y glorían de sostener los buenos principios, el orden y la justicia.
Otros por último, careciendo de estos recursos intelectuales, y más prosaicos en sus medios de acción, benefician en provecho propio el saber o la influencia de un lejano pariente, de un condiscípulo, de un amigo, ¡y quién en estos benditos tiempos no es condiscípulo, amigo o pariente de algún hombre grande! No hay en la extensión de la monarquía ciudad ni villa, lugar, aldea ni despoblado, que no haya producido un ministro al menos, y los grandes oradores, los eminentes repúblicos, los héroes de todos calibres, nacen espontáneamente a cada paso en este siglo feliz.
EPÍLOGO. —Todos aquellos servicios, todos estos manejos pueden traducirse por pretensión
pura, puro y explícito memorial. La hipocresía religiosa ha
cedido el paso a la filantropía política; el amor de la patria es hoy en
ciertos labios lo mismo que era en otros anteriormente el amor de Dios:
el club ha sustituido a la cofradía, al estandarte la bandera, y a la
imagen del santo la inveterada efigie de algún santón.
El Pretendiente, este tipo prodigiosamente móvil e impresionable a quien comparábamos en el principio de este artículo con el simpático camaleón, reviste como él todos los matices que le rodean, trueca los ídolos antiguos por otros nuevos; olvida la añeja flexibilidad del espinazo, y apela a la fuerza de sus pulmones; ataca por asalto la plaza que antes bloqueaba, y en vez de presentarse con humildes memoriales, habla gordo al poder y le impone su pretensión.
El Curioso Parlante.
Contrastes
Ha sonado la hora de concluir nuestra tarea, y en el momento supremo de decir el último adiós a Los españoles pintados por sí mismos no le parece al autor fuera del caso el evocar las sombras de los que fueron, al mismo tiempo que intente borrajear algunos rasgos de los que a ser empiezan; dirigir una mirada retrospectiva hacia nuestra antigua España, con su original organización y sus tipos originales, para luego tornarla dulcemente hacia la España actual con sus flamantes imitaciones; considerar lo que fuimos en la antigüedad (la antigüedad en el lenguaje corriente no va más allá de dos lustros) para saborearnos luego a nuestro placer en lo que hoy somos; poner frente a frente civilización antigua con la moderna; la cortesanía con la popularidad; la aristocracia con la democracia; el sigilo con la imprenta; la rutina con la manía de innovar; la hipocresía con el escepticismo, y opinión privada con la pública opinión.
Esto supuesto, y por vía de codicilo final, intentaremos presentar a nuestros lectores algunos de los tipos rezagados de la vieja sociedad, que por no existir ya no han podido tener cabida en esta obra; y oponerles luego otros de los modernos, que por no bien caracterizados todavía, no dieron motivo a especial retrato. Baraja estrambótica, y risueña mezcla de figuras antiguas y modernas, de chocheces y niñerías, de pretéritos y futuros, en que salgan a relucir en su traje respectivo los abuelos y los nietos, los muertos y los vivos, las momias acartonadas y los fetos en embrión.
Alto allá, la hora llegó; la trompeta suena... Surgite omnes et venite ad judicium.
TIPOS PERDIDOS TIPOS HALLADOS ——————————————————————————————————————————————— El religioso. El periodista. El consejero de Castilla. El contratista. El lechuguino. El juntero. El cofrade. Los artistas. El alcalde de barrio. El elector. El poeta bucólico. El autor de bucólica.
El religioso
El representante más genuino de nuestra antigua sociedad era el Fraile. Salido de todas las clases del pueblo; elevado a una altura superior por la religión y por el estudio; constituido por los cuantiosos bienes de la Iglesia en una verdadera independencia; abiertas a su virtud, a su saber o a su intriga todas las puertas de la grandeza humana; dominando, en fin, por su carácter religioso y por su experiencia todos los corazones, todas las conciencias privadas, venía a ser el núcleo de nuestra vitalidad, el punto donde corrían a reflejarse nuestras necesidades y nuestros deseos. —Un infeliz artesano, un mísero labrador a quien la Providencia había regalado dilatada prole, destinaba al claustro una parte de ella, confiado en que desde allí el hijo o hijos religiosos servirían de amparo a sus hermanos y parientes; un joven estudioso, un anciano desengañado del mundo, hallaban siempre abiertas aquellas puertas providenciales que les brindaban el reposo y la independencia necesarios para entregarse a sus profundos estudios, o a la práctica tranquila de la virtud; y desgraciadamente también, un ambicioso, un intrigante, o un haragán, aprovechaban ésta como todas las instituciones humanas, para escalar a su sombra las distinciones sociales, para engañar con una falsa virtud, o para vegetar en la indolencia y el descuido.
De estas excepciones se aprovechó la malicia humana para socavar y combatir con sus tiros el edificio claustral; de estas flaquezas hicieron causa común el siglo pasado y el presente, para echar por tierra la sociedad monástica; y hasta para negar los méritos relevantes que en todos tiempos puede alegar en su abono.
Con efecto, y sin salir de nuestra España ¿qué clase, por distinguida que sea, puede contar en sus filas un Jiménez de Cisneros y un Mendoza? ¿Un Luis de León y un Domingo de Guzmán? ¿Un Mariana y un Tirso de Molina? ¿Un Granada, un Isla, un Sarmiento y un Feijoo? ¿Dónde, más que en los claustros, supo elevarse la virtud a la altura de los ángeles, la política y el consejo a la esfera del trono, el estudio y la ciencia a un término sobrehumano?—Piadosos anacoretas separados del comercio social, habitaban muchos en los yermos impracticables, para entregarse allí silenciosamente a la contemplación y a la penitencia. Colocados otros en las ciudades, y en el centro bullicioso de la sociedad, estudiaban y acogían sus necesidades, brillaban en el consejo por la prudencia, en el púlpito por la palabra, en la república literaria por obras inmortales que son todavía nuestro más preciado blasón.
Además de la influencia pública que les daba su alto ministerio y su representación en la sociedad, y que llegaba a veces a elevar a un humilde franciscano a la grandeza de España, a la púrpura cardenalicia o a la tierra pontifical, habían sabido granjear con su talento (no siempre, es verdad, bien dirigido) la confianza de la familia, la conciencia privada, el respeto universal. —Un pobre fraile, sin más atavíos que su hábito modesto y uniforme, sin más recomendaciones que su carácter, sin más riquezas que su independencia, entraba en los palacios de los príncipes; era escuchado con deferencia por los superiores, con amor por sus iguales, con veneración por el pueblo infeliz. Asistiendo a las glorias y a las desdichas íntimas de la familia, le veía desde su cuna el recién nacido, recibían su bendición nupcial los jóvenes esposos, le contemplaba el moribundo a su lado en el lecho del dolor. El mendigo recibía de sus manos alimento, el infante enseñanza, y el desgraciado y el poderoso consejos y oración.
