PERSONAJES
OCTAVIA
PEDRO
SABEL
DOÑA SOLEDAD
EL PADRE ROJAS
EL DOCTOR
LA NIÑA
MARÍA ANTONIA
EL MARIDO
PRÓLOGO
(UNA CASA nueva, con persianas verdes que cuelgan por encima del balconaje de hierro florido, pintado de oro y negro con un lujo funerario, bárbaro y catalán. La fachada, blanca de cal, brilla bajo el sol, hasta cegar, y un organillo, que custodian dos pícaros con calzones de odalisca, desgrana su música, y la música es chillona e irritante como la luz del sol en la fachada blanca de la casa y en la tapia azul del solar. De tiempo en tiempo, en uno o en otro balcón, alzando apenas la persiana, asoman mujeres en chambra con el pelo mal recogido. Un coche de alquiler llega trompicando por la calle polvorienta y se detiene ante el portal de la casa. Una dama pálida y con los ojos asustados, se apea y entra presurosa. Cegada por la luz de la calle y por las lágrimas, sube la escalera. En lo más alto se detiene y llama. Mientras espera, apoya la cabeza en la puerta, sobre el rótulo de esmalte blanco y azul que pone en su frente una suave frescura. El rótulo dice:-ESTUDIO DE PEDRO PONDAL.- Se oyen pasos. Acaban de abrir. En el umbral de la puerta está una vieja criada. La dama entra sin hablar, ahogada por los sollozos y encendida de vergüenza bajo la mirada compasiva y severa de aquella vieja aldeana vestida de estameña, que tiene el pelo cenizo y la tez de pan centeno, sana y bermeja. La afligida señora se llama Octavia Goldoni: Es de origen italiano, hija de un pintor florentino, casado con una devota española. El nombre de la criada es sencillo y arcaico, con un perfume de aldea bíblica: Se llama Sabel. Para evitarse atisbos la vieja cierra de un portazo, mientras la dama sigue adelante por el corredor de cristales cegador de blancura y aromado de albahaca. En el umbral del estudio se detiene alzando apenas la cortina: Una cortina de damasco carmesí partida por franjas de tapiz, donde en roeles de oro y seda están los milagros de Santa Clara. El bordado prolijo y devoto, de toda una comunidad de monjas, cuando alboreaba el siglo XV. Se oye la voz de la dama tímida y empañada en lágrimas.)
OCTAVIA.— ¡Pedro!
SABEL.— No está.
OCTAVIA.— ¡Dios mío! ¡Dios mío!
SABEL.— Puede esperarle.
OCTAVIA.— ¿Usted es su criada, Sabel?
SABEL.— Sí, señora.
OCTAVIA.— ¿Usted no me conoce?
SABEL.— Si no es para servirla...
OCTAVIA.— ¿Nunca ha oído hablar de mí?
SABEL.— Soy una criada, señorita.
OCTAVIA.— Pero usted le quiere como a un hijo...
SABEL.— Así le quiero. Mas esta ley que le tengo no me hace su igual.
(OCTAVIA comprende que la vieja finge desconocerla, con esa buena crianza lugareña y castiza que resplandecía en las dueñas antiguas. Después de un momento interroga.)
OCTAVIA.— ¿Tardará mucho, señora Sabel?
SABEL.— Lo mismo puede aparecerse en la hora que hablamos, como no ser visto en todo el santo día.
OCTAVIA Si tarda no podré esperarle... ¡Y era preciso que le hablase!... ¿Aquí no entrará nadie?
SABEL.— Como estas manos negras no abran la puerta... Solamente que se volviere hormiga...
OCTAVIA.— Si tarda le dejaré escrita una carta.
SABEL.— Eso a su parecer.
(LA VIEJA criada deja caer las palabras con un gesto vago, y la dama queda en larga meditación. Se oye, espiritualizado por la distancia, el sollozo de la fuente en el patio, y el canto montañés de un aguador. Octavia, se estremece de pronto.)
OCTAVIA.— ¡Dios mío, no viene! ¡No viene!
SABEL.— Puede dejarle escrito lo que sea.
OCTAVIA.— ¡No puedo, no! La pena que siento es imposible de decir. ¿Señora Sabel, no sabría usted dónde buscarle?
SABEL.— ¡Ay, señorita, nunca oyó el cuento de aquel que guardó la aguja en el pajar? ¡Este Madrid de las Españas, es grande como medio mundo!
OCTAVIA.— Mientras pueda esperarle le esperaré. ¡Dios mío, haz que no tarde!
SABEL.— Mi verdad, que no alcanzo por cuál se hacen estas villas tan grandes, si no es para la condenación de cuantos viven en ellas. ¡Como estuviéramos en la aldea nuestra, ya sabría yo donde le encontrar, así se hubiera ido por los pinares! Con solo preguntar, ya darían razón... Mas aquí los cristianos se desconocen como si no estuvieren bautizados, y fuesen todos moros. La puerta que se abre al pie de la nuestra, no sabemos de quién es. ¡Sólo son buenas para el pecado estas villas tan disformes!
(OCTAVIA calla, adivina una censura en las últimas palabras de la vieja, ingenuas y sencillas como el alma de las aldeas. Después de un momento levanta los ojos, guarnecidos de un cerco amoratado que los hace más profundos, y mira fijamente el rostro arrugado de aquella criada familiar y campesina, que tiene el color saludable del pan centeno, y las palabras veraces, y una escalinata de arrugas en la frente como las imágenes de Santa Ana. Octavia habla dominándose, y su voz, que tiene un ronco temblor, a la vez suena tímida y desesperada.)
OCTAVIA.— Al entrar aquí, he comprendido que usted no me quería. Usted me ha conocido y no quiso decírmelo...Yo, sin embargo, la quiero a usted, porque es una buena mujer llena de lealtad, y por eso en esta angustia tan grande, voy á confiarme á usted, señora Sabel.
SABEL.— ¡Verla llegar, ya se me maginó alguna desgracia, Divino Señor!
OCTAVIA.— ¡He sido vendida! ¡Me han robado todas las cartas, para entregárselas á mi marido!
SABEL.— ¿Las cartas de mi señorito? ¿Y le vendrá algún mal?
OCTAVIA.— No, á él no le vendrá daño ninguno... ¡Yo lo sufriré sola!
SABEL.— ¡Hágalo así Dios Nuestro Señor! El sufrir de las mujeres se anega en lágrimas, mas el de los hombres se anega en sangre... ¿Está bien cierta de que no le vendrá mal ninguno?...
OCTAVIA.— Ninguno... Mi marido venga en mí todo su rencor. Me encerrará en un convento lejos de mi hija, y lejos de todo cuanto quiero... He venido para verle por última vez. Creo que me han seguido, porque son tan cobardes, que buscan más pruebas para su venganza. Pero qué me importa ya todo si me privan de su amor... ¡Y él, sin verme, acabará por olvidarme!
SABEL.— Se creían felices y cátelo todo descubierto. Por algo dicen que el tesoro y el pecado, nunca lo cuentes bien soterrado.
OCTAVIA.— ¡No sabe nada, y estoy temblando que vaya a mi casa, como otras veces!
SABEL.— ¿Y no tuvo manera de ponerle al cabo?
OCTAVIA.— Yo venía á decírselo.
SABEL.— Más valiera que en el balcón de su casa hubiérale esperado, para anunciarle por señas que no entrase.
OCTAVIA.— Mi casa es una cárcel. Para escaparme y venir aquí estuve todo el día acechando el momento.
SABEL.— ¿Pero la echarán de menos?
OCTAVIA.— Y me habrán seguido también.
SABEL.— ¡Divino Jesús, y cuando vuelva!...
OCTAVIA.— No sé... No quiero pensarlo...
SABEL.— ¡Válate San Pedro, y no saber dónde encontrarle!...
OCTAVIA.— ¡Si tuviera que irme sin haberle visto!
SABEL.— Usted se queda aquí, que yo voy a ponerme en la puerta de su casa, para evitar una desgracia.
OCTAVIA.— ¡Si no viniese!
SABEL.— Algo le anunciará su corazón.
(LA VIEJA se levanta y sale. Octavia, al quedar sola, se retuerce las manos y mira en torno suyo con ojos desesperados. Llora convulsa, sin intentar dominarse, hasta que la criada aparece en la puerta, tocándose con un pañuelo de encendidas rosas, que contrasta con su rostro lleno de arrugas y su cabello ceniciento.)
OCTAVIA.— ¡Si no le viese más! ¡Si no le viese más!
SABEL.— No se desconsuele, criatura, que todo tiene su remedio en este mundo si no es la muerte. Yo voy á cumplir lo que le dije... Siéntese al pie de aquella vidriera, y le verá venir... Y no abra a ningún nacido si no es a él.
(SABEL, mientras habla, arrima a la vidriera un sitial gótico de talla dorada y velludo carmesí. La dama sonríe al verlo, y se levanta con lánguido movimiento; pero antes de llegar á sentarse, la vieja ve asomar al que esperan.)
SABEL.— Ya le tenemos aquí.
OCTAVIA.— ¡Dios mío! ¡Dios mío!
SABEL.— ¡Válame San Pedro! ¡Así son todas las madamas!... ¡Estaba esperándole con tan grande afán y ahora se aflige viéndole llegar!
OCTAVIA.— ¡Qué ajeno de que va a encontrarme aquí, para decirle adiós por última vez!
SABEL.— Oiga sus pasos en la escalera...
OCTAVIA.— Ábrale antes de que llame, señora Sabel.
SABEL.— Él tiene su llave para entrar.
(LA VIEJA sale del estudio por un postigo chato, como de sacristía, que hay en un testero. Octavia queda sola un momento, en pie, vueltos los ojos hacia la puerta, con dos lágrimas trasparentes como dos gotas de cristal, rodando muy lentas por las mejillas pálidas. Entra Pedro Pondal. Tiene el aspecto infantil, lleno de timidez, y el rostro pálido orlado de una barba naciente. La frente es más altiva que despejada, los ojos más ensoñadores que brillantes. Su cabeza prematuramente pensativa, parece inclinarse impregnada de una tristeza misteriosa y lejana. Su mirar melancólico es el mirar de esos adolescentes que, en medio de una gran ignorancia de la vida, parecen tener como la visión de todos los dolores y de todas las miserias. Hay algo en aquel mozo que recuerda el retrato que pintó de sí mismo, Rafael de Sanzio.)
OCTAVIA.— ¡Mi amor querido!
PEDRO.— ¿Tú aquí? ¿Alguna desgracia?
OCTAVIA.— ¡Todo ha sido descubierto!
PEDRO.— ¿Lo sabe tu marido?
OCTAVIA.— Sí.
PEDRO.— ¿Quién ha podido decírselo?
OCTAVIA.— Sospechaba hace mucho tiempo...
PEDRO.— ¡Si era ayer todavía cuando me abrazaba sonriendo!
OCTAVIA.— Disimula mejor que nosotros. Cuando te abrazaba ya tenía tus cartas, y hubiera podido repetirlas de memoria, entre borbotones de rabia, como hizo conmigo. ¡Se ha pasado días enteros leyéndolas!
PEDRO.— ¡Y no me ahogó entre sus brazos!
OCTAVIA.— Esperaba sorprendernos y tener más pruebas para su venganza.
PEDRO.— ¡Pero ese hombre es un miserable!
OCTAVIA.— ¡Y tú, niño mío, tenías remordimientos por engañarle!
PEDRO.— Es incomprensible, pero yo le quería, y me sentía ahogado por la mentira... Ya no podía seguir fingiendo... ¡No llores! ¡No llores, mi Octavia! Yo al saber que todo se ha descubierto, siento como una liberación.
OCTAVIA.— Pero tú no piensas en que tendremos que separarnos... Tú no piensas en que nuestra felicidad se hizo imposible al descubrirse nuestro secreto… Para venir aquí, he tenido que escaparme de mi casa como de una cárcel. Pedro, amor mío, acaso es la última vez que nos vemos...
PEDRO.— Tu marido no tiene ningún derecho á tiranizarte.
OCTAVIA.— Si, sí... Tiene derecho porque es mi marido, y porque nosotros le engañamos...
PEDRO.— Ahora ya no le engañamos, ya lo sabe todo. La verdad se le impone, puesto que tú no le quieres... ¿Qué puede hacer? ¿Matarnos?
OCTAVIA.— No nos matará.
PEDRO.— Entonces tendrá que resignarse.
OCTAVIA.— Se vengará separándonos.
PEDRO.— ¿Y serás tú la que se resigne?...
