Fin de un Revolucionario

Aleluyas de la Gloriosa

Ramón María del Valle-Inclán


Novela corta



Primera parte. La espada de Damocles

Los Bufos de Madrid

I

¡Se redondea el tuno de don Pancho!

—¡Vaya pestaña la del gachó!

—¡Ha dado con una mina!

—¡Aquí todo es bufo!

—¡Bufo y trágico!

—¡Pobre España! Dolora de Campoamor.

—Y dicen que en Turquía, al verla el gran Sultán...

II

En los cafés, los jugadores de dominó; en las redacciones, el gacetillero; en las tertulias de camilla y botijo, el gracioso que canta los números de la lotería; en el gran mundo, las tarascas más a la moda, los pollos en cambio de voz, los viejos verdes, todos los madrileños, en aquella hora, de licencias y milagros, canturreaban algún aire aprendido en el Teatro de los Bufos. Un cancán de alegres compases cierra los amenes de la fiesta isabelina, cuando los mochos candiles dislocaron el último guiño ante las pantorrillas de un cuerpo de baile, y solfas de opereta sustituían al himno de Riego.

III

—¡Me gustan todas, me gustan todas!

—¡Ya tenemos Teatro Nacional!

—¡Música y letra!

—¡Nosotros, que somos los creadores de la zarzuela, dando entrada al ínfimo género francés! ¿Por qué no llevar a los periódicos una cruzada combatiendo las traducciones de libretos y novelas? ¡Que se hagan ediciones económicas del Quijote! ¡Que se represente a los clásicos!

—¡Por ese camino iríamos muy lejos, Abelardo!

—¡No se prostituya usted con arreglos del francés, Eusebio!

—¡Hay que buscar el dinero donde fluye! ¡Arderius es otro Salamanca!

IV

Entreacto. La Corte deslumbra con sus lentejuelas de tambor y gaita en el Teatro de los Bufos. La señora —diadema, pulseras altas, pendientes brasileros— luce el regio descote, pomposa y mandona, soberaneando, desde la bañera de su palco, moños y calvas, atriles de la orquesta y cuerpo de baile. Se apoderan del entreacto los galanes de la luneta y asestan los gemelos a las madamas de los palcos. Aquellas dos con mucho retoque de ricinos, cejas y lunares, son las generalas Dulce y Serrano. El cristobalón de las patillas y los brillantes, es un fantoche revolucionario, que vuelve a lucir su vitola habanera en los círculos y teatros de la Corte. El señor Fernández Vallín viajaba por el extranjero y ha venido, según se dice, con instrucciones de la Junta Revolucionaria de Londres. Los cinco adefesios de aquel entresuelo, son las niñas del Conde de Vilomara. Aquel de la barba cosmética y las perlas de ricachón, es el Duque de Fernán-Núñez. La Marquesa de Torre-Mellada y Teresita Ozores, se lucen en la segunda platea de la derecha. Antes del tercer acto, se irán al baile de la Medinaceli. El Barón de Bonifaz, tiene su puesto entre la regia servidumbre. Noche de moda. El gran tono girola su pingo de lentejuelas a la redonda de la sala por las rojas y doradas peceras de los palcos. ¡Perlas de la Lombillu! ¡Encajes de la Cenicero! ¡Diamantes de la Casa-Juárez! ¡Rosicleres de Juanita Montes! ¡Falsas pedrerías de la generala Ortega! ¡Bomboneras y lunares de la Torre-Mellada! ¡Lazos y plumas de Carmen y Josefina Córdoba! ¡Gorjeos de Teresita Ozores! ¡Pelucona de la Duquesa de Ricla! ¡Descote de la Casalduero! El rojo terciopelo de los palcos, enciende un guirigay de luces, vaporosos tules, hombros desnudos, abanicos y brazaletes. En aquel proscenio, izquierda del espectador, asesinan corazones los elegantes del reino: Pepe Alcañices, es el patilludo cetrino y jaque. El rubiales del párpado caído, Gonzalo Bogafaya. El otro del monóculo, y la roseta en el ojal del fraque, un diplomático francés. El Conde de Cheste, es aquel fantasma del sombrero con plumas y la capa blanca, que ahora besa la mano de las Augustas Personas. Apolo y Marte ciñen sus sienes. Los tres petulantes que se lucen apostados en el pasillo de lunetas, no pertenecen al gran mundo. Por lo excesivo de las corbatas y el ensortijado de las cabezas, parecen del honrado comercio. El buen mozo del calañés y la capa con embozos grana, es un andaluz marchoso, que se hace de amigos en la Corte. Aquellos bigotes de pábilo, son del teniente general Marqués de Novaliches. Se aloja con la regia servidumbre y le aflige el escrúpulo de haber atisbado, por el rabo del ojo, a los bajos de las suripantas. Gonzalón Torre Mellada, Pepe Bringas, Angelito Sardoal y Manolo Zambrano, que enamoran a todas las del coro, ocupan las primeras lunetas de orquesta. El húsar, con tantos cordones, es un ayudante del Duque de la Torre —La Duquesa, le confía frecuentemente su escolta, y no faltan murmuraciones—. Preludia la orquesta. La batuta silencia el patio. Se alza la cortina. Moños pimpantes, brazos desnudos, bocas pintadas, tules y talcos, mallas color de carne. Barcarola de las coristas, con baño de ola. La luz de las candilejas mete en un primer término absurdo y brillante, la fila tobillera de erguidos chapines. La Corte abre su pavón de luces, divertida en el encanto fácil de ritmos y bufonadas. La Católica Majestad, siempre magnánima, se digna aplaudir la apoteosis de can-cán y bengalas, y al ejemplo real, aplauden las camaristas, los mayordomos, las damas de la banda, los gentiles hombres y el Rey Consorte. Silba en la cazuela un cajista de “El Imparcial”. ¡Desacato a la autoridad! Le llevan preso.

V

¡Sobresalto en los bastidores de los Bufos! Sonando espuelas, y arrastrando el sable, llegaba el Coronel Ceballos. Coristas y suripantas, en corsé y papillotes, acuden a cerrar la puerta de sus camarines:

—¡Ya tenemos al loco!

El Coronel Ceballos de la Escalera, brillante hoja de servicios, continente marcial, bellas barbas de cobre, ojos saltones, incoherentes y desorbitados, era un bizarro militar, rígido y ordenancista, credo apostólico, maniáticas devociones, propósitos y plumas de orate calderoniano. Gentilhombre de la Real Cámara, tuvo alborotado el sentido, por amores de la Graciosa Majestad. Los augustos ojos —claro celaje madrileño— miraban aquella locura compasivos y chanceros. A pesar de tan dulce ejemplo, algunas cacatúas apostólicas batieron la castañeta del pico, con espantado repulgo. Al Teniente General Marqués de Novaliches —Áulico del Principe— aquel desacatado amor, le ponía perlático y confuso. A la Duquesa de Fitero, se le torcían las plumas del moño. El Conde de Cheste, Capitán General de Madrid, tuvo tanto enojo al saberlo, que arrestó y dejó sin mando al Coronel Ceballos. Refrendó las órdenes con un ripio poético:

—El amor de ese Jefe, no es un desacato, es un sacrilegio.

Cumplido el arresto, sin mando de tropas, privado del servicio de entrada en los reales aposentos, se le veía rondar en torno a Palacio. Todas las mañanas asistía al relevo de la guardia, en el Patio de la Armería. De uniforme, a la cabeza de mirones y papanatas, saludaba con estentóreos vivas y devotos textos, la aparición, tras los cristales. de la Augusta Dulcinea.

Repartía cigarros entre los pistolos.

—¡Muchachos, algún día tendréis que verter vuestra sangre en defensa de la Reina! Esa belleza corruptible que habéis saludado con las armas, ni comparable con la belleza de su real ánimo. ¡Quieren hacerla descender del Trono! ¡El Trono es suyo! ¡La Corona de España, suya propia! Ahora no la lleva porque es muy pesada. Estos tiempos son de jaquecas. Se la pone para dormir y tener sueños magnánimos. Las cabezas de todos los masones deben caer esta noche. ¡Vino y doble ración, valientes! ¡Esta noche!

Amonestado por las Autoridades militares, dejó de acudir a la Parada. Se le veta en los cafés y botillerías, se hizo noctámbulo, perdía al juego, frecuentaba ios garitos y el confesonario, las novenas y los bailes de Capellanes. Llevaba a todas partes el mismo gesto alucinado y maniático, de una timidez explosiva. Caminaba rozándose con las paredes y tenía sombra de orate. Salió de su delirio amoroso, para poner los ojos en una suripanta de los Bufos. Frecuentó aquel escenario, tuvo piques con metesillas y sacabancos. Una noche, movió gran escándalo por celos, y quiso matar a la ingrata. Luego, durante algún tiempo, no se le vió por los círculos de la juerga dorada. Hacia vida devota, confesaba y comulgaba. Solía acompañarse de un capellán castrense, clérigo trabucaire, con marcado estravismo y anteojos, pobres manteos, y zapatos arrugados, llenos de polvo. Juntos hacían largos paseos y visitaban a los pobres de San Vicente. Y en medio de esta vida, impensadamente, reaparece en el escenario de los Bufos. Susto, revuelo de faldas. En el pasillo de los camarines, subitáneo cierre de puertas. El traspunte corre en busca de Don Pancho. Don Pancho, mundólogo y elusivo. manda traer pajarete y pasteles.

—¡Formalidad, Coronel! Tenemos a Sus Majestades en el Teatro.

El Coronel le abraza con arrebatado entusiasmo.

—¡Sus Majestades! ¡Don Pancho, noble amigo, ¿no tiene el telón un agujero?

Corrió turulato, equivocándose, metió el ojo sobre el palco de las Generalas Dulce y Serrano —dos jacobinas de aquellos amenes—. El Marqués de Ahumada, uniforme de húsares, cordones de ayudante, dábales escolta. Fernández Vallín, hacia su entrada con una caja de chocolates en cada mano:

—¡Intrigantes!

VI

Fernández Vallín, despidió bajo la iluminada marquesina, a las Generalas Dulce y Serrano. Las madamas sacaban los abanicos por la portezuela del coche. El cristobalón cubano, faroleaba quitándose la chistera. Y acudía por la puerta del teatro, ondulando la capa andaluza, el Niño de Benamejí. Este gallo marchoso, administraba los latifundios andaluces de la Casa de Torre Mellada. El Niño de Benamejí, de los pagos cordobeses —Segismundo Olmedílla— en el ruedo madrileño era Don Segis.

