Comedias Bárbaras

Trilogía teatral

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro



Cara de Plata

Dramatis personae

EL CABALLERO DON JUAN MANUEL MONTENEGRO
SUS HIJOS CARA DE PLATA, DON PEDRITO, DON ROSENDO, DON MAURO, DON GONZALITO Y DON FARRUQUIÑO
SABELITA, AHIJADA DEL CABALLERO
EL ABAD DE LANTAÑÓN Y SU HERMANA DOÑA JEROMITA
EL SACRISTAN
LA SACRISTANA
LA HIJA BIGARDONA Y EL CORO DE CRIANZAS
FUSO NEGRO, LOCO
DON GALAN, CRIADO DEL CABALLERO
UNA TROPA DE CINCO CHALANES: PEDRO ABUIN, RAMIRO DE BEALO, MANUEL TOVIO, MANUEL FONSECA Y SEBASTIAN DE XOGAS
EL VIEJO DE CURES Y UN PASTOR
PICHONA LA BISBISERA
LUDOVINA LA BENTORRILLERA Y LA COIMA DE OTRO MESÓN
UN MARAGATO
UN PENITENTE
EL CIEGO DE GONDAR
UN INDIANO
EL DIACONO DE LESÓN
UNA VIEJA COTILLONA
VOZ EN UNA CHIMENEA
OTRAS VIEJAS
GRITOS Y DENUESTOS
PREGONES
CLAMOR DE MUJERUCAS
SALMODIA DE BEATAS
RENIEGOS Y ESPANTOS
LAS LUCES DEL SANTO VIATICO

Jornada primera

Escena primera

(Alegres albores, luengas brañas comunales, en los montes de Lantaño. Sobre el roquedo la ruina de un castillo, y en el verde regazo, las Arcas de Bradomín. Acampa una tropa de chalanes, al abrigo de aquellas piedras insignes —Manuel Tovio, Manuel Fonseca, Pedro Abuin, Ramiro de Bealo y Sebastián de Xogas—. A la redonda, los caballos se esparcen mordiendo la yerba sagrada de las célticas mámoas. En la altura una vaca montesa embravecida, muge por el vítelo que se lleva a la feria un rabadán.)

PEDRO ABUIN.— Ganados de Lantaño, siempre tuvieron paso por Lantañón.

RAMIRO DE BEALO.— Hoy se lo niegan. Perdieron el pleito los alcaldes y no vale contraponerse.

PEDRO ABUIN.— Eso aún hemos de ventilarlo.

RAMIRO DE BEALO.— No te metas a pleito, con hombre de almenas.

PEDRO ABUIN.— ¡Casta de soberbios! El fuero que tienen, pronto lo perdían si todos nos juntásemos. ¡No es más tirano el fuero del Rey!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Ya hubo reyes que acabaron ahorcados.

RAMIRO DE BEALO.— En otras tierras.

MANUEL FONSECA.— ¡Montenegros! ¡Negros de corazón!

PEDRO ABUIN.— A esa casta de renegados la hemos de ver sin pan y sin tejas. ¡Más altos adarves se hundieron!

MANUEL TOVIO.— Pero en el ínterin se nos priva el paso por el dominio de Lantañón. ¡Tanto son parciales los días presentes!

(Por los caminos del monte van chalanes y feriantes, en desgranadas hileras. Los de Cures y Tras-Cures, los de Taveirós y los de Nigrán. Trasponiendo las célticas lomas entre picas y gritos, cornea abravada una punta de vacas. Las voces de los chalanes y el ladrido de los perros prolongan un épico verso, en los cristales matinales.)

PEDRO ABUIN.— ¡Alto, compañeros!

VOCES LEJANAS.— ¿Qué se ofrece?

PEDRO ABUIN.— En Lantañón parece ser que ahora sacan el fuero de negar el paso a los que transitan para la feria de Viana. ¿Estáis conformes en ello?

EL VIEJO DE CURES.— ¡Si hay ley!

PEDRO ABUIN.— ¡No la hay! Ni ley ni poder para negarnos camino, tiene el Vinculero.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Mucho aventuras!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Tanto no juego, pero habría que deliberarlo. Conforme al texto de los pasados, nos debe servidumbre el dominio de Lantañón. Eso conforme al texto de nuestros mayores.

RAMIRO DE BEALO.— No vale contraponerse. El Vinculero ganó el pleito que tenía con los alcaldes.

PEDRO ABUIN.— ¡Fué mal sentenciado! Y todos a una puestos en la de pasar, nos reímos de papeles.

EL VIEJO DE CURES.— Donde hay sentencia de juez, mala o buena, tuerta o derecha, le toca perder al rebelde. ¡Siempre lo he visto en los años que tengo!

PEDRO ABUIN.— Con sentencia o sin sentencia, no tiene poder contra todos el Montenegro. ¡Esa es la mía!

EL VIEJO DE CURES.— Arrogancias, nunca ganaron pleitos.

SEBASTIÁN DE XOGAS.— ¡Qué cuentas son las vuestras? ¿Llevar el ganado por la barca?

EL VIEJO DE CURES.— Acercarnos a las puertas del pazo, y pedirle su venia al Vinculero.

PEDRO ABUIN.— ¡Es mucha la soberbia que tiene!

EL VIEJO DE CURES.— Pues nos, allá vamos con ese concierto, y a ser vos conformes, podemos ir todos, que más fuerza hacemos.

PEDRO ABUIN.— ¿Y si se niega, qué procede?

EL VIEJO DE CURES.— Esperar una mudanza de su genio. Tú propones juntarnos para la rebeldía. ¡Así es! Yo para las mediaciones que transigen guerras. ¡Quién tuvo razón, lo diga el tiempo!

RAMIRO DE BEALO.— Con ir allá, nada se nos pierde.

MANUEL TOVIO.— Si lo atrapamos en la hora renegada, nos echa con rayos y centellas.

PEDRO ABUIN.— Si mala palabra me dice, mala palabra le respondo.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Con ese dictamen no vengas allá!

(Un PASTOR, escotero y remoto sobre una peña, asiste al concilio haciendo círculos con el regatón del cayado en los líquenes milenos del roquedo.)

EL PASTOR.— La idea vuestra, ya otros la pusieron en obra. ¿Y qué sacaron? ¡Oir malos textos! Yo fui con buenas palabras. ¿Y qué saqué? ¡Escarnios! Me oyó tirándose de las barbas, y acabó con que fuese a pedírselo la mi parienta.

MANUEL FONSECA.— ¡Con ella en la cama sentenciaba el pleito!

EL PASTOR.— ¡No sentenciase su fin!

RAMIRO DE BEALO.— Es el fuero que tiene.

EL PASTOR.— Pues llévale la vaca de tu corte.

PEDRO ABUIN.— Ya se la habrá llevado.

RAMIRO DE BEALO.— Un rayo que os parta.

PEDRO ABUIN.— ¿Qué resolución tomamos, compañeros? La mía es meter el ganado por las Arcas. Pero habíamos de ser todos a una. Si como dicen, hubo ya tiempos donde fueron quemadas las casas de torre, pudieran volver tales tiempos.

EL PASTOR.— Vamos y no lo demoremos, que está solo en la cueva el lobo cano.

PEDRO ABUIN.— ¿Qué respondéis los feriantes? ¿Nos juntamos para hacer valer nuestro derecho?

EL VIEJO DE CURES.— Tengo una carga de años, y os confirmo que más ganaremos con palabras de política que con acciones rebeldes.

PEDRO ABUIN.— Los de ese dictamen que vayan delante y hablen primero.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Amén! Sin concordia entre altos y bajos, el mundo no se gobierna.

VOCES DE FERIANTES.— ¡Too! ¡Marela! ¡Tooo! ¡Bermella!

MANUEL FONSECA.— Esperemos a ver lo que saca Quinto de Cures.

RAMIRO DE BEALO.— El nó, ya lo lleva.

EL PASTOR.— Sacará lo que otros sacaron.

PEDRO ABUIN.— ¡Sacará voces y denuestos!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— ¡Atención pido! De ir a un levante tiempo tenemos. Y para mi discurso, nos cuadra dejar cualquier querella hasta pasado el Corpus de Viana. Busquemos ahora la vida en la feria, sin contratiempos, que a la vuelta lugar hay de abanderarnos contra la sentencia del Vinculero.

PEDRO ABUIN.— ¡Montenegro, emplazado quedas!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— ¡Ya te llegará tu malaventura, Montenegro!

EL PASTOR.— ¡No hay otra salvación que quemarle los campos!

(El tropel de chalanes parte en cabalgada, y el pastor en lo alto de la peña, siluetado sobre el cielo, los despide con un grito, agitando los brazos. A lo lejos, en el cristal de la mañana, un vuelo de palomas abre sus círculos sobre la Torre de Lantañón.)

Escena segunda

(Luces mantinales en el pazo de Lantañón. Sobre el atrio de limoneros, la arcada de una solana, con escalera de piedra. Sabelita está en lo alto, de pechos al arambol, rubia de mieles, el cabello en dos trenzas, la frente bombeada y pulida, el hábito Nazareno. En el lindero del atrio clamorea una ringla de mujerucas con frutos y tenderetes.)

CLAMOR DE LAS MUJERUCAS.— ¿Es verdad que se quitó el paso? ¡Miren que es mucho el arrodeo! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Con el camino tan largo que traemos! ¡Madre Bendita! ¡Que venimos de muy distante! ¡Más arriba de San Quinto de Cures!

(LAS MUJERUCAS se apartan para dejar paso a un jinete, mancebo muy gentil, que, cercado de galgos y perdigueros, entra al galope. —Basculada con gritos y espantos, cestos torcidos sobre las cofias, manos aspadas protegiendo los tenderetes. —Don Miguel Montenegro, el hermoso segundón, salta de la silla y ata el caballo a una argolla empotrada en el muro. Por su buena gracia, los suyos y los ajenos le dicen Cara de Plata.)

CLAMOR DE LAS MUJERUCAS.— ¡Don Miguelito, déjenos pasar! ¡Tenga compasión, Señor Carita de Plata! ¡Que venimos de la fin del mundo! ¡Tenga buen corazón!

PICHONA LA BIRIBISERA.— ¡Téngalo de plata como la cara hermosa, Señor Don Miguelito!

CARA DE PLATA.— ¡Pasad con mil demonios!

PICHONA LA BIRIBISERA.— ¡Viva el Señor Carita de Plata!

CARA DE PLATA.— ¿Cuándo me lo das, Pichona?

PICHONA LA BIRIBISERA.— ¡Ay, qué trueno!

CLAMOR DE LAS MUJERUCAS.— ¡Dios le florezca! ¡Dios le florezca!

(La ringla de mujerucas penetra en el atrio por el gran arco con escudo y cadenas. Sabelita deja oir el ceceo cantarín de su voz, y sobre las piedras viejas de la solana, entre el verde de los limoneros se enciende la nota morada y dramática del hábito Nazareno.)

SABELITA.— ¡Cómo queda la madrina?

CARA DE PLATA.— Rezando el trisagio. ¿Y tú, cuándo vuelves allá?

SABELITA.— Cuando el padrino lo ordene.

CARA DE PLATA.— Mi madre te espera.

SABELITA.— ¿Por qué no me manda ir? Yo bien lo deseo.

CARA DE PLATA.— ¿Ahora que yo he venido?

SABELITA.— No comiences.

CARA DE PLATA.— Ayúdame a ver qué tiene este maldito cadelo, pues viene cojo.

SABELITA.— Si entró por las tojeras, será alguna espina.

CARA DE PLATA.— ¡Ven aquí, Carabel!

(El can se acerca con un brazuelo en el aire, y el hermoso segundón le vuelca mirándole las pezuñas. Sabelita está a su vera, arrodillada sobre las losas, risueña y atenta.)

SABELITA.— ¡No te clave los dientes!

CARA DE PLATA.— Ya verías tú de curarme.

SABELITA.— No soy cirujana.

(CARA DE PLATA mete el puño en la boca del alano, que gime hostigado, pero sin morderle. Sabelita le mira fijamente, los ojos ingenuos y francos como los de una niña.)

SABELITA.— ¡No tienes los cabales!

CARA DE PLATA.— ¡Muerde, Carabel!

SABELITA.— ¡El animal, discierne más que tú!

CARA DE PLATA.— ¡Pues que siga con la espina!

(CARA DE PLATA salta en pie, con gentil y violento alarde. Tiene el cabello de oro, los ojos de alegre verde, la nariz de águila imperial. Sabelita, arrodillada al pie del can, sobre el suelo de piedra, se afana por sacarle la espina que tiene clavada en el brazuelo. El hermoso segundón vuelve a su lado.)

SABELITA.— ¡Loco!

CARA DE PLATA.— Ponme tú cuerdo.

SABELITA.— ¿Con qué yerbas?

CARA DE PLATA.— Con palabras.

SABELITA.— No soy saludadora.

CARA DE PLATA.— Esta noche tengo que hablarte, Isabel.

SABELITA.— ¿Y no es hablar lo que estamos haciendo?

CARA DE PLATA.— Será otro hablar, a la luz de la luna.

SABELITA.— ¡Eres tú muy lunático!

CARA DE PLATA.— ¿No me quieres, Isabel?

SABELITA.— Al modo tuyo, no.

CARA DE PLATA.— Pues no me quieres.

SABELITA.— Eso será.

CARA DE PLATA.— Esta noche te deshago la cama.

SABELITA.— ¡Qué falto estás de sentido!

CARA DE PLATA.— ¿Me abrirás la puerta?

SABELITA.— ¡No seas pirata!

CARA DE PLATA.— Si la encuentro cerrada, cuenta que la derribo.

SABELITA.— ¡Bárbaro!

CARA DE PLATA.— ¡Cuando me veas aparecer, no grites!

SABELITA.— ¡Pero para ti no hay honestidad!

CARA DE PLATA.— ¡Y qué sucedería, si esta noche entrase en tu alcoba?

SABELITA.— ¡Cómo te gusta cavilar en el pecado! Y no me das miedo, Carita de Plata... Pero si me quieres, quiéreme honesta.

(Don Juan Manuel Montenegro, con la escopeta y el galgo, rufo y madrugador, aparece por el huerto de frutales, y se detiene en la cancela. Es un hidalgo mujeriego y despótico, hospitalario y violento, rey suevo en su pazo de Lantañón.)

EL CABALLERO.— Cara de Plata, deja la buena compañía, y ven a rendir tu cuenta. Ayer te esperaba. ¡Muy largo se ha vuelto el camino de Viana!

CARA DE PLATA.— Tuve el caballo con un torzón.

EL CABALLERO.— Mandé en tu busca, para hacer en el monte recuento del ganado, y poner el hierro a los novillos del año. Tus hermanos allá están. El ganado más lucido hay que bajarlo a la feria de Viana. Irás con tus hermanos mayores, que ellos están caídos en picardías de chalanes... Pero el dinero lo guardas tú. Espero que no te lo juegues como suelen hacer los otros Barrabases.

CARA DE PLATA.— Nadie está libre de una tentación.

EL CABALLERO.— Pues si eres tentado, procura ganar, y si pierdes, no te aparezcas ante mis ojos.

CARA DE PLATA.— Lo tendré presente.

(DON JUAN MANUEL le mira con enojo risueño: Siente por aquel hijo una afección indulgente y ruda. El gentil mancebo está en pie delante de su padre, la boca seria y un alegre ímpetu en el verde cristal de los ojos.)

EL CABALLERO.— ¿Queda en buena salud tu madre?

CARA DE PLATA.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— ¿Qué hace?

CARA DE PLATA.— Lo de siempre: Novenas.

EL CABALLERO.— ¡Aquí me tiene abandonado!

CARA DE PLATA.— De algo parecido se duele mi madre allá en Viana.

EL CABALLERO.— Son sus romances. ¿Y ahora sepamos qué historia es esa con que me ha venido Pedro Rey?

CARA DE PLATA.— Se le fué al río una vaca brava, y me tiré a salvársela.

EL CABALLERO.— No son esas mis noticias. Parece ser que tú has montado sobre la vaca, y que contigo encima se sumergió y tragó tanta agua, que ha muerto bajo el puente.

CARA DE PLATA.— No ha muerto. Está para morir.

EL CABALLERO.— Pedro Rey pretende que yo le pague la res. Ya le he dicho que me la traiga viva o muerta. Quiero proponerle un cambio.

CARA DE PLATA.— Le roba a usted el dinero. Cuando yo me tiré al río, la vaca estaba ahogándose. No se la pague usted.

EL CABALLERO.— No hablé de pagársela. Quiero proponerle un cambio: Que me deje la res, y cargue contigo. ¿Te parece bien?

CARA DE PLATA.— Yo soy un hijo obediente.

EL CABALLERO.— Hablemos en veras. ¡Yo querría que tú fueses un caballero que respondiese en todo a las obligaciones de su sangre!

CARA DE PLATA.— Ya correspondo, padre.

EL CABALLERO.— Tus hermanos te pervierten con sus malos ejemplos. Escúchame. No te pido que seas un santo, cada edad reclama lo suyo, pero no olvides las obligaciones de tu sangre, como hacen los otros perversos.

(El linajudo acabó de hablar con un gran suspiro, los brazos sobre los hombros del mancebo, que pronto y liberal se arranca y besa la mano del viejo.)

CARA DE PLATA.— Padre, yo aquello que hago, bueno o malo, lo hago sin consejo.

EL CABALLERO.— Pues ahora, sube al monte, y cumple con arreglo a mis órdenes.

CARA DE PLATA.— Amén. ¿A qué hora se fueron mis hermanos?

EL CABALLERO.— Con el alba.

(El hermoso segundón desata el caballo, que piafa atado en la sombra del rudo arco de piedra, cabalga de un salto y sale al galope, bajo la mirada orgullosa del viejo genitor. En lo alto de la solana, rubia como una espiga, infantil y risueña, está la ahijada del vinculero.)

SABELITA.— ¡Que tengas sentido, Carita de Plata!

CARA DE PLATA.— Por ti lo pierdo.

EL CABALLERO.— ¿Te enamora mi rapaz?

SABELITA.— Son ventoleras.

EL CABALLERO.— ¿De qué te hablaba?

SABELITA.— ¿Cuándo?

EL CABALLERO.— Hace un momento.

SABELITA.— ¡Ya ni recuerdo de qué me hablaba!

EL CABALLERO.— ¿Y lo que tú le respondistes, tampoco?

SABELITA.— Yo no le escuché.

EL CABALLERO.— No eres tú para él.

SABELITA.— Tampoco lo pretendo.

EL CABALLERO.— Tú eres para más.

SABELITA.— Yo soy para llorar muchas penas.

EL CABALLERO.— ¿Quién puede dártelas?

SABELITA.— Quien lo da todo.

EL CABALLERO.— Cuando se es joven, no hay penas. A mí todas me acudieron de viejo... ¡Y no caigas con mi rapaz!

SABELITA.— Si no le escucho, padrino.

EL CABALLERO.— ¡Como yo tuviese diez años menos!

SABELITA.— Yo no los quería, diez años menos.

EL CABALLERO.— ¡Yo sí! Para hacerte levantar los ojos. ¡Maldita costumbre de monja, tenerlos siempre por tierra!

(En el lindero del atrio, aulla con tuertos visajes, un mendigo alunado. —Aquel Fuso Negro, roto, greñudo y cismático, que lleno de guijarros el bonete, corría los caminos entre Lugar de Condes y Lugar de Freyres.)

FUSO NEGRO.— ¡Touporroutón! ¡Se juntó una tropa de hirmandiños! ¡Touporroutóu! ¡Para acá viene! ¡La torre entre todos nos han de quemar! ¡Touporroutóu!

(FUSO NEGRO se esguinza con una espantada, sacando la lengua. Una nalga negruzca le palpita entre girones de remiendos. ¡Touporroutóu! De pronto se vuelve, y comienza a bailar, trenzando las piernas. ¡Touporroutóu!)

Escena tercera

(Entre Lugar de Condes y Lugar de Freyres, el pazo de Lantañón. —Brañas, castañares, agros de pan. —Lugar de Condes en el abrigo de la iglesia, y cavado en el monte Lugar de Freyres. La Puente de Lantañón, reina en medio: A uno y otro lado son orgullosas entradas, arcos barrocos con escudos y cadenas. Por los pretiles, en los claros ojos de la mañana, se estrecha una punta de vacas, con el sol en las astas. Y contra el sol, rostro al monte, viene al galope Cara de Plata. Le saluda placentera la voz del viejo de Cures.)

EL VIEJO DE CURES.— ¡Galán Vinculero! ¿Es verdad que al presente está privado el tránsito?

CARA DE PLATA.— Es verdad.

EL VIEJO DE CURES.— ¿Y hemos de llevar el ganado por la vuelta del río, y pasar la barca, al ir y al volver de esta gran feria de Viana?

CARA DE PLATA.— Así es la sentencia.

EL VIEJO DE CURES.— A duras leyes, jueces clementes, dice el saber de los antiguos.

CARA DE PLATA.— Mi padre se cansó de ser clemente.

EL VIEJO DE CURES.— ¡A lo menos fuéranos permitido el tránsito para estas ferias anuales del Corpus! ¡A lo menos fuéranos eso concedido, que según luces de curiales, es lo que vinieron gozando los pasados!

CARA DE PLATA.— Eso os daba mi padre, y fuisteis al pleito.

EL VIEJO DE CURES.— Los de Cures no fuimos. En ese referente está engañado el Señor Mayorazgo. Yo soy el árbol de más años. Contando los hijos y nietos casados, suben de treinta las puertas donde puede morar Quinto Pío. ¡Así es! Y por más señalado, Quinto de Cures. Cristiano viejo, aun cuando en los días presentes, no se reconoce diferencia entre nuevos y viejos. ¡Así es! Hoy no queda por esta tierra otro judío, que el inglés de los Evangelios. —Pues era aquel decir, que no pleiteamos los de Cures.

CARA DE PLATA.— Pero fuisteis de testigos falsos.

CLAMOR DE LOS VAQUEROS.— ¡Está mal informado! ¡No somos de esa condición! ¡Le inclinaron en contra las orejas!

EL VIEJO DE CURES.— ¡Sangre de Montenegro, el tránsito a todos nunca podrá quitarse! Es la costumbre del tiempo de los viejos, y las costumbres hacen la ley. Los de Cures no seremos rebeldes, y de hoy más caminaremos por la vuelta. ¡Así es! Pero aquel jinete que viene trotando, no quedará sin paso. El mismo rey, ante otros reyes baja la espada.

CARA DE PLATA.— Viejo de Cures, si no pasan los que caminan a pie, no pasarán los que vienen a caballo.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Así cumplía!

CARA DE PLATA.— Y así es la doctrina de mi padre.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Amén! Nieves paternas para el hijo espejos. ¡Así es! Y grillos de bronce sus mandamientos.

(EL VIEJO con la vara en alto, hace retroceder el tropel de sus vacas que entrechoca las cuernas, entornado por las voces y las picas de tantos hijos y nietos, sangre de Quinto de Cures. Y aquel negro jinete que sobre el sol llega trotando, es el Abad de San Clemente de Lantañón.)

CARA DE PLATA.— ¡Señor Abad, tuerza el caballo!

EL ABAD.— ¿Pues qué ocurre?

CARA DE PLATA.— Señor Abad, que no hay vereda.

EL ABAD.— ¡Joven Absalón, no me detengas con chanzas, que voy apremiado para encaminar un alma en Lugar de Freyres.

CARA DE PLATA.— ¡Ojalá fueran chanzas!

EL ABAD.— ¡Mal vino traes, tunante!

CARA DE PLATA.— ¡No lo he catado!

EL ABAD.— ¡Apártate, y déjame camino!

CARA DE PLATA.— ¡No puedo!

EL ABAD.— ¡Considera, bárbaro, la afrenta que haces a mi tonsura!

CARA DE PLATA.— No es afrenta, sino justicia que debo a Quinto de Cures. ¡Si no pasan los que vienen a pie, no deben pasar los que vienen a caballo!

EL ABAD.— Deja las burlas para otra hora, que la muerte no espera.

CARA DE PLATA.— Pues habrá que romperle una pata.

EL ABAD.— Apártate, grandísimo renegado. Ya te he dicho que voy a encaminar un alma. ¡Apártate en nombre de Dios!

CARA DE PLATA.— ¡No puedo!

EL ABAD.— ¡Muchacho! ¡En ti está revestido Satanás!

CARA DE PLATA.— Hoy me santiguó con el rabo.

EL ABAD.— ¡Mira lo que haces!

CARA DE PLATA.— Mirado está.

EL ABAD.— Que no soy un rapaz de tus años, y esas burlas tampoco están bien con un ministro del Señor.

CARA DE PLATA.— Mi padre ganó el pleito, y hace valer la sentencia, Señor Abad.

EL ABAD.— ¡Quijoterías! Conmigo no reza esa sentencia.

CARA DE PLATA.— Con usted y con el mismo Rey.

EL ABAD.— ¡Quijoterías. En Lantañón guardáis una paloma de mi palomar. ¡Ténlo presente!

CARA DE PLATA.— ¡No lo había olvidado!

EL ABAD.— ¡Iré por ella!

CARA DE PLATA.— ¡Ya lo sé!

EL ABAD.— Hazle la cruz.

CARA DE PLATA.— Se la hago.

EL ABAD.— Veremos si tu padre autoriza este escarnio.

CARA DE PLATA.— El paso para todos o para ninguno. Mi padre no puede dar otro ejemplo.

EL ABAD.— ¡Sacrílego, considera que un pecador espera la absolución! ¡Que está en trance de muerte! ¡Que entregas un alma al Infierno! ¡Que incurres en pena de excomunión!

CARA DE PLATA.— ¡Todo lo considero!

EL ABAD.— ¿Y te condenas tan impávido?

CARA DE PLATA.— ¡Si no hay otro remedio!

VOCES REMOTAS.— ¡Es camino del Rey! ¡El paso es libre! ¡Libre es el paso! ¡No hay ley que lo cierre!

CARA DE PLATA.— ¡Venid a ganarlo!

(EL ABAD vuelve grupas y pone espuelas. Sobre los roquedos, ágiles siluetas pastoriles gritan agitando los brazos, y esparcidos rebaños pacen en torno: Voces y ladridos se prolongan y encadenan por la quebrada.)

Escena cuarta

(EL ABAD de Lantañón con escolta de chalanes y boyeros, entra por la verde quintana de su iglesia, y ante el portón de la rectoral, descabalga. Blas de Miguez, el sacristán, acude a tenerle el bridón de la montura. Tumulto de voces quiebra el verde y aldeano silencio. El tonsurado esquivo y sin hablar palabra, se mete por las puertas de la sacristía. Negro, zancudo, angosto, desaparece en la tiniebla de arcones y santos viejos. A poco retorna, y en el quicio de la puerta hace disimulo de no mirar a los chalanes, atento al tempero. Disputa el tropel de feriantes, y se mueven las picas entre gritos y gestos. De pronto, sobre el patín de la rectoral, aparece una dueña pilonga, muy halduda, que con la rueca en la cinta tuerce el huso y escupe en el dedo. Es Doña Jeromita, la hermana del Abad.)

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, con las voces! ¡Pues aunque estuviéseis a la puerta de un ventorrillo! ¡No habléis todos a una, selváticos! ¡Hermano, ponga paz!

EL ABAD.— No me sale del bonete.

DOÑA JEROMITA.— ¡Ave María!

EL ABAD.— ¡Mi tonsura ha sido ultrajada por un carajuelo!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús mil veces!

(EL ABAD vuelve a entrarse por la puerta de la sacristía. Blas de Migues le sigue sonando las llaves de la iglesia. Doña Jeromita, con la rueca en la cintura y los brazos en aspa, baja la escalera del patín.)

DOÑA JEROMITA.— No habléis todos a una. ¡Ay, Dios, que me entere! ¿Con quién tuvo mi hermano ese mal encuentro?

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Con un hijo del Mayorazgo.

DOÑA JEROMITA.— ¡Si aún somos parentela!

PEDRO ABUIN.— En Lantañón no saben de parentescos. Allí todo es fuero y altanería.

DOÑA JEROMITA.— ¿Es que volvéis a cuestionar el paso por los arcos? ¡Cuándo tendrá fin ese pleito!

MANUEL TOVIO.— Lo heredarán nuestros hijos.

DOÑA JEROMITA.— ¿Cómo ha mediado el Abad?

MANUEL TOVIO.— El Señor Carita de Plata le negó la vereda, cuando iba a encomendar un alma.

DOÑA JEROMITA.— ¡Qué sacrilegio! ¿Y vosotros aquí qué buscáis?

PEDRO ABUIN.— La cabeza que nos acaudille.

DOÑA JEROMITA.— ¿A mi hermano?

PEDRO ABUIN.— Justamente. ¡No es otro mi clamor!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Y el nuestro por el igual. No eres tú el solo. Tú eres uno como los más, y no te pongas el primero. El clamor de todos es tener por cabeza a nuestro Abad.

(EL ABAD, negro y escueto, reaparece en la puerta de la sacristía, con el breviario entre las manos. La tropa de chalanes y boyeros queda silenciosa, esperando que hable, y la dueña pilonga, con la rueca en la cinta y el huso bailándole al flanco, se espanta en el ruedo del halda, los brazos abiertos, aspadas las manos.)

EL ABAD.— ¿Qué esperáis?

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Su resolución esperamos.

EL ABAD.— Y yo espero a saber si sostiene la mala acción del hijo, el viejo Montenegro.

DOÑA JEROMITA.— ¡Ay, hermano, para este sofoco le hará bien sangrarse! ¡Por la Virgen, diga, cómo ocurrió ese desavío?

EL ABAD.— ¿Qué preguntas, si estás enterada?

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús mil veces! ¿Y ha sido con Carita de Plata?

EL ABAD.— Con ese Luzbel.

DOÑA JEROMITA.— ¡Estaría alumbrado!

EL ABAD.— ¡Maldita casta!

DOÑA JEROMITA.— ¡Ay, hermano, no la reniegue, que aun nos alcanza una gota de esa sangre! ¡Recuerde que demora nuestra sobrina bajo las tejas de Lantañón! ¡Que allí la criaron!

EL ABAD.— Pues la sacaré de esa cueva. Si el padre autoriza la violencia del hijo, romperé para siempre las amistades.

DOÑA JEROMITA.— ¡Por el padre, pongo en la lumbre las manos! No me extrañaría de los otros bigardotes, pero sí de Carita de Plata. Ya sabe cómo anda enamorado.

EL ABAD.— ¡Alma de Lucifer!

DOÑA JEROMITA.— De cierto que estaba bebido.

EL ABAD.— ¡Si como iba a encomendar un alma, hubiera llevado el Santolio!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces!

EL ABAD.— ¡Condenado! ¡Irremisiblemente condenado!

PEDRO ABUIN.— ¡Señor Abad, póngase, como es ley de justicia, a la cabeza de sus feligreses!

EL ABAD.— Ya os he dicho que espero.

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Viene a significarse que su consejo es la prudencia.

EL ABAD.— Yo espero, espero, espero.

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Y a todos nos conviene ese parigual, en tanto transcurren estas grandes ferias de Viana. Después se verá.

PEDRO ABUIN.— Todo es visto. Hay que meter los ganados por Lantañón. ¡Hay que meterlos y venga lo que venga!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Pedro Abuin, no hay cordura donde falta prudencia. ¿Cuál viene a ser el consejo de nuestro Abad?

EL ABAD.— Yo no he dado ningún consejo. Cada uno es libre de reclamar como mejor le cuadre, por la mala o por la buena.

RAMIRO DE BEALO.— El Señor Mayorazgo, si le rogamos, mudará de idea. Hay que esperar una virazón de su genio.

DOÑA JEROMITA.— Pues id a verle.

PEDRO ABUIN.— Otros fueron y solamente sacaron malos textos.

EL ABAD.— Pues yo iré y no me los dirá.

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Por levantado que sea, tiene que respetar la corona.

EL ABAD.— Me la arranco.

DOÑA JEROMITA.— Muera el cuento.

EL ABAD.— Jeromita, saca un jarro de vino para que estos amigos se refresquen. Yo voy a rezar mi breviario.

(EL ABAD signándose de prisa, y paseando a la sombra del muro, comienza el rezo canónico. La tropa de chalanes se reparte por el murete de la quintana, en espera del jarro de mosto. Era famoso el vino de la Rectoral.)

Escena quinta

(El atrio de limoneros en el pazo de Lantañón. Doña Jeromita aparece sobre un borriquillo con jamugas, saltante al trote titiritero, bien repartido por los bastes el vuelo de su falda y el manto con alfileres. Blas de Miguez, el sacristán, que viene como espolique, azota el anca del borriquillo con una vara de verde avellano. Entran por el gran arco feudal con escudos y cadenas. La dueña pilonga descabalga en un poyo, tapándose las canillas, y el sacristán, con los brazos abiertos, está atento, sin tocarla, respetando aquella honesta pulcritud de abadesa.)

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces!

EL SACRISTÁN.— ¡Solamente falta que nos echen los perros!

DOÑA JEROMITA.— ¡No me sobresaltes!

EL SACRISTÁN.— Pues otra cosa no sacamos, Doña Jeromita.

DOÑA JEROMITA.— Eso ha de verse.

EL SACRISTÁN.— Hay que considerar que venimos dos ovejas contra un lobo. ¡Dos cativas ovejas!

DOÑA JEROMITA.— No me quites ánimo, con esos romances.

EL SACRISTÁN.— Este era pleito para el Señor Abad.

DOÑA JEROMITA.— Son genios iguales mi hermano y el Mayorazgo.

EL SACRISTÁN.— ¡Pues mismamente! A un fiero, otro fiero.

DOÑA JEROMITA.— De un acaloro entre hombres, hasta puede sobrevenir un patíbulo.

EL SACRISTÁN.— ¡Si así se considera!...

DOÑA JEROMITA.— Yo creo que me oirá el viejo Montenegro.

EL SACRISTÁN.— Para mi cuenta era mejor no haber venido, y esperar una virazón.

DOÑA JEROMITA.— Pero en el ínterin no puedo dejar a mi sobrina bajo estas tejas.

EL SACRISTÁN.— Ni por malas ni por buenas entrega a la paloma el Mayorazgo. ¡Como a hija la tiene!

DOÑA JEROMITA.— La ley me ampara.

EL SACRISTÁN.— Se ríe de leyes el Vinculero.

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús mil veces!

(SABELITA aparece por la sombra de los limoneros: Canta la nota popular y dramática del hábito morado, en la penumbra verde: Tiene la niña esa expresión triste que tienen las dalias en los floreros. Viendo a la dueña pilonga, corre a ella.)

SABELITA.— ¿Ocurre algo, mi tía?

DOÑA JEROMITA.— ¿Nada sabes?

SABELITA.— ¡Nada!

DOÑA JEROMITA.— Te mandé un aviso.

SABELITA.— Pues no ha llegado.

DOÑA JEROMITA.— Vengo para llevarte. Disponte.

SABELITA.— ¿Qué sucede?

DOÑA JEROMITA.— A tu tío, cuando iba a encomendar un alma, se le opuso como un ángel rebelde el malvado Carita de Plata.

SABELITA.— ¡Santísimo Señor!

DOÑA JEROMITA.— Y vengo para llevarte.

SABELITA.— ¿Mi padrino lo sabe?

DOÑA JEROMITA.— Si lo sabe y lo consiente, vamos a ponerlo de manifiesto.

SABELITA.— ¿El tío cómo queda?

DOÑA JEROMITA.— Hubo precisión de sangrarlo.

SABELITA.— ¡Ay, Dios! ¿Y me llevan para siempre?

DOÑA JEROMITA.— Para siempre será, si tu padrino no contralleva la mala acción de ese Barrabás.

SABELITA.— ¡Cara de Plata!... ¡Vena de loco! ¡Alma de trueno!

DOÑA JEROMITA.— ¡Un condenado!

SABELITA.— No es malo, aunque lo parece.

DOÑA JEROMITA.— ¡Un réprobo!

SABELITA.— Escuche mi tía: No se entreviste con el padrino.

DOÑA JEROMITA.— ¿Qué recelas?

SABELITA.— Vuélvase a la Rectoral.

DOÑA JEROMITA.— Y tú conmigo.

SABELITA.— Tenga espera, mi tía. ¡No me lleve!

DOÑA JEROMITA.— ¡Ya estás llorando! ¡Guardas a los tuyos menos ley que a estos Judas!

SABELITA.— ¡Me criaron!

DOÑA JEROMITA.— ¡Rebélate contra tu sangre! ¡Quédate!

SABELITA.— ¡No me rebelo!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces! ¡Seca esas lágrimas, no quiero verlas!

SABELITA.— Acaso... No sé... Cara de Plata, si yo le hablase... Porque él no es malo.

DOÑA JEROMITA.— ¡Perverso!

SABELITA.— ¿Pero cómo le hablo?

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces! ¿Responde, niña, qué media entre vosotros?

SABELITA.— ¡Nada!

DOÑA JEROMITA.— ¿No es tu cortejo?

SABELITA.— ¡Inventos!

DOÑA JEROMITA.— ¿Lo jurarías?

SABELITA.— ¿Para qué me pregunta, si luego no me cree?

DOÑA JEROMITA.— ¿Y el propósito de mediar con ese descomulgado, qué representa?

SABELITA.— Una idea que me acudió.

DOÑA JEROMITA.— Tendrá algún fundamento.

SABELITA.— Que desagraviase al tío.

DOÑA JEROMITA.— ¿Esa esperanza tienes?

SABELITA.— No sé.

DOÑA JEROMITA.— ¿Tanto es tu influjo sobre ese Satanás?

SABELITA.— ¡Pobre de mí! Me acudió esa idea.

DOÑA JEROMITA.— ¿Sin fundamento?

SABELITA.— Sin fundamento.

DOÑA JEROMITA.— ¡Hazle la cruz, niña! ¡Hazle para siempre la cruz a ese malvado, y lo que tengas en el corazón sepúltalo bajo siete estados de tierra! Disponte a seguirme.

SABELITA.— Ay, mi tía, tenga espera.

DOÑA JEROMITA.— ¡Y tu miramiento!

SABELITA.— Todo puede arreglarse.

DOÑA JEROMITA.— A eso vengo. ¿Dónde mora tu padrino?

SABELITA.— ¡Ay, mi tía, no le hable, no le vea!

DOÑA JEROMITA.— ¿Qué temes?

SABELITA.— ¡Su genio altivo!

DOÑA JEROMITA.— ¡No me sobresaltes!

SABELITA.— ¡Mi padrino es un rey!

DOÑA JEROMITA.— Pues yo seré una reina. Me veré con ese lobo cano, para saber si ampara la mala acción de su lobezno.

SABELITA.— ¡Ay, mi tía, si está por llevarme, lléveme sin que me vea! ¡Sin que lo sepa!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces! ¡Pronto mudaste! ¡Declara tu recelo!

SABELITA.— ¡Pudiera oponerse!

DOÑA JEROMITA.— ¡La ley me ampara! Me veré con tu padrino, y a sus palabras corresponderán mis procederes.

SABELITA.— ¡El padrino!

DOÑA JEROMITA.— Déjale llegar.

SABELITA.— No cuestione, mi tía.

DOÑA JEROMITA.— Ponte a mi vera.

(El mayorazgo, al salir por la puerta de su torre, se ha detenido en la gran sombra de piedra. Blas de Miguez, el sacristán, salta y gime al flanco del linajudo, que le prende de una oreja con mofa feudal, cercado de perdigueros y galgos.)

EL CABALLERO.— Este chupa cirios me ha traído una embajada.

EL SACRISTÁN.— ¡Por tu santo servicio lo hice, Jesús Crucificado!

DOÑA JEROMITA.— ¡Entrometimientos, Blas!

EL SACRISTÁN.— ¡Ay, que me rachan la ropa los canes!

DOÑA JEROMITA.— Por tener el pico largo.

EL SACRISTÁN.— ¡Quise evitar una guerra civil! ¡Ay, que la ropa los canes me rachan!

SABELITA.— ¡Suéltele, padrino, que está espantado!

EL SACRISTÁN.— ¡Ay, mi ropa rachada!

EL CABALLERO.— ¡Calla, maldito, que aún no te llegan a las carnes!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces!

EL SACRISTÁN.— ¡Más me duele la ropa que las carnes!

EL CABALLERO.— Eres un filósofo.

EL SACRISTÁN.— ¡Un pobre desamparado!

EL CABALLERO.— Entra en la cocina, y ampárate con un jarro de vino.

EL SACRISTÁN.— ¡Ay, mi ropa rachada!

(EL SACRISTAN, renqueando, éntrase por el enlosado zaguán, y en la sombra sonora del arco, ríe con su ruda risa feudal, el viejo Montenegro.)

DOÑA JEROMITA.— ¡Qué genio fanático!

EL CABALLERO.— ¿Cómo queda mi amigo el clérigo?

DOÑA JEROMITA.— Con arrebato de sangre, pienso que lo sabe.

EL CABALLERO.— Siempre ha sido en la mesa un templario.

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces! Otra causa motiva su achaque, y es el oprobio que le hizo un vástago de esta casa.

EL CABALLERO.— Ya conozco ese pleito.

DOÑA JEROMITA.— ¿Y cómo lo sentencia?

EL CABALLERO.— ¡No puedo romper la vara de juez que me ha puesto en la mano el Diablo!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces!

EL CABALLERO.— No puedo dar ese mal ejemplo en mi casa.

DOÑA JEROMITA.— Y da otros peores.

EL CABALLERO.— ¡Conforme! Pero este no puedo darlo.

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces! ¿Quiere decirse que sostiene la herejía de su rapaz?

EL CABALLERO.— Estoy obligado.

DOÑA JEROMITA.— ¿Sabe bien lo que hizo?

EL CABALLERO.— Y lo lamento.

DOÑA JEROMITA.— ¿Entonces, por qué lo sostiene, y rompe así las amistades?

EL CABALLERO.— ¡Yo no las rompo! Pero tengo que llevar recta mi vara.

DOÑA JEROMITA.— Tarde o temprano habrá de doblarla.

EL CABALLERO.— No lo esperes. Conozco el propósito que traes. Sé a lo que vienes.

DOÑA JEROMITA.— ¿Y qué dice?

EL CABALLERO.— ¡Nada!

DOÑA JEROMITA.— ¡Algo dirá!

EL CABALLERO.— ¡Nada!

DOÑA JEROMITA.— ¡No extrañará que le reclame la oveja de mi corte!

EL CABALLERO.— No lo extraño.

DOÑA JEROMITA.— ¿No se opondrá a entregármela?

EL CABALLERO.— ¡No me opongo!

DOÑA JEROMITA.— Puestas en discordia las familias, hasta por miramiento me cumple reclamar la sobrina. ¿No lo estima de esa conformidad?

EL CABALLERO.— ¡Un rayo te parta!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús, mil veces!

SABELITA.— ¡Adiós, piedras de Lantañón!

DOÑA JEROMITA.— ¡Seca prontamente esas lágrimas!

EL CABALLERO.— No llores, niña. Tú volverás, que el tiempo es mudanza.

DOÑA JEROMITA.— Y muerte también.

EL CABALLERO.— También.

DOÑA JEROMITA.— Y castigo.

EL CABALLERO.— ¡Acaso! Acércate, ahijada.

DOÑA JEROMITA.— Bésale la mano a tu padrino, y vamos caminando.

EL CABALLERO.— ¡No llores, niña! Comprende que no puedo torcer mi vara.

SABELITA.— No la tuerza. ¡Adiós para siempre, padrino!

EL CABALLERO.— Para siempre, no. Tú volverás.

SABELITA.— ¡Quién sabe!

EL CABALLERO.— ¡Si Dios no lo quiere, lo querrá el Diablo!

(BLAS DE MIGUEZ sale por la puerta de la torre con un jarro de vino, borracho y bailando. La vieja pilonga se espanta en el ruedo de su falda, y renueva la risa el viejo linajudo, mientras halaga blandamente la cabeza de la niña, que se arrodilla para besarle la mano. En la penumbra verde de los limoneros, la nota morada es un grito dramático.)

Jornada segunda

Escena primera

(Viana del Prior: fue villa de señorío, como lo declaran sus piedras insignes: Está llena de prestigio la ruda sonoridad de sus atrios y quintanas: Tiene su crónica en piedras sonoras, candoroso romance de rapiñas feudales y banderas de gremios rebeldes, frente a condes y mitrados. Viejas casonas, viejos linajes, pergaminos viejos, escudos en arcos, pregonan las góticas fábulas de la Armería Galáica. ¡Viana del Prior! Feria renombrada en la Octava del Corpus. Nunca faltan lusos y castellanos.— Un campo verde con robledo. Velarios. Gentío. Ganados. Vistosos tendales. Portugueses talabartes, jalmas zamoranas, pardas estameñas. En las bayetas de los refajos cantan amarillos, verdes y granas. El azul en las calzas, y en los recortes del sayo. Tenderetes de espejillos, navajas y sartales, fulgen al sol, y bajan en dos carreros por la cuesta enlosada con prosapia romana, y aun trasponen el arco que comunica la iglesia de un convento y un palacio. Bajo grandes parasoles, tienen el tabanque unos buhoneros que el barato y la suerte pregonan, y con arte gitana engañan a los maravillados aldeanos. Ciegos y lazarillos cantan sus romances.)

UN PREGÓN.— ¡El Ciprianillo! ¡Libro para toda casa y persona!

OTRO.— ¡Sanguijuelas de la Limia! ¡Sanguijuelas!

OTRO.— ¡El zamorano! ¡Lienzos y mantas!

EL MARAGATO.— ¡Mal rayo te parta, Lucero! ¡Soo!...

PICHONA LA BISBISERA.— ¡A cuarto la suerte! ¡Rosarios, naipes, verduguillos, alfileres! ¡A cuarto rabelo!

(Frente al mesón, un labriego cetrino y endrino, con hábito de ermitaño, salmodia la confesión de su vida, si ahora penitente, antes disipada. Pecado, sangre y candor de milagro.)

EL PENITENTE.— ¡Mirad aquí el ejemplo de un calificado pecador, que por señales y presagios fué amonestado para que se apartase de la vida de juego y mujeres!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Agua de rosas para los ojos! ¡Petaquillas del presidio de Ceuta! ¡A la rueda del biribis, que a todos contenta! ¡Amigos, ya desconocéis a Pichona la Bisbisera! ¡A cuarto la suerte! ¡A cartiño rabelo!

EL CIEGO DE GONDAR.— ¡Se cansa la boca de cantar! ¡Se cansa el pie de bailar! ¡Se cansa el hombre de picar en la misma mujer! ¡Y los ojos nunca cansos en su aquel de mirar y contemplar!

(Sonora de feudo y espula una tropa de seis jinetes, galanes achalanados, entra por la quintana y a la puerta del mesón descabalga. Son Cara de Plata y sus hermanos, Don Pedro, Don Rosendo, Don Mauro, Don Gonzalo y Don Farruquiño, el menor de los seis, que luce tricornio y beca, perdurables divisas de los colegiales en el seminario de Viana del Prior. Con las varas golpean la puerta, y claman al mesonero. Acude la coima.)

LA COIMA.— ¿Qué se ofrece?

CARA DE PLATA.— Apronta un jarro.

LA COIMA.— ¿Del Rivero, o de la tierra?

DON PEDRITO.— Sea moro, y sea del infierno.

LA COIMA.— Todo él es moro.

DON MAURO.— ¡Un jarro de cada cual, Marela!

LA COIMA.— Don Mauro falló el pleito.

DON ROSENDO.— Sobra el de la tierra donde está el Rivero.

EL MARAGATO.— ¡Buenos mostos, en Castilla!

DON PEDRITO.— A los mostos castellanos, los mata el gusto a la corambre.

EL MARAGATO.— No lo cuento yo como tacha.

DON FARRUQUIÑO.— Cada vino reclama su sacramento. Rueda blanco, propio para acompañar una tortilla de chorizos. Espadeiro de Salnés, bueno para refrescar en el monte, o en una romería o en un juego de bolos. Rivero de Avia, para las empanadas de lamprea y las magras de Lugo. Cada vino tiene su correspondencia en la vida, igual que todas las cosas. El mundo es armonía y concierto pitagórico. ¡Y nadie me rebata, si no está ordenado de teólogo!

CARA DE PLATA.— ¡Cómo se conoce que andas entre abades!

(FUSO NEGRO, con su media sotana hecha jirones, al sol una nalga y el bonete lleno de guijarros, blasfema y dogmatiza en el atrio de la iglesia.)

FUSO NEGRO.— El mundo está para acabarse. ¡Talmente finalizado! ¿Para qué mudar de costumbres y echarse nuevos cargos? ¡Pero me hacían obispo! Hay pocos teólogos, y los pocos que hay, amancebados.

EL CIEGO DE GONDAR.— ¡Se cansa la boca de comer! ¡Se cansa el cuerpo de dormir! Solamente los ojos no son cansos en su aquel de mirar.

(DON MAURO MONTENEGRO, un gigante bermejo y atrabiliario, sale del mesón contando dineros. Para abravar su figura se conciertan pica vaquera, espuelas y galgos.)

DON FARRUQUIÑO.— ¿Hay juego dentro?

DON MAURO.— Un burlote.

CARA DE PLATA.— ¿Quien tira?

DON MAURO.— El Abad de Lantañón.

CARA DE PLATA.— Voy a coparle.

DON MAURO.— Tú le has hecho volver del camino, pero no le harás tirar una sota cargada.

CARA DE PLATA.— Voy a coparle.

DON FARRUQUIÑO.— Es un taumaturgo barajando.

EL MARAGATO.— Juega leal, pero la suerte le favorece.

DON FARRUQUIÑO.— Tira siempre la descargada con dialéctica escolástica.

DON PEDRITO.— Supiera Teología como sabe amarrarlas...

EL MARAGATO.— No lo he visto, y estuve reparándole cómo barajaba.

CARA DE PLATA.— ¡Voy a coparle!

DON PEDRITO.— Todos levantamos una parte. Es dinero de mi padre.

PICHONA LA BISBISERA.— Señor Carita de Plata, mérqueme alguna cosa. Esta gargantilla, que no le faltará a quien regalarla.

CARA DE PLATA.— Para ti es, y no te la pago.

(Con las tazas del vino en la mano, penetra en el mesón la tropa de Montenegro. Cara de Plata queda un momento suspenso en la puerta, oyendo al mozo penitente y al maragato.)

PENITENTE.— Del Demonio revestido, dejé la casa de mis padres y salí a correr mundo. Me junté con malas compañías. Llevé el juego fullero por las ferias, y con una mujer de mala vida pasé mis escándalos. ¡Por muchos caminos fui llamado! ¡Por muchos signos amonestado!

EL MARAGATO.— ¡Anda, aparenta cuentos, que con la industria del hábito holgazaneas, y de engaños vives como el Real Gobierno!

PENITENTE.— Hago penitencia por mi salvación.

CARA DE PLATA.— ¿De qué eres reo?

PENITENTE.— De muerte. ¡Peor que Caín! ¡Tuve el hacha suspendida sobre la cabeza de mi padre!

CARA DE PLATA.— ¿Mataste a tu padre?

PENITENTE.— Espantado de verme, cayó fulminado. ¡Maté a mi padre con el aire del hacha! ¡Bastó mi saña para matarle! Me criaron mis padres con el vicio del hijo único, donde fué la mayor causa de mi perdición. Salí a mozo desenfrenado.

CARA DE PLATA.— ¿Cómo te llamas?

PENITENTE.— ¡Maldito me llamo! ¡Mala intención! ¡Mal pensamiento! ¡Negro Infierno! ¡Reo de Satanás!

CARA DE PLATA.— Embustero.

(Gracioso en el desagravio, deja una moneda de plata en la mano del pordiosero, al tiempo que la palabra en el aire. Y entra por el mesón con gentiles pasos, llevándose al hombro las jalmas del caballo.)

FUSO NEGRO.— Celos con rabia a la puerta de la casa. Matas a tu padre y libras del verdugo. ¡Touporroutóu! Ese sí que es milagro del Diablo. ¿Tenéis conocimiento? ¡Bueno! ¿Te saludas con ese sujeto? Ahora está publicado su gobierno sobre el mundo. El clero lo pasará mal, y las putas beatas, todas en camisa irán a una hoguera.

EL MARAGATO.— ¡Si no repelan al Diablo!

FUSO NEGRO.— ¿Sabes quién soy? ¿Los estudios que tengo? ¿Te pones conmigo? ¡No te pongas que saldrás perdiendo! ¡Todo anda mal! El mundo visto es como está descaminado. Entre un viernes y un martes se escachiza en mil pedazos.

UN PREGÓN.— ¡El Ciprianillo! ¡Libro para toda casa y persona!

OTRO.— ¡Sanguijuelas de la Limia! ¡Sanguijuelas!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Agua de rosas para los ojos! ¡Petaquillas del presidio de Ceuta! ¡A la rueda del biribis que a todos contenta! ¡A cuarto la suerte! ¡A cartiño rabelo!

Escena segunda

(Un huerto con parral, a espaldas de la venta. Trajinantes, arrieros, maragatos, chalanes y rufos clérigos, en una rinconada, tiran al naipe, el juego clásico de las ferias españolas, gallos y albures que dicen los doctos.)

EL ABAD DE LANTAÑÓN.— ¡As en puerta!

EL INDIANO.— Horita quebró juego. Se daban judías.

UN CHALÁN.— ¡No he visto eso!

DON FARRUQUIÑO.— ¿Quién tenía el corte?

PEDRO ABUIN.— Yo lo tenía. ¿Qué se ofrece?

DON FARRUQUIÑO.— ¡Benditas tus manos!

PEDRO ABUIN.— ¿Gana usted?

DON FARRUQUIÑO.— ¡Indulgencias!

(EL ABAD, lento y socarrón, apila los dineros, peina el naipe y lo pone al corte. Don Mauro tiende su brazo de gigante, y el clerigote queda mirándole, con la mano sobre las cartas.)

EL ABAD.— Lo tiene pedido el Capellán de Lesón.

EL CAPELLÁN.— Se lo cedo a Don Mauro.

EL INDIANO.— ¡Qué jueguecito, ché! ¡Recién quebró con el Rey! ¡Cabrón!

EL VIEJO DE CURES.— Ya lo dijo el refranero: Con maricones y putas, no te metas en disputas. Por sota y rey nunca jures, ni tu dinero aventures.

(DON MAURO soberbio y callado, asesta los ojos sobre el naipe y juega su dinero en un rey. El Abad acastillado y enjuto, la nariz torcida, la boca dibujada como una boca de piedra, corre la pinta y oficia dramático y lento.)

DON MAURO.— Me quedo a la luna, si ese rey me falla.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Que te falla!

DON MAURO.— Pues en él voy.

CARA DE PLATA.— ¿Qué hay en el monte, Señor Abad.

EL ABAD.— ¡Desalmado!

CARA DE PLATA.— ¿A cuánto sube?

EL ABAD.— No respondo a preguntas impertinentes.

(EL ABAD habla oscuro, entornando los ojos. Tiene vuelta sobre el tapete la baraja, y encima cruzadas las dos manos. Cara de Plata sonríe, rubio y bello, apoyado en la pica vaquera, al hombro las jalmas cantándole alegres.)

CARA DE PLATA.— ¡Señor Abad, con lo que yo le quiero!

EL ABAD.— ¡Tengo los ejemplos!

CARA DE PLATA.— Dígalo el venir a dejarle las vacas paternas. Treinta onzas portuguesas.

EL ABAD.— Estás demente.

CARA DE PLATA.— Quiero que tenga usted de mí un buen recuerdo.

EL ABAD.— ¡Desalmado!

CARA DE PLATA.— ¿Va usted a ganarme las treinta portuguesas? Yo se las juego.

(Audaz y alegre, el hermoso segundón arroja sobre la mesa una bolsa sonora de oro. El tonsurado la sopesa.)

EL ABAD.— ¿Están aquí?

CARA DE PLATA.— Contarlas puede.

EL ABAD.— No te admito la jugada. Tienes la leche en los labios.

CARA DE PLATA.— No es la edad lo que se tercia.

EL ABAD.— ¡Réprobo!

CARA DE PLATA.— Tire usted.

EL ABAD.— Voy a complacerte.

CARA DE PLATA.— Las treinta onzas en la doble, matando la pinta de espadas.

DON MAURO.— Mi carta es el rey.

EL ABAD.— ¡Juego! Rey en puerta.

EL INDIANO.— Estaba oyéndonos el pendejo.

CARA DE PLATA.— Palo de espadas. No pierdo ni gano. Sigo en iguales jugando el blanquillo.

DON MAURO.— Recuerda al oráculo de Cures: Con maricones y putas no te metas a disputas.

CARA DE PLATA.— Allá veremos.

EL ABAD.— Aún estás a tiempo de retirarte.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Cátalo visto! El rey de copas.

CARA DE PLATA.— Esa maldita baraja no tiene más que reyes.

EL ABAD.— Advertido estabas. No dirás que te robo los dineros...

DON MAURO.— Quien eso dice soy yo. Tiene usted la baraja amarrada y tira el pego.

EL ABAD.— ¡Insolente atrabiliario!

DON MAURO.— ¡Ladrón!

(El rojo gigante levanta la bolsa de las treinta portuguesas, y la rueda de jugadores se apasiona y revuelve: Tiene un acento dramático, una ruda correspondencia de voces y ademanes. El tonsurado saca un pistolón. Cara de Plata se interpone y arrebata a su hermano la bolsa.)

CARA DE PLATA.— Ganó el Abad.

DON MAURO.— Con trampa.

EL ABAD.— Goliat, que te abraso.

DON MAURO.— ¡Tahur!

EL ABAD.— ¡Judas!

(DON MAURO restalla su vara. El fogonazo de un tiro, charamuscas del taco, olor de pólvora, ladridos, denuestos, espantos. Don Mauro pelea por desasirse entre clerigotes y chalanes que le amonestan y traban. El Abad con la sotana rota y la pistola humeante, caminando de espalda, pega con la puerta del huerto y escapa. Repentinamente se aclara el tropel. Cara de Plata tiene en la frente el rasguño rojo de una bala, y todo un lado del rostro, negro del fogonazo. Se lava con vino, y sus hermanos, con sorda brama, hacen rueda mirándole.)

Escena tercera

(La verde quintana de San Clemente de Lantañón, con la rectoral al flanco, y su abad negro y escueto, que despide a tres viejos ceremoniosos sobre la solana de dorados sillares, regalada y monástica. Capas largas, varas y monteras, los tres viejos se vuelven con un mismo compás, y hacen su genuflexión en la verde Quintana.)

EL ABAD.— ¡Dios os acompañe!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— ¡Con saludiña se mantenga!

EL VIEJO DE CURES.— ¡Y el Rey del Cielo nos libre a todos de coléricos y soberbios!

EL DIÁCONO DE LESON.— ¡Faltan leyes!

EL ABAD.— Y sobran malos jueces.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Y con ser tan malos, a cuántos pícaros no mandan a la horca! Dejemos el renegar de jueces y sentencias para aquel que no labra un mal ferrado de pan.

EL ABAD.— Caso de ser llamados a declaraciones...

EL DIÁCONO DE LESON.— Que no lo seremos...

EL ABAD.— Si el caso llega...

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Si llega... ¡Ninguna cosa hemos presenciado!

EL DIÁCONO DE LESON.— ¡Por mi parte, a lo menos, nada he visto!

EL VIEJO DE CURES.— ¡Ni tampoco se pasó cosa que pudiéramos ver!

EL DIÁCONO DE LESON.— Esa es la máxima: Ninguna cosa sabemos, ni hemos visto cosa ninguna.

EL VIEJO DE CURES.— Con declarar la verdad, no hay pleito.

EL ABAD.— Escribanos y alguaciles no quiero que por la puerta me vengan.

SEBASTIÁN DE XOGAS.— La Curia es la peor ralea.

EL DIÁCONO DE LESON.— ¡Va la Ley do quiere el Rey!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— Y gobierna el de oros. En el día se llama rey la moneda.

EL VIEJO DE CURES.— ¡Abade, con Dios le dejamos!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— ¡Celebrando no pase el caso a papeles!

EL DIÁCONO DE LESON.— ¡Montenegros! ¡Bárbaros selváticos!

(Se alejan con esta plática dorada de latín, como las piedras de la Quintana. Ya son idos, y grazna el sacristán, que hace la corneja, acechando el ocaso en el arco de las campanas.)

EL SACRISTÁN.— ¡El tiempo no tiene duda!

EL ABAD.— Aquellas nubes...

EL SACRISTÁN.— Aquellas se van. Tiempo bueno y seguro.