OCTAVIA.— Me encerrará... Sé que al volver a mi casa, entro en una cárcel y que renuncio a verte para toda mi vida.
PEDRO.— Si nuestro amor ha de ser algo noble, es preciso que sea mayor que nuestras artes de disimulo y nuestras mentiras cuando engañábamos á tu marido. Octavia, tú no vuelves á tu casa.
(OCTAVIA le mira con los ojos suplicantes, al mismo tiempo que una sonrisa feliz tiembla en la rosa pálida de su boca.)
OCTAVIA.— Ya sabes que no tengo derecho para hacer eso... Si lo tuviera, no habría esperado tanto tiempo...
PEDRO.— ¿Por esa niña?...
OCTAVIA.— ¡Por mi pobre hija, que tanto necesita de su madre!
PEDRO.— ¿Y has venido para que juntos enterremos nuestro amor?... ¡El hijo de nuestras almas, el que es tuyo y mío!... Vamos a retorcerle el cuello como dos infanticidas, y a pisarle la tierra encima... No tengas miedo de mirarte las manos, que estos crímenes no dejan sangre en ellas.
OCTAVIA.— ¡Qué horror! ¡Qué horror! ¿Por qué me hablas así? ¡He sentido un estremecimiento en mis entrañas, como si en ellas llevase un hijo!
PEDRO.— Es el hijo nuestro a quien quieres matar... ¡No; tú no puedes haber entrado aquí por primera vez, después de resistirte tanto tiempo, sólo para eso! Has venido para quedarte, como el día de las bodas va la mujer a la casa del marido. Nosotros no habíamos tenido ese día, y míralo que llega.
OCTAVIA.— ¡Pedro, amor mío, no me hables así! ¡No me enloquezcas! ¡Déjame que me vaya!
PEDRO.— ¿Para no vernos más?
OCTAVIA.— Nuestro amor no puede acabar.
PEDRO.— No debía acabar.
OCTAVIA.— Y no acaba.
PEDRO.— Dices que no acaba y ni siquiera sabes si volveremos a vernos. Octavia, tu sitio debe ser aquí, si es verdad que me quieres.
OCTAVIA.— ¿Y mi hija?
PEDRO.— Es el momento de elegir entre ella y yo.
OCTAVIA.— Ese momento no debe llegar nunca, porque mi corazón se rompería. ¡Pedro, no hagas tú que llegue!
PEDRO.— Sin culpa mía, ha llegado. Es preciso que elijas... Si vuelves allá, te pierdo para siempre... ¡Te pierdo!
OCTAVIA.— ¡Eso, jamás!...
PEDRO.— ¡Vas a someterte dócilmente a la venganza de tu marido!
OCTAVIA.— Yo te digo que volveré. ¿No se escapan los presos de las cárceles?
PEDRO.— ¡Quédate, Octavia!
OCTAVIA.— ¡No puedo, niño mío! ¡No puedo!
PEDRO.— Robaré a tu hija... La tendrás tú...
OCTAVIA.— ¡No puedo! ¡No puedo!
PEDRO.— Entonces digámonos adiós.
(PEDRO Pondal se aparta lentamente, y va a sentarse lejos, con una sonrisa dolorosa. Desde allí, sus ojos azules y calenturientos se fijan en Octavia. Ella también le mira tristemente, sintiendo ennoblecidos sus amores ante aquella desesperación candorosa y juvenil, que la estremece como una caricia apasionada y casta.)
OCTAVIA.— ¡Para no verte más, tendría que morirme!
PEDRO.— No te morirás... Vete cuando quieras. No nos moriremos ninguno de los dos... Todo tiene término, y nuestro amor debe tenerlo también. Nos ponemos ridículos. Vete.
OCTAVIA.— ¡Hija! ¡Hija mía, perdóname!
PRIMER EPISODIO
(EN UNA estancia llena de silencio con un vasto aroma de alcanfor. Los cortinajes blancos de la alcoba cierran todo el fondo, y en los cristales de la ventana ríe el sol, un hermoso sol matinal y otoñal. Sentado, con la abatida cabeza entre las manos y en la actitud de un hombre sin consuelo, está Pedro Pondal. Cuando se levanta para entreabrir el cortinaje, porque la enferma se queja débilmente, puede verse que tiene los ojos escaldados por las lágrimas.)
OCTAVIA.— ¡Pedro! ¡Pedro!
PEDRO.— ¿Qué quieres?
OCTAVIA.— No estés triste.
PEDRO.— No...
OCTAVIA.— ¡Pobre amor mío, cuánto siento dejarte!
PEDRO.— ¡No me aflijas, Octavia!
OCTAVIA.— La muerte me llama...
PEDRO.— Tú eres quien la llama... Ayer aun te sentías alegre, llena de esperanza, y esta noche no sé qué sueño, no sé qué locura... Octavia, no me hables así, que me desgarras el corazón.
(PEDRO Pondal deja caer el cortinaje y vuelve a sentarse. En sus palabras, un poco bruscas, se adivina el esfuerzo que le cuesta no estallar en sollozos. Se sienta y torna a esconder el rostro entre las manos. Sus dedos pálidos y descoloridos desaparecen bajo la alborotada cabellera a la cual se enredan, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Vuelve a oirse la voz de Octavia.)
OCTAVIA.— ¿Han ido á la residencia?
PEDRO.— Sí...
OCTAVIA.— ¿No me engañas?
PEDRO.— No...
OCTAVIA.— ¿Quién ha ido?
PEDRO.— Yo mismo.
OCTAVIA.— ¿Por qué no fué Sabel?
PEDRO.— Porque fuí yo.
OCTAVIA.— ¿Hablaste tú con el Padre Rojas?
PEDRO.— Hablé...
OCTAVIA.— ¿Qué te dijo?
PEDRO.— ¡Cien veces me lo has preguntado, y cien veces te lo he dicho...
OCTAVIA.— ¿Que vendría luego de decir su misa?
PEDRO.— Si...
OCTAVIA.— Su misa es á las nueve.
PEDRO.— No sé...
OCTAVIA.— ¡Ya son las diez!
PEDRO.— No sé...
(HAY un largo silencio entre los dos amantes. La enferma parece haber hallado un momento de descanso, y se queja débilmente, como entre sueños. Pedro Pondal levanta sin ruido el cortinaje de la alcoba y la contempla con angustia, el oído atento al más leve rumor. La enferma yace sepultada en el vasto lecho, una cama antigua en forma de góndola, sostenida por sirenas doradas. Pedro Pondal la había comprado para trono de sus amores, en la almoneda de un Infante. Era graciosa y armónica, con esa divina línea curva de las palomas y esa voluptuosidad de las rosas, que en el misterio de sus formas aun conservan remembranzas de mujeres. En el hoyo calenturiento de las almohadas, casi desaparece la cabeza de Octavia. Si se perfila, es por la sombra que el cabello le hace en torno. Tiene una indecisión lunar, parece borrosa como una vieja medalla de plata. El amante, con los ojos llenos de lágrimas, deja caer el cortinaje de la alcoba, y se aleja sin ruido. Acércase a la ventana, y apoya la frente en los cristales, bajo los oros del sol matinal y otoñal. Se oye el perpetuo sollozo de la fuente, y los gritos de los vendedores de periódicos que pasan pregonando las últimas noticias de un crimen misterioso. Una Hermana de la Caridad, alta, hombruna, melada, con aspecto de granjera francesa bajo las tocas blancas y el delantal azul, asoma en la puerta enfriando con la cuchara una tisana.)
LA HERMANA.— ¿Duerme?
PEDRO.— Sí, al fin descansa.
LA HERMANA.— ¡Pobre alma, qué noche de fiebre y de delirio!... No sé que espantos se le figuraba ver acechándola alrededor de la cama... Así tuvimos una enferma en el Asilo de Santa Mónica. ¡Era un batallar de noche, gritando que su alma estaba condenada, y con unas suplicaciones, también, para que la confesasen!... Si duerme, le dejaré su bebida sobre la mesa.
(LA HERMANA de la Caridad, entra en la alcoba apagando el ruido que hacen sus recios zapatos de campesina. Al mismo tiempo, se oye en el corredor la voz grave y eclesiástica del Padre Rojas. El jesuíta modula su saludo en la puerta, con afectada pureza silábica, dejando caer las palabras como desde el pulpito, doctoral y gramatical.)
EL PADRE ROJAS.— ¡La Gracia de Dios sea en esta casa! ¡Ave María! ¿Concede su permiso el Señor Pondal?
PEDRO.— Pase usted.
EL PADRE ROJAS.— ¿Desde que nos hemos visto, bien, verdad?
PEDRO.— Sí, señor...
EL PADRE ROJAS.— Hay que tener ánimo, hijo mío.
PEDRO.— Lo tengo.
EL PADRE ROJAS.— La muerte no es la mayor de todas nuestras tribulaciones. Si para los pecadores puede ser la eterna noche, para los justos es la eterna luz. ¿Y esa señora, cómo está?
PEDRO.— Hace un momento dormía.
EL PADRE ROJAS.— Pues no la despertaremos. ¡De ninguna manera! Me será muy agradable tener con usted un rato de plática. A ver si salimos buenos amigos. A la pobre enferma la conozco desde hace muchos años, y á usted también, aunque sin habérseme cumplido hasta hoy el gusto de hablarle. Ya tengo noticia de su afición a las artes: Su gran actitud para la pintura, su talento para la poesía. Entre nosotros tiene usted un amigo muy devoto: El Padre Vergara.
PEDRO.— ¡Pobre Padre Vergara!
EL PADRE ROJAS.— ¿Por qué pobre?...
PEDRO.— Porque es un niño cargado con la ciencia de un sabio.
EL PADRE ROJAS.— ¡Cierto que para un niño es mucha carga!
PEDRO.— ¿El Padre Vergara, no había roto con la Compañía?
EL PADRE ROJAS.— Roto, no... Su salud, muy quebrantada, le obligó a separarse por un tiempo indefinido, y vivir sin la rigidez que impone la Regla. Pero nosotros solamente esperamos el momento en que pueda volver. ¡Es una de nuestras glorias! ¿También conocerá usted al Padre Salas? Cultiva la pintura.
PEDRO.— No le conozco.
EL PADRE ROJAS.— No recordará. El a usted le conoce muy bien. Es un sacerdote ya anciano, que pinta en el Museo.
PEDRO.— Sí, ahora le recuerdo.
EL PADRE ROJAS.— Recientemente ha hecho para nuestra Casa una copia admirable...
PEDRO.— Se la vi hacer.
EL PADRE ROJAS.— Del retrato de nuestro Padre San Ignacio. Y a usted, como inteligente, qué le ha parecido? ¿Verdad que era exacta al original que guarda el Museo?
PEDRO.— Si he de ser franco, apenas la recuerdo... No siento gran admiración por las copias, aun cuando sean buenas.
EL PADRE ROJAS.— Cierto que es preferible poseer los originales.
(LA HERMANA de la Caridad, que sale de la alcoba, con los ojos bajos y las manos en cruz, se detiene entre las dos cortinas, y en el silencio que sigue a las palabras del jesuíta, eleva su voz donde el ceceo andaluz contrasta con el sonsonete de salmodia.)
LA HERMANA.— La enferma solicita hablar breves momentos con su confesor.
EL PADRE ROJAS.— Pues no la hagamos esperar. Continuaremos la conversación, señor Pondal.
(EL JESUITA, entra en la alcoba, y el amante sale de la estancia entenebrecido y huraño. En la puerta se cruza con la vieja Sabel.)
SABEL.— ¡No duerma, no descanse, que luego habrá de sentirlo! ¡Los fierros más recios, también enmohecen y crían orín y con él se acaban! ¡Divino Jesús, ahora en vez de darle al cuerpo su descanso, iráse á poner sobre esos libros de la medicina, buscando saber cuándo quiebra el hilo de las vidas, lo que nadie sabe si no eres tú, Divino Jesús!
LA HERMANA.— Señora Sabel, si no mandan otra cosa, yo me retiro. Es la hora.
SABEL.— ¿Volverá esta noche?
LA HERMANA.— Esta noche le corresponde a otra compañera.
SABEL.— ¿No podría volver usted?
LA HERMANA.— ¡Ya comprende, hacemos lo que dispone la Superiora!
SABEL.— Como la enferma ya la conoce y se encariñó tanto...
LA HERMANA.— Y la Superiora, hace lo que disponen los Estatutos.