—Se me había usted eclipsado. Su señor padre político, en carta de hoy, me comunica que tiene usted instrucciones.

—¡Efectivamente!... Me ha escrito... Le daré a usted la carta. ¿Adonde se dirige usted?

—¡A cualquier parte, menos a mi casa!

—Pues vamos al Casino. Leerá usted lo que dice el viejo.

Por la Plazuela de Matute salieron a la calle del Principe. El Casino de Madrid, en los fastos isabelinos tuvo allí su Sede. Acudió un ujier:

—Don Benjamín, en secretaría le esperan unos señores.

Peces gordos

I

La secretaría del Casino. Anaqueles y legajos, incómoda y aparatosa sillería de brocatel, gran mesa oficinesca, provista de plumas, lacre, cuadradillos, raspadores, obleas, campanillas de plata.

II

Cabildo de fortunones antillanos. Preside Don Antonio de Buen, Marqués de Buen. Hácenle rueda en torno Don José Maria Calvo, Don Evaristo Fernández de la Mortera, Don Lucas Lombillo. Don Jerónimo López Cué, Don Francisco Xavier de Miranda. Don Manuel García Pando, Don Francisco Ponce, Don Gil Alonso, Don José Zulueta, todos honorables plutócratas con ingenios de caña, y vegas de tabaco, plantaciones de café y esclavos de color. Les daba su fortuna influencia en la Corte. Algunos tenían asiento en el Senado. Otros eran grandes cruces y títulos de Castilla. Don Antonio de Buen, Marqués de Buen, daba fiestas adonde acudía el mundo aristocrático, y era una gracia del mejor tono, llevarse la plata del servicio, sin escamoteo, con bulla y descaro. El Marqués de Buen solía mirar estas elegantes expansiones con un guiño de gitano filósofo:

—¡La juventud bordea siempre el Código!

III

Fernández Vallín, apoyado en el respaldo de una silla, peroraba con fácil verba criolla:

—¡Señores, la revolución es un hecho! Reconocerlo, no implica, ciertamente, declararse enemigo del Trono. ¿Pero acaso, nuestros intereses, pueden ser ajenos al cambio político que traería la abdicación, voluntaria o impuesta por las espadas? No faltan exaltados que aspiran a implantar la República. Otros, sin dejar de ser monárquicos, son incompatibles con la actual Dinastía. Muchos, los elementos de más solvencia, los que real y verdaderamente representa una garantía para el país, trabajan por la abdicación en el Principe de Asturias. Esta es la situación, y, previniendo los sucesos posibles, no creo que debamos permanecer sistemáticamente alejados de los hombres que, en un mañana muy próximo, escalarán el poder, y serán árbitros de los destinos de la Patria. Yo, he meditado largamente sobre el peligro que un régimen liberal llevaría a nuestros intereses de la Isla. ¡La democracia española es antiesclavista, y una ley prohibiendo la trata nos arruinaría!

Murmullos de asentimiento, doctos cabeceos. El Marqués de Buen, se sacaba los puños con mancuernas de brillantes.

—No vamos, sólo por el interés de nuestra hacienda, a conspirar contra el Trono de Doña Isabel. Somos caballeros, y debemos lealtad a esa Augusta Señora. Pero, como ha indicado nuestro amigo, sin lanzarnos a la revolución, debemos admitirla como un hecho fatal, temer sus consecuencias, y en lo posible adelantarnos a evitarlas. A ese fin nos hemos aquí reunido. Conozco la opinión de cada uno de ustedes y ustedes conocen la mía.

Nuevas y mas solemnes aprobaciones. Fernández Vallín, las dominaba verboso.

—Me he reservado comunicar a ustedes, hasta vernos aquí reunidos, ciertas insinuaciones que tuvo a bien hacerme Don Juan Prim. Repetir una por una sus palabras, no me sería posible, ni ellas en sí tienen un gran valor, desligadas de la ocasión, del tono, del gesto...

El Marqués de Buen meció la cabeza.

—¡El retintín!

—¡Justamente! El General no es un demagogo, ni un aventurero, como afirman algunos elementos del moderantismo. No es, siquiera, un fanático del credo progresista como Espartero.

Se infló Don Evaristo de la Mortera.

—Señores, ningún ambicioso puede ser sinceramente demócrata, y ante todo, es un gran ambicioso el Conde de Reus. Si escala el poder, le veremos más duro, más autoritario y menos liberal que Narváez. La situación antillana no le es desconocida. El General ha estudiado nuestros problemas, y sabe que el pleito esclavista no puede resolverse de un modo romántico, concediéndole la libertad a los morenos, y prohibiendo la trata.

Solfearon distintas voces:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

—¡El romanticismo, para los poetas!

—¡Indudablemente!

—¡La política debe ser siempre realidades!

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

El marqués de Buen apuntó su guiño de gitano filósofo.

—¡La prohibición de la trata, significa la ruina moral y material de aquellas islas!

En la pared abría los brazos la sombra cristobalona de Fernández Vallín.

—El General está capacitado del problema. Nosotros no podemos olvidar su actuación en Puerto Rico. ¡Recordemos, señores, el estado anárquico del país, los crímenes de los negros contra los patronos, el incendio de los ingenios, las acusaciones injustas de la prensa, sus campañas combatiendo la trata! En estas criticas circunstancias pasa a ejercer el mando de la pequeña Antilla, D. Juan Prim. Recordáis todos cómo en poco tiempo cambió el panorama: a la incertidumbre de los negocios, a los motines de esclavos, a los incendios y secuestros, sucedió un momento de prosperidad no igualado. ¿A qué causas fué debida esta mudanza? ¡A la energía y a las dotes de gobernante que en tan alto grado acompañan si conde de Reus! Voy a permitirme leer el Bando que en aquellas gravísimas circunstancias dictó el entonces Capitán general de Puerto Rico. Veréis, señores, cómo este notable documento, confirma plenamente cuanto dejo expuesto.

Don Benjamín extrajo de su cartera un recorte de prensa, y acercándose a la mesa, lo metió bajo la luz verde del quinqué. Leyó ceceante:

—Bando del Capitán general de Puerto Rico, excelentísimo señor don Juan Prim y Prast, conde de Reus y vizconde del Bruch: Artículo primero. Los delitos de cualquier especie que, desde la publicación de este Bando, cometan los individuos de raza africana, residentes en la isla, libres o en esclavitud, serán juzgados y penados militarmente por un consejo de guerra que esta Capitanía nombrará para los casos que ocurran, con absoluta inhibición de todo otro tribunal.—Articulo segundo. Todo individuo de raza africana, libre o esclavo, que hiciere armas contra los blancos, justificada que fuere su agresión, si es esclavo, tendrá pena de la vida, y si libre, se le cortará la mano derecha por el verdugo, pero si resultare herida, será fusilado.—Artículo tercero. Si un individuo de raza africana, sea libre o esclavo, insultare de palabra, maltratare o amenazare con palo, piedra o en otra forma que muestre su ánimo deliberado de ofender a la gente blanca en su persona, será el agresor condenado a cinco años de presidio si fuere esclavo, y si libre, en la pena a que las circunstancias del hecho corresponda.—Artículo cuarto. Los dueños de esclavos, quedan autorizados por este Bando, para corregir y castigar a éstos, por las faltas leves que cometieren, sin que funcionario alguno, sea militar o civil, se entremeta a conocer del hecho, pornue sólo a mi autoridad competirá, en caso necesario, juzgar la conducta de los señores, respecto a sus esclavos.—Artículo quinto. Si, aunque no es de esperar, algún esclavo se sublevare contra su señor y dueño, queda éste facultado para darle muerte en el acto, a fin de evitar con este castigo justo e imponente, que los demás sigan su ejemplo.—Artículo sexto. A los comandantes militares de los ocho departamentos de la isla, corresponderá formar las primeras diligencias, para averiguar los delitos que cometan los individuos de raza africana, contra la seguridad pública o contra las personas y las cosas, procurando que el procedimiento sea tan sumario y breve, que jamás exceda del improrrogable plazo de vinticuatro horas. Instruido el sumario, lo dirigirán a mi autoridad por el inmediato correo, a fin de dictar en su vista la sentencia que corresponda, al tenor de las penas establecidas en este Bando.—Y para que llegue a noticia de todos los habitantes...

(Laudosos murmullos. El cristobalón ceceaba):

—Señores: este documento pone de manifiesto que no es un demagogo el heroico General Prim. ¿Pero sabemos hasta dónde puede arrastrarle un pacto con los partidos avanzados? Y llego, señores, a puntualizar lo que he llamado insinuaciones del General Prim. Repetidas veces, refiriéndose a la revolución, me afirmó su deseo de que fuese exclusivamente militar, porque el pueblo la llevaría demasiado lejos. Se mostró pesaroso de verse obligado a conspirar unido a los republicanos, y llegó a significarme la responsabilidad que contraían los elementos de orden, no colaborando en la revolución. Aludió directamente a la campaña antiesclavista de los demócratas, y ai compromiso de Gobierno que podía significarle. Yo, señores, he creído entender que si en estos momentos iniciásemos una aproximación, nuestros intereses no sufrirían el menor vejamen por la futura política antillana, del General Prim. La ayuda que se nos pide, no es necesario decir cuál puede ser, pero no olvidemos que el sacrificio de hoy es una letra con próximo vencimiento.

El marqués de Buen mecía la cabeza con pausada suspicacia:

—No somos, los aquí presentes, los únicos interesados en mantener y consolidar las valoraciones del capital antillano. Hay otros, que, igualmente, deben sacrificarse. Algunos, probablemente, lo rehusarán. Yo, por mi parte creo prudente seguir el norte señalado por el amigo Vallín. Pero al contribuir con nuestro numerario, pidamos garantías contra el utopismo de las democracias españolas. ¿El General Prim, está dispuesto a darlas? En ese caso, nuestra colaboración entiendo que no debe serle negada.

Don José María Calvo, don Jerónimo López Cué, don Francisco Xavier de Miranda, don Carlos Argüelles, don Francisco Ponce, don Gil Alonso y don José Iruleta estuvieron de acuerdo; y el cristobalón obtuvo muchas felicitaciones por su negociación diplomática con el conde de Reus. Convinieron en volver a reunirse para allegar fondos, y se despidieron.

IV

Un ujier se acercó a Fernández Vallín:

—Don Segismundo Olmedilla espera al señor en el crimen.