EL ABAD.— Baja a ponerme sanguijuelas, Blas.

(La hermana y la sobrina del clérigo mueven el huso, y en banquillos parejos, sentadas frente a frente, ocupan el quicio de una puerta y gozan de la solana.)

DOÑA JEROMITA.— ¡Mala ganancia nos trae ese Lucifer!

SABELITA.— ¡Alma de trueno!

EL ABAD.— ¡Baja, Blas!

EL SACRISTÁN.— ¡De cabeza bajo! Sabelita, carabel hermoso, mañana cuadra la misa en San Martiño. ¡Mientras queda un rabo de tarde, quieres llegarte, paloma, a poner paños en el altar y renovar la cera?

DOÑA JEROMITA.— ¿También la cera?

EL SACRISTÁN.— Se va con el aire.

DOÑA JEROMITA.— ¡Aire excomulgado, que siempre derramas la vela y nunca jamás la apagas!

SABELITA.— ¿Dónde guardan ahora la cera?

DOÑA JEROMITA.— En el arca de las tías Pedrayes.

(EL ABAD pasea de un lado al otro, barullando latín sobre el breviario, negro y escueto en la sotana. Cruza la sobrina con el manojo de cera terciado en los brazos, al abrigo de la mantilla.)

EL ABAD.— ¿Adónde vas?

SABELITA.— A Freyres.

EL ABAD.— No te coja la noche.

DOÑA JEROMITA.— Date prisa.

EL ABAD.— ¡Me arranco el alzacuello si no le pongo la ceniza en la frente a esa casta soberbia!

DOÑA JEROMITA.— No se acalore, hermano.

EL ABAD.— ¡Llevaba el libro de rezos para encomendar un alma, y podía haber llevado la Eucaristía!

DOÑA JEROMITA.— ¡Qué espanto!

EL ABAD.— ¡Y qué sacrilegio!

DOÑA JEROMITA.— ¡Montenegros! ¡Almas negras! ¡Pedernales!

(BLAS DE MIGUEZ sale por la puerta de la sacristía sonando un llavero. —Blas de Míguez, hombre de cuentos y mentiras, la cara de sebo rancio, la boca larga, la encía sin dientes, muy repelado de las cejas, los ojos tiernos, un gran bellaco aquel sacristán de San Clemente.— Sobre la escalera de la solana, el tonsurado le recoge las llaves.)

EL SACRISTÁN.— ¡Montenegros! ¡Lobos fieros!

EL ABAD.— ¡Yo lo soy más!

EL SACRISTÁN.— ¡Mucho hay que serlo!

EL ABAD.— Al cabo humillarán la cabeza, y si no la humillan, condenados al Infierno.

EL SACRISTÁN.— Ya lo están.

EL ABAD.— Lo estarían con dobles cadenas.

DOÑA JEROMITA.— ¡Cadenas de llamas y de serpientes!

(De cara a la iglesia, un jinete viene galopando: Resalta por negro sobre el sol poniente. Doña Jeromita, alzándose del banquillo, con los brazos en aspa, cacarea una escala de espantos.)

DOÑA JEROMITA.— ¡El malvado!

EL ABAD.— ¡Busca que me pierda!

EL SACRISTÁN.— ¡Tres noches llevo soñando con jureles asados!

DOÑA JEROMITA.— Y la sobrina sin recogerse.

EL SACRISTÁN.— A prevenirla me alargo.

(EL SACRISTAN, arraposado y medroso, salta por el muro al camino, la cabeza vuelta para inquirir lo que se pasa en la Quintana, Torcido el bonete, escueto y ensotanado el clérigo se mete por una puerta, y asoma, apuntando con el trabuco, en el ventano del fayado.)

EL ABAD.— Soberbio Absalón, sigue tu camino. ¡Mira que te encañono y te mando al Infierno!

CARA DE PLATA.— ¡Señor Abad, que vengo de paces!

EL ABAD.— ¡Réprobo! No hay paces con mala conciencia.

CARA DE PLATA.— ¡Que le traigo la bolsa con los treinta dineros!

EL ABAD.— Alguna perversa intención encubres.

CARA DE PLATA.— Hacer méritos para ganar el Cielo. Señor Abad, baje el trabuco y tenga las treinta portuguesas.

EL ABAD.— ¡No las quiero! ¡Guárdalas y con ellas te condenes!

CARA DE PLATA.— ¡Señor Abad, no maldiga y demos por muerto el pleito!

EL ABAD.— ¡Ese manso hablar no te sale del corazón! ¡De tus intenciones reniego!

CARA DE PLATA.— ¡Señor Abad, reciba su ganancia y convide con un jarro de vino!

DOÑA JEROMITA.— ¡Vete de nuestra puerta, Satanás! ¡Arrédrate, Enemigo Malo, que te haces el humilde para robar la flor de una doncella! ¡Vete de aquí! ¡Espántate! ¡No tientes la virtud, Satanás!

CARA DE PLATA.— ¡Un rayo me parta si no entro en la casa y me llevo en el caballo la prenda que me niega!

EL ABAD.— ¡Soberbio Tarquino, sigue vereda y no busques que te mate!

CARA DE PLATA.— ¡Señor Abad, que le parta un rayo! Ahí va la bolsa. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres!

(Levantando en los estribos, el hermoso segundón revuelve el brazo y arroja la bolsa al ventano donde asoma el cornudo bonete. Como un pájaro negro va la bolsa por el cielo nocturno, y el tonsurado la recoge con hosco bramido, sacando fuera los brazos de sombra.)

EL ABAD.— ¡Vuelve, soberbio! ¡Toma tu bolsa! ¡Si eres altivo yo lo soy más! ¿No vuelves? ¡Al camino la tiro! ¡Al camino va! ¡En el camino se queda! ¡Vuelve a recogerla, bárbaro! ¡Diez mil reales! ¡Así te condenes, verdugo!

DOÑA JEROMITA.— ¡El mundo se acaba!

(EL ABAD, palpitando con ronca brama, arroja la bolsa al camino, por donde, al galope de su caballo, se aleja Cara de Plata. Doña Jeromita cae de rodillas abriendo los brazos, y el bonete espanta sus cuatro cuernos en el ventanuco.)

Escena cuarta

(Huerto de luceros la tarde, y entre cuatro cipreses negros, las piedras románicas de San Martiño de Freyres. Son remotas lumbres las cimas de los montes, y las faldas sinfónicas violetas. Pasa el rezo del viento por los maizales ya nocturnos, y se están transportando a la clave del morado los caminos que aún son al crepúsculo almagres y cadmios. San Martiño de Freyres, por la virtud crepuscular, acendra su karma de suplicaciones, milagros y cirios de muerte. Manos de mujer encienden la lámpara del presbiterio. Vuela asustada una lechuza. Sabelita, en sombra, aparece bajo la lámpara, y en la puerta, refrenando el caballo, Cara de Plata.)

CARA DE PLATA.— ¡Isabel!

SABELITA.— ¡No me hables!

CARA DE PLATA.— Levanta los ojos para mí.

SABELITA.— No quiero mirarte.

CARA DE PLATA.— ¿Tanto me aborreces?

SABELITA.— ¡Espanto me das!

CARA DE PLATA.— ¿Sabes de dónde vengo?

SABELITA.— De alguna obra mala.

CARA DE PLATA.— De brindarle las paces a tu tío.

SABELITA.— Eres tú muy soberbio para ello.

CARA DE PLATA.— Soy más enamorado.

SABELITA.— ¡Tarde del amor acordaste! ¿Y mi tío, a tus paces qué ha respondido?

CARA DE PLATA.— El trabuco sacó de la sotana como si fuese un Santo Cristo.

SABELITA.— ¡Lástima no haberte matado!

CARA DE PLATA.— ¿Por qué quieres vestirte de luto?

SABELITA.— ¡Me vestiría de grana!

CARA DE PLATA.— ¡Embustera! ¡Isabel, bodas sellan paces!

SABELITA.— ¡Las cruces te hago!

CARA DE PLATA.— ¡Por el asilo de la iglesia no te prendo ahora por la cintura y te llevo robada sobre mi caballo!

SABELITA.— ¡Pirata!

CARA DE PLATA.— ¡Isabel, adiós!

SABELITA.— ¡Adiós, Carita de Plata!

(Entre FUSO NEGRO con el bonete lleno de piedras por la puerta de la sacristía, y se extingue el sonoro galope con que se aleja CARA DE PLATA.)

FUSO NEGRO.— ¡Touporroutóu! Juntando para una casa. ¡No bastan siete mil bonetes! ¡No bastan! ¡Si bastasen! Tengo que hacerme la casa, y prontamente: Me viene una moza embarcada de América. ¡Touporroutóu! ¡La tengo preñada! Aún no la he visto y trabajo todas las noches con ella. Pecamos a las escuras, ¡Hay que pecar! ¡El que no peca se condena!

SABELITA.— Respeta la Iglesia, Fuso Negro.

FUSO NEGRO.— Ya la respeto. Espera que tenga la casa levantada, y nos ajuntamos. ¡Touporroutóu! A la otra tengo preñada: Trae en el bandullo treinta y siete varones y treinta y siete hembras. Esta noche voy en el caballo del viento, trabajo contigo y a ella la degüello.

SABELITA.— ¡Fuso Negro, no me asustes! ¿Qué quieres aquí?

FUSO NEGRO.— Mirarte.

SABELITA.— ¡Vete!

FUSO NEGRO.— ¿Me das para un vaso?

SABELITA.— ¡Vete!

FUSO NEGRO.— Si no me das para un vaso, enséñame las piernas.

SABELITA.— ¡No me asustes, Fuso Negro!

FUSO NEGRO.— ¡Touporroutóu! ¡Ay, canela! ¡Dame para un vaso!

SABELITA.— No tengo.

FUSO NEGRO.— ¡Qué buena idea, de mala idea, soltar el vino todo que hay en el mundo, todo a correr en una fuente de cien mil tornos! ¡Qué idea más buena! ¡Y que las vacas, en vez de bostas, vertiesen panes por bajo del rabo! ¡Otra buena idea! ¡Pero de mérito! Todo anda mal. El mundo va descaminado. Yo sé el remedio, y otros lo saben: Ninguno lo declara. Al primero que hable, cuatro tiros, mandamiento del cabrón Gobierno. Satanás podía gobernar el mundo a satisfacción de unos y de otros. ¡Touporroutóu! Siendo, como es, tan lagarto, podía darse con todos la lengua.

SABELITA.— ¡Respeta la Iglesia! ¡Vete que me asustas, Fuso Negro!

FUSO NEGRO.— Reinando Satanás, las mujeres andarían en cueros. De punta de viernes a punta de viernes, beber y comer con fornicamento. Mal gobernado el mundo, sería algo de mérito. ¡Cara bonita, amuéstrame las piernas!

SABELITA.— ¡Vete!

FUSO NEGRO.— No quiero.

SABELITA.— ¡Vete, o doy voces!

FUSO NEGRO.— ¡Amuéstrame las piernas, puñela!

SABELITA.— ¡No me asustes, Fuso Negro!

FUSO NEGRO.— ¡Touporroutóu! ¡Qué blanca eres! ¡Dame una vicada, concho! ¡Madre Santísima, qué virgo tienes!

(El románico pórtico, bajo los santos de piedra, el fálico triunfo, la risa en balandros, los ojos en lumbre, la greña frenética. Sabelita, con un grito, invoca al lejano caminante de los caminos crepusculares.)

SABELITA.— ¡Socorro!

FUSO NEGRO.— Concho, que te como la lengua.

SABELITA.— ¡Socorro!

(Imprecador y violento, por el muro del atrio salta impensadamente un negro jinete, y el loco se revuelve bajo las herraduras, greñudo y espantable, como los moros del Señor Santiago. Después, convulsa y blanca levantada en el arzón, la niña desmaya la frente sobre el hombro del Caballero.)

SABELITA.— ¿Padrino, a dónde me lleva?

EL CABALLERO.— ¡Conmigo para siempre!

SABELITA.— ¡Para siempre!...

(En el camino, una vieja halduda se aparta casi bajo las patas del caballo, y se hace la cruz.)

Escena quinta

(Ventorrillo sobre un ribazo atalayando el mar y los faros lejanos, que se encienden y se apagan con el ritmo de las estrellas. Ventorrillo de Ludovina. Medio postigo alcahuete entorna sobre el camino la luz del zaguán tabernero. Un quinqué de latón rajado el tubo y el cuerno de la luz amarillo y negro, alumbra colgado sobre el mostrador que rezuma olores de vino y aguardiente. Detrás, pueblan el sórdido anaquel, velas de sebo y serones de higos, botillería, especies y tachuelas. Ludovina dormita tras el mostrador, con el gato en la falda. Resuena a lo lejos por el camino, el paso de un caballo. Pichona la Bisbisera saca la cabeza y el hombro desnudo, por la cortinilla gaitera de una puerta muy pequeña con tres escalones de cadalso. Saltó el gato del regazo de Ludovina. Pichona se oculta y cierra. En el camino está un jinete. Ludovina abre los ojos nublados de sueño, y se mete por la puerta de la taberna Cara de Plata. El hermoso segundón, pálido, adementado y bello, encorvado sobre la silla aún tocaba el techo con la cabeza.)

LUDOVINA.— ¡Madre Santísima!

CARA DE PLATA.— Un vaso de aguardiente.

LUDOVINA.— ¡Así me entierren, si al entrar le reconocí.

CARA DE PLATA.— ¡Así te entierren!

LUDOVINA.— ¿Y la nube de los otros truenos, por dónde rueda?

CARA DE PLATA.— No sé.

LUDOVINA.— Tienen encargada una empanada.

CARA DE PLATA.— ¡Con ella revienten!

LUDOVINA.— Si piensa demorar, ate la bestia fuera.

CARA DE PLATA.— Está sudada.

LUDOVINA.— Tengo que cerrar. Imponen ese miramiento unos que arriba tienen la jugueta. ¿Usted no es amigo de probar la suerte?

CARA DE PLATA.— Otra copa.

LUDOVINA.— Si en amores es afortunado, no lo será en el juego.

CARA DE PLATA.— ¡Llevo conmigo la negra!

LUDOVINA.— ¡Refrene la bestia, conia! Si se le espanta, me hace cachizas el furricallo.

CARA DE PLATA.— Probablemente. ¿Quién ríe tras esa puerta?

LUDOVINA.— Quien tiene boca.

CARA DE PLATA.— ¿Es una mujer?

LUDOVINA.— No la vi en cueros.

CARA DE PLATA.— ¿Por qué se esconde?

LUDOVINA.— Será recelo.

CARA DE PLATA.— ¿Es algún virgo?

LUDOVINA.— ¡Señor Carita de Plata, los virgos y el buen vino se acabaron en este quintero!

CARA DE PLATA.— Lléname la copa.

LUDOVINA.— Van tres. ¿No le da vueltas la cabeza?

CARA DE PLATA.— ¡El mundo me da vueltas! Lléname la copa.

LUDOVINA.— No se la lleno.

CARA DE PLATA.— ¡Me está molestando esa cortinilla alcahueta!

LUDOVINA.— No la mire.

CARA DE PLATA.— ¿Quién está dentro?

LUDOVINA.— Un escorpión.

CARA DE PLATA.— Voy a sacarlo de las orejas.

LUDOVINA.— ¡Madre Santísima, balda y tulle a este Ante Cristo!

(CARA DE PLATA vuelve en corveta el caballo. Lucen un momento las herraduras en la sombra del zaguán, y sonoras y bárbaras caen sobre la escalerilla de cadalso. Pichona, en justillo y zagalejo, sale por un lado de la cortinilla. Sobre los hombros desnudos, nácares y leche, tuerce el pico una pañoleta.)

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Qué se ofrece?

CARA DE PLATA.— Verte la cara.

PICHONA LA BISBISERA.— Poco que ver tiene.

LUDOVINA.— ¡Hace más daño que una nube de piedra!

CARA DE PLATA.— Ven a beber una copa, Pichona.

PICHONA LA BISBISERA.— Dispénseme.

CARA DE PLATA.— Bebe, o te bautizo.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Está bueno! ¡No se enfade, Señor Carita de Plata! ¡Venga la copa! A la salud de usted y del amor que tiene oculto.

CARA DE PLATA.— No es amor.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Serán celos!

CARA DE PLATA.— Otras copas, Ludovina.

PICHONA LA BISBISERA.— Para usted solamente.

CARA DE PLATA.— Y para ti.

PICHONA LA BISBISERA.— Yo más no bebo.

CARA DE FLATA.— ¡Bebe!

PICHONA LA BISBISERA.— Ya la cabeza me da vueltas.

CARA DE PLATA.— ¡Bebe!

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Tú qué dices de la fuerza que me hacen, Ludovina?

LUDOVINA.— ¡Que bebas y que te alegres!

PICHONA LA BISBISERA.— Buena ayuda me prestas contra este Rey Moro.

CARA DE PLATA.— Esta noche vas a bailar en camisa.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡En todo sale usted Montenegro!

CARA DE PLATA.— ¡Bebe!

PICHONA LA BISBISERA.— Por complacerle.

CARA DE PLATA.— ¿Es divertida tu vida, Pichona?

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Correr caminos! Divertida conforme al pensamiento que cada uno lleve.

CARA DE PLATA.— ¿Qué pensamiento es el tuyo?

PICHONA LA BISBISERA.— No mirar atrás, Señor Carita de Plata, y tener en el bolsillo una peseta.

CARA DE PLATA.— ¿Quieres que nos juntemos para correr mundo?

PICHONA LA BISBISERA.— Aun cuando le parezca mentira, alguno me lo tiene propuesto. ¡Alguno que no hablaba de burlas!

CARA DE PLATA.— Decídete, y llevamos juntos el boliche.

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Va usted a poner mucho dinero?

CARA DE PLATA.— El que tú me prestes.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Entonces qué me trae!

CARA DE PLATA.— Mi buena compañía.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Ay, qué divertido!

CARA DE PLATA.— Doy lo que tengo.

PICHONA LA BISBISERA.— Y lo recibo mejor que una lotería.

CARA DE PLATA.— Te pasearé por las ferias a la grupa de mi caballo.

PICHONA LA BISBISERA.— Yo no soy mujer para ir a su lado.

(LUDOVINA tras el mostrador cabecea, y en el ruedo de la falda, el gato con los ojos en ciernes, sopla un ronquido sobre los bigotes. Pichona ríe con lumbres en el rostro, y ajusta sobre los hombros la pañoleta. Cara de Plata le hunde una mano en los pechos. Ludovina, restregándose los ojos, se mete por una puerta.)

CARA DE PLATA.— ¿Para qué eres tú mujer?

PICHONA LA BISBISERA.— ¡No comience!

CARA DE PLATA.— Están duros.

PICHONA LA BISBISERA.— Déjelos.

CARA DE PLATA.— ¿Para qué eres tú mujer?

PICHONA LA BISBISERA.— Puede comprenderlo.

CARA DE PLATA.— Pues no lo comprendo.

PICHONA LA BISBISERA.— Soy mujer habiendo interés, para que me visite un día, y un año, si le dura tanto. Para gastarme contigo una onza, sí la tengo. Pero que lo publiques, no lo apruebo.

CARA DE PLATA.— ¿Por qué te escondiste cuando entré?

PICHONA LA BISBISERA.— Por no cegar.

CARA DE PLATA.— Dame un beso.

PICHONA LA BISBISERA.— Aquí, no. En mi buratiña de Cures. Si va alguna vez, pondré para recibirlo sábanas con puntillas.

CARA DE PLATA.— No te vas sin bailar un fandango.

PICHONA LA BISBISERA.— Aquí es pecado.

CARA DE PLATA.— Ludovina, otras copas para que ésta baile.

PICHONA LA BISBISERA.— Señor Carita de Plata, no me haga beber, que con el sol de todo el día, ya tengo loca la cabeza.

CARA DE PLATA.— Bebe para bailar.

PICHONA LA BISBISERA.— Bailaré si eso le contenta.

CARA DE PLATA.— Nada me contenta.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Tesorín!

CARA DE PLATA.— ¡Que te lleve el Diablo!

(CARA DE PLATA, encorvándose sobre la silla, de un bote sale al camino y desaparece en la noche. Pichona y Ludovina, que vuelve, se miran y sonríen con el gesto pícaro de un mismo pensar secreto.)

PICHONA LA BISBISERA.— Me voy, que aun llego con luna a mi burata de Cures.

LUDOVINA.— ¿Quién te espera?

PICHONA LA BISBISERA.— El gato me espera.

LUDOVINA.— No me contaste si había estado rumboso el Indiano.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Un machacante!

LUDOVINA.— ¡Muchos iguales!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Condenado beato, qué miedo tiene a la muerte! Viró la color de la cera porque le señalaba el tres de copas contrapuesto con el siete, que son médicos.

LUDOVINA.— ¿Le has leído las cartas?

PICHONA LA BISBISERA.— Quiso que se las leyese.

(Se iba PICHONA. Hablaba ya encapuchada con el mantelo. Cubre el luar de la puerta su figura negra. Y al pisar el umbral, se espanta. Por el camino, en una ráfaga de violencia, ha cruzado un jinete, una negra centella que hace santiguar a la moza del biribis.)

LUDOVINA.— ¡Pichoneta, va desbocado el caballo!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Lo parece! ¡Todo el camino es lumbres!

LUDOVINA.— ¿Quién va montado?

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Un hombre con una mujer desmayada!

LUDOVINA.— ¡Madre de Dios!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Arrenegado sea el pecado!

LUDOVINA.— ¿A ninguno reconociste?

PICHONA LA BISBISERA.— No quiero condenarme. El vinculero me ha parecido.

LUDOVINA.— ¡Viejo más gallo!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Si el padre y el hijo se encuentran!

Escena sexta

(La rectoral a la luz de un velón, el zaguán encalado y desguarnido, con arcas antañonas y negra viguería. Pasea el tonsurado: —Trabuco, sotana bonete.— Los reflejos del velón llenan de aladas inquietudes las paredes, y en el temblor de la luz y la sombra se hace visible el viento sobre las lívidas cales. Colgado de un clavo baila el solideo, y solfea sobre el arcón de los diezmos la cola de un perrillo que runfla y bosteza. La Quintana, silenciosa y nocharniega, se prolonga por el vano de la puerta, y en el claro de luna, con los brazos abiertos, se espanta la vieja pilonga hermana del Abad. Estremece el viento la llama del velón, y calca su negro baile en la pared la borla del solideo.)

EL ABAD.— ¿Vuelve ese Satanás?

DOÑA JEROMITA.— ¡El rabo!

EL ABAD.— ¡Un rayo le parta!

DOÑA JEROMITA.— ¡Y la bolsa luciendo en el camino! ¡Jesús mil veces!

EL ABAD.— ¡Así se vea pidiendo limosna ese altanero!

DOÑA JEROMITA.— ¡Hay otro que se pasa de altanero, y es usted, mi hermano! ¡A mí me entierra! ¡Se llevará la bolsa el primero que pase! ¡La declara la luna malvada!

EL ABAD.— Deja esos rezos y métete adentro, que quiero echar la llave.

DOÑA JEROMITA.— ¡Luna sin ansias, ya podías esconderte en una nube negra! ¡Luna cismática!

EL ABAD.— ¡Calla con esos reniegos de bruja!

DOÑA JEROMITA.— ¡Y sin pasar alma viviente! ¡Jesús mil veces!

EL ABAD.— ¿Lo lamentas?

DOÑA JEROMITA.— ¡Este sobresalto me acaba! ¡Tantísimo dinero! ¡Hermano, considere que condena su alma!

EL ABAD.— ¡Calla, serpiente!

DOÑA JEROMITA.— ¿No le corresponde en justicia la bolsa? ¿No se la dió el naipe?

EL ABAD.— ¡El naipe marcado!

DOÑA JEROMITA.— Se lleva de un escrúpulo y por soberbio condena su alma. ¡Es orgullo, el cadelo que le come!

EL ABAD.— Acaso...

DONA JEROMITA.— Puesto en disputa no quiere que ninguno le supere. ¡Hermano, haga cuenta de sus canas, y no tire el dinero como ese malvado sin años!

EL ABAD.— Tengo de superarle. ¡Métete adentro y no hablemos más!

DOÑA JEROMITA.— ¡Máteme! Pero me rebelo contra su dictado, y la bolsa recojo y la bolsa me guardo.

EL ABAD.— ¡De un trabucazo te doblo!

DOÑA JEROMITA.— ¡Por un pique de orgullo sería asesino de su hermana! ¡Me horrorizo!

EL ABAD.— ¡Entra y calla!

DOÑA JEROMITA.— ¡Esto me entierra!

EL ABAD.— ¡Y a mí! Pero no me vence ese Satanás. Entra, que quiero echar la llave.

(DOÑA JEROMITA cae de rodillas suplicante, con los brazos abiertos bajo la luna clara. El Abad, negro y escueto, está en el umbral. —Bonete trabuco, sotana.— La sombra parda de una vieja por el camino.)

LA VIEJA.— ¡Sabeliña! ¡Sabel! Asómate un momento, paloma. ¿No está Sabeliña?

DOÑA JEROMITA.— ¿Qué enredo traes? No quiero cuentos a la oreja. Conozco tus malas artes.

LA VIEJA.— ¡La Madre Bendita me valga, y no me pone de alcahueta!

EL ABAD.— ¿Por qué buscas a la rapaza?

LA VIEJA.— No la busco.

DOÑA JEROMITA.— Por ella llamabas.

LA VIEJA.— Llamaba para cerciorarme.

DOÑA JEROMITA.— ¿De qué cerciorarte?

LA VIEJA.— De si la era o no la era. En el camino tuve el encuentro, y a carrerada me vine... Algún aguinaldo me dará. ¡Tan siquiera un puño de harina para el caldo de la cena!

DOÑA JEROMITA.— ¿Dónde dejas a la niña? ¡Jesús mil veces!

LA VIEJA.— ¡El mundo se acaba!

DOÑA JEROMITA.— No me sobresaltes. ¡Responde!

LA VIEJA.— Con los años, la vista muchas veces se engaña.

(EL SACRISTAN, por una ruina de piedras calvas, salta el muro de la Quintana. Asustado y acezando aparece en la niebla lunar.)

EL SACRISTÁN.— ¡Anda suelto el pecado! ¡Aquel negro sueño! ¡La sartén rabela, jureles asados! ¡Aquel negro sueño!

EL ABAD.— ¿La sobrina, dónde queda?

EL SACRISTÁN.— ¡Anda suelto el pecado! ¡Arrebatada en su caballo se la lleva un negro Satanás!

DOÑA JEROMITA.— ¡Jesús mil veces!

LA VIEJA.— ¡Sabeliña en los brazos de aquel turqués, era una despeinada Madanela!

DOÑA JEROMITA.— ¡La niña disoluta teníalo tramado! ¡Me cegó la malvada!

EL ABAD.— ¡Qué hora negra!

EL SACRISTÁN.— ¡Desencadenóse el Infierno!

LA VIEJA.— ¡Buen quiebra virgos es el Diablo!

EL ABAD.— La mala oveja esta noche vuelve a su corte: Arrastrada la traigo. ¡Acompáñame, Blas!

DOÑA JEROMITA.— ¡Y mañana sepulta en un convento, hermano!

EL SACRISTÁN.— ¡Requies in pace!

EL ABAD.— ¿Qué camino llevaban esos criminales?

EL SACRISTÁN.— Mis vientos son que se hallan en el pazo.

EL ABAD.— ¡Vamos allá!

DOÑA JEROMITA.— ¡No se pierda, mi hermano!

LA VIEJA.— ¡Inda se pudiera encontrar alguno con quien casarla! ¿No habrá para mí un aginaldo, Señor Abade?

EL ABAD.— ¡Así la lengua se te caiga!

DONA JEROMITA.— ¡La Virgen Santa! ¡Hermano!.. ¡Allí!.. ¡La bolsa!.. ¡Esto me mata! ¡Treinta portuguesas de mis entrañas!

(DOÑA JEROMITA abre los brazos para alcanzar el cielo, y con un grito traspasa el nocturno silencio de estrellas. En la niebla lunar, por el camino de plata, Fuso Negro. ¡Touporroutou! Ha tropezado con la bolsa y escapa con ella. El Abad dispara su trabuco. Ladridos lejanos.)

Escena séptima

(Nocturnos cantos ruanos, lejanas risas de foliadas, panderos, brincos y aturujos repenicados, tienen alertada en la cama a Pichona la Bisbisera. Los ojos brillantes y grandes, el fulvo cabello esparcido por la almohada, atenta al concierto, se desvela la moza andariega. Colgado en el rincón del horno alumbra un sainero candilejo, se agarima debajo una clueca, y en el círculo de la penumbra el gato abre el sacrilegio de sus ojos verdes. Resuena el paso de un caballo, suspira la moza, rebulle la clueca, se enarca el gato y se desvanece. Por la sombra del muro, lo anuncia la lumbre de los ojos verdes. Un golpe en la puerta.)

CARA DE PLATA.— ¡Abre, Pichona!

PICHONA LA BISBISERA.— Estoy desnuda en la cama.

CARA DE PLATA.— Trabajo adelantado.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Ay, qué Rey Moro! ¿Di quién eres?

CARA DE PLATA.— Harto lo sabes.

PICHONA LA BISBISERA.— De verdad te desconozco.

CARA DE PLATA.— ¡Abre!

PICHONA LA BISBISERA.— Espera que me eche un refajo. ¡No me hundas la puerta, tesorín!

(Responde la risa impía de Cara de Plata. Cesan los golpes. Pichona, apresurada y sin atarse las jaretas, levanta las trancas. Bajo la luna, el hermoso segundón tiene el caballo de las riendas en el camino solitario, con un fondo lejano de estrellas y panderos de foliada.)

PICHONA LA BISBISERA.— Ahora al darte la luna, tienes la cara propiamente de plata.

CARA DE PLATA.— ¿Me esperabas?

PICHONA LA BISBISERA.— Casi te esperaba. Entra y toma mi cuerpo si lo quieres, pero no me maltrates, tesorín.

CARA DE PLATA.— ¡Aparta!

(CARA DE PLATA empuja a la moza y se mete por la puerta tirando de las riendas al caballo. Bufa el gato, cacarea la clueca, respinga el cuerno del candil, y el caballo se recoge y la enorme pupila espanta.)

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Dónde quieres dejar el caballo?

CARA DE PLATA.— Debajo de la cama.

PICHONA LA BISBISERA.— El aguardiente te ha mareado.

CARA DE PLATA.— ¡Lo ataré a la puerta de pregonero!

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Qué pregona? ¿Que tengo la cama muy bien ocupada? Somos mozos y nos divertimos. Entra que cierre.

(El hermoso segundón, para entrar por la puerta, tiene que doblarse. Pichona pone las trancas y fuera relincha el caballo. Cara de Plata va derecho a sentarse en el camastro: Se vuelve a sonreirle la moza casi desnuda, fulva y blanca.)

CARA DE PLATA.— Pichona, quítame las espuelas y calla. ¡Con mil demonios, calla!

PICHONA LA BISBISERA.— Tú puedes rasgarme la sobrecama con las espuelas, y la carne, si eso te divierte. ¡Pégame! ¡Alégrate!

CARA DE PLATA.— ¡No me alegro con eso!

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Es que no te gusto?

CARA DE PLATA.— Yo debía reírme porque eres divertida, y no me río...

PICHONA LA BISBISERA.— Tú tienes una pena y por eso bebías copa tras copa en casa de Ludovina. ¿Es verdad lo que digo? ¿No quieres responderme?

CARA DE PLATA.— ¡Ni sé lo que me hablas!

PICHONA LA BISBISERA.— Deja ese negro cavilar y abrázame. Ese cuidado pasará y tú serás el primero en reirte. ¡Así es el mundo! No hay pena duradera. ¡Tienes el frío de la muerte en los labios!

CARA DE PLATA.— Ya me cansas.

PICHONA LA BISBISERA.— Pues echa la pena de ti. La suerte muda. ¿Quieres que te lea las cartas?

CARA DE PLATA.— ¿De qué bruja aprendiste tu Arte?

PICHONA LA BISBISERA.— No fué de bruja ninguna. Lo aprendí de una compañera en casa de la Monfortina.

CARA DE PLATA.— ¡Buena cátedra!

(PICHONA, la camisa resbalando por los hombros, cachea en la hucha y torna al pie del camastro con el candil y el libro de Vilham. Por tres veces se lo presenta para el corte al hermoso segundón y lo tiende sobre la colcha floreada.)

PICHONA LA BISBISERA.— Dame lo secreto libro de Villano, si no quieres que lo pida a las rayas de la mano. Señala caminos, alumbra destinos, por las varillas de Mosén. ábrete naipe para que lea el mal y el bien.

CARA DE PLATA.— En el introito no tropiezas.

PICHONA LA BISBISERA.— Alza con la mano izquierda. Vuelve una carta. Voy a leértelas a la portuguesa. Oros y detrás espadas. Celos con rabia. Repara el tres de copas por bajo del siete de espadas, copas aquí son campanas y espadas, ansias de muerte. ¿No sacas hilo ninguno?

CARA DE PLATA.— ¡Maldita jerigonza!

PICHONA LA BISBISERA.— Este dos, este cuatro, este seis, pares contrapeados, para mí representan las luces de un entierro. Este caballo de oros, es un enamorado. Si no eres tú, otro no veo. Esta sota de espadas cabeza para bajo, es una llorosa Madanela: ¡Tal se me representa! Y este cinco de copas es licencia, y pecado con este rey del palo de bastos, que vino encima de todas las cartas. Hay aquí tres ases, que son poderes y luego tres caballos contrapuestos. Caballos son caballeros. ¿Te explicas alguna cosa?

CARA DE PLATA.— ¡Nada!

PICHONA LA BISBISERA.— Voy a echarlas encubiertas por ver si se clarean.

(Comenzó PICHONA a recoger las cartas extendidas sobre la colcha del camastro, y al levantar el caballo de espadas queda con él en suspenso, recordando.)

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Tú has pensado alguna vez en hacer una muerte?

CARA DE PLATA.— De haberlo pensado, la hubiera hecho.

PICHONA LA BISBISERA.— Eres otro Diego Corrientes.

CARA DE PLATA.— Soy más.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Pero no robas ni matas! Las cartas te ligan con un muerto. Está representado en este dos de copas, aun cuando nunca es carta de fundamento. Pero me lo hace decir que haya venido el caballo pisando sobre ella. Y el montado de oros, galán enamorado, eres tú. ¡Manifiesto!

CARA DE PLATA.— ¡Acaba!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Por acabado! Abrázame, tesorín. Abrázame, mi rey moro castellano. ¡Es la primera vez que me buscas! ¿Por dónde consumes la flor de tu sangre? ¡Tienes la boca fría! ¡Tesorín, abrázame!

Jornada tercera

Escena primera

(Sala grande y oscura en el pazo de Lantañón. Un Santo Cristo con enagüillas, en la tiniebla del muro encalado sugiere su lívida tragedia. Hipnotiza el clavo amarillo de una luz de aceite. Por el vano de un arco se advierte la mesa con recado de manteles. Rondan en torno gatos y perros. El Mayorazgo, en su sillón, levanta la copa. Sabelita, en el fondo de una puerta, se cubre la cara. ¡Blancura de aquellas manos!)

EL CABALLERO.— Descubre los ojos y mírame.

SABELITA.— ¡No puedo!

EL CABALLERO.— ¡Obedece, Isabel!

SABELITA.— Padrino, vuélvame a San Clemente.

EL CABALLERO.— Después de la cena. Siéntate.

SABELITA.— Permítame que le sirva.

EL CABALLERO.— No llores y obedece.

SABELITA.— Mi destino es llorar.

EL CABALLERO.— Toma mi copa y bebe.

SABELITA.— ¡No me avergüence, padrino!

EL CABALLERO.— ¡Aborrecida vergüenza!

(EL CABALLERO estrella la copa y se alza del sillón bamboleando la mesa. Largo y sobresaltado temblor del ajuar loceño, se derrama el vino y se apaga el velón. En la sala oscura, como si naciese de pronto, la luna argentó un vidriera. Con las figuras diluídas en la oscuridad, crecía el prestigio de las voces y de las sombras.)

SABELITA.— Padrino, permítame volver a San Clemente.

EL CABALLERO.— Franca tienes la puerta. ¡Vete, y no vuelvas!

SABELITA.— ¡Malvado Fuso Negro!

EL CABALLERO.— ¿Por qué te detienes?

SABELITA.— ¡Espanto me da!

EL CABALLERO.— ¡Vete!

SABELITA.— ¡Alma sobresaltada, sosiega! ¡Aléjate, espanto! ¡No me ates en estos umbrales, imán del Infierno!

EL CABALLERO.— ¡Mal rayo me parta! ¡Huye! ¡No te detengas!

SABELITA.— ¡Rey del Cielo, desencadéname, que aquí pierdo!

EL CABALLERO.— ¿No te vas?

SABELITA.— No puedo.

EL CABALLERO.— Me perteneces.

SABELITA.— ¡Mi alma condeno!

EL CABALLERO.— ¡Entrégamela!

SABELITA.— ¿Para qué quiere mi alma?

EL CABALLERO.— Para mí la quiero. ¡Entrégamela!

SABELITA.— A Satanás se la entrego.

EL CABALLERO.— ¡Mía es!

SABELITA.— ¡Padrino, no me pierda!

EL CABALLERO.— ¡Soy Satanás y te pierdo!

SABELITA.— ¡Padrino!

EL CABALLERO.— Llámame monstruo infernal. Maldito mil veces, que ni la flor de tu inocencia respeto.

(Por la puerta lunera, escueto y negro, el tonsurado atropella, y detrás se encoge y mima un gesto de terror y lascivia, el repelado sacristán de San Clemente.)

EL ABAD.— ¡Rey Faraón, vengo por mi oveja!

EL CABALLERO.— ¡Mírala!

EL ABAD.— ¡Mal pensé de ti, bárbaro Montenegro, mal y con saña! ¡Nunca tan bajo que acogieses a las mancebas de tus hijos y cenases con ellas!

EL CABALLERO.— ¡Clérigo bellaco, de ningún hijo de puta es manceba mi ahijada!

EL ABAD.— Habla tú, impúdica mozuela.

SABELITA.— De nada soy culpada.

EL ABAD.— ¿Quién aquí te trajo, pues te han visto arrebatada en un caballo? ¡Tu liviandad declara!

EL CABALLERO.— ¡Yo la traje!

EL ABAD.— ¡Vade retro!

EL CABALLERO.— ¿De qué te espantas?

EL ABAD.— ¿Tú la robaste?

EL CABALLERO.— Sí.

EL ABAD.— ¿Con qué mira?

EL CABALLERO.— Porque mis soledades acompañase.

EL ABAD.— Montenegro, te amonesto para que me vuelvas la oveja de mi corte.

EL CABALLERO.— Fué su voluntad el cambio de vara.

EL ABAD.— Montenegro, de paces vengo.

EL CABALLERO.— Yo tampoco te muevo guerra.

EL ABAD.— Éramos amigos, con trato de parientes, y me negaste el paso cuando iba a encomendar un alma.

EL CABALLERO.— Yo, no. Uno de mis rapaces.

EL ABAD.— Pero tú lo has sostenido.

EL CABALLERO.— No estaba a menos obligado.

EL ABAD.— Aquel pecador murió sin auxilios, y es de suponer que pene en el Infierno.

EL CABALLERO.— Eso tendrá que agradecerle a mi rapaz, el Diablo.

EL ABAD.— ¡Blasfemo!

EL CABALLERO.— ¡Sacrílego! ¡Deseas la moza para tu regalo! ¡Nos conocemos!

EL ABAD.— ¡Bárbaro Montenegro, tendrás la guerra, pues la guerra provocas! Pisaré por tu dominio y cobraré la mala oveja.

EL CABALLERO.— Puedes cobrarla, de paz te la entrego. Isabel, de quedarte o de irte eres libre. Elige.

SABELITA.— ¡Elijo mi muerte!

EL ABAD.— ¡Calla, malvada! ¡No publiques tu licencia! ¡Sígueme!

SABELITA.— Los pies me atan. Andar no puedo. ¡Estoy dañada del malo!

EL ABAD.— ¡Ven conmigo!

SABELITA.— Tengo grillos. ¡Los pies me atan!

EL ABAD.— Te sacaré arrastrada de las trenzas.

SABELITA.— ¡Padrino, no me ponga cadenas! Rompa el negro imán con que me prende! ¡Déjeme libre! ¡Libérteme!

EL CABALLERO.— Libre eres.

SABELITA.— ¡Bórrate, espanto! ¡Alma mía, avaliéntate! ¡Supérate! ¡Padrino, rompa este atribulado cautiverio! Y si no lo rompe, ordene que me quede, si es mi suerte perderme.

EL CABALLERO.— Caiga el pecado sobre mi conciencia. ¡Quédate!

EL ABAD.— ¡Montenegro, poder de brujo tienes! ¡En él te amparas! ¡No me espantas, Montenegro! ¡Emplazado quedas! ¡Aún nos veremos!

EL CABALLERO.— ¡El Diablo te lleve!

EL ABAD.— Por castigar tu soberbia soy capaz de encenderle una vela. ¡Tiembla!

(Sale el tonsurado como una ráfaga negra por la puerta lunera. El Mayorazgo levanta su copa y la ofrece a la sombra arrodillado de su nueva manceba.)

Escena segunda

(La encrucijada de San Martiño de Freyres: Cielo con estrellas: Rumor de viento en las mieses: La queja del molino, en un grupo de árboles, alarga las vocales del miedo. La luna en la balsa hila nieblas de plata. Sobre la cruz de los albos caminos enmagrece el bulto ensotanado del Abad. Bajo el cielo estrellado el bonete perfila sus cuernos y el brazo perfila su trazo negro de maldición y anatema. Blas de Miguez se encoge como un perro sobre la sombra alargada del tonsurado.)

EL ABAD.— ¡Casta de soberbios! ¡Maldita seas!

EL SACRISTÁN.— ¡Qué gallo el vinculero!

EL ABAD.— ¡Bárbaro Montenegro, yo te daré en la cara una bofetada como ésta!

EL SACRISTÁN.— ¡Justo juez!

(El ordenado se azota la mejilla, y el sacristán se santigua muchas veces con gemidos y golpes de pecho. Ladran, lejanos, los perros de una aldea.)

EL ABAD.— Satanás, te vendo el alma si me vales en esta hora. ¡No me espanta ni el sacrilegio!

EL SACRISTÁN.— ¡Señor Abad, no pida ayuda al Infierno!

EL ABAD.— ¡Hoy me juego el alma!

EL SACRISTÁN.— No la juegue, que la pierde.

EL ABAD.— ¡Y tú te condenarás conmigo!

EL SACRISTÁN.— ¿Qué falta le hace, compañero?

EL ABAD.— Tú seguirás mi suerte.

EL SACRISTÁN.— Caso de no tener influjo con San Pedro.

EL ABAD.— Tú harás cuanto yo te ordene.

EL SACRISTÁN.— ¡Salvando mi alma!

EL ABAD.— Llegado a tu casa, te pones a morir.

EL SACRISTÁN.— ¡Madre Santísima!

EL ABAD.— Y, puesto a morir, te despides de los hijos y de la parienta. ¡Pides confesión!

EL SACRISTÁN.— Me pongo a morir y no muero.

EL ABAD.— ¿Qué achaque padeces?

EL SACRISTÁN.— ¡Mal de ijada!

EL ABAD.— Desde que pises el quintero empiezas a dolerte y a implorar los Divinos.

EL SACRISTÁN.— Susto me da de penetrarle la idea.

EL ABAD.— Es preciso que me obedezcas ciegamente.

EL SACRISTÁN.— Me pongo a morir... Confieso y comulgo, que nunca está por demás... Así es. Pero de agonizante no paso... A morir me rebelo.

EL ABAD.— ¡Tú, obedeces!

EL SACRISTÁN.— ¡Como tal se malicie la parienta!

EL ABAD.— ¡Vete!

EL SACRISTÁN.— Tendré que zurrarle el pandero.

EL ABAD.— Si es preciso, te mueres.

EL SACRISTÁN.— De un ojo solamente. ¡A más no me comprometo!

EL ABAD.— ¡Camina!

EL SACRISTÁN.— A más, me rebelo.

EL ABAD.— ¡Obedece!

EL SACRISTÁN.— ¡Morir, ni de pensamiento!

EL ABAD.— A morir te pones, y si es preciso, te mueres. Esta es la lección y a ella te sujetas.

EL SACRISTÁN.— ¡Cativa letra! ¡Ya le declaro que no es para cumplida!

EL ABAD.— A Satanás te encomiendas.

EL SACRISTÁN.— ¡Para que luego me chamusque! ¡Arreniégole!

EL ABAD.— ¡Vete!

EL SACRISTÁN.— ¡Concho! ¡Pudiera suceder que estuviésemos abriéndonos el Infierno!

EL ABAD.— Impulsos me vienen de hundirte el puño entre los cuernos. ¡Imbécil, golpéate los ojos! Negra conciencia, ¿no ves a tus plantas el Infierno?

EL SACRISTÁN.— ¡Excomulgados nos hacemos! ¡Los Sacramentos profanamos!

EL ABAD.— ¡Horrorízate! ¡Tiembla!

EL SACRISTÁN.— ¡Dies Irae! ¡Dies Illa!

(Con aullidos de can se azotaba las mejillas el sacrílego tonsurado, y el sacristán, encogido, medroso, con la cabeza vuelta, corría sobre los zuecos, bailón a la luna del camino aldeano. Cuando entra por el quintero, almiares y cielo lunario, empiezan los clamores.)

EL SACRISTÁN.— ¡Ay, que muero! ¡Ay, que acabo! ¡Muero de un mal repentino! ¡Repentino y excomulgado! ¡Vida, no te vayas! ¡Déjame ver las luces del día!

EL ABAD.— ¡Satanás, ayúdame y el alma te entrego! ¡Ayúdame, Rey del Infierno, que todo el mal puedes! ¡Satanás, te llamo con votos! ¡Satanás, por ti rezaré el negro breviario! ¡De Cristo reniego y en ti comulgo! ¡Rey del Infierno, desencadena tus aquilones! ¡Enciende tus serpientes! ¡Sacude tus furias! ¡Acúdeme, Satanás!

FUSO NEGRO.— ¡Presente, mi Capitán!

(Sobre el albo camino baila el loco su baile frenético, y una bolsa de monedas hace saltar en el roto bonete cismático. Pasa en una ráfaga ante el sacrílego Abad de San Clemente.)

Escena tercera

(Quintán de San Martiño. Almiares y tejados luneros. Ladridos lejanos. Tendida parra de morada sombra, ante alguna puerta. Una casa sola al confín del quintero. Negro y rojo el hogar donde una vieja encuerada se espulga. Sale en bocana por las tejas humo de pinocha y olor de sardinas asadas. La vieja se espulga, un crío gimotea y una bigardona, bajo el candil, se remienda el manteo.)

LA SACRISTANA.— ¡Qué ilusión condenada! ¡Otra vez me trujo el viento la voz de tu padre!

LA BIGARDONA.— ¡Arreniégote!

LA SACRISTANA.— Estate atenta. ¿Oyes? Remeda una cierta voz acongojada. ¿Oyes?

LA BIGARDONA.— El viento en el tejado.

LA SACRISTANA.— ¿No te representa una voz?

LA BIGARDONA.— ¡Cómo está de alumbrada, mi madre!

LA SACRISTANA.— Ya que el pecado me recuerdas, voy a tirarle del teto!

(LA VIEJA encuerada alcanza del vasar el pichel pringoso. Caen unas trébedes. Se espanta el gato. Cruje el camastro, y por el borde de la cobija remendada sacan la cabeza tres críos. La vieja apura el pichel, morosa y deleitada.)

CORO DE CRIANZAS.— ¡Una pinga mi má! ¡Una pinga mi má!

LA SACRISTANA.— ¡Una horca, centellón!

CORO DE CRIANZAS.— ¡Una pinga!

LA SACRISTANA.— ¡Celonio! ¡Gabina! ¡Mingote! ¡Venenos! ¡Buscáis que os visite San Benitiño de Palermo! ¿Quieres tú echar un trago, Ginera?

LA BIGARDONA.— Luego los mozos me sienten el aliento.

LA SACRISTANA.— ¡Ten la boca desapartada, gran sinvergüenza! Arrímate mucho a los mozos y verás lo que sacas. ¡Ay, qué condición más renegada la tuya! Si te hacen una barriga, vas para fuera de casa. ¡Es anís doble, condenación! ¡Bebe un trago, rapaza!

(LA BIGARDONA, con remangue, toma el pichel que le ofrece la vieja, y tras de catarlo, se frota los labios con el pañuelo majo que lleva al pecho.)

LA BIGARDONA.— ¡Resolio!

CORO DE CRIANZAS.— ¡Una pinga mi má! ¡Una pinga mi má!

LA SACRISTANA.— Dale una pinga a esos aborrecidos.

(Sobre el camastro, saliendo de la cobija remendada, implora el coro de ánimas, Celonio, Gabina, Mingote se disputan el pichel con las manos tendidas y las uñas de fuera. Al dárselo la bigardona, el pichel se quiebra entre tantas manos.)

LA SACRISTANA.— ¡Ay, venenos! ¡Mala centella os abrase! ¡Habéis de acabar en una horca! ¡Casta renegada! ¡Sanguinarios!

LA BIGARDONA.— Vístase la camisa, mi madre.

(LA VIEJA acompasa los gritos repicando las tenazas sobre las asustadas cabezas del retablo que se desbarata. Plañidera torna al hogar. Entre un burujo de ropas cachea por la faltriquera y cuenta unos ochavos.)

LA SACRISTANA.— ¡Era de lo bueno! ¡Un resolio que mejor no lo bebe la reina de España! Ginera, átate las enaguas y ve por un cortadillo.

LA BIGARDONA.— ¿Holanda o anisado?

LA SACRISTANA.— ¡Anisado, grandísima bribona! ¡Arreniégote, que no piensas más que en los mozos! ¡Anisado, condenada! ¡Anisado! Enciende un fachizo.

LA BIGARDONA.— ¡Hay luna!

VOZ LEJANA.— ¡Muero! ¡Acabo!

LA SACRISTANA.— ¡Asús! ¡Pues no me vuelve la tema pasada! ¡Viento inventor! ¡Talmente el lamento de tu padre!

(GINERA, estremecida, abre la puerta, y bajo el encaje lunario del emparrado, aparece la sombra del sacristán, de rodillas y con los brazos abiertos en cruz.)

EL SACRISTÁN.— ¿Dónde me hallo? ¡El dolor me nubla la vista y no reconozco los parajes!

LA SACRISTANA.— ¿Qué copla condena traes?

EL SACRISTÁN.— ¡Confesión pido! ¡Por los Divinos clamo!

LA SACRISTANA.— Aún no es la tuya!

EL SACRISTÁN.— Tengo las borras de los humores revueltas. ¡Cumple que esa hija amada se cubra con la mantilla y lleve aviso a San Clemente!

LA BIGARDONA.— ¡No alele mi Padre!

EL SACRISTÁN.— ¡Un dolor repentino me lleva de esta vida!

LA SACRISTANA.— ¡No lo querrá mi suerte arrastrada!

EL SACRISTÁN.— Los dolores repentinos estos tiempos reinantes, son muy traidores.

LA SACRISTANA.— ¡Pues acaba!

EL SACRISTÁN.— ¡Has de ir por delante, puñela!

LA SACRISTANA.— ¡Borrachón!

LA BIGARDONA.— ¡Acuéstese mi padre!

EL SACRISTÁN.— ¡Te doy mi bendición, hija amada!

LA SACRISTANA.— ¡Muy político te hallas!

LA BIGARDONA.— Parece como si estuviese tomado de delirio.

LA SACRISTANA.— ¡De la bebida está tomado!

EL SACRISTÁN.— ¡Mala mujer, respeta el vínculo del matrimonio, pues me hallo en el momento concursivo de irme del mundo!

LA BIGARDONA.— ¡Nunca mi padre tanto saber tuvo!

EL SACRISTÁN.— Mi bendición te doy, hija amada, y juntamente a esos tres niños vástagos. ¡Ya podéis llamaros huérfanos!

LA SACRISTANA.— ¡Celonio, Gabino, Mingote! ¡Venenos! ¡Arrodillarvos!

CORO DE CRIANZAS.— ¡Mi padre Blas! ¡Mi padre Blas!

EL SACRISTÁN.— ¡Madre del Verbo, ven en auxilio de este devoto, que va a comparecer ante el Supremo Tribunal! ¡Me roe como un can de la rabia, este dolor que me acometió en calidad de repentino, Madre de los Pecadores! ¡Me roe en los dos cadriles, Madre Soberana! ¡Dolor de ijada repentino es el apelativo que aquí le damos, Mater Immaculata!

LA SACRISTANA.— ¡Calla, grandísimo ladrón! ¡Calla y no llames más a la chupona! ¿Quieres unas friegas?

EL SACRISTÁN.— ¡El Santolio quiero!

LA SACRISTANA.— ¡Ay, condenado, no te vayas de este mundo, que haces en él mucha falta!

EL SACRISTÁN.— El Señor me llama. Estoy propiamente acabando. Que la hija se apresure.

LA SACRISTANA.— Muy conforme te hallas.

EL SACRISTÁN.— Como cumple a todo fiel cristiano.

LA SACRISTANA.— ¡Ay, Blas, nunca tanta política tuviste! ¡Visto es que a la muerte te hallas! ¡Ay, Blas, no dejes esta vida! ¡Blas de Miguez, acaso sabes la que te aguarda?

EL SACRISTÁN.— Cállate esos textos, hasta que me visite el Santolio.

(BLAS DE MIGUEZ guiña el ojo, tuerce la boca, saca la lengua, componiendo una mueca tragicómica de antruejo. La vieja pelona empavorida se santigua, y temblándole las manos, se viste la camisa.)

LA SACRISTANA.— ¡Ay, muerte, qué bien andabas por lejos! ¡Ginera, toma soleta!

CORO DE CRIANZAS.— ¡Ay, o noso paisiño! ¡Ay, o noso paisiño!

LA BIGARDONA.— ¡Mi padre Blas, no se vaya de este mundo, que es mucha su falta!

EL SACRISTÁN.— ¡No me atolondres!

LA SACRISTANA.— ¡Blas, no te vayas! ¡Muerte chupona, por qué te lo llevas?

EL SACRISTÁN.— ¡Ya estás hablando muy demás!

LA SACRISTANA.— ¿Era tan mala la vida que te daba? ¡Responde, pellejo!

EL SACRISTÁN.— ¡No me faltes en este trance, puñela!

LA SACRISTANA.— ¡Responde!

EL SACRISTÁN.— ¡Reconozco tus méritos y te bendigo igualmente!

LA SACRISTANA.— ¡Ya entra en el delirio! ¡Apróntate, Ginera!

CORO DE CRIANZAS.— ¡O noso paisiño! ¡O noso paisiño!

EL SACRISTÁN.— ¡Callarvos la boca, ángeles bienaventurados! ¡Espántate, muerte!

LA BIGARDONA.— ¡Propio delirio!

(Cubierta con un manteo y en la mano un farolico de aceite, se escapa la Bigardona. Del camino llega su planto.)

LA BIGARDONA.— ¡Adiós, mi padre! ¡Ya nunca más recibiré sus enseñanzas!

EL SACRISTÁN.— ¡Concho, qué tunda te daba!

LA SACRISTANA.— ¡No reniegues en este trance, mal hombre! ¿Dónde se fué aquella conformidad que prometías?

EL SACRISTÁN.— Estoy propiamente a morir de todo, y no es extraño que alguna cosa hable delirando.

CORO DE CRIANZAS.— ¡O noso paisiño! ¡O noso paisiño!

EL SACRISTÁN.— ¡Grandísimos ladrones, callarvos!

(BLAS DE MIGUEZ, con súbito alarido, se descalza de un zueco, y cojitranco, salta de la yacija, majando la pelambre de críos, que se encadilla con lloro de espanto, al ruedo de la vieja encamisada.)

LA SACRISTANA.— ¡Asosiega, Blas! ¡De por fuerza entra en ti el enemigo! ¡Escorréntalo y reza el trisagio! ¡Pecador, salva tu alma!

EL SACRISTÁN.— ¡Calla, concho!

LA SACRISTANA.— ¡No jures! ¡Piensa en salvarte!

EL SACRISTÁN.— ¡Cuidas que muero y aún he de darte mucha leña! ¡De ésta salvo!

LA SACRISTANA.— ¡No te rebeles contra la divina sentencia!

CORO DE CRIANZAS.— ¡O noso paisiño! ¡O noso paisiño!

EL SACRISTÁN.— ¡Voy a picarvos el cuello, malvados! Témplame una gota de vino con canela, piadosa mujer desconsolada.

LA SACRISTANA.— ¡Ya te vuelve la política de rendir el alma! Ahora vide en forma de gato escaparte por los pies aquel maléfico que en ti estaba.

EL SACRISTÁN.— ¡Mentira podre! ¡No levantes inventos! ¡Calla, relapsa! ¡Mundo de perdición, ya está dicho que todo eres veneno, todo ajenjos amargos! Llegada mi hora, cuando eso sea, no sentiré dejarte. ¡Adiós, hijos míos, coro de ángeles!

CORO DE CRIANZAS.— ¡Ay, pay! ¡Ay, pay! ¡Ay, pay!

LA SACRISTANA.— Callarvos, ladrones, y ponervos de rodillas, que vos está edificando.

EL SACRISTÁN.— ¡Niños huérfanos! ¡Arbustos delicados!

LA SACRISTANA.— ¡Hay que conmoverse, carajeta! ¡Es valor de hombre para este paso de la despedida final!

EL SACRISTÁN.— Tiernos vástagos, en este valle de lágrimas solamente hallamos amparo en el seno de la Santa Iglesia Católica. ¡Que no se os vaya de la cabeza! ¡La vida es un tránsito!

FUSO NEGRO.— ¡Toupourroutóu!

(FUSO NEGRO, acautelado, aparece en la puerta. Tiene una expresión alobada aquella sombra que acecha desde el camino. La risa en baladro, y entre camisa y cuero oculta una mano que suena el oro portugués de la bolsa cismática.)

EL SACRISTÁN.— Escapa de ahí, Fuso Negro.

FUSO NEGRO.— Ahora escapo.

EL SACRISTÁN.— No te quiero a mi puerta.

FUSO NEGRO.— ¿Me das a Ginera? Te la peso en monedas de oro.

LA SACRISTANA.— ¡Escapa, malvado! ¡No hagas escarnio de la muerte!

FUSO NEGRO.— ¿Tienes chicharrones frescos?

LA SACRISTANA.— ¡Mira las luces del Santísimo! ¡Míralas acullá lejos, en el atrio, juntarse! ¡Oye la campana!

EL SACRISTÁN.— ¡A morir me rebelo!

(BLAS DE MIGUEZ salta de la yacija con los pelos espantados. Por ser calzo de un solo zueco, trenquea. Se le opone la mujer, con la pelambre de críos encadillada al ruedo de la camisa.)

LA SACRISTANA.— Acuéstate, Blas.

EL SACRISTÁN.— A morir me rebelo. ¿Qué fué lo tratado? ¡Cierro un ojo no más! ¡Hay que ponerlo en claro! ¡Luces no quiero! ¡Las luces sean apagadas! ¡Apágalas, viento! ¡A morir me rebelo! ¡Las luces! No voy aunque la cera me llame. ¡Déjame que escape! ¡Aparta, puñela!

Escena cuarta

(La cama de LA PICHONA. —Un silencio con suspiros y arrullos. Sobre sus gayos caballetes azules, cruje el tabanque del jergón. Cara de Plata y la Pichona están a falagare bajo el paraíso de una colcha portuguesa. ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! Rueda una piedra por el tejado. Apagan sus voces las bocas maridadas.)

PICHONA LA BISBISERA.— ¡No escapes! ¡Bésame! ¡No caviles en tus duelos!

CARA DE PLATA.— ¡Calla!

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Qué estás a escuchar?

CARA DE PLATA.— Calla.

PICHONA LA BISBISERA.— ¿La andromeda del viento en las tejas?

CARA DE PLATA.— No es el viento.

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Quién piensas tú que sea?

CARA DE PLATA.— El trasgo con los zuecos.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Tesorín, no me asustes, que todo me lo creo! ¡Bésame! ¡No escapes con la boca! ¡Bésame!

(Los zuecos del trasgo quiebran las tejas. La risa estruenda por la negra bocana del humo, y la acompasa cascabeleño el serpentón de la cremallera. Se esparce la ceniza, bailan las trébedes.)

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu!

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Será el que anuncias, mi dueño?