(LAS voces tienen ese murmullo de rezo, y los ademanes esa lentitud sigilosa de quienes están cerca de una enferma. Las dos mujeres dejan la estancia. En el silencio que sigue se oye el afligido suspirar de la enferma, y la voz grave del confesor que exhorta. Sabel, reaparece a poco hablando con el famoso Doctor Don José Olivares.)
EL MÉDICO.— ¿Y ha sido ella quien pidió que la confesasen, o fué cosa de ustedes?
SABEL.— Fué ella, ella solamente. Antes del escandalazose confesaba con ese señor. Después la pobre tuvo que dejarlo...
EL MÉDICO.— ¿Pero qué motivo había para tanta alarma?
SABEL.— Los escrúpulos que la agonían. La pobre alma me pidió el rosario y me dijo dice:-¡Si Dios Nuestro Señor hiciese que antes de morir pudiese ver a mi hija!...-La niña, como usted sabe, está con la otra familia. ¡Cuantísimas lágrimas le tiene costado a la pobre señorita! Pero dicen que son cosas de la ley.
(AL PENETRAR en la estancia bajan más la voz, y cuando la vieja calla, el médico guarda silencio. Desde la alcoba llegan los suspiros de la enferma y el murmullo grave del confesor que aconseja. El bordoneo de aquella voz llena la estancia, saturada de olor a drogas, como el vuelo de un tábano. El amante entra sin hacer ruido, con el andar de una sombra. Tiene los ojos febriles.)
PEDRO.— ¿Doctor, ha visto usted a Octavia?
EL MÉDICO.— Era preciso interrumpir... ¿Hace mucho que está ahí ese buen señor?
SABEL.— Como mucho no hace... Preguntó quién la asistía. Le conoce á usted, señor médico.
PEDRO.— ¡Se la oye suspirar!...
EL MÉDICO No es que yo sea opuesto por sistema a esas prácticas piadosas... Pero a los enfermos les impresionan.
SABEL.— ¡Pobre cordera! Lo pedía con un afán...
PEDRO.— ¡Llora! ¡Está llorando!
(SE OYE un llanto débil como el llanto de un niño: Se le adivina sofocado por las pálidas manos de la enferma. Pedro Pondal hace un vago intento para entrar en la alcoba, y se detiene con los ojos llenos de indecisión, unos ojos de buen muchacho, grandes e ingenuos, que se abren asustados ante aquella crueldad de la muerte que siega. La sombra negra del jesuíta aparece sobre el umbral de la alcoba, separando cortinas.)
EL PADRE ROJAS.— Pueden ustedes pasar cuando gusten.
EL MÉDICO.— Amigo Padre Rojas, se le saluda, aun cuando usted no quiera...
EL PADRE ROJAS.— ¿Quién le ha dicho a usted que yo no quiero? Tengo siempre una verdadera satisfacción en verle y en saludarle.
EL MEDICO.— ¿Qué se hace ahora? ¿Sigue usted dedicándose a los estudios prehistóricos?
EL PADRE ROJAS.— Alguna vez, a ratos perdidos. Es un vicio caro. Ya me había enterado da que asistía usted a esta señora.
EL MEDICO.— ¿De qué no se enteran ustedes?
EL PADRE ROJAS.— ¿Usted querrá hacer su visita a la enferma? Pase usted, pase usted.
(EL JESUÍTA se aparta, dobla su talle flaco y luengo con una cortesía, y la sotana, al encogerse, deja ver los elásticos de las botas, holgadas y fuertes, hechas a largas caminatas: El médico entra en la alcoba seguido de la vieja criada. El jesuíta, con suave energía, detiene á Pedro Pondal.)
EL PADRE ROJAS.— Dispénseme un momento. Deseo hablar con usted. Tengo que dirigirle un ruego en nombre de esa pobre señora.
PEDRO.— ¿En nombre de Octavia?
EL PADRE ROJAS.— Sí, señor, sí... Pero siéntese y escuche. Tenga la bondad. Esa desgraciada señora...
PEDRO.— No necesito escuchar. Sé lo que va usted á decirme.
EL PADRE ROJAS.— En ese caso sabrá usted que yo no tengo nada que decirle. Quien tiene que decirle algo, muy doloroso ciertamente, es esa señora. Este humilde sacerdote no tiene otro carácter que el de emisario.
PEDRO.— Para hablar conmigo, Octavia no necesita emisarios. No los ha necesitado jamás.
EL PADRE ROJAS.— Ahora los necesita. Tal es la voluntad de Dios.
PEDRO.— Todos ustedes tienen la vanidad de las conversiones.
EL PADRE ROJAS.— Yo hago lo que me dicta mi conciencia.
PEDRO.— Yo también.
EL PADRE ROJAS No.
PEDRO.— Sí.
EL PADRE ROJAS.— Usted solamente atiende la voz del pecado.
PEDRO.— La de mi corazón.
EL PADRE ROJAS.— Para que esa pobre señora pueda morir tranquila, para que yo pueda absolverla de sus culpas, es preciso que usted salga de esta casa para no volver.
PEDRO.— Mi sitio está ahí dentro, a la cabecera de Octavia.
EL PADRE ROJAS.— Ese sitio puede ser el de la madre, el del marido, el de los hijos, el mío también... ¡El del amante, nunca! ¿Desoirá usted el ruego de esa señora?...
PEDRO.— Sí, porque no es ella quien exige que me vaya. Es usted, que amedrenta su alma con la idea del Infierno.
EL PADRE ROJAS.— No, la redimo con la esperanza del perdón y de la Gracia.
PEDRO.— ¡Pobre Octavia, amor mío, en vez de consuelos te han traído remordimientos!
(DON JOSÉ Olivares sale de la alcoba guardándose el termómetro, mal cabalgados sobre la nariz los quevedos de guarnición dorada, temblorosos y luminosos.)
EL MEDICO.— Ahora reposo, absoluto reposo.
PEDRO.— ¿Cómo está?
EL MEDICO.— Parece que se inicia alguna mejoría.
PEDRO.— ¿Mejor?
EL MEDICO.— Una iniciación muy leve. No me sorprende. Á veces estos señores realizan curas maravillosas. ¿Tiene usted algo que decir, Padre Rojas?
EL PADRE ROJAS.— Nada, nada... Le escucho...
PEDRO.— ¿Es decir, que la encuentra usted mejor?
EL MEDICO.— Más calmada.
EL PADRE ROJAS.— Este caballero hace un momento me acusaba de haber llenado su espíritu de sombras y de inquietudes... Este caballero se conoce que está poco acostumbrado a dominarse... Tiene un carácter muy poco cristiano: La humildad, la resignación, el sufrimiento, son cosas con las cuales no quiere avenirse... Es la manera de ser nuestra sociedad pagana, más pagana que aquella de la antigua Roma. ¿Conque esa señora en opinión tan autorizada está mejor? Vamos, me felicito, me felicito.
EL MEDICO.— Ya sabemos lo frecuentes que son tales reacciones en algunos enfermos, después de confesarse.
(EL JESUÍTA, asiente moviendo gravemente la cabeza y entornando los párpados largos, descarnados, que al tenderse sobre los ojos parecen transparentarlos. Después, cuando el médico deja de hablar, se vuelve hacia el amante, y le interroga cortesano, y lleno de miel, rebozadas las palabras en una sonrisa de su boca rasurada y sagaz.)
EL PADRE ROJAS.— ¿Y usted qué tiene que decir?
PEDRO.— Nada.
EL MEDICO.— Claro está que en esas mejorías no pueden fundarse grandes esperanzas, pero son un hecho. Cuando yo salí de la Universidad, no creía en otra ciencia que en la de los libros. Hoy soy ecléctico. Creo lo mismo en la eficacia de una reliquia que en la de un específico. No son paradojas. Claro, que según los enfermos... Para mí las aguas de Lourdes han curado más tísicos que las de Panticosa. Los milagros son hechos indudables, aun cuando no sean milagros.
EL PADRE ROJAS.— Es usted incorregible, señor mío. Si usted reconoce la esencia y virtualidad de los hechos...
EL MEDICO.— Lo reconozco todo... Otro día que no tenga enfermos graves, discutiremos y nos pelearemos.
(DON JOSÉ Olivares, habla en tono de jovial franqueza, un poco rudo, que contrasta con la manera delicada y sutil del jesuíta. Pero la rudeza del médico y la cortesanía del sacerdote se asemejan como dos máscaras. Al oírlos se adivina su arte de viejos comediantes.)
EL PADRE ROJAS.— Vaya usted con Dios, señor mío. Pero conste que yo en manera alguna me proponía discutir.
(EL MÉDICO recoge su sombrero y sale con un reír grave, incrédulo y burlón. Pedro Pondal le acompaña en silencio. El jesuíta queda solo, y se sienta con las manos en cruz, esperando a que vuelva el amante de aquella pobre señora. Sabel, en tanto, sale de la alcoba, donde se oye a la enferma que suspira. La vieja criada busca en torno con los ojos inquisidores y perplejos.)
SABEL.— ¿Dónde ha quedado la receta?
EL PADRE ROJAS.— Hija mía, la enferma está mejor, y el médico no ha recetado.
SABEL.— ¡Y para eso ganar más que gana un pobre arrancando piedras, todo el santo día!... Si a lo menos cumpliese, recetando todos los días como es debido.
EL PADRE ROJAS.— Si la enferma parece que está mejor.
SABEL.— ¡Mejor! ¡Ay! No sé qué le diga. Aquel corazón está penando mucho.
EL PADRE ROJAS.— La Gracia de Dios le dará fuerza.
SABEL.— Por resignación que haya no puede ser que se desaparte de su querer, sin que le cueste muchas lágrimas.
EL PADRE ROJAS.— Las lágrimas son como piedras preciosas que a los ojos de Dios avaloran el sacrificio de esa pobre señora.
SABEL.— Serán, sí, señor. Yo tampoco le digo menos. Pero tocante a que el señorito se camine de la casa, me parece que es pedirle los imposibles.
EL PADRE ROJAS.— Si verdaderamente quiere a la enferma, cederá.
SABEL.— ¡Pues por lo mismo que la quiere más que a las niñas de sus ojos!
EL PADRE ROJAS.— ¡Qué pena me causa oírte!... Se adivina en ti un corazón sencillo, lleno de bondad, pero tan descuidado en su educación religiosa... No dejes que hable por tus labios el espíritu de este siglo, sensual y egoísta. Quédese eso para los poderosos de la tierra, para el rico avariento que busca la felicidad en esta vida mortal. No para ti, pobre mujer, que jamás te revelaste contra la ley divina del dolor y del trabajo, sierva resignada, que ganas tu pan en el hogar ajeno, y que serás ensalzada con todos los humildes.
SABEL.— ¡Mía fe! Ciega debo estar por el enemigo, pues no alcanzo qué pecado puede haber donde la muerte acecha tan de cerca.
(APARECE en la puerta la pálida figura del amante. El jesuíta, se pone en pie al verle, y se le acerca sacerdotal y paternal. Entonces, Sabel entra en la alcoba, sigilosa y callada, andando en la punta de los pies.)
EL PADRE ROJAS.— Ya ha visto usted que esa señora no se ha agravado.
PEDRO.— Felizmente.
EL PADRE ROJAS.— ¿Me permitirá usted todavía algunos momentos?
PEDRO.— Diga usted.
EL PADRE ROJAS.— Después de lo que el señor Doctor ha dicho, usted, sin duda alguna, habrá reflexionado. La mejoría de esa pobre señora le señala a usted el camino que debe seguir. Esa pobre señora, cuyo pecado ha sido quererle, le ruega, le suplica, que no turbe su conciencia, que huya de su lado sin intentar verla, que la olvide y que la perdone.
PEDRO.— Así son todos los milagros de ustedes. Triunfar de una infeliz mujer enferma, que agoniza, que delira, que muere. Amargar con remordimientos horribles sus últimos momentos. ¿Qué pecado puede haber en que yo la cierre los ojos?
EL PADRE ROJAS Hijo mío, si nuestras culpas han de sernos perdonadas, es a condición de que el llanto de la penitencia las lave.
PEDRO.— Yo no quiero que Octavia sufra. Yo no quiero que Octavia llore.
EL PADRE ROJAS.— Quien no quiere sufrir, quien no quiere llorar, es usted.
PEDRO.— Yo, sí.
EL PADRE ROJAS.— Pues tenga usted un acto de fortaleza. Abandone esta casa. ¡Que la conciencia triunfe del corazón!
PEDRO.— ¿Y á dónde iré yo? ¡Solo! ¡Solo como los muertos! ¡Octavia! ¡Mi Octavia! ¡Tú no puedes querer que yo me vaya!