El abuso, tal vez, de esta confianza, de esta intimidad, solía empañar el brillo de tan hermoso cuadro, y llegó en ocasiones a ser causa de discordias entre las familias, de intrigas palaciegas, y de cálculos reprobados de un mísero interés. Pero ¿de qué no abusa la humana flaqueza? y en cambio de estos desdichados episodios, ¿no pudieran oponerse tantas reconciliaciones familiares, tantos pleitos cortados, tantas relaciones nacidas o dirigidas por la influencia monacal?
El religioso, en fin, tiempo es de repetirlo, tiempo es de hacer justicia a una clase benemérita que la marcha del siglo borró de nuestra sociedad, no era, como se ha repetido, un ser egoísta e indolente, entregado a sus goces materiales y a su estúpida inacción. Para uno que se encontraba de este temple había por lo menos otro dedicado al estudio, a la virtud y a la penitencia. No todos pretendían los favores cortesanos; muchísimos, los más, se hallaban contentos en su independiente medianía y prestaban desde el silencio del claustro el apoyo de sus luces a la sociedad. No penetraban todos en el seno de las familias para corromper sus costumbres, sino más generalmente para dirigirlas o moderarlas. —Creer lo demás es dar asenso a los cuentos ridículos del siglo pasado, o a los dramas venenosos del actual. —Si pasaron los frailes, débese a la fatalidad perecedera de todas las cosas humanas, a las nuevas ideas políticas o a los cálculos económicos, más bien que a sus faltas y extravíos.
El periodista
La civilización moderna nos ha regalado en cambio este nuevo tipo que oponer por su influencia al trazado en las líneas anteriores. El actual no presenta para su recomendación títulos añejos, glorias históricas, timbres ni blasones. Su existencia data sólo entre nosotros, de una docena escasa de años; su investidura es voluntaria; sus armas no son otras que una resma de papel y una pluma bien cortada. —Y sin embargo, en tan escaso tiempo, con tan modesto carácter, y con armas de tan dudoso temple, el periodista es una potencia social, que quita y pone leyes, que levanta los pueblos a su antojo, que varía en un punto la organización social. ¿Qué enigma es éste de la moderna sociedad que se deja conducir por el primer advenedizo; que tiembla y se conmueve hasta los cimientos a la simple opinión de un hombre osado; que confía sus poderes a un imberbe mancebo para representarla, dirigirla, trastornarla y tornarla a levantar?
Aparece en cualquiera de nuestras provincias un muchacho despierto y lenguaraz, que disputa con sus camaradas por cualquier motivo; que habla con desenfado de cualquier asunto; que emprende todas las carreras y ninguna concluye; que critica todos los libros, sin abrir uno jamás. —Este muchacho, por supuesto, es un grande hombre, un genio no comprendido, colosal, piramidal, hiperbólico. —Su padre, que no sabe a qué dedicarle, le dice que trata de ponerle a ministro, y que luego parta a la corte, donde no podrá menos de hacer fortuna con su desenfado y su carácter marcial. —El muchacho, que así lo comprende, monta en la diligencia peninsular; arriba felizmente orillas del Manzanares; se hace presentar en los cafés de la calle del Príncipe y en las tiendas de la Montera, en el Ateneo, y en el Casino; lee cuatro coplas sombrías en el Liceo; comunica sus planes a los camaradas, y logra entrar de redactor supernumerario de un periódico. A los pocos días tiende el paño y explica allá a su modo la teología política: trata y decide las cuestiones palpitantes; anatomiza a los hombres del poder; conmueve las masas; forma la opinión; es representante del pueblo, hace su profesión de fe, y profesa al fin en una intendencia o una embajada, en un gobierno político o un sillón ministerial. —Llegado a este último término, hace lo que todos: recibe la autorización de la media firma; cobra su sueldo; presenta nueva planta de la secretaría; coloca en ella a sus parientes y paniaguados; expide circulares; firma destituciones; da audiencias; asiste a la ópera con aire preocupado; toma posiciones académicas; se hace retratar de grande uniforme por López o Madrazo; y se coloca naturalmente en la galería pintoresca de los personajes célebres del Siglo. —A los seis meses o menos de representación, cae entre los silbidos del patio, y queda reducido a su antigua luneta. —Vuelve a enristrar la pluma; vuelve oponerse al poder; vuelve a hablar de la «atmósfera mefítica de los palacios, de la filantropía de sus sentimientos, de sus ideas humanitarias y seráficas»; hasta que otra oleada de la tempestad política, torna a colocarle en las nubes. Truena de nuevo allí; vuelven a silbarle, y tórnase a escribir... ¡Oh almas grandes para quienes los silbidos son conciertos y las maldiciones cánticos de gloria!
El consejero de Castilla
En los tiempos añejos y mal sonantes en que no se había inventado el periodista magnate ni las reputaciones fosfóricas, necesitábanse largos años para sentarse un hombre en sillón aterciopelado, dilatada carrera para regir la vara de la justicia, y un pulso tembloroso para llegar a firmar con Don. —El joven estudiante que salía pertrechado de fórmulas y argumentos de las célebres aulas complutenses o salmantinas, tomaba el camino de la corte, modestamente atravesado en un macho, y daba fondo en una de las posadas de la Gallega o del Dragón. Desde allí flechaba su anteojo hacia la sociedad en que aspiraba a brillar: hacía uso de sus recomendaciones y de sus prendas personales; frecuentaba antesalas; asistía a conferencias; escuchaba sermones; hacía la partida de tresillo a la señora esposa del camarista, a la vieja azafata, o al vetusto covachuelo, y a dos por tres entablaba una controversia lógica sobre los pases de Pepe—Hillo o las entradas del Mediator.