CARA DE PLATA.— Seguramente.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¿Qué cabrón te ocupa la cama, Pichona?

CARA DE PLATA.— Baja, Perico, que nos conocemos.

PICHONA LA BISBISERA.— Como le incites, tenemos leria. ¡Abrázame, tesorín!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Echa de la cama a ese galicoso, Pichona.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Arreniégote!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Tengo para ti un bolso de amarillas redondas. ¡Oyelas cómo suenan!

PICHONA LA BISBISERA.— Sonar de tramoya.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Alegría, alegrote, el rabo del puerco a bailar en el pote! ¿Pichona, quieres que te caliente las piernas? ¡Entre pecado y pecado, una empanada de lamprea!

CARA DE PLATA.— Y vino del Rivero.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Eres entendido, cabrón.

PICHONA LA BISBISERA.— Fuso Negro, como salga que lo eres, te descuerno. ¡No me quiebres las tejas, malvado!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu! Este bolso es para ti, puta de caballeros. ¡Oyelo cantar!

PICHONA LA BISBISERA.— Canto de fingimiento.

CARA DE PLATA.— Perico, ese bolso lo hallaste en un camino.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Tú ves el ojo del gato bajo del rabo!

CARA DE PLATA.— Soy de tu Arte.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Fúndete Demo!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu! ¡Con este tesoro soy más que el Papa!

CARA DE PLATA.— Tanto.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Puedo dormir en el convento con las benditas monjas y fornicarlas de siete en siete.

CARA DE PLATA.— ¡Puedes!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Sabes Teología!

CARA DE PLATA.— ¿No estabas para casar, Perico?

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu! ¡Cuatro cuernos llevo en el bonete! ¡Cabra negra, si nos concertamos, te pongo un candado de fierro!

CARA DE PLATA.— ¿Quién te burló la moza, Perico?

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Un gallo turqués que se metió por medio.

CARA DE PLATA.— ¿Cómo no lo espantaste?

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Bajó revestido de negra centella.

CARA DE PLATA.— ¿Y tu ciencia, Perico?

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Para el Diablo Mayor no hay ciencia. ¡Toupourroutóu! ¡Qué luna clara! ¡Sube, Pichona, y echamos un baile!

PICHONA LA BISBISERA.— Me falta el unto para los sobacos.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Date cuspe en las perillas. Pichoneta, sube y echamos un baile a la luna. ¡Toupourroutóu! ¡Sube, camisa escandrillada!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Gran castrón, no traes mala tema!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu! ¡En cirolas estoy para repenicar un fandango!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Condenado antruejo!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu!

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Vas a hundirme la chimenea con tus gargalladas!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Oye esta rula de oro cómo te reclama!

PICHONA LA BISBISERA.— Perico, llegas tarde.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Echa de la cama a ese puto!

PICHONA LA BISBISERA.— Es un rey.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Córtale la cabeza.

PICHONA LA BISBISERA.— Me tiene ligada.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Si en la cama te meas, quiebras el lazo.

PICHONA LA BISBISERA.— ¡Qué doctrina apañada!

CARA DE PLATA.— ¡Perico, esa bolsa no es tuya!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¿Quién lo declara?

CARA DE PLATA.— Esa bolsa te la descubrió la luna.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Mentira podre!

CARA DE PLATA.— La alzaste de un camino.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Sacas ese invento para disputármela.

CARA DE PLATA.— Anochecido pasabas por la Quintana de San Clemente.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¿Quién eres tú, que tanto sabes?

PICHONA LA BISBISERA.— Vuelve la bolsa a su dueño, Perico.

CARA DE PLATA.— Su dueño no la quiere.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Centellón! ¿A quién tienes en la cama Pichona?

CARA DE PLATA.— Baja, si quieres conocerme.

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— Aún me rasco una nalga chamuscada. En el lóstrego de la pólvora reconocí el bonete oculto a la espera. Trabuco apuntado.

CARA DE PLATA.— ¡Baja, Perico!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— No bajo. Ya me pasó la muerte por delante en la Quintana. Al fogonazo de la pólvora he visto los cuatro cuernos y la cara de sangre.

CARA DE PLATA.— ¿Y era mi cara?

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Toupourroutóu! Señor Abade, no haga más las coscas a esa cabra negra. ¡Vístase los hábitos!

CARA DE PLATA.— ¡Perico, la yerras!

FUSO NEGRO.— ¡Toupourroutóu! ¡Bien veo los cuernos del bonete! El girasol de su solana, un gallo turqués está a piteirarlo. ¡Toupourroutóu! ¡Oiga el grito que pasa la noche! ¡Ya el virgo de la sobrina se lo llevó el ladrón Vinculero!

CARA DE PLATA.— ¡Qué espanto me traes, negra centella!

FUSO NEGRO.— Desnuda, en cabellos, da voces y se cubre los pechos, en una cueva de Lantañón. ¡El gallo turqués está a piteirar sobre la pita blanca!

CARA DE PLATA.— ¿Qué negra luz me alumbras? ¡Es mi padre el ladrón que me roba!

LA VOZ DE LA CHIMENEA.— ¡Centellón! ¿Pues tú quién eres?

CARA DE PLATA.— ¡Satanás me ampare!

(CARA DE PLATA, con sorda brama, los ojos en lumbre, airado y frenético, del tajo hogareño arranca el hacha. Armado con ella revuelve el brazo, hunde la puerta, se lanza a la noche estrellada.)

PICHONA LA BISBISERA.— ¿Qué negra idea te gobierna? ¡Espera! ¡Detente! ¡No dejes mis brazos rebelde a tu padre! ¡Quédate mío y te serviré toda la vida! ¡Seré tu esclava! ¡No renueves mi sino enlutado! ¡Yo soy aquella de la vida airada por quien mató a su padre Benitiño el Penitenciado! De tu misma furia revestido, escapó de mis brazos. ¡Detente, adorado! ¡Quedo rezándote!

VOZ DE RUADA.—
«Noite noitiña de meigos o trasnos
Fun á ó muiño d’o meu compadre;
Fun pol’o vento, vin pol’o aire.»

Escena última

(El atrio del pazo, fragante de limoneros. Arcos con luna, y el ciprés inmóvil y negro al pie de la escalera. Cruza, cargada de remordimientos, la sombra del Caballero. Le sigue el bufón patizambo, con la bufonería de resaltar su cojera.)

DON GALÁN.— ¡Jujú! ¡Viejo enamorado, corazón enlutado!

EL CABALLERO.— ¡Calla, imbécil!

DON GALÁN.— ¡Sentencia de sabios!

EL CABALLERO.— ¡Sentencia de bellacos!

DON GALÁN.— A los cuerpos viejos les cumple estar a buenas con San Pedro.

EL CABALLERO.— Don Galán, tentado estoy de hacerme ermitaño.

DON GALÁN.— Por ese camino también le llevo la alforja.

EL CABALLERO.— Los santos no tienen criados.

DON GALÁN.— Seremos iguales.

EL CABALLERO.— Tú no puedes ser santo.

DON GALÁN.— ¡En la mesa celeste tanto es Blas como Bonifás!

EL CABALLERO.— Don Galán, para ser santo se pasa por el Infierno. Como no has sabido ser un pecador, tampoco sabrías ser un santo. ¡Yo, sí!

DON GALÁN.— ¡Por descontado!

EL CABALLERO.— ¿Pero vale la pena de arrepentirse y hacerse santo tan a deshora, cuando tan pocas ocasiones de pecar pueden brindarme Mundo, Demonio y Carne? ¡Si me hubiera acordado hace treinta años! Ahora parece un escrúpulo de fariseo. ¡No vale la pena! ¡Morderé esta noche el racimo! Don Galán, tú no entiendes una palabra.

DON GALÁN.— ¡Las bastantes!

EL CABALLERO.— ¡No hay en toda mi vida un naipe tan negro como el que ahora levanto!

DON GALÁN.— ¡Negro como un carbón!

EL CABALLERO.— ¡Abominable!

(Confuso son de pasos y preces. Tres viejas, como tres curujas, con farolillos y manteos, se encogen y acechan entrando por bajo el arco. En San Clemente de Lantaño, litúrgicos dobles de una campana. Lejanas luces.)

VOZ DE VIEJA.— ¡Ave María! ¡Toma la luna, toma el Señor Mayorazgo! ¡Bien la luna se lo premia! Desde aquí parece un apóstol vestido de plata.

EL CABALLERO.— ¿Qué camino hacéis?

VOZ DE VIEJA.— Acompañamos el Santo Viático.

EL CABALLERO.— ¡El bonete me provoca con un sacrilegio! ¡Don Galán, suelta los perros y dame la escopeta!

DON GALÁN.— ¡Mi amo, no se remonte sobre las alas de Satanás!

(El galope de un caballo. Demudado y frenético, rompe en el atrio Cara de Plata. Divino de luna el yelmo de sus cabellos, y el hacha en el brazo desnudo, negra centella.)

CARA DE PLATA.— ¡Padre, vengo a matarle!

EL CABALLERO.— ¡Bandido, no te detengas! ¡Descarga el brazo y ábreme el Infierno!

CARA DE PLATA.— ¿Dónde está Isabel?

EL CABALLERO.— Bajo esta llave.

CARA DE PLATA.— ¡Isabel es mía!

EL CABALLERO.— ¿Cuándo la enamoraste?

CARA DE PLATA.— ¡Padre, no abrave mi rabia!

EL CABALLERO.— Rapaz, a tus años sobran amores. Si una mujer no te quiso, hay cien que están esperándote. Todas las horas nacen mujeres a miles, y padre no hay más que uno.

CARA DE PLATA.— ¡Amor de mujer tampoco!

EL CABALLERO.— Las mujeres cuando no se mueren, se hacen viejas. ¡Mal hijo, ciego de engaños y sueños, mira esas luces que se acercan! ¿Ves esa punta de alcahuetas con mantos y farolillos? El Santísimo Sacramento viene a visitarme con el cortejo que por mis pecados merezco. No seas tú menos que el verdugo y espera a que confiese y comulgue el reo de muerte. Voy a darte un buen ejemplo.

(Lenta procesión de luces y manteos entraba por el rudo arco flanqueado con escudos y cadenas. Bajo palio, viene el sacrílego Abad de San Clemente. La capa de paños de oro, cuatro cuernos el bonete, y en las manos, como garras negras, la copa de plata con el pan del Sacramento.)

EL CABALLERO.— ¡Alto las luces!

EL ABAD.— ¡Montenegro, la Iglesia te pide paso con el Cuerpo de Cristo!

EL CABALLERO.— ¿Quién hace la mueca?

EL ABAD.— ¡Blas de Míguez!

EL CABALLERO.— ¡Que se lo lleve el Diablo! ¡Adivino tu tramoya, mal ordenado!

EL ABAD.— ¡Faraón, humilla tu orgullosa cabeza ante el Rey de Reyes!

VOCES DE VIEJAS.— ¡Montenegro! ¡Negro de alma! ¡Negro de pecados! ¡Negro de las calderas del Infierno!

(DON JUAN MANUEL, con dos perros como leones cogidos por los collares, descendía por la gran escalera de piedra. Camina por entre las luces en tenebroso silencio. Bajo el palio, levanta la copa de plata el Abad de San Clemente. El Caballero, adusto, burlón, enigmático, hinca la rodilla en tierra y hace arrodillar a sus perros.)

EL CABALLERO.— ¡Sacrílego Abad! ¿Qué vas buscando?

EL ABAD.— A un pecador en trance de muerte.

EL CABALLERO.— ¡Aquí le tienes! En el arte de mal vivir un maestro, y el hacha del verdugo suspendida sobre la cabeza. Este malvado que tengo por hijo, medita mi muerte, y para absolverme de mis pecados, caído del cielo vienes, bonete. Públicamente mis culpas confieso. Soy el peor de los hombres. Ninguno más llevado de naipes, de vino y mujeres. Satanás ha sido siempre mi patrono. No puedo despojarme de vicios. Me abraso en ellos. Nunca reconocí ley ajena para mi gobierno. Saliendo a mozo, maté a un jugador por disputa de juego. Violenté la voluntad de una hermana para hacerla monja. A mi mujer la afrenté con cien mujeres. ¡Este he sido! ¡Cambiar no espero! De milagros y santos arrepentidos pasaron ya los tiempos. ¡Dame la absolución, bonete!

EL ABAD.— ¡Arrédrate, blasfemo!

EL CABALLERO.— ¡Sacrílego!

CONFUSIÓN DE VOCES.— ¡Montenegro! ¡Negro con Pauliña! ¡Negro excomulgado!

(Restalla una honda. Rebota en el muro de la torre una piedra. Vuela una lechuza del angaro. El Caballero se pone en pie, con resolución soberbia, y arranca el copón al clérigo.)

EL CABALLERO.— ¡Atrás!

VOCES DE VIEJAS.— ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Santísimo Cristo azotado! ¡Ciérrate, noche! ¡Cubre este espanto!

EL CABALLERO.— ¡Cara de Plata, échale encima el caballo a esa punta de alcahuetas!

CARA DE PLATA.— ¡Dónde está el rayo que a todos nos abrase!

(CARA DE PLATA sale por el arco recobrando las riendas, tendido sobre la crin del caballo espantado. Capuces y luces del piadoso cortejo retroceden. Voces agorinas. Sombras huideras. Pánico sagrado. El Caballero con la copa de plata en la mano se sienta en la escalera.)

EL CABALLERO.— ¡Tengo miedo de ser el Diablo!

Águila de Blasón

Dramatis personae

EL CABALLERO DON JUAN MANUEL MONTENEGRO.
FRAY JERÓNIMO.
UNA VIEJA.
UNA MOZA.
UN MONAGO.
UNA VOZ EN LA SOMBRA.
SABELITA.
DOÑA ROSITA.
ROSITA MARÍA.
OTRA VIEJA.
LA ROJA.
EL ZAGAL DE LAS OVEJAS.
DON GALÁN.
EL CAPITÁN DE LOS LADRONES.
UN VECINO.
UN LADRÓN.
OTRO LADRÓN.
EL ENMASCARADO.
VOCES DE LOS LADRONES y VOCES DE LOS CRIADOS.
PEDRO REY.
LIBERATA.
DON PEDRITO.
LA CURANDERA.
UN MOZO.
UNA VIEJA.
UN VIEJO.
UNA MOZA.
UN MARINERO.
EL PATRÓN.
OTRO MARINERO.
MANUEL TOVÍO.
PEDRO ABUÍN.
MANUEL FONSECA.
UN LAÑADOR.
UNA CRIBERA.
UNA CINTERA.
EL MENDICANTE.
DOÑA MARÍA.
EL CAPELLÁN.
LA MANCHADA.
ROSALVA.
BIEITO.
ANDREÍÑA.
EL ALGUACIL y EL ESCRIBANO.
DON GONZALITO.
DON MAURO.
DON FARRUQUIÑO.
DON ROSENDO.
CARA DE PLATA.
EL SEÑOR GINERO.
LA VOZ DE UN BORRACHO.
DOS SEÑORAS CON UN CRIADO.
EL CHANTRE y EL DEÁN.
EL ABUELO y EL RAPAZ.
LA PREÑADA.
EL MARIDO.
LA SUEGRA.
EL NIÑO JESÚS.
LA PICHONA.
LA GAZULA y LA VISOJA.
EL BARQUERO.
EL PEREGRINO.
EL ESPOLIQUE.
UNA VIEJA CIEGA.

Jornada primera

Escena primera

FRAY JERÓNIMO ARGENSOLA, de la regla franciscana, lanza anatemas desde el púlpito, y en la penumbra de la iglesia la voz resuena pavorosa y terrible. Es un jayán fuerte y bermejo, con grandes barbas retintas. El altar mayor brilla entre luces, y el viejo sacristán, con sotana y roquete, pasa y repasa espabilando las velas. La iglesia es barroca, con tres naves: Una iglesia de colegiata ampulosa y sin emoción, como el gesto, y el habla del siglo XVII. Tiene capillas de gremios y de linajes, retablos y sepulcros con blasones. Es tiempo de invierno, se oye la tos de las viejas y el choclear de las madreñas. FRAY JERÓNIMO, después de la novena, predica la plática. Es la novena de Nuestra Señora de la Piedad.

FRAY JERÓNIMO.— ¡El pecado vive con vosotros, y no pensáis en que la muerte puede sorprendernos! Todas las noches vuestra carne se enciende con el fuego de la impureza, y el cortejo que recibís en vuestro lecho, que cobijáis en las finas holandas, que adormecéis en vuestros brazos, es la sierpe del pecado que toma formas tentadoras. ¡Todas las noches muerde vuestra boca la boca pestilente del enemigo!

Se oyen algunos suspiros, y una devota se desmaya. La rodean otras devotas, y en la oscuridad albean los pañolitos blancos, que esparcen un olor de estoraque al abanicar el rostro de la desmayada. Varias voces susurran en la sombra.

UNA VIEJA.— ¿Quién es?

UNA MOZA.— No sé, abuela.

UN MONAGO.— Es la amiga del Mayorazgo…

OTRA VIEJA.— ¡Para qué vendrá la mal casada a la iglesia!

UNA VOZ EN LA SOMBRA.— Querrá arrepentirse, tía Juliana.

Se oye una risa irreverente, y el murmullo del comento se apaga y se confunde con el murmullo de un rezo.

FRAY JERÓNIMO.— Sobre vuestras cabezas, en vez de la cándida paloma que desciende del Empíreo portadora de la Divina Gracia, vuela el cuervo de alas negras, donde se encarna el espíritu de Satanás. Si alguna vez recordáis el frágil barro de que somos hechos, lo hacéis como paganos: Os asusta el frío de la sepultura, y el manto de gusanos sobre el cuerpo que pudre la tierra, y las tablas negras del ataúd, y la calavera con sus cuencas vacías. ¡Pero como vuestra alma no se edifica, sigue prisionera en las cárceles oscuras del pecado!

Dos señoras, madre e hija, conducen a la desmayada fuera de la iglesia. Ha recobrado el sentido y llora acongojada. Sostenida por las dos señoras, atraviesa el atrio y una calle angosta, con soportales, donde pasean en parejas algunos seminaristas, mocetones de aspecto aldeano que hablan en dialecto y visten el traje de los clásicos sopistas, burdo manteo de bayeta y derrengado tricornio. Al final de la calle hay una plaza desierta, sombreada por cipreses, como los viejos cementerios. Las tres señoras penetran en una casona antigua. Anochece y en el zaguán de piedra se percibe el olor del mosto.

Escena segunda

Una sala en la casa infanzona. Las tres señoras susurran en el estrado. Está abierto un balcón y se alcanza a ver gran parte de la plaza, por donde aparece DON JUAN MANUEL MONTENEGRO: Es uno de esos hidalgos mujeriegos y despóticos, hospitalarios y violentos, que se conservan como retratos antiguos en las villas silenciosas y muertas, las villas que evocan con sus nombres feudales un herrumbroso son de armaduras: EL CABALLERO llega con la escopeta al hombro, entre galgos y perdigueros que corrotean llenando el silencio de la tarde con la zalagarda de sus ladridos y el cascabeleo de los collares. Desde larga distancia grita llamando a su barragana, y aquella voz de gran señor, engolada y magnifica, penetra hasta el fondo de la sala y turba el susurro de las tres devotas, que comentan el sermón de FRAY JERÓNIMO. SABELITA se levanta enjugándose los ojos, y sale al ancho balcón de piedra donde aroman los membrillos puestos a madurar.

EL CABALLERO.— ¡Isabel! ¡Isabel!

SABELITA.— ¡Aquí estoy!

EL CABALLERO.— Que baje por la escopeta Don Galán.

SABELITA.— ¿Usted no sube, padrino?

EL CABALLERO.— No… Tengo que verme con el capellán de mi sobrino Bradomín. He quedado en ir a probar el vino de una pipa que avillan esta tarde.

EL CABALLERO descarga su escopeta en el aire, la deja arrimada al muro y se camina sin esperar a que bajen por ella. Al olor de la pólvora, los perros corren en corcovos llenando la plaza con sus ladridos animosos. La barragana, suspirando, se retira del balcón. Las otras dos señoras, madre e hija, por mostrarse corteses suspiran también, y comienza de nuevo el afligido susurro de la conversación.

DOÑA ROSITA.— ¡Quién te ha conocido en casa de tu madrina tan alta y tan respetada! El demonio te cegó para enamorarte de Don Juan Manuel.

SABELITA.— Me trata como a una esclava, me ofende con cuantas mujeres ve, y no puedo dejar de quererle. ¡Por él condenaré mi alma!

ROSITA MARÍA.— Pensándolo es como te condenas.

SABELITA.— Fray Jerónimo me miraba desde el púlpito. ¡Yo sentía aquellos ojos de brasa fijos en mí!… No puedo olvidar sus palabras. Estoy en pecado mortal, y así me cogerá la muerte… Daban miedo los ojos de Fray Jerónimo… Sus palabras las tengo clavadas en el corazón, como tiene las espadas la Virgen Santísima de los Dolores. ¡Cuántas penas me mandas, Divina Señora!

DOÑA ROSITA.— ¡Sabelita, quién no tiene tribulaciones!

ROSITA MARÍA.— ¡Sabelita, todos hemos venido al mundo para sufrir!

SABELITA.— ¡Siempre encerrada en esta cárcel, con vergüenza de que me vean! Si salgo, es como hoy, para ir a la iglesia, tapada con mi mantilla… ¡Y hasta de la iglesia me arrojan!

Las dos señoras procuran consolarla, y las palabras de la madre y las palabras de la hija se corresponden con la semejanza monótona de las ondas del mar en calma sobre una playa de arena. Hay un largo silencio. La sala comienza a ser invadida por la oscuridad. Las tres sombras que ocupan el estrado permanecen mudas bajo el vuelo de un mismo pensamiento, el recuerdo del fraile y de sus anatemas. En el silencio resuenan los pasos de una vieja que viene por el corredor. Es MICAELA LA ROJA: Sirve desde niña en aquella casona hidalga, y conoció a los difuntos señores. Entra lentamente: En sus manos tiembla la bandeja con las jícaras de cristal, que humean en las marcelinas de plata.

LA ROJA.— ¡Santas y buenas noches!

DOÑA ROSITA.— ¡Que siempre has de hacer lo mismo, Sabelita!

ROSITA MARÍA.— ¡Pero si nosotras ayunamos!

SABELITA.— Quebrantáis el ayuno.

ROSITA MARÍA.— ¡Qué cosas tienes! ¡Voy a pecar!

DOÑA ROSITA.— ¡Válate Dios!

Se resignan con un gesto de amistoso reproche, arrastran sus sillas hacia el velador, y con pulcritud de beatas, cada una moja en su jícara medio bizcocho de las benditas monjas de San Payo. Fuera suenan las esquilas de un rebaño y la voz de EL ZAGAL que grita debajo de las ventanas.

EL ZAGAL.— ¡Abran el portón!

LA ROJA.— Ya está ahí el rapaz con el ganado.

EL ZAGAL.— ¡Abran el portón!

LA ROJA.— ¡Qué prisa traes, condenado! Ni que te viniese siguiendo un lobo.

Sale la vieja y el choclear de sus madreñas y su voz cascada se extinguen poco a poco en el largo corredor.

DOÑA ROSITA.— ¡Cómo se conserva esta Micaela la Roja! Debe de andar con el siglo, pero es de esas naturalezas antiguas…

ROSITA MARÍA.— Ya se ven pocos de estos criados que se suceden en las familias.

DOÑA ROSITA.— Micaela la Roja ha visto nacer a todos los hijos de Don Juan Manuel. Por cierto que son la deshonra de su sangre esos bigardos. Sólo han heredado de su padre el despotismo, pero qué lejos están de su nobleza. Don Juan Manuel lleva un rey dentro.

SABELITA.— Hay uno que no es como los otros.

DOÑA ROSITA.— Miguelito, el que llaman Cara de Plata.

SABELITA.— Sí, señora. Yo los encontré una tarde en el atrio de la iglesia, y no me arrastraron y me cubrieron de lodo porque me defendió Cara de Plata.

DOÑA ROSITA.— El mayor, sobre todo, es un bandolero. A la santa de su madre la tiene tan esclava, que la pobre no puede disponer ni de un ferrado de trigo. Yo tuve, poco hace, un apuro y me fui a verla en su Pazo de Flavia. Viaje perdido. Estaba tan pobre como yo. Sus hijos se habían juntado, y le habían vendido el trigo, todavía en el campo.

SABELITA.— ¡Pobre madrina mía!

DOÑA ROSITA.— Me preguntó por ti, y más te compadece que te culpa. Doña María no concibe que pueda existir una mujer que no esté loca por Don Juan Manuel.

Saboreado el chocolate, madre e hija se quedan a rezar el rosario. Los criados llegan uno a uno desde la cocina, y conforme van llegando se arrodillan en el umbral de la puerta. Vuelven a oírse en el corredor las madreñas de MICAELA LA ROJA. Detrás viene EL ZAGAL: Trae la montera en las manos y el susto en los ojos.

LA ROJA.— Oigan al rapaz. Cuenta que le seguían unos hombres que estaban ocultos en el Pinar de los Frailes.

ROSITA MARÍA.— ¡Divino Señor, serían ladrones!

DOÑA ROSITA.— ¿Sería la gavilla de Juan Quinto?

LA ROJA.— No le presten mucho crédito a sus historias. Extravióse una oveja, y paréceme que todo ello de que le seguían, es para disculparse…

EL ZAGAL.— Que me crean que no, verdad le dije, señora Micaela. Éranle siete hombres con las caras tiznadas.

LA ROJA.— ¡Ay, mi hijo, paréceme que has nacido el año del miedo!

SABELITA.— ¡Quién apagó la luz del Cristo! ¿Ha sido aire?

LA ROJA.— No corre aire, cordera. Consumióse el aceite.

Escena tercera

SABELITA, medio dormida al pie del brasero, espera a DON JUAN MANUEL. Ya sonó la queda en la campana de la Colegiata. Un velón de aceite alumbra la sala, que es grande y desmantelada, con vieja tarima de castaño temblona al andar, y los criados, en la sombra del muro, velan desgranando mazorcas de maíz en torno de las cestas llenas de fruto. Una voz cuenta un cuento. De pronto resuenan fuertes aldabadas, y la barragana se despierta con sobresalto.

SABELITA.— ¡El amo!… Bajen a abrir.

LA ROJA.— No parece el llamar del amo.

SABELITA.— ¿Pues quién puede ser a esta hora?

DON GALÁN.— ¡Como no sea el trasgo!

LA ROJA.— ¡Qué más trasgo que tú, Don Galán!

La vieja se levanta después de volcar en la cesta el maíz desgranado en su falda, y mira por la ventana. Es noche de luna, y distingue claramente la figura del amo, que espera delante de la puerta en compañía de dos hombres desconocidos, que tienen las caras negras. Al mismo tiempo divisa otros bultos agazapados en la esquina. Con vago recelo entorna la falleba.

LA ROJA.— ¿Quién llama?

EL CABALLERO.— ¡Cuidado con abrir!… Asoma una luz para verles la cara a estos sicarios.

SABELITA.— ¿Qué sucede?

LA ROJA.— ¡El amo!… ¡El amo rodeado de una gavilla de ladrones!

SABELITA.— ¿Qué dices? ¿Le han hecho daño?

LA ROJA.— ¡Tráenle atado como a Nuestro Señor Jesucristo!

Asustada, la vieja retrocede hasta el fondo de la sala, donde los criados, en grupo medroso, invocan a santas y santos. SABELITA, toda trémula, corre a la ventana.

SABELITA.— ¿Padrino, le han hecho daño? ¿Está herido? ¡Jesús! ¡Jesús!

EL CABALLERO.— ¡Cuidado con abrir! Estos bandoleros pretenden entrar conmigo.

EL CAPITÁN se destaca del quicio de la puerta. Tiene el rostro tiznado y el habla muy mesurada y cortés.

EL CAPITÁN.— Señora, permítanos usted pasar, que de lo contrario, aquí mismo le degollamos…

SABELITA.— ¡No le hagan daño! Ahora les abren.

EL CABALLERO.— Al que toque la llave he de picarle las manos en un tajo.

EL CAPITÁN.— ¡Ya habla usted de más, señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— ¡Calla, hijo de una zorra y de cien frailes!

EL CAPITÁN.— ¡Un rayo me parta! ¡Amordazadle!

SABELITA.— ¡No le hagan daño!…

EL CABALLERO.— Isabel, saca una luz a la ventana.

Las últimas palabras apenas se oyen. EL CABALLERO forcejea entre los ladrones y su voz muere sofocada bajo el pañuelo con que le amordazan.

SABELITA.— ¡No le hagan daño! ¡No le hagan daño, por amor de Dios!

EL CAPITÁN.— Eso deseamos nosotros, señora. Sepa que el pañuelo que le hemos puesto a la boca es un pañuelo de seda. Pero si tardan en abrir, por dar tiempo a que acuda gente, sepa también que nos iremos con su cabeza cortada.

SABELITA.— ¡La llave! ¿Dónde está la llave?

SABELITA, con súbita energía, clama vuelta hacia el grupo de los criados, que buscan la llave torpes y llenos de miedo. Tardan en dar con ella, y los ladrones se impacientan y juran delante de la puerta. SABELITA, alumbrándose con el velón, baja al zaguán. Para abrir tiene que dejar la luz en el suelo. Los ladrones penetran sigilosos. Son siete y todos llevan el rostro tiznado, menos uno que lo enmascara con una máscara negra. Entra el último, arrima la puerta con recelosa previsión, y sin cerrarla quita la llave. Con las manos sobre la culata de los pistolones, los bandidos rodean al viejo hidalgo. SABELITA, suplicante, quiere acercarse. EL CAPITÁN se lo estorba. Toda trémula, vuelve a tomar la luz y empieza a subir la escalera. En lo alto aparece el grupo pálido y miedoso de los criados.

Escena cuarta

Una antesala grande y desmantelada. SABELITA deja la luz sobre un arcón y tiene que sentarse, cerrando los ojos como si fuese a desmayarse. EL CABALLERO la mira amenazador y bajo el pañuelo que le amordaza aún ruge con la voz sofocada y confusa.

EL CABALLERO.— ¡He de cortarte las manos!

SABELITA.— ¡Perdóneme!

EL CABALLERO.— ¡Perra salida!

SABELITA.— ¡Tuve miedo!

EL CAPITÁN.— Señor Don Juan Manuel, no queremos hacerle daño, pero es preciso que nos diga dónde guarda las onzas.

DON JUAN MANUEL permanece mudo. EL CAPITÁN con un gesto manda quitarle el pañuelo que le amordaza la boca. EL CABALLERO se ha detenido en medio de la sala: Tiene las manos atadas y está pálido de cólera, con los ojos violentos y fieros fulgurando bajo el cano entrecejo. EL CAPITÁN de los ladrones le habla.

EL CAPITÁN.— ¿Señor Don Juan Manuel, quiere responder ahora?

EL CABALLERO.— Soltadme las manos.

EL CAPITÁN.— Ya se las soltaremos. Primero responda.

EL CABALLERO.— ¿Qué queréis saber?

EL CAPITÁN.— ¿Dónde guarda el dinero?

EL CABALLERO.— No tengo dinero.

EL CAPITÁN.— Hace pocos días ha vendido dos parejas de ganado en la feria de Barbanzón.

EL CABALLERO.— Y me han robado otros ladrones como vosotros.

EL CAPITÁN.— ¡Mentira, señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— ¡Soltadme las manos y os diré si es mentira, hijos de una zorra!

El grupo de los ladrones se revuelve y se encrespa con violento son de armas y denuestos. El enmascarado alza la voz imponiendo silencio. En aquellos rostros tiznados los ojos brillan con extraña ferocidad, y un sordo y temeroso rosmar estremece todas las bocas. EL CAPITÁN llega donde está SABELITA.

EL CAPITÁN.— Señora, no se haga la muerta, y tenga la bondad de guiarnos.

SABELITA.— No sé… No tenemos dinero…

EL CAPITÁN.— Está bien. Vamos a registrar la casa y usted nos alumbrará.

Al mismo tiempo la obliga a levantarse, asiéndola brutalmente de los hombros. SABELITA reprime un grito y se pasa muchas veces las manos por la frente, con tanto miedo de aquel hombre como del viejo hidalgo, a quien no osa mirar. Quiere acercársele humilde. EL CAPITÁN se lo impide cortés y rufianesco, acompañando las palabras con una sonrisa de su cara tiznada.

EL CAPITÁN.— Usted delante alumbrándonos, hermosa.

SABELITA.— ¡No!… ¡No!…

EL CABALLERO.— Acompáñalos, Isabel.

SABELITA.— ¿Está herido?

EL CABALLERO.— No.

SABELITA.— ¡Perdóneme!

EL CABALLERO.— Acompáñalos.

La barragana, temblando, coge la luz y sale. Los ladrones la siguen con un rumor de pasos cautelosos, y cuando han desaparecido en el fondo del corredor, se alza llena de imperio la voz del hidalgo.

EL CABALLERO.— ¡Sabelita, apaga el velón!

EL CAPITÁN.— ¡Cuidado, señora!

EL ENMASCARADO.— ¡Maldito viejo!

SABELITA se ha estremecido bajo la ráfaga de aquella voz despótica, y casi inconsciente, como bajo una fuerza sobrenatural, sopla la luz y huye en la oscuridad antes de que puedan estorbarlo los ladrones. EL CABALLERO pide auxilio desde la ventana, y sus voces corren en la noche perseguidas por el ladrido de los perros.

EL CABALLERO.— ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Socorro!…

UN VECINO.— ¿Dónde es el fuego?

EL CABALLERO.— ¡En mi casa! ¡En casa de Don Juan Manuel!

Temeroso de que sean ladrones, EL VECINO abre a medias su puerta, y confirmado en sus recelos al no ver las llamas cierra cauteloso y prudente. Los ladrones corren hacia donde sonó la voz, y hallan la ventana abierta y sola, sobre el cielo estrellado y profundo. DON JUAN MANUEL ha desaparecido. La luna penetra en la sala y esclarece débilmente. Reunidos en el fondo, bajo el argentado reflejo, los ladrones se hablan en voz baja.

UN LADRÓN.— ¿Qué hacemos?

EL CAPITÁN.— ¡Maldita suerte!

OTRO LADRÓN.— Si acuden, podemos escapar saltando las tapias del huerto…

OTRO LADRÓN.— ¿Lo dejamos?

EL ENMASCARADO.— Dejarlo, no. ¡Escuchad!…

Callan y atienden. Llegan apagadas las voces de los criados, que piden socorro, y los ladrones se dispersan explorando por las estancias oscuras.

Escena quinta

Desde el balcón solanero, donde maduran los membrillos, da voces aquella vieja que acuerda el tiempo de los difuntos señores. Uno de los ladrones la descubre, y arrastrada la saca desde el balcón al corredor.

LA ROJA.— ¡Fuego!… ¡Acudide, vecinos!… ¡Fuego!…

EL LADRÓN.— ¡Vas a morir!

LA ROJA.— ¡Recibe mi alma, Virgen Santísima!

EL LADRÓN.— ¡Ay de ti, si no cantas!

LA ROJA.— ¿Qué quiere que le diga?

EL LADRÓN.— ¿Dónde esconde el dinero Don Juan Manuel?

LA ROJA.— Lo tiene enterrado.

EL LADRÓN.— ¿Dónde?

LA ROJA.— ¡Muy lejos! Yo les llevaré.

EL LADRÓN.— ¡Mentira! Vas a morir.

LA ROJA.— ¡Comí su pan cincuenta años!

EL LADRÓN.— ¡Tú hablarás!

MICAELA LA ROJA junta las manos y quiere alzarse de rodillas, pero a los golpes se dobla otra vez. EL LADRÓN le arrolla a la garganta las trenzas del pelo. En aquel momento una puerta se abre con rudo golpe, y aparece DON JUAN MANUEL. El viejo hidalgo tiene las manos desatadas y empuña dos pistolas de arzón. Dispara, y EL LADRÓN cae cerca de la vieja, que se arrastra buscando dónde esconderse. Acude EL CAPITÁN con otros compañeros, y esclarece el grupo un farol que han buscado en la cocina. DON JUAN MANUEL los ve llegar, y su ánimo temerario se acrecienta: Levanta la otra pistola, y la azulada vislumbre del fogonazo ilumina un momento aquel rostro de retrato antiguo. La bala rompe el farol. Los ladrones disparan en la oscuridad, y huyen por el huerto, temerosos de que acuda gente. No cesan de oírse las voces de los criados que, dispersos por el caserón, corren de ventana en ventana.

VOCES DE LOS CRIADOS.— ¡Acudide, vecinos!… ¡Acudide, vecinos!…

SABELITA.— ¡Socorro! ¡Socorro!

LOS PERROS.— ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

VOCES DE LOS LADRONES.— ¿Por dónde escapamos?… Por aquí… ¡Silencio!… Por aquí…

EL CAPITÁN.— ¡Maldita suerte!

VOCES DE LOS LADRONES.— ¿Y los perros? ¿Quién tiene la carnaza para los perros?

EL ENMASCARADO.— Los perros me conocen. Yo les hablaré.

VOCES DE LOS LADRONES.— Saltaremos el muro… ¿Estamos todos?

EL CAPITÁN.— ¡Maldita suerte!… ¡Ahora sale la luna!…

VOCES DE LOS LADRONES.— Falta uno… No… Contarse…

EL CAPITÁN.— ¡Al que no esté que se lo lleve el diablo!

LOS PERROS.— ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

EL ENMASCARADO.—¡Canoso! ¡Morita!

Cesan los ladridos, y la luna, saliendo de entre las nubes, ilumina la sala. En el umbral de la puerta yace DON JUAN MANUEL. La vieja criada deja su escondrijo, llega y le toca las manos frías. Arrodillándose, le acuesta la cabeza en su regazo y clama con doloridas voces.

LA ROJA.— ¡Señor!… ¡Mi gran señor! ¡No me dirás quién te quitó la noble vida! ¡No me lo dirás!… ¡Por mí la perdiste, mi gran señor!

Las sombras de los criados comienzan a vagar por los corredores. SABELITA entra en la sala, y viendo el cuerpo que yace en tierra, se abraza a él con gritos de enamorada. Acuden todos los criados, y plañen en redor arrodillados sobre la tarima.

VOCES DE LOS CRIADOS.— ¡En una horca se vean los que tanta afrenta le hicieron!… ¡Era el padre de los pobres!… ¡Era el espejo de los ricos!… ¡Era el más grande caballero del mundo!… ¡Castillo fuerte!… ¡Sol resplandeciente!… ¡Toro de valentía!…

SABELITA.— ¡Don Juan Manuel! ¡Padrino mío!

EL CABALLERO.— ¡Calla, hija del demonio! ¡Aún no he muerto para tanto lloro!

Abre los ojos lentamente y torna a cerrarlos. La voz, aunque confusa, conserva todo su antiguo engolamiento. De la frente herida le mana un hilo de sangre, y apenas puede despegar los párpados, sellados por dos coágulos. Se le siente suspirar cobrando aliento: Con penoso esfuerzo abre otra vez los ojos nublados, y se incorpora. Puesto en pie, para no caer desvanecido, tiende una mano, palpa en el aire, y se aferra al hombro de la vieja, que, temerosa de verle en tierra por no ser bastante su pobre ayuda, le sostiene con afán a un tiempo afligido y gozoso.

Jornada segunda

Escena primera

Una sala en la casa infanzona. Apenas la esclarece la lamparilla de aceite que alumbra bajo morado dosel los lívidos y ensangrentados pies de un Crucifijo. En las ventanas raya la luz del amanecer. MICAELA LA ROJA, vela sentada en el umbral de una puerta. SABELITA, cubierta con el manteo, entra sin hacer ruido: Cantan los pájaros en el alero, muge la vaca en el establo, las suaves campanas de la madrugada tocan a misa.

SABELITA.— ¿Duerme?

LA ROJA.— Batalla con sus pensamientos. Aun cuando nada dice, sabe quiénes fueron los caínes que le ataron para robarle.

SABELITA.— No se queja por no verse compadecido.

LA ROJA.— ¡Cierto, cordera! Esta noche mucho le oí suspirar mientras aquí le velaba con Don Galán. ¡Madre de Dios, aventuréme a preguntarle de qué se dolía, y mandóme al infierno con todos los Demonios!

SABELITA.— Yo nunca me atrevo a preguntarle. ¿No has oído?

LA ROJA.— Es el viento en el quicio de la ventana.

SABELITA.— Los perros no han cesado de ladrar en toda la noche, como si alguien anduviese rondando la casa. Antes me asomé a la ventana y creí distinguir bultos de hombres, por el jardín.

LA ROJA.— Las sombras de los árboles son muy aparentes, y cuando el alma está sobresaltada, los ojos están llenos de figuras y espantos. Yo, alguna vez, pensando en las almas del otro mundo he sentido un aliento frío en la cara.

SABELITA.— Yo también… Y otras veces, sentí que una puerta se abría detrás de mí, y que una sombra se inclinaba sobre mis hombros.

LA ROJA.— No mentemos esas cosas del profundo, cordera.

SABELITA.— Tienes razón.

LA ROJA.— Tocan a la misa de alba.

SABELITA.— Es la tercera vez que tocan. Me levanté con ánimo de oírla, pero me asustaron los bultos que vi en el jardín.

LA ROJA.— Iremos las dos juntas, y así nos quitaremos el miedo.

Salen las dos. La vieja criada lleva un farol encendido. El mantelo la cubre como un capuz. Aún hay estrellas.

Escena segunda

DON JUAN MANUEL yace en su lecho convaleciente de tantas heridas como recibió aquella noche, y a su puerta duerme el criado que cuida de los hurones y de los galgos. Un criado que llaman por burlas DON GALÁN: Es viejo y feo, embustero y miedoso, sabe muchas historias, que cuenta con malicia, y en la casa de su amo hace también oficios de bufón. Canta un gallo.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán!

DON GALÁN.— ¡Abriéronse las velaciones!

EL CABALLERO.— ¿Qué dices?

DON GALÁN.— Que estaba en la compañía de Dios Nuestro Señor.

EL CABALLERO.— ¿Raya el día?

DON GALÁN.— Los gallos cantan, pero aún hay estrellas.

EL CABALLERO.— ¡No puedo dormir!

DON GALÁN.— ¡Y a mí no me dejan! ¿Mandaba alguna otra cosa, mi amo?

EL CABALLERO.— Que te vayas al Infierno.

DON GALÁN.— ¡Jujú!… Aguardaré a que mi amo tome otro criado, para no dejarle solo.

EL CABALLERO.— Cuéntame, en tanto, alguna mentira, Don Galán.

DON GALÁN.— Por el mar andan las liebres, por el monte las anguilas.

EL CABALLERO.— ¡Calla, imbécil!

DON GALÁN.— Callado me estaba.

El bufón bosteza abriendo una boca enorme, y se echa debajo de la mesa, dispuesto a reanudar el sueño.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán!

DON GALÁN.— Mande, mi amo.

EL CABALLERO.— ¡Juraría que maté a uno de los ladrones!

DON GALÁN.— De ése se dice que ha resucitado.

EL CABALLERO.— ¡Yo le vi caer!

DON GALÁN.— Fue con el susto, mi amo.

EL CABALLERO.— ¡Fue de un pistoletazo! Pero los compañeros se han llevado el cadáver porque al ser reconocido no los delatase.

DON GALÁN.— Yo vide cómo le soplaron en el rabo con una paja, y echó a correr. ¡Jujú!

EL CABALLERO.— ¡Calla, necio!

DON GALÁN.— Callado me estaba.

La luz del alba raya en las ventanas. En el fondo de la estancia se esboza la cama antigua, de nogal tallado y lustroso. Sobre las almohadas yace la cabeza del hidalgo con los ojos abiertos bajo los párpados de cera, y una venda ensangrentada ceñida a la frente. El bufón ronca debajo de la mesa.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán!

DON GALÁN.— Mande, mi amo.

EL CABALLERO.— ¿Y no se murmura por la villa quiénes eran los bandidos que quisieron robarnos?

DON GALÁN.— Se murmura que no eran bandidos, sino los hijos de mi amo. ¡Esas voces corren por la villa!

EL CABALLERO.— ¡Calla, insolente!

DON GALÁN.— Callado me estaba.

DON GALÁN, debajo de la mesa, infla los carrillos con mueca bufonesca, mientras el amo suspira con los ojos cerrados, sintiendo que lentamente se le arrasan de lágrimas. Al cabo de un momento, pasando sobre ellos su mano descarnada, también ríe, y su risa es de una fiereza irónica que exprime amargura.

EL CABALLERO.— ¿Don Galán, qué hacemos con unos hijos que conspiran para robarnos?

DON GALÁN.— Repartirles la facienda, para que nos dejen morir en santa paz.

EL CABALLERO.— ¿Y después?

DON GALÁN.— ¡Jujú!… Después pediremos limosna.

EL CABALLERO.— Tienes sangre villana, Don Galán. Después nos tocaría robarles a ellos.

DON GALÁN.— Mejor sería irnos a un convento.

EL CABALLERO.— Eso cuentan las historias que hizo, al despojarse de su grandeza, el Emperador Carlos V.

DON GALÁN.— Y por las noches saldríamos de mozas con los hábitos arremangados.

EL CABALLERO.— Habrá que pensarlo, Don Galán. Ahora abre la ventana y mira si raya el alba.

DON GALÁN.— Raya, sí señor.

EL CABALLERO.— ¿Amanece sereno?

DON GALÁN.— Amanece que es una gloria.

SABELITA y la vieja criada vuelven de la iglesia. Las dos asoman en la puerta de la alcoba. SABELITA se acerca con amorosa timidez.

SABELITA.— ¿Cómo se ha despertado tan temprano, padrino?

EL CABALLERO.— ¡Qué noche!… Dudo si he soñado o si estuve en vela… ¡Ni aun ahora lo sé! ¿Soñamos o estamos despiertos, Don Galán?

DON GALÁN.— Yo solamente sé que estoy sentado, mi amo, y que así descanso de andar por el mundo. ¡Cuántos años hace que vamos por él, mi amo!

EL CABALLERO.— No, no basta estar sentado para descansar, ni basta estar dormido… Es preciso estar muerto. El pensamiento vuela de día y de noche… El mío vuela y realiza todo lo que mis manos no pueden realizar porque me las ata la vejez, como me las ataron aquellos miserables. Si estas manos fuesen con mi pensamiento, ya los había ahorcado a todos.

SABELITA.— ¿Por qué se exalta? ¿Por qué no me dice sus penas, padrino?

EL CABALLERO.— Yo no tengo penas, y si alguna tuviese me la espantaría Don Galán. ¿Por qué lloras, Isabel? Si no sabes reír como ese necio, ve a enjugar tus lágrimas donde yo no te vea. Don Galán, avisa que dispongan mi desayuno.

DON GALÁN.— ¿Qué desea?

EL CABALLERO.— Pregunta si hay leche cuajada y borona tierna. Antes he de tomar unas torrijas en vino blanco, que me las hagan bien doradas, y me subes de la bodega un jarro de vino del Condado. Si han puesto las gallinas, que me sirvan primero una buena tortilla.

DON GALÁN.— ¡Y si no han puesto las gallinas, nos comeremos el gallo por mal cumplidor! ¡Jujú!

DON GALÁN, ya en la puerta, hace una cabriola y ríe con su risa pícara y grotesca, la gran risa de una careta de cartón. El sol matinal penetra en la alcoba dorando los cristales de la ventana: Suben hasta ella, mecidos por el viento, los pámpanos de una parra, y se ve a los gorriones en bandadas picotear los racimos en agraz.

Escena tercera

La alcoba del mayorazgo. Con la fresca de la tarde ha venido EL MOLINERO que tiene en arriendo los molinos de Lantañón. Trae, como regalo a su amo, una orza de miel, y viene solamente por saber sus nuevas. Es un viejo aldeano lleno de malicias, con mujer moza, galana y encendida. Hace su entrada con la montera entre ambas manos y una salmodia en los labios.

EL MOLINERO.— ¡La Santísima Virgen María no ha permitido que los pobres nos quedásemos sin padre! ¡Divina Señora, ella querrá guiar a la Justicia para que descubra a esos mal nacidos y paguen su gran crimen en una horca!… ¡Contáronme que desde anochecido estuvieron ocultos, al acecho, como raposos! ¡Que Nuestro Señor no les mandase un rayo del Cielo que allí mismo los dejase hechos carbones, para escarmiento!… ¡Y mi amo no conoció a ninguno!… ¡Para el que mi amo hubiese conocido, juróle que no haría falta verdugo, como yo me lo topase solo en un camino, y me hubiese puesto al hombro una buena carabina mi santo patrono el Señor San Pedro!

EL CABALLERO interrumpe familiar y despótico, y el viejo ladino se pasa lentamente la montera de una mano a otra.

EL CABALLERO.— ¡Basta de responso! ¿Qué te trae?

EL MOLINERO.— Tráeme el cuidado en que allá estábamos todos, por saber de nuestro amo.

EL CABALLERO.— ¿Y tu mujer, cómo no ha venido a verme?

EL MOLINERO.— Por no dejar sola la facienda del amo.

EL CABALLERO.— Haberte quedado tú en lugar suyo.

EL MOLINERO.— Tampoco anda buena… Cuando supo la noticia cayó con sisiones, que bien creímos que se desgraciaba. Según sus cuentas, tócanos bautizo para el mes de Santiago.

EL CABALLERO.— Pues le dirás que venga a verme. Le aparejas la pollina con las jamugas.

EL MOLINERO.— ¡Descuide, mi amo!

EL CABALLERO.— ¡Cuidado con que haga el camino a pie!

EL MOLINERO.— Descuide mi amo. La tengo yo en más estima que el rey a la reina. ¡Y que no quedó ella poco sentida de no poder venir! Para regalo del amo, púsome en las alforjas una olla de miel, porque ya decía la difunta de mi madre, que era la miel tan saludable en los labios de una herida, como en los labios de la boca.

EL CABALLERO.— Probaré la miel, para que le digas cuánto estimo su agasajo.

EL MOLINERO.— Más honrada no puede verse nuestra pobreza.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán! ¡Don Galán!

Llama con grandes voces, y sonríe con la nobleza de un príncipe que recibe los dones de sus siervos. Los ojos del molinero brillan maliciosos bajo las cejas blancas de harina: Son verdes y transparentes, como el agua del río en la presa del molino.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán! ¡Don Galán!

DON GALÁN.— ¡Mande, mi amo!

EL CRIADO responde desde el fondo del corredor. Cuando asoma le reluce la cara, y con una corteza de pan se limpia los labios.

EL CABALLERO.— Probaré la miel que ha traído Pedro Rey.

DON GALÁN.— ¡Jujú! Ya no queda miel, mi amo. Doña Sabelita mandó que la diesen a los perros, y nos la hemos repartido como buenos hermanos. Doña Sabelita no quiere regalos de esa gente, ni que ellos asomen por esta santa casa.

EL CABALLERO.— Aquí no hay más señor que yo, ni más voz que la mía. ¡Isabel!… ¡Isabel!…

DON JUAN MANUEL espera un momento: Está pálido de cólera. DON GALÁN y EL MOLINERO se miran a hurto, con malicia villanesca. En la frente desguarnecida del viejo MONTENEGRO laten abultadas las venas, que dibujan sus ramos azules bajo el marfil de la piel. Se oye el menudo andar de SABELITA. La barragana al entrar en la alcoba, sonríe, pero en sus ojos, con huellas de lágrimas, se advierte una sombra de miedo, y bajo la sonrisa se delata el temblor de los labios.

SABELITA.— ¿Qué mandaba?

EL CABALLERO.— ¡Deseo saber quién es ahora el señor de esta casa!

SABELITA.— Quien siempre lo fue.

EL CABALLERO.— ¡Y siendo así, cómo hay quien amenaza con cerrar la puerta a los criados que yo más estimo!

SABELITA.— Yo no amenazo a nadie con cerrar la puerta, y hoy mismo saldré de aquí para siempre…

Su voz enronquecida suena con celosa entereza bajo el velo de las lágrimas. El hidalgo ríe con cruel y despótico desdeño.

EL CABALLERO.— ¡Isabel, tú y todos haréis lo que yo mande! Pedro Rey, dirás a tu mujer que venga a verme mañana, y que os perdono la renta de este año. Isabel, sírvenos un jarro del mejor vino, que quiero que beba conmigo Pedro Rey.

SABELITA se aleja ahogándose con un sollozo que apenas puede reprimir. MICAELA LA ROJA entra un momento después con el jarro, del cual desborda la roja espuma del vino.

EL CABALLERO.— No es a ti a quien dije que me lo sirviera.

LA ROJA.— Señor, no quiera humillar a quien por quererle, ya tanto se humilla. En unas andas había de alzarla, para que la viesen todos. Aunque todos no la verían, que los ojos traidores se arrastran por la tierra como los alacranes, y no pueden mirar a la verdad. ¡La verdad ciega como la luz! ¡Allí donde no esté aquella santa, que es mi ama por ley de la Iglesia, está esa cordera, que le quiere, y no mira como otras empobrecerle! ¡Ay, mi rey, no incline las orejas a palabras mentirosas que esconden mucho engaño, y la hiel debajo de la miel!

EL CABALLERO.— Sírvele vino a Pedro Rey.

PEDRO REY.— ¡A la salud del noble caballero que me lo ofrece, y de hoy en un año torne a catarlo en su noble presencia!

EL CABALLERO.— Ahora, vete.

DON GALÁN.— Hasta dentro de un año, Pedro Rey.

PEDRO REY.— Quede mi amo muy dichoso.

Sale, y con carnavalesca cortesía le acompaña DON GALÁN. EL CABALLERO queda pensativo, con una lágrima en el fondo de sus ojos cavados.

EL CABALLERO.— Roja, sólo me rodean ingratos y traidores. ¿Crees que no leo en el corazón de esa gente? ¡Todos desean mi muerte, y mis hijos los primeros! Esos malvados que engendré para mi afrenta convertirán en una cueva de ladrones esta casa de mis abuelos. ¡Conmigo se va el último caballero de mi sangre, y contigo la lealtad de los viejos criados!

LA ROJA.— Mi rey, que la hora de la muerte nos coja a todos limpios de pecado. No maldiga de aquellos a quienes dio la vida. En la mocedad nunca se conoce todo el mal que se hace a los viejos, y hay que mirar con indulgencia las faltas de esa edad.

EL CABALLERO.— ¡Roja, tú sabes como yo, quiénes fueron los que aquella noche me ataron para robarme!

LA ROJA.— No tenga malos pensamientos, señor. Mire que muchas veces el enemigo nos engaña asina, para condenar nuestra alma.

EL CABALLERO.— Yo he conocido al que venía enmascarado.

LA ROJA.— ¿Y porque pensó conocer a uno, ya los culpa a todos? ¡Ángeles míos! ¿Cómo habían de ser capaces de una maldad tan grande?

EL CABALLERO.— ¿Tú no has conocido a ninguno?

LA ROJA.— A ninguno, y de tan mal pensamiento líbreme Dios Nuestro Señor.

EL CABALLERO.— ¿Los has visto después?

LA ROJA.— Todos los días me topo con Carita de Plata, que me pide las nuevas.

EL CABALLERO.— Le habrás dicho que no me muero por ahora, que no heredarán de mí más que piedras, que si traspasan los umbrales de esta casa, he de matarles y cavarles la sepultura en el zaguán.

LA ROJA.— ¡Mi amo, no se atormente! ¡No sueñe! ¡No condene su alma, que la está condenando y metiendo en los Infiernos con estas malas ideas! Son sus hijos y asina yo he de respetarlos porque en una parte son mis amos, y ustede, porque son los retoños de su sangre.

EL CABALLERO y la vieja quedan un momento silenciosos. Después el hidalgo con mano temblona requiere el jarro, y llena el vaso en la devota resolución de ahogar con vino sus pesares.

Escena cuarta

Sobre verdes prados el molino de PEDRO REY. Delante de la puerta, una parra sostenida en poyos de piedra. Los juveniles pámpanos parecen adquirir nueva gracia en contraste con los brazos de la vid centenaria, y sobre aquellas piedras de una tosquedad céltica. Vuelan los gorriones en bandadas, y en lo alto de la higuera abre los brazos el espantajo grotesco de una vieja vestida de harapos, con la rueca en la cintura, y en la diestra, a guisa de huso, el cuerno de una cabra. Sentada a la sombra del emparrado está la molinera, fresca y encendida como las cerezas de Santa María de Meis. LIBERATA LA BLANCA bate en un cuenco la nata de la leche, y en la rosa de los labios tiene la rosa de un cantar. Por el fondo de la era asoma un caballero cazador: Es el primogénito del MAYORAZGO: Se llama DON PEDRITO.

LIBERATA.—
¡Vexo Cangas, vexo Vigo,
tamén vexo Redondela!…
¡Vexo a Ponte de San Payo,
camino da miña terra!

DON PEDRITO.— ¡Buena vista tienes, zorra parda!

LIBERATA.— ¡Asús!… A ustede no lo había visto.

DON PEDRITO.— ¿Y el cabrón de tu marido?

LIBERATA.— ¡Qué guisa de hablar para un caballero!

DON PEDRITO.— ¿Es cierto que está muy mal herido mi padre?

LIBERATA.— Esa nueva trajo Don Galán.

DON PEDRITO.— ¿Tú no lo has visto?

LIBERATA.— No, señor. Que me crea, que no, caí enferma en la cama con dolor de ijada.

DON PEDRITO.— ¿Y Pedro Rey?

LIBERATA.— Hoy ha ido a la villa por ver al amo.

DON PEDRITO.— Necesito hablarle.

LIBERATA.— Pues nunca mucho puede tardar.

DON PEDRITO.— Tenéis el molino casi de balde.

LIBERATA.— ¿Qué dice, señor? ¡Ave María, de balde!

DON PEDRITO.— De balde, porque doce ferrados de trigo y doce de maíz no son renta. ¡Y eso cuando la pagáis!

LIBERATA.— Será porque el amo nos la perdona. ¡Ave María, de balde un molino que la mitad del año solamente tiene agua para una piedra! ¡Las otras dos es milagro que muelan pasado San Juan!

DON PEDRITO.— Hoy me parece que muelen todas.

LIBERATA.— Porque tenemos el agua de los riegos.

DON PEDRITO.— Pues como la mitad del año solamente muele la piedra del maíz y no da para la renta que pagáis, yo vengo a libraros de esa carga.

LIBERATA.— ¿Qué dice, señor?

DON PEDRITO.— ¡Eso!… Que dejéis por buenas el molino.

DON PEDRITO se pone en pie, mira en torno y ríe con risa de lobo. La molinera, que siente miedo, también vuelve los ojos al camino, y el camino está solitario. LIBERATA quiere levantarse y entrar en la casa.

DON PEDRITO.— Vuelve a sentarte, Liberata la Blanca.

LIBERATA.— Iba por unos higos para ofrecérselos. Los hemos cogido esta mañana y algo verdes están, pero los pardales no dejaban uno.

DON PEDRITO.— Buen maestro tienen en Pedro Rey.

LIBERATA.— ¿Quiere que le ordeñe la vaca?

DON PEDRITO.— Quiero que vuelvas a sentarte, zorra parda.

LIBERATA.— No se enoje por eso.

DON PEDRITO.— Es preciso que me paguéis a mí la renta que mi padre no cobra, y si no podéis pagarla, que dejéis el molino.

LIBERATA.— ¿Viene con licencia del amo?

DON PEDRITO.— Yo de nadie necesito licencia… O me pagáis a mí cien ferrados de maíz, que toda la vida rentó el molino, o mañana mismo lo dejáis al casero que antaño lo llevaba.

LIBERATA.— ¡Cómo se conoce que tiene dos hijas mozas el señor Juan de Vermo!

DON PEDRITO.— Pero para que se acuesten conmigo no se requiere que duerma debajo de la cama ningún cabrón.

LIBERATA.— ¡Si lo dice por mí, sepa que tengo mucha honradez, y que sólo mi marido me calienta las piernas en la cama! ¡Más honradez que las hijas del de Vermo!

DON PEDRITO.— Voy a meterte en el podrido bandullo un puñado de munición lobera.