EL PADRE ROJAS.— Cálmese. Sosiégúese usted. Lo quiere, lo quiere, porque Dios le ha tocado en el corazón.
PEDRO.— Yo saldré de esta casa si Octavia lo desea, pero antes le diré que si me voy, es porque la adoro.
EL PADRE ROJAS.— Evitemos una despedida tan dolorosa, hijo mío.
PEDRO.— ¡El mayor dolor es no verla! ¡Usted no se ha separado nunca de una mujer a quien se quiere más que a uno mismo, de una mujer que es toda nuestra vida! ¡Usted no sabe lo que es eso!
EL PADRE ROJAS.— Yo he tenido que separarme de mi madre para vestir este hábito. Mi madre, que era una santa, me animaba a entrar en religión, pero cuando llegó el momento de separarnos, se abrazó a mí llorando: - ¡Hijo mío, que me quedo sola en el mundo! ¡No te vayas!-Y yo no me fui.
PEDRO.— Pero usted ha profesado.
EL PADRE ROJAS.— Algún tiempo después entré en religión: Para ello fué preciso que abandonase mi casa furtivamente, a la media noche. ¡Mi pobre madre dormía!
PEDRO.— ¿Y a usted no se le ocurrió entrar en su alcoba y darla un último beso?
EL PADRE ROJAS.— No, porque en vez de uno le hubiera dado tantos, que mi madre se hubiera despertado.
PEDRO.— ¡El adiós que usted hubiera dado a su madre, de haber tenido corazón, quiero yo dárselo a Octavia! Quiero estrecharla entre mis brazos por última vez. Quiero que ella también por última vez me diga...
EL PADRE ROJAS.— Lo que esa desgraciada señora tiene que decir a usted, no son ya frases que puedan murmurarse al oído, no son ya protestas y juramentos de amor: es el lenguaje del deber y de la religión, áspero, como la corona de espinas que ciñeron al Salvador del mundo.
(ENTRE el cortinaje de la alcoba aparece la figura blanca de la enferma. El cabello amortaja el rostro espectral.)
OCTAVIA.— ¡Pedro, ten piedad de mí!
PEDRO.— ¿Tú quieres que yo me vaya, Octavia?
OCTAVIA.— ¡No ves qué desgraciada soy!
PEDRO.— Contesta. ¿Tú quieres que yo me vaya?
OCTAVIA.— Sí... Yo no... Lo quiere Dios.
PEDRO.— ¿Y que no vuelva á verte?
OCTAVIA.— Sí... ¡Lo quiere Dios!
PEDRO.— ¡Me iré! ¡Me iré, y no me verás más. ¡Adiós, Octavia! ¡Mi Octavia querida! ¡Adiós, infame!
OCTAVIA.— ¡Pedro!... ¡Pedro!... ¡No te vayas! ¡No te vayas aunque me condene!
(SUS brazos se tienden desesperados hacia el amante, y desfallecida, sosteniéndose apenas sobre los pies descalzos, corre vacilante para detenerle. El jesuíta inclina la tonsurada cabeza, recoge el vuelo de sus hábitos, y helado, silencioso, prudente, sale. En la puerta se vuelve y hace la señal de la cruz.)
SEGUNDO EPISODIO
(LA ESTANCIA es perfumada y tibia. El nido de una enferma muy blanca, que tose y se muere lentamente. Olvidadas en un vaso, se marchitan las flores que cortó la enferma la última tarde que bajó al jardín. Ahora, reposa tendida en un diván, y a su lado, conversadora y risueña, está una dama que tiene esos movimientos vivos y gentiles de los pájaros que beben al sol en los arroyos. En la penumbra aparece el grupo de las dos amigas.)
MARIA ANTONIA.— ¿Y no te hará daño la conversación?
OCTAVIA.— No... Hoy me encuentro muy bien.
MARIA ANTONIA.— Tu podrás estar enferma, pero la cara no es de eso.
OCTAVIA.— No digas, si parezco una muerta. ¡Cuánto te agradezco tu visita! He perdido todas mis amistades de otro tiempo... ¡Estoy tan sola! ¿Y tus hermanas?
MARIA ANTONIA.— ¡Ay, hija de mi alma, insoportables! A esas también les ha dado ahora por la moralidad y la rigidez de principios. En cuanto se enteren de que estuve en tu casa, van a querer devorarme. ¿De manera que no ves a nadie?
OCTAVIA.— A nadie...
MARIA ANTONIA.— Después de todo, si tú quieres a ese hombre y él te quiere, no echaréis de menos a la gente. Lo malo es que el amor cuanto más grande, menos dura. Yo, desgraciadamente, en eso soy una sabia y en fuerza de ciencia me voy defendiendo. ¡Ay, de otro modo ya hubiera hecho, lo mismo que tú, la gran locura! Pero tengo la triste experiencia de otros casos de amor eterno. ¡El primero de todos fué mi marido!
OCTAVIA Tú sabes que a mí me casaron siendo una niña con un hombre casi viejo... Yo, hasta ahora no había querido a nadie. ¡Es mi único amor, mi verdadero y último amor!
MARIA ANTONIA.— ¡Ay hija, nunca se sabe cuándo es el último!...
(MARIA Antonia tiene un mohín de cómica aflicción al mismo tiempo que sus ojos de pajarillo parlero ríen alegres y desvergonzados. La enferma la mira con ingenua mirada de asombro, un dulce gesto de niña grande que se muestra incrédula.)
OCTAVIA.— Si no me lo dijese el corazón, me lo dirían estos mechones blancos.
MARIA ANTONIA.— Son unos embusteros.
OCTAVIA.— Le quiero con toda clase de cariños: Unas veces parezco su hermana mayor, otras soy como una madre.
MARIA ANTONIA.— También conozco eso. Romanticismo que cuesta muchas lágrimas. Créeme á mí, nada de madres ni de hermanas mayores: Ser lo que una es. Yo no conozco mucho a éste, pero conozco la clase, y todos son iguales.
OCTAVIA.— Pedro no es como los demás.
MARIA ANTONIA.— ¡Naturalmente! Es de una fabricación especial.
OCTAVIA.— ¡Es un niño!...
MARIA ANTONIA.— Y tú una niña.
OCTAVIA.— No... Yo desgraciadamente no soy una niña. ¡Mi pena es que seré vieja mucho antes que él!
MARIA ANTONIA.— Una mujer enamorada siempre es joven.
OCTAVIA.— ¡Qué frase tan bonita!
MARIA ANTONIA.— Para una tarjeta postal, verdad? No es invención mía, me lo ha escrito un poeta de quince años. El hijo de una amiga, que se ha enamorado furiosamente de mí. ¡Para eso he quedado en el mundo!
OCTAVIA.— ¡Qué graciosa eres!
MARIA ANTONIA.— Estoy indignada. ¡Ya ves, hasta los niños me faltan al respeto!...
(SE PONE en pie con garbo de real moza, y se inclina besando a la enferma, con una risa animadora y halagüeña que parece alejar las penas. Después sus manos se deslizan por las caderas para estirarse la falda. Las caderas son pujantes y las manos tan blancas que parecen de leche. El velo moteado del sombrero pone en el oro de sus pestañas un misterio de coquetería.)
OCTAVIA.— ¿Ya te vas?
MARIA ANTONIA.— Mi marido está en una luna de celos, y no quiero tardar.
OCTAVIA.— ¿Celos del niño?
MARIA ANTONIA.— No, de su sombra.
(MARIA ANTONIA queda con los ojos fijos en la puerta, donde acaba de aparecer Pedro Pondal. Le saluda con una sonrisa, y su mirada tiene esa malicia curiosa con que las mujeres juzgan á los hombres amados por sus amigas, y precian los goces que pueden ofrecer.)
MARIA ANTONIA.— ¡Adiós, Pedro!
PEDRO.— ¡Adiós, María Antonia!
OCTAVIA.— Acompáñala, Pedro.
MARIA ANTONIA.— Quédese usted.
PEDRO.— De ninguna manera.
MARIA ANTONIA.— Octavia, renuncio á él. ¡Caballero! ¡Señora!
OCTAVIA.— ¿Cuándo vas a volver?
MARIA ANTONIA.— En cuanto tenga una tarde libre.
OCTAVIA.— ¡Que estoy sola, sola, sola!... ¡No me olvides!
MARIA ANTONIA.— No te olvido.
(SE DESPIDE desde la puerta, enviando un beso a su amiga, y sale. El taconeo de sus pasos tiene toda la gracia y la voluptuosidad de un baile. Cuando se extingue, la enferma, repentinamente triste, suspira y se queja.)
PEDRO.— ¿Qué te contó María Antonia?
OCTAVIA.— ¡Tantas cosas!
PEDRO.— ¿Qué cosas?
OCTAVIA.— Tonterías de ella...
PEDRO.— ¿No se pueden saber?
OCTAVIA.— Ya las he olvidado...
PEDRO.— ¿Estás triste?
OCTAVIA.— ¡Estoy enferma, Pedro! ¡Estoy enferma!
PEDRO.— ¡Qué daño me hacen tus quejas!
OCTAVIA.— ¿Tengo yo la culpa de estar mala y de morirme?
PEDRO.— ¡Si no te quiere la muerte!... ¡Si no te quiere nadie mas que yo!... Dentro de pocos días nos iremos a una aldea, en la orilla del mar...
OCTAVIA.— ¡Una aldea toda blanca!...
PEDRO.— Toda blanca, con un arenal dorado...
OCTAVIA.— Yo, cuando niña, estuve en una aldea así... Aún recuerdo que en las redes los pescados me parecían de plata. Eran como joyas...
PEDRO.— Las joyas fabulosas de una reina, que tuviese su palacio en el fondo del mar azul.
OCTAVIA.— En aquella aldea, los marineros tocaban un caracol que tenía un mugir de toro. A mí me daba miedo... Sin embargo, es un recuerdo alegre... Me parece que no fueron días los que estuve allí, sino una tarde toda dorada y muy larga, muy larga... ¡Ay, si pudiese llevarme ahora conmigo a la hija de mi alma!...
PEDRO.— ¡A tu hija! ¿Pero cómo?
OCTAVIA.— Ya veríamos. ¿Tú crees que mi marido quiere a la niña? Es un hombre que no quiere á nadie... Y la niña está siempre con mi madre.
PEDRO.— Sí, si...
OCTAVIA.— No me digas sí, sí... Me parece que estás pensando en otra cosa. Como yo tuviese a mi hija me ponía buena en seguida... ¡Pero tú la aborreces!...
PEDRO.— No, Octavia, no. ¡Y si pudiese traerla un día a tus brazos!...
OCTAVIA.— ¿La traerías?
PEDRO.— ¿Lo dudas? Pero ellos no lo consentirían.
OCTAVIA.— ¿A quien llamas tú ellos?
PEDRO.— ¡Ellos!... Tu madre, tu marido...
OCTAVIA.— ¿Pero qué importa? Se la robamos. ¿Tampoco eso puede ser?
PEDRO.— Si, si…
OCTAVIA.— No me digas sí, sí... Me pones nerviosa.
PEDRO.— ¡Cómo estás, pobre amor mío!
OCTAVIA.— ¡Déjame!
PEDRO.— ¡Qué niña mimosa!
(OCTAVIA suspira y calla. Pedro Pondal se sienta lejos de ella, y con los ojos fijos contempla el péndulo de un reloj, que viene y va, lento, monótono, en un vuelo dorado. Tiene un aire de grave cansancio, casi de abatimiento, y en la boca los ajenjos de una sonrisa. El menudo golpe del reloj, como la carcoma del tiempo, resuena en el silencio, y en un vaso se desmayan las rosas que cortó la enferma la última tarde que bajó al jardín. Cansado de contemplar el péndulo del reloj, hipnotizado por el áureo volar, el amante cierra los ojos y permanece así largo tiempo. Octavia, a quien el silencio enerva y es penoso, se cubre el rostro llorando con el llanto nervioso de las actrices.)
OCTAVIA.— ¡Pedro!...
PEDRO.— ¿Qué?
OCTAVIA.— Vas á jurarme lo que te pida.
(EL AMANTE se levanta procurando dar al rostro una expresión serena, y se acerca a la enferma, que a través de las lágrimas le sonríe. Él quiere disimular, y responde con palabras ligeras a la sonrisa doliente.)
PEDRO.— ¿Has pensado en la fórmula del juramento? Será solemne... Sobre los Evangelios...
OCTAVIA.— No me hables así, como á una niña caprichosa. Vas a jurarme, que si me vieses moribunda, tú serías el primero en llamar a un sacerdote y en obedecer cuanto él dijese. ¡Yo no quiero que mi alma se condene!