Fernández Vallín, metiéndose por un corredor de luces afligidas, extrajo de la cartera algunos billetes, se los puso en el bolsillo del chaleco y contó el oro del portamonedas. Al final, una mampara. La empuja, y penetra en la atmósfera de la sala de juego. Luces y humo de tabaco, paños verdes, y puntos de fraque.

El tapete verde

Angelito Sardoal, rubio, atildado, el veguero entre los dientes, tenia la banca del bacanal. Apuntaban los de siempre: el brigadier Valdemoro, Pepe Támara, Manolo Villegas, Manolo Cebados, don Pedro Tomé, Bernardino Frías, Pepe Arias, Adolfito Bonifaz, y otros trasnochadores, pollos y camastrones del trueno dorado.

El marqués de Sardoal anunciaba las tres últimas tallas.

II

El barón de Bonifaz tenia delante piletas de oro, fichas y billetaje. Había empezado por un centén, y amenazaba saltar la banca. Casi era el único punto en aquel momento. Apuntaba con fingida indiferencia, un poco pálido, frío y sonriente, gustando la fatua satisfacción de asombrar a los mirones, atraídos por la temeridad con que arriesgaba cuanto tenia delante.

Cada pase suscitaba ardorosos murmullos. Don Segis, que seguía el juego, tocó en el hombro al barón de Bonifaz:

—¡Retírate!

—En tres golpes me llevo la banca.

Don Segis se dobló más, hablándole a la oreja:

—Te expones a perderlo todo, sin desquite posible. ¿Qué tienes delante?

—¡Unas treinta mil pesetas!

—¡Vámonos!

—Necesito llevarme la banca.

—¡No seas insensato!

—¡Déjame!

El Niño de Benamejí, al incorporarse, vió enfrente, a espaldas del banquero, la gigantona figura de Vallín. Con una mirada se convinieron, y aplazaron hablarse, intrigados, de momento, por los azares del naipe. Adolfito, con gesto de aburrida indolencia, empujaba sobre el paño fichas, billetes, carrerillos de oro:

—¡Juego! . .

Adolfito levantó sus cartas del tapete, se impuso, miró al banquero, y a una muda interrogación, plegó el naipe.

—¡Paso!

El banquero volvió sus cartas:

—¡Nueve!

—¡Cinco!

El Niño de Benamejí, otra vez se inclinaba sobre el hombro de Adolfito:

—¡Vámonos! ¡Sesenta mil pesetas te salvan!

—¡Toma tila, Segis!

El Niño de Benamejí se incorporó acogido de una admiración repentina por aquel perdulario:

—¡Qué corazonazo, compadre!

Adolfito, siempre con los mismos faroles de tedio, repitió la maniobra de empujar con la raqueta cuanto tenia delante, indiferente, sin darse la molestia de contar la puesta. El marqués de Sardoal, jugador de raza, le interrogó en el mismo tono de elegante frialdad:

—¿Cuánto llevas, Adolfo?

—¡Creo que unas sesenta mil!...

—No hay tanto en la banca.

Intervino Vallín:

—Si usted lo permite, va abonado el paño.

El marqués de Sardoal volvió la cabeza:

—¡Querido Vallín, no se lo aconsejo!... ¡Bonifaz las acierta todas!

—¡Déjele usted que me gane!

III

Era Fernández Vallín extremado de cuerpo, lucida estampa, negras patillas, vitola antillana. Amigo de juergas y toros, amparador de celestinas, docto en caballos, arriscado jugador, carambolista, y tirador de armas muy diestro, liberal y valiente, lográbanle tales prendas, el oficioso rendimiento de limpiabotas y mozos de café, floristas y cocheros de punto, trápalas del sable y niñas del pecado.

El cristobalón se acariciaba las patillas. Adolfito sonreía con el archigesto de tedio insoportable. Anunció el marqués de Sardoal:

—¡Abonada la jugada!

El barón de Bonifaz recogió su naipe, lo miró un momento y pidió carta. El Niño de Benamejí se echó atrás espantando los ojos. Adolfito, sonriente, un poco pálido, con ligero temblor de la mano, mostró su juego:

—¡Nueve!

El Niño de Benamejí levantaba los brazos y se volvía a todos los vientos:

—¡Pedir con cinco!

Carraspera doctoral a una punta de la mesa:

—¡Siempre!

El que sentenciaba tan rotundo, era un viejo que había leído cuarenta años el libro de Vidan. Concluía don Segis:

—¡Ya lo ve usted!

Corroboraba otro sabio del tapete verde:

—¡Con cinco no se pide jamás!

Un erudito inicia una disertación:

—¡En Monte Carlo, señores!...

Un patriota:

—¡No estamos en Monte Carlo!

Un filósofo:

—¡Con cinco hubiera ganado!

El barón de Bonifaz:

—¡Señores, he preferido perder con nueve!

Don Segis no bajaba los brazos del cielo:

—¡Si en la talla anterior habías ganado con cinco!...

¿Por qué no quedarte en el mismo punto?

El barón de Bonifaz se vendió con una súbita mudanza de voz y de gesto:

—¡Por seguir la corazonada!

Se recobró “incontinenti” y por un rincón del bigotejo, sacó ilesa la sonrisa de fatua indiferencia. Le brillaban algunas gotas de sudor en la frente, sentía, y disimulaba, la necesidad de moverse, de andar, de emborracharse.

IV

El marqués de Sardoal había cedido su puesto a Fernández Vallín. Ceceles del cubano:

—Caballeros, si hay puntos haré banca. Bonifaz, le ofrezco a usted el desquite.

Adolfito esbozó una mueca fría y desvergonzada:

—¡Gracias! ¡He perdido el último chavo!...

El criollo, insistió generoso y farruco:

—Eso no puede ser impedimento. La palabra de usted es el Banco de Londres.

Adolfito Bonifaz acentuaba su mueca cínica:

—¡El Banco de Londres, tronado!

—Repito que en cualquier momento me tiene usted pronto a darle el desquite. Segis, ¿quiere usted ayudarme a tallar?

—Benjamín, me parece que no hay partida, y usted y un servidor aún tenemos, esta noche, que tratar la salvación de España.

Fernández Vallín batió las palmas:

—¡Casa! ¡Casa!

V

Ordenó Vallín a un criado que contase el dinero de la banca, y dejó la mesa. El Niño de Benamejí le llevó al fondo de la sala:

—¡Estoy en las parrillas de San Lorenzo! ¿Se decide al préstamo su señor padre político?

—He dejado la carta en el bolsillo del paleto. Usted la verá...

—¿Qué dice?

—El viejo, a la hipoteca preferiría la compra de los Carvajales... Le daré a usted la carta.

—¿Me será permitido mostrársela al señor marqués?

—Indudablemente.

VI

Abandonaron la sala de juego con el grupo noctámbulo de los últimos puntos, y en tertulia bajaron la escalera, las luces del alba en la claraboya.

El aviso de la suripanta

I

Una vez en la calle, en grupo caminaron por la acera. Los siguió un bulto avizorado que se ocultaba por los quicios de las puertas.

El Niño de Benamejí advirtió la maniobra, y se le fué encima, prevenido, con la mano en la culata del revólver.

—¿Qué se ofrece?

—Un aviso para don Benjamín.

—¿Faldas?

—Por faldas viene. Cosa política, don Segis. En estos tiempos no hay otra comida. Usted de mí no se recuerda. Paquita la de los Bufos, es cuñada mía. Propia cuñada, hermana de mi señora. ¡Destino de las criaturas! Mi señora, la puerca cenicienta. La Paquita, estrella coreográfica, con un lujo que mete miedo. Abono a los toros, peinadora, cenas con toda la goma, una alcoba puesta como la de una reina, cama dorada, armario-espeio... Don Benjamín le pondrá a usted más al corriente. Don Benjamín ha sido su protector, y siempre se ha portado muy decente. La Paquita se iba de cena con gente de tono, y me ha dado la llave de su cuarto para que se oculte don Benjamín. Por una conversación habida en el escenario, ha sacado que le tienen armada la ratonera para mandarle fuera de España.

—Venga la llave. ¿Cuáles son las señas?

—¡Don Benjamín no sabe otra cosa!

—Toma un duro.

—¡Salud y suerte, don Segis!

II

El Niño emparejó con el cubano. Se retardaron por la acera. El criollo, con sornas de valentón, oía el recado de la suripanta, y se guardaba la llave:

—¿Es un arma defensiva?

—Benjamín, debe usted ponerse a recaudo.

—¡Ya veremos lo que se hace!

—¡El Gobierno le tiene a usted filado!

—No lo ignoro, Segis.

—Pues a jaranearse menos por Madrid. El consejo de esa niña me parece muy acertado, y debe usted seguirlo.

A Fernandez Valín, en los corros políticos se le tenia por uno de los más eficaces agentes en la tramoya revolucionaria, y aquellos días susurrábase que estaba incluido en unas secretas cuerdas de deportados, todavía no aprobadas del Consejo de Ministros. Se detuvo bajo un farol para encender el cigarro:

—Probablemente, es infundio de la Paquita.

—¡Quién sabe!... Poco pierde usted con acudir a su reclamo.

—Si acudiré... ¡Segis, a mi cuñado ni una palabra! De estas cosas la familia no debe enterarse.

Don Augusto Ulloa, Ministro de la Cartera de Ultramar con los unionistas, calvo, rubio y ventrudo oboe galaico, era cuñado de Fernández Vallín: hermanas las mujeres, hijas de un famoso liberal de los pagos cordobeses, rico en tierras de pan y olivar, rebaños y reses bravas.

III

Llegaban lejanas voces y risas de la camarada. Había doblado la esquina, y, aprovechando la coyuntura, propuso el marchoso don Segis:

—Benjamín, será oportuno najarnos de esos ángeles. Vamos los dos a cenar y a discutir despacio lo más conveniente. ¿Hace la casa de Garabato?

—¡Es noche de borracheras!

—Nos alegraremos para no hacer mal papel.

Don Benjamín se registró los bolsillos:

—Tenga usted la carta de mi suegro. Verá usted que el viejo está dispuesto a la compra de Los Carvajales.

—La compra por la acumulación de intereses, vendría detrás de la hipoteca. Hoy es prematuro tratarla...

—Mi suegro desea conocer la producción del coto.

—Se le cumplirá el gusto. ¡Es la mejor finca de la casa!

IV

Amanecía. Fernández Vallín detuvo un alquilón que pasaba:

—Segis, vámonos a tomar chocolate con buñuelos a la Pradera del Santo.

—¡Viva la Pepa!