DON PEDRITO requiere la escopeta, y la molinera, dando voces, pretende huir a esconderse en la casa. No puede conseguirlo, y medrosa vuelve los ojos a la vereda. Un zagal, en la orilla del río, da de beber a sus vacas, y la molinera clama con más ahínco en demanda de socorro. El zagal, puesta sobre las cejas una mano, otea hacia el molino encaramado en una barda, y después se aleja con sus dos vacas, hilando agua de los hocicos, sin dejarlas que acaben de beber. DON PEDRITO, sonriente y cruel, con una expresión que evoca el recuerdo del viejo linajudo, azuza a sus alanos, que se arrojan sobre la molinera y le desgarran a dentelladas el vestido, dejándola desnuda. LIBERATA, dando gritos, huye bajo el emparrado, y su carne tiene un estremecimiento tentador entre los jirones de la basquiña. Con los ojos extraviados se sube a un poyo para defenderse de los canes, que se alzan de manos aulladores y saltantes, arregañados los dientes feroces y albos. Hilos de roja sangre corren por las ágiles piernas, que palpitan entre los jirones. Bajo la vid centenaria revive el encanto de las epopeyas primitivas, que cantan la sangre, la violación y la fuerza. LIBERATA LA BLANCA suplica y llora. El primogénito siente con un numen profético el alma de los viejos versos que oyeron los héroes en las viejas lenguas, llegando a donde la molinera, le ciñe los brazos, la derriba y la posee. Después de gozarla, la ata a un poyo de la parra con los jirones que aún restan de la basquiña, y se aleja silbándole a sus perros.

Escena quinta

La velada en el molino. Hay viejos que platican doctorales a la luz del candil, que cuelga de una viga ahumada, y mozos que tientan a las mozas en el fondo oscuro, sobre el heno oloroso. En medio de la algazara la molinera plañe sus males en suspiros, y una abuela curandera, cerca de la lumbre, atiende al hervor del vino con romero, mientras adoba las yerbas del monte que tienen virtud para curar el mal de ojo a las preñadas.

LIBERATA.— ¡Cuitada de mí!

LA CURANDERA.— Ten paciencia, Liberata.

LIBERATA.— ¡Ni moverme puedo!

UN MOZO.— Tiene malas entrañas ese Don Pedrito.

UNA VIEJA.— ¡Más negras que el luto de mi alma!

UNA MOZA.— El año pasado, por el tiempo de la siega, lo topé anochecido al cruzar los esteros, y vino corriendo tras de mí hasta cerca de la iglesia.

LIBERATA.— ¡Suerte que no te alcanzó!

UN MOZO.— No correría mucho.

UN VIEJO.— Como era anochecido buscaba compaña. Juntos os quitabais mejor el miedo.

LA CURANDERA.— Pues los otros hermanos no son mejores que Don Pedrito.

EL MOLINERO.— ¡Caínes todos!

LIBERATA.— ¡Inda peores!

EL MOLINERO.— Por la villa se pregona que son ellos quienes quisieron robar en el Palacio.

LIBERATA.— ¡Dónde se ha visto los hijos contra los padres!

UNA VIEJA.— ¡Dan dolor esos ejemplos en familias de tanto linaje! ¡Cómo se acaban las noblezas! ¡Ay, si hubieses conocido al abuelo Don Ramón María! ¡Era el primer caballero de estos contornos, un caballero de aquellos que ya no quedan!

EL MOLINERO.— ¿En dónde dejáis a mi amo? ¿Hay otro que lleve su vara más derecha lo mismo con ricos que con pobres? ¿Hay puerta de más caridad que la suya?

UN VIEJO.— En esa comparanza inda gana al padre y al abuelo. Las puertas del rey no son más caritativas. Recuérdome un año, por la fiesta, que mandó dar de beber y comer a todos los rapaces que bailaren. Yo era rapaz entonces.

UN MOZO.— ¿Y con las rapazas qué hizo?

UNA MOZA.— Eso no se cuenta.

La fragancia del vino que hierve con el romero se difunde por la corte como un bálsamo oloroso y rústico, de aldeanos y pastores que guardasen la tradición de una edad remota, crédula y feliz. Si alguna moza se duerme en la vela, luego la tienta un mozo parletano. Entre el reír de los viejos y el rosmar de las viejas, las manos atrevidas huronean bajo las haldas. LA CURANDERA sopla el hervor que levanta el vino, y en medio de la algazara plañe siempre sus males LIBERATA LA BLANCA.

LIBERATA.— ¡Maldecidos sean el amo y los canes!

LA CURANDERA.— Maldice del amo, pero no de los canes, que tienen la bendición de Dios Nuestro Señor.

UNA VIEJA.— O maldice tan sólo de sus dientes.

LA CURANDERA.— De todos los animales, solamente los canes tienen saludable la saliva. Cuando Nuestro Señor Jesucristo andaba por el mundo, sucedió que cierto día, después de una jornada muy larga por caminos de monte, se le abrieron en los pies las heridas del clavo de la cruz. A un lado del camino estaba el palacio de un rico, que se llamaba Centurión. Nuestro Señor pidió allí una sed de agua, y el rico, como era gentil, que viene a ser talmente como moro, mandó a unos criados negros que le echasen los perros, y él lo miraba desde su balcón holgándose con las mozas que tenía. Pero los canes, lejos de morder, lamieron los divinos pies, poniendo un gran frescor en las heridas. Nuestro Señor entonces los bendijo, y por eso denantes vos decía que entre cuantos animales hay en el mundo los solos que tienen en la lengua virtud de curar son los canes. Los demás: Lobos, jabalises, lagartos, todos emponzoñan.

UN MOZO.— ¿Los lobos también?

LA CURANDERA.— Los lobos, al que muerden le infunden su ser bravío. Solamente los canes tienen la bendición de Dios Nuestro Señor.

LIBERATA.— ¡Pues maldecidos sean sus dientes! Tengo atarazadas las piernas, que no puedo moverme.

LA CURANDERA.— Si conforme eran sabuesos fuesen lobicanes, inda su dentallada sería peor. Como son los lobicanes hijos de cadela y lobo, no tienen en su saliva ni saña ni virtud, porque las dos sangres, al juntarse, se pelean, y sucede que pierden las dos.

UN VIEJO.— Veces hay también en que los cachorros siguen el instinto de uno solo de los padres, tal como acontece con nosotros los cristianos.

UNA VIEJA.— Tengo oído, que también sucede por veces heredar aquella condición de la leche que se mama, y no de la sangre. Yo tuve una nieta criada por una cabra, y no he visto en los días de mi vida criatura a quien más le tirase andar por los altos.

LA CURANDERA.— ¿Y no habéis reparado cómo los mismos lobicanes, algunas lunas, parecen más feroces?

EL MOLINERO.— ¡Sí que lo tengo reparado en casa de mi amo!

LA CURANDERA.— Pues esa luna se corresponde con aquella en que fueron engendrados, y sienten despertarse su ser bravío como un ramo de locura. Y si por acaso muerden en esa sazón, talmente como los lobos. Pero hay muchos que ignoran aquesto, y al ver cómo se encona la herida lo atribuyen a humores de la persona.

EL MOLINERO.— Por donde conviene saber el remedio para todas las cosas.

LA CURANDERA.— No hay mal en el mundo que no tenga su medicina en una yerba.

UN VIEJO.— Eso decían los antiguos. Y los moros conocen esos remedios.

LA CURANDERA.— Los moros más conocen los venenos y las yerbas que hacen dormir.

La luna se levanta sobre los pinares y blanquea en la puerta del molino, donde mozas y mozos divierten la vela con cuentos de ladrones, de duendes y de ánimas. En los agros vecinos ladran los perros, como si vagasen en la noche los fantasmas de aquellos cuentos aldeanos, y volasen en el claro de luna las brujas sobre sus escobas.

Escena sexta

Un mar tranquilo de ría, y un galeón que navega con nordeste fresco. Viana del Prior, la vieja villa feudal, se espeja en las aguas. A lo lejos se perfilan inmóviles algunas barcas pescadoras. Son vísperas de feria en la villa, y sobre la cubierta del galeón se agrupan chalanes y boyeros que acuden con sus ganados. Las yuntas de bueyes, las cabras merinas y los asnos rebullen bajo la escotilla y topan por asomar sobre la borda sus grandes ojos tristes y mareados.

UN MARINERO.— Vamos a tener virazón.

OTRO MARINERO.— Gaviotas por tierra, viento sur a la vela.

EL PATRÓN.— Nunca salió mentira.

Los chalanes, cuando no comentan los lances de otras ferias, comentan las hazañas de un famoso bandido. Son tres los chalanes: MANUEL TOVÍO, MANUEL FONSECA y PEDRO ABUÍN.

MANUEL TOVÍO.— De esta vez anduvo equivocado Juan Quinto. Pensó que era lo mismo entrar a robar en la casa de un cura que en la casa de Don Juan Manuel. ¡Con un puñal a la garganta reíase el Mayorazgo sin declarar dónde tenía los dineros!

PEDRO ABUÍN.— Y dicen que Juan Quinto, viéndole tan valeroso, mandó que le desatasen y le pidió perdón.

MANUEL TOVÍO.— Decir lo dicen, pero es mentira.

MANUEL FONSECA.— También se cuenta que Don Juan Manuel le recordó cómo en una ocasión le había sacado de la cárcel, y que entonces mandó desatarle Juan Quinto.

MANUEL TOVÍO.— Lo cierto nadie lo sabe. ¡Dícense tantas cosas!…

MANUEL FONSECA.— Cuidad que nos tiene fijos los ojos Doña María.

El chalán indica con el gesto a una señora pálida y triste, con hábito franciscano, que se halla sentada a la sombra del foque. Después los tres chalanes siguen hablando en voz baja, y alguna vez tercia en la plática un clérigo de aldea.

UN LAÑADOR.— Veremos cómo se presenta la feria.

UNA CRIBERA.— Para ti, como para mí, todas las ferias vienen a ser iguales. De pobres nunca pasamos.

UNA CINTERA.— ¡Gracias a que no falte un pedazo de pan!… Ya estamos llegando a Viana del Prior. Trujimos un viaje de damas, mas temo la vuelta.

El galeón navega en bolina. Se oye el crujir marinero de las cuadernas, se ciernen las gaviotas sobre los mástiles, y quiebran el espejo de las aguas, dando tumbos, los delfines. Por la banda de babor entra un salsero de espuma, y la señora del hábito franciscano reza. Un viejo mendicante, que pide para las ánimas, se levanta, exhortando a dar para una misa.

EL PATRÓN.— No haya temor, Doña María.

EL MENDICANTE.— Vosotros siempre decís que no haya temor, y la otra feria faltó poco para que todos pereciéramos.

EL PATRÓN.— Faltó lo mismo que ahora.

La señora, sin interrumpir el rezo, sonríe con amable melancolía, y da limosna al viejo. Se advierte que su pensamiento está muy distante. El galeón da fondo en la bahía y los marineros que lo tripulan hablan a voces con un viejo patriano de gorro catalán y sotabarba, que sentado en una peña, recoge sus aparejos de pesca. La señora desembarca y desaparece a lo largo del arenal acompañada del clérigo de aldea.

EL CAPELLÁN.— ¿Nadie tiene noticias de nuestra llegada?

DOÑA MARÍA.— Nadie.

EL CAPELLÁN.— ¡Y esa mujer continuará en la casa!…

DOÑA MARÍA.— Dios Nuestro Señor aceptará este sacrificio de mi orgullo, en descargo de mis pecados.

Entran en la iglesia. Su atrio de tumbas y de cipreses, llega hasta la orilla del mar. Un mendigo, con esclavina adornada de conchas y luenga barba, pide limosna en el cancel: Parece resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo, y ser un hermano de los santos esculpidos en el pórtico.

Escena séptima

Una sala grande, apenas alumbrada por un velón. EL MAYORAZGO está sentado a la mesa: Cena con apetito y bebe con largura. El recado es de plata antigua, y los manteles son de lino casero, con una cenefa roja como el vino de la Azuela. Al otro extremo de la estancia, enfrente del hidalgo y sentado en el suelo, está el bufón.

EL CABALLERO.— ¿Has bajado a la villa?

DON GALÁN.— No, mi amo.

EL CABALLERO.— ¿Pues no sabes que es tu obligación divertirme, en tanto ceno, con las historias que corren por ella?

DON GALÁN.— ¡Jujú!… Si no bajé a la villa fue porque la villa subió a la casona, mi amo.

EL CABALLERO.— ¿Qué dices, imbécil?

DON GALÁN.— La verdad, mi amo. Estuvieron a entregarme unos calzones remendados dos señoras principesas que son hermanas mías. ¡Y cosa que no sepan María la Gazula y Juana la Visoja, nadie lo sabe en la villa! Y no lo digo por honrar mi sangre, que solamente son hermanas por parte de padre, sino por honrar a la verdad.

EL CABALLERO.— ¿Y qué cuentan esas princesas?

DON GALÁN.— Ellas no cuentan nada… Las pobres almas dicen lo que oyen… Parece que al venir se han cruzado con uno de los hijos de mi amo, que caminaba cojeando.

EL CABALLERO.— ¿Cuál de ellos?

DON GALÁN.— Don Pedrito.

EL CABALLERO.— ¿Se sabe por qué cojea?

DON GALÁN.— Será por no andar derecho. Él dice que le coceó un caballo, y otros dicen que tiene un tiro en una pierna, y aun murmuran que le cura en secreto Andrea la Cirujana.

EL CABALLERO descarga un puñetazo sobre la mesa. El bufón da un salto, fingiendo un susto grotesco, y se pone a temblar con la lengua defuera y los ojos en blanco. EL CABALLERO le arroja su plato a la cabeza, y el bufón, que lo atrapa en el aire, se pone a lamerlo.

EL CABALLERO.— ¡Le había reconocido! ¡Que no hubiese dejado muerto a ese hijo de Edipo!

DON GALÁN.— ¿Hijo de quién, mi amo?

EL CABALLERO.— ¡Del Demonio!

Se levanta del sillón y pasea de uno a otro testero con un gesto doloroso y altivo. El bufón permanece sentado en el suelo con el plato en la cabeza como otro yelmo de Mambrino.

EL CABALLERO.— ¿Qué más murmuran, imbécil Don Galán?

DON GALÁN.— Que son hijos de su padre.

EL CABALLERO.— ¡Mentira!

DON GALÁN.— ¡Jujú!… Eso digo yo, mi amo.

EL CABALLERO.— ¡Tú juegas a quedarte sin lengua!

EL CABALLERO le hace rodar de un puntapié. El bufón se pone saliva en los ojos y finge un llanto humilde.

DON GALÁN.— ¡Dios le dé salud para darme otro!

EL CABALLERO.— Continúa tus historias, imbécil Don Galán.

DON GALÁN.— Estoy con la alferecía. Míreme temblar. Tomé un gran susto con las amenazas de mi amo. Sepa, mi amo, que jamás volveré a decir una palabra. No quiero jugar a quedarme sin esta mala mujer desnuda.

Con un guiño de picardía se coge la lengua y la saca un palmo fuera de la boca. DON JUAN MANUEL le arroja un hueso, y ríe con una risa de mofa soberana y cruel. El bufón, con aquella manera grotesca de imitar a los perros, que tanto divierte al hidalgo cazador, se aplica a roerle.

EL CABALLERO.— Basta de truhanerías. ¿Por qué no viene a servirme mi ahijada?

DON GALÁN.— Estará llorando en algún rincón.

EL CABALLERO.— ¡Isabel! ¡Isabel!

UN ECO.— ¡Sabeeel!… ¡Sabeeel!

La barragana asoma en la puerta, una nube de tristeza vela sus ojos, ojos de niña y de devota, que tienen algo de flor.

SABELITA.— ¿Quién me ha llamado?

EL CABALLERO.— Yo te llamé. ¿Ya no conoces mi voz, Isabel? Si quieres servirme comeré, si no que se lo lleven todo.

SABELITA.— Soy una esclava y no puedo tener voluntad.

EL CABALLERO.— Don Galán, recoge los manteles.

DON GALÁN.— No es día de ayuno, mi amo.

SABELITA.— Nunca me negué a servirle, padrino.

SABELITA le escancia vino en uno de esos grandes y portugueses vasos de cristal tallado, donde en otro tiempo bebían los frailes y los hidalgos el agrio zumo de los parrales. DON GALÁN, debajo de la mesa, rebaña los platos, y el viejo linajudo ríe con ruidosas risas.

DON GALÁN.— Mi amo, ahora podemos beber sin miedo a caernos. ¡Cátanos ya acostados!

EL CABALLERO.— ¡Calla, imbécil!

DON GALÁN.— ¡Jujú! Nueve vasos van, mi amo, y esa no es ley de Dios. ¡Don Galán apenas lleva uno!

EL CABALLERO.— ¿No has dicho que tenía el vino punta de vinagre?

DON GALÁN.— Eso fue ayer, que hoy parecióme de regalía. ¡Talmente que sabe a fresas!

EL CABALLERO.— A vino, necio.

DON GALÁN.— Ayer engañéme por catarlo en el vaso de Pedro Rey. ¡Otra gota, mi amo, por el alma de sus difuntos!

EL CABALLERO.— No quiero verte borracho, Don Galán.

DON GALÁN.— ¡Vaya un escrúpulo!

EL CABALLERO.— Si te emborrachas, mandaré que te metan de cabeza en el pozo.

DON GALÁN.— ¡Jujú! Como cuando hay sequía, al glorioso San Pedro.

De esta suerte se desenvuelve el coloquio de amo y criado, mientras una nube de tristeza cubre los amorosos ojos de SABELITA. La barragana ha palidecido al oír el murmullo de dos voces que hablan en el corredor, ante la puerta. Con los ojos angustiados retrocede hasta el fondo de la estancia: Casi al mismo tiempo una mano llena de arrugas alza el cortinón y la vieja criada asoma llorosa.

LA ROJA.— Mi amo, que viene a verle la señora mi ama.

SABELITA.— ¡Doña María aquí!

DON GALÁN.— ¡Jujú!

DON JUAN MANUEL, ensombrecido de pronto, le impone silencio con gesto de imperiosa cólera. Una señora, todavía hermosa, pero encorvada, aparece en la puerta, donde se detiene un momento enjugándose los ojos. EL MAYORAZGO, repuesto de la sorpresa, posa el vaso sobre los manteles con arrogante golpe, y alza la voz, siempre soberana y magnífica.

EL CABALLERO.— ¡Sea bien venida mi santa y noble compañera Doña María de la Soledad Ponte de Andrade!

DOÑA MARÍA.— Me habían dicho que estabas moribundo, y por eso he venido…

EL CABALLERO.— Debía estarlo, pero yo tengo siete vidas como los gatos monteses.

DOÑA MARÍA.— ¡Nunca le agradecerás a Dios!…

EL CABALLERO.— ¡Ciertamente! ¡Ciertamente!

El viejo hidalgo asiente con gravedad burlona, agitando la blanca cabellera, y la señora adelanta algunos pasos seguida de un clérigo de aldea, a quien tiene en su casa como capellán. DON JUAN MANUEL la contempla con una llama de irónico y compasivo afecto en los ojos. Sabelita permanece retirada en el fondo. DOÑA MARÍA, con noble señorío, simula no reparar en ella.

DOÑA MARÍA.— Yo también estuve enferma: Creo que a la muerte… Pero tú no has sabido el camino para ir a verme.

EL CABALLERO.— No me atreví… ¡Te había ofendido tanto!

DOÑA MARÍA.— ¡Y olvidaste que yo te perdoné siempre!

DON JUAN MANUEL se cubre los ojos con un ademán trágico, aprendido allá en sus mocedades románticas, y la resignada señora le mira con ternura, como miran las abuelas a los niños cuando mienten para ocultar sus travesuras. Al mismo tiempo sonríe con sonrisa delicada y triste, que a su boca marchita le da todavía un encanto de juventud.

EL CABALLERO.— María Soledad, yo podré no creer en Dios…

DOÑA MARÍA.— ¡No blasfemes!

EL CABALLERO.— Pero debo creer que hay santos en la tierra.

DOÑA MARÍA.— ¡Calla! Ya veo que por esta vez no te mueres… Y puesto que he venido, no me iré sin hablarte como si fuese yo la que hubiese de morir.

EL CABALLERO.— Sé de lo que quieres hablarme, María Soledad.

Hay un largo silencio. La barragana, con los ojos llorosos, alza los manteles: Siente una angustia que le llena el alma en presencia de aquella señora envejecida y resignada, que tiene la sonrisa más triste que las lágrimas, y los ojos cansados de llorar las mismas penas de amor que ella llora. EL CABALLERO, después de apurar el ultimo vaso, acuesta la cabeza en el respaldo del sillón y entorna los párpados con ese grato desvanecimiento que producen los vapores del vino. La esposa y la barragana le contemplan con la mirada triste de sus ojos amantes. Después salen con leve andar, y en la puerta, sin hablarse, se separan. EL CABALLERO ronca.

Jornada tercera

Escena primera

Todos los criados están reunidos en la gran cocina del caserón. En el hogar arde un alegre fuego que pone un reflejo temblador y rojizo sobre aquellos rostros aldeanos tostados en las sementeras y en las vendimias. Bajo la ancha campana de la chimenea, que cobija el hogar y los escaños donde los criados se sientan, alárganse las lenguas de la llama como para oír las voces fabulosas del viento. Es una chimenea de piedra, que recuerda esos cuentos campesinos y grotescos de las brujas que se escurren por la gramallera abajo, y de los trasgos patizambos que cabalgan sobre los varales donde cuelgan las morcillas puestas al humo. Sentados en torno del hogar, los criados dan fin a los cuencos de la fabada y sorben las últimas berzas pegadas a las cucharas de boj. Los criados son cinco: ANDREÍÑA, una vieja que entró a servir a los difuntos señores; DON GALÁN, el bufón de EL CABALLERO; JUANA LA MANCHADA, que sabe los guisos escritos en las rancias recetas de las monjas; BIEITO, el rapaz de las vacas, y ROSALVA, la rapaza que sirve en la casona, por el yantar y el vestido. Hablan en voz baja.

DON GALÁN.— Pues yo vos digo que nunca muchos días está con el amo Misia María.

LA MANCHADA.— ¿Por qué entonces se fue Doña Sabelita?

ROSALVA.— El amo, agora, querrá vivir como un buen cristiano con nuestra ama Doña María.

DON GALÁN.— ¡Jujú! Ya vos digo que nunca tres días están juntos. ¡Luego veréis la reina que nos da! Sois nuevos en la casa, y no se os alcanza que agora sucederá lo que tantas veces. Fuese Doña Sabelita, pero no estará mucho tiempo mi amo sin traer otra moza para que le espante las moscas mientras duerme. ¡Jujú!… ¡Podría ser que ya viniese por el camino!

LA MANCHADA.— Tú la conoces, gran raposo.

DON GALÁN.— ¡Y todos la conocéis!

BIEITO.— ¡Mi alma! Pues yo vos digo que para no vivir cristianamente con el ama, bien se estaba con Doña Sabelita.

LA MANCHADA.— Yo sé quién tú dices, Don Galán.

ANDREÍÑA.— Y todos lo sabemos. Habláis por Liberata la Blanca. Pues yo desde agora vos juro que me iré de la casa, si aquí viene a mandar la mujer de Pedro Rey. ¡Siquiera Doña Sabelita era una señora principal!

DON GALÁN.— Lávate las piernas, Rosalva, que todavía has de ser aquí la reina.

ROSALVA.— Yo no quiero condenar mi alma.

DON GALÁN.— Como habría de licenciarte antes de la hora de tu muerte, tiempo te quedaba para arrepentirte.

ROSALVA.— ¡Cuántas burlerías sabes, Don Galán!

DON GALÁN.— ¡Jujú!

ANDREÍÑA.— No hagas caso, rapaza. Dile que para tanta suerte precisábase que él casase contigo, pues tiene buena labia para feriarte, como hace con su mujer Pedro Rey.

DON GALÁN.— ¿Has oído, Rosalva? Así no sufrías sonrojo, si tenías indigestión de huesos. A todo estaba Don Galán.

ROSALVA.— Que te doy con el cuenco.

DON GALÁN.— No te enciendas, paloma.

ANDREÍÑA.— Deja a la rapaza, Don Galán.

DON GALÁN.— ¡Así la deje Dios!

BIEITO.— Yo vide poco hace a Doña Sabelita. La topé en el atrio de la iglesia. ¡Mas no cuidaba mi alma que se caminase de la casa!

LA MANCHADA.— ¡Mirad ahí, una señora tan principal perdida por el amor de un hombre!

ANDREÍÑA.— ¡Ni sus mismas familias querían oír de ella!

ROSALVA.— ¡Y desprecios que le hacían los señores de su clase!

DON GALÁN.— ¡Pues ya quisierais vosotras tener su suerte!

ANDREÍÑA.— ¡Cativa suerte!

DON GALÁN.— No habéis visto qué piernas tiene, y qué brazos más torneados, y qué pechos más blancos. ¡Jujú!… ¡Y qué buena para ama de un canónigo!

ANDREÍÑA.— ¡Calla, desvergonzado!

DON GALÁN.— Lo que vos digo. Más pronto habrá de topar ella acomodo que cualquiera de nosotros, si un día el amo nos despide.

LA MANCHADA.— ¡Eso es verdad! Mas a mí se me figura que no la echa el amo, sino que ella se huye por no ver que otra le roba su sitio.

DON GALÁN.— Bien podrá ser.

ANDREÍÑA.— ¡Cómo ciega el enemigo a la pobres mujeres!

DON GALÁN.— ¡Jujú!… A los hombres había de cegar, para que pecasen contigo, Andreíña.

Los criados ríen con alborozo. Se oye la voz de EL CABALLERO que llama pidiendo la cena. JUANA LA MANCHADA arrima unas trébedes al fuego, y después las criadas hablan de una vaca que, en la montaña, parió un choto con dos cabezas.

Escena segunda

Las dos de la tarde, clásica hora de la siesta, están sonando en el reloj de la Colegiata. Don Ambrosio Malvido, EL ESCRIBANO, llega en una mula ante el portón de la casa infanzona, y se apea ayudado por EL ALGUACIL, que lleva toda la mañana esperándole en el zaguán. Juntos suben la ancha escalera de piedra: En lo alto EL ESCRIBANO advierte que aún calza las espuelas, y se sienta a quitárselas. El ALGUACIL llama con su vara.

EL ALGUACIL.— ¡Ah, de casa!

DON GALÁN.— ¿Quién es?

EL ALGUACIL.— El Juzgado de Viana del Prior que viene a visitaros. ¿Cómo se halla el señor Don Juan Manuel?

DON GALÁN.— Agora descabezaba un sueño. Pero no vos diré si panza arriba, si panza abajo.

EL ALGUACIL.— ¿Está ya valiente?

DON GALÁN.— Nunca estuvo cobarde.

EL ALGUACIL.— Avísale que viene a tomarle declaración el señor escribano Malvido.

DON GALÁN.— ¡Jujú!… Esperen sentados, que agora no está de manifiesto.

DON GALÁN se entra por la casa y ESCRIBANO y ALGUACIL quedan esperando en aquella antesala que se abre en la cruz de dos corredores. Sobre el dintel de la puerta canta un mirlo en su jaula de cañas. EL ESCRIBANO se asoma a la ventana y contempla el huerto.

EL ESCRIBANO.— ¡Qué hermosas peras verdilargas!

EL ALGUACIL.— Son lo mismo que las del Priorato.

EL ESCRIBANO.— Por cierto que me has ofrecido una rama para injertar de escudete.

EL ALGUACIL.— Y lo cumpliré, mi señor Don Ambrosio.

EL ESCRIBANO.— ¡Ricos frutales tiene el Mayorazgo! ¿Conoces aquellas manzanas? Son reinetas. Mira aquel otro peral.

EL ALGUACIL.— De muslo de dama: ¡Una fruta que se hace agua en la boca!

EL ESCRIBANO.— ¡Ave María, qué cargado aquel ciruelo!

EL ALGUACIL.— Siempre cargan mucho las migueleñas.

EL ESCRIBANO.— No son migueleñas, son de manga de fraile.

EL ALGUACIL vuelve a mirar haciendo tornaluz con la mano sobre los ojos, y sonríe como un filósofo. En esta sazón llega EL MAYORAZGO. La vieja tarima de castaño tiembla bajo su andar marcial, que parece acordarse con las cadencias de un romance caballeresco.

EL ESCRIBANO.— Señor Don Juan Manuel, mil perdones por esta molestia.

EL CABALLERO.— Con uno solo basta, señor Malvido.

EL ESCRIBANO.— Hágame la cortesía de cubrirse, señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.— Yo en mi casa suelo estar como me parece, señor Malvido.

EL ESCRIBANO.— Ya sé… Ya sé…

EL CABALLERO.— Sentémonos.

EL ESCRIBANO, un poco sofocado, saca del aforro de su levitón un tintero de asta y lo coloca sobre la mesa. Depués hojea los autos y se dispone a escribir.

EL ESCRIBANO.— ¿Sin duda supondrá a lo que venimos, señor Don Juan Manuel?

EL CABALLERO.— No supongo nada.

EL ESCRIBANO.— Pues a tomarle declaración…

EL CABALLERO.— Nada tengo que declarar.

EL ESCRIBANO.— ¿No sabe, no tiene sospechas de quién le causó las heridas que le retuvieron más de siete días en la cama?

EL CABALLERO.— Son antiguas cicatrices que se han abierto ahora: Achaque de viejos.

EL ESCRIBANO.— ¿De manera que se niega a declarar?…

EL CABALLERO.— Sí, me niego, señor escribano Malvido.

EL ESCRIBANO.— ¡Es lástima que no quiera ayudar a la Justicia!

EL CABALLERO.— Yo me río de la justicia.

EL ESCRIBANO.— La declaración de usted podría darnos mucha luz para el esclarecimiento del hecho de autos.

EL CABALLERO.— Si yo supiese quiénes eran aquellos bandidos, no se lo contaría a usted para que se aplicase a llenar folios y más folios de papel sellado, señor Malvido.

EL ESCRIBANO.— ¿Y el castigo de los culpables?

EL CABALLERO.— Yo se lo impondría por mi mano. ¿Sabe usted lo que hizo mi séptimo abuelo el Marqués de Bradomín?

EL ESCRIBANO.— No sé… Pero aquéllos eran otros tiempos.

EL CABALLERO.— Para mí son lo mismo éstos que aquéllos. El Marqués, mi abuelo, llevaba muchos años en pleito con los frailes dominicos, y un día, decidido a ponerle remate, armó a sus criados, entró a saco en el convento, mató a siete frailes que estaban en el coro, y sus cabezas las clavó sobre la puerta de esta casa. Yo, cuando oí esta historia a mi madre, que la contaba escandalizada, decidí transigir con parecidas razones todos los pleitos de mi casa. ¡Treinta y dos pleitos que teníamos!

EL ESCRIBANO.— ¿Y en cuántas causas criminales no se vio envuelto?

EL CABALLERO.— ¡Y cómo me he reído de ellas! Desde entonces me hice siempre justicia por mi mano, sin que el amigo me volviese ni el enemigo me acobardase. Esa otra justicia con escribanos, alguaciles y cárceles, no niego que sea una invención buena para las mujeres, para los niños y para los viejos que tienen temblonas las manos, pero Don Juan Manuel Montenegro todavía no necesita de ella.

EL ESCRIBANO.— Pondremos entonces que manifiesta no haber conocido a ninguno de los que entraron en su casa, ni tener sospecha de quiénes fuesen.

EL CABALLERO.— Ponga usted que no quiero declarar y que me basto para hacerme justicia, señor escribano Malvido.

EL ESCRIBANO.— ¡Pero eso no puede escribirse, señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— Pues si eso no puede escribirse, no se escribe nada.

Con arrogante gesto impone sobre los autos su mano descarnada, donde las venas azules parecen dibujar trágicos caminos de exaltación, de violencia y de locura. EL ESCRIBANO y EL ALGUACIL se miran atemorizados.

EL ESCRIBANO.— ¡Mi persona es sagrada, señor Don Juan Manuel! Estoy en funciones y represento al juez.

EL CABALLERO.— ¡Aquí el juez soy yo!

EL ESCRIBANO.— Represento al rey.

EL CABALLERO.— ¡El rey soy yo!

EL ESCRIBANO.— ¡Señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— ¡Señor escribano Malvido!

EL ESCRIBANO.— He venido confiado en su hidalguía, sin guardias, sin testigos, sólo con el alguacil. ¡Espero que no me hará violencia!

EL ALGUACIL.— ¡Considere que se compromete y nos compromete, señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— ¿Y qué razón es esa?

EL ESCRIBANO.— ¡Usted no es un hombre, señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— ¡Yo soy león! ¡Yo soy tigre!

Erguido con fiera arrogancia, desgarra los autos y arroja por la ventana aquel tradicional tintero de asta, ejecutoria del señor escribano Malvido. La voz, soberana y tonante, se difunde por todo el caserón, y en los corredores halla un eco que la sigue moribundo. EL ESCRIBANO y EL ALGUACIL se retiran prudentes, como dos zorros viejos. DON JUAN MANUEL tiene en los ojos el resplandor de una burla que llamea como la cólera, esa burla de los tiranos, cruel, violenta y fiera. Por uno de los corredores, a las voces infanzonas, asoma el bufón con varios galgos atraillados. DOÑA MARÍA, seguida de su Capellán, sale del oratorio y aparece por el fondo del otro corredor. EL CABALLERO, erguido en mitad de la antesala, los saluda con su risa magnífica y feudal.

EL CABALLERO.— ¡Don Galán, échale los galgos a esos villanos que huyen!

DON GALÁN.— No los atraparían, que jamás persiguieron liebres tan corredoras.

EL CABALLERO.— ¡Van como alma que lleva el diablo!

DON GALÁN.— ¡Malo será que tornen con un ejército del rey! ¡Jujú!… Yo me esconderé dentro del horno, y mi amo andará huido otro tanto tiempo como cuando vino el escribano Acuña.

EL CABALLERO.— Eres un mal nacido, Don Galán.

DON GALÁN.— Al fin nacido de hembra mi amo.

Llegan DOÑA MARÍA y EL CAPELLÁN. DOÑA MARÍA sonríe con aquella sonrisa que a su boca marchita le da todavía un encanto de juventud. Camina despacio, y EL CAPELLÁN se adelanta a prevenir una silla donde descanse.

EL CABALLERO.— ¿Qué hace usted, Don Manuelito?

EL CAPELLÁN.— Para la señora…

EL CABALLERO.— Esa silla la ocupó un escribano y está condenada a la hoguera. ¡Es ley de caballería!

DON GALÁN.— Es ley para descansar en el santo suelo, si nos toman amor y dan en repetir las visitas, como antaño.

DOÑA MARÍA.— ¿Por qué ha venido el escribano?

EL CABALLERO.— Por tomarme declaración.

Una nube de tristeza vela aquel rostro altivo, de aguileño perfil y ojos cavados. DOÑA MARÍA le contempla, temblando de adivinar el pensamiento que llamea en aquellos ojos.

DOÑA MARÍA.— Tenemos que hablar, marido.

EL CABALLERO.— Sí tenemos que hablar, dueña.

DOÑA MARÍA.— Quisiera volverme hoy a mi casa.

EL CABALLERO.— No me atrevo a suplicarte que te quedes… Pero en estos momentos no sé qué necesidad siento de verte a mi lado.

DOÑA MARÍA.— ¿Qué tienes, perdición?

EL CABALLERO.— No sé.

DON MANUELITO, prudentemente, se dirige a la puerta, y la señora, con un gesto, le indica que se quede. Vuelve EL CAPELLÁN a sentarse pasándose el pañuelo de yerbas por la frente sudorosa. DON GALÁN va a echarse en el hueco de la ventana.

DON GALÁN.— Los canes no estorban, señora ama.

DOÑA MARÍA.— Estorban cuando ladran.

EL CABALLERO.— Sal, imbécil… ¡Aquí, hijo mío, no te quieren!

Con la diestra tendida le señala la puerta, y su voz está llena de afecto paternal. DOÑA MARÍA siente despertarse sus fueros de dama linajuda, y dirige al bufón una mirada a la vez compasiva y desdeñosa. DON GALÁN sale tirando de los galgos.

DON GALÁN.— ¡Anday, hermanos míos!

DOÑA MARÍA.— ¿Cómo puedes tolerar tanta insolencia en un criado?

EL CABALLERO.— ¡Don Galán es mi hombre de placer! ¡Y también una voz de mi conciencia!…

DOÑA MARÍA.— ¡Don Galán voz de tu conciencia!

EL CABALLERO.— Don Galán, con sus burlas y sus insolencias, edifica mi alma, como Don Manuelito edifica la tuya, con sus sermones.

DOÑA MARÍA.— ¡Calla y no blasfemes, perdición!

EL CABALLERO.— No blasfemo. Uno y otro nos dicen las verdades amargas. Tu capellán las rocía con agua bendita, y mi bufón con vino.

EL CAPELLÁN.— ¡Nunca pierde el humor este Don Juan Manuel!

DOÑA MARÍA.— Usted ya le conoce, Don Manuelito.

EL CABALLERO tiene una llama de ironía en los ojos. DOÑA MARÍA sonríe amablemente, mirando a EL CAPELLÁN y haciéndose cruces. DON MANUELITO mueve la cabeza con un gesto de aldeano malicioso. Es un viejo seco y tosco, membrudo de cuerpo y velludo de manos. Lleva una sotana verdeante que al andar se le enreda en las espuelas, y un sombrero castoreño. DON JUAN MANUEL le estima por dos galgos muy corredores que tiene, y el clérigo estima al linajudo porque ha visto muchas tierras y cuenta lances de batallas. DON JUAN MANUEL le interroga campanudo y burlón. Los ojos del clérigo responden ardidos y vibrantes.

EL CABALLERO.— ¿Cuándo nos echamos al campo, Don Manuelito?

EL CAPELLÁN.— ¡Cuando halle cincuenta mozos de ánimo resuelto, señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— Ya no hay hombres como nosotros, capaces de morir por una idea. Hoy los enemigos, en vez de odiarse, se dan la mano sonriendo.

EL CAPELLÁN.— ¡Acabóse nuestra raza!

EL CABALLERO.— ¡Así se hubiese acabado!… Pero es lo peor que degenera. ¡Yo engendré seis hijos que son seis ladrones cobardes!

DOÑA MARÍA.— ¡Calla! ¡Calla por favor! ¿Quién ha podido hacerte creer una infamia como esa?

EL CABALLERO.— Yo conocí a uno de ellos cuando me ataron las manos y la boca. ¡Malditos sean mil veces! ¡No heredarán mía ni una piedra!

DON JUAN MANUEL está en pie: Una noble palidez tiéndese por su mejilla, y los ojos le brillan bajo el cano y tembloroso entrecejo. Su voz soberana, corre resonante por todo el caserón. DOÑA MARÍA y EL CAPELLÁN se miran llenos de incertidumbre.

EL CAPELLÁN.— No debemos creer estas calumnias, señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.— ¡No son calumnias!

DOÑA MARÍA.— ¡Sí, lo son! Yo defiendo a mis hijos… Yo no he llevado monstruos en mis entrañas.

DON JUAN MANUEL la mira, sin que se apague la llama violenta de sus ojos, puestas las manos cruzadas sobre la frente altanera y desguarnecida, que parece cobijar todas las violencias, lo mismo las del amor que las del odio. En su boca colérica asoma una sonrisa llena de tristeza y de sarcasmo.

EL CABALLERO.— María Soledad, bien haces en cerrarle la puerta a Don Galán.

DOÑA MARÍA.— ¡Te lo dijo ese monstruo!

EL CABALLERO.— ¡Me lo dijo el corazón!

DOÑA MARÍA.— Yo necesito hablarte de nuestros hijos.

EL CABALLERO.— El día en que los arrojé de esta casa, los arrojé para siempre de mi corazón. Cuando vivían bajo mi techo yo cerraba los ojos, y aparentaba no advertir cómo se llevaban el trigo y el maíz de mis tierras. ¡Alguna vez no tuve para mantener a mis criados! Harto de tolerar aquel saqueo, les ofrecí alimentos fuera de mi casa, y la puerta que les cerré, han querido forzarla como ladrones. Si has venido enviada por ellos, vuelve a donde los dejastes y diles que los maldigo.

La angustiada señora levanta el rostro húmedo de lágrimas para protestar, para defender a sus hijos; pero siente que las palabras mueren sin salir de los labios, heladas por un soplo que mata su fe, y vuelve a llorar, los tristes ojos fijos en aquel a quien ama siempre, aquel que aún enciende en la dolorida vejez de su alma, una llama de juventud.

Escena tercera

Un atrio. En el fondo la Colegiata. Anochece. Al abrigo de la tapia se pasean DON ROSENDO, DON GONZALITO, DON MAURO y DON FARRUQUIÑO. Los cuatro son hijos de EL MAYORAZGO. DON FARRUQUIÑO lleva manteo y tricornio, clásica vestimenta que aún conservan los seminaristas en Viana del Prior.

DON GONZALITO.— ¡Tengo ansiedad por saber!…

DON MAURO.— Yo, ninguna.

DON GONZALITO.— ¿Conseguirá mi madre convencer al viejo?

DON MAURO.— No lo espero.

DON FARRUQUIÑO.— Grande es el poder de la elocuencia, hermanos míos. Doña María sacará el Cristo.

DON MAURO.— No creo en los milagros. Tengo por seguro que nos quedaremos como estamos.

DON GONZALITO.— Si eso piensas, te lo callas.

DON MAURO.— Sería preciso que alguien me pusiese la mano en la boca, y aún no ha nacido.

DON GONZALITO.— La mano no, pero el puño…

DON MAURO.— Ni la mano, ni el puño, ni el aire. Yo digo aquello que mejor me parece, y quien no guste de oírlo se camina a otra parte.

DON ROSENDO.— Tengamos paz.

DON FARRUQUIÑO.— Paz y concordia entre los príncipes cristianos.

Los cuatro hermanos dan algunos paseos en silencio. DON MAURO es alto, cenceño, apuesto. Tiene los ojos duros y el corvar de la nariz soberbio. Sus palabras son siempre breves, y hay en ellas tal ánimo imperioso, que sin hacerse amar se hace obedecer. Los cuatro hermanos se parecen.

DON GONZALITO.— El Capellán quedó en traer noticias de lo que hubiese.

DON ROSENDO.— ¿Con quién habló?

DON GONZALITO.— Conmigo. Nos citamos aquí.

DON ROSENDO.— ¿A qué hora?

DON GONZALITO.— Al anochecer.

DON ROSENDO.— Pues ya tarda.

DON MAURO.— Se habrá detenido en alguna taberna.

DON FARRUQUIÑO.— Santuario se dice, hermano.

DON GONZALITO.— Mi madre llevaba escrito el testamento, donde nos reparte sus bienes en legítimas iguales. Hay una manda de luto para los criados y otra manda para el Capellán. Sus alhajas se las lleva al convento, y con ellas pagará la estancia como señora de piso.

DON FARRUQUIÑO.— ¿Es muy grande la manda del Capellán?

DON GONZALITO.— Una misa de seis reales mientras viva. Queda encomendado a nuestra conciencia el pagársela, y mi madre nos hace sobre esto grandes recomendaciones, y hasta nos amenaza con la excomunión.

DON FARRUQUIÑO.— Los legos no pueden excomulgar.

DON GONZALITO.— Pues me quitas un gran peso de encima del alma. Con excomunión o sin ella, yo nunca he creído que debiésemos cumplir esa manda. Son debilidades de mi madre, que vive dominada por la gente de sacristía.

DON FARRUQUIÑO.— Esa manda debía dejármela a mí para cuando cantase misa. Pero con tales desengaños, casi me entran tentaciones de ahorcar la beca.

DON ROSENDO.— Me parece que cobrarías tú lo mismo que el Capellán.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Quién sabe!

DON ROSENDO.— No riñamos por eso.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Tuviera la gloria tan segura! Tengo yo un lindo reclamo para vosotros. ¿Que aflojabais los dineros? Pues en la hora de mi muerte, ya se sabe para quiénes habían de ser los cuatro terrones que dejase. ¿Que no los aflojabais? ¡Pues testamento en favor del ama!

EL CAPELLÁN entra en el atrio y los segundones van a su encuentro, todavía celebrando los donaires del menor.

DON MAURO.— Mal gesto trae. El viejo se niega.

DON GONZALITO.— ¿Buenas noticias?

EL CAPELLÁN.— Está que no hay quien le hable.

DON ROSENDO.— ¿Por qué?

EL CAPELLÁN.— Por el intento del robo…

DON ROSENDO.— ¿Nos culpa a todos?

EL CAPELLÁN.— A todos.

DON MAURO.— ¿Y mi madre no le ha dicho…?

EL CAPELLÁN.— ¿Qué podía decirle?

DON MAURO.— Que no hemos sido nosotros… Decirle quién ha sido.

EL CAPELLÁN.— ¿Cómo acusar a ninguno de sus hijos?

DON MAURO.— Para defender a los otros que están sin culpa. Yo mañana me presento en casa de mi padre y a voces proclamo la verdad.

EL CAPELLÁN.— ¿Tú la sabes?…

DON MAURO.— Yo la sé. Fue mi hermano Pedro. A mí me habló y me negué.

DON ROSENDO.— Y todos nos negamos.

EL CAPELLÁN.— Y, sin embargo, sois cómplices de ello. ¿Por ventura habéis cumplido con vuestro deber de hijos previniendo a Don Juan Manuel? ¿Qué hicisteis, sacrílegos? Maniatar al único de entre vosotros que se opuso y amenazó con decírselo.

DON MAURO.— Esas son mentiras de Cara de Plata.

EL CAPELLÁN.— Yo a nadie he nombrado. Por lo demás, tampoco os conviene olvidar lo que ayer os dijo vuestra madre: El Caín que acuse a su hermano será desheredado. Y tened en cuenta que, tal vez, aún consiga algo de lo que pretendéis.

DON ROSENDO.— ¿No se ha vuelto mi madre a Flavia?

EL CAPELLÁN.— Don Juan Manuel le rogó que se quedase, y se ha impuesto ese sacrificio. Mañana volverá a insistir.

DON ROSENDO.— Esperemos a mañana.

DON MAURO.— Mi padre se negará. Es preciso que sepa quién quiso robarle. No tenemos por qué cargar con culpas de otro.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Cierto! Las nuestras nos bastan y nos sobran.

Jinete en un caballo montaraz, de lanudo pelaje y enmarañada crin, entra en el atrio otro hijo de EL MAYORAZGO: Se llama DON MIGUEL, y, por la hermosura de su rostro, en la villa y toda su tierra le dicen CARA DE PLATA. Jugador y mujeriego, vive todavía en mayor pobreza que sus hermanos, y tan cargado de deudas, que, para huir la persecución de sus acreedores, anda siempre a caballo por las calles de Viana del Prior. Pero aun en la estrechez a que sus devociones le han llevado, acierta siempre a mostrar un ánimo caballeroso y liberal.

CARA DE PLATA.— ¿Qué noticias?

DON MAURO.— Pleito perdido.

DON GONZALITO.— Todavía no.

EL CAPELLÁN.— Mañana se decidirá.

CARA DE PLATA.— Yo le cedo mi herencia al que hoy me entregue una onza.

DON GONZALITO.— ¿Tú también desconfías?

CARA DE PLATA.— Yo, ni confío ni desconfío. Esta noche compro una cuerda y me ahorco.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Feliz tú que aún tienes para comprar la cuerda!

CARA DE PLATA.— O no compro la cuerda, y me ahorco con las riendas del caballo.

DON FARRUQUIÑO.— Tengo una empresa que proponerte.

CARA DE PLATA.— ¿Hay dinero de por medio?

DON FARRUQUIÑO.— Una onza para los dos.

CARA DE PLATA.— ¿Cuándo se cobra?

DON FARRUQUIÑO.— Ten paciencia, hermano. Ya hablaremos.

CARA DE PLATA.— ¿A qué hora te cierran el Seminario?

DON FARRUQUIÑO.— A las ocho… Pero a las nueve salgo por una ventana.

CARA DE PLATA.— Entonces, la noche que quieras nos vemos en casa de la Pichona. Si no he llegado, espérame. Por allí asoma un judío a quien le debo dinero. ¡Adiós!

Volviendo grupas hinca las espuelas al caballo y sale al galope, atropellando a un viejo con antiparras y sombrero de copa, que camina apoyado en una caña de Indias.

CARA DE PLATA.— ¡Apártese a un lado, mi querido señor Ginero! ¡Este maldito caballo tiene la boca de hierro! ¡No puedo detenerle!…

EL SEÑOR GINERO.— ¡Un rayo te parta, hijo de Faraón! ¡Como me has dejado sin dinero quieres dejarme sin vida! ¡Ni aun respetas mis canas! ¡Tramposo!

DON ROSENDO.— Cuidado con lo que se dice, señor Ginero.

EL SEÑOR GINERO.— ¿No ha visto cómo he sido atropellado?

DON FARRUQUIÑO.— ¿Quién le atropelló? El caballo. Pues maldiga del caballo, señor Ginero.

EL SEÑOR GINERO.— ¡No cobraré nunca lo que me debe!

DON MAURO.— ¿Para qué lo necesita usted, estando con los pies para la cueva?

EL SEÑOR GINERO.— ¡Aún he de enterrar a muchos que son jóvenes!

DON FARRUQUIÑO.— Yo tengo el espíritu profético, señor Ginero. Usted morirá bajo el caballo de mi hermano, como un moro bajo el caballo del Apóstol.

EL SEÑOR GINERO.— ¡Yo soy cristiano viejo, y aunque no tenga escudo soy hidalgo!… ¡He perdido mi dinero, ya lo sé! Paga mejor un pobre que un señor… ¡Ríanse, búrlense!… Todos esos fueros de soberbia son humo, y lo serán más. Se abajan los adarves y se alzan los muladares. ¡Raza de furiosos, raza de déspotas, raza de locos, ya veréis al final que os espera, Montenegros!

El viejo penetra en la iglesia entre las burlas de los segundones, a quienes EL CAPELLÁN aconseja con prudentes y tímidas palabras, que no escandalicen a las puertas de Dios. DON MAURO le responde de mal talante, y los otros, sin parar mientes, se alejan y tornan a platicar del caso que les ha reunido. SABELITA cruza el atrio rebozada en su mantilla. Es ya de noche, y los segundones no reconocen a la barragana de su padre.

Escena cuarta

Una sala en el caserón. Anochece. Dos mujeres, casi dos sombras, en el estrado. Flota en el aire el balsámico aroma de los membrillos puestos a madurar en aquel gran balcón plateresco con balaustral de piedra. Apenas se oye el murmullo de las dos voces.

LA ROJA.— ¡Cuánto tengo suspirado por volver a verla en esta casa, señora mi ama! ¡Cuántas veces tuve intentos de ir a calentar estas manos ateridas, en aquella cocina del Pazo de Lantañón!

DOÑA MARÍA.— Roja, tú no sabes qué triste es hoy el fuego de aquel hogar.

LA ROJA.— Otro tiempo fue alegre, como las lumbres del Señor San Juan. Éramos doce criados los que a diario nos reuníamos a la redonda de la lumbre, como los santos apóstoles. Y en la siega y en las vendimias éramos más de cincuenta. ¡Cuentos que allí se contaban, risas que había, cantares de la mocedad, loquear sin pena!

DOÑA MARÍA.— ¡Todo pasó! Mis manos y mi corazón se han enfriado con la ceniza de aquel tiempo.

LA ROJA.— Señora mi ama, no vuelva a la tristeza de su destierro.

DOÑA MARÍA.— El pecado tiene aquí su reino.

LA ROJA.— Quien lo encendía ya se fue.

DOÑA MARÍA.— ¡No la nombres!

LA ROJA.— ¿Le negará su perdón, señora mi ama?

DOÑA MARÍA.— ¡Por ella he sufrido los mayores dolores de mi vida! ¡Ha olvidado que la había recogido en mi casa y criado como a una hija!

LA ROJA.— La cuitada también llora el sonrojo y el engaño que hizo a su madrina. ¡A solas con esta vieja bien se tiene dolido! Fueron muchas las asechanzas y muchos los revuelos del gavilán, para prender en sus garras la paloma. ¡Y la prendió, como prendió a tantas!

DOÑA MARÍA.— ¡A tantas! Esperaba, triste esperanza, que le recobraría con los años, y que cuando los dos fuésemos viejos, seríamos felices… Y nunca tuvo como ahora, esa fuerza para cegar a las mujeres, para hacerse dueño de las almas.

Una sombra llega sin ruido hasta la puerta, y arrodillada en el umbral escucha las palabras de la resignada señora. Tiene el pañuelo sobre los ojos. Es la barragana de EL CABALLERO.

SABELITA.— ¡Madrina!… ¡Pobre madrina mía, cuánto ha debido sufrir en tantos años! Madrina, escúcheme usted.

SABELITA se arrastra de rodillas. Su voz tiene esa expresión cálida y dramática con que las almas acosadas de remordimientos confiesan sus pecados. DOÑA MARÍA ha quedado mirándola muy fija y muy pálida.

DOÑA MARÍA.— ¿Qué deseas?

SABELITA.— Vengo de muy lejos. Había salido de esta casa para no volver, y al verme sola, perdida en un camino, he llorado como no había llorado nunca. Tuve miedo de la muerte. Vengo cansada de los caminos para arrodillarme ante usted y suplicarle que me perdone. ¡Madrina, madrina mía, déme sus manos a besar!

DOÑA MARÍA.— Me pides las manos y te había dado mi corazón. Te lloré como se llora a una hija muerta. No sentía celos, sino pena, una pena muy grande de que tú me engañases. ¿No era yo tu madre?

SABELITA.— ¡Madre mía! ¡Madre mía!

DOÑA MARÍA.— Lo fui, ya no lo soy.

SABELITA.— ¡Sí, mi madre, mi madre!

DOÑA MARÍA.— Levántate.

SABELITA.— No me niegue besar sus manos.

DOÑA María.— ¡Levántate del suelo, Sabelita!

SABELITA.— ¡Debo hablarla así arrodillada, madrina!

DOÑA MARÍA.— Así no quiero escucharte.

Le tiende las manos de una albura lunar en la penumbra, manos ungidas con ese encanto de las flores marchitas. SABELITA las besa sollozando.

SABELITA.— ¡Usted no puede perdonarme, madrina!

DOÑA MARÍA.— Sí, yo te perdono.

SABELITA.— ¡Cuánto la ofendí!… Madrina, quise romper para siempre con el pecado y salir de esta casa…

DOÑA MARÍA.— Has hecho bien, porque así salvarás tu alma. Pero yo nada te exijo, hija mía. Sé que cuando te vayas vendrá otra mujer, que acaso no sea como tú… Yo soy vieja y no podré ya nunca recobrarle. ¡No pude cuando era joven y hermosa! ¡Y tú eres buena, y tú le quieres!…

SABELITA.— Si pudiese haber disculpa para mí, sería esa.

DOÑA MARÍA.— ¡Cuántos corazones le deben su desgracia!

SABELITA.— Mi vida no es vida. Ansiaba romper este lazo de pecado y no podía… ¡Cada pena lo apretaba más! Me faltaba valor para dejarle en momentos tan crueles…

DOÑA MARÍA.— ¡Tú sabes quiénes eran los que quisieron robarle!

SABELITA.— ¡Sí!

DOÑA MARÍA.— ¡Es horrible!

SABELITA.— ¡Horrible!

DOÑA MARÍA.— Vine aquí, creyendo que él nada sabía, para pedirle que me dejase retirar a un convento, y repartir entre mis hijos lo que hayan de heredar a la hora de mi muerte. Pero ni aun me atreví a decírselo. Me dio miedo mirar en su corazón. ¡Los maldice deseando verlos en la miseria!

Las dos sombras suspiran, y hay un silencio largo. DOÑA MARÍA esconde el rostro entre las manos y solloza con sollozos ahogados. En la sala la oscuridad es profunda. La otra sombra toca con una caricia tímida aquella cabeza de plata, que unge el claro de la luna.

SABELITA.— Madrina, ya me voy. Madrina mía, no consienta que otra mujer le robe su sitio. Es usted, sólo usted, quien tiene derecho para vivir en esta casa. Yo me voy porque quiero que usted sea feliz, madrina. El padrino, allá en el fondo de su alma, sólo la quiere a usted. ¡Por Dios se lo pido, no deje su sitio a otra mujer, permanezca siempre a su lado para consolarle!

DOÑA MARÍA.— ¿Y tú, adónde irás?

SABELITA.— No sé… No sé…

DOÑA MARÍA.— ¿Qué va a ser de ti sola, sin amparo de nadie?

SABELITA.— Usted me perdona y mi alma se ve libre de remordimiento. Adiós, madrina.

DOÑA MARÍA.— ¿Te vas?

SABELITA.— Sí.

DOÑA MARÍA.— ¡De noche! ¡Sola!

SABELITA.— Sí.

DOÑA MARÍA.— No, no es posible.

SABELITA.— Si me detuviese, acaso me faltaría valor.

DOÑA MARÍA.— Es verdad.

SABELITA.— Madrina, no consienta que otra mujer le robe su puesto.

DOÑA María.— ¡Qué importa, si me roba su corazón! Abrázame, Isabel.

SABELITA.— ¡Adiós, madrina!

DOÑA MARÍA.— ¡Adiós, hija mía!

Las dos sombras se abrazan y permanecen así mucho tiempo. Se oyen sus sollozos. Después se aleja el fantasma de una mujer, y de las tinieblas de la sala se destaca con un clueco son de madreñas, la figura de la vieja criada.

LA ROJA.— ¿Llora, señora mi ama?

DOÑA MARÍA.— ¡Adónde irá esa niña, de noche, sola!…

LA ROJA.— Dios Nuestro Señor no la dejará en abandono.

DOÑA MARÍA.— ¡Perdida por los caminos adónde irá!

LA ROJA.— Donde la guíe su Ángel. ¡Ay! Tuviera yo menos años y no iría sola por el mundo, la pobre cordera.

DOÑA MARÍA.— ¡Llámala!

LA ROJA.— Aquí condena su alma.

DOÑA MARÍA.— Llámala. Del mal que le suceda yo tendré la culpa… Al verse sola, sin amparo en la vida, acaso caerá más bajo.

LA ROJA.— Aunque la llamase no tornaría.

DOÑA MARÍA.— ¡Isabel! ¡Isabel!

LA ROJA.— Ya no puede oírnos. Recemos por ella, señora mi ama.

Escena quinta

Una calle. Es de noche. SABELITA camina pegada al muro de las casas arrebujada en su manto, y llora con débil gemido, como niña abandonada. Las calles están desiertas, y los zaguanes de las casas, lóbregos. SABELITA percibe a veces un confuso vocerío, que sale del interior de las tabernas llenas de marineros, y miedosa, apresura el paso para cruzar ante las puertas, de donde surge una banda de luz que tiembla sobre la calle enlosada. Tal vez una sombra se tambalea en la esquina barbollando confusos discursos. SABELITA pasa recatada en su mantelo.

LA VOZ DEL BORRACHO.— Aquí me tienes, parienta… Sopla Nordeste fresco, parienta… Envaina las uñas, que el hombre de bien tiene que achicar un cuartillo con los amigos… ¡Cuidado, que ya tengo un rumbo dentro! Si usted no es mi parienta, señora. Espere usted, que me estoy pisando la faja. ¿No quiere usted esperar?… Navegaremos en conserva…

La sombra avanza, tambaleándose, por medio de la calle. SABELITA apresura el paso y, poco a poco, deja de oír la voz incoherente y torpe. Atraviesa una plaza donde hay un convento. Empieza a llover. Se cruza con dos señoras precedidas por un criado que lleva un gran farol. El viento les estremece las faldas y se las ciñe a las canillas, mostrando el blanco oleaje de las enaguas. Las cabezas desaparecen en la sombra del paraguas que las cobija. El criado mira con curiosidad a la arrebujada que cruza la plaza. SABELITA, luego de haber pasado, percibe el curioso musitar.

UNA SEÑORA.— ¿Quién era?

EL CRIADO.— Parecióme la mal casada.

LA OTRA SEÑORA.— ¿La sobrina del difunto Arcipreste de Lantañón?

EL CRIADO.— No digo que lo fuese…

SABELITA se aleja casi corriendo. Adivina que las dos señoras se han detenido en medio de la plaza y que la atisban con ojos malignos, bajo el aguacero que redobla en el paraguas. Tiene miedo de aquellos ojos como de un maleficio, y corre falta de aliento. Un reloj de torre da las diez, y dos clérigos salen de un ancho zaguán apenas alumbrado por un farol de retorcidos hierros. Son EL DEÁN y EL CHANTRE de la Colegiata.

EL CHANTRE.— ¡Está lloviendo, Don Lino!

EL DEÁN.— Mi pierna me lo decía.

EL CHANTRE.— Y me parece que tenemos agua para toda la semana.

EL DEÁN.— Hasta la luna nueva no hay que esperar otro tiempo.