PEDRO.— Y yo no quiero que me hables otra vez de morirte.
OCTAVIA.— ¡Niño mío, tengo que dejarte!
PEDRO.— ¡No, tú no me dejas! Pero si quisieses hacerlo, yo me iría contigo.
OCTAVIA.— ¿Sabes qué día es mañana? Mañana hace tres años que nos hemos conocido. ¿No te acordabas?... ¡Ay, quién entonces podría decir lo que fué después!
PEDRO.— ¡Yo lo hubiera dicho!
OCTAVIA.— Yo no... ¡Tuve que luchar tanto conmigo misma!... Y esa lucha me mató. ¡No llores, niño mío! Háblame. Dime que te acuerdas de todo. ¡Háblame! ¡Háblame!
PEDRO.— ¡Sí me acuerdo! ¡Me acordaré toda la vida!
(ES UN grito salido de lo más hondo del alma. Desde este momento ya no puede contenerse y solloza como un niño. Octavia le acaricia lentamente, enterrando los dedos de una albura lunar, entre los cabellos que coronan la frente del amante. Una frente orlada de rizos como la de un dios adolescente.)
OCTAVIA.— ¡Hay que ser fuerte! ¡Hay que ser hombre!... Mira cómo me he quedado. No parecen mis brazos. Eres muy bueno... ¡Aun así me quieres!...
PEDRO.— ¡Más que nunca!
OCTAVIA.— ¡Esta noche, qué miedo he tenido! Poco á poco, en la obscuridad, se fué apoderando de mí la idea de que me moría y de que me moría condenada, si no me separaba de ti. ¿Y tú separado de mí, qué hubieras hecho?
PEDRO.— No sé. ¡Creo que no hubiera podido vivir!
OCTAVIA.— ¡Pobre amor mío! ¡Pero qué bien sabes engañarme!... ¡Y qué pena tan grande hubiera sido tener que separarnos para siempre!
PEDRO.— Eso no, porque como tú no te hubieras muerto...
OCTAVIA.— Mi amor adorado, volvería como un pájaro, a buscar su nido.
(LAS MANOS frágiles y ardientes de la enferma rodean la cabeza del amante. Suspiran los dos en amoroso silencio. Octavia de pronto afloja sus dedos y se incorpora con sobresalto.)
PEDRO.— ¿Qué tienes?
¡OCTAVIA
¡Escucha!...
PEDRO.— ¡Qué…!
OCTAVIA.— Son sus voces... ¿No las oyes?
(UN PROFUNDO silencio llena la estancia, que comienza a quedar sumida en el misterio del crepúsculo. Octavia escucha con la mirada sonámbula, trémula la rosa de los labios. Se yergue de pronto, toda blanca, con un grito supremo.)
OCTAVIA.— ¡Mi madre! ¡Mi madre con la niña!...
PEDRO.— ¡Vuelves a tus delirios!
OCTAVIA.— Están ahí, las veo.
PEDRO.— ¡Cuánto sufres, pobre amor mío!
OCTAVIA.— ¡Las he visto!
(CON una expresión de terror y misterio, se hace cruces la vieja criada, que acaba de aparecer en la puerta, y pudo oír el grito de la enferma.)
PEDRO.— ¿Qué ocurre, Sabel?
SABEL.— Eso mismo...
PEDRO.— ¿Pero están ahí?
OCTAVIA.— Vete, Pedro. Que no te encuentren.
PEDRO.— ¿Las esperabas?
OCTAVIA.— No, no...
PEDRO.— ¿Por qué me engañas, Octavia? Tú sabías que iban a venir.
OCTAVIA.— Lo sabía sin saberlo. ¡Vete, que no te vean!
PEDRO.— ¡Adiós!
(AQUEL ruego hiere al amante, y se pone en pie con una sonrisa forzada que destila amargura.)
PEDRO.— ¡Adiós!
OCTAVIA.— ¿No te vas ofendido?
PEDRO.— No.
OCTAVIA.— ¡Adiós entonces!...
(TIENEN las palabras una angustia dolorosa y tímida, como si al caer de los labios se helasen faltas de cordialidad. El amante sale sin volver la cabeza. Octavia, apenas le ve desaparecer, corre hacia la otra puerta, por donde entró Sabel. Pero de pronto vuelve sobre sus pasos, y con un gesto doloroso y delirante esconde el retrato de Pedro Pondal. Después sale. Tras el cortinón se alza un oleaje de voces llorosas y felices, entre rumor de besos. Octavia reaparece blanca como la muerte, abrazada a su hija, sin poderla alzar en brazos, oprimiéndola y arrastrándola con furia maternal. Tras ella, la vieja criada sostiene el cortinón para que pase la severa magnificencia de Doña Soledad Amarante.)
OCTAVIA.— ¡Hija de mi alma! ¡Hija de mi alma! ¡Te acordabas mucho de mí!
DOÑA SOLEDAD.— Hasta hoy no supe que estabas enferma. ¡Qué desgraciada te has hecho, hija mía, y nos has hecho a todos!...
(HABLA con ese tono dolorido y severo de las señoras antiguas, que conservan siempre ante sus hijos la actitud hierática de un ídolo justiciero. Octavia la mira con expresión de súplica, al mismo tiempo que sus manos febriles ciñen la frente de la niña, obligándola a levantar los ojos, ingenuos como dos florecillas del campo.)
OCTAVIA.— ¿No tenías tú muchos deseos de verme?
LA NIÑA.— Sí... Pero como no sabía la casa...
OCTAVIA.— ¿Qué hubieras hecho si la supieses? ¿Te habrías escapado, verdad? ¡Tampoco sabías que tu mamá estaba muy enferma, que se iba á morir!...
DOÑA SOLEDAD.— No le digas esas cosas a la niña.
(DOÑA Soledad permanece en pie, en una actitud fría, de reserva casi hostil. Octavia parece no haberla oído, mirándose en los ojos infantiles de un oro caliente como la miel. Con un grito de madre que al abrazar a su hija también se hace niña, la oprime contra su pecho, y su voz se rompe en sollozos.)
OCTAVIA.— ¡Mi vida pequeña! ¡Mi vida pequeña!
LA NIÑA.— No llores. ¿Por qué lloras tú?
DOÑA SOLEDAD.— Octavia, procura dominarte. ¡Te afliges tú, y afliges a la niña inútilmente!
(COMO Octavia, tampoco ahora pone atención en aquellas palabras. La anciana señora, un poco despechada, se vuelve, y en voz baja interroga a Sabel. La criada responde en el mismo tono. Sólo se oye el susurro.)
OCTAVIA.— Ves, ya no lloro, era de alegría... Cuéntame, qué hacías tú lejos de mí. ¿Quién pone ahora guapa a mi nena? ¿Es la abuela? ¿Por qué no te dejan el pelo suelto, como antes?
LA NIÑA.— La abuela no sabe bien.
OCTAVIA.— Gracias a que no te peina como ella, hija, con cocas.
(SABEL, la vieja aldeana, interrumpiendo su coloquio con la señora, alza los brazos al cielo como una mujer de la Biblia. Era el mismo ademán con que allá en su tierra, ante los maizales verdes y los rebaños lucidos, daba gracias a Dios Nuestro Señor.)
SABEL.— ¡Bendito Dios, que se la ve reír!
LA NIÑA.— ¡Mamá! ¡Mamá querida!
OCTAVIA.— Cuéntame: ¿Qué te decían de mí?
LA NIÑA.— Nada...
OCTAVIA.— ¿Te dijeron que me había muerto?
LA NIÑA.— Lo dijo papá un día, pero yo no lo creí.
OCTAVIA.— ¿No lo creíste? ¿Por qué no lo creíste?
DOÑA SOLEDAD.— Octavia, que los niños se fijan en todo.
SABEL.— Déjela, señora.
OCTAVIA.— ¿Por qué no lo has creído, dime?
LA NIÑA.— La abuela no lloraba mucho, y además por otra cosa...
OCTAVIA.— ¿Qué cosa?
LA NIÑA.— Otra cosa.
OCTAVIA.— ¿No me la quieres decir?
LA NIÑA.— Seguían poniéndome aquel traje azul que tú me compraste. Aquel de los lazos.
OCTAVIA.— ¿Y no era ese el que debían ponerte si yo me hubiese muerto?
LA NIÑA.— No.
OCTAVIA.— ¿Cuál debían ponerte?
LA NIÑA.— Ya tú lo sabes.
OCTAVIA.— Dímelo, corazón.
LA NIÑA.— Ya tú lo sabes.
OCTAVIA.— ¡Sí, lo sé! ¡Sí, lo sé!
LA NIÑA.— ¡No llores!
OCTAVIA.— ¿Te dijo alguien que yo era mala?
LA NIÑA.— No... ¡Tú eres mejor que todos!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Pero, Octavia, hija mia, qué cosas tan crueles le preguntas a la niña!
OCTAVIA.— Ven, mi encanto. Voy a ponerte el pelo suelto. ¡Quiero verte como antes!
(SE INCORPORA apoyándose en las manos de la niña, tirando de ellas suavemente como en un juego. Hay una sonrisa infantil en su pobre boca de enferma, y en sus ojos que ahonda la sombra mortal de las ojeras. Doña Soledad la ve salir y se enjuga una lágrima.)
DOÑA SOLEDAD.— ¡Pobre hija mía, cómo se ha quedado! ¡Y yo sin saber que estaba enferma! ¡Hija de mi alma, no parece ella! ¡No lo parece!... ¡Si a lo menos ese hombre la tratase con cariño!
SABEL.— ¡Ay mi señora, como el cariño fuese la medicina que hubiere de sanar a la hija suya, no se moría nunca.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Yo nada sé, si no lo que la gente cuenta!
SABEL.— Ya les pasaron a los dos aquellas ilusiones tontas que se les ponían. Celeras, nada más que celeras. ¿Sabe usted lo que mata a la hija suya? Pues es la pena que se ha metido en ella al verse separada de su niña. No es otra cosa.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Y qué le hemos de hacer! Yo lo conozco. Ahora mismo he tenido la prueba... Para mí apenas hubo una palabra de cariño, y, en cambio, para su hija... ¡Y pensar que me he sacrificado toda la vida por esa ingrata! ¿Se quiere mayor sacrificio que este de haber venido aquí? ¡A quien se le diga que yo estuve en casa del amante de mi hija!... Pero es la primera y última vez. Que elija ella. ¿No habrá un castigo para tal hombre? ¡No lo habrá! ¡Y ese ángel, si llegase a comprender algo! Jamás en nuestra familia se vieron de estas cosas. ¡Jamás! Y en la de mi marido tampoco. Llegará un día en que esa niña sea mujer y se avergüence...
SABEL.— No tiene por qué saberlo.
DOÑA SOLEDAD.— Esas cosas nunca quedan ocultas.
SABEL.— Y aunque lo sepa. Es como si la hija suya fuese a dejar de quererla a usted porque hoy o mañana se enterase de cualquiera cosa.
DOÑA SOLEDAD.— No tiene de qué enterarse. Gracias a Dios, puedo llevar la frente muy alta.
SABEL.— Yo no la titulo a usted mala. Es un suponer...
DOÑA SOLEDAD.— No habrá nadie que se atreva a decir de mí la menor cosa. Era una chiquilla cuando quedé viuda, y valía bastante más que mi hija. ¡Pero bastante más! Ella, aun cuando se me parece, no es ni sombra de lo que yo he sido.
SABEL.— ¡Mi verdad, yo, viéndola ahora, no la sacaría a usted por la madre!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Qué desgraciada! ¡Haberlo sacrificado todo en el mundo por un hombre que la deja morir sola! ¡Pobre hija, quién cerrará sus ojos?
SABEL.— Estas manos, que ve aquí tan viejas y arrugadas, pudieran hacerlo con tanto amor, como dolor del ánima.
DOÑA SOLEDAD.— Aun cuando ha sido muy culpable, mejor suerte merecía.
SABEL.— Cierto que sí... Y no la titule mala, porque no haya sido de aquellas santas que en jamás pisaron una paja en cruz. Dios Nuestro Señor, daríase con un canto en los divinos pechos, porque todas las mujeres fuesen tan simples para el querer. ¡No es más blanca una paloma blanca!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Y ese hombre, tan cruel que la deja sola!...
SABEL.— ¿Quién contó tal? A su vera se pasa las horas, de día y de noche, siempre en vela.
DOÑA SOLEDAD.— ¿Ahora está aquí?