Milagos del santo

I

Humeaban las últimas candilejas por baratillos y tenderetes. Tocaba el acordeón un soldado manco. Acudían a verle mozas de la greña caída y clavel en el rodete, patriotas alumbrados, juerguistas insomnes. Él soldado, con el gorro sobre la oreja y el canuto de la licencia al pecho, se fumaba un brigadier.

—¡Manco por la patria, señores! ¿Qué he sacado?

Este cigarro puro, que me dió sobre el campo de batalla el heroico general Contreras.

Preguntó un chulo:

—¿Qué tiempo va de eso?

—El cincuenta y nueve. En la campal batalla que libraron nuestras tropas frente a los muros de Tetuán.

—¡Y aún tienes más de medio chicote!

—¡Pues ahí verá usted! Lo considero como una reliquia, y rara vez lo enciendo.

Una gitana se salió del corro, tocando con disimulo la manga de don Segis:

—¡Niño, que tan extraviado andas!

Don Segis reconoció a la Carifancho:

—¿Has venido sola?

—¡Con mis pecados!

—¿Y el compadre?

—¡Allí lo tienes! Una llaga en la pierna que da compasión, y no junta dos chavos. Parece que por acá la gente es poco devota del bendito San Roque.

II

Carifancho, tuno de los pagos cordobeses, al borde del camino, en la fila de lisiados, mostraba una pierna cancerosa negra de moscas. Le mal cubría la cuera una capa remendada, y se oprimía las sienes con un pañuelo de yerbas. Carifancho guiñó el ojo, y le brindó su prosa:

—¡Noble caballero! Un bien de caridad para este pobre trabajador del campo, que se sustentaba de un jornal Agosto hace un año; me pasó por encima la rueda de un carro, y quedé inválido para ganarme la vida. Más me hubiera valido quedar allí muerto, con la cabeza tronzada del tronco. ¡Un bien de caridad, noble caballero!

El Niño, con disimulo, entregó un centén a la Carifancho:

—Vengo con un amigo.

—¡Lo he guipado! Don Benjamín, el habanero, que casó en Puente Genil. ¡Ahora verá usted cómo se alegra de verme! Majuela Fonda el cortijo del suegro, otros Carvajales. ¡Don Benjamín, barbillas de almirante, déjeme usted algo bueno! ¡Un devel, que ya me desconoce!

Don Benjamín miró a la gitana, que repicaba las sonajas del pandero entre los vuelos de la falda.

—¿De dónde me conoces?

—¡Abre los ojos, bien plantado! ¿Ya no recuerdas quién te dijo la buena ventura a la verita del pozo, cuando ferias de Puente Genil? ¿De qué te conozco? ¡Pues no eres tú poco notorio en toda la Andalucía!

Repicaba el esquilón de la ermita. Vahos alcohólicos y humazos de aceite chafan las rosas del alba. Cansados tumultos difunden sus ecos noctámbulos por la Pradera. Teclea una polka el acordeón del soldado, y salen a bailarla. cogidos por los meñiques, una mozuela rasgada y un babión adormilado. En el camino, tambaleándose, el gallego de la cuba, enrojece de avinada nostalgia.

—¡Viva Sarria!

III

El Niño y don Benjamín entráronse en una barraca de lonas donde servían chocolate y café de recuelo. Detrás, sonajeando el pandero entre los volantes de la falda, jaleándose culebrosa, pisándoles la sombra, se metió la Carifancho. Y por delante de los tres, dos farolonas, pintadas, mantón de talle y tacón alto. Se inflaban los buñuelos en el sartenote de aceite. Tosía el perrillo de aguas que educó un presidiario en San Juan de los Reyes. Tosía la comadre tondona, que, en un tino, lavoteaba platos y jícaras. Al pie del anafre, tosía el Tuerto de Valencia. Tosieron las dos farolonas y los usías y la Carifancho.

—¡Azú! ¡Para que se luzca Juan Breva!

El Niño y don Benjamín celebraron la chuscada. El Tuerto, impasible al pie del anafre, volvió el ojo sobre los nuevos parroquianos. Se apartó del tino la fondona, aguda y cismática, los ojos encendidos de humo, y decidió sonarse, despreciando a toda la casta gitana. La Carifancho, ondulándose, se pegó a la mesada de los usirias.

—¡Chocolate con buñuelos!

—¡El chocolate será ladrillo, y los buñuelos, argamasa!

—¡Os echáis encima una copa de rapañi, resalados!

Entró una pareja fatigada del baile.

—¡No se sigue compás!

—¡Bastante hace para una sola mano!

—¡Almas caritativas!

—¡La gran batalla campal!

En un rincón, las dos gatas madrileñas cuchicheaban y reían, tapándose media cara.

El Niño se ladeó el cordobés.

—¿Me autorizan ustedes para convidarlas?

Se descubrieron con ruidosa algazara. Fernández Vallín se puso en pie.

—¿No es una la Paquita?

Taconeó la prójima.

—¡Ven acá ángel de Dios! Me has tenido toda la noche en la escalera sin poder entrar en mi casa, que es la tuya y la de ese otro caballero.

Saludó el Niño.

—¡Gracias, preciosidad!

El Tuerto les clavaba el ojo de juez. La coima, enjugándose las manos en el delantal, atisbaba la intriga. Se apartó la greña que le cubría la oreja la Carifancho. Don Benjamín mostraba una llave de puerta, y la morena farolona la recibía bajo el chal con gachoneo de los ojos y saque de lengua. Para mover y prestigiar la gran escena del reconocimiento, habían salido de su rincón las dos palomas, y acudido a encontrarlas en los medios don Benjamín y don Segis. Toda la escena, revestida de ademanes y gestos, ya no salió de un cuchicheo, sin valores dramáticos, apagada, muerta por la salmodia del tuno que en el camino enseña la pierna con el cáncer pintado.

—¡Más me hubiera valido quedar allí, la cabeza tronzada del tronco! ¡Almas caritativas!

IV

Finalizó el cuchicheo, sentándose damas y galanes ante un velador. La Paquita, con bigotes de chocolate y dedos de aceite, explicoteaba:

—¡El planchazo ha sido bueno! Sin la Feli, que vive vecina, me estoy toda la noche de tiros largos, en la escalera, llamando a la puerta de mi casa. ¡Buen aprecio has hecho de la llave y del aviso que te mandé por mi cuñado! ¡Hay que ver! Llega una con el aquel... Llamo, vuelvo a llamar. ¡Ya se ve, no tenia llave! Dejo pasar un rato. ¡Ese palomo se ha dormido! Otro campanillazo, y a esperar en la puerta. ¡Para sueño va se me hacía muy pesado! Más repique. ¡Nada! Con el coraje me pongo a tirar de la campanilla. ¡Un escandalazo! Sale ésta. ¡Menos mal! Le cuento el planchazo.

Interrumpe la Feli:

—¡Estaba hecha un basilisco! ¡Lo que pude reírme! La digo: Entra, hija, que para ti siempre hay una cama en mi casa. ¿No fué asi?

Tornó a prender el hilo la Paquita:

—¡Gracias a ésta! Nos animamos las dos, me prestó un mantón y una falda, y nos vinimos a oírle una misa al Santo.

Sandungueó el Niño:

—¡Otros autores dicen que a correrla!

La Paca lamió el pocillo de chocolate, sabidilla y rasgada.

—¡Mi desprecio para los incrédulos! El Santo bendito me ha devuelto la llave del cuarto, y si usted lo quiere más finústico, del abandonado hogar.

La Feli se lanzó, picoteando los enigmas del mundo como paloma sobre una espiga:

—Esta lo dijo: Vas a ver que no vuelvo sin mi llave. ¡Pues ella estaba tan ignorante como una servidora! Algo la anunciaría el corazón. Puede no ser milagro del Santo... No lo será, pero el anuncio ésta lo tuvo.

Se limpió los bigotes la Paca.

—¡Venía yo tan segura!

Batió las palmas. Llegóse el Tuerto.

—¿Qué se ofrece?

—Éstos rumbosos que desean pagar. ¡Niños, caminando!

Huyendo el bulto

I

Don Segis echaba un napoleón sobre la mesa. La Paquita, en la puerta, pellizcaba el brazo de Fernández Vallín.

—¡No es una broma! Te han puesto en la fila, y vas a salir embarcado para una isla donde revientes. ¡Tómalo a chunga!

—¿Cómo lo sabes?

—¡Aquellos tíos estaban muy lejos de suponer que yo los escuchaba! Ceballos, como no se contiene, habla siempre muy alto. A ése era al que más se oía. Quieren que desaparezcas... ¡Andate con cuidado!

—¿Qué oíste? ¡Concreta!

—Lo que te digo.

—¡Las palabras! ¡Procura recordar las palabras!

—Los otros hablaban bajo. A lo que entendí, ya tienes extendido el pasaporte para viajar por cuenta del Gobierno. El que más levantaba la voz era el loco de Ceballos: ¡Ajo! ¡Ese tal, hijo de tal!... ¿Cómo quieres que te lo repita?

—¡Voy a tener que sentarle la mano!

II

La Paca ladeaba la cabeza, descubriéndose la garganta.

—Mira la señal. ¡Por milagro lo cuento! Le empezó la manía por querer redimirme. A ti no te perdona el haberte llevado el pan de higos.

—¡Son los celos de un idiota!

La Paquita pellizcaba cruelmente el brazo del cubano.

—¡Tú andas metido en alguna muy gorda! Mira que para ti soy toda corazón, y no te digo una cosa por otra. De mi casa dispones a tu gusto.

—¡Paquita, eres un ángel!

—¡Tómalo a guasa!

III

Don Segis se acercó, trayendo del brazo a la Feli.

—¿Qué se hace?

Sonrió el cubano.

—¡Paquita lo pinta muy negro!

Aconsejó el Niño:

—Debe usted ocultarse, y esta noche salir de naja.

—Te aconseja bien.

El Niño y don Benjamín se metieron en una calesa con las dos farolonas. La Paquita, terciado el mantón, dió las señas de su casa. Fernández Vallín se acariciaba las patillas.

—Esta noche saldré para Londres.

La Paquita, con un remolino de risas, echaba la cabeza sobre el hombro del criollo.

—¡Te vas y me dejas, y decías que mamabas!

—¡Gorberé!

—¿Cuándo?

—¡Para la vendimia!

—¡No seas trueno!

Saltó, cantando, la Feli:

—¡A la lid, españoles valientes! ¡A la lid, a vencer o morir!