Se embozan en los manteos y echan presurosos calle abajo. SABELITA, oculta en el quicio de una puerta, los ve pasar a su lado y suspira al reconocerlos: Son los viejos, los tradicionales amigos que en otro tiempo hacían tertulia y tomaban el chocolate en la casona. Después sale un caballero precedido de un paje, que alumbra con una linterna de grandes vidrios. SABELITA reconoce en aquella figura hidalga y luenga al famoso Marqués de Bradomín. Tiembla de ser vista, y se cubre el rostro con el manto. El caballero y el paje se han desvanecido en la noche y todavía se oye el hueco son de sus pasos por la calle enlosada. Pasa tiempo. No cesa de llover. El reloj de torre da otra hora. SABELITA cruza nuevas calles muerta de miedo y de cansancio. En la puerta de un garito, dos bultos se detienen a verla, y aun cuando la oscuridad los recata, ella los reconoce por el caballo que uno de ellos tiene de las riendas.

CARA DE PLATA.— ¿Quién será a esta hora?

DON FARRUQUIÑO.— No sé… Y parece joven y guapa.

CARA DE PLATA.— ¿Tú la has visto bien?

DON FARRUQUIÑO.— Sólo un momento.

CARA DE PLATA apresura el paso para alcanzar a la desconocida. El caballo trota a su espalda, y el golpe de las herraduras tiene una sonoridad fanfarrona y sacrílega en la calle desierta. SABELITA, viéndose perseguida, se detiene y espera.

CARA DE PLATA.— ¡Eres tú! ¿Adónde vas, Isabel? ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué lloras?

SABELITA.— ¿Y tú por qué me persigues? ¿Quién es aquel hombre que se acerca? ¿Alguno de tus hermanos? ¡Dejadme! ¡Dejadme!

CARA DE PLATA.— No temas, Isabel.

SABELITA.— De ti no, pero de ellos…

CARA DE PLATA.— De nadie, porque yo te defiendo. A pesar de tantas cosas, no he olvidado aquel tiempo… Y no te culpo porque conozco al Diablo. ¿Qué desgracia te sucede? ¿Dime a mí, por qué lloras, Isabel?

SABELITA.— He dejado la casa de tu padre… La he dejado para siempre… He querido devolveros lo que os había robado… No me hagáis daño. Soy una pobre mujer abandonada. Yo nunca conspiré contra vosotros. No me hagáis daño. ¡Dejadme! ¡Dejadme!

SABELITA huye, y el segundón queda en mitad de la calle, sorprendido y dudoso. Ya se resuelve a ir de nuevo en seguimiento de la barragana, cuando siente en el hombro la mano de FARRUQUIÑO.

DON FARRUQUIÑO.— ¿Te has vuelto de piedra? ¿Quién era?

CARA DE PLATA.— No la he conocido.

DON FARRUQUIÑO.— ¿Verdad que tenía un vago parecido con Sabelita? ¡Si fuera ella, qué ocasión para ponerle los huesos en un haz!

CARA DE PLATA.— ¡Y qué hazaña de villanos!

DON FARRUQUIÑO.— Mejor que tu empeño de hacer el caballero andante.

Los dos segundones vuelven sobre sus pasos, y en la puerta del garito se detienen para seguir renegando de su suerte y de la baraja fullera de un tahúr.

Escena sexta

SABELITA huye por las calles desiertas, y a cada momento cree sentir pasos recatados y traidores que la siguen en la oscuridad. Piensa en morir, y al mismo tiempo teme los riesgos de la noche. Hállase a la entrada del viejo puente romano, y la luna ilumina aquella cruz de piedra que la devoción de un hidalgo había hecho levantar sobre el brocal del puente. Un perro ladra, y dos aldeanos vestidos de estameña, con montera y calzón corto, la detienen y se descubren respetuosos para hablarla. El uno es viejo, con guedejas blancas, y el otro, que parece su nieto, es un rapaz espigado.

EL ABUELO.— Arriéndese, mi señora.

SABELITA.— ¡No me hagan daño, por amor de Dios! Nada tengo que pueda valerles.

EL RAPAZ.— No somos ladrones, señora.

EL ABUELO.— Ni hacemos mal a nadie, y muy bien hemos de respetarla. Juan da Vila me llamo, para servirla, y este rapaz es mi nieto. Somos de la otra banda del río, cuatro leguas desviado de San Clemente de Brandeso.

El viejo se interrumpe para contar las horas que da un reloj. Doce campanadas que abren doce círculos en la noche.

EL RAPAZ.— Ya es la media noche.

EL ABUELO.— Perdone, mi señora, mas habrá de servirnos de madrina en un bautizo. Tengo una hija que no logra familia por mal de ojo que le hicieron siendo moza, y nos han dicho que solamente se rompía el embrujo viniendo a una puente donde hubiere una cruz, y bautizando con el agua del río después de las doce de la noche. Tres días llevamos acudiendo a este paraje, y el primero no pasó nadie que pudiera apadrinar, y el segundo deshizo la virtud un can que venía escapado de la aldea, y que cruzó la puente aun cuando acudimos a estorbarlo del otro cabo mi yerno, y de aqueste, el rapaz conmigo. Pues sabrá mi señora que para ser roto el embrujo no ha de cruzar la puente, hasta hecho el bautizo, ni can, ni gato, ni persona humana.

EL RAPAZ.— ¡Mi alma! Era una bruja aquel can, y con tal burlería quiso ver si nos cansábamos y tornábamos a nuestra aldea.

EL ABUELO.— Mas contra burlerías hay burlerías, y si las brujas tienen mucho saber, hay quien tiene más, y una saludadora nos dijo que para arredrar al trasgo, y lo mismo a las brujas, en cada cabo de la puente pusiésemos un ochavo moruno de los que tienen el círculo del Rey Salomón.

EL RAPAZ.— Y mire la señora, cómo todo salió al deseo del ánimo, mediante Dios.

Con esta plática cruzan la mitad del puente hasta llegar al paraje donde está la cruz. Dos mujeres que tocadas con sus mantelos descansan al pie, se levantan y murmuran una rancia salutación. Aquellas dos mujeres son suegra y nuera. La vieja aún conserva los ojos vivaces en un rostro lleno de arrugas, y la otra es una sombra pálida, consumida por la preñez. El marido llega por el otro lado del puente. De su muñeca cuelga el palo endurecido al fuego y herrado como una clava. Saluda con la misma salmodia.

EL MARIDO.— ¡Santas y buenas noches!

SABELITA.— ¡No me hagan daño!

LA SUEGRA.— Como una reina será tratada mi señora. Basta el gran favor que nos hace.

LA PREÑADA.— ¡Así halle la recompensa en la tierra y en el Cielo!

SABELITA.— ¿Y el niño que quieren bautizar, dónde está?

LA SUEGRA.— El niño no es nacido, mi señora. ¿Inda no le dijeron la caridad que esperamos de su buen corazón? ¡Pobre paloma, así viene temblando! ¿Cuidaba que queríamos hacerle mal?

EL MARIDO.— ¡Sacarle los untos para venderlos!

SABELITA.— Me dijeron que iba a ser madrina…

EL ABUELO.— ¡Cabal! Mas el bautizo se hace en la entraña de la madre para que el hijo nazca en su tiempo y se logre.

LA PREÑADA.— Una mala mujer diome un hechizo en una manzana reineta, y no logro familia. ¡Ay, Jesús!

EL MARIDO.— ¡Condenada ladra!

LA SUEGRA.— Ya le ofrecíamos una carga de trigo por que rompiere el embrujo y no quiso.

EL MARIDO.— ¡Condenada ladra! Por no andar en cuentos con la justicia, no la hube tullido a palos.

LA PREÑADA.— Ya la castigará Dios Nuestro Señor.

LA SUEGRA.— ¡Amén!

El rapaz, que ha bajado en una carrera a la orilla del río, torna trayendo el agua del bautismo en un cuenco. La vieja se lo toma de las manos y arrodillándose, lo presenta a SABELITA.

LA SUEGRA.— Bendiga el agua para que sea santa, mi señora. ¿Qué nombre quiere ponerle al que está por nacer?

SABELITA.— El nombre que diga su madre.

LA PREÑADA.— El que sea gustosa la madrina.

LA SUEGRA.— Póngale su nombre, mi señora.

SABELITA.— Le traería desgracia.

LA PREÑADA.— Pues, para ser mi gusto, póngasele, si es niña, el nombre de otra que me murió de tres días y que es el nombre de la Madre de Dios.

LA SUEGRA.— Y si es un infante, que se llame como mi difunto. ¡Ay, si el cuitado alzare la cabeza no tendría poco júbilo de verse con un nieto!

LA PREÑADA, de rodillas al pie del crucero, con los ojos febriles fulgurando bajo el capuz del manteo, se alza la basquiña y descubre el vientre hidrópico y lívido, con una fe cándida que hace sagrado el impudor. El rapaz alumbra con una antorcha de paja centena, y el abuelo dicta en voz baja la fórmula del rito. SABELITA traza una cruz con el agua del río sobre aquel vientre fecundo que porta una maldición, y el feto se mueve en las entrañas de la madre, y el misterio de la vida parece surgir del misterio de la noche, bajo la roja llamarada de la antorcha sostenida por un niño, como en el símbolo pagano del amor. SABELITA repite en alta voz las palabras que el abuelo dicta en voz baja: La fórmula sagrada que rompe el hechizo.

SABELITA.— Yo te bautizo con agua santa del Jordán, como al Señor Jesucristo bautizó el Señor San Juan. Yo te bautizo y te pongo el nombre bendito que porta la santidad y la sanidad consigo. Si niña hubieres de nacer, el nombre de la Virgen Santísima habrás de tener, y si de varón hubieres la condición, tendrás el nombre de San Amaro glorioso, que se sienta a la mesa de Dios Nuestro Señor Todo Poderoso. Amén Jesús.

EL RAPAZ.— Levanta la pata y apaga luz.

Enredador y travieso arroja la antorcha al río por encima del puente, al mismo tiempo que LA PREÑADA, acometida de súbito rubor, deja caer la basquiña y cierra los ojos, temblorosa y transfigurada, como en éxtasis. Sus labios tiemblan con murmullo ardiente.

LA PREÑADA.— El hijo me bate en las entrañas con el talón del pie. ¡Me bate en las entrañas!

SABELITA.— Ya no volveremos a vernos. ¡Adiós, buenas gentes! ¡Adiós!

La SUEGRA.— ¿Adónde va tan sola, mi señora? Tres hombres hay aquí para acompañarla.

SABELITA.— No quiero que nadie me acompañe. Voy muy lejos.

EL MARIDO.— A la fin del mundo que fuere.

LA PREÑADA.— Deje que la acompañen, señora mi comadre. De verla partirse sola quedaríame en grande cuidado.

LA SUEGRA.— Son muy temerosos los caminos y puede ocurrirle alguna desgracia.

SABELITA.— No me detengan… No me sigan… ¡Me arrodillaré para pedírselo!

EL ABUELO.— ¡Nunca tal permita Dios!

LA PREÑADA.— Déjeme que la abrace, señora mi comadre.

SABELITA se acerca a LA PREÑADA, que le ciñe los brazos al cuello, y la besa con gratitud respetuosa, en el rostro pálido y frío donde el dolor ha dejado la inmovilidad de una máscara trágica. El alma mística de la aldeana tiene como un oscuro presentimiento de las agonías y las congojas con que lucha aquel corazón que late sobre el suyo, como un pájaro asustado en la mano de un niño.

LA PREÑADA.— Nuestro Señor la acompañe y la guíe por los caminos del mundo.

SABELITA.— ¡Gracias, buena mujer!

LA PREÑADA.— Y que un día tornen a verla mis ojos libre de pesares.

SABELITA, ahogada por los sollozos, huye sin responder, corre con ansias de locura por verse sola en medio del campo en la soledad de la noche, bajo las estrellas lejanas y milagrosas que se encienden y se apagan como los pensamientos en la oscuridad de su pena monótona, fatigosa, constante.

LA PREÑADA.— ¡Seguidla! ¡Seguidla!

EL MARIDO.— Tras ella iremos, mas no te sobresaltes.

EL ABUELO.— Iré yo con el rapaz, que el hombre casado ha de darle compaña a su mujer.

El viejo y el rapaz se parten en seguimiento de aquella sombra que corre por la orilla del río. Los otros, graves y en silencio, se tornan a la posada, y de allí, cuando amanece, a su aldea. Un asno aparejado con jamugas lleva a LA PREÑADA: El marido y la abuela caminan a los flancos. Al verlos por la vereda aldeana, brota, como el agua de una fuente clara, el recuerdo cándido, ingenuo y piadoso de la Huida a Egipto.

Jornada cuarta

Escena primera

Una antesala en la cruz de dos corredores. Sobre el muro se desenvuelve, en estampas que ostentan larga leyenda al pie, la historia amorosa de la Señorita de La Valiera. En el fondo hay una ventana, desde donde EL CABALLERO se divierte tirando a los vencejos que vuelan en la tarde azul sobre el oscuro jardín de mirtos. DON JUAN MANUEL aún lleva una venda sobre el entrecejo. La fiebre le enciende los ojos y le ahonda las mejillas. Su mal, es la tristeza de recordar la figura amorosa y gentil que otras veces había encantado, como triunfo de rosas que florecen en viejo tronco, el soberbio declinar de su vida apasionada y violenta. DON GALÁN asoma por uno de los corredores.

EL CABALLERO.— ¿Has averiguado algo? Te dije que no te mostrases ante mis ojos, en tanto que no supieses si era viva o muerta. ¿Qué nueva me traes?

DON GALÁN.— Olfateo, mi amo. Ando como un can perdiguero de acá para acullá.

EL CABALLERO.— ¡No ha pensado que me dejaba solo, sumido en la tristeza, cuando voy para viejo! No, no me hubiera abandonado si yo tuviese diez años menos. Entonces sería mi esclava sin que le cansase estar ante mí de rodillas… ¡Otras han estado! Esta pena que siento ahora y que jamás he sentido, es la tristeza de la vejez, es el frío que comienza. Llegó el momento en que cada día, en que cada hora, es un golpe de azada en la sepultura. ¡Ah, como tuviese yo diez años menos!

EL CABALLERO se interrumpe y dispara sobre una bandada de vencejos. Ladran los perros en la lejanía. Por uno de los corredores llegan EL MOLINERO y su mujer.

EL MOLINERO.— Allí tienes al amo, Liberata.

LIBERATA.— Venturosos los ojos que tornan a verle con salud.

EL MOLINERO.— ¿Da su licencia?

EL CABALLERO.— Adelante. ¿Llegáis ahora?

LIBERATA.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— Liberata, me han dicho que no andas buena, y te hallo pálida.

EL MOLINERO.— Pero no es el mal de antaño lo que la tiene con esa color de cera.

LIBERATA.— Antier pasé un susto muy grande. ¡Creí que era llegada mi hora!

EL MOLINERO.— Por eso hemos venido los dos, para decirle que nos perdone…

LIBERATA.— No podemos seguir con el molino, mi amo. Don Pedrito nos tiene amenazados con picarnos el cuello.

EL CABALLERO.— ¿Y quién es Don Pedrito?

LIBERATA.— Habla tú, pariente.

EL MOLINERO.— Habla tú que mejor lo sabes, Liberata.

LIBERATA.— Dice que habemos de pagarle una renta o dejar el molino.

EL CABALLERO.— Y vosotros habréis temblado como liebres.

LIBERATA.— Nosotros, mi amo, queremos vivir en paz.

EL MOLINERO.— Tal, que le traemos la llave. Entrégasela al amo, Liberata.

EL CABALLERO.— Guardad la llave, y no me tentéis la paciencia.

LIBERATA.— Por todos los santos del cielo no me haga volver al molino. Don Pedrito quiso matarme, azuzóme los perros, y tengo mi cuerpo atarazado.

EL MOLINERO.— Dígole que da dolor verla. Muéstrale al amo cómo tienes las piernas, Liberata.

EL CABALLERO.— No sabe ese ladrón que no es tu carne para los perros.

LIBERATA.— Las señales de los dientes las tengo hasta en los pechos.

EL MOLINERO.— Muéstraselas, Liberata.

EL CABALLERO.— Pedro Rey, no quiero que ese bandido salga con su empeño. ¿Os conviene el molino con las tierras de Lantañón?

EL MOLINERO.— Hay que servir al amo, Liberata. Puesto que su gusto es que sigamos en el molino, habemos de seguir.

LIBERATA.— No lo temo yo por mí, sino por lo que llevo en mis entrañas.

EL CABALLERO.— ¿Os conviene?

EL MOLINERO.— Nos conviene lo que mi amo ordenare. Ya sabemos que no habrá de ser tirano para la renta.

EL CABALLERO.— Renta ninguna.

LIBERATA.— Aun así el corazón me anuncia una desgracia.

EL CABALLERO.— ¡Basta de lamentos! Pedro Rey, vuélvete al molino, y si ese faccioso asoma la cabeza por encima de la cerca, suéltale un tiro. Yo te doy mi palabra de que te sacaré de la cárcel. Y como para tales empresas las mujeres más estorban que ayudan, se quedará en mi casa Liberata. Aguarda: Quiero que le mates con mi escopeta y que sea cargada por mi mano.

Los molineros se miran a hurto, a la vez con gozo y temor. DON JUAN MANUEL vierte la pólvora en su palma trémula de cólera y después de repartirla en los dos cañones arranca con brío la baqueta. La brisa perfumada del jardín, entra por la ventana y mueve la ola de su barba y sus cabellos blancos de Rey Mago.

Escena segunda

La alcoba de DOÑA MARÍA. Es la prima noche. Una cama antigua, de nogal tallado y lustroso, se destaca en el fondo, entre cortinajes de damasco carmesí, que parece tener algo de litúrgico, tanto recuerda los viejos pendones parroquiales. Un Niño Jesús con túnica blanca bordada de plata parece volar sobre la consola, entre los floreros cargados de azucenas. En las losas de la plaza resuenan las herraduras de un caballo que se detiene piafando debajo del balcón. Han pulsado blandamente en los cristales. La señora se estremece y escucha: Sobre los labios marchitos zozobra el rezo. Están llamando otra vez y se oye el susurro de una voz. DOÑA MARÍA abre el balcón. De pie, sobre el rocín, con ambas manos en los hierros, aparece CARA DE PLATA.

CARA DE PLATA.— ¡Buenas noches, Doña María!

DOÑA MARÍA.— No escandalices, hijo.

CARA DE PLATA.— ¿Estaba usted dormida?

DOÑA MARÍA.— Estaba rezando. ¿Quién viene contigo?

CARA DE PLATA.— Vengo solo.

DOÑA MARÍA.— ¿Y tus hermanos?

CARA DE PLATA.— No los he visto.

DOÑA MARÍA.— De ti no temo nada. Has sido siempre un caballero, y confío que seguirás siéndolo. Pero no estés así sobre el caballo, que puedes matarte.

CARA DE PLATA.— ¡Qué más da un día que otro!

DOÑA MARÍA.— No digas locuras.

CARA DE PLATA.— Madre, vengo a despedirme de usted. Me voy con los carlistas.

DOÑA MARÍA.— ¡Válate Dios! ¿Tú necesitas dinero?

CARA DE PLATA.— Le digo a usted la verdad. Xavier Bradomín me ha convencido de que los hombres como yo, sólo tenemos ese camino en la vida. El día en que no podamos alzar partidas por un rey, tendremos que alzarlas por nosotros y robar en los montes. Ese será el final de mis hermanos.

DOÑA MARÍA.— ¡Calla! No puedo oírte. No me agoníes. ¿Qué necesitas? ¿Qué quieres? ¡Si es preciso venderé hasta la última hilacha, pero no me digas que voy a dejar de verte para siempre!

CARA DE PLATA.— ¿Y quién asegura que no volveré? Yo también tengo siete vidas, como los gatos monteses y como mi señor padre.

DOÑA MARÍA.— Pero mis ojos no te verán.

DOÑA MARÍA tiende las manos hacia su hijo y le besa en la frente. CARA DE PLATA se descubre con respeto. A lo lejos, detrás de los cipreses, brilla el mar que parece ofrecer su manto de luces y de aventura, al mancebo segundón que se apresta a correr el mundo.

DOÑA MARÍA.— ¡Hágase la voluntad de Dios!

CARA DE PLATA.— Amén, señora madre.

DOÑA MARÍA.— ¿Cuándo te irás?

CARA DE PLATA.— Mañana mismo.

DOÑA MARÍA.— ¿Sin besarle la mano a tu padre?

CARA DE PLATA.— Temo que me reciba a tiros Don Juan Manuel.

DOÑA MARÍA.— Hijo mío, sé humilde, y solicita su bendición. Yo intercederé.

CARA DE PLATA.— ¡Señora, temblaba de decirlo, pero aun ayer pudo usted defendernos y no quiso o no supo!

DOÑA MARÍA.— ¡Y sabes las torturas de mi corazón!

CARA DE PLATA.— ¿Acaso no veo cómo el cariño lo hace cruel? Mi padre acusa a todos sus hijos y mi madre no sabe decirle que fue uno solo, quien entró en esta casa con la gavilla de Juan Quinto.

DOÑA MARÍA.— No ha sido ninguno.

CARA DE PLATA.— Ha sido Pedro.

DOÑA MARÍA.— ¿Y serás capaz de acusarle?

CARA DE PLATA.— Por eso creo mejor no recibir la bendición de mi amantísimo padre.

DOÑA MARÍA.— Hijo del alma, ten la de tu madre.

DOÑA MARÍA se inclina sobre el balcón. La mano, de albura lunar, traza una cruz en la noche y se posa en la arrogante y varonil cabeza del mancebo. CARA DE PLATA la besa con respeto, y se deja caer sobre la silla del rocín. DOÑA MARÍA solloza viéndole partir, y permanece en el balcón hasta que desaparece. Con una congoja, vuelve a entrar en la alcoba, se arrodilla y reza. EL NIÑO JESÚS, con túnica de lentejuelas y abalorios, sonríe bajo su fanal y tiende las manos cándidas, hacia la pobre madre que se queda sin hijo.

Escena tercera

Van EL NIÑO JESÚS y DOÑA MARÍA, perdidos por el monte, y se sientan a descansar en la orilla de un camino. El arco iris cubre el cielo y doce campanas negras doblan a muerto en la lejanía: Las doce campanas cuelgan, como doce ahorcados, de las ramas de un árbol gigante.

DOÑA MARÍA.— ¿Divino Niño, no me dirás por quién doblan esas campanas?

EL NIÑO JESÚS.— Doblan por Sabelita. ¿No la has visto caminando por la otra ribera del río, y que un demonio negro le tiraba de la falda arrastrándola hacia las aguas?

DOÑA MARÍA.— ¡Sálvala de morir en pecado, mi Niño Jesús!

El NIÑO JESÚS.— Si tal sucede, tú habrás regalado esa alma a Satanás.

DOÑA MARÍA.— ¡Vamos en su ayuda, mi Niño Jesús!

EL NIÑO JESÚS.— No sabemos el camino y nos perderíamos en los breñales del monte, Doña María.

DOÑA MARÍA.— Iremos a la aventura, mi Niño Jesús. Yo te llevaré en mis brazos, Divino Infante.

EL NIÑO JESÚS.— Tú eres muy vieja y te cansarías. Dame la mano. Nos guiaremos por aquella paloma blanca.

DOÑA MARÍA.— Divino Infante, deja que mis brazos se santifiquen llevándote en ellos.

EL NIÑO JESÚS.— ¡Si apenas puedes caminar, Doña María!

Se alejan por el sendero, hacia el árbol de cuyo ramaje cuelgan las doce campanas, y al acercarse las hallan convertidas en doce cuervos que vuelan graznando sobre sus cabezas. DOÑA MARÍA se estremece.

DOÑA MARÍA.— ¡El vuelo de los cuervos cubre mi corazón! Niño Jesús, deja que me arrodille y que rece por mi ahijada.

EL NIÑO JESÚS.— Reza por ella y por ti, que cuando la viste arrepentida no te condolió su desamparo. Si muere en pecado mortal, tú irás también al Infierno.

DOÑA MARÍA.— Niño Jesús, no acongojes mi alma.

EL NIÑO JESÚS.— Aprende a oír la voz de la verdad, Doña María. Llora, pero no oscurezcas con tu llanto mis palabras. Don Juan Manuel oye las burlas crueles que le dice un criado, y tú no quieres oír al Niño Jesús.

DOÑA MARÍA.— ¡Perdóname, Divino Infante!

EL NIÑO JESÚS.— ¿Ignorabas que aquella desgraciada iba a verse sola, sin amparo de nadie? ¿Por qué no la guardaste a tu lado, para llevarla al convento contigo? No has querido ampararla, porque eres muy mala, Doña María. En el cielo están enojados contigo, pues dejaste que la mujer arrepentida volviese a caer en el pecado. Eres muy mala, y por serlo tanto sufres el castigo de que el mejor de tus hijos se vaya a la guerra, donde hallará la muerte.

DOÑA MARÍA llora desconsolada. EL NIÑO JESÚS se aleja por la orilla del sendero, cogiendo margaritas silvestres, y la señora cuando después de un momento levanta hacia él los ojos llenos de lágrimas, le llama con maternal y piadosa alarma.

DOÑA MARÍA.— Niño Jesús, que el camino está lleno de trampas que ponen los pastores para los lobos.

EL NIÑO JESÚS.— ¡Qué miedosa eres, Doña María!

Aún viven en el eco estas palabras, cuando en lo profundo de una cueva, desaparece EL NIÑO JESÚS. DOÑA MARÍA lanza un grito, y cierra los ojos donde queda luciente el aleteo afanoso que agitó las manos de EL NIÑO. Entonces, de la sombra de los breñales sale una doncella que hila un copo de plata, en una rueca de cristal, y acercándose al borde de la cueva, deja caer el huso que se columpia como una escala de luz por donde sube EL NIÑO. Ante aquel milagro la señora se arrodilla y reza reconociendo en la doncella que hilaba bajo la sombra de los breñales, a la Virgen Santísima. Un rayo de luna la deslumbra como la estela del prodigio, y sus ojos, llenos de santas visiones, vuelven a contemplar entre los floreros de azucenas, la túnica blanca de EL NIÑO JESÚS.

Escena cuarta

DON JUAN MANUEL MONTENEGRO, tras de cenar y beber con largura, oyendo las burlas del criado, se levanta de la mesa tambaleándose y cae en su lecho. DON GALÁN comienza a quitarle las botas.

EL CABALLERO.— ¿Qué hora es, Don Galán?

DON GALÁN.— Hora de dormir, mi amo.

EL CABALLERO.— Llama a Liberata.

DON GALÁN.— Le silbaré.

EL CABALLERO.— Quiero que me caliente la cama.

DON GALÁN.— ¡Jujú!

DON GALÁN acaba de acostar a su amo y sale. EL CABALLERO se ha dormido cuando el bufón y la manceba entran en la alcoba con misterio de clásica trapisonda.

DON GALÁN.— ¡Si no eres celosa, has hecho tu suerte, Liberata la Blanca!… ¡Que no fuese tu marido Don Galán! ¡Jujú!

LIBERATA.— ¡Calla, burlista, no despiertes al señor mi rey!

DON GALÁN.— Ya eres el ama, Liberata.

LIBERATA.— ¡Qué tengo de ser el ama!

DON GALÁN.— El ama. ¿Pues no sabes que dejó la casa Doña Sabelita?

LIBERATA.— ¡La casa! ¡Qué tiene de dejar la casa!

DON GALÁN.— ¡Así muerto me entierren si te cuento mentira!

LIBERATA.— ¡A los Infiernos vayas con tus andrómenas!

DON GALÁN.— ¡Jujú! Bien puedes mercarme unos calzones.

LIBERATA.— ¿Pero cuidas que no magino a lo que llamas tú la casa?

DON GALÁN.— Pues es malicia que a mí no se me alcanza.

LIBERATA.— ¡A ti, que eres el padre de todas!

DON GALÁN.— ¡Por estas que son cruces!

LIBERATA.— No condenes tu alma.

DON GALÁN.— ¿Quieres declararte?

LIBERATA.— A la cama del amo llamas la casa.

DON GALÁN.— ¡Jujú!

LIBERATA.— ¿Que no?

DON GALÁN.— ¡Jujú!

LIBERATA.— Mira si alcanzo tus teologías.

DON GALÁN.— ¡Jujú! Tendrás que mercarme los calzones.

LIBERATA.— Fuera ello cierto que habías de tenerlos de paño sedán.

DON GALÁN.— ¡Cuánta majeza! ¿Y si luego te enamorabas de verme?

LIBERATA.— Ya tendría buen tino de cerrar los ojos cuando pasares por la mi vera.

EL CABALLERO se agita en su lecho y murmura palabras confusas, entrecortadas con ronquidos. El bufón y la molinera callan un momento. Fuera se oye el ladrido de los perros.

LIBERATA.— ¡Asús! No puedo sentir los canes sin que se me estremezcan las carnes.

DON GALÁN.— ¡Qué ricas!

LIBERATA.— ¡No relinches, rijoso!

DON GALÁN.— Si fuese can te lamería toda… Y como tienes unas carnes tan blancas, también alguna vez te chantaría los dientes, pero haríalo con más amor que los sabuesos de Don Pedrito.

LIBERATA.— ¿Escomenzamos, Don Galán?

DON GALÁN.— Aquí, no… Tras de la puerta.

LIBERATA.— ¡Mira que si el amo te escuchare!

DON GALÁN.— Reiríase.

LIBERATA.— ¡Mía fe, que sabes jugar de burlas!

DON GALÁN.— Por ellas como.

LIBERATA.— Oye, Don Galán ¿debo esperarme aquí hasta que el amo se despierte?

DON GALÁN.— Pues mandó que te llamase, tú verás.

LIBERATA.— Pero tú conoces las costumbres.

DON GALÁN.— Aún no las tengo bien deprendidas.

LIBERATA.— ¿Y si en toda la noche no se despierta?

DON GALÁN.— Te acuestas, que la cama es ancha.

LIBERATA.— No hables más picardías, Don Galán.

DON GALÁN.— ¿Pues no me has preguntado?

LIBERATA.— Fue por aquel mor de saber si tenía de esperarme o si tenía de irme.

DON GALÁN.— ¡Nueva eres, y más que te haces, Liberata!…

LIBERATA.— ¡Calla!… Parecióme que iba a despertarse.

DON GALÁN.— Si eso deseas, ¿por qué no le haces cosquillas donde le guste?

LIBERATA.— No escomiences.

DON GALÁN.— A tú solas te dejo.

LIBERATA.— En este rincón voy a descabezar un sueño, hasta que mi señor sea servido de abrir los ojos.

DON GALÁN.— ¡Jujú!

LIBERATA se acomoda para dormir a los pies de la cama. DON GALÁN sale de la alcoba con los carrillos inflados por su gran risa bufonesca. LIBERATA le ve salir, se santigua y reza una oración. Con el amén en los labios va a correr el cerrojo de la puerta, y comienza a desnudarse. Toda blanca y temblorosa llega a la cama, mulle las almohadas y se oculta en las cobijas con arrumacos de gata. La alcoba yace en silencio. En una lamparilla de plata tiembla la luz. Los ratones corren y chillan bajo las tablas del piso.

Escena quinta

La casa de LA PICHONA. Una cocina terrena. LA PICHONA, sentada bajo el candil, hace encaje de Camariñas. El humo sale por los resquicios de la tejavana. Al fondo, separada por viejo cañizo y sobre caballetes de pino emborronados de azul, está la cama: Jergón escueto de panocha, sábanas de estopa y manta de remiendos. Una gallina clueca escarba la tierra del piso en medio de amarillenta pollada, y como distintivo de su dueña, luce calzas de bayetón colorado, que anduvo largo tiempo en un refajo de LA PICHONA. Cuantos aciertan a cruzar la callejuela, pulsan en la ventana con insolente mofa. LA PICHONA responde con una letanía de denuestos que dura hasta que se apaga el rumor de los pasos. Es mujer lozana y de buen donaire para las trapisondas. Llaman a la puerta.

LA PICHONA.— ¿Quién es?

DON FARRUQUIÑO.— Abre.

LA PICHONA.— Estoy en la cama. ¿Quién es?

DON FARRUQUIÑO.— Abre con mil demonios, Pichona.

LA PICHONA.— Abriré con la llave.

LA PICHONA descorre el cerrojo. DON FARRUQUIÑO entra, y quiere abrazarla festero. La moza le empuja, y el tricornio, atravesado con gentil desgaire sobre la cabeza del estudiante, rueda por los suelos.

LA PICHONA.— Manos quedas.

DON FARRUQUIÑO.— ¿No ha venido Cara de Plata?

LA PICHONA.— En todo el santo día no le han visto mis ojos. Agora tiene algún divertimiento que me lo roba. ¡De por fuerza! Me quería por los quereres del mundo, y alguna bruja le hizo mal de ojo, pues se pasan para mí los días sin probar de la su parte un consuelo de amor. Parece, talmente, olvidado que soy mujer y moza. Me crea que no, en todo el mes no hemos deshecho esa cama. ¿Ha visto una brasa en el hogar, que es tal como un sol pequeño, y la meten en el cántaro y sale hecha un carbón oscuro como la noche? Tal le ha sucedido con sus ardores al rey de mi alma, y también rey de mi cuerpo, pues no vale que él lo desprecie para que no sea suyo.

DON FARRUQUIÑO.— Mal hecho. Concluirás por secarte, que las mujeres como las plantas necesitan su riego.

LA PICHONA.— ¡Nunca dijo mayor verdad!

DON FARRUQUIÑO.— Tanto me conmueven tus quejas que estoy dispuesto a consolarte. Vamos a deshacer esa cama, Pichona.

LA PICHONA.— No sea faccioso.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Lucrecia pudibunda! ¿Te asusta el incesto?

LA PICHONA.— Hable en cristiano, déjese de latines.

DON FARRUQUIÑO.— No son latines, Pichona.

LA PICHONA.— Para mí como si lo fueren, puesto que no alcanzo lo que quiere decir.

DON FARRUQUIÑO.— Pero lo imaginas.

LA PICHONA.— Magino que será alguna picardía.

Torna la moza a sentarse bajo el candil: Pone la almohadilla en el regazo y mientras desenreda los bolillos, tiene en la boca los alfileres que luego va clavando en la onda del encaje.

DON FARRUQUIÑO.— Pichona, cuando cante misa, te llevaré de ama. ¡Buena vida nos aguarda! Tú tienes ricas manos para rellenar morcillas, y cebar capones, y guisar compotas, que es lo necesario para ser ama de cura, Pichona.

LA PICHONA.— ¿No teme que lo descomulgue el Santo Padre?

DON FARRUQUIÑO.— Para evitar ese contratiempo, tendrías que llamarme señor tío.

Ríe LA PICHONA. DON FARRUQUIÑO se acerca y la pellizca. Ella le clava un alfiler en la mano, y redobla la risa. Pulsan en la ventana y la moza se encrespa con el rondador de la calle.

LA PICHONA.— ¡Así estés toda la vida tocando a muerto! ¡Que no andes tres pasos sin quebrarte una pierna! ¡Tiñoso! ¡Piojoso! ¡Sarnoso!

DON FARRUQUIÑO.— Euménide mereces ser llamada, y no Pichona.

LA PICHONA.— No ponga alcuños que luego quedan. A ustede tampoco le gustaría que le dijese Don Repenico. Y lo es, y habrá de serlo toda la vida, que para eso tiene toda la cara repenicada de las viruelas. Fue Dios Nuestro Señor quien le puso ese alcuño.

DON FARRUQUIÑO.— Pichona, me parece que no te llevo de ama.

LA PICHONA.— Para más me estimo.

Se oye el paso de un rocín, y luego al jinete que descabalga. LA PICHONA abre la puerta. Entra CARA DE PLATA tirando de las riendas al caballo. LA PICHONA vaga en torno con aire sumiso y amoroso.

CARA DE PLATA.— ¿Pichona, tienes un puñado de maíz para el rocín?

LA PICHONA.— No tengo ni un grano.

CARA DE PLATA.— ¡Pues que ayune!

DON FARRUQUIÑO.— Ahora le llevaremos a donde podrá darse un hartazgo de yerba. Tenemos que llegarnos al cementerio de la Orden Tercera.

LA PICHONA.— ¡Al cementerio! ¿Y a qué van al cementerio? No será a rezar por sus difuntos. ¡Mi alma, así me diesen una onza de oro no iba de noche! A un curmano de mi madre que hizo la aventuranza de ir y traer un hueso se le apareció la Santa Compaña… ¡Y de allí a poco tiempo dio en ponerse amarillo como la cera y murió!

DON FARRUQUIÑO.— No tengas miedo, yo sé un exorcismo para la Santa Compaña.

CARA DE PLATA.— Vamos allá.

DON FARRUQUIÑO.— Pon al fuego un caldero grande con agua, Pichona.

LA PICHONA.— Pondré el de la colada.

DON FARRUQUIÑO.— Y dame un saco si tienes.

Un poco atónita, La PICHONA le da el saco, y los segundones salen a la callejuela sin responder a las preguntas de la moza, que al verlos desaparecer atranca la puerta, llena de curiosidad y de miedo.

Escena sexta

La callejuela. Un perro escarba en un muladar. Llueve. CARA DE PLATA, que conduce su rocín de las riendas, oye atento las razones de DON FARRUQUIÑO.

DON FARRUQUIÑO.— Vamos al cementerio de la Venerable Orden Tercera. Se trata de hacernos con un esqueleto para venderlo al Seminario. Ya tengo hablado y están deseándolo, porque no vale nada el que hoy tenemos en el aula de Historia Natural. Es un esqueleto formado con huesos reunidos poco a poco y que no se corresponden. Las tibias, una es de enano y otra de gigante. ¡Buen esqueleto el que yo he vendido cuando estudiaba en el Seminario de Santiago! El que teníamos allí también era una visión.

CARA DE PLATA.— ¿Y te dieron una onza?

DON FARRUQUIÑO.— No los pagan más. ¿Te parece poco?

CARA DE PLATA.— Como nunca he tratado en esqueletos, no sé qué decirte.

DON FARRUQUIÑO.— Hermano, una onza nunca es de despreciar.

CARA DE PLATA.— Yo te ayudaré sin interés alguno. ¡Una onza es ruin fortuna para repartirla entre los dos!

DON FARRUQUIÑO.— Creso, el latino, no hablara con mayor desdén. ¡Y, sin embargo, esta tarde hubieras vendido tu alma por cuatro pelos de una pelucona!

CARA DE PLATA.— Pero esta noche amaneció para mí. Xavier Bradomín me abre su bolsa y me manda con una misión de confianza al campo de Don Carlos. Dentro de algunas horas debo ponerme en camino.

DON FARRUQUIÑO.— Has hecho tu suerte.

CARA DE PLATA.— Creo que sí. Solamente me apena tener que dejar a la pobre Pichona.

DON FARRUQUIÑO.— Nómbrame a mí tu heredero.

CARA DE PLATA.— Si no entra en un convento, la dejaré a los usureros para pago de deudas.

Sigue lloviendo. Los segundones bajan por la Cuesta de San Francisco donde está el cementerio de la Venerable Orden Tercera. Se detienen ante la reja coronada por una cruz. La luna, anubarrada, se levanta sobre los negros cipreses que bordean la tapia y esclarece en el fondo, las ruinas de una iglesia románica, que sirve de osario. Los dos segundones miran por la reja.

DON FARRUQUIÑO.— Tendremos que saltar la muralla. Yo subiré primero. Ayúdame.

CARA DE PLATA.— Y después ¿quién me ayuda a mí?

DON FARRUQUIÑO.— Ya dentro, yo te abriré la puerta.

CARA DE PLATA.— ¿Por el lado de la iglesia, no estaba caída la muralla?

DON FARRUQUIÑO.— La han levantado.

DON FARRUQUIÑO, se encarama, con ayuda de su hermano y una vez sobre la cresta salta al otro lado. Con la muralla por medio hablan los dos segundones.

DON FARRUQUIÑO.— Por poco me rompo una pierna.

CARA DE PLATA.— Pues ahí te hubieras quedado hasta mañana.

DON FARRUQUIÑO.— No había visto una cruz medio enterrada en la yerba. Si es aviso del cielo, ya llega tarde.

CARA DE PLATA.— Ahora sólo falta que no pueda abrirse la puerta.

DON FARRUQUIÑO.— Ya está abierta.

CARA DE PLATA entra conduciendo de las riendas a su rocín, que olfatea la yerba húmeda de las tumbas. FARRUQUIÑO arrima la puerta, y los dos hermanos se alejan haciendo la ronda del cementerio, mientras el rocín pace sobre una sepultura. A espaldas de las ruinas, allí donde nadie puede verlos, buscan entre los nichos de la tapia uno que tenga las piedras desencaladas.

DON FARRUQUIÑO.— Probemos en éste.

CARA DE PLATA.— Aquí hay otro. No puede leerse el epitafio.

DON FARRUQUIÑO.— Qué importa. Hace tiempo que no entierran por esta parte.

Afirman las manos en las argollas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tiene el epitafio, y tiran. Lentamente apartan la piedra, y el hueco negro y frío aparece ante ellos. DON FARRUQUIÑO aventura el brazo dentro del sepulcro, y arrastra hacia fuera una tabla desenclavada por donde corren los gusanos. Un enjambre de mariposas nocturnas, revolotea sobre su cabeza. Con ayuda de la tabla, que se deshace entre sus manos, barre hacia la boca del nicho algunos huesos polvorientos confundidos con las hojas de un misal.

DON FARRUQUIÑO.— Vamos a otro, que aquí es todo ceniza.

CARA DE PLATA.— Probemos en éste.

DON FARRUQUIÑO.— Falta una anilla.

CARA DE PLATA.— No importa.

Tiran de la argolla, y cuando han apartado la losa la dejan caer sobre la yerba. En el hueco del nicho se columbra el ataúd, por cuya tapa corre asustada una lagartija. Los dos hermanos lo arrastran hacia fuera y con sendas piedras lo desclavan. Entre los jirones del sudario aparece una momia negra que aún conserva parte del cabello.

DON FARRUQUIÑO.— Esta vez hemos tenido suerte. ¿Dónde está el saco?

CARA DE PLATA.— Tú lo traías.

DON FARRUQUIÑO.— Allí está sobre la yerba.

CARA DE PLATA.— Sólo falta que este compadre no quepa en él.

DON FARRUQUIÑO.— Se le hace caber.

Meten al muerto de cabeza en el saco y al entrar los pies se desprenden los zapatos deleznables y llenos de gusanos. Cruzado sobre el rocín lo sacan del cementerio, pero como unas veces se escurre y otras se ladea, en el camino, para sostenerlo acuerda montar CARA DE PLATA. Una rondalla de estudiantes con garrotes y guitarras canta al pie de una reja en la esquina de la calle, y tienen que hacer largo rodeo.

Escena séptima

Una cocina terrena. El candil agoniza, y en el silencio de la noche se oye el borboteo del agua que hierve en un gran caldero de cobre pendiente de la gramallera. Dormita la moza al amor del fuego, y a los golpes con que llaman los segundones, se despierta sobresaltada, y va con los ojos soñolientos a descorrer el cerrojo. CARA DE PLATA se encorva para poder entrar a caballo, y tras él, recatado entre el tricornio y el manteo, entra FARRUQUIÑO. CARA DE PLATA deja escurrir la carga del borrén y el saco se aplasta sobre el piso terreno con un golpe estoposo. Los pies del muerto asoman fuera.

LA PICHONA.— ¡Santísimo Jesús!… ¿A quién mataron?

CARA DE PLATA.— No te asustes, Pichona.

LA PICHONA.— ¡Santísimo Jesús! ¡Santísimo Jesús!

DON FARRUQUIÑO.— Vas a tener cerdo salado todo el año.

LA PICHONA cierra los ojos horrorizada, y se deja caer al borde de la cama ocultando el rostro en las cobijas remendadas. CARA DE PLATA se acerca sonriente, y le halaga el cuello como a un perro fiel.

CARA DE PLATA.— Quítame las espuelas, Pichona.

LA PICHONA.— ¡Divino Jesús, vendrá la Justicia!

CARA DE PLATA.— No tengas miedo.

LA PICHONA.— ¿A quién mataron?

CARA DE PLATA.— Al señor Ginero. ¿No te parece bien?

LA PICHONA.— ¡Era un cristiano!

CARA DE PLATA.— Era un judío, Pichona.

Hincada ante el segundón, la moza le deshebilla las espuelas con las manos trémulas. DON FARRUQUIÑO, en tanto, mete al muerto en el caldero, y el agua que se vierte hace chirriar las brasas. LA PICHONA lanza un grito de espanto y se estrecha a las rodillas del galán hablándole con afligido murmullo. CARA DE PLATA sonríe.

LA PICHONA.— ¿Por qué le mataste? No fuiste tú, que eres de buena ley, fue ese otro, que es malo como un verdugo de Jerusalén. ¿Verdad que no fuiste tú? ¿Por qué has oído sus palabras? ¿No sabías que tiene el engaño de los raposos y las mañas de los lobos?

CARA DE PLATA, siempre sonriente, la besa en los ojos y en la boca con besos largos y calientes, como prendas de amorosa juventud. La manceba suspira con celo.

DON FARRUQUIÑO.— ¿No tienes un caldero más grande, Pichona?

LA PICHONA.— Aun cuando lo tuviera no se lo daba, Iscariote.

CARA DE PLATA.— ¡So…! No te desboques, Pichona.

LA PICHONA vuelve a suspirar sobre el hombro del segundón, y con los brazos en torno de su cuello, dulcemente, le arrastra al borde de la cama. Crujen las tablas. CARA DE PLATA desliza una mano entre los tibios y blancos pechos de la manceba.

LA PICHONA.— Espera a que se vaya tu hermano.

CARA DE PLATA.— Qué importa.

LA PICHONA.— Tengo vergüenza…

CARA DE PLATA.— ¡Rica!

LA PICHONA.— ¡Mi rey!

Se tienden sobre la cama abrazados y comienzan a besarse. DON FARRUQUIÑO se vuelve y los contempla con alguna malicia.

DON FARRUQUIÑO.— ¿No hay un sitio para mí?

CARA DE PLATA.— Ya tienes tu pareja en el caldero.

LA PICHONA.— ¡Divino Jesús!

DON FARRUQUIÑO.— Es una vieja que parece de cordobán. Tiene la piel pegada a los huesos y no la suelta. Bien hacéis en divertiros, porque esto va para largo.

LA PICHONA.— Tesorín, dile que apague la luz.

CARA DE PLATA.— ¡Qué remilgos de monja!

LA PICHONA.— Díselo.

CARA DE PLATA.— Hermano, tu cuñada te ruega que apagues el candil.

DON FARRUQUIÑO.— Que perdone mi cuñada, pero yo no renuncio a las buenas vistas.

LA PICHONA.— ¡Iscariote!

La moza, con los ojos brillantes y los pechos fuera del justillo, se incorpora, quitándose un zapato que arroja al candil. En la sombra de la chimenea el gato, tiznado de ceniza, maúlla y enarca el lomo, mientras el candil se columpia y se apaga esparciendo un olor de pavesa. Los maullidos del gato continúan en la oscuridad, y acompañan el hervir del agua y el voltear del cuerpo que cuece en el caldero, asomando unas veces la calavera aún recubierta por la piel, y otras una mano de momia negruzca y engarabitada.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Un rayo me parta si no es el cuerpo de una bruja! Está como mojama dura y no es posible hacerle soltar los huesos. Le doy con las tenazas y suenan como en una pandera vieja. La otra vez, me acuerdo que apenas echamos el cuerpo a cocer se quedaron mondos los huesos. Es lo que hacen los rabadanes para limpiarlos del sebo… ¡Un rayo me parta, si no es una bruja!…

Se oye el golpe de las tenazas sobre las costillas de la momia, y los suspiros de la manceba y el rosmar del gato.

CARA DE PLATA.— Esta dice que no reces, Farruquiño.

LA PICHONA.— ¡No me asuste ahora, cuerpo de tal!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Así te lleve el Demonio!

LA PICHONA.— A ustede, lo ha de llevar de los pelos.

CARA DE PLATA.— ¡Que te como la lengua, Pichona!

LA PICHONA.— ¡Tesorín de la Pichona!

Canta un gallo y poco después una campana toca a misa de alba. DON FARRUQUIÑO reniega con mayor furia, y su hermano, ya incorporado en el camastro, ríe con francas carcajadas. En los resquicios de la ventana comienza a rayar el día.

DON FARRUQUIÑO.— Tengo que entrar en el Seminario antes de que salga el sol… ¡Maldita suerte!

CARA DE PLATA.— Pues tú dirás qué hacemos.

DON FARRUQUIÑO.— No hay más que volver con la bruja al cementerio.

CARA DE PLATA.— Pues vamos allá antes de que claree.

LA PICHONA.— ¡No era tal, el Señor Ginero!

CARA DE PLATA.— Ya oyes que es una bruja.

LA PICHONA.— ¡Divino Jesús! ¡Divino Jesús!

DON FARRUQUIÑO.— Poco te lamentabas hace un momento.

LA PICHONA gimotea acurrucada en el camastro, con la cara entre las manos. Los segundones apartan el caldero de la lumbre, vierten el agua en un sumidero y meten en el saco a la momia horrible en su desnudez negruzca y rugosa. DON FARRUQUIÑO la carga sobre el rocín, y sale tirando de las riendas. CARA DE PLATA pone sobre el hogar un puñado de dinero que saca del bolsillo, gana la puerta y en el umbral se despide de la manceba que sigue gimoteando.

CARA DE PLATA.— ¡Adiós, Pichona! Puede ser que no volvamos a vernos porque me voy con los carlistas.

LA PICHONA.— Ya lo sabía.

CARA DE PLATA.— ¿Quién pudo decírtelo si lo decidí esta noche?

LA PICHONA.— Las cartas de la baraja me lo dijeron.

CARA DE PLATA.— ¡Adiós!

LA PICHONA.— Llévese su dinero.

La moza habla con voz sorda y entenebrecida, los dedos enredados en la crencha y el rostro escondido en la almohada. CARA DE PLATA cierra la puerta de un golpe, y al alejarse cree oír un sollozo desgarrador. Apresura el paso para juntarse con su hermano, y caminan a la par, silenciosos, recelando a cada momento toparse con alguna beata madrugadora, de las que van a misa de alba. Cuando llegan a la puerta del cementerio no pueden menos de reír al verse libres de aquel cuidado. FARRUQUIÑO se afirma el tricornio, se tercia el manteo, coge el saco por el cuello, y dándole dos vueltas en el aire lo arroja por encima de la tapia. Al caer produce un golpe sordo que tiene un eco en la calle.

DON FARRUQUIÑO.— Era una vieja de cordobán.

CARA DE PLATA.— Debía de ser la tía Dolores Saco. ¡Maldita vieja! En vida hizo testamento en favor de la criada y de muerta ni los huesos quiso dejarnos. Por su poco amor a la familia estará dando vueltas en el Infierno.

Los segundones se alejan, y al final de la calle se separan. CARA DE PLATA pone su rocín al galope, y se pierde entre los álamos del río cuando una campana toca al alba con alegría, y dos beatas bajan la cuesta para oír la misa en la Venerable Orden Tercera.

Escena octava

Un salón en la casa infanzona. Es ya media mañana. DON JUAN MANUEL pasea de uno a otro testero, pasea desde el alba en que abandonó su lecho después de haber arrojado con bárbaro y musulmán desdeño a su nueva barragana. El bufón levanta el cortinaje de la puerta y da un paso tambaleándose. Su amo le mira con tristeza.

EL CABALLERO.— ¿Quién te ha llamado?

DON GALÁN.— ¡Jujú! Si me hubieran llamado habríame hecho el sordo.

EL CABALLERO.— Ya no me divierten tus burlas. ¡Estoy demasiado triste, imbécil!

DON GALÁN.— El que está triste, siempre lo está demasiado.

EL CABALLERO.— Siento como si un gusano me royese el corazón.

DON GALÁN.— Es el pensamiento: Un cuervo loco que por veces huyese de la cabeza y se esconde en el pecho.

EL CABALLERO.— ¡No puedo olvidarla!

DON GALÁN.— Estos ojos la han visto, a orilla del río.

EL CABALLERO.— ¡Ten cuidado con las burlas, Don Galán!

DON GALÁN.— ¡Jujú! ¡Se ha hecho pastora! ¡Quién lo pensara!

EL CABALLERO.— Despides un vaho de vino que marea.

DON GALÁN.— Esas son figuraciones. Un vaso he bebido para refrescarme, pero nunca estuve más en mis cabales. ¡Cuitado de mí, había de mercar en vino la soldada del año, y aún no me podrían decir borracho!

EL CABALLERO.— ¡He de pisarte como a un racimo!

DON GALÁN.— ¡Jujú! Atienda mi amo qué guapo trenzado de pies, y diga luego.

DON GALÁN hace un punto de baile tambaleándose. EL CABALLERO le contempla con desdeñosa tristeza, y vuelve a continuar su paseo entenebrecido y suspirante, con la cabeza caída sobre el pecho.

EL CABALLERO.— ¡Sin duda ha muerto! Esta pena que cubre mi alma es porque lo adivina.

DON GALÁN.— Yo he visto a Doña Sabelita.

EL CABALLERO.— Se te habrá aparecido muerta.

DON GALÁN.— Me pidió con mucho duelo que a nadie dijese dónde se ocultaba… ¡Tente lengua!

DON GALÁN se da con la mano en los labios vinosos, y ríe con su risa bufonesca, que parece brotar sobre el belfo amoratado y reluciente, como en una rústica fontana brota el agua sobre el belfo limoso de una máscara de piedra. EL CABALLERO vuelve a suspirar.

EL CABALLERO.— ¡Aquellas manos, que otras veces me servían como a su rey, están ya frías! También a mí se me apareció el alma en pena. En las manos llevaba un rosario que era como una gran cadena, y lo llevaba arrastrando.

DON GALÁN.— Acaso fue también aparición del otro mundo la que yo tuve. Necesita oraciones para su descanso, y en tanto no las consigue, el alma vaga en pena.

EL CABALLERO.— Mañana se dirán cien misas en la capilla de mi casa.

DON GALÁN.— Mi amo, recemos nosotros dos por Doña Sabelita.

EL CABALLERO.— Hace mucho que tengo olvidado el rezar.

DON GALÁN.— No sea judío, mi amo.

EL CABALLERO.— Mañana cantará mil responsos Don Manuelito.

DON GALÁN.— ¡Mil responsos! ¡Jujú!

EL CABALLERO.— Creo que eso vale más que nuestras oraciones, Don Galán.

DON GALÁN.— ¡Mil responsos libertan de penas a cualquier ánima! Mas eso no quita para que recemos nosotros, mi amo.

DON GALÁN se arrodilla, y hace la señal de la cruz con esa torpeza indecisa y sonámbula que tienen los movimientos de los borrachos. La imagen del bufón aparece en el fondo de un espejo, y EL CABALLERO la contempla en aquella lejanía nebulosa y verdeante como en la quimera de un sueño. Lentamente el cristal de sus ojos se empaña como el nebuloso cristal del espejo.

EL CABALLERO.— ¿Tú sabes rezar, Don Galán?

DON GALÁN.— Como el Padre Santo.

EL CABALLERO.— Empieza.

DON GALÁN.— ¿Mi amo, y si no es muerta? Yo la vide y me habló. ¡Tente lengua! Un responso por el eterno descanso de Doña Sabelita. Mi amo, no tenemos hisopo ni caldero.

EL CABALLERO.— Calla, borracho, que quiero rezar y me distraes.

EL CABALLERO permanece absorto, con la frente inclinada sobre el pecho y las manos en cruz. DOÑA María entra sin ruido, y se acerca al ensimismado CABALLERO.

DOÑA MARÍA.— ¿Rezas?

EL CABALLERO.— ¡Rezo por ella!… María Soledad, ¿quieres que recemos los dos, porque yo solo me pierdo?…

DOÑA MARÍA se arrodilla, y guía el padrenuestro, que acompañan el hidalgo y el bufón. Al terminar se pone en pie EL CABALLERO.

EL CABALLERO.— María Soledad, reza tú sola porque mis oraciones de nada valen, y no pueden ser atendidas en el Cielo. Soy un gran pecador y temo que los bienaventurados se tapen los oídos por no escucharme. ¡Reza tú que eres una santa!

Con ademán soberano acaricia la plateada cabeza de la dama, y sale. DON GALÁN hace una carantoña bufonesca, y rezonguea con lengua estropajosa, arrodillado a espaldas de DOÑA MARÍA.

DON GALÁN.— Dice mi amo que es ánima en pena. ¡Jujú! Yo la he visto vestida con mantelo y madreñas.

DOÑA MARÍA.— ¿Tú has visto a mi ahijada?

DON GALÁN.— Habíame dicho mi amo: Búscala, Don Galán. Y díjele a los canes: Anday conmigo, hermanos, rastreade bien. ¡Jujú!

DOÑA MARÍA.— ¿Dónde la has visto?

DON GALÁN.— ¡Mi amo irá por ella y otra vez la traerá a la casona! ¡Jujú!

DON GALÁN ríe sentado enfrente de la dama. MICAELA LA ROJA asoma en la puerta, y gruñe con su autoridad de criada antigua.

LA ROJA.— ¿Qué hace aquí ese borracho? ¡Anda a dormir, Don Galán!

DOÑA MARÍA.— ¿Será verdad lo que dice? ¿Habrá visto a mi ahijada?

DON GALÁN.— ¡No hablarás, boca de tierra!

LA ROJA.— En la cocina contó que medio muerta, la recogieron unos aldeanos de Brandeso.

DON GALÁN.— ¡No hablarás, boca de tierra!

LA ROJA.— Asegura haberla visto, y que se arrastraba de rodillas, clamando que si el amo iba por ella, la hallaría muerta. ¡La pobre cordera teme volver al pecado!

DON GALÁN.— ¡Cuida que hasta las manos te besó, Don Galán! ¡Manos negras, manos de trabajo, no merecíais el regalo de que os tocase aquella boca de carabel!

DOÑA MARÍA.— Esta noche tuve una visión que llenó mi alma de remordimiento. Un sueño que fue como un aviso del Cielo.

LA ROJA.— Somos hijos de pecado, y no podemos alcanzar el misterio de las ánimas que nos visitan dormidos, ni entender sus avisos.

DOÑA MARÍA.— Alguna vez en el sueño, nuestra alma oye y entiende sus voces, pero al despertar pierde la gracia y olvida…

LA ROJA.— El día es como un gran pecado, y pone tinieblas en los ojos que han visto y en los oídos que escucharon…

DOÑA MARÍA.— Roja, iré a donde está esa criatura, y le diré que vuelva a ser mi hija.

LA ROJA.— ¡Dama María, mi señora, mi gran señora, hija de mis entrañas! ¡Si talmente parece un ejemplo de los santos, cuando andaban por el mundo!

DON GALÁN.— ¡No hablarás, boca de tierra!

LA ROJA.— ¡Álzate del suelo! Espabílate, borracho, que estás en presencia de nuestra ama. Espabílate, que tienes de acompañarla a donde está Doña Sabelita.

El bufón ríe con su risa vinosa y grotesca, y se revuelca sobre la tarima hostigado por el zueco de la vieja. DOÑA MARÍA, sentada en un sillón, ha quedado como abstraída.

Jornada quinta

Escena primera

Una gran antesala en la casa infanzona. Están cerradas las ventanas, donde bate el sol de la tarde, y en la vaga oscuridad se presiente el bochorno de la siesta. Sobre un arcón están las jalmas de una montura, y al pie un sarillo con su gran madeja de lino casero, a medio devanar. Dos tórtolas, prisioneras en una jaula de mimbres, cantan encima de la puerta que se abre sobre la solana, en la sombra de una parra. LIBERATA hila sentada en el umbral.

LIBERATA.— ¡Rosalva!… ¡Juana!… ¿Qué hacéis en la cocina? Venid para aquí.

ROSALVA.— Ahora vamos.

Las criadas salen con sus ruecas, y van a sentarse en dos taburetes, cerca de la molinera, como azafatas a los pies de una reina. LIBERATA las mira risueña.

LIBERATA.— ¿Fuese Doña María?

LA MANCHADA.— Fuese. Siempre dije que nunca mucho tiempo estaba en la casona.

ROSALVA.— Ya eres el ama, Liberata.

LA MANCHADA.— Y por muchos años lo seas. Confiésote mi culpa, y no he de negarte que en un comienzo te miraba con mala voluntad, pero bastaron dos días para que te cobrara ley.

ROSALVA.— A mí sucedióme lo mismo.