Por premio de todos estos servicios y en galardón de sus reconocidos méritos (impresos por Sancha en ampulosa relación) acertaba a pillar un primer lugar en la consulta para la vara de Móstoles o de Alcorcón; y si por dicha había acertado a captarse la benevolencia de alguna sobrina pasada del camarista o de una hermana fiambre del covachuelo, entonces la vara que le ponían era mejor. —Servía sus seis años, y con otros dos o tres de pretensión, ascendía a segundas; luego a terceras, de corregidor de Málaga o alcalde mayor de Alcaraz. —Aquí ya tenía la edad competente para pasado por agua, y acababa de encanecer en la audiencia del Cuzco o en el gobierno de Mechoacán. Regresado luego a la Península, entraba por premio de sus dilatados servicios en el Consejo de las Indias o en el de las Órdenes, y de allí ascendía por último al Supremo de Castilla, a la Cámara, y al favor real.
Esto nunca llegaba hasta bien sonados los setenta; pero como la vida entonces era más bonancible, aunque no tan dramática, el Consejero conservaba aún en sus altos años su modesta capacidad, su semblante sonrosado, su prosopopeya y coram-vobis. —Habitaba por lo regular un antiguo casarón de las calles del Sacramento o de Segovia, en cuyos interminables salones yacían arrumbados los sitiales de terciopelo, los armarios chinescos, los cuadros de cacerías, los altares y relicarios de cristal. Las señoras y las niñas hacían novenas y vestían imágenes en las monjas del Sacramento; los hijos andaban de colegiales en la Escuela Pía; los pajes y las criadas se hablaban a hurtadillas hasta llegar a matrimoniar.
El anciano magistrado madrugaba al alba, y hacía llamar al paje de bolsa para extender las consultas o extractar los apuntamientos; a las ocho recibía las esquelas y visitas de los pretendientes y litigantes; tomaba su chocolate, subía en el coche verdinegro, y a placer de sus provectas mulas se llegaba a misa a Santa María. —Entraba luego al Consejo, y escuchaba en sala de Gobierno los privilegios de feria, los permisos de caza, las emancipaciones de menores, las censuras de obras literarias, el precio, calidad y peso del pan. Pasaba después a la de Justicia, a escuchar pleitos de tenutas, despojos y moratorias. Asistía luego en pleno a los arduos negocios en que se interesaba la tranquilidad del Estado; pasaba los viernes a palacio a consulta personal con S. M.; y regresaba, en fin, a la Cámara a proponer obispos y magistrados, expedir cédulas y dirimir las contiendas del patrimonio real.
De vuelta a su casa, comía a las dos en punto; y levantados los manteles, echaba su siesta hasta las cinco, en que era de cajón el ir a San Felipe o a la Merced a buscar al R. Maestro Prudencio o al Excelentísimo P. General, para llevarlos consigo a paseo la vuelta del Retiro o a las alturas de Chamartín. —Allí se dejaba el coche, que les seguía a distancia respetuosa, y se hacía un ratito de ejercicio, amenizado con sendos polvos de exquisito sevillano. —Hablábase allí del rey y del presidente, del ministro y del provincial; se comentaba la última consulta o la próxima promoción: se leían recomendaciones de pretendientes; y hasta se entablaban los primeros tratos para la boda de la hija del camarista con el sobrino del Padre general.
Al anochecer era natural regresar al convento, donde en armonioso triunvirato se consumía el jicarón de rico chocolate de Torroba, con sendos bollos de los padres de Jesús; y vuelto a casa el magistrado, después de otra horita de audiencia o de despacho, se rezaba el rosario en familia y se entablaba un tresillo a ochavo el tanto con el secretario de la cámara y la viuda del relator, hasta que dadas las diez, cada cual tomaba el sombrero y dejaban a su Ilustrísima descansar.
El contratista
—Háganse ustedes a un lado y dejen pasar a ese brillante cabriolé. —¿Quién viene dentro? ¿Es agente de cambios o médico homeopático? ¿La bolsa o la vida? —«¡Eh!... ¡A un lado, hombre!» —¡Dios le perdone! que nos ha llenado de lodo hasta el sombrero.
El reluciente carruaje sigue su rápida carrera, sin dársele un ardite de los pedestres, y llegando delante de una suntuosa casa de moderna construcción, el jockey se apea y va a dar el brazo, para descender, a un personaje de mediana edad, elegantemente vestido de negro, bota charolada, guante pajizo y condecoración de brillantes en el pecho. Sube apresuradamente la escalera sin reparar en las varias personas que esperan su llegada; atraviesa las salas donde al resguardo de verjas de madera cubiertas con cortinillas verdes, están trabajando los numerosos dependientes; no hace alto en el ruido armonioso de las talegas de pesos, vaciadas de golpe por el cajero, y se encierra en su gabinete a calcular a sus solas cuánto le producirá el último corte de cuentas ministerial.
El agente de bolsa entra a la sazón a proponerle la venta de algunos millones de créditos: el oficial del ministerio le viene a pedir a nombre de S. E. otros millones en metálico: contesta al ministro con el dinero, al agente con las libranzas; realiza el papel; el gobierno no le cumplirá el trato; pero él ganará un millón.
El dependiente le trae a firmar una contrata; el habilitado viene a cobrar la anterior; el cosechero coloca en depósito sus frutos; el provisionista carga con ellos; el escribano le lee una escritura de adquisición de una propiedad; el comisario la hipoteca que hace de ella para la contrata; el cajero le da cuenta del arqueo; y el groom le entrega un billete perfumado de la prima donna o el cartel de los toros que le remite el primer espada. —A todos contesta y en todo está. Recibe con franqueza a los amigos que le pagaban el café antes de ser contratista; con galantería a la cómica que le pide una recomendación para el director; y con altivez al ministro que viene a proponerle otro negocio y a comer con él. —Pasa luego a dirigir personalmente el arreglo del jardín o las colgaduras del salón; sale al Prado a dar en ojos a la rancia nobleza con su magnífico landó; va luego al teatro a decidir magistralmente sobre el mérito de las piezas, y después al Casino a trazar nuevas combinaciones ministeriales en que suele figurar él.
Todavía no se ha decidido a abrir sus salones a la sociedad; pero ya se decidirá. Y la sociedad, ansiosa acudirá a festejar al dichoso del día; y la pluto-cracia triunfará de la aristo-cracia, y de los rancios pergaminos los talegos de arpillera. —«Dineros son calidad».