Segunda parte. Vísperas de Alcolea

El mediador

I

¡Viva la Soberanía Nacional!

Por toda la redondez del ruedo ibérico, populares bocanadas de morapio y aguardiente jaleaban el grito de las tropas de mar y tierra, sublevadas en Cádiz.

—¡Viva! ¡Viva!

II

Sobre el Puente de Alcolea, avistábanse los batallones de la revolución y los fieles de la Reina. Cornetas y clarines trastornaban el ritmo de las claras y anchas villas ribereñas.

—Soñarrera pueblerina, dejos andaluces y lentos, curias y nouras, vivir holgazán de ricos, miseria al sol del jornalero, gazpacho de mendrugos, naranjas con aceite, cales, rejas, geranios sardineros—. Entraban y salían tropas batiendo marcha. Redobles y bayonetas apostillaban el pregón de los bandos militares:

—¡Racataplán!

III

Los generales Serrano y Novaliches —Paco y Manolo— se enviaban notas secretas, solapados en el propósito de coronar al Principe de Asturias. Detenido en Córdoba el héroe de la revolución, miraba con ceño ordenancista la bullanga demagógica de las Juntas Populares. Amoscado con aquellas murgas, procuraba el folletín patriótico del abrazo sobre el Puente. En uno y otro campo, se esperaba la abdicación de la Reina. El Marqués de Novaliches, con afligido escrúpulo, había aconsejado aquel sacrificio, y cambiaba telegramas cifrados con el Gobierno. Acampados sobre una y otra ribera, los soldados de la revolución, y los leales, robaban gallinas mientras llegaba la abdicación de la Reina.

IV

Villa del Río amanece y se duerme al son de cornetas. Entran y salen tropas. No hay casa sin alojado. Ya no se cierran las tabernas ni el Casino de Caballeros, ni el Billar de Tatay, ni la Casa de Cristeta. Recorren las calles, parrandillas de soldados peneques. Bulla y coplas de guitarra. Ladran los perros. Feria a una niña, la vieja sin dientes. Despierta los ecos de una callejuela, el eco de una montura. Don Segis —calañés y manta— retira la jaca ante el Parador de diligencias. La jaca, amaestrada. bate con el casco el portón. Alza las trancas un mozo soñoliento:

—¡Todo está ocupado!

—Vengo buscando a un huésped.

El Niño apeóse y entregó las riendas al virote que por el zaguán, sacó la montura al patio lleno de carros y caballerías. Arrieros y trajinantes dormían entre serones, tapados los ojos con el ruedo de los sombreros. Alforjas y enjalmas servían de cabezales.

—¡Cómo trae su merced de sudada la jaca! ¡Bueno ha sido el julepe!

Murmuró don Segis:

—Sin desensillarla, échale un pienso.

El Niño se metió en el zaguán. Colgada de la pared una candileja de petróleo, con reverbero de latón, alumbraba el descansillo de la escalera. Un comandante mayor ajustaba cuentas ayudado de un sargento. Se corría, sobre la mesa, la vela de sebo. Hacían pilas de duros, que luego guardaban en taleguitos de lona. Tras el cortinillo de percal que cubría el vano de una puerta, resonaba el ronquido del posadero. El Niño metió la cabeza.

—¡Tío Celonio!

El Cosme, que dormía vestido, se incorporó en el camastro:

—¡Quién va!

—¡Gente de paz!

Salió afuera el posadero, restregándose los ojos. Jeta de obispo, jubón colorado con botones de metal, bragas potrosas, botines de baqueta:

—¿Qué se ocurre, don Segis?

Secreteó el Niño:

—¿Para por aquí el yerno de Gálvez?

—¿Gálvez el de Puente Genil?

—El mismo.

—¿Sabe usted en lo que media el habanero?... ¡Van a darle un disgusto! He oído conversaciones entre oficiales, y no le miran muy bien... ¡Sin duda que otros muchos están en la conchaba!

—Vamos a levantar a ese compadre.

El tío Celonio, que había empezado a picar la tagarnina, con una navaja de a tercia, sin interrumpirse, echó el vistazo al zaguán, reparó cómo la vela se derramaba alumbrando las pilas de dinero, y guiñando un ojo comenzó a subir la escalera:

—¡Parece que habrá venta!

Fuera cantaba, con rasgueos de guitarra, la parrandilla de sorches peneques:


“Isabel me dió un clavel
y lo puse a la ventana.
Vino el viento y lo llevó.
¡Adiós, Isabel del alma!”

V

Fernández Vallín, sentado ante una mesilla con tapete de hule, contaba grandes fajos de billetes a la luz de un quinqué que tenia roto el tubo. Por veces, consultaba una clave. Escribía un número y una letra en la tira blanca de la envoltura. Levantó la frente oyendo pulsar en la puerta. Montó el revólver y lo puso sobre la mesilla:

—¿Quién es?

—¡Un amigo!

Vallín, reconociendo la voz, abrió la puerta, que tenía echada la llave.

—¡Adelante!

El Niño de Benamejí se volvió al posadero:

—Tío Celonio, vea usted si ese tuno le ha echado un pienso a mi tordilla.

El posadero, siempre picando la tagarnina, procuraba meter el ojo en la habitación del huésped:

—Se hará al gusto de su merced. Aquí estamos para cumplir y dar satisfacción al auditorio como decía un padre predicador, don Benjamín. Cuando ha entrado su merced he visto que traía el caballo falto de una herradura. ¿Quiere su merced que se le lleve al maestro?

—Ya el mozo habrá cumplido esa diligencia.

—¿Se lo ha ordenado su merced?

—¡Al apearme!

Fernández Vallín. empujó fuera al patrón y cerró la puerta echando dos vueltas de llave.

VI

El Niño de Benamejí se asombraba con irónico aspaviento, ante la mesilla, cubierta de oro y billetes:

—¿Tiene usted tórculo?

Vallín hizo un gesto misterioso:

—¿Sabe usted cuánto hay sobre la mesa? Un millón de reales...

—Y otro millón en letras que tiene usted en la cartera.

—¡Es usted el demonio!

—¡O el ángel de Tobías! Vamos a cuentas. Ha sido interceptado un pliego que usted enviaba al Cuartel general.

—¿Quién tiene ese pliego?

—Pregunte usted quién lo tuvo. Leído y quemado.

Para prevenirle he venido reventando la jaca. ¡Póngase usted en salvo! ¡El coronel Ceballos le pega a usted cuatro tiros, si le atrapa! Tenemos a ese loco en los Carvajales.

—Ya lo sé.

—Allá queda dando voces. Le han llevado el soplo de que usted duerme aquí esta noche, y se congestiona, con que va a fusilarle a usted, sobre el campo.

—¿Tanto me odia ese grotesco personaje?

—Todo se junta. Ceballos es un fanático muy metido con la gente de sotana. Los neos también aconsejan la abdicación, pero con el reconocimiento de los legítimos derechos de Don Carlos.

—La Historia se repite, Segis. Frente a la renovación democrática, el Santo Oficio. Vuelve la intriga apostólica que fracasó en San Carlos de la Rápita. El Rey consorte, ahora como entonces, conspira por el triunfo del obscurantismo, personalizado en el Terso.

Vallín había puesto el oro en un cinto, y los billetes en un gran portapliegos, que se colocó en banderola. Miró el reloj:

—¡Vamos!

—¿Adónde?

—Yo, a Montoro.

—¡Benjamín, que se está usted jugando la cabeza!

—La doy por bien jugada.

—Tome usted precauciones.

—Tengo un salvoconducto del general Novaliches. En Montoro trataré con el marqués de los Llanos.

—¿Qué tropas manda?

—Cazadores de Madrid y tercero de Lanceros.

—¿La columna de Ceballos?

—¡Justamente! La columna de ese orate.

—¿Por qué no toma usted un disfraz?

—Y un cartel que diga: “¡Voy temblando!”

—¿Le espera a usted el marqués?

—Ése aviso me trajo un ayudante.

—¿Qué, tendremos abrazo?

—¡Es indispensable! El Ejército y los partidos de orden no pueden entregar el país al pueblo soberano.

Los tratos están iniciados, y acabará por imponerse el patriotismo.

—¿Con qué calendario? ¿Proclamación del Principe Alfonso?

—Proclamación del Príncipe Alfonso y Regencia de los condes de Girgenti. Ese podría ser el pacto.

—¿Y la candidatura orleanista?

—¡En un “im pace”!

—¿El compromiso de Serrano?

—Ño puede subsistir ningún compromiso, cuando está en el tablero la salvación de la Patria. El compromiso de todos es evitar el desenfreno demagógico de las Juntas

Populares.

VI

Bajaron al zaguán y pidieron las monturas. El sargento emborronaba de números una libreta. El comandante mayor se había ido al Casino para multiplicar los fondos del regimiento.

Concierto de voluntades

Cornetas. ¡Alertas! —Fernández Vallín, filo de media noche, llegó a las avanzadas de Montoro. Un centinela le echó el alto. El sargento salió entre el humo de una hoguera, recogió el salvoconducto, deletreó la firma, olió la tinta, puso los ojos de través, confrontando las señas personales, y otorgó el pase. Don Benjamín se metió por las calles de la villa, un poco desorientado. Estaban iluminadas todas las tabernas. Luna con nubarrones. Patrullas de caballos. Serenata de pistolos. La copla era otra que en Villa del Río:


“¡Montoro ya no es Montoro,
que es un segundo Washington!...
¡Tié Casino, toa la hostia
y unas chicas de pistón!”

II

Vallín llegó a la plaza Real. Las candilejas de un tiovivo le asustaron la montura, y la obligó con la espuela, llevándola a los porches de un parador, que tenía en la muestra un sol pintado. En el esquinazo de la iglesia, una jamonaza, con flores en el rodete, despachaba aguardiente y limonada. Los bizarros cazadores, requebraban al mujerío acercándose en parejas, cogidos de ganchete. Las mozuelas reían casquivanas, y se tomaban del brazo, imitando la táctica de Marte. Vallín ató el caballo a los hierros de una reja, y se metió en el parador, para informarse. Salió a poco, seguido hasta la puerta de una vieja chillona:

—¿El café de Don Genaro? No más que volver la iglesia... Mano derecha. No vaya su merced a figurarse que aquí los cafeses son como en Córdoba.

Vallín extendió los ojos por la plaza. El reloj de la iglesia daba las cuatro:

—¿Puede ser esa hora?

—Aquí el reloj anda como todo en España. Poco pasará de las doce. El café de Don Genaro, como digo a su merced, mano derecha pasado la iglesia.