SABEL.— ¡Ahora, y siempre!
DOÑA SOLEDAD.— Es preciso que yo le vea... Dígaselo usted. He venido para llevarme á mi hija.
SABEL.— Más valía que se dejasen de tales historias.
DOÑA SOLEDAD.— Buena mujer, no se le olvide a usted con quien habla.
SABEL.— ¡Taday! Ni que fuere la reina de las Españas.
(ARRASTRANDO los pies y aquel rezongo, sale de la estancia. Al mismo tiempo se oye como un gorjeo la voz de la niña, que un momento después asoma en el umbral de la otra puerta celerosa y feliz.)
LA NIÑA.— Abuela, dice mamá que venga usted para aprender... ¡Venga usted, abuela!
(DOÑA Soledad empuja a la niña fuera del umbral donde se ha detenido con la cabellera de oro flotando sobre los hombros, como el arcángel de una Anunciación.)
DOÑA SOLEDAD.— Ya soy vieja para aprender, hija mía. Vuelve al lado de tu madre y no la dejes. Ahora no puedes estar aquí.
(LA NIÑA desaparece corriendo, como en un vuelo, y se oye su risa infantil, anuncio que envía a la madre, antes de llegar al regazo. Doña Soledad, con los ojos fijos en la otra puerta, atiende a que llegue Pedro Pondal. Al oír pasos, se endereza con severo empaque, y queda pálida a tal extremo, que su boca parece blanca.)
PEDRO.— ¿Deseaba usted hablarme, señora?
DOÑA SOLEDAD.— Sí, señor.
PEDRO.— No sé si me atreva á suplicarle...
DOÑA SOLEDAD.— Diga usted.
PEDRO.— Que no hablásemos hoy.
DOÑA SOLEDAD.— Como usted quiera. Yo he venido para llevarme a mi hija. He hablado con su confesor.
PEDRO.— ¿ Y también con Octavia?
DOÑA SOLEDAD.— No había pensado consultar la voluntad de nadie.
PEDRO.— La mía, no... ¡Pero la de Octavia!
DOÑA SOLEDAD.— ¿He dicho a usted que había hablado con su confesor?
PEDRO.— Si ese hombre fué sincero, no debe usted ignorar...
DOÑA SOLEDAD.— Sus palabras fueron las de un santo.
PEDRO.— De un santo cruel y fanático.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Él me dijo cuántas eran las penas de mi pobre hija!
PEDRO.— ¡Las que yo no pude consolar!
DOÑA SOLEDAD.— ¡No siente usted dolor al tenerla esclava!
PEDRO.— ¿Es lo que ha dicho ese hombre?
DOÑA SOLEDAD.— Usted pone sobre sus ojos una mano dura de tirano, cuando ella quiere abrirlos para ver la divina luz.
(PEDRO Pondal duda un momento antes de contestar, y después, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, desgranando las palabras, y dejándolas caer como un reloj las horas, se inclina ante la madre de Octavia.)
PEDRO.— Quizá fuese preferible que no hablásemos, señora.
DOÑA SOLEDAD.— ¿Preferible para quién?
PEDRO.— Para Octavia, señora. Ella es lo único que hoy debe llenar nuestros corazones.
DOÑA SOLEDAD.— ¿Y quién es usted para hablarme así?
PEDRO.— ¿Quién soy yo?
DOÑA SOLEDAD.— No me lo diga usted. Le suplico un poco de respeto para mis canas y para mis sentimientos de madre.
(APARECE Octavia, demudada y asustada. Con un grito se dirige a su amante, que le clava unos ojos de niño sorprendido en falta.)
OCTAVIA.— ¡Por Dios, Pedro!
PEDRO.— Deja...
OCTAVIA.— Pedro, que soy yo quien te ruega...
(ELLA cruza las manos con una súplica dolorida que está en los ojos, y en la sonrisa y en toda la figura pálida y ardiente, que parece trasparentar la luz. Su madre la contempla inmóvil y huraña, sintiendo al mismo tiempo una ola de ternura, cálida como de sangre, que le sube a la garganta y estalla en palabras ásperas, timbradas de amor.)
DOÑA SOLEDAD.— Hija, mala hija, que estás delante de tu madre... Ten un poco de respeto para estas canas.
OCTAVIA.— ¡Perdóname!
DOÑA SOLEDAD.— ¿Dónde está la niña?
OCTAVIA.— ¿Qué intentas?
DOÑA SOLEDAD.— Irme de esta casa para no volver.
OCTAVIA.— ¡Que me estáis matando!
(SE DOBLA lentamente como una flor, y solloza cubriéndose el rostro con las manos. Está en medio de la estancia, entre caída y arrodillada. La madre y el amante acuden a sostenerla.)
PEDRO.— ¡Tenga usted un poco de piedad para esta pobre criatura!
DOÑA SOLEDAD.— Calla, hija mía, calla. ¡Qué injusta eres con tu madre! No soy yo quien te mata, no soy yo.
(OCTAVIA aparta las manos y descubre el rostro frío y blanco, un rostro de estatua. Pero sus ojos, que ahonda la sombra mortal de las ojeras, brillan con una llama de amor y de dolor.)
OCTAVIA.— Pedro, vete...
DOÑA SOLEDAD.— ¡Si hubieses oído los consejos de tu madre! ¡Porno haberlos oído, cuánto te queda que sufrir, cuánto, cuánto!…
OCTAVIA.— ¡Pedro, vete! ¡Te lo pido yo! ¡Vete!
PEDRO.— Sí, mi pobre amor, sí, me iré.
DOÑA SOLEDAD.— Yo no puedo tolerar que en mi presencia ese hombre te hable así.
PEDRO.— Usted no podrá tolerarlo, pero tampoco podrá impedirlo, señora.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Dios mío, por qué al entrar en esta casa, no rompiste mis oídos que tal oyen, y no cegaste mis ojos que esto habían de ver?
(SE APARTA de su hija con las manos en alto, trémulas de indignación. Viendo entrar a la vieja criada, la interroga con un aliento de afán.)
DOÑA SOLEDAD.— ¿Y la niña?
OCTAVIA.— ¡Que no entre aquí!
SABEL.— No hayan temor... Mas ahí tienen al fraile.
PEDRO.— ¿Qué busca en mi casa ese hombre?
OCTAVIA.— ¡Pobre Padre Rojas, es un santo!… Después de la manera como tú le has faltado.
PEDRO.— Sabel, dile que le suplico el favor de que no vuelva... Pero mejor será que se lo diga yo mismo.
OCTAVIA.— ¡Pedro!... Yo tenía que hacerle una consulta al Padre Rojas.
PEDRO.— ¡Octavia! ¡Octavia! Ya olvidaste que ese hombre viene para cavar un abismo entre los dos.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Eres una esclava, hija mía!
(APARECE en la puerta la figura del jesuíta, que se inclina con una cortesía llena de beatitud. Llegó silencioso, helado, prudente.)
EL PADRE ROJAS.— ¿Dan ustedes su permiso?
DOÑA SOLEDAD.— Pase usted, Padre Rojas.
OCTAVIA.— ¡Pedro, no me mates tú con un disgusto!
EL PADRE ROJAS.— ¿Cómo sigue la enferma? ¿Y ustedes todos? ¿Qué tal? Al señor le ha sorprendido mi visita: Lo estoy viendo.
PEDRO.— En efecto, no esperaba volver a verle en mi casa.
OCTAVIA.— ¡Pedro!
EL PADRE ROJAS.— ¡Válgame Dios! Pues le diré que vengo a enterarme de la salud de esta hija querida. La verdad, temía que se hubiese agravado con nuestras intransigencias: Las de usted y las mías. Felizmente, veo que no ha sido así. Crea usted que no tenía la conciencia completamente tranquila.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Usted, Padre Rojas!
EL PADRE ROJAS.— Sí, señora, yo. Si hubiese sufrido una recaída, ambos seriamos responsables. Yo, quizás, en primer lugar.
OCTAVIA.— ¡Qué bueno es usted, Padre Rojas!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Es un santo! Usted, Padre Rojas, se pasmará de verme en esta casa. Ya sé, Padre, que nunca debí descender a esto... Es una humillación muy grande...
EL PADRE ROJAS.— Una madre no se humilla cuando está al lado de su hija enferma. La acción de usted me parece naturalísima, señora.
OCTAVIA.— ¡Qué bueno es usted, Padre!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Un santo!
EL PADRE ROJAS.— ¿Quieren ustedes hacerme el señaladísimo favor de callarse?
(CON un enojo modesto y cordial, requiere los hábitos y se pone en pie, dando muestras de querer retirarse. Octavia alza levemente la cabeza, mortal de palidez, y le detiene con una súplica.)
OCTAVIA.— No se vaya usted, Padre.
EL PADRE ROJAS.— Sí, hija mía. Acaso esté estorbando...
DOÑA SOLEDAD.— ¡Jesús! Tanto Octavia como yo estamos encantadas oyéndole. Y de los demás...
PEDRO.— Desde ahora ya sabe usted que yo en mi casa no significo nada.
(DOBLA la tonsurada cabeza como ofreciéndola al hacha del verdugo, sonríe con discreta urbanidad, al mismo tiempo que con ambas manos oprime sobre el pecho el sombrero de canal.)
OCTAVIA.— ¡Pedro!...
DOÑA SOLEDAD.— ¿Dígame usted, Padre, si no es una mártir? Hija mía, yo también me voy. Nunca pagarás a tu madre el sacrificio de haber venido aquí. Solamente puede hacerse por una hija. ¡Adiós!
(SE INCLINA besándola. Octavia le coge las manos, ansiosa y calenturienta. Pedro Pondal y el jesuíta permanecen en pie y silenciosos. Los dos miran á la enferma.)
OCTAVIA.— Prométeme que has de volver.
DOÑA SOLEDAD.— Sí, hija mía, volveré. ¡Ojalá pudiera estar siempre a tu lado! Ahora ven a despedirte de la niña.
(LAS manos frágiles de la enferma retienen y estrechan las manos de la madre, con un esfuerzo supremo.)
OCTAVIA.— ¡No me separes de la niña! ¡Déjamela!..
DOÑA SOLEDAD.— Sé razonable, Octavia.
OCTAVIA.— ¡Mi hija es mía! No quiero ser razonable.
DOÑA SOLEDAD.— Octavia, que esa niña es un ángel. ¡Yo la enseñé a quererte! Para ella eres una santa. ¡No seas tú quien arranque la venda que aun cubre esos ojos queridos! ¡No hagas que mañana se avergüence de su madre!
OCTAVIA.— ¡Sí, que no sepa nunca!
(SE CUBRE el rostro sollozando, y el amante, mudo testigo hasta entonces, vibra con una sacudida de cólera.)
PEDRO.— Que lo sepa. Sabrá que su madre fué una mártir y una santa.
EL PADRE ROJAS.— Mejor sería que ciertas cosas pudiese ignorarlas toda la vida.
OCTAVIA.— ¡Yo soy mala! ¡Muy mala!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Pobre hija mía! No eres mala, no; eres desgraciada.
OCTAVIA.— Es mi castigo, verme separada de mi hija. ¡Pedro, que no se la lleven!
PEDRO.— ¡Yo te juro que no se la llevarán!
EL PADRE ROJAS.— No me parece prudente que se oponga usted con un escándalo.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Octavia, estás loca! ¡No escuches a ese hombre! ¡Era poco deshonrar a la madre a los ojos del mundo, hay que deshonrarla también ante los ojos de la hija!
OCTAVIA.— ¡Ay, qué dolor tan grande! Pedro, déjalos. ¡Dios mío, quisiera morirme!
(CIERRA los ojos, y parece que la muerte acude a su ruego y tiende sobre aquel rostro consumido por el dolor y la fiebre, su tinta trágica.)
EL PADRE ROJAS.— Así castiga Dios Nuestro Señor a los que abandonan la senda del deber.
(TIENEN sus palabras la austeridad de un rezo. Al mismo tiempo, con los ojos bajos y grave el ademán, el jesuíta se acerca y pone sobre los labios de la enferma un pequeño Cristo de plata que saca del pecho. Doña Soledad siente estremecido su corazón de madre, y se arrodilla al lado de su hija.)
DOÑA SOLEDAD.— ¿Quién habla de morirse? En cuanto puedas salir verás a la niña. Yo te lo prometo. Ven ahora á despedirte. Haz por dominarte, hija mía.
OCTAVIA.— ¡No quiero! ¡Eso no puede ser! ¿Pero tú crees que estoy loca? ¿Crees que voy a dejar que te lleves a mi hija? ¡Mi hija es mía! ¿Para qué has venido? Para hacerme sufrir.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Octavia, hija querida!