El lechuguino
Éste era un tipo inocente del antiguo, que existió siempre, aunque con distintos nombres, de pisaverdes, currutacos, petimetres, elegantes, y tónicos. —Su edad frisaba en el quinto lustro; su diosa era la moda, su teatro el Prado y la sociedad. Su cuerpo estaba a las órdenes del sastre, su alma en la forma del talle o en el lazo del corbatín. —¡Qué le importaban a él las intrigas palaciegas, los lauros populares, la gloria literaria, cuando acertaba a poner la moda de los carriks a la inglesa o de las botas a la bombé! ¡Cuando se veía interpelado por sus amigos sobre las faldas del frac o sobre los pliegues del pantalón!
¡Existencia llena de beatitud y de goces inefables, risueña, florida, primaveril! Y no como ahora nuestros amargos e imberbes mancebos, abortos de ambición y desnudos de ilusiones, marchitos en agraz, carcomidos por la duda, o dominados por la dorada realidad! ¡Dichosos aquéllos, que más filósofos o más naturales, se dejaban mecer blandamente por las auras bonancibles de su edad primera; estudiaban los aforismos del sastre Ortet; adoraban la sombra de una beldad, o seguían los pasos de una modista; danzaban al compás de los de Beluci, y tomaban a pecho las glorias de la Cortesi, o los triunfos de Montresor!
¡Qué tiempos aquellos para las muchachas pizpiretas en que el Lechuguino bailaba la gabota de Vestris y no se sentaba hasta haber rendido seis parejas en las vueltas rápidas del vals! ¡Qué tiempos aquellos, en que se contentaba con una mirada furtiva, y contestaba a ella con cien paseos nocturnos y mil billetes con orlas de flechas y corazones!... ¿Qué te has hecho, Cupido rapazuelo (que tanto un día nos diste que hacer) y no aciertas hoy al pecho de nuestros jóvenes mancebos, los escépticos, los amargos, los displicentes, a quien nadie seduce, que en nada creen, que de nada forman ilusión?
¡Oh Lechuguino! ¡Oh tipo fresco y lleno de verdor! ¿Dónde te escondes? ¡Oh muchachas disponibles! Rogad a Dios que vuelva; con sus botas de campana y sus enormes corbatas, sus pecheras rizadas y sus guantes de algodón. Rogad que vuelva, con sus floridas ilusiones y su escasa ilustración; con sus idilios y sus ovillejos; y sin barbas, sin periódicos, y sin instinto gubernamental.
El juntero
Este tipo es provincial, moderno, popular y socorrido. Abraza indistintamente todas las clases, comprende todas las edades; pero lo regular es hallarle entre la juventud y la edad provecta, entre la escasez y la ausencia completa de fortuna. Militares retirados, periodistas sin suscriptores, médicos sin enfermos, abogados sin pleitos, proyectistas, y cesantes del pronunciamiento anterior: he aquí los miembros disponibles de toda junta futura, los representantes natos de toda bullanga ulterior.
Su residencia ordinaria es el café más desastrado de la ciudad, y allí irá a buscarlos la masa popular cuando sienta su levadura: de allí los arrancará, cual a otro Cincinato del arado, para sentarlos en la silla curul y confiarles las riendas de aquella sociedad que se desboca.
El Juntero, que así lo había previsto, o por decir mejor, que así lo había preparado, luego que llega a entrar con aquella investidura en la casa consistorial, saca del bolsillo la proclama estereotípica, en que habla de los derechos del hombre y del carro del despotismo, de la espada de la ley y de las cadenas de la opresión; a cuya eufónica algarabía responde el gutural clamoreo de los que hacen de pueblo, con los usados vivas y el consabido entusiasmo imposible de describir. —Y nuestro Juntero, padre de la patria, lo primero que hace es suprimir las autoridades, y declararse él y sus compañeros autoridad omnímoda, independiente, irresponsable, heroica y liberal. —Se repican las campanas, se interceptan los correos, se arma a los pobres, se encarcela a los ricos, se persigue a éstos, se despacha a aquéllos (todo con el mayor orden) se canta el Te—Deum, y se pasea la junta en coche simón.
A los cuatro días empiezan a venir felicitaciones de las otras juntas comarcanas, subsidios voluntarios de los que van recogiendo por fuerza las partidas volantes; adhesiones espontáneas bajo pena de la vida de los concejos y hombres buenos del distrito, y por último, reconocimiento y apoteosis del nuevo gobierno en la capital.
El Juntero entonces, hombre de orden, cambia su plaza de vocal por la de intendente o jefe político, y se resigna a ser gobierno el que tanto chilló contra aquella calamidad.
El cofrade
Las cofradías religiosas eran en lo antiguo lo que las sociedades políticas y literarias en lo moderno. Reuníanse en ellas los hombres bajo los auspicios de un santo, como en las políticas suelen reunirse hoy bajo las banderas de un santón; —discutían allí sobre las fiestas religiosas e indulgencias, y se disputaban los cargos sacramentales con el mismo fervor con que en las de hoy se crean las reputaciones, se entablan los certámenes y se hace la oposición; —y finalmente hasta en muchas de ellas y con reglamentos sabios y filantrópicos se atendía al socorro de los cofrades necesitados, como en los mutuos auxilios trazados hoy por las sociedades aseguradoras. —El estudio, pues, de aquellos religiosos institutos, no es por lo tanto una cosa indiferente, y los grandes servicios que prestaron a la civilización no merecen por cierto el desdén del filósofo; y si el tiempo y la relajación de las costumbres causaron en ellos, como en toda cosa humana, ciertos abusos, no por eso hemos de negar su grande y benéfica influencia para extender el espíritu de asociación y el instinto de caridad.
Pero dejando a un lado (por no ser hoy de nuestro propósito) la parte filosófica y sublime de estas asociaciones, y limitados a trazar el tipo especial del individuo cofrade (que por ampliación abusiva se apellida generalmente el Sacramental), hallarémosle en el cancel de la iglesia, donde se celebra la función del Santo patrono, sentado tras una mesa cubierta de damasco encarnado, sobre la cual se ven varios atadillos de ordenanzas, sumarios, cartas de hermandad y listas, estampas del Santo y escapularios benditos, y una bandeja de plata para recibir las limosnas de cobre.