III

Fernández Vallín atravesó la plaza. El traje de campo, andaluz, hacia aún más cristobalona la figura del cubano. Doblando por el esquinazo de la iglesia, avistó el café de Don Genaro. Las luces y la baraúnda de voces, salían fuera. Metióse adentro, y buscó una mesa apartada. Oficiales de Cazadores y Lanceros jugaban al dominó, golpeando las fichas. La atmósfera de tabaco y achicoria, ahogaba el estrépito de tejuelos. El mozo vino a pasar un rodillo por la mesa:

—¿Qué va a ser, caballero?

—¿Tú eres Felipe?

—Para servir a usted. Felipe Romero García.

—¿Conoces al capitán Gordillo?

—De mi propio pueblo.

—¿Ha venido esta noche?

—¿Usted le busca?

—A ti te toca responder.

—El capitán Gordillo pudiera ser que antes tenga estado. No lo recuerdo.

—Si ha estado, te habrá dicho que vendrían buscándole.

—Nada me ha dicho, pero un servidor sabe dónde puede usted verle.

—Desconozco el pueblo.

—No tiene pérdida. Sigue usted toda la calle; al final ya ve usted los billares del Recreo. Allí le encuentra usted. Seguro, seguro a las dos y media. Estos días nadie duerme en Montoro.

Vallín echó un centén sobre la mesa.

—¡Eres listo! Dame café, y guárdate el vuelto.

IV

En una rinconada de dos mesas discutía acaloradamente la tertulia de oficiales:

—Un grado más.

—¡No lo verán tus ojos!

—Los revolucionarios ofrecen un grado, y nosotros, si les damos en la cresta, no vamos a recibir menor recompensa.

—¡Si les damos en la cresta!

—Y les daremos. Serrano no tiene cañones.

—Y nosotros no tenemos cargas para los nuestros. ¡Iguales!

—¿Vendidos?

—¡Una marotada!

—¡Eso! ¡Eso! ¡Eso!

—¡Y está bien que así sea! ¡Todos somos españoles, señores! ¡La guerra entre hermanos, es odiosa!

—Y la relajación revolucionaria, ¿qué calificativo merece? ¿Van a calarse el gorro frigio los generales unionistas?

—Debimos haber ocupado el puente... ¡No comprendo la inactividad del Cuartel general!... Parecía indicado el avance de nuestras líneas...

—¡Toda España está pronunciada! ¡Ha dimitido el obierno de González Bravo! ¡Pezuela y los Conchas aconsejan la abdicación de la Reina!

—¡Pezuela es contrario!

—¡Señores, batiremos el cobre y les daremos en la cresta a los enemigos de la Patria!

—¡Por menos ha sido fusilado el general León!

—La batalla no se ha dado, esperando que se incorporase a su regimiento el conde de Girgenti.

—¡Corre dinero!

V

Se abría y cerraba a cada momento la mampara de la puerta. El batiente de aire conmovía la atmósfera de humo, luces, espejos embasados. Entró un ordenanza, puesta la mano en la sien, con el saludo militar. Felipe, el mozo, le hizo una seña llamándole a la puerta del fregadero. Eran de una tierra, y el pistolo, asistente del capitán Gordillo. Hablaron con reserva. Se fue el pistolo, y el camarero, con un pico del mandílete sobre la cadera, y la servilleta al hombro, pasó a recoger el servicio en la mesa de Fernández Vallín:

—Siga usted a ese quintarraco. No hay prisa, que en tanto usted no salga, se estará al pairo en la calle.

VI

En la esquina de la iglesia, el soldado se fumaba el chicote de un puro que arrojó su capitán. Sale Vallín, y el pistolo se mete entre callejuelas. Vallín le sigue, hasta un campillo iluminado por la luna. Tapias blancas y cipreses negros, concierto de grillos y sapos, lejanas hogueras de un vivac. Cuatro casucas en fila, las rejas sobre el encalado parecen dibujadas con tinta chinesca. El brillo que se descubre bajo los alamillos viene al encuentro de Vallín. Pasan emparejados.

—El coronel no tardará. Hablemos en tanto nosotros. Aquí somos muchos los simpatizantes con el movimiento iniciado en Cádiz. ¡Muchos! ¡Pero no somos todos! La opinión unánime es evitar dias de luto a la Patria. ¡Esa es la opinión unánime!

Interrumpió Vallín:

—¡Son indispensables mutuas concesiones!

—¡Estamos en ello! ¿Cuáles son los compromisos del duque de la Torre? Aquí le suponemos prisionero de la Junta Popular de Córdoba.

—No lo es todavía, pero puede llegar a serlo. Al marqués de Novaliches le alcanzaría la responsabilidad, dada la actitud conciliadora del duque de la Torre. La Reina se ha hecho imposible, y el pacto sólo puede sellarse con la proclamación del Príncipe Alfonso.

—¿Y la Regencia?

—Se someterá a la voluntad nacional.

—¡La voluntad nacional es un mito en España!

—Vamos a que no lo sea.

—Lo será durante mucho tiempo. La Regencia debe designarla el pueblo. ¿Podemos proclamar Rey al Príncipe? ¡Pues igualmente podemos proclamar el Regente! Esa prerrogativa pertenece al Ejército. La voluntad nacional seria la voluntad del político chanchullero que hiciese las elecciones. Ahí es donde hallará usted más duro al general en jefe.

—¡La Reina puede no abdicar! ¿Cuál sería entonces la actitud de estas tropas? ¿El marqués de Novaliches, se hallará, en cualquier caso, dispuesto a la proclamación del Príncipe? La proclamación es el reconocimiento del hecho revolucionario, y el único modo de abrirle cauces legales. Representa, dentro del orden, el triunfo de las ideas liberales. ¿Cómo darle esa significación ante el país, a la regencia ejercida por el matrimonio Girgenti?

—Habla usted a un convencido. Yo, como usted, juzgo seguro el triunfo del movimiento iniciado en Cádiz. Creo igualmente que debe evitarse la lucha entre hermanos, y procurar el abrazo de los generales. A ese fin he hablado con algunos compañeros... según le había prometido a usted. No todos juzgan el porvenir como nosotros, y apuntan diversas opiniones. El duque de Montpensier tiene aquí partidarios, como los tiene el Terso. El Príncipe Alfonso, sin embargo, es el que reune mayores su fragios, ejerciendo la Regencia sus hermanos los condes de Girgenti. Esa es la candidatura más simpática a estas tropas. Yo le hablo a usted lealmente, para que conozca la situación y no camine a ciegas. ¿Preguntaba usted si la abdicación es requisito indispensable para proclamar al Príncipe? Creo que no. En todo caso, el hecho consumado traería la abdicación. Para algunos la duda está en la actitud que adopte el general Prim. ¿Reconocerá también el hecho consumado?

—¿Qué otra le queda?

—¿No se uniría con los elementos antidinásticos?

—En Cádiz se ha visto que carecen de fuerza. El general Prim se halló allí completamente anulado, frente al acuerdo del duque de la Torre con Topete. ¡Los espadones unionistas han copado, y hoy todavía son los dueños de la situación... Mañana, ¿quién sabe? El marqués de Novaliches puede ser el responsable, de que arda todo el país como una pira.

—Preséntele usted ese cuadro. Porque indudablemente, puede venírsenos encima una tormenta muy negra. ¡Aquí tenemos al coronel!

VII

Por el carrero de Osma, pegado a la tapia encalada, venía un bulto negro. Hongo y bufanda, cortísimo de piernas, pequeño y bombón. El capitán Gordillo y Fernández Vallín se adelantaron a encontrarle. El marqués de los Llanos, tenia la expresión rubia, franca y honrada.

—Perdón por la espera, querido Vallín. Ahora mismo ha terminado el cónclave. Mi ayudante le habrá puesto en antecedentes: proclamación del Príncipe y Regencia de Sus Altezas los condes de Girgenti.

—¿Sin el requisito previo de la abdicación?

—¡Indudablemente! No podemos dejar que el país caiga en la anarquía y, desgraciadamente, se ha hecho imposible la Señora.

—¿Esa es la opinión en el Cuartel general?

—Ño puede ser otra. En las presentes circunstancias, lo que urge es salvar las Instituciones. Trabaje usted el abrazo. Proponga usted un parlamento de los dos generales. Consiga usted que se vean. El marqués de Novaliches es un patriota, y tiene mucho navajeo el duque de la Torre. No dudo que se entiendan. ¿Cuándo proyecta usted ir al Cuartel general?

—Apenas amanezca.

—¿Aún vuelve usted a Villa del Rio?

—Si usted juzga que no debo tratar aquí con otros elementos...

—No es necesario. Consiga usted que se entrevisten los dos generales. Eso sería recorrer de una vez todo el camino. No se ande usted por las ramas. En el Cuartel general reina una absoluta desorientación. No cesan las conferencias telegráficas con el Gobierno. Las noticias más contradictorias explotan como bombas. Se dijo, primero, que no había abdicación; después corrió el rumor de que si la había. Luego, que no. Últimamente se daba por cierta la abdicación, reconociendo los derechos de la rama de Don Carlos. Me lo han asegurado con referencia a un telegrama de Mafori. ¡Las discordias civiles, tantos hechos heroicos, tanta sangre vertida, tantos sacrificios de la opinión liberal, borrados de un plumazo! Me resisto a creerlo.

—¡Yo no! El carlismo disfrazado, ni un solo momento dejó de intrigar en Palacio. La abdicación en la rama proscrita es el último absurdo de esa Señora. Un absurdo lógico, dadas las influencias de que ha vivido siempre rodeada.

—¡Qué ceguedad! El Ejército no hará nunca suya la causa del Pretendiente. Al general Serrano puede usted asegurarle que estoy resueltamente a su lado, y dispuesto a secundar sus deseos.

VIII

El capitán ayudante, que permanecía un poco apartado, se acercó, a una seña del coronel. Caminaron juntos hasta el final del campillo y allí se despidieron. Fernández Vallín reconoció la callejuela por donde le había guiado el pistolo, y se enhebró por el bocón negro.

—¡Alerta!

Tío Celonio

I

Noche de estrellas, rodada de ecos parranderos. Fernández Vallín concertando planes, salió al Parador del Sol. Desató el caballo, penitente de la reja, le ajustó las cinchas, le reparó el barboquejo y salió trotando. Los alojados trastornaban el ritmo cotidiano de la villa. Voces empinadas, nocharniegas luces de tabernas, rijoso berrido de la jota, guitarras y acordeones, copla de andaluza tristeza, retos y jactancias de avinados Martes. Luna de septiembre.