LA MANCHADA.— Ingrata serías si otra cosa te ocurriere. ¿Quién te ha dado el mantelo que llevas, y el justillo, y hasta la camisa? Desnuda estabas y te ves vestida como una Infanta de las Españas.

LIBERATA.— A ti tengo de regalarte aquella gargantilla de los corales que me mercó el amo cuando aún estaba rapaza.

LA MANCHADA.— Si no eres celosa, has hecho tu suerte. Ya eres aquí la reina.

LIBERATA.— ¡Qué tengo de ser la reina! Soy una criada como vosotras. ¿No sabéis cuánto el amo suspira por Doña Sabelita? Mañana, si no es hoy, la veremos entrar por esta puerta. De por fuerza le ha dado algún hechizo para tener así cautivo su corazón.

LA MANCHADA.— Contra hechizos hay hechizos, y si una bruja sabe mucho, dos saben más.

ROSALVA.— Los hechizos se rompen.

LA MANCHADA.— ¿Por qué no ves a la Saludadora de Céltigos? Ésa sabe palabras de conjuro y tiene remedios para congojas de amores.

LIBERATA.— Ya la he visto.

ROSALVA.— ¿Y qué te ha dicho?

LIBERATA.— Díjome que si hay hechizo, para romperlo precisaba una prenda que hubiese llevado mucho tiempo Doña Sabelita. Como no la tenía, quedó en venir por ella.

ROSALVA.— ¿Vendrá hoy?

LIBERATA.— Ahora la espero. ¿Vosotras no podríais darme esa prenda?

ROSALVA.— Yo guardo un pañuelo bordado, regalo suyo. Te lo daría, pero temo que le venga algún mal.

LIBERATA.— ¡Ave María, rapaza! ¿Por qué ha de venirle mal?

ROSALVA.— ¡Cuéntanse tales cosas de la vieja de Céltigos! Una moza que había en mi aldea fue a verla para que le diese un hechizo con que retener a un hombre casado. Dióselo, pero fue tal, que al día siguiente la que era su mujer se murió abrasada.

Óyese llamar en el postigo de la cocina. LIBERATA se pone en pie y escucha: Vuelven a llamar con golpes furtivos y misteriosos. Las tres mujeres se miran, y en sus manos tiemblan suspendidos los husos.

LIBERATA.— ¡Ya está ahí! ¿Negarásme el pañuelo, Rosalva?

ROSALVA.— ¡Que no sea para mal!

Entre medallas de cobre, y cortezas de borona, saca de la faltriquera un pañuelo doblado y se lo entrega. LIBERATA va a la puerta y abre con sigilo. La Saludadora de Céltigos aparece en el umbral encapuchada con un manteo: La bruja y la barragana, juntas y en silencio, atraviesan la sala. Cuando desaparecen, se miran con susto LA MANCHADA y ROSALVA.

LA MANCHADA.— Rapaza, por todo el oro del mundo no hiciera lo que ahora has hecho.

ROSALVA.— ¿Vendrále algún mal a Doña Sabelita?

LA MANCHADA.— Yo no cargara mi alma con ese recelo.

Escena segunda

Una casa labradora, sobre un viejo camino cerca de Viana del Prior. Dos mujeres platican en el fondo del zaguán que tiene oscura techumbre de castaño, cuartelada por una viga donde la abuela, en el tiempo de la vendimia, cuelga los grandes y dorados racimos. La puerta abierta, deja ver un fondo de colinas por donde los pastores conducen sus rebaños, y del interior de la casa llega el canilleo de un telar. Aquellas dos mujeres que platican, son LA PREÑADA y LA SUEGRA.

LA PREÑADA.— Mucha codicia dase mi padre a mover la lanzadera.

LA SUEGRA.— Tiene de entregar una tela al ama del Señor Arcipreste.

LA PREÑADA.— ¿No hacía pensamiento de llegarse a la villa?

LA SUEGRA.— Paréceme que ya mudó la idea, y que seré yo quien haya de verse con el señor Don Juan Manuel. También tengo el corazón compasivo, mas no hemos de seguir toda la vida en un ínterin.

LA PREÑADA.— ¿No dice cosa ninguna la señora mi comadre?

LA SUEGRA.— Nada dice, y esta es la hora que aún no determina de caminarse. Bien está una caridad, mas no podemos tenerla siempre como una recogida, que hartos trabajos cuesta vivir, y una boca más en todas las ocasiones es un pan más fuera del horno y un cuenco más de la fabada.

LA PREÑADA.— ¡Fortuna que no cata el vino!

LA SUEGRA.— Compréndese que la cuitada no quiere ser gravosa, pues aun cuando dice que nunca lo ha catado, paréceme solamente un decir por la vergüenza que le da. ¡Cuando la oigo suspirar toda la noche desvelada, éntrame una pena! Te lo digo, mi hija, si tuviese posibles como tengo para ella buen corazón, nunca la dejaría partirse de mi vera.

LA PREÑADA.— ¡Y qué será de la triste! Tiene contado mi padre que cuando el rapaz le dio alcance, arrodillóse en la ribera diciéndole que la dejase morir, porque sus penas eran más que las estrellas del cielo.

LA SUEGRA.— Primero de verla partirse sola por esos campos, como una paloma sin palomar, tengo determinado llegarme a la villa, si tu padre no lo hace, y pedirle un socorro al señor Don Juan Manuel. La señora vivió mucho tiempo en la su compaña, y aun magino que tuvo un hijo que se está criando en San Clemente de Brandeso.

LA PREÑADA.— Pues tan gran caballero no puede dejarla en el triste desamparo que ahora se ve. Extráñame que la señora mi comadre no le tenga enviado a decir dónde se halla recogida. ¡Mas clama que prefiere la muerte antes que descubrirle este retiro!

LA SUEGRA.— ¡Celos con rabia a la puerta de la casa! Hallábase acostumbrada a ser la reina, y no quiso partir la vara con la mujer de Pedro Rey. Yo bien la aconsejo: Hay que tener paciencia en este mundo, y el mayor sonrojo ya lo había pasado, pues no hay otro más grande que condenar el alma y perder la gracia de Dios.

Sigue un largo silencio. LA PREÑADA levanta el demacrado perfil, y queda como en éxtasis. Cuenta con murmullo de plegaria los saltos del hijo, en el claustro de la entraña llena de virtud mística y sagrada. Aquella estancia con su oscura techumbre de castaño, y el telar que llena la casa, tienen esa paz familiar, ingenua y campesina que se siente como un aroma de otoñales manzanas, conservadas para la compota de Noche Buena.

Escena tercera

SABELITA está sentada a la sombra de unas piedras célticas, doradas por líquenes milenarios. Desde el umbral de la casa se la divisa aguardando una vaca, en lo alto de la colina druídica que tiene la forma de un seno de mujer. SABELITA ha cambiado tanto que apenas evoca su recuerdo. Lleva ahora atavíos de aldeana, camisa de estopa, refajo remendado y madreñas. La vaca, una vaca marela, alarga el yugo mordisqueando la yerba, que brota en la sombra de aquellas piedras sagradas. De pronto, por entre unas breñas aparecen dos perros: Son los galgos que en el zaguán de la casa infanzona suelen verse atados de una cadena. SABELITA palidece al reconocerlos, y otea hacia el camino con ojos asustados, mientras los perros retozones y saltantes, acuden con ladridos de júbilo a lamerle las manos. Un hombre sube por la falda de la colina: Es DON GALÁN que llega acezando.

DON GALÁN.— ¡Alabado sea Dios! Vengo en una carrera desde la villa.

SABELITA.— ¡Qué susto me han dado los perros!

DON GALÁN.— ¡Jujú! ¿Cuidó sin duda, que venía el señor Don Juan Manuel? ¿Maginóse que yo le había contado cómo, por un casual, teníala visto en la ribera del río?

SABELITA.— ¡Lo que temí, no sé!

DON GALÁN.— La señora mi ama es quien viene a visitarla.

SABELITA.— ¿Tú le has dicho dónde yo me ocultaba?

DON GALÁN.— ¡Así muerto me entierren, si palabra le dije!

SABELITA.— ¿Y cómo lo supo?

DON GALÁN.— ¡Mía fe, que no lo discierno! Presumo que habrá tenido revelación, porque muy de mañana me llamó y me dijo de esta conformidad: Don Galán, tú has visto a mi ahijada, y es preciso que me lleves a donde está, para que mi alma se libre de un gran pecado. Anda y avisa que aparejen la pollina. ¡Jujú! Yo quédeme maginando si sería revelación de un ángel o cuento de Micaela. La gran raposa habíame estado sonsacando, y diome torrijas del yantar del amo, y subió de la cueva por me desatar la lengua, un jarro de vino de la Amela.

SABELITA.— ¡Y tú, necio, se lo has contado todo!

DON GALÁN.— ¡Jujú! Contóselo el jarro. Pero no suspire, que ningún mal habrá de venirle por esa visita. Doña María viene para llevársela consigo, y sacarla de guardar la vaca y comer caldo de unto. ¡Jujú!

SABELITA.— Es preciso que no me vea.

DON GALÁN sentado sobre la yerba, mueve la cabeza con gravedad lenta y triste. Después descuelga el zurrón que trae a la espalda, y se lo presenta a SABELITA. En los ojos del bufón hay una llama de tímida y amorosa ternura.

DON GALÁN.— Cordera, aquí le traigo un pichón estofado que da gloria. ¡Jujú! Un abade no lo toma mejor. También le traigo dos manzanas de sangre, las primeras que se cogen este año. ¡Mírelas qué lindas!

SABELITA.— Es preciso que no me vea Doña María.

DON GALÁN.— Paloma del palomar del rey, no eres nacida para comer caldo de unto.

SABELITA calla suspirando, y lentamente sus ojos se arrasan de lágrimas. DON GALÁN extiende una servilleta sobre la yerba, y saca del zurrón la vianda.

SABELITA.— Vuelve a guardar todo eso, y lleva la vaca a su establo, que yo voy al encuentro de mi madrina.

DON GALÁN.— No desprecie el don de un pobre, Doña Sabelita. Tome tan siquiera esta manzana.

SABELITA toma una manzana encendida como las rosas, y suspira gozando aquel aroma de bálsamo y de flor. Después sus ojos se detienen amorosos en la vaca marela que pace a su lado arrastrando el ronzal.

SABELITA.— ¡Si pudiese no pensar en las tristezas de mi vida, y ser como tú, pobre Marela!… Llévala a su dueño, Don Galán.

DON GALÁN se enrolla a la muñeca el ronzal de la vaca, y alarga el belfo vinoso para beberse una lágrima. SABELITA se aleja por un sendero entre maizales que bajan a la orilla del río, y en sus manos pálidas, la manzana de sangre parece un corazón.

Escena cuarta

La orilla del río. Arrodilladas en la arena, lavan dos mujerucas, y los pardales de una nidada pían escondidos en el mimbral que tiende su cabellera sobre el espejo del remanso. A lo lejos se perfila un puente romano por donde cruza la recua de un arriero. SABELITA sube por la ribera, con la mirada estática y al reconocerla se asombran las dos lavanderas: JUANA LA GAZULA y ANDREA LA VISOJA.

LA GAZULA.— ¿Rapaza, tú distingues quién viene por allí?

LA VISOJA.— ¿Pues quién es, rapaza?

LA GAZULA.— ¡Asombráraste! Doña Sabelita vestida de mantelo. Agora nos ha visto.

LA VISOJA.— ¿Adónde irá por estos campos sola? Dijéronme, y no lo había creído, que ya no estaba a la vera del señor Don Juan Manuel.

LA GAZULA.— De por fuerza está adolecida. ¿No la miras cómo se entra en el río?…

LA VISOJA.— ¡Virgen Santísima!

Las dos mujerucas se yerguen despavoridas. SABELITA está en medio del río y la corriente la arrebata. Las mujerucas gritan y piden socorro con los brazos en alto. En la otra orilla, EL BARQUERO, que dormitaba al sol, desatraca la barca, y boga ayudado por la corriente. Un bulto aparece a corta distancia sobre las aguas y vuelve a desaparecer. EL BARQUERO deja los remos e inclinado sobre la borda explora la corriente. Se incorpora de pronto y se arroja al río. Las aguas verdosas le cubren. Pasa un momento. Las dos mujerucas que gritaban en la orilla, han enmudecido pálidas de terror. EL BARQUERO aparece otra vez sobre las aguas: Nada con un brazo, y con el otro arrastra por el cabello el cuerpo de SABELITA. Las dos mujerucas rezan arrodilladas en la orilla, y EL BARQUERO las entrevé con angustia, mientras nada sesgando la corriente. Al fin sus pies tocan la arena, se yergue y sale del río llevando en brazos el cuerpo inanimado de SABELITA. Las dos mujerucas corren a él.

LA GAZULA.— ¡Te creímos perdido!

LA VISOJA.— ¡Bien le rezamos por ti a la Virgen Santísima!

EL BARQUERO.— ¡Un cirio le debo!

EL BARQUERO sobre una piedra, se sacude al sol como los perros de aguas, y contempla su barca que ha ido a dar de través en un juncal. SABELITA yace tendida en la ribera, y las dos mujerucas le desabrochan el justillo y procuran darle calor. Desde la vereda habla un viejo peregrino que va peregrinando a Santiago.

EL PEREGRINO.— Volvedla boca abajo para que vierta el agua que ha bebido.

Escena quinta

Un camino cercano al río. DOÑA MARÍA cruza al paso de su pollina, y EL ESPOLIQUE, que camina al flanco, espanta con una rama verde las moscas que zumban sobre el manso testuz de la bestia.

EL ESPOLIQUE.— Algo acontece en la ribera del río, mi ama. ¿No ve allí reunida mucha gente?

DOÑA MARÍA.— Nada veo. Los años se han llevado la vista de mis ojos.

EL ESPOLIQUE.— Toda la gente que estaba labrando en los campos, baja hacia la ribera. ¿Quiere que me llegue a preguntar, mi ama? Mi ama, llego en una carrera y así también pido razón del camino, y me aseguro mejor…

DOÑA MARÍA.— Dicen que la casa está pasada la Gándara de Brandeso. ¿Tú no sabes el camino?

EL ESPOLIQUE.— Lo tengo andado cuando era rapaz. ¡Otro tiempo lo tengo andado!

EL PEREGRINO.— ¡Vaya muy dichosa Dama María! Si no quiere tener un mal encuentro, pase desviado de la ribera del río, pues toda aquella gente que allí se ve, rodea a una mujer ahogada que está tendida en la arena.

La señora se santigua rezando en voz baja por la mujer ahogada, y EL ESPOLIQUE, sin esperar la venia de su ama, baja en una carrera a la orilla del río. DOÑA MARÍA sigue adelante. Una VIEJA que guarda tres cabras sentada al borde del camino, la interroga con una salmodia.

LA VIEJA.— Alma caritativa, ¿quieres decirme si es puesto el sol?

DOÑA MARÍA.— Tiempo hace que se puso, abuela.

LA VIEJA.— Cinco años llevo en una noche oscura, que no soy ciega de nacencia. Por tener un pedazo de pan que llevarme a la boca, guardo estas cabras de otra pobre. Los animales me conocen, y yo conozco los parajes adonde llevarlos para que puedan triscar. Soy Liberata la Manífica, que otro tiempo iba a la villa con las peras de oro y las manzanas reinetas de mi huerto. ¡Tiempos aquéllos! Después casóse una hija moza que me quedaba, partiéndose de mi vera sin más acordarse. Por tener un pedazo de pan que llevarme a la boca, guardo estas cabras de otra pobre.

DOÑA MARÍA.— ¡Dios le da el Cielo a ganar! ¡Así nos lo diese a todos!

La mansa pollina de la señora sigue camino adelante, con las riendas sueltas mordisqueando por la verde orilla, y LA VIEJA, con sus tres cabras, va trenqueando detrás: Su voz de sibila se extiende en el silencio del anochecer.

LA VIEJA.— ¡Qué triste es la espera de la muerte! Estas cabras me tienen más ley que aquella mala hija. Poco hace oí que sacaban del río a una moza ahogada, y saltóme el corazón pensando si sería esa loba, y deseé tener luz en los ojos para verla muerta. ¡Pero ni aun la muerte la quiere, y no era ella sino una cuitada que tenía desvariado el sentido! Aquí venía algunas tardes con la vaca, y un día contóme que conocía a mi hija y al caballero que la tiene con el regalo de una reina en un molino suyo. ¡Maldito había de estar el vientre de las mujeres como el vientre de las mulas! Los hijos sólo sirven para nos condenar, porque cada hijo es un pecador que damos al mundo. El fuego de la mocedad nos lleva a cometer esa culpa de darle ejércitos al gran Satanás, y todos los años los inocentes que inda beben en el pecho de las madres, crucifican al Divino Señor. ¡Ay, el día de la muerte! ¡Ay, el día de la muerte! ¡Ay, el día de la muerte!

Se extingue poco apoco la voz de LA VIEJA, que ha ido quedando muy atrás. Entre los álamos que marcan la línea irregular del río lucen algunos faroles mortecinos. DOÑA MARÍA avanza al paso de su montura, y de tiempo en tiempo se detiene medrosa para ver si torna su ESPOLIQUE. Las luces se acercan por entre los álamos. Se oye el tardo caminar de gente aldeana que se acerca con un sordo rumor de voces y de pisadas. Los galgos salen al camino horadando la maleza, y detrás asoma DON GALÁN.

DON GALÁN.— Señora mi ama, no siga más adelante. ¡Ya no es de este mundo aquella paloma blanca!

DOÑA MARÍA.— ¡No has querido perdonarme, Divino Jesús! ¡Señor, no cubras mi vida de sombras! ¡Señor, si mi vejez era ya tan triste, por qué la acabas con este remordimiento! ¡Señor, alivia el peso de mi cruz!

DOÑA MARÍA solloza sentada sobre la orilla del camino, y en torno saltan los galgos dando ladridos de júbilo que hacen enderezar las orejas a la vieja pollina. DON GALÁN les habla severo y lloroso.

DON GALÁN.— Condenados animales, estarvos quietos, ya que sois faltos de entendimiento, y no podéis alcanzar estas penas del mundo, cosas de la vida y de la muerte que solamente sentimos los cristianos. ¡Estarvos quietos, ladrones! ¡Canoso, Liberal, no asustéis a la pollina y estarvos quietos por amor de Dios! No hace mucho saltabais como agora alrededor de aquella cordera. ¡Acordarvos mal agradecidos cómo os dio su yantar y lamisteis aquellas manos que agora están frías!

Las luces se acercan por entre los árboles. Algunos aldeanos traen a la mujer ahogada en unas andas de ramaje, cubiertas con una sábana blanca. La cabellera de la muerta cuelga fuera.

EL PEREGRINO.— Yo venía por el mismo sendero que esa pobre mujer, y me pareció que estaba loca.

LA VISOJA.— Se agarraba a las arenas del fondo y no podían desasirla. Aún trae entre los dedos las algas.

LA GAZULA.— ¡Parece muerta!

LA VISOJA.— No es muerta, que el corazón le late.

LA GAZULA.— Yo puse el oído sobre su pecho y no lo sentí.

LA VISOJA.— Late muy despacio, muy despacio…

EL PEREGRINO.— ¿Adónde la conducimos?

UN ZAGAL.— Estaba recogida en la casa del tejedor. Aún hoy andaba con la vaca…

LA GAZULA.— Fuera mejor conducirla a la villa.

EL PEREGRINO.— ¿Tiene allí familias?

LA VISOJA.— Tuvo el regalo de una reina, mas hoy no tiene ni unas pajas donde morir.

Hablan detrás de los árboles: Se acercan lentamente. La niebla del anochecer vela los bultos y las luces. DOÑA MARÍA se incorpora y va a su encuentro con penoso esfuerzo, sacudida por los sollozos.

Escena última

Sala en la casa de DON JUAN MANUEL MONTENEGRO: Es de noche y apenas la esclarece un velón de aceite. Las dos criadas se disponen a cubrir la mesa con manteles que sacan de una alacena. EL CABALLERO entra huraño, y se sienta a la cabecera, en un sillón de moscovia.

EL CABALLERO.— Decid a vuestra ama que venga a ocupar su puesto.

LA MANCHADA.— Fuese Dama María.

EL CABALLERO.— ¡Todos me abandonan!… ¡Liberata! ¡Liberata!

LIBERATA.— Mande, mi señor.

EL CABALLERO.— Ven a cenar conmigo.

Permanece un momento abatido, la frente entre las manos, inclinado sobre los manteles. LIBERATA entra con los ojos brillantes de fiebre. EL CABALLERO, al sentirla, se incorpora. La dos criadas comienzan a servir, vagan en torno de la mesa, vienen y van a la cocina. EL CABALLERO bebe con largura, y muestra aquel apetito animoso, rústico y fuerte de los viejos héroes en los banquetes de la vieja Ilíada. Sentada enfrente, la barragana le sirve los manjares y le escancia el vino.

EL CABALLERO.— ¿Ha estado aquí el cabrón de tu marido?

LIBERATA.— Al caer de la tarde estuvo…

EL CABALLERO.— Me había parecido entender su voz.

LIBERATA.— Es un hombre muy de bien, y por serlo tanto tiene que verse sin calzones. Otra vez volvió a presentarse en el molino uno de los hijos de mi amo.

EL CABALLERO.— ¿Qué pretendía ese bandido?

LIBERATA.— Dejó allí su caballo y llevóse las dos vacas. Montado en una, del revés, con el rabo sirviéndole de freno, pasó el río.

EL CABALLERO.— ¿Y por qué no le recibió a tiros ese cabrón?

LIBERATA.— Es un hombre muy de bien.

EL CABALLERO.— ¿No le había dado mi escopeta y no le había dicho que yo le sacaría de la cárcel?

LIBERATA.— Fuera bueno que hubiera sido Don Pedrito.

EL CABALLERO.— ¿Quién ha sido?

LIBERATA.— Cara de Plata, que se va con los carlistas… También se llevó la escopeta.

EL CABALLERO queda un momento cejijunto, y luego ríe con su risa violenta y feudal. La molinera le llena el vaso que se enrojece con la sangre de aquellos parrales donde, en la holganza de las largas siestas, solía pacer el rocín de CARA DE PLATA. Cuando el linajudo deja de beber, entra MICAELA LA ROJA.

LA ROJA.— ¿Señor amo, qué hace sentado a la mesa con esa mala mujer, cuando la muerte está entrando por sus puertas?

EL CABALLERO.— ¿Qué dices, vieja loca?

LA ROJA.— ¡Escuche las voces de las almas caritativas que la sacaron del río!… ¡Escuche el gañido de los canes!

EL CABALLERO.— Estoy sordo, y agradéceselo a Dios. Lléname el vaso, Liberata. ¡Pobre vieja, sus cien años la hacen chochear! Sin duda habíase dormido en la cocina pasando las cuentas del rosario, y se ha despertado con ese sueño.

LIBERATA.— ¡Asús! Miedo en el alma pusiéronme sus palabras.

Se oye en la cocina el rumor de una voz aldeana, que grave y piadosa narra entre los criados, cómo vio en las aguas del río los cabellos de una mujer, y las manos blancas asomando fuera. Glosan a coro otras voces mendigas, y en espera del aguinaldo, loan su ayuda para salvar a la cuitada que tenía desvariado el sentido. Sobre aquel murmullo codicioso y lejano se levanta trémula la voz de DON JUAN MANUEL.

EL CABALLERO.— ¡Qué sucede en mi casa! ¿Esa gente habla o reza? ¿Tú has dicho, vieja loca, que la muerte entraba por estas puertas?

LA ROJA.— Sí lo he dicho.

EL CABALLERO.— ¿La muerte para quién?

LA ROJA.— Para los inocentes.

EL CABALLERO.— Siendo así poco puede importarnos a los pecadores.

DON JUAN MANUEL, apura el vaso. DOÑA MARÍA llega por el largo corredor, y desde lejos, en una vaga penumbra, se la ve: Llega lentamente la resignada señora, y en la puerta, con grave y justiciero continente, se detiene sin hablar. EL CABALLERO vuelca de un puntapié el sitial de la molinera, que no osa levantarse del suelo.

LIBERATA.— ¡Que no acierte a verme, Divino Jesús!

EL CABALLERO.— Métete debajo de la mesa, can.

LA ROJA.— ¡Can rabioso!

EL CABALLERO.— ¡Silencio! Creí que me habías abandonado, María Soledad.

La resignada señora permanece muda y altiva ante la farsa carnavalesca del marido que esconde a la manceba debajo de la mesa. Después de un momento deja oír su voz, que suena religiosa y apagada, como la voz que atribuye la fantasía a las almas en pena.

DOÑA MARÍA.— Saldrás de esta casa, y no volverás, mientras en ella esté la pobre criatura. Nuestro Señor no quiso que muriese, y con vida la sacaron del río… La he perdonado, y vuelve a ser mi hija.

EL CABALLERO.— ¿Dónde está?

DOÑA MARÍA.— ¡Aquí!… Pero tú no intentes verla.

EL CABALLERO.— ¡Quién me lo impediría!

DOÑA MARÍA.— ¡Yo!… Yo que saldré de aquí llevándola conmigo, y que en la primera puerta pediré por caridad un rincón para las dos.

EL CABALLERO.— ¡Esta casa, desde hace trescientos años, es la casa de mis abuelos!

DOÑA MARÍA.— No tardarás en volver a ella.

DON JUAN MANUEL, con mano trémula y rabiosa coge el plato que ante él humea apetitoso, y se lo alarga a la manceba escondida debajo de la mesa, al socaire de los manteles.

EL CABALLERO.— Hártate, can.

DOÑA MARÍA.— ¡Adiós, para siempre!

EL CABALLERO.— Espera. ¿La has perdonado?

DOÑA MARÍA.— ¿No te había perdonado a ti?

EL CABALLERO.— ¡María Soledad, tu alma es grande y loca! ¡María Soledad, tú eres santa y si digo mentira que me lleve el Demonio! ¡Vamos, can!

De un puntapié vuelca la mesa, y entre los manteles, y el vino que se derrama ensangrentándolos, y el pan, y la sal, se arrastra la manceba. DOÑA MARÍA se aleja.

LIBERATA.— ¡No me haga mal! ¡Por lo que llevo en mis entrañas, no me haga mal!

EL CABALLERO.— ¡No ladres, cadela! Sígueme.

LIBERATA.— ¡Ni aun puedo alzarme!

EL CABALLERO.— ¡No ladres! Vámonos de esta casa… Sígueme, cadela.

Atraviesa los resonantes corredores, desciende la ancha escalera de piedra, y sale a la plaza silenciosa y abandonada. En la puerta, bajo el blasón que tiene en sus cuarteles espuelas de caballería y águilas de victoria, se detiene sollozando, y la luna platea su cabeza desnuda. El bufón sale del ancho zaguán y se acerca a su amo que no le ve llegar.

DON GALÁN.— ¿Adónde ir con la carga de nuestros pecados?

EL CABALLERO.— No sé…

LIBERATA.— ¡La noche es fiera, Virgen Santísima!

DON GALÁN.— Qué nos importa, si somos tres estrellas de la noche.

EL CABALLERO.— Tú eres una estrella porque eres un alma de Dios… Pero esa mujer es una zorra y yo soy un lobo salido, un lobo salido, un lobo salido…

Se aleja. Huye. Sus voces y sus pasos resuenan en la plaza desierta. El eco repite sus palabras fatales. Las ráfagas del viento aborrascan sus cabellos y la ola nevada de su barba. El bufón y la manceba le pierden en la oscuridad de la noche y dejan de oír sus voces.

Romance de Lobos

Dramatis personae

EL CABALLERO DON JUAN MANUEL MONTENEGRO
SUS HIJOS DON PEDRITO, DON ROSENDO, DON MAURO, DON GONZALITO Y DON FARRUQUIÑO
SUS CRIADOS DON GALAN, LA ROJA, EL ZAGAL DE LAS VACAS, ANDREIÑA, LA REBOLA Y LA RECOGIDA
DON MANUELITO SU CAPELLAN
ABELARDO PATRON DE LA BARCA, LOS MARINEROS Y EL RAPAZ
DOÑA MONCHA Y BENITA LA COSTURERA, FAMILIARES DE LA CASA
LA HUESTE DE MENDIGOS DONDE VAN EL POBRE DE SAN LAZARO, DOMINGA DE GOMEZ, EL MANCO LEONES, EL MANCO DE GONDAR, PAULA LA REINA QUE DA EL PECHO A UN NIÑO, ANDREIÑA LA SORDA Y EL MORCEGO CON SU COIMA
ARTEMISA LA DEL CASAL, BASTARDA DEL CABALLERO, CON UN HIJO PEQUEÑO A QUIEN LLAMAN FLORIANO
EL CIEGO DE GONDAR CON SU LAZARILLO. FUSO NEGRO, LOCO
UNA TROPA DE SIETE CHALANES: SON MANUEL TOVIO, MANUEL FONSECA, PEDRO ABUIN, SEBASTIAN DE XOGAS Y RAMIRO DE BEALO CON SUS DOS HIJOS
DOÑA ISABELITA, QUE FUE BARRAGANA DEL CABALLERO
UNA VIUDA CON SUS CUATRO HUERFANOS
LA SANTA COMPAÑA DE LAS ANIMAS EN PENA

Jornada primera

Escena primera

(Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche, y la luna naciente brilla entre los cipreses. Don Juan Manuel Montenegro, que vuelve borracho de la feria, cruza por el camino, jinete en un potro que se muestra inquieto y no acostumbrado á la silla. El hidalgo, que se tambalea de borrén a borrén, le gobierna sin cordura, y tan pronto le castiga con la espuela como le recoge las riendas. Cuando el caballo se encabrita, luce una gran destreza y reniega como un condenado.)

EL CABALLERO.— ¡Maldecido animal!... ¡Tiene todos los demonios en el cuerpo!... ¡Un rayo me parta y me confunda!

UNA VOZ.— ¡No maldigas, pecador!

OTRA VOZ.— ¡Tu alma es negra como un tizón del Infierno, pecador!

OTRA VOZ.— ¡Piensa en la hora de la muerte, pecador!

OTRA VOZ.— ¡Siete diablos hierven aceite en una gran caldera para achicharrar tu cuerpo mortal, pecador!

EL CABALLERO.— ¿Quién me habla? ¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena, o sois hijos de puta?

(Retiembla un gran trueno en el aire, y el potro se encabrita, con amenaza de desarzonar al jinete. Entre los maizales brillan las luces de la Santa Compaña. El Caballero siente erizarse los cabellos en su frente, y disipados los vapores del mosto. Se oyen gemidos de agonía y herrumbroso son de cadenas que arrastran en la noche oscura, las ánimas en pena que vienen al mundo para cumplir penitencia. La blanca procesión pasa como una niebla sobre los maizales.)

UNA VOZ.— ¡Sigue con nosotros, pecador!

OTRA VOZ.— ¡Toma un cirio encendido, pecador!

OTRA VOZ.— ¡Alumbra el camino del camposanto, pecador!

(EL CABALLERO siente el escalofrío de la muerte, viendo en su mano oscilar la llama de un cirio. La procesión de las ánimas le rodea, y un aire frío, aliento de sepultura, le arrastra en el giro de los blancos fantasmas que marchan al son de cadenas y salmodian en latín.)

UNA VOZ.— ¡Reza con los muertos por los que van a morir! ¡Reza, pecador!

OTRA VOZ.— ¡Sigue con las ánimas hasta que cante el gallo negro!

OTRA VOZ.— ¡Eres nuestro hermano, y todos somos hijos de Satanás!

OTRA VOZ.— ¡El pecado es sangre, y hace hermanos a los hombres como la sangre de los padres!

OTRA VOZ.— ¡A todos nos dió la leche de sus tetas peludas, la Madre Diablesa!

MUCHAS VOCES.— ...¡La madre coja, coja y bisoja, que rompe los pucheros! ¡La madre morueca, que hila en su rueca los cordones de los frailes putañeros, y la cuerda del ajusticiado que nació de un bandullo embrujado! ¡La madre bisoja, bisoja corneja, que se espioja con los dientes de una vieja! ¡La madre tiñosa, tiñosa raposa, que se mea en la hoguera y guarda el cuerno del carnero en la faltriquera, y del cuerno hizo un alfiletero! Madre bruja, que con la aguja que lleva en el cuerno, cose los virgos en el Infierno y los calzones de los maridos cabrones!

(EL CABALLERO siente que una ráfaga le arrebata de la silla, y ve desaparecer a su caballo en una carrera infernal. Mira temblar la luz del cirio sobre su puño cerrado, y advierte con espanto que sólo oprime un hueso de muerto. Cierra los ojos, y la tierra le falta bajo el pie y se siente llevado por los aires. Cuando de nuevo se atreve a mirar, la procesión se detiene a la orilla de un río donde las brujas departen sentadas en rueda. Por la otra orilla va un entierro. Canta un gallo.)

LAS BRUJAS.— ¡Cantó el gallo blanco, pico al canto!

(Los fantasmas han desaparecido en una niebla, las brujas comienzan a levantar un puente y parecen murciélagos revoloteando sobre el río, ancho como un mar. En la orilla opuesta está detenido el entierro. Canta otro gallo.)

LAS BRUJAS.— ¡Canta el gallo pinto, ande el pico!

(AL TRAVÉS de una humareda espesa los arcos del puente comienzan a surgir en la noche. Las aguas, negras y siniestras, espuman bajo ellos con el hervor de las calderas del Infierno. Ya sólo falta colocar una piedra, y las brujas se apresuran, porque se acerca el día. Inmóvil, en la orilla opuesta, el entierro espera el puente para pasar. Canta otro gallo.)

LAS BRUJAS.— ¡Canta el gallo negro, pico quedo!

(EL CORRO de las brujas dejan caer en el fondo de la corriente, la piedra que todas en un remolino llevaban por el aire, y huyen convertidas en murciélagos. El entierro se vuelve hacia la aldea y desaparece en una niebla. El Caballero, como si despertase de un sueño, se halla tendido en medio de la vereda. La luna ha trasmontado los cipreses del cementerio y los nimba de oro. El caballo pace la yerba lozana y olorosa que crece en el rocío de la tapia. El Caballero vuelve a montar y emprende el camino de su casa.)

Escena segunda

(DON JUAN MANUEL MONTENEGRO, llama con grandes voces ante el portón de su casa. Ladran los perros atados en el huerto, bajo la parra. Una ventana se abre en lo alto de la torre, sobre la cabeza del hidalgo, y asoma la figura grotesca de una vieja en camisa, con un candil en la mano.)

EL CABALLERO.— Apaga esa luz...

LA ROJA.— Agora bajo a franquealle la puerta.

EL CABALLERO.— Apaga esa luz...

(EL CABALLERO se ha cubierto los ojos con la mano, y de esta suerte espera a que la vieja se retire de la ventana. El caballo piafa ante el portón, y Don Juan Manuel no descabalga hasta que siente rechinar el cerrojo. La vieja criada aparece con el candil.)

EL CABALLERO.— ¡Sopla esa luz, grandísima bruja!

LA ROJA.— ¡Ave María! ¡Qué fieros! ¡Ni que le hubiera salido un lobo al camino!

EL CABALLERO.— ¡He visto La Hueste!

LA ROJA.— ¡Brujas fuera! ¡Arreniégote, Demonio!

(Sopla la vieja el candil y se santigua medrosa. Cierra el portón y corre a tientas por juntarse con su amo, que ya comienza a subir la escalera.)

EL CABALLERO.— Después de haber visto las luces de la muerte, no quiero ver otras luces, si debo ser de Ella...

LA ROJA.— Hace como cristiano.

EL CABALLERO.— Y si he de vivir, quiero estar ciego hasta que nazca la luz del sol.

LA ROJA.— ¡Amén!

EL CABALLERO.— Mi corazón me anuncia algo, y no sé lo que me anuncia... Siento que un murciélago revolotea sobre mi cabeza, y el eco de mis pasos, en esta escalera oscura, me infunde miedo, Roja.

LA ROJA.— ¡Arreniégote, Demonio! ¡Arreniégote, Demonio!

(Al oir un largo relincho acompañado de golpes en el portón, Don Juan Manuel se detiene en lo alto de la escalera.)

EL CABALLERO.— ¿Has oído, Roja?

LA ROJA.— Sí, mi amo.

EL CABALLERO.— ¿Qué rayos será?

LA ROJA.— No jure, mi amo.

EL CABALLERO.— ¡El Demonio me lleve!... ¡Se ha quedado la bestia fuera!

LA ROJA.— ¡La bestia del trasgo!...

EL CABALLERO.— ¡La bestia que yo montaba! Despierta a Don Galán para que la meta en la cuadra.

LA ROJA.— Denantes llamándole estuve porque bajare a abrir, y no hubo modo de despertarlo. ¡Con perdón de mi amo, hasta le di con el zueco!

(EL CABALLERO se sienta en un sillón de la antesala, y la vieja se acurruca en el quicio de la puerta. Se oye de tiempo en tiempo el largo relincho y el galopar del casco en el portón.)

EL CABALLERO.— Prueba otra vez a despertarle.

LA ROJA.— Tiene el sueño de una piedra.

EL CABALLERO.— Vuelve a darle con el zueco.

LA ROJA.— Ni que le dé en la croca.

EL CABALLERO.— Pues le arrimas el candil a las pajas del jergón.

LA ROJA.— ¡Ave María!

(Sale la vieja andando a tientas. Canta un gallo, y el hidalgo, hundido en su sillón de la antesala, espera con la mano sobre los ojos. De pronto se estremece. Ha creído oír un grito, uno de esos gritos de la noche, inarticulados y por demás medrosos. En actitud de incorporarse, escucha. El viento se retuerce en el hueco de las ventanas, la lluvia azota los cristales, las puertas cerradas tiemblan en sus goznes. ¡Toc-toc!... ¡Toc-toc!... Aquellas puertas de vieja tracería y floreado cerrojo, sienten en la oscuridad manos invisibles que las empujan. ¡Toc-toc!... ¡Toc-toc!... De pronto pasa una ráfaga de silencio y la casa es como un sepulcro. Después, pisadas y rosmar de voces en el corredor: Llegan rifando la vieja criada y Don Galán.)

LA ROJA.— Ya dejamos al caballo en su cuadra. ¡Qué noche, Madre Santísima!

DON GALÁN.— Truena y lostrega que pone miedo.

LA ROJA.— ¡Y no poder encender un anaco de cirio bendito!...

DON GALÁN.— ¿No lo tienes?

LA ROJA.— Sí que lo tengo, mas no puede ser encendido en esta noche tan fiera. Tengo dos medias velas que alumbraron en el velatorio de mi curmana la Celana.

EL CABALLERO.— ¿Habéis oído?

LA ROJA.— ¿Qué, mi amo?

EL CABALLERO.— Una voz...

DON GALÁN.— Son las risadas del trasgo del viento...

(Suenan en la puerta grandes aldabonazos que despiertan un eco en la oscuridad de la casona. El Caballero se pone en pie.)

EL CABALLERO.— Dame la escopeta, Don Galán. ¡Voy a dejar cojo al trasgo!

DON GALÁN.— Oiga su risada.

LA ROJA.— Lo verá que se hace humo o que se hace aire...

(Abre la ventana Don Juan Manuel, y el viento entra en la estancia con un aleteo tempestuoso que todo lo toca y lo estremece. Los relámpagos alumbran la plaza desierta, los cipreses que cabecean desesperados, y la figura de un marinero con sudeste y traje de aguas, que alza el aldabón de la puerta. La lluvia moja el rostro de Don Juan Manuel Montenegro.)

EL CABALLERO.— ¿Quién es?

EL MARINERO.— Un marinero de la barca de Abelardo.

EL CABALLERO.— ¿Ocurre algo?

EL MARINERO.— Una carta del señor capellán. Cayó muy enferma Dama María.

EL CABALLERO.— ¡Ha muerto!... ¡Ha muerto!... ¡Pobre rusa!

(Retírase de la ventana, que el viento bate locamente con un fracaso de cristales, y entenebrecido recorre la antesala de uno a otro testero. La vieja y el bufón, hablando quedo y suspirantes, bajan a franquear la puerta al marinero. En la antesala el viento se retuerce ululante y soturno. Las vidrieras, tan pronto se cierran estrelladas sobre el alféizar, como se abren de golpe, trágicas y violentas. El marinero llega acompañado de los criados y se detiene en la puerta, sin aventurarse a dar un paso por la estancia oscura. Don Juan Manuel le interroga, y de tiempo en tiempo un relámpago les alumbra y se ven las caras lívidas.)

EL CABALLERO.— ¿Traes una carta?

EL MARINERO.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— Ahora no puedo leerla... Dime tú qué desgracia es esa... ¿Ha muerto?

EL MARINERO.— No, señor.

EL CABALLERO.— ¿Hace muchos días que está enferma?

EL MARINERO.— Lo de agora fué un repente... Mas dicen que todo este tiempo ya venía muy acabada.

EL CABALLERO.— ¡Ha muerto! ¡Esta noche he visto su entierro, y lo que juzgué un río era el mar que nos separaba!

(Calla entenebrecido. Nadie osa responder a sus palabras, y sólo se oye el murmullo apagado de un rezo. El caballero distingue en la oscuridad una sombra arrodillada a su lado, y se estremece.)

EL CABALLERO.— ¿Eres tú, Roja?

LA ROJA.— Yo soy, mi amo.

EL CABALLERO.— Dale a ese hombre algo con que se conforte, para poder salir inmediatamente. ¡Ay, muerte negra!

Escena tercera

(Noche de tormenta en una playa. Algunas mujerucas apenadas, inmóviles sobre las rocas y cubiertas con negros manteos, esperan el retorno de las barcas pescadoras. El mar ululante y negro, al estrellarse en las restingas, moja aquellos pies descalzos y mendigos. Las gaviotas revolotean en la playa, y su incesante graznar y el lloro de algún niño, que la madre cobija bajo el manto, son voces de susto que agrandan la voz extraordinaria del viento y del mar. Entre las tinieblas brilla la luz de un farol. Don Juan Manuel y el marinero bajan hacia la playa.)

EL MARINERO.— ¡Ya alcanza mi amo cómo no está la sazón para hacerse a la mar!

EL CABALLERO.— ¿Dónde tenéis atracada la barca?

EL MARINERO.— A sotavento del Castelo.

EL CABALLERO.— Como habéis venido, podemos ir...

EL MARINERO.— Era día claro, y tampoco reinaba este viento, cuando largamos de Flavia-Longa. Aun así nos comía la mar. Vea cómo lostrega por la banda de Sudeste. ¡Hay mucha cerrazón!

EL CABALLERO.— ¡Hay otra cosa!... ¡Miedo!

EL MARINERO.— El mar es muy diferente de la tierra, y de otro respeto, Señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.— ¡No sois marineros, sino mujeres!

EL MARINERO.— Somos marineros, y por eso miramos los peligros que apareja la travesía. Al mar, cuanto más se le conoce más se le teme. No le temen los que no le conocen.

EL CABALLERO.— Yo le conozco y no le temo.

EL MARINERO.— No le teme, porque usted no teme ninguna cosa, si no es a Dios.

EL CABALLERO.— ¿Cuántos marineros sois?

EL MARINERO.— Cinco y el rapaz, que no merece ser contado. Hemos venido con los cuatro rizos, y aínda hubimos de arriar la vela al pasar La Bensa.

EL CABALLERO.— ¡Qué noche fiera!

EL MARINERO.— No se ve ni una estrella.

EL CABALLERO.— ¡Ni hace falta! Si fueseis gente de mar, os gustaría este tiempo bravo.

EL MARINERO.— ¡Es mucho tiempo!

EL CABALLERO.— Siempre preferible a la calma.

(Han llegado al atracadero donde se abriga la barca. Grandes peñascales coronados por las ruinas de un castillo. El marinero se adelanta, y con el farol explora el camino para bajar a la orilla. Es peligroso el paso de aquellas rocas cubiertas de limo, donde los pies resbalaban. En el abrigo se adivina la forma de la barca. Un farol cuelga del palo, y lo demás es una mancha oscura. El marinero da una gran voz.)

EL MARINERO.— ¡Abelardo!

EL CABALLERO.— ¿Es el patrón?

EL MARINERO.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— ¿Abelardo, el hijo de Peregrino el Rau?

EL MARINERO.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— Su padre era un lobo para la mar.

EL MARINERO.— Pues el hijo le gana... ¡Abelardo!

UNA VOZ EN LAS TINIEBLAS.— ¿Quién va?

EL MARINERO.— Sube para darle una mano al Señor Don Juan Manuel... Yo mal puedo con el farol.

EL CABALLERO.— ¡No te muevas, Abelardo! Me basto solo.

(Bajan a la orilla del mar. Se oye el vuelo de las gaviotas, convocadas por el viento y la noche. Una sombra se acerca: Sus pasos fosforecen en la arena mojada. Los relámpagos tiemblan con brevedad quimérica sobre el mar montañoso, y se distingue la barca negra, cabeceando atracada al socaire de los roquedos.)

EL CABALLERO.— ¿Eres tú Abelardo?

EL PATRÓN.— Para servirle, Señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.— A ti no te conozco... A tu padre le he conocido mucho... Me acuerdo de una apuesta que ganó: Era ir nadando hasta la Isla.

EL PATRÓN.— ¡De poco le ha servido al pobre aquella destreza!

EL CABALLERO.— ¿Murió ahogado?

EL PATRÓN.— Murió, sí, señor.

EL CABALLERO.— ¿Cuándo embarcamos?

EL PATRÓN.— Cuando el tiempo lo permita.

EL CABALLERO.— ¡Tú no morirás como tu padre! Tú tienes que pedir permiso al tiempo para hacerte a la mar. Cuando lleguemos estará fría aquella santa. ¡La muerte no tiene tu espera, hijo de Peregrino el Rau!

(A la luz de los relámpagos se columbra al viejo linajudo erguido sobre las piedras, con la barba revuelta y tendida sobre un hombro. Su voz de dolor y desdén vuela deshecha en las ráfagas del viento. El hijo de Peregrino el Rau hace bocina con las manos.)

EL PATRÓN.— Muchachos, vamos a largar.

UN MARINERO.— El viento es contrario y no llegaremos en toda la noche. Si no ocurre avería mayor.

OTRO MARINERO.— Más valía esperar.

OTRO MARINERO.— Al nacer el día acaso salte el viento.

EL CABALLERO.— ¿En qué año nacisteis? ¡Un rayo me parta si no habéis nacido en el año del miedo!

EL PATRÓN.— ¡A embarcar, rediós! Meter a bordo el rizón.

(A la voz del patrón los cuatro hombres que tripulan la barca, uno tras otro, van saltando a bordo con un rosmar de protesta. El patrón manda aparejar la vela y se inclina sobre la borda de popa para armar la caña del timón. Después se santigua. La barca se columpia en la cresta espumosa de una ola. Comienza la travesía.)

Escena cuarta

(Sala desmantelada en una casa hidalga, a la entrada de Flavia-Longa. Llegan hasta allí, desde otra estancia, las voces de los criados, que rinden el planto a la señora, que acaba de morir. Los hijos han hecho campaña en la sala, y rifan al son que se reparten lo que afanaron al saquear la casa. Allí están Don Pedrito, Don Rosendo, Don Gonzalito, Don Mauro y Don Farruquiño. Los cinco hermanos se parecen: Altos, cenceños, apuestos, con los ojos duros y el corvar de la nariz soberbio. Don Farruquiño se distingue de los otros en que lleva tonsura y alzacuello.)

DON ROSENDO.— ¡Creéis que en casa de mi madre se comía con cucharas de madera!

DON FARRUQUIÑO.— Eso parece.

DON ROSENDO.— Yo no paso por ello. ¿Quién es el ladrón de la plata que siempre hubo aquí?

DON FARRUQUIÑO.— Ahora no la hay, y fuerza es conformarse.

DON ROSENDO.— Pues la había.

DON PEDRITO.— Sílbale, a ver si acude.

DON FARRUQUIÑO.— El capellán se la llevó machacada, cuando estuvo en la facción. Creo recordar eso.

DON ROSENDO.— ¡Mentira! Yo la he visto mucho después, y comí con ella. ¡Y no hace mucho!

DON MAURO.— Yo también.

DON GONZALITO.— Toda la plata ha desaparecido hoy mismo, y el ladrón no es el capellán.

DON ROSENDO.— ¿Quién de vosotros llegó el primero?

DON PEDRITO.— Yo llegué el primero. ¿Qué hay?

DON ROSENDO.— Pues tú eres el ladrón.

DON PEDRITO.— ¡Y tú un hijo de puta!

(DON PEDRITO y Don Rosendo se abalanzan y se agarran. Los otros hermanos se interponen con gran vocerío. El capellán asoma en la puerta: Es un viejo seco, membrudo de cuerpo y velludo de manos, vestido con una sotana verdeante que al andar se le enreda en los calcañares.)

EL CAPELLÁN.— ¡Aún está caliente el cuerpo de vuestra madre, y ya peleáis como Caínes! ¡Respetad el sueño de la muerte, sacrílegos! Esperad a que llegue vuestro padre, y él dará a cada uno lo que en herencia le corresponda. No seáis como los cuervos, que caen en bandada sobre los muertos para comérselos. ¡Cuervos! ¡Caínes!

(Los cinco hermanos, revueltos en un tropel, siguen gritando en el centro de la estancia, y los brazos se levantan sobre las cabezas amenazadores y coléricos.)

DON FARRUQUIÑO.— Don Manuelito, esto no se arregla con sermones.

EL CAPELLÁN.— ¡También has manchado en este saqueo tus manos que consagran a Dios! Esperad a que llegue vuestro padre y él dará a cada uno lo suyo. ¡Los lobos en el monte tienen más hermandad que vosotros! ¡Nacidos sois de un mismo vientre, y peleáis como fieras que por acaso se hallan en un camino!

DON FARRUQUIÑO.— ¿Quién avisó a Don Juan Manuel?

EL CAPELLÁN.— Yo le avisé. Esta tarde salió con una carta mía, la barca de Abelardo.

DON PEDRITO.— ¡Esa es una conspiración!

DON MAURO.— ¡Qué se pretende con avisar a mi padre!

DON GONZALITO.— Debió respetarse la voluntad de mi madre, que no le llamó cuando estaba moribunda.

EL CAPELLÁN.— Porque vosotros lo habéis estorbado. Pero harto sabéis que su último suspiro fué para él. ¡Cuervos! ¡Lobos!

DON PEDRITO.— ¡Basta de insultos, que la paciencia se me acaba!

EL CAPELLÁN.— ¡Y tú el mayor cuervo! ¡Y tú el mayor lobo!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Qué valor da el vino!

DON MAURO.— ¡Un rayo te parta, Don Manuelito!

EL CAPELLÁN.— Guardad esos fieros para las mujeres y para los rapaces, que a mí no se me asusta con ellos. ¡Sacrílegos! Vendrá Don Juan Manuel y os arrojará de esta casa que estáis profanando con vuestras concupiscencias.

DON PEDRITO.— ¡Un rayo me parta! ¡Me da el corazón que hoy ceno lengua de clérigo!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Adobada en vino!

EL CAPELLÁN.— ¡Sacrílegos! ¡Seríais capaces de poner las manos sobre esta corona!

DON FARRUQUIÑO.— ¡No lo consentiría yo!

EL CAPELLÁN.— ¡Tú eres el peor de todos!... Ya tendréis el castigo, si no en esta vida, en la otra... Os dejo, os dejo entregados a este latrocinio impío... ¿Oís esa campana? Llama por mí y llama también por vosotros... Voy a decir la primera misa por el descanso de nuestra madre, mi protectora, mi madre. Vosotros, Caínes, bien hacéis en no oírla. ¡Sería un escarnio! Sois como los perros, que no pueden entrar en la casa de Dios.

(EL CAPELLÁN sale, y el doble de la campana que resuena en la sala desmantelada, detiene por un momento aquel expolio a que se entregan desde el comienzo de la noche los cinco bigardos.)

Escena quinta

(La alcoba donde murió Doña María. Es el amanecer, uno de esos amaneceres adustos e invernales en que aulla el viento como un lobo y se arremolina la llovizna. En la alcoba, la luz del día naciente batalla con la luz de los cirios que arden a la cabecera de la muerta, y pasa por las paredes de la estancia como la sombra de un pájaro. La lluvia azota los cristales de la ventana y se ahíla en un lloro terco y frío, de una tristeza monótona, que parece exprimir toda la tristeza del invierno y de la vida. La ventana se abre sobre el mar, un vasto mar verdoso y temeroso. Es aquella una de esas angostas ventanas de montante, labradas como confesionarios en lo hondo de un muro, y flanqueadas por poyos de piedra donde duerme el gato y suele la abuela hilar su copo. Dos mujeres velan el cadáver: La una, alta y seca, con los cabellos en mechones blancos y los ojos en llamas negras, es sobrina de la muerta y se llama Doña Moncha. La otra, menuda, compungida y melosa, con gracia especial para cortar mortajas, es blanca, con una blancura rancia de viejo marfil, que destaca con cierta expresión devota sobre un hábito nazareno: Se llama Benita la Costurera.)

BENITA LA COSTURERA.— ¿Quiere que amortajemos a la señora?

DOÑA MONCHA.— ¿Terminaste el hábito?

BENITA LA COSTURERA.— Mírelo aquí... No le rematé los hilos de las costuras, porque, mi verdad, una mortaja tampoco requiere aquel cuidado que una halda para ir al baile. ¡Doña Monchiña de mi vida, mire qué guapa le va esta esterilla dorada!

(DOÑA MONCHA aprueba con un gesto. Benita la Costurera dobla la mortaja y espabila los cirios con las tijeras que lleva pendientes de la cintura, y se balancean al extremo de una cinta azul que llaman hospiciana.)

DOÑA MONCHA.— ¡Pobre tía, parece que se ha dormido!

BENITA LA COSTURERA.— Quedóse como un pájaro... ¡Ni agonía tuvo!

DOÑA MONCHA.— Dios nos libre de tenerla igual... ¡Su agonía duró treinta años!

BENITA LA COSTURERA.— Me parece que aún la estoy viendo el día que se casó, con su mantilla de casco... Fué el mismo año y el mismo día que vino la reina... ¡Qué cosas tiene el mundo!... ¡Ayudé a coserle el vestido de novia, y agora tócame hilvanarle la mortaja!

DOÑA MONCHA.— Dos veces le has cosido la mortaja... Todo lo que tú coses son mortajas...

BENITA LA COSTURERA.— ¡Doña Moncha de mi alma, no diga eso! ¡Santísima Virgen de la Pastoriza, hay mucha gente mala, y si la oyen y dan en repetirlo! ¡Doña Moncha de mi vida, no me eche esa fama!

DOÑA MONCHA.— Yo no me pondría una hilacha que hubiesen cosido tus manos... ¡Tienen la sal!

BENITA LA COSTURERA.— ¡Ay!... ¡No diga eso, Doña Monchiña!... Contésteme ahora: ¿Le parece que antes de vestirle el hábito lavemos y peinemos a la muerta?

DOÑA MONCHA.— A mí esa costumbre me parece un sacrilegio.

BENITA LA COSTURERA.— ¿Por qué? ¿No va a comparecer en la presencia de Dios Nuestro Señor? Pues natural es que acuda a ella como a una fiesta, bien lavada y aromada. Nunca debimos haber dejado que el cuerpo se enfriase, Doña Monchiña. Ya verá cómo ahora cuesta más trabajo aviarle... Y conforme pase tiempo, más y más... Voy por agua templada, Doña Monchiña.

(Sale la costurera con un andar leve, como si temiese que la muerta se despertase. Doña Moncha reza en voz baja todo el tiempo que permanece sola, y la estancia oscura se llena de misterio con aquel vago murmullo de rezo que se junta al chisporroteo con que los cirios se derraman sobre los candeleros de bronce. Un gato empuja la puerta y llega sigiloso hasta la cama de la muerta, donde comienza a maullar tristemente, con largos intervalos. Tras el gato entra Benita la Costurera.)

BENITA LA COSTURERA.— ¡Doña Monchiña, ni agua caliente había! Tuve que encender unas pajas... Parece talmente que entraron aquí los facciosos. Como cinco lobos, los cinco hijos se están repartiendo cuanto hay en la casona, y los criados, a escondidas, también apañan lo que pueden. Dios me perdone el mal pensamiento, pero mismo parece que deseaban la muerte de la pobre santiña.

DOÑA MONCHA.— Aún no había cerrado los ojos y estaban ya descerrajando roperos y alhacenas. Cayeron aquí como cuervos que ventean la muerte.

BENITA LA COSTURERA.— ¡Mire que es de judíos lo que hicieron con Doña Sabelita! ¡De la misma cabecera de la difunta la echaron a la calle arrastrándola por los cabellos! ¡Y con qué palabras, Madre de Dios! ¡Ni siquiera la dejaron abrir el arca de su ropa para ponerse una pañoleta de luto! ¡Como no se halló nada en la casona, sospechaban que la ahijada tuviese escondido dinero y alhajas!...

DOÑA MONCHA.— No se halló nada, porque ellos ya se lo habían repartido todo antes de morir su madre.

BENITA LA COSTURERA.— ¡Y sin venir el Señor Don Juan Manuel! Dicen que los hijos juraban contra el capellán, porque hubo de mandarle un aviso. ¿Verdad que parece mentira, Doña Monchiña?

DOÑA MONCHA.— A mí, todo cuanto se diga de esos malvados, me parece verdad.

BENITA LA COSTURERA.— ¡Jesús, qué Caínes!

(BENITA la costurera moja una toalla en la jofaina que trajo llena de agua caliente, y comienza a lavar el rostro de la muerta. Entre los labios azulencos renace siempre una saliva ensangrentada, bajo la toalla con que los refriegan aquellas manos irreverentes, picoteadas de la aguja, y la cabeza lívida rueda en el hoyo de la almohada.)

BENITA LA COSTURERA.— Ya empieza a hincharse... ¿Doña Moncha, no tiene un pañuelo que le atemos a la cara para sujetarle la barbeta, que mire cómo se le cae desencajada? ¡Jesús, si parece que nos hace una mueca!

DOÑA MONCHA.— ¡Pobre tía!

BENITA LA COSTURERA.— Luego que le hayamos vestido el hábito le pondremos un salero sobre la barriguiña.

DOÑA MONCHA.— ¿Para qué eso?

BENITA LA COSTURERA.— Siempre contiene esta hidropesía de la muerte. Mire cómo tiene las piernas, Doña Monchiña.

DOÑA MONCHA.— No la laves más.

BENITA LA COSTURERA.— ¡Si se ha ciscado toda! ¿Quiere que vaya así a la presencia de Dios? ¡Y qué cuerpo blanco! ¡Cuántas mozas quisieran este pecho de paloma!

DOÑA MONCHA.— Déjala... Yo le vestiré el hábito.

(Seria y brusca, coge la mortaja y se acerca, apartando a Benita la Costurera. Con un brazo quiere incorporar a la muerta, y aquellas manos frías, cruzadas sobre el pecho, se desenredan torpes y caen flojas a lo largo del cuerpo, en tanto que la cabeza ya rueda sobre los hombros, ya se hunde en el pecho.)

BENITA LA COSTURERA.— Yo le ayudaré, Doña Monchiña. Apártese.

DOÑA MONCHA.— Corta la mortaja por detrás. Es lo mejor.

BENITA LA COSTURERA.— No será preciso... Déjeme a mí. Apártese.

DOÑA MONCHA.— ¡Acabemos, que ya no puedo más! ¡Córtala!

BENITA LA COSTURERA.— ¡Y no es un dolor, Doña Monchiña!

DOÑA MONCHA.— Córtala, te digo. ¿Dónde tienes las tijeras?

BENITA LA COSTURERA.— A su gusto. ¡Lástima de tiempo y de puntadas!

(BENITA la costurera obedece con un gesto compungido, y después, graves y silenciosas, las dos mujeres amortajan el cuerpo de Doña María.)

Escena sexta

(Una playa de pinares: En aquella vastedad desierta, el viento y el mar juntan sus voces en un son oscuro y terrible. La barca, con el velamen roto, ha dado de través en los arrecifes de la orilla, y un marinero salta a reconocer la tierra. El patrón habla desde a bordo.)

EL PATRÓN.— Este arenal paréceme que debe ser el arenal de Las Inas. Busca a ver si descubres el Con del Frade.

EL MARINERO.— Ni aun las manos alcanzo a verme. Los pinares se me figuran los Pinares del Rey.

EL CABALLERO.— Entonces nos hallamos entre Campelos y Ricoy.

EL MARINERO.— Es una playa de arena gorda.

EL PATRÓN.— Hasta que amanezca no señalaremos adónde arribamos.