El Sacramental es hombre como de medio siglo, pequeño, rollizo y sonrosado: su traje es serio, o como él dice, de militar negro; zapato de oreja, pantalón holgado y sin trabas, y en los días de solemnidad calzón corto con charreteras, casaca de moda en 1812, chaleco de paño de seda, y corbata blanca con lazo de rosetón. —Su profesión en el siglo es la de escribano o alguacil, comadrón o menestral. —El celo que le anima por la hermandad le hace muchas veces descuidar sus lucrativas ocupaciones por entregarse a la asistencia a juntas, preparativos de la fiesta, procesiones y sufragios. En aquéllas el Cofrade autorizado lleva el pendón o el estandarte, no con escaso trabajo para sostenerlo contra el ímpetu del viento, que al paso que lo sacude y bambolea, levanta también y encrespa los cuatro mechones de pelo caídos con sumo cuidado desde la nuca para encubrir la falta superior. En las juntas su voz es decisiva para todos los negocios arduos, y muy luego se ve condecorado con las sucesivas investiduras de vice-secretario, secretario, contador, tesorero, consiliario y vice-hermano mayor. (El hermano mayor suele ser un príncipe o magnate que no sabe que existe tal cofradía.) No satisfecho nuestro cofrade-modelo con todos estos trabajos, con traer la bolsa de la demanda, con repartir las velas o adornar con flores el altar, se entrega con ardor a la propaganda, y trata de catequizar, para entrar en la hermandad, a todo prójimo que encuentra al paso, haciéndole una pintura bíblica de la beatitud que le espera en cuanto se asiente en los libros matrices y pague la limosna de costumbre. Y como esto de irse un hombre al cielo por tan poco dinero, no es cosa de echar en saco roto, no hay necesidad de decir que el Sacramental hace próvida cosecha.
Ni es (por desgracia) sólo el ardor espiritual el que suele andar en ello; también el pícaro interés mundano acierta a veces a salir al paso, que tal es y puede llamarse el deseo de buscar relaciones y figurar, aunque en los humildes bancos de una cofradía, y el instinto provincial para auxiliarse mutuamente; porque conviene a saber que muchas de aquéllas son formadas exclusivamente por gallegos o castellanos, aragoneses o navarros, los cuales a la sombra de Santiago o Santo Toribio, Nuestra Señora o San Fermín, tratan de buscar entre los cofrades, litigios si son abogados; enfermos, si son médicos; y obras de su oficio si honrados menestrales. —Además de esto, la cofradía suele tener algunos fondillos de que disponer; algunos créditos que percibir; algunas casas que administrar; y sin perjuicio de entrar a la parte en las indulgencias, no hay tampoco inconveniente en cobrar el tanto por ciento de comisión, o vivir de balde en la casa sacramental.
Por último, el bello ideal del Cofrade es pensar que cuando fallezca, asistirán a su entierro quince o veinte estandartes, le vestirán diez o doce mortajas, y rellenarán su caja con una resma de bulas y ordenanzas, con cuyo seguro pasaporte confía que pasarán allá arriba sus travesurillas mundanas y su mística especulación.
Los artistas
La palabra Artista es el tirano del siglo actual. En lo antiguo había pintores, escultores, arquitectos, comediantes y aficionados. Hoy sólo hay Artistas; y en esta calificación entran indiferentemente, desde el pincel de Apeles hasta el puchero en cinto; desde el cincel de Fidias, hasta las alcarrazas de Andújar; desde el compás de Vitrubio, hasta el cuezo del albañil.
El que enciende las candilejas en el teatro, Artista; el motilón que echa tinta en los moldes, Artista también; el que inventó las cerillas fosfóricas, distinguido Artista; el que toca la gaita o el que vende aleluyas, Artistas populares; el herrador de mi calle, Artista veterinario; el barbero de la esquina, Artista didascálico; el que saluda a Esquivel o quita el tiempo a Villaamil, Artista de entusiasmo; el que lee el Laberinto o el Semanario, los socios del Liceo o del Instituto, los que asisten a los toros o al teatro, los que forman corro alrededor de la murga, Artistas de afición; el perro que baila, el caballo que caracolea, el asno que entona su romanza... Artistas, Artistas de escuela.
Entre tanto, como todo el mundo es artista, los Artistas no tienen que comer, o se comen unos a otros. —El clero y la nobleza que antes les sostenían, están ahora muy ocupados en buscar dónde sostenerse. —La grandeza metálica de los Fúcares modernos, está por las artes de movimiento, protegen la polka y la tauromaquia, las diligencias y los barcos de vapor. En sus flamantes salones no quiere estatuas, sino buenas mozas; sus libros son el Libro mayor y el Libro diario; sus conciertos el ruido del aurífero metal. Cuando más, y para satisfacer su amor propio, se hacen retratar por el pintor, como se hacen vestir por el sastre, de cuerpo entero, y todo lo más elegante posible, cuidando de que el marco sea magnífico y de relumbrón. —Para amenizar los salones, basta con las estampas del Telémaco o las vistas de la Suiza.
El Artista entre tanto, desdeñado por la fortuna, camina a la inmortalidad por la vía del hospital; y se sube a una buhardilla con pretexto de buscar luces; allí se encierra mano a mano con su independencia, y se declara hombre superior y genio elevado; descuida los atavíos de su persona por hacer frente a las preocupaciones vulgares; y ostentando su excentricidad y porte exótico e inverosímil, se deja crecer indiscretamente barbas y melenas, únicos bienes raíces de que puede disponer. Desdeña la crítica periodística por incompetente; la autoridad del maestro por añeja; los consejos de los inteligentes por parciales y enemigos; y con una filosofía estoica, responde a la adversidad con el sarcasmo, a la fortuna con el más altivo desdén. Por último, cuando se permite una invasión en el campo de la política, adopta las ideas más exageradas, y es partidario de las instituciones democráticas, que han acabado con las clases que antes le sostenían, y sustituido las artes liberales por otras, también artes, y liberales también.
El alcalde de barrio
Todavía humean las cenizas de este tipo recientemente sepultado por la novísima ley de ayuntamientos; todavía resuenan sus glorias en nuestros oídos; todavía aparece a nuestra memoria con su presencia clásica y dictatorial.
Parécenos aún estar viendo al honrado vidriero o al diligente comadrón, que revestido por obra y gracia (no sabremos decir de quién) con aquella autoridad local, inmediata, tangible, que iba aneja al bastón de caña con las armas de la Villa, se recogía en los primeros momentos en el retrete de su imaginación, para ver el modo de corresponder dignamente al reclamo de sus comitentes, y no defraudar las esperanzas del país que le confiaba los destinos de un barrio entero.