II

Vallín salió a la carretera, y entre alertas, mostrando el salvoconducto atravesó las lineas. Con grises de amanecer, entraba en Villa del Río.

—Cornetas de un relevo—. Se dirigió a la posada, estudiando, entre sí, los medios para enviar noticias de aquel campo, al duque de la Torre.

El tío Celonio, cuando le vió entrar se puso un dedo en los labios, mirando a todas partes, con asustado silencio:

—¡Don Benjamín, no me traiga su merced compromisos!

—¿Qué habla usted, tío Celonio?

El posadero levantaba el cortinillo de su camaranchón, y con el ademán requería al huésped para que se ocultase. Tan pronto ponía el ojo en la puerta de los corrales como acechaba los altos de la escalera. Don Benjamín siguió un momento el camino de aquellas miradas, y cada vez más apremiado por las señas del posadero, se ocultó tras el cortinillo:

—¿Qué sucede?

—¡Un volcanazo! Salir su merced, y una escolta de Caballería, echándome abajo el portón. Acudo con el mozo para averiguar lo que traen con tanto estrépito, y ya nos están apuntando con las carabinas. Echó la voz fuera el que los mandaba: “¿Por qué no abrías? ¡Ajó y reajo! ¡Voy a mandarte quemar la casa!” Con todo el susto, me figuraba que no iba a ser tanto; pero el mozo se puso a temblar y cayó con una alferecía entre los caballos. No vino mal, pues con aquel teatro, ya se pusieron más humanos. Ello es que venían para prender a su merced. Todo lo han registrado. ¡Hasta por la chimenea metían las lanzas! ¡El jefe pateaba!

—¿Quién era el jefe?

—¡Un sargento de lo más renegado! ¡El hombre no ignoraba la que tenia sobre su alma! Pues al poco rato, que se presenta el coronel. ¡Casi se lo come! Venía muy contento con sus ayudantes y el castrense, seguro de tener al pájaro. Se volvió un basilisco. Me mandó que le llevase al cuarto de su merced, y arriba está con los ayudantes y el castrense, revisando los papeles que su merced dejó en una valija.

Alentó Vallín en la obscuridad del camaranchón:

—¡Ya bajan!

El rumor de voces, los pasos, el ferrancheo de las espuelas y los sables descendía por la escalera.

Cuchicheó el tío Celonio:

—¡Me najo! ¡No extrañen mi falta!... Su merced cuide de no rebullir.

—Tío Celonio, cien onzas si usted me hace la capa.

—¡Son las mismas que yo daría por no tener este rayo suspendido sobre mi casa!

—¡Doscientas, tío Celonio!

—No media interés, don Benjamín. Se le ayuda a su merced por simpatía con las ideas: el relajo del obscurantismo tiene que acabarse. ¡La Isabel sólo ha servido para empobrecer a España! Túmbese su merced en el camastro. Aquí han registrado a lo primero, y es lo más seguro que no vuelvan.

El posadero salió restregándose los ojos, abierta la boca en un bostezo. En una mesa batía con el sable el coronel Ceballos. El capellán, pequeño, pálido, la nariz de alfanje, las manos flacas, se había salido a la puerta, adonde llegaba un tropel de caballos. Dos ayudantes, en otra mesa, con los portapliegos abiertos, anotaban, numerándolos con lápiz azul, los papeles encontrados en la valija de Fernández Vallín.

III

El sargento Benítez, con solfa de reniegos, había metido pie en tierra, y cuadrado en el umbral, saludaba puesta la mano en la carrillera del chacó:

—Mi coronel, han sido cumplimentados los registros que ordenó usía, sin haber descubierto cosa ninguna.

El coronel metió la barba en el pecho, fruncida de dudas la frente:

—¿Ningún rastro?

—Ninguno, mi coronel.

—¡Pero, no se lo habrá tragado la tierra!

Se encolerizó, subiéndose a la gabia, con agudos gritos. El sargento Benítez, siempre con la mano en la carrillera, esperaba una orden. En la calle resonaban las herraduras y el choque de los sables en los estribos. Se iba a la empinada el caballo del caporal, que un soldado tenía del bridón. Montonera de grupas, relinchos, corbetas. El sargento Benítez, permanecía inmóvil, con el rostro vuelto al zaguán. El jefe, los ayudantes y el castrense, deliberaban bajo la escalera. Al moverse, las espuelas recogían en candiles, el cortinillo del camaranchón. Los ayudantes se mostraban cautos, y sin aventurar ninguna razón concreta, nadaban entre aguas, avenidos, por adelantado, con la opinión del jefe. El capellán castrense apuntó con sorda inquina:

—Probablemente tiene ese sujeto un salvoconducto, y ha cruzado las líneas. ¡Se prepara una venta ignominiosa!

El Coronel Ceballos mordía el veguero apagado.

—¡No prosperará ese vil soborno! Sargento Benítez, distribuya usted la fuerza en parejas, guardando todas las entradas y salidas del pueblo.

—¿Ninguna otra cosa manda usía, mi Coronel?

—Cumpla usted lo ordenado.

—A la orden, mi Coronel.

El sargento Benítez, batió los talones, sonando espuelas, dejó caer el brazo a lo largo de cuerpo, marcó la media vuelta con arreglo a ordenanza, y salió arrastrando el sable. ¡Tac! ¡Tac! El Coronel se volvió a sus ayudante:

—¡Que toquen botasillas! Vamos a batir el campo. ¡A ese traidor me lo fusilo yo esta mañana!

IV

Una vieja, en la calle, pregonaba aguardiente y buñuelos. El Capellán Castrense la llamó. La vieja en medio de un grupo de soldados con manta y gorro de cuartel, se arremangaba la falda, y metía los cobres en la faltriquera:

—No me retardo, Padre Santo.

El castrense invitó a su Jefe.

—¡Vamos a matar el gusanillo, mi Coronel!

—¡Vamos a envenenarnos!

El tío Celonio aparentaba dormir, sentado tras el mostrador. La vieja se metió en el zaguán haciéndole una mueca.

—¡Tío Celonio, no me eche usted la escandalosa, que nada vengo a quitarle! Es un obsequio a estos señores militares, y no media interés, Tío Celonio. ¿Verdad, usías, que no van a pagarme?

El Tío Celonio, levantó la cabeza, y un súbito trastorno le nubló la cara. La punta de un cigarro, caída al pie del cortinillo, empezaba a quemarle, y la llama subía por el canto como una sierpe. Acudió en dos zancadas. El cortinillo, al sacudirle, se onduló transformado en un telón de fuego. El Tío Celonio, aún entrevistó la sombra que se escondía bajo las tablas del camastro. Arrancó el jirón encendido y lo pisoteó. Con el cuerno tapaba la puerta.

—¡El demonio lo hace!

De reojo, miraba el camaranchón lleno de humo. La vieja se santiguaba.

—¡Ocurre esto cuando no hay gente, y arde la casa!

El Coronel Ceballos apuró una copa.

—¡Las ratas no fuman, Tía Marizápalos!

Sonaban clarines. Un ordenanza a caballo traía por las riendas la montura del Jefe. Echábase a los corrales, dando voces por su asistente, el Capellán.

V

El toque de botasillas, alegró la mañana. Quedó sin gente el zaguán, y el posadero apresuróse a cerrar el portón, poniéndole las trancas. Luego acudió en busca de don Benjamín.

—¡Vivo! ¡Vamos a que su merced se ponga en salvo!

Fernández Vallín se incorporó cubierto de polvo, esponjeando el camastro.

—¿Se ha ido esa canalla?

—Solos estamos, pero no será por mucho tiempo. Voy por unas tijeras para que se rape las patillas su merced. Luego se verá la manera de que se disfrace.

—No es posible lo que usted me propone, Tío Celonio.

Me cubriría de ridículo presentándome disfrazado en el Cuartel General.

—¡Don Benjamín, que su merced se trae una faena de mucho mamporí, para irse tan a cara descubierta! ¡No tiente su merced, al diablo!

Fernández Vallín. salió al zaguán, sacudiéndose el polvo.

—Tengo un salvoconducto que me asegura contra las bajas pasiones del Coronel Ceballos.

—¡Está muy ciego!

—¡Desprecio sus bravatas!

—Procure su merced, no encontrárselo en el camino.

Fernández Vallín se peinaba con los dedos las patillas, mostrando indiferencia.

—Sáqueme usted el caballo, Tío Celonio. En estos momentos constituye para mí una cuestión de honra entrevistarme con el General Novaliches.

El posadero se avino con gran aspaviento.

—La honra cada cual la entiende por su manera. Su merced la pone primero que la vida. Ño hay otro mejor juez... ¡Y nada hemos hablado! ¡Su merced me hará el servicio de salir por el huerto!

VI

Se encaminaron a las cuadras. Aparejado el caballo, el posadero salió en descubierta a otear desde las tapias del corral. Un cordón de tropas con fusiles y mochilas, desfilaba por la carretera. Se movían otras lineas lejanas. Patrullas de caballos pisoteaban un campo todo amarillo de la reciente siega... Rodar de carros artilleros, estrépito de armas, luces y sones marciales. Fernández Vallín salió al campo, con resolución temeraria. Ya se metía por el olivar, cuando una patrulla de caballos, se le vino encima con repicadas voces:

—¡Alto! ¡Alto!

Se detuvo y mostró el salvoconducto del Cuartel General. Mientras el sargento leía, alargaba el cuello de la montura, sin dejar traslucir la zozobra en que estaba. Le dejaron paso, y entróse al olivar, espoleando. Hacia propósito de adelantarse a la orden de prenderle y aquel primer encuentro dábale aceros al ánimo. Un impulso romántico embellecía su aventura revolucionaria. Metido por atajos de mal andar, rehuyendo la carretera, rodeó un lugarón con gruñidos y cacareos. Bordeaba el camino la erosión barcina de un cerrillo. Bélicas clarinadas encendían la mañana. Sobre la rosa del sol era el artitude una noria inmóvil. Fernández Vallín, se levantaba sobre los estribos para descubrir el campo, con el recelo de haberse extraviado. El temoso abejorro de un presentimiento, enfriábale sin acobardarle.