EL MARINERO.— Con tal noche, era sabido. Suerte que no naufragamos.

EL CABALLERO.— Suerte para nosotros, que no dirán lo mismo los delfines.

(Se oye a lo lejos una campana, una de esas campanas de aldea, familiares como la voz de las abuelas. Tañe con el toque del nublado.)

EL CABALLERO.— Debemos hallarnos cerca de San Lorenzo de András. Conozco la campana.

EL PATRÓN.— ¡Pues no hicimos poca deriva! Hasta que amanezca no podemos navegar, y aun así veremos... Habrá que ir achicando agua toda la travesía.

EL CABALLERO.— Os iréis solos, porque a mí se me acaba la paciencia y no espero.

EL PATRÓN.— Pues no hay más vivo remedio, Señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.— Para vosotros, que yo me voy a pie desde aquí a Flavia-Longa.

EL PATRÓN.— ¿Con esta noche?

EL CABALLERO.— ¡Qué me importa la noche!

EL PATRÓN.— Son tres leguas, cerca de cuatro...

EL CABALLERO.— Tres horas de camino.

EL PATRÓN.— Tres horas si fuera día claro, pero con tanta oscuridad...

EL CABALLERO.— Yo veo de noche como los lobos, y con tal que la avenida no se haya llevado ninguna puente...

(Salta a tierra el Caballero. En las ráfagas del viento llega la voz de la campana, informe y deshecha por la distancia. Don Juan Manuel procura orientarse, y guiado por aquel son, se aleja hacia los pinares donde se queja el viento con un largo ulular.)

EL CABALLERO.— Dios me ordena que me arrepienta de mis pecados... ¡Toda una vida! ¡Toda una vida!... ¡Qué lejos suena la campana, apenas se la distingue: He sido siempre un hereje. ¡El mejor amigo del Demonio!... Me habré equivocado y no será la campana de András. A estas horas habrá muerto aquella santa... En el cielo la pobre abogará por mí... ¡Por mí, que fui su verdugo!... Sin embargo, la quería y si vuelvo los ojos al pasado no encuentro en mi vida otro pecado que haber hecho una mártir de mi pobre mujer... Debí haberla ocultado que tenía otras mujeres. Pero yo no sé engañar, yo no sé mentir... ¡Cuántos pecados! ¡Mi alma está negra de ellos!... La religión es seca como una vieja... ¡Como las canillas de una vieja!... Tiene cara de beata y cuerpo de galga... Como el hombre necesita muchas mujeres y le dan una sola, tiene que buscarlas fuera. Si a mí me hubieran dado diez mujeres, habría sido como un patriarca... Las habría querido a todas, y a los hijos de ellas y a los hijos de mis hijos... Sin eso, mi vida aparece como un gran pecado. Tengo hijos en todas estas aldeas, a quienes no he podido dar mi nombre... ¡Yo mismo no puedo contarlos!... Y los otros bandidos, temerosos de verse sin herencia por mi amor a los bastardos, han tratado de robarme, de matarme... Pero yo tengo siete vidas. ¡Todo lo pagó con sus lágrimas aquella santa!... ¿Dónde estaré? ¡Ya no se oye la campana!...

(El fragor del viento entre los pinos apaga todos los demás ruidos de la noche: Es una marejada sorda y fiera, un son ronco y oscuro, de cuyo seno parecen salir los relámpagos. Don Juan Manuel, de tiempo en tiempo, se detiene desorientado e intenta aprovechar aquel resplandor, que, inesperado y convulso se abre en la negrura de la noche, para descubrir el camino. De pronto ve surgir unas canteras que semejan las ruinas de un castillo: El eco de los truenos rueda encantado entre ellas. Al acercarse oye ladrar un perro, y otro relámpago le descubre una hueste de mendigos que han buscado cobijo en tal paraje. Tienen la vaguedad de un sueño aquellas figuras entrevistas a la luz del relámpago: Patriarcas haraposos, mujeres escuálidas, mozos lisiados hablan en las tinieblas, y sus voces, contrahechas por el viento, son de una oscuridad embrujada y grotesca, saliendo de aquel roquedo que finge ruinas de quimera, donde hubiese por carcelero un alado dragón.)

UNA VOZ.— ¿A quién ladras, Carmelo?

OTRA VOZ.— Alguien ronda.

OTRA VOZ.— Será un caminante extraviado.

OTRA VOZ.— Será algún can sin dueño.

EL CABALLERO.— ¿Este pinar, es el Pinar del Rey?

UNA VOZ.— Así le dicen... Mas agora es de nosotros, los que aquí nos procuramos guarida en una noche tan fiera.

EL CABALLERO.— ¿Habrá sitio para mí?

UNA VOZ.— ¡Y holgado!

EL CABALLERO.— ¿La campana que tocaba poco hace, era la de András?

UNA VOZ.— La campana choca de András.

(EL CABALLERO se guarece con aquellos mendigos que van en caravana a una romería. Racimo de gusanos que se arrastra por el polvo de los caminos y se desgrana en los mercados y feriales de las villas, salmodiando cuitas y padrenuestros. En todos los casales los conocen, y ellos conocen todas las puertas de caridad: Son siempre los mismos: El Manco de Gondar; el Tullido de Céltigos; Paula la Reina, que da de mamar a un niño; Andreíña la Sorda; Dominga de Gómez; el Manco Leonés; el Señor Cidrán el Morcego, y la Mujer del Morcego. Se oye muy lejos otra campana.)

EL CABALLERO.— Parece la Monja de Belvis.

EL MORCEGO.— ¡Cómo la ha conocido!

LA MUJER DEL MORCEGO.— Muy fácil que sea de allí. Dispense la pregunta: ¿Usted es de allí?

EL CABALLERO.— ¿No me conocéis? Soy Don Juan Manuel Montenegro.

EL MORCEGO.— Por muchos años.

EL TULLIDO DE CÉLTIGOS.— Estábamelo pareciendo.

DOMINGA DE GÓMEZ.— Yo, dende que habló le conocí.

EL CABALLERO.— ¿A qué distancia estamos de Flavia-Longa?

EL MORCEGO.— Cosa de una legua.

LA MUJER DEL MORCEGO.— Di también tres, Morcego.

EL CABALLERO.— La noche es tan oscura que no reconozco el camino.

EL MANCO DE GONDAR.— Ya cantó el cuco, y pronto amanecerá Dios.

EL MANCO LEONÉS.— Noble Caballero, aquí tiene acomodo donde estará más resguardado del viento y de la lluvia.

LA MUJER DEL MORCEGO.— Apártate, Andreíña, y deja sitio al Señor Don Juan Manuel.

ANDREÍÑA LA SORDA.— ¿Quién dices?

LA MUJER DEL MORCEGO.— El señor de la casa grande de Flavia-Longa.

ANDREÍÑA LA SORDA.— Ayer, por el camino de Bealo, iban diciendo que la señora entregará el alma a Dios.

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¡Ave María!... Si aquí está presente el señor.

EL CABALLERO.— Voy a su entierro... Con la esperanza de verla aún con vida, acabo de desembarcar en esa playa.

LA MUJER DEL MORCEGO.— Y con vida la encontrará, señor. ¡Muy bien puede salir engaño cuanto cuenta Andreíña!

EL MORCEGO.— Como es sorda nunca está al cabo de lo que pasa por el mundo.

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡Y hay mucha gente divertida que le dice engaños porque luego ella los vaya pregonando!

ANDREÍÑA LA SORDA.— El Ciego de Gondar díjome que tenía pensado llegarse a Flavia-Longa.

EL MORCEGO.— Si es cuento del Ciego de Gondar, será mentira.

ANDREÍÑA LA SORDA.— Habrá reparto de limosna en la casa grande, y más atrapará un pobre allí que en Santa Baya. Yo también hago pensamiento de llegarme por aquellas puertas, que siempre fueron de mucha caridad.

EL CABALLERO.— Y seguirán siéndolo. Habrá limosna para todos los que lleguen a ellas.

ANDREÍÑA LA SORDA.— Lo ha dejado en una manda la difunta señora, porque sus culpas le sean perdonadas.

EL CABALLERO.— ¡No son sus culpas las que necesitan perdón, son las mías! Todo el maíz que haya en la troje se repartirá entre vosotros. Es una restitución que os hago, ya que sois tan miserables que no sabéis recobrar lo que debía ser vuestro. Tenéis marcada el alma con el hierro de los esclavos, y sois mendigos porque debéis serlo. El día en que los pobres se juntasen para quemar las siembras, para envenenar las fuentes, sería el día de la gran justicia... Ese día llegará, y el sol, sol de incendio y de sangre, tendrá la faz de Dios. Las casas en llamas serán hornos mejores para vuestra hambre que hornos de pan. ¡Y las mujeres, y los niños, y los viejos y los enfermos, gritarán entre el fuego, y vosotros cantaréis y yo también, porque seré yo quien os guíe! Nacisteis pobres, y no podréis rebelaros nunca contra vuestro destino. La redención de los humildes hemos de hacerla los que nacimos con ímpetu de señores cuando se haga la luz en nuestras conciencias. ¡En la mía se hace esa luz de tempestad! Ahora, entre vosotros, me figuro que soy vuestro hermano y que debo ir por el mundo con la mano extendida, y como nací señor, me encuentro con más ánimo de bandolero que de mendigo. ¡Pobres miserables, almas resignadas, hijos de esclavos, los señores os salvaremos cuando nos hagamos cristianos!

(La hueste de mendigos se conmueve con un largo murmullo semejante al murmullo del rezo con que pide limosna por las puertas. Cuando el rumor se aquieta, alza su voz un mendigo gigantesco que tiene los ojos llagados por la lepra, y en aquella voz gangosa y oscura se arrastra como una larva la tristeza milenaria de su alma de siervo.)

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Dios Nuestro Señor nos dará en el Cielo su recompensa a todos los que aquí pasamos trabajos. Es su ley que unos sean pobres y otros ricos. Dios Nuestro Señor a los pobres nos manda tener paciencia para pedir la limosna, y a los ricos les manda tener caridad, y el rico que parte su pan trigo con el pobre, tiene el Cielo más ganado que el pobre que lo recibe y no lo agradece. ¡Es la ley de Nuestro Señor!

(EL CABALLERO se estremece. Hasta su rostro llega el aliento podre de aquella voz gangosa, y apenas puede dominar el impulso de apartarse. A la lívida claridad del amanecer, la figura gigantesca del mendigo leproso, se destaca en la oquedad de las canteras. El caballero siente una emoción cristiana.)

EL CABALLERO.— ¿Eres el Pobre de San Lázaro?

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— ¿Y tus hijos?

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Los cinco están recogidos en el Hospital.

EL CABALLERO.— ¿Tienen tu mismo mal?

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Sí, señor... Yo, como nací labrador, no puedo estar preso en el Hospital. Si no veo los campos y los caminos, muérome de tristeza. El Hospital es como una cárcel, y allí encerrado moríame de pena... No me mata este mal tan triste, y matábame el no ver las eras, y los viñedos y los castañares.

EL CABALLERO.— ¡Ya amanece!... Job, si puedes andar, ven conmigo...

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Vamos, Carmelo! Hoy encontraste ya un hueso que roer.

(Carmelo, un perro viejo y feo que dormita a los pies del leproso, se endereza y sacude. Don Juan Manuel sale al camino, y la hueste de mendigos se mueve tras él con un clamor de planto.)

LOS MENDIGOS.— ¡Era Doña María la madre de los pobres! ¡Nunca hubo puerta de más caridad! ¡Dios Nuestro Señor la llamó para sí y la tiene en el Cielo, al lado de la Virgen Santísima! ¡Era la madre de los pobres!

EL CABALLERO.— ¿Por qué no camináis en silencio? ¡Era mi madre también, era todo cuanto tenía en el mundo, y no lloro!

(La voz del viejo linajudo, desmintiendo sus palabras, se rompe en un sollozo. La hueste de mendigos comienza a rezar un padrenuestro que guía el Pobre de San Lázaro.)

Jornada segunda

Escena primera

(Una sala con tribuna sobre la capilla, en la casona de Flavia-Longa. Están cerradas todas las ventanas, el sol mañanero ilumina los resquicios, y las rayolas del polvo tiemblan en impalpables escalas: El olor de la cera y del incienso ha quedado flotando en la estancia. La capilla yace desierta y oscura después del funeral de Doña María. Dos de sus hijos han entrado recatándose, en la sala.)

DON FARRUQUIÑO.— Cierra la puerta.

DON PEDRITO.— ¿De qué se trata?

DON FARRUQUIÑO.— Ahora lo sabrás.

DON PEDRITO.— ¡Cuánto misterio!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Pues si los otros llegan a enterarse!... Han olvidado las alhajas de la capilla, y antes de que acuerden, nos las vamos a repartir tú y yo.

DON PEDRITO.— Había pensado en ello, pero tiene las llaves el capellán.

DON FARRUQUIÑO.— Por eso vamos a descolgarnos por la tribuna.

DON PEDRITO.— ¿Y esos no sospecharán?... El Demonio me lleve si hemos conseguido engañarlos en lo otro... La verdad es que, por mi parte, tampoco lo pretendí. Yo me alegro de que lo sepan.

DON FARRUQUIÑO.— Esa plata que nos hemos repartido es una miseria... ¿Pero y el trigo, y el maíz, y el centeno? Las trojes hoy están vacías, y no hace una semana estaban llenas, porque mi madre había cobrado los forales de András y de Corón. ¿Quién la ha robado? ¡Ellos y solo ellos!

DON PEDRITO.— ¿Los tres?

DON FARRUQUIÑO.— O uno solo... ¿Qué más da?

DON PEDRITO.— Si fuese uno solo, le obligaríamos a que lo devolviese.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Creo que han sido los tres!

DON PEDRITO.— ¡Bandidos!... ¿Y habrá llegado mi padre?

DON FARRUQUIÑO.— No sé.

DON PEDRITO.— Hace poco he oído rumor de voces...

DON FARRUQUIÑO.— Yo nada oí...

DON PEDRITO.— Temo el momento de verme frente a frente.

DON FARRUQUIÑO.— Yo también.

DON PEDRITO.— ¿Habrá llegado?

DON FARRUQUIÑO.— Sospecho que no, porque hay demasiado silencio en la casa... Don Juan Manuel no vendrá tan sin ruido como la muerte.

DON PEDRITO.— ¡Pobre madre!... Entre todos la hemos enterrado.

DON FARRUQUIÑO.— Buenos sepultureros estamos... ¿Oye, me romperé una pierna si me dejo caer desde la tribuna al otro lado?

DON PEDRITO.— Creo que no.

(Cabalga sobre el barandal Don Farruquiño y se descuelga hacia el oscuro presbiterio de la capilla, donde aún flota el humo de la cera y del incienso. Se balancea un momento y se deja caer.)

DON PEDRITO.— Ahora voy yo.

DON FARRUQUIÑO.— Tú me esperas arriba. Tienes que darme los brazos para que suba. Si saltas nos quedamos sin poder salir, porque están todas las puertas cerradas.

(Sube las gradas del presbiterio Don Farruquiño, y luego de hacer una genuflexión ante el altar, abre el sagrario, de donde saca el copón y la patena, que tienen en sus manos el áureo brillo de un tesoro. Con religioso respeto los contempla, colocándose bajo la lámpara.)

DON FARRUQUIÑO.— Por fortuna, no tiene ninguna sagrada forma el copón. ¡Dios ha hecho que los otros bandidos perdiesen la memoria, porque hubieran entrado aquí y todo lo hubieran profanado para venderlo!... Pedro, tú te llevarás la lámpara, que es de plata, y yo conservaré los vasos sagrados para dedicarlos al culto. Hay que salvar el sacrilegio.

DON PEDRITO.— Ya arreglaremos eso... Ahora lo que cumple es esconderlo todo en el cuarto de la criada vieja.

DON FARRUQUIÑO.— Lo enterraremos en la bodega.

DON PEDRITO.— De enterrarlo, sería mejor debajo del altar. Ahí estaba seguro... Cuando el capellán ocultó el alijo de armas para la facción, nadie dió con él.

DON FARRUQUIÑO.— ¿Y luego cómo lo sacábamos? Porque estas puertas se cierran para nosotros apenas asome Don Juan Manuel.

DON PEDRITO.— Lo mejor es el arca de la criada, y nadie sospechará...

(Mientras habla el primogénito, el tonsurado vuelve a subir las gradas del presbiterio y apaga la lámpara, que por fundación debe arder noche y día. Helado y sobrecogido, oye en la oscuridad la voz de su hermano que le habla con el cuerpo fuera de la tribuna y los ojos lucientes de fiebre, como un poseído.)

DON PEDRITO.— No pises sobre la sepultura de mi madre... ¡Ladrón!

DON FARRUQUIÑO.— ¿Qué estás diciendo?

DON PEDRITO.— No pises sobre la sepultura. Está enterrada delante del altar. No pises sobre ella... ¡Puede levantarse!...

DON FARRUQUIÑO.— ¡Tú estás borracho, ladrón!

(El primogénito recoge el cuerpo, doblado sobre el barandal de la tribuna, y sonríe desvanecido, pasándose una mano por los ojos.)

DON PEDRITO.— Es verdad, estoy borracho sin haber bebido... ¡Ojalá estuviese borracho!... No olvides que las despabiladeras también son de plata.

DON FARRUQUIÑO.— Si dejo algo serán las campanas, ladrón.

DON PEDRITO.— ¡Alabado seas!

(DON FARRUQUIÑO se encarama en el retablo, y despoja de su espada de plata al tutelar de la capilla. Los ojos del tiñoso Satanás ríen encarnizados bajo las plantas del Arcángel.)

DON FARRUQUIÑO.— ¡Dispensa, pero para eso estás encima, Glorioso San Miguel!

DON PEDRITO.— Ya lo tienes estrujado como la uva, y no necesitas de la espada, Santiño Bienaventurado.

(El otro bigardo posa familiarmente una mano sobre aquella cabeza de moro negro, que saca la lengua de sierpe al ser aplastada por las angélicas plantas, y sonríe con la malicia del tonsurado que sabe cómo todas las astucias del rebelde son juegos ante el poder de los exorcismos. Siempre con la misma sonrisa, le arranca un cuerno.)

DON FARRUQUIÑO.— Te quedas a media asta, Lucifer.

DON PEDRITO.— ¿También son de plata?

DON FARRUQUIÑO.— En la duda...

DON PEDRITO.— Arráncale el otro cuerno.

DON FARRUQUIÑO.— ¡No grites, ladrón! El otro se lo dejo para que se defienda, ya que cayó debajo.

(Salta al presbiterio desde la mesa del altar, y otra vez su hermano se alza despavorido, y otra vez grita echando el cuerpo fuera de la tribuna, con los ojos ardidos y visionarios.)

DON PEDRITO.— ¡No pises sobre la sepultura!... ¡Que se levanta!... ¡Que se levanta!...

DON FARRUQUIÑO.— ¡Tú quieres asustarme, gran ladrón!

DON PEDRITO.— Le has puesto el pie sobre el pecho. Yo la ví levantarse en la caja, con las dos manos apretadas sobre el corazón, y lo tiene lleno de espadas como la Virgen de los Dolores. También son de plata, Farruquiño. ¡No las dejes! ¡No las dejes! ¡No las dejes!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Ladrón, calla, que me estás asustando! ¡Si se me han puesto los pelos de punta! ¡Callarás, ladrón!

DON PEDRITO.— ¿Qué fue?... ¿Por qué has apagado la lámpara si en la oscuridad los ojos están llenos de luces?

DON FARRUQUIÑO.— Ciérralos y no hables, que son desvaríos del vino.

DON PEDRITO.— ¡Apenas lo caté!...

DON FARRUQUIÑO.— Entonces son burlas del amigo a quien hemos dejado sin un cuerno.

DON PEDRITO.— Devuélveselo, Farruquiño.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Una higa! Bastará con que reces un Credo.

DON PEDRITO.— Me pareció ver la sombra de mi madre y hasta entender su voz. ¡No pises sobre la sepultura, porque se levanta, Farruquiño!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Estás loco!

DON PEDRITO.— ¿Qué le dolerá más, sentir las clavadas en el corazón o el arrancárselas? ¡Son siete, y no cabe mentir!... ¡Son siete, como las espadas de la Virgen!... Siete de espadas, te jugaré, Farruquiño, y también el as, la espadona de San Miguel... Todo lo guardas en la sepultura... Es mejor que el arca de Andreíña.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Tú quieres asustarme, y voy a abrirte la cabeza, ladrón!

(Se vuelve buscando en la sombra del retablo algo que arrojar a su hermano para ahuyentarle de la tribuna, y alcanza el perro clavado en las andas de San Roque. Don Pedrito, recibe el golpe en mitad de la frente, y con el rostro atravesado por un hilo de sangre se pone en pie, pálido y sereno.)

DON PEDRITO.— ¡Hermano, yo nada quiero de toda esa plata! Llega y te daré los brazos para que subas. Pero vuelve a encender la lámpara y déjalo todo como estaba. A San Miguel dale la espada, y su cuerno a Satanás.

DON FARRUQUIÑO.— ¡Un rayo te parta!

DON PEDRITO.— Hermano, sal de ese pozo negro. Llega, y te daré los brazos. Pero no pises sobre la sepultura. ¡Que se levanta!... ¡Que se levanta!... ¡Que se levanta!...

(Sale de la estancia andando hacia atrás. Despavorido bajó a la cuadra, donde tiene su caballo, le puso la silla y se lanzó al camino, aquel camino aldeano de verdes orillas, que cruza por delante de la casona hidalga. Uno de esos caminos humildes, que guían a todas partes.)

Escena segunda

(Un poco más adelante, siguiendo por aquel camino humilde de verdes orillas, un paraje de álamos y de agua. El primogénito encuentra a su padre, que viene a pie entre la hueste de mendigos, y refrena el caballo haciéndose a un lado para dejar paso a todos. Don Juan Manuel no le reconoce hasta cruzar por su lado. Entonces le mira con altivez, pero sin cólera, desengañado, desdeñoso, triste.)

EL CABALLERO.— ¡Ah!... Eres tú, bandido.

DON PEDRITO.— ¡Yo soy!

EL CABALLERO.— Al fin nos encontramos. ¿Te han dicho que tienes mi maldición?

DON PEDRITO.— Sí, señor.

EL CABALLERO.— ¿Y no te importa?

DON PEDRITO.— No, señor.

EL CABALLERO.— La verdad es que una maldición no mata ni espanta.

(EL CABALLERO se coge la barba estremecida por la risa, una risa extraña, de viejo loco, desengañado y burlón. Don Pedrito requiere las riendas.)

DON PEDRITO.— ¡Déjeme pasar, padre!

EL CABALLERO.— Antes dirás por qué no te importa mi maldición. ¿Te hace reír?

DON PEDRITO.— No me hace reír...

EL CABALLERO.— Pues a mí me hace llorar de risa verme lanzando excomuniones como el Papa.

DON PEDRITO.— ¡Deje paso, señor!

EL CABALLERO.— A un hijo tan bandido como tú no se le maldice, se le abre la cabeza.

DON PEDRITO.— Yo no soy su hijo, Don Juan Manuel.

(EL CABALLERO aferra con una mano las riendas, mientras con la otra enarbola el bastón. El primogénito, doblándose sobre el borrén y corriendo espuelas encabrita el caballo, y el padre, sin soltar el rendaje, le apalea.)

EL CABALLERO.— A un hijo tan bandido se le abre la cabeza. ¡Se le mata! ¡Se le entierra!

DON PEDRITO.— ¡No me encienda la sangre, que si me vuelvo lobo, lo como!

EL CABALLERO.— Apéate del caballo, y verás quién tiene más fieros dientes.

DON PEDRITO.— ¡No me tiente, señor!

EL CABALLERO.— ¡Apéate para que sepas quién es el lobo!

(Trémulo, con los ojos ardientes, salta a tierra el primogénito y va contra su padre, que le espera en medio del camino con el bastón enarbolado. Detrás se extiende la hueste de mendigos, que tiemblan de miedo y de frío bajo sus harapos, al intentar interponerse.)

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Señor Don Pedrito, considere que es su padre, y que le ha dado la vida, y que puede quitársela. ¡El padre es como el Dios del Cielo!

EL MANCO LEONÉS.— Muestre su noble sangre volviéndose atrás por el camino que traía, joven caballero.

DOMINGA DE GÓMEZ.— Con un padre no hay que tener valentía.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Un padre nos da disciplinazos, y cuando corra la sangre hemos de besarle las manos.

DOMINGA DE GÓMEZ.— Quisiera yo, cuitada de mí, ver alzarse a mi padre de la cueva, aunque fuera para arrastrarme de los cabellos, que no tengo.

(DON PEDRITO queda un momento suspenso en medio del camino, y siempre trémulo, mira cómo su caballo se huye al galope por una siembra, pisándose las bridas.)

EL CABALLERO.— ¿Por qué te detienes, mal hijo?

DON PEDRITO.— Por ver si entre tanto misionero había alguno que fuese para alcanzarme el caballo.

EL CABALLERO.— ¡Y tú me llamas lobo!

DON PEDRITO.— Lobo seré si mi padre vuelve a levantar su brazo sobre mi cabeza.

(EL CABALLERO siente la amenaza y adelanta hacia su primogénito. Don Pedrito ceja, se recoge, y con un salto impensado, arranca su bordón al leproso. Armado y apercibido, hace con él un círculo en el aire que tiene un terrible zumbar. Cuando el padre y el hijo van a encontrarse, se interpone entre ellos la figura gigante y trágica del Pobre de San Lázaro.)

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— El palo que a mí me sostiene por los caminos no ha de alzarlo contra su padre. Diómelo como una cruz Nuestro Señor Jesucristo.

DON PEDRITO.— Apártate, leproso.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Antes vuélvame el palo con que voy por el mundo, que si no me lo vuelve yo lo tomaré.

DON PEDRITO.— ¡Ay de ti si me tocan tus manos podridas!

(Con lento andar, de una humildad fuerte y solemne, avanza el Pobre de San Lázaro. El capote de soldado que le cubre parece aumentar la expresión trágica de aquella figura gigante y mendiga. Don Pedrito retrocede estremecido, y arroja el bordón lejos de sí. Detrás del pobre está la sombra de Doña María.)

DON PEDRITO.— ¡Ten tu cruz, hermano!

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Gracias, noble señor.

DON PEDRITO.— ¿Tú no sabes dónde hallaré yo la mía?

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— No sé... Eso nadie lo sabe hasta que una vez en la noche, durmiendo en un pajar o caminando solo por un camino, se aparece el ángel que nos habla en nombre de Nuestro Señor.

EL CABALLERO.— ¡Job, no digas tonterías!... Si te parece cambiaremos nuestras cruces...

(Ofrece su bastón al leproso el viejo linajudo, y recoge del sendero el palo del mendigo. El primogénito se aleja hablando solo, y atraviesa la siembra por cobrar el caballo que pace allá en el fondo arrastrando el rendaje. Monta, y al galope desaparece. El Caballero, ceñudo y sombrío, sigue su peregrinación entre la hueste mendicante que renueva las voces de su planto cuando ve las torres de Flavia-Longa.)

LOS MENDIGOS.— ¡Era la madre de los pobres! ¡Nunca hubo puerta de más caridad! ¡Dios nuestro Señor la llamó para sí y la tiene en el Cielo al lado de la Virgen Santísima! ¡Era la madre de los pobres!...

Escena tercera

(La cocina, en la casona de Flavia-Longa. Don Rosendo, Don Mauro y Don Gonzalito, se desayunan con migas y buen vino, al amor de la lumbre. Andreíña, la criada vieja y encubridora, trae la nueva de que está llegando Don Juan Manuel.)

ANDREÍÑA.— Distínguesele por el alto de Las Tres Cruces.

DON GONZALITO.— Nos da tiempo para acabar las migas.

DON ROSENDO.— Mi plato que lo rebañen los galgos.

DON GONZALITO.— Yo tengo mi caballo ensillado y llenas las alforjas.

DON MAURO.— Yo también, no hay más que montar y poner espuelas.

DON ROSENDO.— ¿Dónde están las mías, Andreíña?

ANDREÍÑA.— Mírelas colgadas de aquel clavo.

DON MAURO.— ¿Qué habrá sido de mis hermanos Don Pedro y Don Francisco?

ANDREÍÑA.— ¡Fuéronse cuánto hace!

DON ROSENDO.— ¿Tú los has visto caminarse?

ANDREÍÑA.— Así muerta, me entierren.

DON GONZALITO.— ¿No estarán escondidos?

ANDREÍÑA.— ¿Dónde quiere que se escondan, mi rey?

DON GONZALITO.— Pues a fe que no hay sitios: En el pajar, en la torre, en la capilla... ¡Un rayo me parta! Nos hemos olvidado de las alhajas de la capilla.

DON ROSENDO.— ¡Maldita suerte!

DON MAURO.— ¿No habrá tiempo todavía?

ANDREÍÑA.— Mismo está llegando el señor mi amo.

(DON MAURO apura un vaso que, al terminar de beber, estrella en las losas de la cocina, y volviéndose a la vieja criada, con una mano la suspende del cuello y con la otra desnuda un puñal. Andreíña clama despavorida.)

DON MAURO.— He de segarte la lengua si dices una sola palabra a mis hermanos. Como lleguen a desaparecer las alhajas de la capilla ya puedes confesarte. Te desuello, y clavo en la puerta de mi casa tu piel de bruja.

ANDREÍÑA.— ¡En los días de mi vida hice a nadie una mala traición!

DON MAURO.— Tú fuiste quien les entregó la plata, y es inútil que lo niegues.

(Se oye el confuso clamor de los mendigos en la portalada de la casona, y la voz autoritaria y conmovida del viejo linajudo, que sube la escalera.)

EL CABALLERO.— ¡Ya dieron tierra a tu cuerpo! ¿Rusa, por qué me dejas tan solo? ¡Que al pie de tu sepultura caven la mía!... ¡Rusa! ¡Rusa! ¡Rusa!

LOS MENDIGOS.— ¡Era la madre de los pobres! ¡Fruto de buen árbol! ¡Tierra de carabeles!

(Atropelladamente, los tres bigardos salen de la cocina rosmando amenazas, y por el portón del huerto huyen a caballo. La vieja, con las basquiña echada por la cabeza a guisa de capuz, se acurruca al pie del hogar y comienza a gemir haciendo coro a la querella de los mendigos. Entra otra criada, una moza negra y casi enana, con busto de giganta. Tiene la fealdad de un ídolo y parece que anda sobre las rodillas. Le dicen por mal nombre la Rebola.)

LA REBOLA.— ¡Qué susto grande!... Escuché una voz que salía de lo más fondo de la capilla, al pasar por la sala de la tribuna.

ANDREÍÑA.— ¡Calla, condenada!... Cúbrete la cabeza con el manteo, y llora conmigo.

LA REBOLA.— ¡Señora, mi ama! ¡Señora, mi ama!

ANDREÍÑA.— ¡Qué poca gracia tienes, condenada! Adeprende cómo se hace un planto. ¡Rosa de Jericó! ¡Rosa sin espinas! ¡Mi reina de las manos blancas, que hilaban para los pobres!...

LA REBOLA.— ¡Paloma sin hiel! ¡Paloma de la Candelaria!

ANDREÍÑA.— ¡Árbol que a todos dabas tu sombra!

LA REBOLA.— ¡Peral de ricas peras!

(Resuenan en la largura del corredor las voces y los pasos de los mendigos, y en la puerta de la cocina está la prócer figura del Caballero. Las dos mujeres, arrodilladas al pie del hogar y cubiertas las cabezas, ponen más altos sus ayes.)

EL CABALLERO.— Alzaos del suelo y atended a mis huéspedes. Dadles a todos de comer y beber. Vosotros entrad y calentaos al amor de la lumbre.

ANDREÍÑA.— Poco hay en la casa para tanto hambriento.

EL CABALLERO.— ¡Calla, vieja sierpe!

DOMINGA DE GÓMEZ.— Dejaime que llegue al hogar, pues vengo aterida.

EL MANCO LEONÉS.— ¡Dios se lo premie al noble señor!

EL MORCEGO.— ¡Qué gran cocina!

LA MUJER DEL MORCEGO.— Parece la de un convento, Morcego.

EL MANCO DE GONDAR.— Como corresponde a la grandeza de la casa.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Veinte criados caben a la redonda del hogar, y otro tiempo se juntaban. Yo también me senté con ellos, que aún no tenía este mal tan triste.

EL CABALLERO.— Ahora te sentarás conmigo para que yo pueda sentarme algún día al lado de mi muerta. Bruja, abre el horno y repártenos el pan.

ANDREÍÑA.— ¡Ay, señor mi amo, está vacío el horno!

EL CABALLERO.— Enciéndele, y amasa la harina más blanca de la flor del trigo.

ANDREÍÑA.— ¡Ay, señor mi amo, no hay harina, ni grano que llevar al molino!

EL CABALLERO.— ¿Qué ha sido del trigo y el centeno que llenaba mis arcaces?

ANDREÍÑA.— ¡Ay, señor mi amo, comiéronle las ratas.

EL CABALLERO.— Enciende el horno... Si no hay harina que cocer te quemaremos a ti por bruja.

ANDREÍÑA.— ¡Murióse aquella santa, que si ella no se muriese no recibiera yo este trato! ¡Bruja! Nadie en el mundo me dijo ese texto, que vengo de muy buenos padres, y no habrá cristiano que me haya visto escupir en la puerta de la iglesia, ni hacer los cuernos en la misa mayor. ¡Ay, muerte negra, que te llevas a los mejores y dejas a los más ruines!

(EL CABALLERO se sienta solo en un banco que hay frontero al hogar, y permanece abatido y sombrío, con los ojos en la hoguera de sarmientos que levanta sus lenguas de oro hacia el fondo negro y brujo de la chimenea, donde resuenan las risas del viento. Los mendigos se agrupan al otro lado, y hablan en voz baja.)

EL CABALLERO.— Calentaos, ya que sólo puedo ofreceros el techo y la lumbre. Don Juan Manuel Montenegro es hoy tan pobre como vosotros.

DOMINGA DE GÓMEZ.— Es rico de caridad.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— En donde está el fuego, está Dios Nuestro Señor. El fuego es más que el pan y que el agua y que la sal. Todo en el mundo, para ser, requiere una chispa de lumbre. Lo mismo el vino que la sangre, y los ojos si han de tener luz, y la tierra si ha de dar fruto. Yo llevo este mal tan triste porque un gran frío me recorre el cuerpo, y me toca el fuego y no lo siento calentar mi carne muerta. En la noche no se ve nada y se ve una hoguera, y del cielo ninguna cosa baja a la tierra, si no es el agua y el fuego, que tienen una hermandad...

(En la cocina resuenan los lloros del niño que mama en el pecho de Paula la Reina. La mendiga trata de acallarle con el susurro de un canto, y, toda atenta, sigue las palabras del leproso, mientras saca por encima del justillo el otro pezón, para ofrecérselo al niño, que llora de hambre.)

PAULA LA REINA.—
¡Eh, meniño, eh!...
Pra Santo Tomé...
¿Teu pai quen foy?
¿Túa nay quen e?

¡Eh, meniño, eh!...

EL CABALLERO.— ¿Por qué no le retuerces el cuello a esa criatura, Paula? ¿No ves cómo llora?

PAULA LA REINA.— ¡Hijo de mis entrañas!

EL CABALLERO.— ¿Qué derecho tienes para darle tu miseria? Guarda tus pechos, y déjalo morir. ¿Ves como llora de hambre? Pues así habrá de llorar toda la vida. ¿No te da lástima, mujer? Retuércele el cuello para que deje de sufrir, y da libertad a su alma de ángel... ¡Ojalá nos retorciesen el cuello a todos cuando nacemos! ¡Ojalá yo se lo hubiese retorcido a mis hijos!... ¿Han estado aquí esos sepultureros, Andreíña?

ANDREÍÑA.— Cuando entraba el señor mi amo, ellos salían fugitivos.

EL CABALLERO.— ¿Han cavado bien honda la sepultura de su madre?

ANDREÍÑA.— Ellos no la cavaron.

EL CABALLERO.— ¿Bien honda, bien honda, que haya sitio para mí?

ANDREÍÑA.— ¡Asús, parecen palabras de fiebre!...

DOMINGA DE GÓMEZ.— La pena que le cubre el corazón hácele decir esos textos.

(EL CABALLERO guarda silencio. Los mendigos se agrupan en torno del fuego, y con los brazos apretados sobre sus harapos se estremecen, con ese estremecimiento feliz de los vagabundos que saben gozar del albergue y del fuego. Entra el capellán.)

EL CAPELLÁN.— ¡Un resucitado!... ¡Le veo y no me parece Don Juan Manuel! ¡Vengo de la playa, de esperar la barca de ese infeliz Abelardo!

EL CABALLERO.— ¿No habrá llegado?

EL CAPELLÁN.— ¡Ni llegará!... Naufragaron...

EL CABALLERO.— ¿Y han perecido todos?

EL CAPELLÁN.— ¡Todos!... El cuerpo del patrón dicen que ha salido en la playa de Rajoy... Yo le hacía embarcado con ellos al Señor Don Juan Manuel. ¡Es providencial!

EL CABALLERO.— ¡Dios quiere darme tiempo para que me arrepienta de mis pecados!

EL CAPELLÁN.— ¡No lo olvide, Señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.— ¡Les forcé para que se hiciesen a la mar, y con ellos estuve embarcado toda la noche!... La muerte estaba en acecho, y la sentí pasar por mi lado. Estaba en aquella barca de pescadores y en esta casa mía... Por donde voy descubro las huellas de su paso. ¡He visto sus luces!

EL CAPELLÁN.— La muerte va con nosotros desde que nacemos.

EL CABALLERO.— Yo siento sus pasos en esta casa vacía... Esta casa que parece también estar muerta, toda silenciosa, toda fría, toda oscura, huérfana de la pobre alma... ¡Yo no cerré sus ojos, ni besé sus manos de cera! ¿Por qué al menos no me esperasteis para dar tierra a su cuerpo?

EL CAPELLÁN.— Se corrompía todo, señor.

EL CABALLERO.— ¡Miseria de la carne!

EL CAPELLÁN.— Los gusanos le corrían. Formaban nido en la cabeza y bajo los brazos.

EL CABALLERO.— ¡Miseria de la vida!

EL CAPELLÁN.— Dijeron que se le había abierto la madre de los gusanos, la gusanera, como cuentan de un rey de las Españas.

EL CABALLERO.— ¿Dónde ha muerto? Quiero ver su alcoba. Allí estará su sombra, esperándome... Mis brazos de carne no podrán estrecharla... Pero las almas se abrazan, porque también son de sombra, y los vivos oyen a los muertos.

(El viejo linajudo sale seguido del capellán. Después de un instante en torno del fuego, bajo la chimenea donde resuenan las risas del viento, comienzan a despertarse las voces de los mendigos, apagadas y llenas de misterio.)

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡En una casa tan rica no haber pan en el horno!... ¿Vísteislo vosotros jamás de los jamases?

ANDREÍÑA.— Comiólo quien tenía dientes.

EL MORCEGO.— Entonces no fuiste tú.

ANDREÍÑA.— Fué quien sabía agradecello.

LA MUJER DEL MORCEGO.— No te enciendas, criatura.

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡Ni harina ni grano en una casa tan rica!

EL MANCO LEONÉS.— No parece que haya pasado la muerte, sino un turbión.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Las casas más grandes se consumen como los cirios del velorio, cuando los hijos se alzan contra los padres y pelean por las herencias.

EL MORCEGO.— ¡Yo que esperaba comer compango!

LA MUJER DEL MORCEGO.— No la acertamos, Morcego.

DOMINGA DE GÓMEZ.— La Gloriosa Santa Baya, mándanos tal castigo porque dejamos su romería.

EL MANCO LEONÉS.— El señor amo, no olvidará la promesa que nos hizo.

EL MANCO DE GONDAR.— Siempre fue muy liberal.

EL MORCEGO.— ¿No habrá nada que arrebañar por las alhacenas, Andreíña? ¿Algo habrán dejado los abades que cantaron el entierro?

ANDREÍÑA.— Comiéronlo las ratas.

(Asoman en la puerta de la cocina el Ciego de Gondar y el rapaz que le sirve de lazarillo. El ciego es un viejo de perfil monástico, con una capa tabacosa que le llega a los zuecos. La zampoña que lleva a la espalda le hace el bulto de una joroba, bajo la luenga capa. El lazarillo va cargado con las alforjas: Es un niño aldeano vestido de estameña, con la guedeja trasquilada sobre la frente con tonsura casi medioeval.)

EL CIEGO DE GONDAR.— ¿Hay licencia?

ANDREÍÑA.— No la has menester.

EL CIEGO DE GONDAR.— ¿Y un sitio al amor de la lumbre?

ANDREÍÑA.— Si no es más que eso...

EL CIEGO DE GONDAR.— Y una fabla que he de tener contigo, Andreíña.

ANDREÍÑA.— ¿Una fabla?

EL CIEGO DE GONDAR.— Y muy secreta.

EL MORCEGO.— Así muerto me entierren, si no viene por pedirte promesa de casamiento. Darásnos los aguinaldos.

ANDREÍÑA.— Vos daré asados los cuernos de una cabra.

(La vieja criada llega adonde el ciego, y aparta con su diestra de bruja al lazarillo, empujándole hacia el hogar donde se agrupa la hueste mendicante. El Ciego de Gondar y la vieja se enredan en una plática que comienza en alta voz y acaba en susurro de secreto.)

EL CIEGO DE GONDAR.— Bien de mi corazón, allega si quieres, y si non non, que por el mundo sobran mujeres.

ANDREÍÑA.— ¡Valiente prosero!

EL CIEGO DE GONDAR.— Allega tu pico, paloma real, allega tu pico, que no soy gavilán.

ANDREÍÑA.— Acaba de una vez, que se me va la lumbre.

EL CIEGO DE GONDAR.— Hermana Rebola, sopla en el lar. Nos, tras de la puerta, hemos de amasar, meter y sacar y dar de barriga. No riades, rapaces, que no hay picardía.

(Celebran los mendigos aquellas clásicas burlas, y en tanto las glosan, la criada y el ciego hablan bajando la voz.)

ANDREÍÑA.— ¿Qué hay?

EL CIEGO DE GONDAR.— Agora verás. Topábame sentado al abrigo de la capilla, en la misma puerta, y oigo golpes por la banda de dentro, respondo batiendo con el zueco, y escucho la voz de Don Farruquiño.

ANDREÍÑA.— ¿Tú dices verdad?

EL CIEGO DE GONDAR.— Está allí como prisionero, y mandóme que llegase secretamente a decírtelo para que vieses manera de hablarle por la sala de la tribuna.

ANDREÍÑA.— Toda estoy temblando. Los otros hermanos son capaces de matarme.

EL CIEGO DE GONDAR.— Yo cumplo con darte el aviso.

ANDREÍÑA.— Agora mismo voy ver...

(ANDREÍÑA sale de la cocina, y el ciego, tentando con el palo, se acerca al hogar, guiado por las voces de los mendigos que ahora comentan el naufragio de la barca de Abelardo.)

EL CIEGO DE GONDAR.— ¿Habláis de esos cinco mozos ahogados?

PAULA LA REINA.— ¡Es una compasión de Dios!

DOMINGA DE GÓMEZ.— Inda no se sabe si han perecido los cinco.

EL CIEGO DE GONDAR.— En toda la largura de la playa solamente se oyen las voces de las mujeres y de las criaturas.

PAULA LA REINA.— ¡Pobres almas, qué triste suerte les espera!

DOMINGA DE GÓMEZ.— La misma que a todos nosotros. ¡Pedir una limosna por las puertas!

EL CIEGO DE GONDAR.— Por agora, la mar sólo ha echado el cuerpo del patrón y el del rapaz.

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¿De quién era el rapaz?

EL CIEGO DE GONDAR.— No sé decírvoslo.

LA REBOLA.— Era el hijo más nuevo de la Garula.

EL MORCEGO.— ¡Valiente borrachona está la madre!

EL MANCO LEONÉS.— Hace bien. En el mucho beber no hay engaño, y el mejor amigo es el jarro.

EL CIEGO DE GONDAR.— Donde están todos los males es en el agua. ¡Mira si no el hijo! Lo que la madre no cató en toda la vida, lo achicó en una noche el cuitado.

PAULA LA REINA.— ¡Ay, muerte negra!

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Mejor está que nos!

DOMINGA DE GÓMEZ.— El mundo solamente es para los ricos.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— El mundo no es para nadie. ¿Qué hace un rico si arrastra la cadena de una cativa enfermedad? El mundo es una cárcel escura por donde van las almas hasta que se hacen luz. El Señor Mayorazgo, cuando poco hace te decía que torcieses el cuello a tu hijo, sin duda pensaba en todas las tribulaciones de su vida.

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡Miray que fué suerte la suya al desembarcar en aquella playa!

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¡Naufragar todos y salvarse él solo!

EL CIEGO DE GONDAR.— Al Señor Mayorazgo no lo quieren ni los arroases de la mar, ni los Demonios del Infierno.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Será para Dios Nuestro Señor!

(Se oyen pasos en el corredor, y los mendigos callan. La Rebola echa en el fuego un haz de sarmientos que ahuman y chascan bajo las lenguas de la llama, y una gran hoguera irrumpe de pronto. La hueste mendicante, con estremecimientos humildes, con un gesto sórdido, se agrupa en torno del hogar. Benita la Costurera asoma en la puerta y murmura la rancia salutación.)

BENITA LA COSTURERA.— ¡Alabado sea Dios!

MUCHAS VOCES.— ¡Por siempre bendito y alabado!

BENITA LA COSTURERA.— ¿No está Andreíña?

LA REBOLA.— Agora vuelve.

BENITA LA COSTURERA.— ¿Dónde anda?

LA REBOLA.— Salió a un enredo.

BENITA LA COSTURERA.— Lo mismo tiene que seas tú. En un vuelo vas al horno de la Curuja... Es un mandato del Señor Don Juan Manuel. Te llegas, y dices que toda la hornada la traiga a la casona, que es para repartir entre los pobres... A luego, subiráse vino de la bodega y mataránse doce palomas en el palomar.

(BENITA la Costurera se limpia los ojos enfermos con un trapo de hilo que trasciende a estoraque, y sale de la cocina. La hueste mendicante tiene un murmullo de gracias, en unas bocas triste, y en otras bocas jocundo. Como un rezo en la boca llagada del leproso.)

Escena cuarta

(La capilla. Don Farruquiño aparece en el presbiterio, sentado en un escaño con espaldar de viejo y noble velludo, orlado por grandes clavos de bronce. Enfrente se abre el arco de la tribuna, donde se sume la figura negra y bruja de Andreíña.)

ANDREÍÑA.— ¡Toda estoy temblando, mi rey!

DON FARRUQUIÑO.— ¿Te dijo el ciego lo que habías de hacer?

ANDREÍÑA.— Algo me dijo... ¡Mas los otros juraron segarme el cuello!

DON FARRUQUIÑO.— Busca la llave, y me la echas...

ANDREÍÑA.— No sé cómo lograrlo, pues la tiene el señor capellán.

DON FARRUQUIÑO.— Se la robas.

ANDREÍÑA.— ¿Mas con qué engaño?

DON FARRUQUIÑO.— Cuando duerma. ¿Él se acuesta contigo o con la Rebola?

ANDREÍÑA.— ¡Asús! ¡Qué picardías habla!... Ciego había de estar para condenarse con la Rebola! ¡Y lo que es conmigo!... ¡Asús!... Llevo muchos años a cuestas, cuatro onzas y un doblón, para que me tienten los Diaños... No diga esas picardías, mi rey, que un día le sale una avispa en la lengua... Yo le serviré con toda voluntad en aquello que pueda, y cuantas llaves hay en la casona veré de traérselas, por si alguna abre.

DON FARRUQUIÑO.— Si no, tendré que salir poniendo fuego a la puerta.

ANDREÍÑA.— Yo veré de servirle... Mas luego no olvide la promesa que me hizo de tener a una de mis rapazas como su ama.

DON FARRUQUIÑO.— Ya te dije que si alcanzo un curato, me llevo a las dos.

ANDREÍÑA.— Tanto no pido. ¡Asús!...

(Se santigua la vieja encubridora, y el tonsurado segundón se pone en pie, y avizora hacia la puerta que comunica con la casona, una puerta pequeña en la sombra húmeda del muro de piedra, que rezuma. Se oye el rechinar de la llave. Don Farruquiño se esconde en el rincón más oscuro, y espera. La puerta se abre, y una sombra se aparta para dejar paso al Caballero. Otra sombra negra y bruja, huye de la tribuna.)

EL CABALLERO.— ¡Señor capellán, por qué no está encendida la lámpara?

EL CAPELLÁN.— Se habrá bebido el aceite alguna lechuza.

EL CABALLERO.— Siento el volar de unas alas en esta oscuridad.

EL CAPELLÁN.— Aquel ventanal tiene rotos los cristales, y como entra el viento pudo entrar la lechuza.

EL CABALLERO.— Las alas que yo siento se abren dentro de mí.

(Avanzan las dos sombras hacia el presbiterio. Sus pasos huecos, en la soledad de la capilla, tienen una vaga resonancia, y las palabras un misterio de sombra.)

EL CABALLERO.— ¿Dónde está enterrada?

EL CAPELLÁN.— Esta losa la cubre, señor.

EL CABALLERO.— Es preciso que la levantemos, Don Manuelito. ¡Quiero verla!

EL CAPELLÁN.— Nuestras fuerzas no bastan, señor.

EL CABALLERO.— ¡Piedra, piedra, levántate!

(Don Juan Manuel Montenegro se arrodilla ante la sepultura, y entenebrecido, y suspirante, reza en voz baja. El capellán, en tanto, escudriña en la sombra con recelosa previsión. De pronto da una gran voz, grande y estentórea.)

EL CAPELLÁN.— ¡Falta la lámpara!

EL CABALLERO.— ¡Trágame, tierra!

EL CAPELLÁN.— ¡No han sido lechuzas las que entraron aquí, fueron lobos!

EL CABALLERO.— ¡Ni una luz que alumbre tu sepultura, pobre Rusa! ¡Nada han dejado! ¡Rusa, pide por mí y por esos ladrones que bebieron la leche de tus pechos! ¡Son nuestros hijos, María Soledad!

EL CAPELLÁN.— ¡Y no han temido la cólera divina!

EL CABALLERO.— ¡Y tampoco temen la mía, Don Manuelito!

EL CAPELLÁN.— ¡El Señor pudo enviar sobre sus cabezas un rayo que los aniquilase!

EL CABALLERO.— Yo pude enviarles un tiro.

EL CAPELLÁN.— ¡Son como fieras!

EL CABALLERO.— Son lobeznos, hijos de lobo.

EL CAPELLÁN.— El Señor Don Juan Manuel nunca ha sido como ellos.

EL CABALLERO.— ¡Yo he sido siempre el peor hombre del mundo! Ahora siento que voy a dejarlo, y quiero arrepentirme. La luz que ellos apagaron se enciende en las tinieblas donde el alma vivía, y para que mi linaje, donde hubo santos y grandes capitanes, no lo cubran mis hijos de oprobio, acabando en la horca por ladrones, les repartiré mis bienes y quedaré pobre, pobre de pedir por las puertas... Ahora probemos entre los dos a levantar la sepultura... ¡Quiero ver a mi muerta!... ¡Acaso me hable!

EL CAPELLÁN.— Esos son delirios, Señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.— ¡Piedra, levántate!...

EL CAPELLÁN.— ¡Don Juan Manuel somos viejos! Somos viejos y la vejez no tiene fuerzas. En otro tiempo no digo que no la hubiésemos levantado...

EL CABALLERO.— Y ahora también.

EL CAPELLÁN.— Somos viejos.

EL CABALLERO.— Mayor peso llevo sobre los hombros.

EL CAPELLÁN.— Y el que nunca se dobló, se dobla.

EL CABALLERO.— Sí, me doblo, y sólo anhelo dejar la vida, Don Manuelito.

EL CAPELLÁN.— Ya tuvo el consuelo de rezar sobre la sepultura... Vámonos de aquí... ¿Mas, qué ruido fué ese?...

EL CABALLERO.— Conseguí mover la losa.

EL CAPELLÁN.— ¡Tiene los brazos de hierro!

EL CABALLERO.— ¡Me sangran las manos!

EL CAPELLÁN.— Yo le ayudaré, señor. ¿Dónde hallaríamos algo con qué apalancar?

EL CABALLERO.— En esta oscuridad, apenas se ve.

(Recorre el capellán el presbiterio y la capilla. En el fondo oscuro, sus ojos sagaces descubren de pronto un bulto inmóvil, sin contorno ni faz, que simula la vieja escultura de algún santo. Se acerca más. Alarga una mano en las tinieblas, y antes de haber palpado, ya siente como un fulgor de adivinación. Es Don Farruquiño.)

EL CAPELLÁN.— ¡Ah!... Sacrílego, te había reconocido.

DON FARRUQUIÑO.— Silencio.

EL CAPELLÁN.— ¡No bastaba el saqueo de la casa!

DON FARRUQUIÑO.— Silencio... Hablaremos donde no esté mi padre.

EL CAPELLÁN.— ¿Cómo osaste tan impío latrocinio? ¿Cómo has entrado en este sacro recinto? ¡Habla!

DON FARRUQUIÑO.— Quise dar paz a mi conciencia.

EL CAPELLÁN.— ¡Con un sacrilegio!

DON FARRUQUIÑO.— Impidiendo que otros lo cometiesen. Sabía de cuánto mis hermanos son capaces, y entré aquí para impedirlo...

EL CAPELLÁN.— ¿Dónde están las alhajas de la capilla?

DON FARRUQUIÑO.— Ya habían sido robadas...

EL CAPELLÁN.— ¡No mientas, perverso!

(EL CABALLERO desciende las gradas del presbiterio y avanza algunos pasos en la oscuridad de la capilla. La prócer figura, que tiene la vaguedad de un fantasma, parece crecer bajo la nave, y su voz resuena impregnada de grave tristeza, una tristeza de patriarca y de guerrero. Los dos clérigos callan.)

EL CABALLERO.— ¿Por qué te escondes, mal hijo?

DON FARRUQUIÑO.— No me escondo, señor.

EL CABALLERO.— ¿Temes mi justicia?

DON FARRUQUIÑO.— Quien está sin culpa, nada teme.

EL CABALLERO.— ¡Has apagado la única luz que ardía sobre la sepultura de tu madre!

DON FARRUQUIÑO.— Si mi padre lo dice, será verdad.

EL CABALLERO.— Eres solapado en las palabras como en las obras. ¡Defiéndete, al menos!

DON FARRUQUIÑO.— Dios Nuestro Señor ha elegido mi cabeza inocente para que sobre ella caigan las culpas de otros.

EL CABALLERO.— A mí no puedes engañarme... Llega y ayúdame a levantar la sepultura... No tardaré en morir, y si tardase, os faltaría paciencia para esperar... Porque no acabéis en la horca he pensado repartiros mis bienes. Me heredaréis en vida... Llega y ayúdame... Si tienes hijos, ellos me vengarán... Los votos no te impedirán tenerlos. Llega para que podamos levantar la losa.

EL CAPELLÁN.— Vamos, alma de Faraón.

DON FARRUQUIÑO.— No reconozco a Don Juan Manuel.

EL CAPELLÁN.— Tiene razón, cuando dice que va a morir.

(Se llegan al presbiterio, se mueven vagarosos alrededor de la sepultura, tantean, se encorvan, y en silencio, con una rodilla en tierra, en un tácito acuerdo, comienzan a levantar la losa. Se les oye jadear. Cuando aparece el hueco negro, pestilente, húmedo, el viejo linajudo se inclina sobre él, y solloza con un sollozo sofocado y terrible de león viejo. El hijo, con los ojos nublados de miedo, se aparta.)

DON FARRUQUIÑO.— ¡No puedo más!

EL CAPELLÁN.— Temo que a tu padre le dé un arrebato de sangre.

EL CABALLERO.— ¡María Soledad, aquí estoy! ¡Háblame!

EL CAPELLÁN.— Basta ya, señor...

EL CABALLERO.— ¡Quiero ver su rostro por última vez!

(EL CABALLERO levanta la tapa del féretro y en la oscuridad de la cueva albean las tocas del sudario y destella la cruz colocada sobre el pecho, entre las manos yertas. El Caballero se inclina, y un aire de húmeda pestilencia, que le hace sentir todo el horror de la muerte, pone frío en su rostro.)

EL CABALLERO.— ¡María Soledad, espérame!... Tienes los ojos abiertos y siento que me miras... Ahora me voy, pero vendré pronto y para siempre a tu lado... ¡Dios!... ¡Dios!... ¡Cativo Dios, por qué me llevaste a la Rusa!...

(EL CAPELLÁN acude, y levanta el desfallecido cuerpo del Caballero. El hijo, más tardo por miedo o desamor, se acerca también y le ayuda. Casi en brazos le sacan de la capilla. Don Juan Manuel, en la puerta los hace detener y se arrodilla.)

EL CABALLERO.— ¡Abierta queda mi sepultura!... ¡Maldito quien intente poner la losa antes de haber bajado yo a la cueva! ¡María Soledad, espérame!

Escena quinta

(La alcoba donde murió Doña María.— En el fondo, bajo los cortinajes de damasco carmesí, que tiene algo de litúrgico, abandonada y fría aparece la cama antigua, de nogal tallado y lustroso. Don Juan Manuel está en el umbral de la puerta. Su hijo y el capellán le sostienen. El rostro pálido y la barba de plata se sumen en el pecho.)

EL CABALLERO.— Quiero morir aquí, en la misma cama donde murió aquella santa... He vivido siempre como un hereje, sin pensar que hay otra vida, y ahora siento una luz dentro de mí...

EL CAPELLÁN.— Es la luz de la Gracia.

EL CABALLERO.— Señor capellán, necesito la absolución de mis pecados para reunirme con mi mujer en el Cielo.

EL CAPELLÁN.— Es menester que haga confesión de ellos.

EL CABALLERO.— No tengo más que uno... ¡Uno solo que llena toda mi vida!... Haré confesión pública... Llamad a los criados... Que acudan todos... ¡Criados de mi casa!... ¡Hermanos que llegásteis aquí conmigo!... ¿Dónde estáis? ¡Quiere hacer confesión ante vosotros Don Juan Manuel Montenegro! ¿Dónde estáis? ¡Llegad todos!

(El hijo y el capellán se interrogan con una mirada. En sus ojos asoma el mismo pensamiento, y se dicen si no ha pasado sobre ellos, en aquellas palabras, una ráfaga de locura. Los criados y los mendigos van llegando de la cocina con un rumor lento, ojos de susto, gesto de misterio, y se detienen sobre el umbral de la puerta.)

ALGUNAS VOCES.— ¡Ave María Purísima!

EL CABALLERO.— ¡Cavada tengo la sepultura! He visto en mi camino a la muerte y están marcadas mis horas... Cuando echéis el cuerpo a la tierra, volved a poner la losa que han alzado mis manos, pero antes no. ¡Maldito sea quien lo intente!... Tú, mal hijo, no finjas dolor... Lleva a los otros la noticia, y celebradla juntos en la cueva de los ladrones, en el cubil de un lobo, donde nadie os vea. Cuanto era mío, mañana será vuestro, y el cuerpo que será de los gusanos, tendrá más noble destino... No lloréis vosotros, criados y hermanos míos, que estas puertas las hallaréis siempre francas, y, aunque fría, siempre sentiréis mi mano tendida hacia vosotros. ¡No dejo otra manda para que mis crímenes me sean perdonados, y he de alzarme de la sepultura si no fuese cumplida! No lloréis, y haced silencio, que quiero confesar mis pecados al señor capellán de mi casa. No tengo más que un pecado... ¡Uno sólo que llena toda mi vida!... He sido el verdugo de aquella santa con la impiedad, con la crueldad de un centurión romano en los tiempos del emperador Nerón... Un pecado de todos los días, de todas las horas, de todos los momentos... No tengo otro pecado que confesar... La afición a las mujeres y al vino, y al juego, eso nace con el hombre... Pecado grande es haber sido verdugo de un alma y haber puesto en ella garfios encendidos en las hogueras del Infierno. ¡Los garfios que en las carnes de los condenados clava Satanás!... Y ahora me arrodillo para recibir la absolución... Señor capellán, la absolución, y la tuya también, mal hijo, ya que tienen esa gracia tus manos impuras. Absolvedme y después clavad esa ventana, clavad esa puerta, dejadme aquí como en un pozo, solo, para morir.