OCTAVIA.— ¡Pedro, que van a robármela!
(LA NIÑA llega corriendo, asustada de las voces, y vuela hacia su madre con los brazos abiertos como dos alas. La cabellera de oro flota sobre sus hombros.)
LA NIÑA.— ¡Mamá, qué tienes?
OCTAVIA.— ¡Hija del alma, ven! ¡A ver quién te arranca de mis brazos!
TERCER EPISODIO
(ECHADA sobre el canapé de su tocador, la enferma suspira y se queja. A su lado, en pie, mulle los cojines hechos con antiguas estofas eclesiásticas, la vieja Sabel. Aquellas sedas de un áureo reflejo que parece guardar el aroma del incienso, dan aspecto de reliquia al cuerpo exánime de la enferma. Cuando entorna los ojos y queda inmóvil, parece una de esas santas que en los remotos santuarios, duermen bajo el retablo dorado en urnas de cristal.)
OCTAVIA.— ¡Quisiera morirme! ¡Así acabarían de una sola vez tantos sufrimientos! ¡Si me durmiese y no despertase más!
SABEL.— La oye una esas cosas, y, naturalmente, como una no es de piedra...
OCTAVIA.— ¡Pobre Sabel! No creas que la vida está para mí tan llena de alegrías que sienta dejarla. ¿Cuándo dijo mi madre que volvería?
SABEL Dijo que en cuanto pudiese.
¡Qué mal hice en dejar que se llevase a la niña! ¡Si no os hubiera escuchado!
SABEL.— ¿Sabe lo que debe hacer? No pensar en esas cosas.
(SABEL toma asiento a la cabecera de la enferma, y se alza la basquiña por sacar de la faltriquera, la clásica calceta. Octavia abre los ojos, después de dormitar un rato.)
OCTAVIA.— ¿Qué hora es?
SABEL.— No lo sabré decir.
OCTAVIA.— ¿Él donde está?
SABEL.— ¿No oye sus pisadas?
OCTAVIA.— ¿Qué hace?
SABEL.— No cesa de pasear, como un un reo de muerte.
OCTAVIA.— ¿Tiene luz?
SABEL.— Se la llevé y no la quiso.
OCTAVIA.— ¡Qué gusto encontrará en estar siempre a oscuras? ¡Para mí es una cosa tan triste!
(AGONIZAN las palabras, y vuelve el silencio. En los labios de la vieja, a veces vaga el temblor de un rezo, y a veces el recuento que hace en los puntos de su calceta. En aquel silencio se siente llegar a Pedro Pondal.)
PEDRO.— Te oí toser. ¿Quieres tomar tu medicina?
OCTAVIA.— Bueno.
PEDRO.— Siempre te calmará un poco.
OCTAVIA.— ¡Es tan poco!... Déjalo, después la tomaré.
PEDRO.— Lo que tú quieras.
(DOBLA la cabeza con un gesto de cansancio, y hace ademán de retirarse. Octavia le llama con la voz amante de otro tiempo. La vieja criada recoge en silencio su calceta.)
OCTAVIA.— ¿Ya me dejas sola?
PEDRO.— Sí.
OCTAVIA.— ¿Estás ofendido conmigo?
PEDRO.— No. ¿Pero qué hago aquí?
OCTAVIA.— Estar á mi lado.
PEDRO.— Ya no soy nada para ti.
OCTAVIA.— Ven acá. No me disgustes.
(SE INCORPORA con languidez en los cojines, y los dulces ojos también le llaman. Él la contempla un momento y se acerca con su aire de niño sentido.)
PEDRO.— ¿Qué quieres?
OCTAVIA.— ¡Estas manos, estas manos queridas, no deben cerrar mis ojos! Si ha de separarnos la muerte, separémonos nosotros...
(CUANDO termina de hablar, estalla en sollozos impensadamente, y él, para consolarla, se arrodilla a su lado, meciéndola y hablándola como a una niña.)
PEDRO.— No llores, Octavia. ¿Deseas que me vaya? Si lo deseas, solamente te pido que seas tú quien me lo diga.
OCTAVIA.— ¡Irte! ¿Pero es verdad que me muero? ¿Tú también crees que me muero?
(EN AQUEL rostro pálido, mortal, los ojos interrogan con mayor afán que las palabras. Él responde como un niño torpe que restaña una herida.)
PEDRO.— No, Octavia...
OCTAVIA.— ¡Si ahora me engañases, te odiaría! ¡Júralo!
(OPRIME entre sus dedos ardientes y consumidos la cabeza de su amante, y le busca los ojos para sondar en ellos la verdad. Él los aparta y procura sonreír.)
PEDRO.— ¿Sobre la cruz? Hazla con tus manos para que yo la bese.
OCTAVIA.— Puede ser que me engañes... Pero la verdad, yo me encuentro hoy mejor que nunca.
(LAS fuerzas le fallecen, y se deja caer sobre los cojines, tras de poner un beso en la frente de su amante. Como la consuela el creer, la rosa marchita de su boca se anima con una sonrisa.)
PEDRO.— ¿Oyes hablar?
OCTAVIA.— Debe ser mi madre.
PEDRO.— ¿Ves como no puedo estar a tu lado?
OCTAVIA.— ¡Qué pena tan grande!
PEDRO.— ¡Tú no lo sabes! ¡Adiós!
(LOS ojos de la enferma, como dos oraciones, siguen al amante que se aleja. Después, arrasados en lágrimas, se levantan al Cielo.)
OCTAVIA.— ¡No me abandones, Señor! ¡Ilumíname, Señor! ¡Préstame fuerzas, Señor!
(OCTAVIA queda un momento con las manos juntas, y así la sorprende su madre cuando entra. Doña Soledad avanza lentamente hasta el canapé donde la enferma descansa, y su vestido negro de viuda tiene un majestuoso crujir de seda.)
DOÑA SOLEDAD.— ¿Qué hacías, hija? ¿Rezabas? Rezaremos juntas.
OCTAVIA.— Dios no me oye.
DOÑA SOLEDAD.— Si ahora estás en pecado, puedes dejar de estarlo.
OCTAVIA.— No puedo.
(HABLA sin una inflexión en la voz, con un gesto obstinado, como si sus ojos calenturientos tuviesen la visión del Destino. Y las palabras de la madre tienen una tortura ardiente, una posesión fanática, una lumbrarada roja, resplandor y terror del infierno.)
DOÑA SOLEDAD.— ¡Yo gastaré mis rodillas sobre las piedras, por que tu alma se salve! ¡Te volveré a tu hija!
OCTAVIA.— ¿Por qué no la has traído?
DOÑA SOLEDAD.— Se la llevó Juan Manuel. Pero ya la verás, no te disgustes.
OCTAVIA.— ¿Por qué se la dejaste?
DOÑA SOLEDAD.— Porque es su padre.
OCTAVIA.— ¡Ya no te veré más, hija de mi alma!
DOÑA SOLEDAD.— Sí la verás.
(OCTAVIA se incorpora,y en su rostro de muerta los ojos se abren grandes y llenos de sombras, con una extraña sensación de pensamientos.)
OCTAVIA.— Tu no sabes que ese hombre me aborrece, tiene que aborrecerme... Y aun cuando solamente sea por hacerme sufrir...
DOÑA SOLEDAD.— Juan Manuel no te aborrece. Yo misma le he contado que había estado aquí con su hija.
OCTAVIA.— ¡Tú!
DOÑA SOLEDAD.— Sí, yo.
OCTAVIA.— ¿Y él qué ha dicho?
DOÑA SOLEDAD.— ¡Ese hombre es un santo! ¡Te ha compadecido! ¡Ha llorado por ti! ¡Juan Manuel te perdona!
(PASA por su voz una ráfaga rencorosa. Todos los recuerdos del pasado que se levantan y exprimen su hiel.)
DOÑA SOLEDAD.— ¿Es posible, Octavia, que estés tan ciega que ni te conmueva ni agradezcas el perdón de tu marido? Un hombre a quien tanto ofendiste.
OCTAVIA.— ¿Por qué me habéis casado sin hacer caso de mis lágrimas, sin oír mis súplicas? ¡Pero no quiero recordar, no quiero!
DOÑA SOLEDAD.— Juan Manuel era el marido que te convenía. Tú has hecho su desgracia.
OCTAVIA.— ¡Que me hubiera matado!
(LA EXPRESIÓN trágica y obstinada de sus ojos, parece crecer. ¡Y acaso en aquel momento, para ella supremo, juzga que hubiera sido mejor morir, que arrastrar la larga cadena de los días y de las penas!)
DOÑA SOLEDAD.— Esas son locuras, hija mía.
OCTAVIA.— Si fuese un santo, como dices, no trataría de ensombrecer mi falta para que su generosidad parezca más grande.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Ciega estás!
(DOÑA Soledad alza los brazos compungida y devota. Octavia, quebrantada de aquella lucha, descansa sobre los cojines del canapé, y cobra aliento en largos suspiros. Siente, poco a poco, desfallecer su ánimo y que la invade el vencimiento en una onda pesada y amarga. Al cabo de un momento, mirando a su madre, pronuncia algunas palabras fatigadas y tristes.)
OCTAVIA.— Háblame de mi hija.
DOÑA SOLEDAD.— Bueno, te hablaré de tu hija. Pero por ella, tú debes irte acostumbrando a la idea de abandonar todo esto.
OCTAVIA.— ¡Fui tan feliz aquí!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Acaso ese hombre, viéndote sufrir, tenga piedad de ti, pobre hija mía!
OCTAVIA.— No me hables de eso...
DOÑA SOLEDAD.— El Padre Rojas espera convencerle.
(UN ESTREMECIMIENTO recorre aquel cuerpo blanco de fantasma, que reposa sobre el canapé ungido por el reflejo áureo de los cojines.)
OCTAVIA.— ¿Volverá el Padre Rojas?
DOÑA SOLEDAD.— He venido con él...
OCTAVIA.— ¿Por qué no entró contigo?
DOÑA SOLEDAD.— Antes deseaba hablar con ese hombre...
OCTAVIA.— ¡No querrá verle!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Estás temblando!
OCTAVIA.— ¡Tengo miedo!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Pobre hija!
OCTAVIA.— ¡Le arrojará!... No querrá oirle.
DOÑA SOLEDAD.— Ahora están hablando. ¡Ya ves cómo le oye! El Padre Rojas le ha escrito suplicándole que le oiga. No le ha contestado... Y ahora ha venido dispuesto a sufrir sus ultrajes como un santo que va al martirio. ¡Lo decía con una sonrisa tan dulce!
OCTAVIA.— ¡Temo cualquier violencia!
DOÑA SOLEDAD.— No se atreverá.
OCTAVIA.— ¡Decidle que venga, que le llamo!
DOÑA SOLEDAD.— Tendré yo que irme.
OCTAVIA.— ¡Qué daño me hace esta lucha!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Bueno es que empieces a conocerlo, hija mía! Lo primero es tu salud, y aquí de ninguna manera puedes recobrarla. Si Dios Nuestro Señor no fuese servido de darte la salud del cuerpo, que te conceda la del alma, hija mía, que es la más importante.
(OCTAVIA, experimenta frío al oír estas palabras que su madre pronuncia inclinada sobre ella, y quiere sonreír para vencer el miedo que la estremece.)
OCTAVIA.— ¡Si me hallo muy bien!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Ojalá! Pero, créeme a mí, debías ir pensando en disponer bien tu alma.
OCTAVIA.— ¡Tú me crees muy enferma!
DOÑA SOLEDAD.— No, hija...
(ES TAN frío, tan reacio su acento, que parece desmentir lo que afirman las palabras, y la enferma, con el corazón oprimido de angustia, sonríe para que su madre recobre la esperanza. Comprende, llena de terror, que si huye de todos, ella no podrá retenerla.)
OCTAVIA.— Pregúntale a los médicos, y verás cómo te dicen que esto no es nada.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Yo, en los médicos tengo tan poca confianza!
OCTAVIA.— ¡Mamá de mi alma! Dime la verdad: ¿Tú no tienes ninguna esperanza?
(SE INCORPORA con un grito de angustia, y los pobres brazos exangües, se tienden desesperados como en un naufragio. Su madre se abraza a ella sollozando.)
DOÑA SOLEDAD.— La esperanza es un consuelo, hija querida. Perdóname la pena que te causo. Te quiero mucho, como se quiere a los hijos. ¿Pero cómo he de ver impasible que tu alma se condene? ¡No, Octavia! ¡No!