VII

A la puerta de un ventorrillo, la dueña —refajo, chanclas, pañuelo pingón por los hombros—, barría el umbral. Fernández Vallín la interrogó, para cerciorarse del camino que llevaba. Sobre la cerca, ladrábale furioso un perro con carlanga y cadena. Tomó al galope, mal informado por las suspicacias de la vieja, que permaneció atisbona en el umbral, viéndole alejarse hasta que se perdió en una revuelta. Desorientado, subiendo y bajando cuetos, acabó por decidirse y entrar en la carretera, galopando a riesgo y ventura, entre una nube de polvo. Urgíale ganar tiempo. Aún volvió a salirse del camino real para rehuir el encuentro con una columna de infantería. Por sendas de campo y olivares, siguió hasta cerca de Montoro. Tornó a la carretera. Algunos soldados de caballería abrevaban sus monturas en la orilla de un arroyo. Al descubrirlos, otra vez quiso buscar el amparo de los olivares, pero aquella tropa ya tenia el santo de prenderle, y le tiroteó, hiriéndole el caballo en un brazuelo. Corren a rienda suelta, le alcanzan y rodean levantando los sables. Fernández Vallín, con airadas voces, exigía que le llevasen a Montoro. Replicaba el cabo de la fuerza, que la orden era conducirle a presencia de su Coronel. Un soldado le toma las bridas, y al trote cojitranco del caballo, emprenden la vuelta a Villa del Río. Se cruzan a poco con el Segundo Batallón de Mallorca. Más lejos, gran polvoreda de caballería, y los batidores en línea de a cuatro, aparecen dominando un repecho, siluetados sobre el cielo.

El Coronel Ceballos blandió el sable con bélicas voces, y seguido de sus ayudantes, galopó al encuentro del prisionero, que desquiciaba la cristobalona fachenda, sobre la montura cojitranca.

—¡Viva la Reina! ¡Traidor, repite el grito de los leales! ¡Vas a ser fusilado sobre el campo! ¡Soldados, es un espía de las logias infernales! ¡Un traidor a la Reinal ¡Estamos vendidos! ¡Aquí sólo hay traidores! ¡Responde, vil sobornador! ¡Responde!

Fernández Vallín se irguió con áspero coraje:

—¡Tengo un salvoconducto del Cuartel General!

—¡La traición no tiene salvoconducto, para el Coronel Ceballos!

—¡El General en Jefe, le exigirá a usted cuentas de tan bárbaro atropello!

—¡Sabré dárselas! ¡Es usted un traidor, y no he de dejar a vida un solo enemigo de la Reina! ¡Va usted a ser fusilado!

—¡Asesinado!

El Coronel se alzó sobre los estribos, blandiendo el sable:

—¡Cuatro tiradores al frente!

—¡Miserable!

Fernández Vallín, había sido desmontado. Increpaba al Coronel en medio de la carretera entre los caballos de los batidores, que le tenían bajo los suspensos charruscos. El Coronel, se le fué encima atropellándole:

—¡Vas a morir!

Fernández Vallín se levantó cubierto de polvo.

—¡Cobarde! ¡Asesino!

Se interpusieron los ayudantes y el castrense.

—¡Mi Coronel!

—¿Qué hay?

—¡El Jefe del Cantón, es el Coronel Marques de los Llanos!

—¿Y qué?

Terció el castrense:

—¡Mi Coronel, no complique usted su conciencia, negándole al reo los auxilios de la Iglesia!

Encapotóse el rostro del Coronel Ceballos.

—¡Despache usted, Padre Capellán!

El castrense se puso al costado de Vallín.

—¡Hijo mío, procure usted recogerse sobre su vida pasada! ¡Un momento! ¡Basta un momento!

Fernández Vallín, le rechazó.

—¡No quiero ofrecerme a la ruin venganza de un malvado!

—¡Procure limpiar su corazón de bajos pensamientos! Vamos a desviarnos un poco para que pueda oírle sin testigos. ¡Fumaremos un pito! La Divina Misericordia no tiene límites. ¡Un momento de contrición, es muy suficiente para lavar las mayores culpas! ¡Hijo mío, rece el yo pecador!

—¡No me resigno a ser asesinado! ¡Tengo un salvoconducto del General en Jefe!

—¡Resígnese, hijo mío! ¡No admite esa falsa moneda la lealtad del Coronel Ceballos!

—¡Ese hombre es un miserable!

—Considere la suerte que le espera como un designio de la Suprema Justicia.

—¡Ese canalla quiere vengarse!

—¡Procure limpiar su alma de mundanos rencores! ¡Sólo así podré absolverle!

VIII

El Coronel, daba voces entre sus ayudantes.

—¡Que uno de ustedes lleve el parte al Jefe del Cantón. Pocas palabras: —Un espía que voy a fusilar sobre el campo—, ¡No he de dejar a vida un sólo enemigo de la Reina! ¡Adelante usted, Polito! ¡Mucho estudio a la caza de Marqués de los Llanos! ¡La traición nos rodea!

Polito salió al galope. La columna volvió a ponerse en marcha. El prisionero, maniatado, puesto en cabeza, hubo de caminar a pie entre los batidores.

La noticia en Montoro

I

Polito Bargés —el Capitán ayudante—, al galope, desempedrando calles, llegó al alojamiento del Marqués de los Llanos: —Caserón con rejas; el patio de naranjos, convertido en tinelo; cerca del pozo, ordenanzas en faena de limpiabotas: por las ventanas, mozas de servicio con flores en el moño—. El Jefe de Cantón, media cara enjabonada, en manos de un asistente que le hacía la rasura, escuchó el parte, escupiendo la espuma de los labios.

—¡Alto! ¡Alto! ¡Señor Capitán! Todo eso es muy confuso. ¡Que yo me entere! Sírvase usted repetirme fielmente, las palabras del Señor Coronel Ceballos. ¡Sin atropellos!

El Ayudante, esta vez, procuró hablar muy recortado.

—El Señor Coronel del Regimiento de España, me ordena poner en conocimiento de vuecencia, que acaba de prender a un paisano, espía de las tropas revolucionarias, y que, comprobado el hecho, se dispone a mandarlo fusilar.

El Marqués de los Llanos —pantuflas con corona, abierta la bragueta colorada, rabillos los tirantes, una tohalla como babero—, hurtóse a las manos del asistente.

—¡Señor Capitán, soy el Jefe del Cantón! ¡Vuélvase usted al galope, y hágaselo presente al Señor Coronel Ceballos de la Escalera! Prescríbale usted que inmediatamente traiga vivo y a mi disposición al prisionero, para que se le juzgue con arreglo a Ordenanza. ¡Fusilar! ¡Ese hombre está loco!

II

El Capitán ayudante —Polito Bergés—, la giró sobre los talones. El Marqués de los Llanos, tras los cristales, con la tohalla a guisa de babero, le vió montar y salir espoleando. Con aquellas galopadas, la villa, puesta en curiosidad, abullangóse por balcones y azoteas, atenta a descubrir la columna de tropas que avanzaba por la carretera. Algunos vecinos extendían sus catalejos. Se juntaban en las aceras grupos de oficiales, salían de los alojamientos con el ros ladeado, ajustándose las correas. Entraba batiendo marcha una guerrilla de pistolos. La calle de Nuño de Lara, que baja a la carretera, se llenaba de pueblo. Una adivinación melodramática llamaba todos los ojos a la carretera de Villa del Rio.

El Marqués de los Llanos, empuñado el bastón de mando, echábase a la calle, con espumilla de jabón en las orejas. Con premura marcial, en medio de su Estado Mayor, balanceando la cabeza, bajó por Nuño de Lara. Montero, desde allí, descubre en una larga distancia, la carretera de Villa del Río. El Marqués de los Llanos, requirió los gemelos de campaña, en medio de su Estado Mayor.

III

Los Cazadores de Mallorca, habían hecho alto en un paraje próximo, donde dicen la Rebolleda. Fernández Vallín, con esposas en las manos, erguíase al pie de una gran cruz de piedra que hay en aquel paraje. Tenia un vivo centelleo el cristo de latón que le presentaba el capellán castrense. Fernández Vallín, lo rechaza con negra repulsa de masón excomulgado. Todo Montoro, que echa fuera los ojos por azoteas y balcones, se conmueve con el melodrama de aquel mal ejemplo. Al galope, blandiendo el sable, llega a la cruz el coronel Ceballos. Se proyecta con un grito mudo en la lente de los catalejos. Los ayudantes a uno y otro lado, refrenan la carrera de sus monturas. Parecen atónitos. Polito Bargés, habla con la mano en la carrillera del chacó. Por el gesto, se denuncian las voces del corone!. El Marqués de los Llanos pide su caballo: ...

—¡Corramos, señores, para evitar el crimen de ese insensato!

Así fracasó el abrazo

I

El coronel Ceballos, grita a los gastadores:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Los gastadores vacilan, puestos los ojos en el capitán Bargés.—Acaban de oirle transmitir las órdenes del Marqués de los Llanos—. El coronel de Mallorca, bélico matamoros, echa el caballo sobre el prisionero y le hunde el sable en la espalda. Vallín se incorpora cubierto de polvo y de sangre:

—¡Villano! ¡Canalla! ¡Sólo así puedes vengarte!

El coronel revuelve el caballo y se lanza sobre las tropas con el sable levantado:

—¡Traición! ¡Traición! ¡Fuego sobre ese hombre! ¡Fuego! ¡Fuego!

Los gastadores apuntan, disparan. Fernández Vallín se dobla sobre las rodillas:

—¡Asesino!

Una segunda descarga le cubre de humo, y cae muerto al pie de la cruz. El coronel agita el sable con marciales voces:

—¡Soldados, viva la Reina! ¡Muerte a los traidores! ¡Viva el ejercito leal!

II

El padre capellán, acompañado de algunos soldados atropellaba un responso. Volvió al lado del coronel:

—¡Mala disposición mostraba para ir al cielo!

Repuso con apasionado misterio el coronel:

—¡A mí, probablemente, van a sumariarme! ¡No me importa! ¡Este escarmiento será de una gran ejemplaridad para otros traidores!

El padre capellán se colgaba al cuello el Cristo de latón:

—¡Puede salvar el Trono!

III

La muerte alevosa del parlamentario, desbarató los conciertos para el abrazo sobre el puente, mudó el folletín patriótico en sangrienta fechoría y finiquitó la proyectada tramoya, metiéndolo todo a los albures de la pólvora. El capitán general, Conde de Cheste, pudo más tarde muchas veces recordar campanudo e irónico dos versos de “El Bernardo”:


—¡Con qué facilidad mudan de asiento
las más bien asentadas esperanzas!


Publicado el 2 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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