Su primera diligencia era desdeñar por humildes e incongruentes sus antiguas mecánicas faenas; habilitar para despacho la trastienda o el entresuelo; tomar respecto a los mancebos y oficiales una actitud de estatua ecuestre; y ver de improvisar una alocución en que diese a conocer a la familia todo el peso de su autoridad. —Recogíase enseguida en un rincón de la trastienda para recordar a sus solas algunos rasgos medio olvidados de pluma, y satisfecho de su idoneidad para la firma, abría luego la audiencia y escuchaba a las partes, cuyas causas solían reducirse a tales cuales bofetadas o puntapiés recibidos y datados en cuenta corriente; a tal indiscreta incursión en el bolsillo del prójimo, o a cual permuta del marido por el amante, de la mujer ajena por la propia mujer.
El Alcalde severo y cejijunto y con cara de juez, les echaba una seria reprimenda, recordando su deber a ellos que se disculpaban con no tener con qué pagar, y recomendando los buenos principios a quien no conocía otros que pepitoria de Leganés o pimientos en vinagre. Últimamente les apercibía con otra amonestación en caso de reincidencia, amén de dos ducados de multa impuestos a nombre de la ley, y que cuidaba de exigirles el alguacil que hacía de ley.
No sólo era la trastienda el tribunal de esta benéfica autoridad. Por las noches y ratos desocupados, se entregaba a la justicia ambulante; rondaba callejuelas y encrucijadas; detenía al ratero en su rápida carrera; protegía al bello sexo contra un inhumano garrote; echaba su bastón en la balanza del tocino; conducía a su manso la oveja perdidiza, y si era acabada la pendencia la hacía volver a empezar por tener el consuelo de interponer y hacer brillar su autoridad en todos aquellos episodios que bajo el título de ocurrencias amenizan la última página del Diario de Madrid.
Otro de los cuidados, y el más importante acaso de su cometido, era el formar los padrones del vecindario de su distrito, y aquí era donde había que admirar la inteligencia y exactitud del Alcalde vidriero o comadrón aplicados a la estadística. —Armado con sus antiparras circulares, su bastón de caña y su tintero de cuerno, y seguido siempre del inseparable ministril, iba tocando casa por casa y preguntando en cada una. —«¿Hay novedad desde el año pasado?» y respondiéndole que no, continuaba copiando en las casillas los nombres del padrón anterior, sin alteración de edades ni de estados. Los apellidos recibían en su pluma terminaciones bárbaras que harían sudar al etimologista más perspicaz: las profesiones siempre eran las mismas: v. g. «Fulano, herrador; Zutana, su mujer, ídem; Mengana, su abuela, ídem», etc. Preguntaba luego en la parroquia (queriéndola echar de culto), si había habido defunciones, y el sacristán le contestaba que de funciones sólo había en todo el año la de San Roque, con lo cual el Alcalde le borraba por muerto de la matrícula. —En el cuarto bajo afiliaba a madre Claudia y a sus educandas, bajo el genérico nombre de artistas; para él todos los vecinos de las buhardillas eran agentes de negocios; todos los escribientes, escritores públicos; todos propietarios, los que tenían veinte y cuatro horas diarias de que disponer.
Llegaban luego las elecciones, y aparecían en las listas los difuntos y los no-nacidos, los niños de pecho y los mozos de cordel. Un año daba el padrón del barrio tres mil almas, y al año siguiente diez y seis mil; en aquél todos eran varones, y en éste llevaban las hembras la mayoría; en cuanto a la material colocación de los nombres, ocurría muchas veces que el elector que encontraba el suyo en una lista tenía que ir a buscar su apellido al otro barrio.
No era menos de admirar el celo e inteligencia del Alcalde en la expedición de pasaportes, cuando a primera hora de la mañana, sentado en su silla de Vitoria tras de la mesilla cubierta de bayeta verde, calados los anteojos, el gorro de algodón o la gorrilla de cuartel, el cigarro en la boca y la pluma tras la oreja, aparecía ocupado en atar y desatar (muchas veces del revés) padrones y registros, mientras iban entrando los postulantes desde la criada que mudaba de amo, hasta el elegante que salía a viajar.
—«Buenos días, señor Alcalde.» (El Alcalde no daba respuesta.)
—Yo soy Engracia de Dios, que he servido de doncella a don Crisanto, el droguero de la esquina, y paso a casa de doña Paula la Corredora, viuda del corredor.
(El Alcalde echa una mirada indiscreta a la doncella y no le parece del todo mal.)
—¿Y cómo es que ha abandonado usted al señor don Crisanto, niña? (La muchacha se pone colorada y se arregla el brial.) —Ya ve usted, porque... (El Alcalde interrumpe su respuesta y dicta el padrón.) Engracia de... tal; que deja al amo que servía, por... razón de estado, etc.
El elegante que espera el pasaporte hace largo rato, busca donde sentarse, pero el Alcalde previendo este desacato, ha suprimido las sillas. Llégale en fin su turno, y el Alcalde le pide un fiador con casa abierta.
—¡Un fiador, un fiador! (responde el caballero) a mí, don Magnífico Pabón, conde del Empíreo, que paso de intendente a Filipinas...
—Mas que sea usted (replicó el Alcalde) el mismísimo Preste Juan. Aquí no hay más que la ley; la ley...
Por fortuna acierta a entrar a la sazón el zapatero de viejo que trabaja en el portal de don Magnífico tras de un biombo (que no puede ser casa más abierta) y aquél, conociendo lo arduo del caso, le propone si quiere ser su fiador. El zapatero contesta que sí, pero que no sabe cómo él, que viene a responder de un duro tomado al fiado puede...
—No importa (replica el Alcalde); la ley es ley, y usted tiene casa abierta, con que puede usted ser fiador. Extienda usted el documento, secretario, yo dictaré. Pasaporte para el interior. Concedo pasaporte, etc. (lo impreso) a don Fulano de tal, barón de Illescas, que pasa a las islas Filipinas en la Habana; va de intendente a negocios propios: sale en posta, vía recta, y con obligación de presentarse diariamente a las autoridades de los pueblos donde pernocte... Señas personales. Cara redonda; ojos ídem; boca ídem; pelo ídem. Va sin enmienda. Valga por un mes.
El elector
El interminable y desatentado giro de nuestra máquina política, ha privado de la vara (o sea bastón) de barrio a nuestros tenderos y hombres buenos; pero en cambio quedan aún a todo honrado ciudadano una porción de derechos imprescriptibles, con los cuales puede en caso necesario engalanarse y darse a luz.