OCTAVIA.— ¡Pero yo no me muero!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Sí, hija mía! ¡Sí!
(AQUELLA misma ceguera enciende y fortalece el sentimiento cristiano de la madre, que ahoga sus lágrimas para pronunciar las palabras veraces y austeras que se clavan como garfios en las almas, y las arrancan al pecado.)
OCTAVIA.— ¡Madre de mi alma, dime que no!
DOÑA SOLEDAD.— No puedo decírtelo, hija querida. Es necesario que te arrepientas.
OCTAVIA.— ¿De qué he de arrepentirme?
DOÑA SOLEDAD.— Que pidas perdón a tu marido.
OCTAVIA.— ¿Y Pedro?
DOÑA SOLEDAD.— Tienes que olvidarle.
OCTAVIA.— ¡No puedo!...
DOÑA SOLEDAD.— Sí puedes. Confía en la bondad de Dios. Di ahora conmigo: ¡Santísimo Señor!...
(DOÑA Soledad está arrodillada al pie de su hija, y se dispone a leer en un libro de oraciones, aquellas que fortalecen y edifican el alma. Octavia yace sobre el canapé entornados los párpados de cera, donde la sombra rígida de las pestañas se acusa con una impresión medrosa y funeraria. Sus labios balbucean apenas algunas palabras.)
OCTAVIA.— ¡Qué frío!
DOÑA SOLEDAD.— ¿Te sientes sin fuerzas?
CTAVIA ¡No! ¡No!...
DOÑA SOLEDAD.— Perdóname si fui cruel...
(OCTAVIA permanece con los ojos cerrados, responde en ese tono resignado y dolorido, que sigue á todo vencimiento. Doña Soledad, siempre arrodillada al borde del canapé, le estrecha las manos, medrosa de sentirlas frías y húmedas de sudor.)
OCTAVIA.— Tú eres quien tiene que perdonarme. ¡Has sufrido tanto por mi causa!
DOÑA SOLEDAD.— ¡No lo sabes bien!
(EN OTRAS habitaciones se alza un tumulto de voces. La enferma abre los ojos, y se incorpora súbitamente. Su rostro desemblantado expresa toda la angustia de la muerte.)
OCTAVIA.— ¿No oyes?
DOÑA SOLEDAD.— ¿Qué temes, hija mía?
OCTAVIA.— ¡Pedro! ¡Pedro!
(CON los ojos despavoridos, quiere echarse fuera del canapé. Su madre la sostiene y las dos permanecen un instante quietas y mudas, con el oído atento. El tumulto de voces se ha extinguido.)
DOÑA SOLEDAD.— ¡Era con el Padre Rojas! ¡Le echaba de casa, Octavia!
OCTAVIA.— ¡Pedro! ¡Pedro!
(VIENDO aparecer a la vieja criada se interrumpe, y la interroga con el gesto. Sabel abre los brazos con un gran aspaviento de aldeana.)
SABEL.— ¡Válame el Divino Jesús!
OCTAVIA.— ¿Pedro echó de casa al Padre Rojas?
SABEL.— Verá usted de qué manera pasaron las cosas. Va, agarra la puerta, la abre, y dice con voz que no parecía suya: Por aquí se va á la calle.
DOÑA SOLEDAD.— ¿Le defenderás todavía?
SABEL.— Cerró de un portazo y se metió adentro. Luego no sé qué repente le vino, que sale gritando: ¡Padre Rojas! ¡Padre Rojas! Parecía loco talmente. Es mi amo y no debía decirlo, que me da su pan hace muchos años; pero mi verdad, no parecía estar en sus cabales.
DOÑA SOLEDAD.— Y no lo está. Estas cosas no se diga que son de persona cuerda.
OCTAVIA.— ¡Llámale, Sabel!
DOÑA SOLEDAD.— Octavia, no hay que perder momento. Sabel que avise un coche. Tú te vienes ahora mismo conmigo. ¿Lloras porque dentro de un momento abrazarás a tu hija? ¿Cuando vas a verla, lloras?
OCTAVIA.— ¡Mi casa querida, cuándo volveré á verte? ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Mi casita querida, donde he sido tan feliz! ¡Otra mujer vendrá a ocupar mi sitio, y yo me estaré muriendo lejos de aquí, lejos de todo esto que fué tan mío!... ¡Mi casa! ¡Mi casita querida!
(CON un lloro de niña, besa los cojines del canapé y los moja de lágrimas enterrando en ellos la cara. Doña Soledad, sin conmoverse, con una gran energía, se dirige a Sabel.)
DOÑA SOLEDAD.— ¿Dónde tiene un abrigo mi hija?
(SIN dar tiempo a la respuesta de la criada, que vacila un momento, sale fuera de la estancia. Sabel, con un impulso de su alma sencilla, se acerca a la enferma y la alza en brazos como a una niña. Le habla con la voz trémula y sofocada, llena de calor cordial, voz que se timbra con una humana y divina brusquedad.)
SABEL.— Usted no se va, yo no aviso el coche. Sacarla a usted de aquí es peor que matarla. Y no llore, no llore.
OCTAVIA.— ¡Tengo que irme, Sabel! ¡Tengo que irme! ¡Ya sé que me muero! Tú y Pedro me habéis estado engañando. Era porque me queríais; pero si no hubiera sido por mi pobre madre, quizás habría muerto en pecado mortal. ¡A mi madre tengo que agradecérselo, a ella sola!
(DOÑA Soledad, entra de nuevo. A pesar de su gran energía, los ojos conservan huellas de lágrimas recientes que los han enrojecido. Pero aquella expresión fuerte y tenaz no ha sufrido mengua, son siempre los mismos ojos de mujer española, apasionada y devota que sueña con el Infierno. Viendo a la criada, concibe una sospecha y la interroga.)
DOÑA SOLEDAD.— ¿Ya está usted de vuelta? ¿Cómo es eso? Vamos, hija, vamos.
OCTAVIA.— ¡Dame fuerzas, Dios mío!
SABEL.— ¿No ve que es matarla?
OCTAVIA.— ¡Dejadme! ¡Dejadme!... ¡No os pido más que un instante!
(SE LEVANTA, y de un cofre de plata cincelado y labrado como una joya, saca un manojo de cartas sujetas con una cinta de seda. Las besa en silencio.)
SABEL.— ¡Pobre alma!
OCTAVIA.— ¡Cartas queridas!
DOÑA SOLEDAD.— Vamos, hija...
OCTAVIA.— Vamos. ¡Adiós, Sabel! ¿Tú irás a verme alguna vez?
SABEL.— ¿Alguna vez? ¡Yo me voy ahora con usted, señorita de mi alma!
(EN AQUEL momento se oye llamar en la puerta. Las tres mujeres quedan inmóviles, con un gesto indeciso, con un ademán que no termina. Las tres oyen el vuelo de un mismo pensamiento. Octavia apenas puede contener los latidos de su corazón.)
OCTAVIA.— Es él.
DOÑA SOLEDAD.— ¡No abras!...
OCTAVIA.— ¿Será él?
DOÑA SOLEDAD.— ¿Te alegras?
OCTAVIA.— ¡No sé! ¡Pedro! ¡Pedro!
(APARECE el Padre Rojas: Sonríe beatíficamente: Se detiene en la puerta: Extiende los brazos con un ademán lento, armonioso, simétrico, y las manos tiemblan en el aire como dos pájaros que ensayan un vuelo. Sabel se retira con el silencio resignado de una sierva.)
EL PADRE ROJAS.— ¡Calma! ¡Calma, señoras mías! Ese caballero no está aquí. Ahora queda en mi celda. Dios Nuestro Señor le ha tocado en el corazón.
DOÑA SOLEDAD.— ¡Qué dice usted!
OCTAVIA.— ¡Ya no le veré!
EL PADRE ROJAS.— Ya no, hija.
OCTAVIA.— ¡Creí que me quería! ¡Abandonarme así! ¡Ingrato! ¡Ingrato!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Por Dios, Octavia! Hace un momento era ella la primera en lamentar su extravío, en llorarlo. Cuando usted llegó nos disponíamos á salir, me la llevaba a mi casa. ¡Estaba convencida, resuelta!
(OCTAVIA, sin descubrir el rostro, que mantiene escondido en los cojines, responde con la voz sofocada y rebelde. El jesuíta inclina la cabeza con aquella sonrisa de mártir que la ofrece al verdugo.)
OCTAVIA.— Tenía una esperanza que ahora no tengo. ¡Esperaba que Pedro no se resignase a perderme!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Octavia!
OCTAVIA.— Yo, al salir de aquí, renunciaba a su amor, es verdad; pero él debía buscarme, correr á mi lado, y si le cerrabais las puertas echarlas abajo y no separarse de mí nunca, nunca...
(ALZA la cabeza de los cojines, afirmando en ellos las manos y se vuelve con gesto de fiereza. Un mechón de cabellos se esparce por su frente como una humarada.)
DOÑA SOLEDAD.— ¡Octavia! ¡Octavia!
EL PADRE ROJAS.— Déjela usted que desahogue su pena. Ese amor que a nosotros casi nos asusta, quizá le sirva de disculpa a los ojos de Dios.
(OCTAVIA siente que se ahoga en una onda de compasión, ternura y amargura, compasión de ella misma. Su voz se eleva en un sollozo.)
OCTAVIA.— ¿Padre, cree usted que Dios me perdonará?
EL PADRE ROJAS.— ¡La bondad de Dios no tiene límites! Dentro de algunos momentos, hija mía, recibirás una visita, que espero sea para tu conciencia atormentada bálsamo de dulcísimo consuelo.
OCTAVIA.— ¿Padre, habla usted de Juan Manuel?
(UNA sombra de dolor y terror cubre aquel rostro de cera, donde las lágrimas dejaron su huella cárdena. La voz del jesuíta se apaga, y sus palabras más leves adquieren una austeridad religiosa y amorosa.)
EL PADRE ROJAS Sí, hija mía...
OCTAVIA.— ¡Yo no quiero verle, Padre! ¡Líbreme usted de ese tormento!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Octavia!
EL PADRE ROJAS.— Ahora usted debe procurar despojarse de todo sentimiento mundano, purificar su espíritu con la oración. Para un alma sinceramente cristiana, no hay consuelo tan grande como saber que sus culpas le han sido perdonadas por Dios y por los hombres. ¿Usted lo siente así, verdad, hija mía?
OCTAVIA.— ¡Déjenme ustedes llorar, porque si no lloro me muero!
(SOLLOZANTE y ronca, se arroja sobre el canapé. Doña Soledad quiere acercarse, y el jesuíta, llevándose un dedo a los labios, le indica que la deje llorar a su talante. Ambos se alejan en silencio. Doña Soledad recoge las cartas que su hija dejó caer, y furtiva se las enseña al Padre Rojas. Hablando en voz baja se acercan a la chimenea. Se sientan frente á frente y proceden a quemar las cartas, graves, silenciosos, casi solemnes. Octavia vuelve los ojos, y los ve. La mirada se cuaja en sus pupilas fija y angustiada. Quiere incorporarse y no puede. Doña Soledad y el jesuíta van quemando las cartas una a una, sin sentir aquella mirada yerta y agonizante que pesa sobre los dos. Con el último esfuerzo para incorporarse, la cabeza de Octavia rueda fuera del canapé, y queda colgando: El pelo toca la alfombra: La garganta gorgotea un gemido ronco: Parece alargarse por momentos en una gran blancura lívida, en un dislocamiento trágico.)
DOÑA SOLEDAD.— ¡Esa letra es mía!
(SOFOCANDO un grito mete las manos en el fuego y saca un montón de cartas que el jesuíta acaba de arrojar. Levantan una leve hoguera en el aire.)
EL PADRE ROJAS.— ¡Que se abrasa usted, señora!
DOÑA SOLEDAD.— ¡Esa letra es mía! ¡Son las cartas que yo la escribía cuando estaba en el Sagrado Corazón! ¡Hija de mi alma, las conservaba! ¡Octavia! ¡Octavia! ¡Hija mía querida!
(SE VUELVE para enviarle una sonrisa de ternura, y al verla muerta siente terror y dolor. Dando gritos corre y la levanta en brazos. En la puerta está un anciano de barba blanca y solemne.)
EL MARIDO.— ¡Muerta!
EL PADRE ROJAS.— ¡Muerta sin el perdón de usted, que tanto ambicionaba la infeliz!
EL MARIDO.— ¡Padre, usted me enseñó a perdonar, y yo la había perdonado hace mucho tiempo!