(EL CAPELLÁN traza una cruz con su diestra sobre la cabeza del viejo linajudo, y el murmullo de los rostros aldeanos y mendigos, resplandeciente de fe, se eleva en una grave onda.)

Escena sexta

(Sobre la encrucijada de dos caminos aldeanos, un campo de yerba humilde salpicada de manzanilla, donde hay un retablo de ánimas entre cuatro cipreses. Es paraje en que hacen huelgo los caminantes, y rezan las viejas, anochecido. Don Rosendo, Don Mauro y Don Gonzalito, descansan al pie de los cipreses, con los caballos del diestro. Más lejos un mozo aldeano deja pacer la yunta de sus vacas, y a lo largo de los caminos, que se pierden entre verdes y sonoros maizales, trotan cabalgadas de chalanes que van de feria, y cruzan graves y procesionales, viejos vestidos de estameña, con sus grandes bueyes de cobre luciente, hermosos como ídolos, con verdes ramos de roble en las testas.)

DON MAURO.— ¿Dónde se habrá metido el clérigo?

DON ROSENDO.— En casa de alguna moza.

DON MAURO.— A Pedro son muchos los que le han visto pasar solo. ¿Cómo se habrán separado?

DON GONZALITO.— Reñirían al repartirse lo que nos robaron.

DON ROSENDO.— ¡Lástima que no se matasen!

DON MAURO.— Hay que volver por allá...

DON GONZALITO.— Si ellos no nos ganan la mano.

DON MAURO.— ¡Haber olvidado la capilla!

DON ROSENDO.— Cuando se tiene una pena no se está para recordar...

DON GONZALITO.— ¡Pobre madre! Ella acudía a todos, y teníamos un amparo... ¿Pero ahora, qué será de nosotros?... Hemos amargado sus últimos momentos con nuestras disputas. ¡Somos como fieras!

DON MAURO.— Lo hicimos de obligados. Si no lo hacemos, los otros bandidos nos dejan sin una hilacha.

DON GONZALITO.— Pero es triste.

DON MAURO.— Sí, lo es.

(Por un momento los tres hermanos quedan silenciosos. Una tropa de chalanes llega y descabalga para descansar a la sombra de los cipreses, dejando libres los jacos en el verde y oloroso campo, que cruzan aquellos caminos aldeanos por donde se pierden huestes de mujerucas, viejas y mozas, que van al molino con maíz y con centeno. Los chalanes son siete: Manuel Tovío, Manuel Fonseca, Pedro Abuín, Sebastián de Xogas y Ramiro de Bealo con sus dos hijos. Oliveros, el mayor, tiene el noble y varonil tipo suevo de un hidalgo montañés. La barba de cobre, los ojos de esmeralda y el corvar de la nariz soberbio, algo que evoca, con un vago recuerdo, la juventud putañera de Don Juan Manuel Montenegro. Allá, en su aldea, la madre y el hijo suelen enorgullecerse de aquella honrosa semejanza con el Señor Mayorazgo. Y Ramiro de Bealo ha conseguido por ello que el viejo linajudo le diese en parcería cuatro yuntas, y en aforo las tierras de Lantañón.)

LOS CHALANES.— ¡Santos y buenos días!

LOS SEGUNDONES.— ¡Santos y buenos!

RAMIRO DE BEALO.— ¿El Señor Don Mauro camina para su casa de Bealo?

DON MAURO.— Para allá se camina.

RAMIRO DE BEALO.— ¿Tornan del entierro de la señora mi ama, que goce de Gloria?... ¡Dios les otorgue su santa conformidade!... ¿Por allá verían a la parienta? Cuando salimos para la feria, díjonos que tenía determinado acudir. ¡Por allá la verían! Nos hubiéramos cumplido como ella, de no hallarnos con un buey escordado, sin yunta para labrar la tierra... Si Dios nos mantiene con vida y salud, el domingo bajaremos a la villa para oír una misa y saludar al Señor Don Juan Manuel.

DON MAURO.— Pues yo os digo que en la casa de mi padre hacéis vosotros la misma falta que los canes en la de Dios. Eso os digo.

DON GONZALITO.— Harto habéis ordeñado esa vaca, y no penséis que por ser muerta mi madre...

OLIVEROS.— Pues allá iremos, sin contar con su venia.

RAMIRO DE BEALO.— ¡Calla, rapaz! No muevas pleitos.

OLIVEROS.— Hablo aquello que bien me parece, mi padre.

DON ROSENDO.— ¡Lo malo será que te arranquen la lengua!

OLIVEROS.— La defienden los dientes.

RAMIRO DE BEALO.— Ten miramiento, rapaz.

DON ROSENDO.— Defensa de mujer.

OLIVEROS.— Y de lobo.

DON MAURO.— ¡No te los haga yo dejar clavados en la tierra!

OLIVEROS.— ¡Mucho hablar es!...

DON GONZALITO.— Si los quieres bien, no los saques al aire.

OLIVEROS.— ¡Mírenlos!

(OLIVEROS muestra los dientes albos, jóvenes, fuertes, con un gesto lleno de violencia, que recoge los labios y los estremece con sanguinaria y primitiva fiereza.)

DON MAURO.— ¡Dientes de hambre, no asustan!

OLIVEROS.— ¡Hambre de morder!

DON GONZALITO.— Un mendrugo.

DON ROSENDO.— ¡Cadelo sarnoso!

OLIVEROS.— De su sangre me vendrá la sarna.

RAMIRO DE BEALO.— Rapaz, ten miramiento, que son más que tú.

OLIVEROS.— A ustede, tócale callar, mi padre.

RAMIRO DE BEALO.— Que ellos son caballeros, rapaz.

OLIVEROS.— De la nobleza que vengan, vengo yo.

DON ROSENDO.— Por detrás de la iglesia no hay nobleza, sino hijos de puta.

DON MAURO.— Tú siempre serás el hijo de un cuerno de Ramiro de Bealo.

OLIVEROS.— Ni de puta ni de cabrón soy nacido, ni nunca dos veces me lo dijeron.

(El mozo chalán adelanta hacia los segundones blandiendo la luenga pica con que acucia y guía su vacada por llanos y veredas. Los otros chalanes, en bandería, se ponen a su lado, y la tropa de villanos cerca a los segundones.)

DON MAURO.— ¡Para mí, tres!

SEBASTIÁN DE XOGAS.— ¡Allá va uno con quien será bastante!

DON ROSENDO.— ¡No cejes, Gonzalo!

OLIVEROS.— ¡Miren estos dientes!...

RAMIRO DE BEALO.— ¡Rapaz, que me matan!... ¡Acude aquí!...

DON MAURO.— ¡Para mí, tres!

(El segundón lanza su grito en medio del campo, como un gigante antiguo, desnudo y vencedor. A sus pies, con la cabeza abierta, muerden la yerba Sebastián de Xogas y Pedro Abuín. Los otros segundones casi sucumben bajo la acometida de todos los chalanes unidos.)

DON GONZALITO.— ¡Siete contra tres!... ¡Miserables!

DON ROSENDO.— ¡Como si fuesen setenta!

OLIVEROS.— ¡Yo para uno solo!

(EL MOZO, siempre blandiendo su pica, va sobre Don Mauro. El bastardo y el segundón se miran frente a frente: Oliveros pálido por el ansia de la pelea, estremecido con el deseo del vencimiento, y el segundón fuerte, soberbio, con la cabeza desnuda y las manos rojas de sangre, como el héroe de un combate primitivo en un viejo romance de Castilla.)

OLIVEROS.— ¡Ahora verás si son buenos los hijos de puta!

DON MAURO.— ¡Para mis galgos ha de ser tu lengua!

(Se acometen los dos: El chalán blande su pica, y el segundón, con arrogante brío, sigue clavándole los ojos, puestas en alto las manos ensangrentadas, para guarnecer su cabeza desnuda. Restalla el golpe. Entre las manos del segundón queda la pica que vuela por los aires, luego, partida en dos. La lucha continúa brava, bella, rugiente. Los caballos, asustados, huyen arrastrando las riendas, y allá lejos, en medio de los caminos, relinchan. Manuel Tovío, Manuel Fonseca, Ramiro de Bealo, y el menor de sus hijos acosan en cerco a Don Gonzalo y Don Rosendo. De pronto, entre el restallar de las picas sobre los cráneos y el cóncavo tundir de los puños contra los pechos, se levanta, como el claro canto de un gallo, el grito de Don Mauro.)

DON MAURO.— ¡Para mí, tres!

DON ROSENDO.— ¡Ánimo, hermanos!

DON GONZALITO.— ¡Ánimo!

(Como una ráfaga, la hueste de chalanes siente el triunfo de los segundones. En un tácito acuerdo comienzan a cejar, sin vergüenza de ser vencidos por aquellos tres hidalgos.—¡Que para eso son hidalgos y señores de torre!— Oliveros, en tierra, de cara contra la yerba, ruge, sofocado por las manos del hercúleo segundón. El grito de Don Mauro es un claro clarín.)

DON MAURO.— ¡Para mí, tres!

Jornada tercera

Escena primera

(Un rincón en la iglesia de Flavia-Longa. Llega como mosconeo, la voz desentonada y gangosa del abad, un exclaustrado sordo, que guía las Cruces en la Capilla de Jesús Nazareno. Una mujeruca del pueblo, que lleva el manteo a modo de capuz, suspira al terminar sus rezos y besa la tierra con la lengua. Es muy vieja, toda arrugada, con ese color oscuro y clásico que tienen las nueces de los nogales centenarios. Atraviesa la nave, y el lento arrastrar de sus madreñas cuenta sus años. Aquella mujeruca sirve desde niña en la casa de Don Juan Manuel Montenegro: Es Micaela la Roja, que conoció a los difuntos señores cuando entró de rapaz de las vacas, por el yantar y el vestido. Ahora camina apoyada en un palo. Renqueando entra en una capilla con puerta de hierro, toda tristeza y herrumbre, y se acerca a una mujer que reza. Es Sabelita, que fué otro tiempo barragana del Caballero. Con las cabezas juntas hablan quedo en aquella sombra húmeda que parece destilar oraciones, y dos velas se consumen en el altar, dos velas rizadas y pintadas como dos madamas.)

LA ROJA.— ¡Dábame mi alma que aquí la toparía!

SABELITA.— No te ha engañado.

LA ROJA.— Cuando remate sus devociones, tiene de venirse conmigo.

SABELITA.— ¿Adónde?

LA ROJA.— A la casona.

SABELITA.— Roja, no quiero verlos más, ni al padre ni a los hijos...

LA ROJA.— A los rapaces, no digo... Mas al señor mi amo fuerza es que le vea. Cordera, por ese mor vengo procurándola. Está el cuitado como adolecido desde que tuvo el primer anuncio, que fueron las luces de la Santa Compaña.

SABELITA.— ¿Vio a la Santa Compaña?

LA ROJA.— Sí la vió... Era una hueste muy luenga de ánimas en pena, todas vestidas de blanco. Pareciósele de noche en el Campo de la Iglesia.

SABELITA.— ¡Allá, en Viana!

LA ROJA.— ¡Y en la misma hora que dejaba el mundo Dama María!... El marinero con la carta llegó después... Don Galán bajó conmigo a franquealle la puerta.

SABELITA.— ¿Vosotros vinisteis con Don Juan Manuel?

LA ROJA.— Nosotros vinimos por tierra. ¡Ay, cuidé de no llegar! El señor mi amo, embarcó solo en la barca que luego fué náufraga.

SABELITA.— ¡Qué desgracia tan grande! Recemos una Salve por el descanso de esos pobres marineros ahogados.

LA ROJA.— Estaba de Dios que ellos pereciesen, y que el amo se salvase.

(Las dos rezan a media voz, con un bisbiseo devoto y confuso, que se junta en las sombras de la capilla al chisporroteo de las velas. Las dos inclinan las cabezas y ponen en blanco los ojos para poder alzarlos al altar, desde donde responde a su mirada, la mirada extática de una Dolorosa. El parpadeo de las luces da una apariencia de vida al cerco amoratado de aquellos ojos, a la boca dolorida, a las mejillas con dos lágrimas de cristal. Sabelita y la vieja se santiguan al terminar su rezo.)

LA ROJA.— Pronto cerrarán la iglesia. ¡Vámonos!

SABELITA.— Yo, no...

LA ROJA.— Es una obra de caridad que acuda a llevarle un consuelo.

SABELITA.— Tú sabes que no puede ser...

LA ROJA.— Agora es solamente un pecador arrepentido.

SABELITA.— ¿Qué dice?

LA ROJA.— Con nadie habla y a nadie quiere ver. Encerrado en la alcoba donde murió la santa, se oyen sus pasos, que vienen y que van... Cuando alguien se acerca requiere la escopeta y amenaza con matarle.

SABELITA.— ¿Tú no le has visto?

LA ROJA.— No, cordera. Su pensamiento es dejarse morir de hambre.

SABELITA.— ¿Y qué puedo hacer?

LA ROJA.— Venir a suplicarle.

SABELITA.— No oirá mi voz.

LA ROJA.— Es la sola que oirá... ¡No puede ser que le deje morir solo, como un can!

SABELITA.— ¡Yo no sé qué hacer!

LA ROJA.— ¿Qué le dice su corazón?

SABELITA.— ¡Me dice tantas cosas encontradas!

LA ROJA.— ¿Y ninguna grita más fuerte?

SABELITA.— ¡Ah, sí!

LA ROJA.— ¿Y por qué no obedece esa voz.

SABELITA.— ¡Temo el pecado!...

(SABELITA se santigua, y la rosa marchita de su boca se estremece con el murmullo de un rezo. Sus ojos se clavan en el altar, y las dos velas que lloran sin consuelo sobre las arandelas de cristal, al alma llena de supersticiones milenarias le fingen dos mujeres desnudas que se consumen en llamas, no sabe si las del pecado, si las del infierno. Un viejo de guedejas blancas cruza la iglesia agitando algunas llaves en manojo.)

LA ROJA.— Vámonos, cordera, que ya San Pedro anda tocando los fierros.

SABELITA.— Vámonos...

LA ROJA.— ¿No le acordó una resolución la Santísima Virgen?

SABELITA.— No.

LA ROJA.— ¿Sigue batallando con sus dudas?

SABELITA.— ¡Ay, Jesús!

(Salen de la iglesia. En el cancel esperan las viudas de los náufragos para tratar del entierro con el señor abad. Es un grupo de mujeres que huelen a marinada, con los ojos encendidos y las greñas flojas, con los vestidos húmedos, pardos, de una tristeza salobre, restos de otros lutos.)

LA ROJA.— El Señor Don Juan Manuel dispuso que se diese a cada viuda una carga de maíz. ¡Fué la sola cosa que habló!

SABELITA.— ¡Vamos allá!

LA ROJA.— ¡Dios te lo premiará, mi hija!

Escena segunda

(Una antesala en la casona. Andreíña hila y otros criados desgranan maíz, a la redonda de una cesta colmada de mazorcas. Hablan en voz baja, atentos a los pasos que vienen y van en la alcoba donde murió la señora ama. La puerta está cerrada, y de tiempo en tiempo alguno de los criados se acerca sin ruido y escucha. Los otros callan contemplándole, y cuando se les junta, otra vez comienza el cálido susurro de la conversación. Y el rumor de los pasos que vienen y van, parece marcar todos los gestos y todas las actitudes de aquellos criados que desgranan mazorcas en la antesala oscura.)

ANDREÍÑA.— ¡Tal como agora véis, de día y de noche!...

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— ¡Por la noche se oían sus lamentos!...

LA RECOGIDA.— ¡Una voz de desespero que llenaba toda la casa!

ANDREÍÑA.— ¡La voz del enemigo que tenía el cuerpo, y turraba por salir!...

LA REBOLA.— ¡Ave María!

DON GALÁN.— ¡Ahí lo tenéis arrepentido como un fraile, por lo mucho que hizo sufrir a la señora ama!

LA REBOLA.— ¿Y dejárase morir de hambre?

DON GALÁN.— Antes rabiará.

LA REBOLA.— ¡Ni que fuera un can!

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— ¡Tengo dolidas las manos! ¿Desgrana bien ese carozo, Rebola?

LA REBOLA.— Hace él solo la labor.

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— Yo no atopo uno bueno.

LA REBOLA.— Éste lo tuve en el lar, por mor que endureciese.

DON GALÁN.— Si me lo regalas, te doy palabra de casamiento.

ANDREÍÑA.— ¿Y ha de ser ella quien te dé el carozo?

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— ¡Nunca tal vi, ser la mujer quien lleve carozo!

DON GALÁN.— Así juntábamos dos. ¡No tenéis oído que cuanto más, más gracia de Dios!

ANDREÍÑA.— ¡Gran maricallo!

(DOÑA MONCHA entra en la antesala, y los criados al verla, callan, aparecen graves, con algo de sombras en la vastedad de aquella antesala oscura. No se distinguen los rostros, son los ademanes de una rara lentitud y las figuras parecen vestir túnicas de niebla.)

DOÑA MONCHA.— ¿Se oyen sus pasos?

ANDREÍÑA.— Sí, señora.

DOÑA MONCHA.— ¡No descansa!...

DON GALÁN.— ¡Tiene un verme que le roe y no le deja!

ANDREÍÑA.— ¡Como si estuviese ya difunto, róele un verme!

(Se acerca Doña Moncha a la puerta y escucha. Los pasos se alejan. Espera. Los pasos retornan ya. Doña Moncha pulsa tímidamente en la puerta. Todos callan y esperan.)

DOÑA MONCHA.— ¡Tío!... ¡Tío!... ¡Que se está matando!... ¡Tío!... ¡Tío!... ¡Que es un pecado lo que hace! ¡Tío!... ¡Tío!...

ANDREÍÑA.— ¡No contestará!

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— ¡Hállase firme en dejarse morir de hambre!

DON GALÁN.— ¡Está adolecido!... ¡Tiene el alma ausente!...

(Sin ruido, lentamente, Doña Moncha se aparta de la puerta sin ruido y se sienta entre los criados a desgranar espigas. Se oye alguna voz apagada, y el alarido del viento y las pisadas que vienen y van. Desgranada una cesta de mazorcas, traen otra. En la antesala vaga ahora una sombra negra, la sombra del capellán.)

EL CAPELLÁN.— Los pasos no dejan de oirse ni de día ni de noche.

DOÑA MONCHA.— ¡Ni de día ni de noche!

EL CAPELLÁN.— ¡Concluirá por enloquecer!

DOÑA MONCHA.— ¡Enloquecido está ya!

EL CAPELLÁN.— ¡No debíamos dejarle!

DOÑA MONCHA.— ¡Pobres de nosotros, qué podremos hacer!... Yo tiemblo cuando me acerco a esa puerta.

DON GALÁN.— ¡Tiene un verme que le roe!

ANDREÍÑA.— ¡Como si estuviere ya difunto, cómele, cómele!...

(EL CAPELLÁN se acerca a la puerta y pulsa con los artejos. Espera un momento, y como ninguna voz responde, vuelve a pulsar. Los pasos vienen y van.)

EL CAPELLÁN.— ¡Señor Don Juan Manuel!... ¡Señor Don Juan Manuel!... ¡Dios nos manda tener valor! Debemos conservar la existencia como un dón precioso, y amarla a pesar de sus espinas...

ANDREÍÑA.— ¡No responderá!

LA RECOGIDA.— ¡Es como un rey, y a nadie escucha!

(La sombra del clérigo vuelve a vagar por la antesala. Los criados comentan en voz baja, graves, lentos, reunidos a la redonda de la cesta llena de mazorcas, y sus voces supersticiosas, parece que vanen la oscuridad, de un misterio hacia otro misterio. Y los pasos vienen y van.)

ANDREÍÑA.— ¡Y así día y noche!

LA RECOGIDA.— ¡No descansa!

DON GALÁN.— ¡Ya tendrá su descanso, y qué luengo será!

LA RECOGIDA.— ¡Para siempre!

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— ¡No escucha ninguna voz!

ANDREÍÑA.— ¡Ya escuchará la de Nuestro Señor!

LA RECOGIDA.— ¡Esa todos los nacidos la escuchamos!

ANDREÍÑA.— ¡Es más fuerte que el huracán!

EL RAPAZ DE LAS VACAS.— ¡Y más que los truenos!

DON GALÁN.— ¡Y más que el broar de la mar!

LA RECOGIDA.— Esta noche no dejó de oírse la mar de Corrubedo.

LA REBOLA.— ¡Dicen que se oye en la redondez de quince leguas!

ANDREÍÑA.— ¡En toda la redondez del mundo óyese la voz de Nuestro Señor!

(Cesa de pronto la glosa de los criados que hacen rueda desgranando mazorcas. Artemisa la del Casal, moza blanca y rubia, briosa y rozagante, con manteo cercado de velludo y capotillo mariñán, acaba de aparecer en el umbral de la antesala. Se la tiene por hija bastarda del Caballero. Trae de la mano a un niño de ojos picarescos, que se tambalea sobre los zuecos blancos, que muestran no haber pisado la tierra. Un tirante amarillo cruza el pecho del rapaz con la prosapia de una banda, y sujeta el calzón de pana, que no llega a los zuecos. En una mano sostiene el gorro catalán, que aún tocaba su cabeza al aparecer en la antesala, y en la otra estruja una rana viva.)

ARTEMISA.— ¡Santas y buenas noches! Saluda, Floriano.

EL NIÑO.— ¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!...

ARTEMISA.— Besa la mano al señor capellán. Besa también la mano a Doña Moncha.

DOÑA MONCHA.— ¿Qué os trae?

ARTEMISA.— Saber si ha tenido mudanza el señor.

EL CAPELLÁN.— Parece resuelto a dejarse morir.

ARTEMISA.— ¡La Santísima Virgen de Gundarín no lo permitirá!

ANDREÍÑA.— ¿Y si lo quiere para sí la Santísima Virgen?

DON GALÁN.— ¡Tópanse con ganas de pleitos en el Cielo!

ARTEMISA.— Todo el día estuve con cuidado, y el pequeño, como sentíame suspirar, habían de ver qué consuelos me daba. ¿Y sigue de la misma conformidad el señor?

DOÑA MONCHA.— De la misma.

ARTEMISA.— ¿Por qué le dejan así? Acabará por subírsele toda la sangre a la cabeza.

DOÑA MONCHA.— Háblale tú a ver si te responde. ¡Yo tiemblo de acercarme a esa puerta!

(ARTEMISA la del Casal, se acerca a la puerta con el niño de la mano. En la alcoba los pasos vienen y van obstinados y extraños como el pensamiento de los locos. Artemisa atiende algunos momentos.)

ARTEMISA.— ¡Pasea en la oscuridad!

EL CAPELLÁN.— Al entrar en la alcoba, mandó clavar las ventanas.

ARTEMISA.— ¡Señor!... ¡Señor!... ¿Ya no me conoce? ¡Soy Artemisa!... ¡Señor, franquee la puerta! ¡Por el alma de aquella santa! ¡Señor, que soy Artemisa!

(Las pisadas que vienen y van dejan de oirse y la puerta se abre con estrépito. En el umbral, sobre el fondo oscuro de la alcoba, aparece la figura de Don Juan Manuel Montenegro. Tiene un fulgor de cólera en las pupilas, en las manos de marfil añoso la escopeta, y su barba se derrama por el pecho, trémula y blanca.)

EL CABALLERO.— ¡Será preciso que mate a uno! ¡No me dejaréis morir en paz!... ¡Malditos todos, que llegáis a esta puerta y no respetáis mi dolor! ¡Yo también seré maldito, porque vosotros no me dejáis morir arrepentido! ¡Mis horas están contadas!... ¡Tengo ya la sepultura abierta! ¡Dejadme! ¡Toda la noche han aullado los perros!... ¡Cierro los ojos para morir, y vuestras voces me despiertan!... ¡Sois como las hienas, que desentierran a los cadáveres!... ¡Tendré que mataros!... ¡Dejadme, hienas y lobos y escorpiones!... ¡Dejadme que muera y que la tierra caiga a puñados sobre mis ojos!...

(El viejo linajudo atraviesa la antesala y huye por el largo corredor lleno de resonancias. Todos se miran en silencio, con ojos de susto, y se acercan, uno a uno, al umbral de la alcoba que hiede a muerte. Allí agrupados dudan de entrar, como si continuasen oyendo aquellos pasos obsesos y viesen la sombra, en la sombra ir y venir.)

ARTEMISA.— ¡Espanto en el alma me pusieron sus palabras!

DOÑA MONCHA.— ¡Son bien de espantar!

LA RECOGIDA.— ¡Quiere morir!

ANDREÍÑA.— ¡Y buscará la muerte!

ARTEMISA.— ¡Y condenará su alma!

LA RECOGIDA.— ¡Adónde irá!

DON GALÁN.— ¡Si no le temiere, iría tras él!

EL CAPELLÁN.— ¡No acosemos al león!... Si nuestros ojos no pueden seguirle, que le sigan nuestras oraciones.

(EL CAPELLAN pasea la estancia de uno a otro testero, con un murmullo de rezo, y los criados, reunidos a la redonda de la cesta colmada de mazorcas, hablan en voz baja. De pronto se oyen pisadas de caballos refrenados ante el portón.)

DOÑA MONCHA.— ¿Qué será en tal hora?

EL CAPELLÁN.— Los lobos que bajan del monte ¿Quiénes pueden ser sino los hijos?...

DON GALÁN.— Llegan para repartirse la herencia.

ARTEMISA.— ¡Pronto tuvieron noticia!...

DON GALÁN.— ¡Alguna bruja!...

ANDREÍÑA.— ¡De hoy son nuestros amos.

Escena tercera

(Don Juan Manuel Montenegro cruza una y otra calle, calles angostas asombradas por altas tapias, sobre las cuales ya se derrama una higuera, ya descuella un ciprés. ¡Viejas calles de una vieja villa feudal, con iglesias, con caserones, con huertos conventuales! De los negruzcos aleros gotea la lluvia, y en las angostas ventanas que se abren debajo asoma el contorno de un gato, alguna rara vez.)

EL CABALLERO.— ¿Dónde esperar la muerte sin que me acosen con sus voces?... ¿En qué oscura cueva de lobo o de león iré a esconderme?... ¡No hallo paz en la vida! ¡Fuí pastor de lobos y ahora mis ganados me comen ¡Engendré monstruos y estoy maldito! ¿Por qué de aquel vientre de mujer santa salieron demonios en vez de ángeles con alas? ¡Estaba maldito el sembrador! ¡Estaba maldita la simiente! ¡Muerte, no tardes! ¡Sácame de este pozo de sierpes y dame a tus gusanos!... ¡Que me coman tus hijos, pero no los míos! ¡Muerte, no tardes! ¡Dios, si por mis pecados no me quieres, deja que me arrebate Satanás!

(EL CABALLERO cruza ante dos mujeres que se asustan del encuentro. Pasa sin verlas y solamente se detiene cuando le llaman con plañideros gritos. Entonces reconoce a la vieja criada y a Sabelita.)

LA ROJA.— ¡Señor mi amo, adónde camina en esta hora?

SABELITA.— ¡Don Juan Manuel! ¡Madre de Dios!

LA ROJA.— ¡Señor, adónde camina con la blanca cabeza descubierta a la lluvia?

EL CABALLERO.— ¿De qué infierno habéis salido? ¿Por qué me detenéis? ¿Por qué me habláis cuando huyo de vuestras voces?... ¡Isabel, qué me quieres? ¡Me abandonaste un día y ahora vuelves a mí, acompañada de una bruja! ¿De qué infierno sales, Isabel? ¿Cuál es tu nombre ahora?

SABELITA.— ¡Soy Isabel, señor!...

EL CABALLERO.— ¡El Demonio no te llama Isabel!... ¡El Demonio te llama voz de mentira, cuervo de ingratitud, sierpe de hipocresía, brasa de lujuria! ¡Sólo la santa de quien fuimos verdugos te llamaba Isabel! ¡Ay, para ella todos éramos sus hijos!... ¡Pero Satanás no tiene en los labios el amor de aquella boca ya muda!... ¡Isabel, tú para mí te llamas remordimiento, y esa bruja, bruja!

(Desaparece el Caballero en la sombra. Las dos mujeres, asustadas, no se atreven a seguirle. Por algunos momentos se oyeron pasos en la soledad de la calle. ¡Huecos y resonantes pasos! El Caballero baja a la playa. El viento bordonea en el mar.)

EL CABALLERO.— ¡Mar, tus olas no se abrieron para tragarme!... ¡Quisiste aquellas vidas y no quisiste la mía! ¡Si me tragases, mar, y no arrojases mi cuerpo a ninguna playa! ¡Si me sepultases en tu fondo y me guardases para ti!... ¡No me quisiste aquella noche, y soy más náufrago que esos cuerpos desnudos que bailan en tus olas!... ¡Tengo la pobreza y la desnudez y el frío de un náufrago! ¡No sé adónde ir!... ¡Si la muerte tarda, pediré limosna por los caminos!... ¡Y el mar, aquella noche, pudo caer sobre mi cuerpo, como la tierra de la sepultura, y no me quiso!... ¡Ya soy pobre! ¡Todo lo he dado a los monstruos! ¡Mi alma en otra vida, aquella vida de que huyo, también fué un mar, y tuvo tempestades, y noches negras, y monstruos que habían nacido de mí! ¡Ya no soy más que un mendigo viejo y miserable! ¡Todo lo he repartido entre mis hijos, y mientras ellos se calientan ante el fuego encendido por mí, yo voy por los caminos del mundo, y un día, si tú no me quieres, mar, moriré de frío al pie de un árbol tan viejo como yo! ¡Las encinas que plantó mi mano no me negarán su sombra, como me niegan su amor los monstruos de mi sangre!...

(A lo largo de la playa bajan tres negras figuras. Sobre sus hombros se alarga un palo, que allá en su extremo parece levantar hacia la luna en dos cuernos, la dentadura de una vieja. Las tres figuras negras van delante del Caballero. De tiempo en tiempo se detienen, y sobre las olas crestadas de espuma alargan sus varales, y los dientes de bruja que se abren al extremo desaparecen sepultos en el mar. El Caballero pasa por entre aquellas figuras que, asombradas, le reconocen. Son tres mendigos que en las noches de resaca catean por la playa buscando los tesoros de un naufragio. El viejo linajudo también reconoce aquellas sombras. El Morcego, la coima, y un loco que se llama Fuso Negro.)

EL CABALLERO.— ¿Qué trasgo o qué bruja os ha convocado aquí?

FUSO NEGRO.— La luna...

LA MUJER DEL MORCEGO.— Buscamos los tesoros de una gran nave que venía no se sabe de dónde...

EL MORCEGO.— Un gran bergantín, que naufragó en la mar de Corrubedo.

LA MUJER DEL MORCEGO.— Pudiera suceder que las olas tuviesen más caridad que algunos corazones, y esta noche nos arrojasen alguna cosa, remedio de nuestra pobreza.

EL CABALLERO.— ¡Las olas no tienen caridad!

LA MUJER DEL MORCEGO.— Para muchos la tuvieron...

EL MORCEGO.— Y no hay otra playa como esta, adonde salgan tantas tablas de navíos.

LA MUJER DEL MORCEGO.— Y por veces cosas de gran riqueza...

FUSO NEGRO.— Plata fina, y joyas...

EL CABALLERO.— ¡Y también algún ahogado comido de los peces!

FUSO NEGRO.— Hace años, salió el cuerpo de un rey con su corona de oro y pedrería... Traíala tan bien puesta, que no se le pudo arrancar y fué menester cortarle la cabeza...

EL CABALLERO.— ¡Con cuantos náufragos no habrá hecho lo mismo vuestra codicia!

FUSO NEGRO.— Aquel era un rey de morería. La sangre que le manaba del cuello era negra.

EL CABALLERO.— Si yo hubiera naufragado aquella noche, vosotros también habríais segado mi cabeza, aun cuando no llevase una corona. Se la venderíais a mis hijos y os la pagarían bien.

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¡No diga, tal señor!

FUSO NEGRO.— Se la presentaríamos en una fuente de plata cuando estuviesen sentados a la mesa.

EL CABALLERO.— Y se la comerían como un rico manjar.

FUSO NEGRO.— Don Pedrito diría: ¡Yo quiero la lengua! Don Gonzalito diría: ¡Yo quiero los ojos! ¡Y cómo le habían de chascar bajo los dientes!

EL CABALLERO.— ¡Y se matarían disputándoselos!

FUSO NEGRO.— Los huesos serían para los canes.

EL CABALLERO.— Los canes no comen a los amos.

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¿Y pueden los hijos comer a los padres, mi señor?

EL CABALLERO.— ¡A mí me comieron el corazón!

FUSO NEGRO.— Aun cuando lo arrancaren del pecho con los dientes, vuelve otro a nacer. Retoña como un verde laurel... ¡No hay que tener miedo!

LA MUJER DEL MORCEGO.— Sólo lo come de raíz, el verme de la muerte. En tanto dure la vida, es como una fontela donde todos acuden a beber y nadie la seca.

EL MORCEGO.— Una fontela tiene agua para todas las sedes.

EL CABALLERO.— ¿Y no habéis visto fuentes secas?

EL MORCEGO.— En tiempo de calores.

LA MUJER DEL MORCEGO.— Mas aquéllas habíalas secado el sol, y no la boca de un sediento.

FUSO NEGRO.— Los lobos que quieren beberse toda el agua de las fuentes, mueren como odres reventadas.

EL CABALLERO.— ¿Por qué habéis dicho que el corazón es como una fuente? En las fuentes se envenenan las aguas, y mueren los que beben de ellas...

EL MORCEGO.— ¡También el corazón tiene su ponzoña!

EL CABALLERO.— Pero no la vierte en las bocas que le muerden, sino que las recibe de ellas.

FUSO NEGRO.— El corazón es como la niña del ojo. Adonde mira, aquello tiene en el fondo. Unas veces fuente, y otras roquedo... Unas veces los dientes arregañados de un lobo, y otras un resplandor.

EL CABALLERO.— ¿Por qué dirán que estás loco, Fuso Negro?

LA MUJER DEL MORCEGO.— Dícelo él, por no trabajar.

FUSO NEGRO.— Lo dicen los rapaces por poder tirarme piedras. En todas las villas tiene de haber un loco y un mayorazgo.

EL MORCEGO.— Ya baja la marea. Hoy las ondas no quisieron hacer nuestra suerte.

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¡Si la hace con una limosna el señor mayorazgo!...

EL CABALLERO.— He llegado a ser tan pobre como vosotros. Si no tuviese abierta la sepultura, tendría que ir en vuestra caravana por los caminos, mendigando el pan. La muerte ya marcó mis horas, y para poder morir en paz, he abandonado a mis hijos todo cuanto tenía.

LA MUJER DE MORCEGO.— ¿Y adónde va en esta noche?

EL CABALLERO.— Ya os dije que voy a morir.

LA MUJER DEL MORCEGO.— La muerte viene sin que la llamen. ¡No la busque, que es muy grande pecado, señor!

EL CABALLERO.— No la busco... ¡La espero porque me fué anunciada!... Un gran cirio, todo de luz, se ha encendido dentro de mí, y me guía y me alumbra. He visto en abismos donde sólo se ve cuando se tiene cavada la fosa. He aprendido, al final de mis días, que todos debemos tener por lecho de muerte un muladar, y voy a él. La tierra ha de dármelo mucho antes que el mar, a vosotros, esos tesoros de naufragios que buscáis...

(EL CABALLERO se aleja lentamente. Los tres mendigos le miran desvanecerse entre los roquedos de la playa. La luna parece agigantar la figura del viejo hidalgo y poner un nimbo en su cabeza blanca y desnuda.)

Escena cuarta

(Una costa brava, ante un mar verdoso y temeroso. Lomas de arena, con pinares desmedrados en lo alto, y en la bajada un charcal salobre, donde blanquean los huesos de una vaca. Larga bandada de cuervos revolotea sobre aquella carroña, bajo un cielo gris de amanecer. En el fondo de una caverna socavada por el mar, el viejo linajudo espera la muerte como un viejo león. Ante sus ojos nublados ve aparecer la sombra de Fuso Negro.)

FUSO NEGRO.— ¡Tou! ¡Tou! ¡Tou!... Ya somos dos.

EL CABALLERO.— ¡Tampoco aquí podré estar sólo para morir en paz!...

FUSO NEGRO.— El señor mayorazgo tiene sus palacios y su cama con dosel... Aquí haránsele llagas las costas... Para el cuerpo de los señores es muy duro el cocho de Fuso Negro.

EL CABALLERO.— ¿Duermes en esta cueva?

FUSO NEGRO.— Unas veces duermo y otras veces velo.

EL CABALLERO.— ¡Yo te pido que me dejes morir aquí!

FUSO NEGRO.— ¿Quiere hacerse ermitaño el señor mayorazgo? Iráse el loco a reinar en sus palacios. Tendrá su manto de una sábana blanca y su corona ribeteada de papel. Tendrá su mesa con pan de trigo y cuatro odres haciendo una cruz. El uno de vino del Rivero, el otro de vino de la Ramallosa, el otro de vino blanco Alvariño y el otro del buen vino que beben los abades en la misa, y si parida, el ama en la cama. ¡Iráse el loco a los palacios del señor mayorazgo!

EL CABALLERO.— Ya no tengo palacios. Todo lo he repartido entre mis hijos para que no acabasen en la horca y fuesen deshonra de mi linaje. ¡Todo lo di!

FUSO NEGRO.— ¡Tou! ¡Tou! ¡Tou!... ¡Ya somos hermanos!

EL CABALLERO.— Un ángel y un demonio me están abriendo la sepultura, a la luz de un cirio. El ángel cava, el demonio cava... Uno a la cabecera, otro a los pies... El demonio con una guadaña, el ángel con una concha de oro. ¿No los ves, hermano Fuso Negro? El ángel cava, el demonio cava... Uno a la cabecera, otro a los pies...

FUSO NEGRO.— El ángel cava, el demonio cava... ¡Bien que los veo! El demonio agora enciende un cigarro con un tizón que saca del rabo.

EL CABALLERO.— ¿Tú los ves, Fuso Negro?

FUSO NEGRO.— ¡Sí que los veo!

EL CABALLERO.— ¿Estás seguro?

FUSO NEGRO.— ¡Sí que los veo!

EL CABALLERO.— Yo dudaba que fuese delirio de mis sentidos... Apenas distingo tu sombra en esta cueva. He venido aquí para morir... Fui toda mi vida un lobo rabioso, y como lobo rabioso quiero perecer de hambre en esta cueva... Hermano Fuso Negro, me cortarás la cabeza y se la llevarás a mis hijos. Verás cómo te visten de seda esos monstruos nacidos de mi sangre.

FUSO NEGRO.— ¿Cuántos son?

EL CABALLERO.— Cinco.

FUSO NEGRO.— ¡Cinco cirios, cinco rabos, cinco demonios coronados!

EL CABALLERO.— ¡Demonios son!

FUSO NEGRO.— Hijos del Demonio Mayor, que cinco veces estuvo en la cama con aquella que ya dejó el mundo.

EL CABALLERO.— ¡No la nombres, boca miserable! ¡Boca de escorpión! ¡Boca de serpiente!

FUSO NEGRO.— ¿Ya no somos hermanos? ¡Y todo porque le cuento las burlerías del Demonio Mayor! Los cinco mancebos son hijos de su ciencia condenada. ¡Arreniégola! ¡Arreniégola!... De la su mano derecha a cada cual dióle un dedo con su uña, para que rabuñasen en el corazón de mi hermano el señor mayorazgo. Hermano de este día, por parte de los caminos, y de pedir por las puertas, y de la cueva para morir... Hermano de este día... ¡Tou! ¡Tou!... Van por un camino toda la vida los hermanos y no se reconocen... Van por un camino. ¡Tou! ¡Tou! ¡Tou!

EL CABALLERO.— ¡Hermanos todos, todos hijos de Satanás! ¡Y no se reconocen!...

FUSO NEGRO.— También hay los hijos de Dios Nuestro Señor...

EL CABALLERO.— Todos hermanos por parte de la tierra, que es nuestra madre. ¿Tú dices que mis hijos tienen un dedo de Satanás? Todos los tenemos para robar, para matar, para hacer una higa...

FUSO NEGRO.— Los cinco mancebos son hijos del Demonio Mayor. A cada uno lo hizo un sábado, filo de media noche, que es cuando se calienta con las brujas, y todo rijoso, aullando como un can, va por los tejados quebrando las tejas, y métese por las chimeneas abajo para montar a las mujeres y empreñarlas con una trampa que sabe... Sin esa trampa, que el loco también sabe, no puede tener hijos... Y las mujeres conocen que tienen encima al enemigo, porque la flor de su sangre es fría. El Demonio Mayor anda por las ferias y las vendimias, y las procesiones, con la apariencia de una moza garrida, tentando a los hombres. Frailes y vinculeros son los más tentados. ¡Ay, hermano, cuántas veces habremos estado con una moza bajo las viñas sin cuidar que era el Demonio Mayor de los Infiernos! El gran ladrón se hace moza para que le demos nuestra sangre encendida de lujuria, y luego, dejándonos dormidos, vuela por los aires... Con la misma apariencia del marido se presenta a la mujer y se acuesta con ella. ¡Cata la trampa, porque entonces tiene la calor del hombre la flor de su sangre y puede empreñar! Al señor mayorazgo gustábanle las mozas, y por aquel gusto el Diablo hacíale cabrón, y se acostaba con Dama María.

EL CABALLERO.— Yo no soy cabrón.

FUSO NEGRO.— El Diablo púsole sus cuernos.

EL CABALLERO.— Tendrían que ser cabrones todos los hombres para que lo fuese Don Juan Manuel Montenegro.

FUSO NEGRO.— ¡Todos lo son, y por eso está lleno el mundo de hijos de Satanás!

(Aquí FUSO NEGRO saca un mendrugo de entre la camisa y comienza a roerlo, con la mirada adusta y obstinada. El Caballero cierra los ojos y se recuesta sobre las algas que sirven al loco de camada. Se oye el bordón del viento y el tumbo de las olas en la playa. El Caballero suspira sin abrir los ojos.)

EL CABALLERO.— ¿Tienes hambre, hermano Fuso Negro?

FUSO NEGRO.— Los vinculeros y los abades siéntanse a una mesa con siete manteles, y llenan la andorga de pan trigo y chicharrones. Luego a dormir y que amanezca. ¡Jureles asados!... ¡Sartenes sin rabos!... ¡Una vieja con los ojos encarnados!... ¡El loco tiene siempre hambre!...

EL CABALLERO.— ¡La furia de tus dientes me desvela!

FUSO NEGRO.— ¡Es duro como un hueso este rebojo!

EL CABALLERO.— ¡Yo hace dos días que no como, y toda el hambre dormida se despierta oyéndote roer!...

FUSO NEGRO.— ¡Parezco un can!

EL CABALLERO.— ¿Es el mar o son tus dientes en el mendrugo?

FUSO NEGRO.— ¡Cómo broa el mar!

EL CABALLERO.— ¡No sé si el mar, si tus dientes, hacen ese gran ruido que no me deja descansar y se agranda dentro de mí!

FUSO NEGRO.— ¡Es la voz de la cueva!

(EL CABALLERO se tiende sobre las algas que sirven de camada a Fuso Negro. En la concavidad del eslabón parece aletear un gran pájaro invisible que acordase su vuelo con la voz del viento y el tumbo de las olas. La cortina cenicienta de la lluvia ondula en el claro de luz que recorta la boca de la cueva. Algunas sombras llegan a cobijarse y se agrupan en el umbral, alentando afanosas de la carrera. Aquellas figuras que huyen del nublado se destacan por oscuro sobre el fondo del mar tendido de espuma. Son cuatro niños descalzos, con los pelos crespos, y una mujer de luto.)

LA MUJER.— ¡Tiempo de aguas!... Tiempo de tormentas!... Tiempo maldito!... ¡Miseria para los pobres!... ¡Lutos y hambres!... ¡Cúbrese el sol!... ¡Sentarvos en la tierra a descansar, mis hijos!... ¡Aún hemos de ir mucho por este arenal!... ¡Vos dolerán los pies si no descansáis!... ¡Repartirvos ese pan!... ¡Tiempo de tormentas!... ¡Tiempo de dolor!...

FUSO NEGRO.— Si tuviésemos un amparo de leña, encenderíamos una hoguera.

LA MUJER.— No se distingue en esta oscuridad... ¿Eres tú, Fuso Negro? Si bajaste por este arenal de lobos, acaso sabrás en qué playa echaron las olas el cuerpo de un ahogado. A la media noche llegaron a decírmelo. Batieron en la ventana. No conocí quién era.

FUSO NEGRO.— ¿Inda la mar no quiso darte el cuerpo de Venturoso?

LA MUJER.— Dijo la voz que en la playa de Campelos... Allá voy por ver si le reconozco. Las cuatro criaturas despertáronse llorando al oír petar en la ventana... ¡Creían que era el ánima de su padre! Esta mañana, rayando el día, fui a la casa grande por tener un socorro para este camino tan largo. ¡Echáronme los canes!... ¡Malditos sean todos los ricos!

FUSO NEGRO.— Largo camino haces para las criaturas. Si les atares una cuerda, podías descansadamente llevarlas por la mar y tú ir por la tierra.

LA MUJER.— ...¡Y tenían dicho que darían socorro a las viudas y a los huérfanos! ¡El mayorazgo huyóse para no cumplirnos la manda! ¡Cinco lobos dejó alrededor de su silla vacía! ¡Ay, Montenegro, negro de corazón! ¡Por tu imperio se hicieron aquellos pobres a la mar, en una noche tan fiera! ¡Cuando seáis mozos, reclamarle cuentas, mis hijos, que él os dejó sin padre! ¡Mal can le arranque el corazón y lo lleve por este arenal! ¡Mal cuervo le coma los ojos! ¡Malas ortigas le broten en el pecho! ¡Mal avispero le nazca de la lengua!

EL CABALLERO.— ¡Calla, mujer, que tus maldiciones ya se cumplen!

(EL CABALLERO se incorpora en el lecho de algas, y la viuda y los cuatro niños tiemblan al reconocerle. En la oscuridad de la cueva apenas se distingue la sombra del viejo linajudo, y su voz tiene una resonancia oscura de caos y tinieblas como si saliese de la oquedad del roquedo.)

LA MUJER.— ¡Tanta es la dolor de mi alma, que hablo sin sentido!... ¡Por estas cuatro criaturas, no me haga mal!

EL CABALLERO.— ¡Fuiste a mi casa y encontraste cerrada la puerta!

LA MUJER.— ¡Me echaron los canes!... ¡Pedía un bien de caridad para abrir una cueva!...

FUSO NEGRO.— ¡Cinco cirios, cinco rabos, cinco demonios coronados!

EL CABALLERO.— ¡Yo cavaré la cueva para tu marido! Si faltase azada, la cavaré con mis manos... Para la mortaja, iré a pedir una limosna en la casa que fué mía, y si hallo la puerta cerrada la derribaré para que entres tú con tus hijos...

FUSO NEGRO.— ¡Y el loco también!

EL CABALLERO.— ¡Haré respetar mi voluntad! Los muertos serán sepultos y amparados los vivos. Se cumplirán todas las mandas que ordené. Venid conmigo, y en el umbral de mi casa me veréis pedir una limosna para vosotros. Después, cúmplanse tus maldiciones, y lleven los perros por este arenal mi corazón desesperado.

(EL CABALLERO sale de la cueva. La lluvia moja su cabeza blanca y su barba patriarcal que aborrasca el viento, llevándola de uno al otro hombro. La viuda, el loco y los niños le siguen como sombras de su delirio. Van los niños atenazados a la falda de la madre, y llorando de miedo. Todos parecen perdidos en la vastedad del páramo.)

EL CABALLERO.— ¡Desfallezco de hambre!... ¡No veo!... ¡Apenas puedo andar!... Esos niños que me den un poco de su pan.

LA MUJER.— ¡Ya nada les queda, Señor!

EL CABALLERO.— ¡Dios haga que no caiga muerto en medio del camino!

Escena quinta

(La hueste de mendigos descansa al sol ante el portal de la casona y se tiende por la orilla del camino aldeano. Sobre la veleta del hórreo, el gallo clarinea, en el sol, dorado y soberbio.)

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡De toda la vida lo recuerdo! Al son de las doce repartíase el pan y las berzas a los pobres que acudíamos a este portal. Era una caridad de fundación. Venía desde los difuntos señores que levantaron la casona.

EL MANCO DE GONDAR.— ¡Y esta puerta, que siempre estuvo franca para los desvalidos, ciérrase agora!

EL MANCO LEONÉS.— ¡No heredaron los hijos la honrada ley de los padres!

LA MUJER DEL MORCEGO.— Catailos los amos. Murió la madre, y el padre fuese por el mundo, dejándolo todo. En la ribera del mar lo topamos que iba con la cabeza descubierta a la lluvia.

EL MORCEGO.— ¡Clamaba por la muerte!

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Todo lo dejó para ser pobre como nosotros y tener su silla de oro en el Cielo.

EL MANCO LEONÉS.— Los herederos la tendrán de espinas en el Infierno.

DOMINGA DE GÓMEZ.— Cierran su puerta a los pobres, que son hijos de Dios Nuestro Señor.

ADEGA LA INOCENTE.— El Divino Jesús también anduvo pidiendo por los caminos del mundo con unas alforjinas a cuestas que le bordara la Virgen Madre.

EL MANCO LEONÉS.— ¿Y adónde se habrá retirado el noble Caballero?

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¡Y quién lo sabe!

DOMINGA DE GÓMEZ.— Para hacer penitencia iríase al monte, donde tiene un gran pazo.

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— Allí guarda cinco mozas, y no iría si está talmente arrepentido.

LA MUJER DEL MORCEGO.— ¡Escuchad la voz de los hijos en la casona!

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡Vanse a matar!

EL MORCEGO.— ¡Pelean haciendo las particiones!

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡En la gran Jerusalén, hace cientos de años, oyéronse estas mismas voces, que las daban los judíos, repartiéndose la túnica de Nuestro Señor Jesucristo!

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡Talmente son judíos!

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Como tales judíos obran, cerrando su puerta a los pobres y echándolos al camino! ¡Las migajas de su mesa se las dan a los canes!

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡La suerte de un pobre es más triste que la de un can!

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Porque un pobre sabe resignarse, y un can rabia!

(Se abre un postigo en el gran portón de la casona, y uno a uno van saliendo los criados: —La Roja, Don Galán, La Recogida.— Tras ellos, el postigo vuelve a cerrarse.)

LA ROJA.— ¡Bien mala cosa es la vejez!

DON GALÁN.— ¡Un hueso que nadie lo quiere roer, si no es la muerte!

LA RECOGIDA.— ¿Adónde iremos, Señora Micaela?

LA ROJA.— Tú eres moza, y en cualquier banda hallarás acomodo... ¡Pero yo, triste de mí, con tantos años a cuestas, que voy a cumplir el ciento!... ¿Adónde iré, despedida de esta casa, donde gané el pan toda mi vida?... ¡Bien se me alcanza que no podía ya ganarlo!...¡Y una boca, aun cuando no tenga dientes, es una carga muy grande!... ¡Y lo mucho es poco, cuando se reparte! ¡Y si los reinos se deshacen, qué no será las casas!... ¡Esta casa fue muy grande, más agora repartida no será nada!... ¡Por eso, si culpo, es a la muerte que tanto me tarda!

LA RECOGIDA.— Solamente tuvo suerte la señora Andreíña.

DON GALÁN.— Porque tiene tres cabras que se acochan con los lobos.

LA ROJA.— Moriré en un camino, al pie de un bardal.

LA RECOGIDA.— ¡Juntas nos atrapó la tormenta, señora Micaela!

DON GALÁN.— Irémonos los tres por luengas tierras pidiendo una limosna. A mí llevaréisme en un carretón.

LA ROJA.— ¡Pudiera yo como tú trabajar!

DON GALÁN.— Pero no tengo voluntad.

LA ROJA.— ¡Se me parte el corazón al separarme de estas piedras!... ¡Pierdo a mis amos, piérdolos para siempre, yo que los vi nacer!...

DON GALÁN.— ¡Nosotros somos ovejas y ellos son lobos que nos enseñan los dientes!

LA ROJA.— ¡Son leones y de mucha nobleza!

(Don Juan Manuel llega por aquel camino aldeano, de verdes orillas. El loco, la viuda y los huérfanos le acompañan. El Caballero camina entre ellos como un viejo patriarca entre su prole: Dolor, Miseria y Locura.)

DON GALÁN.— ¡Catay, el amo que torna!

DOMINGA DE GÓMEZ.— ¡Vuelve a su silla el rey de Castilla!

EL MANCO LEONÉS.— ¡Vuelven los desvalidos a tener padre!

LA ROJA.— ¡Con cuánto dolor camina!

LA RECOGIDA.— ¡Nos topábamos como ovejas sin pastor, y cuidad que llega!

DON GALÁN.— ¡No es el pastor, sino el mastín! ¡Veredes qué dientes le muestra a los lobos!

(EL CABALLERO, con el andar desfallecido, llega a la puerta y pulsa. Apoyado en la jamba, espera. Los mendigos y los criados se agrupan detrás, todos en un gran silencio. El Caballero vuelve a pulsar en la puerta, y acompaña con grandes voces los golpes de su puño cerrado.)

EL CABALLERO.— ¡Abrid, hijos de Satanás! ¡Abrid estas puertas que cierra vuestra codicia! ¡Abridlas de par en par, como tenéis abiertas las del Infierno! ¡Abridlas para que entren los que nunca tuvieron casa! ¡Soy yo quien después de habéroslo dado todo, llego a pediros una limosna para ellos! ¡Soy yo, quien, pobre y miserable, golpea esta puerta cerrada! ¡Hijos de Satanás, no hagáis que mi cólera la derribe y entre por ella, como quien es, Don Juan Manuel Montenegro! ¡Abrid, hijos de Satanás!

(Resuenan en el ancho zaguán los golpes del Caballero. Ante la puerta hostil y cerrada se levanta, como un oleaje, el vocerío de la hueste mendicante y de los viejos criados despedidos de la casona.)

LA VOZ DE TODOS.— ¡Abran a su padre! ¡Abran a su padre!

EL CABALLERO.— ¡Derribad la puerta! ¡Mis verdaderos hijos sois vosotros!

LA VOZ DE TODOS.— ¡Tengan caridad para su padre! ¡Caridad y respeto! ¡Caridad y respeto!

EL CABALLERO.— ¡Eso lo da sólo el amor!

(Por las mejillas del viejo linajudo ruedan dos lágrimas que se pierden en la nieve de su barba. Los mendigos y los criados se arrojan sobre la puerta.)

LA VOZ DE TODOS.— ¡Tengan ley de Dios!

EL CABALLERO.— ¡Dadme un hacha!

LA VOZ DE TODOS.— ¡Tengan ley de Dios!

EL CABALLERO.— ¡Poned fuego a la casa por sus cuatro esquinas! ¡Perezcan entre llamas los hijos del Infierno!

LA VOZ DE TODOS.— ¡No hay ley de Dios! ¡No hay ley de Dios!

(De pronto cesa el clamor. Espantados de sus voces, mendigos y criados oyen en un gran silencio descorrer los cerrojos de la puerta: Se abre rechinando, y sobre el umbral, como una sombra de malas artes, aparece Andreíña. Al mismo tiempo, asoman con bárbara violencia los cuatro segundones en aquel balcón de piedra que remata con el escudo de armas: ¡Aguilas y Lobos! Todos hablan en un son.)

DON MAURO.— ¡Ya tenéis franca la puerta!

DON ROSENDO.— ¡Entrad, si os atrevéis!

DON MAURO.— ¡El que cruce esos umbrales no vuelve a salir!

DON GONZALITO.— ¡Atreveos, miserables!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Ya no gritáis, mal nacidos!

EL CABALLERO.— ¡Entrad conmigo todos! ¡Mis verdaderos hijos sois vosotros! ¡Ayudadme para que pueda saciar vuestra hambre de pan y vuestra sed de justicia! ¡Ayudadme como hijos! ¡Ayudadme como animales hambrientos, como arcángeles o como demonios! ¡Rabiad, ovejas!

(Todos permanecen ante la puerta cobardes, mudos y quietos. El Caballero entra solo, y sus voces bajo la bóveda del zaguán, se alejan y se pierden. Los cuatro mancebos se retiran del balcón, unánimes en el impulso violento y fiero. Andreíña, empuja la puerta para cerrarla, y en aquel momento adelántase la figura gigante del pobre lazarado, derriba por tierra a la bruja y penetra en el zaguán clamando, y todos le siguen repitiendo sus voces.)

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Es nuestro padre! ¡Es nuestro padre!

LA VOZ DE TODOS.— ¡Es nuestro padre!

Escena final

(La cocina de la casona. En el hogar arde una gran fogata y las lenguas de la llama ponen reflejos de sangre en los rostros. Los cuatro segundones aparecen sobre el fondo oscuro de una puerta, cuando la cocina es invadida por la hueste clamorosa que sigue al Caballero.)

EL CABALLERO.— ¡Soy un muerto que deja la sepultura para maldeciros!

DON FARRUQUIÑO.— ¡Padre, tengamos paz!

DON ROSENDO.— ¡Fuera de aquí toda esa gente!

EL CABALLERO.— ¡Son mis verdaderos hijos! ¡Para ellos os pedí una limosna y hallé cerrada la puerta!

DON MAURO.— ¡Ya la tiene franca!

EL CABALLERO.— ¡Llego para hacer una gran justicia, porque vosotros no sois mis hijos!... ¡Sois hijos de Satanás!

DON FARRUQUIÑO.— Entonces somos bien hijos de Don Juan Manuel Montenegro.

EL CABALLERO.— ¡Ay, yo he sido un gran pecador, y mi vida una noche negra de rayos y de truenos!... ¡Por eso a mi vejez me veo tan castigado!... ¡Dios, para humillar mi soberbia, quiso que en aquel vientre de mujer santa engendrase monstruos Satanás!... ¡Siento que mis horas están contadas; pero aún tendré tiempo para hacer una gran justicia. Vuelvo aquí para despojaros, como a ladrones, de los bienes que disfrutáis por mí! ¡Dios me alarga la vida, para que pueda arrancarlos de vuestras manos infames y repartirlos entre mis verdaderos hijos! ¡Salid de esta casa, hijos de Satanás!

(A las palabras del viejo linajudo, los cuatro segundones responden con una carcajada, y la hueste que le sigue calla suspensa y religiosa. El Caballero adelanta algunos pasos, y los cuatro mancebos le rodean con bárbaro y cruel vocerío, y le cubren de lodo con sus mofas.)

DON MAURO.— ¡Hay que dormirla, Señor Don Juan Manuel!

DON ROSENDO.— ¿Dónde la hemos cogido, padre?

DON GONZALITO.— ¡Buen sermón para Cuaresma!

DON FARRUQUIÑO.— ¡No mezclemos en estas burlas las cosas sagradas!

DON ROSENDO.— ¿Dónde hay una cama?

DON MAURO.— Vosotros, los verdaderos hijos, salid, si no queréis que os eche los perros. ¡Pronto! ¡Fuera de aquí! ¡A pedir por los caminos! ¡A robar en las cercas! ¡A espiojarse al sol!

(El segundón atropella por los mendigos y los estruja contra la puerta con un impulso violento y fiero, que acompañan voces de gigante. La hueste se arrecauda con una queja humilde: Pegada a los quicios inicia la retirada, se dispersa con un murmullo de cobardes oraciones. El Caballero interpone su figura resplandeciente de nobleza: Los ojos llenos de furias y demencias, y en el rostro la altivez de un rey y la palidez de un Cristo. Su mano abofetea la faz del segundón. Las llamas del hogar ponen su reflejo sangriento, y el segundón, con un aullido, hunde la maza de su puño sobre la frente del viejo vinculero, que cae con el rostro contra la tierra. La hueste de siervos se yergue con un gemido y con él se abate, mientras los ojos se hacen más sombríos en el grupo pálido de los mancebos. Y de pronto se ve crecer la sombra del leproso, poner sus manos sobre la garganta del segundón, luchar abrazados, y los albos dientes de lobo y la boca llagada, morderse y escupirse. Abrazados caen entre las llamas del hogar. Transfigurado, envuelto en ellas, hermoso como un haz de fuego, se levanta el Pobre de San Lázaro.)

EL POBRE DE SAN LÁZARO.— ¡Era nuestro padre!

LA VOZ DE TODOS.— ¡Era nuestro padre! ¡Era nuestro padre!

LA VOZ DE LOS HIJOS.— ¡Malditos estamos! ¡Y metidos en un pleito para veinte años!


Publicado el 18 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
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