En primer lugar tiene el derecho de pagar las contribuciones ordinarias de frutos civiles, paja y utensilios, culto, puertas, alcabalas, etc., amén de las extraordinarias que juzguen conveniente imponer los que de ellas hayan de vivir. Tiene la libertad de pensar que le gobiernan mal, siempre que no se propase a decirlo, y mucho menos a quererlo remediar. Puede, si gusta, hacer uso de su soberanía, llevando a la urna electoral una papeleta impresa que le circulan de orden superior. Está en el lleno de sus prerrogativas, cuando hace centinela a la puerta de un ministerio, o acompaña a una procesión uniformado a su costa con el traje nacional. Da muestra de su aptitud legal y representa la opinión del país, cuando abandonando su taller o su mostrador, va a escuchar la acusación y defensa de un artículo de periódico, que para el fiscal es subversivo, y para él es griego. Y ejerce, en fin, una envidiable magistratura, cuando emplea su influjo y diligencia para que el uno sea alcalde, el otro regidor, este oficial de su compañía, aquel jefe de su escuadrón.
Por último, el bello ideal del Elector es cuando a fuerza de su valimiento y conexiones llega a trepar hasta el rango de Electo; cuando a impulsos de la popularidad que disfruta en su casa o en su calle, consigue trocar un año la vara de Burgos por el bastón concejil; el peso de los garbanzos por la balanza de Astrea; el banquillo de su trastienda por el banco municipal. —Entonces es cuando reconoce lo bueno de un orden de cosas en donde uno es cosa; lo excelente de una administración en que uno propio administra; lo admirable de un teatro en que uno hace de galán. —Guiado por el celo hacia el servicio público (hablamos del público de su bando, pues el otro no es prójimo) trabaja día y noche con asiduidad; asiste a comisiones; registra expedientes; presenta proyectos; sostiene polémicas; dirige obras públicas y comidas patrióticas; y en uso de su derecho, descuida sus propios negocios y se arruina por dirigir los de los demás. Verdad es que llegado aquel caso se toma también la libertad de no pagar, por la sencilla razón de no tener con qué; y a la demanda de sus acreedores, responde heroicamente cual el otro ilustre romano: «Hoy hace un año que me pronuncié y salvé a la patria; vamos al Capitolio a dar gracias a los dioses.» —Y cogen y se van a la taberna a echar medio chico.
El poeta bucólico
He aquí otra raza antidiluviana que los futuros geólogos hallarán en el estado fósil bajo las capas o superposiciones de nuestra tierra vegetal. He aquí otro de los tipos inocentes y de buen comer que la marcha corretona del siglo ha hecho desaparecer de la escena con sus dulces caramillos, sus florestas y arroyuelos, sus zagalas retozonas y sus pastores peripatéticos, sus fieles Melampos, y su cayado patriarcal.
Hoy día, si uno se echa a discurrir por esos prados adelante, en vez de tiernos coloquios y flautiles conciertos, está a pique de asistir a un entierro de algún poeta suicida, o a un desafío a pistola entre dos filósofos, o a una imprecación al diablo hecha por una mujer fea y superior. —El olor del tomillo se ha cambiado por el de la pólvora; las églogas coreadas por los responsos y nocturnos; y el amor cieguezuelo por el ojo anatómico del doctor Gall.
Ya no hay ovejas que asistan al cantar sabroso
de pacer olvidadas escuchando,
hoy sólo figuran búhos agoreros que en cavernoso lamento y profundo alarido interrogan a la muerte sobre su fatídico porvenir. Ya no hay chozas pajizas, quesos sabrosos, ni leche regalada: sólo se ven en el campo del dolor espinas y abrojos, sepulcros entreabiertos, gusanos y podredumbre. Los mansos arroyuelos, trocáronse en profundos torrentes; las floridas vegas en riscos escarpados; las sombrías florestas en desiertos arenales.
Yo, si va a decir la verdad (y con el permiso del auditorio), no veo esto ni aquello por más que me echo a mirar; lo cual me convence más y más de mi prosaica, material y nimia inteligencia. Y he aquí sin duda la razón por qué no he tropezado aún con zagalas ni con ángeles; los Salicios y Nemorosos he tenido siempre la desgracia de verlos bajo la forma de Blases y Toribios, y su dulce lamentar más me ha parecido graznido de pato que música celestial; así como tampoco veo la sociedad de maldición que los modernos vates, sino un mundo muy divertido, como que no conozco otro mejor; ni en la mujer hermosa, me echo a adivinar su mísero esqueleto; antes bien me complazco en contemplar su belleza, muy propia para lo que el Señor la crió. Los arroyos ni torrentes no me murmuran ni me lamentan, antes bien me refrescan y me hacen dormir la siesta; el cementerio me parece cosa muy buena; pero no pienso entrar en él hasta que me lleven; y en cuanto a los puñales y venenos los dejo a los herreros y boticarios.
Mas si por alguno de aquellos extremos me hubiese tomado el diablo (dado caso de que yo fuera un genio) escogía a no dudarlo el de la zamarra pastoril, y desde ahora para entonces renunciaba a los goces de la sanguinosa daga o del buido puñal. Porque aquellos (los zamarros) eran hombres de buen humor, que así entonaban un epitalamio como bailaban un zapateado; que así disertaban en una academia como improvisaban una bomba en un regalado festín. Ni se tenían por hombres providenciales, enormes; ni pretendían a lo que creo ser la única expresión de la sociedad; y lo eran sin embargo, con su poesía rosada, sus honrados conceptos, y su mantecosa moral. —Para ellos el ser poeta era lo mismo que hacer coplas, y de ningún modo pensaban que esto era una misión, sino un intríngulis; y el que tenía vena (que así se decía) o le soplaba la musa (que así se pensaba), tenía carta blanca para salir por esas calles echando redondillas y ovillejos, epigramas y acertijos a todo trapo, viniesen o no a pelo, los cuales, corriendo luego de boca en boca, acababan por dar al coplero repentista una fama colosal.
Esta reputación, en verdad, a nada conducía, o le conducía cuando más derechito al hospital de Toledo; pero mientras andaba suelto, era el hombre más feliz de la tierra, viendo impresas en el Diario sus improvisaciones y ensueños; oyendo cantar sus gozos a las colegialas de Loreto o a los niños de la doctrina; y guiando él mismo el coro báquico en el banquete de un grande de España. —Una plaza en la contaduría de éste, una buhardilla en las nubes, un banquillo en la librería, o un tablero de damas en el café, bastaban a llenar sus deseos y a amenizar su existencia: el término de aquéllos era un beneficio simple o la administración de un hospital. Hasta que ya en edad avanzada, se retiraba del mundo, renegaba de su lira, y se abrazaba con el hábito franciscano o la sotanilla del hermano Obregón.
El autor de bucólica
Ahora, en los tiempos positivos que alcanzamos, el ingenio está sujeto a tarifa, Apolo y las musas se rigen por un arancel. No hay eruditos que consuman su vida en averiguar fechas o en interpretar viejos cronicones; pero en cambio tenemos amplia cosecha de genios improvisados, desde la edad de diez a la de veinte abriles; amén de algunos genios de pecho que hacen concebir las más lisonjeras esperanzas. —En los principios de su carrera, el ingenio espontáneo derrama a manos llenas y sin el más mínimo interés los torrentes de su sabiduría, pero andando más los tiempos y luego que reconoce la necesidad práctica de ganar su vida, la razón corta los vuelos al albedrío, la materia sube a las ancas del espíritu, y el cálculo matemático entra a disputar el campo a la noble inspiración.
Nuestro autor entonces abre tienda de talento o pone bufete de ingenio; y abraza la carrera de las bellas letras como el comerciante la de las buenas y el abogado la de las malas. Echa el ojo en el vasto campo de la literatura a aquella especialidad que más le conviene o de que espera tener mayor despacho, y ya se dedica a vender a la menuda trozos líricos y composiciones fugitivas, al sol, a la luna, a las estrellas y demás novedades, ya se declara filósofo contemplativo y pintor de las costumbres sociales; ora se emplea en trazar la historia que puede pasar por novela, ora se complace en escribir novelas que pican en historia; los unos se encargan del surtido por mayor de narraciones, episodios, cuentos y traducciones para los periódicos, los otros (y son los más) disparan al teatro su erizada batería de dramas venenosos, tragedias líricas, comedias, loas y entremeses.
La literatura mercantil se desarrolla, en fin, entre nosotros, y estamos ya muy lejos de aquellos tiempos en que se decía que
sólo la poesía es buena
hecha a moco de candil.
Hoy nuestros vates necesitan para sus doradas inspiraciones tintero de plata y bujías de esperma, papel satinado y mullido sofá.
Hasta ahora, es verdad, la importancia metálica de esta profesión no ha llegado en España al alto grado que alcanza en los mercados extranjeros, y solamente el ramo teatral es el que ofrece ventajas a los que se dedican a cultivarlo. He aquí la causa por que abundan los poetas dramáticos y escasean los historiadores y prosistas: la solución del enigma está en que para las comedias hay empresarios y para los libros no; que aquéllas se cotizan al contado como papel de nueva creación, y éstos entran en la categoría de deuda diferida y sin interés.
Todo lo que no sea, por lo tanto, hacer comedias, es lo mismo que no hacer nada: para la gloria, porque nadie lo lee; para el bolsillo, porque nadie lo compra. —El autor dramático recibe a lo menos su contingente mitad en laureles y mitad en pesos duros: el escritor de libros tiene que consolarse con apelar al juicio y aplauso de la posteridad. Verdad es que los libros que hoy corren no llegarán a ella, o sólo llegarán bajo la forma de cucuruchos.
Por lo demás, siempre es un consuelo tener una puerta abierta por donde entrar a lucir el ingenio; y cuando esta puerta es ancha y espaciosa como la Puerta Otomana, tanto mejor; porque conviene a saber que para ser hoy día escritor dramático no se necesita gran dosis de invención ni de filosofía, de observación ni de estilo. —Se agarra una historia, y cuando en ella no se encuentra cuadro dramático, se suple lo que falta, se cuelga un crimen al más pintado, y que chille el muerto; se dialoga un folletín o se disuelve en coplas un fragmento, y que rabien y bostecen los vivos; se cuentan en quintillas y romances una conversación de paseo, unos amores de entresuelo, y hágote comedia de costumbres; se pilla un carácter a Moreto, una situación a Rojas y un enredo a Tirso, se rellena el hueco con el competente ripio, cosecha de casa, y allá va un drama filosófico o caballeresco. Últimamente (y es lo más socorrido) se traduce un drama de Buchardi, o una piececita de Scribe, se la esquila, trastrueca y muda el nombre como hacen los gitanos con las caballerías hurtadas, y hágote, acomodo y arreglo a la escena española. Por lo demás, objeto ni intención moral o política Dios les dé. —¿Qué ha querido probar el autor con esta comedia? (preguntaba yo a un amigo al salir del teatro). —Yo le diré a usted (me contestó): ha querido probar que se pueden ganar cien doblones con una sandez, y lo peor es que lo ha conseguido.
Por fortuna, entre el destemplado clamoreo de este tutti dramático, descuellan hasta una media docena de voces verdaderamente sonoras y apacibles que hacen olvidar el dicho coro infernal.
Epílogo
No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad, contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. —El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma; —el palaciego que antes adulaba a los reyes sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno; —el devoto se ha convertido en humanitario; —el vago y calavera en faccioso y patriota; —el historiador en hombre de historia; —el mayorazgo en pretendiente; —y el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. —Andarán los tiempos, mudaránse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán como los otros a ser añejos y retrógrados, y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos. ¿Quién reirá el último?
El Curioso Parlante.
Nota
Contrastes. —Tipos perdidos, tipos hallados. —Por los años del 43 al 45, bullía en la mente del autor el continuar en una tercera serie la revista de costumbres contemporáneas, y para hacerla más picante y sensible el contraste de las presentes con las pasadas, ideó oponer a cada uno de los tipos que ha producido la moderna organización del país, otro de los análogos en influencia que presentaba la antigua; idea que si hubiera alcanzado a desempeñarla bien, parecíale que realizaba completamente su objeto. Pero cuando empezaba a borrajear papel y a formular su pensamiento, apareció el prospecto de Los Españoles pintados por sí mismos, y fue invitado por su editor, el señor Boix, para tomar parte en la redacción de aquella obra notable. Tomóla en efecto, en los dos artículos titulados La Patrona de huéspedes y El Pretendiente, y al terminar dicha obra aplicó a su final el boceto de la nueva que se había propuesto escribir, y bajo el título de Tipos perdidos, tipos hallados, publicó el que actualmente coloca en lugar más propio para terminar la colección de sus Escenas.