Fue Satanás

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Por aquel entonces, conocí a la princesa Gaetani. Había sido amiga de mi madre, y me recibió en su palacio con exquisita cortesía. Tenía cinco hijas, que la rodeaban en el estrado, como en una Corte de Amor. No tardé en sentirme enamorado de la mayor, que se llamaba María Rosario. Su recuerdo, a pesar de los años y de la vejez, aun pone en mis ojos un vapor de lágrimas. ¡Qué triste fué para mí aquella tarde de otoño, cuando la vi por última vez!

María Rosario estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla.

Cuando yo entré quedóse un momento indecisa: sus ojos miraron medrosos hacia la puerta, y luego se volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente.

Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa.

Yo entonces le dije, sonriendo:

—¡Hasta las rosas se mueren por besar vuestras manos!

Ella también sonrió contemplando las hojas que había entre sus dedos, y después con leve soplo las hizo volar. Quedamos silenciosos: era la caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos: los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la vidriera iluminada. Dentro apenas se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de María Rosario con el empeño de aprisionarlos en la sombra. Ella suspiró angustiada como si el aire le faltase, y apartándose el cabello con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo le dije después de un largo silencio:

—¿No me daréis una rosa?

Volvióse lentamente y repuso con voz tenue:

—Si la queréis...

Dudó un instante y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero yo veía temblar sus manos sobre los floreros al elegir la rosa. Con una sonrisa llena de angustia me dijo:

—Os daré la mejor.

Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré romántico:

—La mejor está en vuestros labios.

Me miró apartándose pálida y angustiada.

—No sois bueno... ¿Por qué me decís esas cosas?

—Por veros enojada.

—¡Algunas veces me parecéis el demonio...!

—El demonio no sabe querer.

Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus sollozos. Me acerqué queriendo consolarla:

—¡Oh...! Perdóname.

Y mi voz fué tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí un extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón Se estremecía con el ansia de la espera cuando está próxima una gran ventura. María Rosario cerraba los ojos con espanto, como al borde de un abismo. Su boca descolorida parecía sentir una voluptuosidad angustiosa Yo cogí sus manos que estaban yertas: ella me las abandonó sollozando, con un frenesí doloroso.

—¿Por qué os gozáis en hacerme sufrir...? ¡Si sabéis que todo es imposible...!

—¡Imposible...! Yo nunca esperé conseguir vuestro amor... ¡Ya se que no lo merezco...! Solamente quiero pediros perdón y oír de vuestros labios que rezaréis por mí cuando esté lejos.

—¡Callad...! ¡Callad...!

—Os contemplo tan alto, tan lejos de mí, tan ideal, que juzgo vuestras oraciones como las de una santa.

—¡Callad...! ¡Callad...!

—Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidaros: pero tened seguro que este amor habrá sido para mí como un fuego purificador.

—¡Callad...! ¡Callad...!

Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora las manos pueden arriesgarse a ser audaces. ¡Pobre María Rosario! Quedóse pálida como una muerta, y pensé que iba a desmayarse en mis brazos. Aquella niña era una santa, y viéndome a tal extremo desgraciado, no tenía valor para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos y gemía agobiada:

—¡Dejadme...! ¡Dejadme...!

Yo murmuré:

—¿Por qué me aborrecéis tanto?

Me miró despavorida como si al sonido de mi voz se despertase, y arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana que doraban todavía los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó a sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor que evocaba, en la sombra azul de la tarde, un recuerdo ingenuo de santidad.

¡Entra...! ¡Entra...!

María Rosario llamaba a la más niña de sus hermanas, que, con una muñeca en brazos, asomaba en la puerta del salón.

—¡Entra...! ¡Entra...!

La llamaba afanosa, tendiéndole los brazos desde el fondo de la ventana.

La niña, sin moverse, le mostró la muñeca.

—Me la hizo Polonio.

—Ven a enseñármela.

—¿No la ves así?

—No, no la veo.

María Nieves acabó por decidirse y entró corriendo: los cabellos flotaban sobre su espalda como una nube de oro. Era llena de gentileza, con movimientos de pájaro, alegres y ligeros: María Rosario, viéndola llegar, sonreía, cubierto el rostro de rubor y sin secar las lágrimas. Inclinóse para besarla y la niña se le colgó del cuello, hablándole al oído.

—¡Si le hicieses un vestido a mi muñeca!

—¿Cómo lo quieres...?

—Azul.

María Rosario le acariciaba los cabellos reteniéndola a su lado. Yo veía cómo sus dedos trémulos desaparecían bajo la infantil y olorosa crencha. En voz baja le dije:

—¿Qué temíais de mí?

Sus mejillas llamearon.

—Nada...

Y aquellos ojos, no he visto otros hasta ahora, ni los espero ver ya, tuvieron para mí una mirada tímida y amante. Callábamos conmovidos, y la niña empezó a referirnos la historia de su muñeca. Se llamaba Golanda, y era una princesa. Cuando le hiciesen aquel vestido azul le pondrían también una corona. María Nieves hablaba sin descanso: sonaba su voz con un murmullo alegre, continuo, como el barboteo de una fuente. Recordaba cuántas muñecas había tenido, y quería contar la historia de todas. Unas habían sido princesas, otras pastoras. Eran largas historias contusas, donde se repetían continuamente las mismas cosas. La niña extraviábase en aquellos relatos como en el jardín encantado del ogro las tres niñas hermanas, Andara, Magalona y Aladina... De pronto huyó de nuestro lado. María Rosario la llamó sobresaltada:

—¡Ven...! ¡No te vayas!

—No me voy.

Corría por el salón, y la cabellera de oro le revoloteaba sobre los hombros. Como cautivos, la seguían a todas partes los ojos de María Rosario: volvió a suplicarle:

—¡No te vayas...!

—¡Si no me voy!

La niña hablaba desde el fondo oscuro del salón. María Rosario respiraba anhelante llamando a su hermana:

—¡Ven, hermana...! ¡Ven!

Y le tendía los brazos: la niña acudió corriendo. María Rosario la estrechó contra su pecho alzándola del suelo, pero estaba tan desfallecida de fuerzas, que apenas podía sostenerla, y suspirando con fatiga tuvo que sentarla sobre el alféizar de la ventana. Los rayos del sol poniente circundaron como una aureola la cabeza infantil: la crencha sedeña y olorosa fué como onda de luz sobre los hombros. La niña estaba sobre el alféizar, como un arcángel en una antigua vidriera. El recuerdo de aquel momento aun pone en mis mejillas un frío de muerte. Ante nuestros ojos espantados se abrió la ventana, con ese silencio de las cosas inexorables, que están determinadas en lo invisible, y han de suceder por un destino fatal y cruel. La figura de la niña, inmóvil sobre el alféizar, se destacó un momento sobre el azul del cielo donde palidecían las primeras estrellas, y cayó al jardín, cuando llegaban a tocarla los brazos de la hermana.


IV.—¡Fué Satanás...! ¡Fué Satanás...!

Aun resuenan en mis oídos los gritos angustiados de María Rosario:

—¡Fué Satanás...! ¡Fué Satanás...!

La niña estaba inerte sobre la escalinata. El rostro aparecía entre el velo de los cabellos, blanco como un lirio, y de la rota sien manaba el hilo de sangre que los iba empapando. La hermana, como una poseída, gritaba:

—¡Fué Satanás...! ¡Fué Satanás...!

Levanté a la niña en brazos, y sus ojos se abrieron un momento Henos de tristeza. La cabeza ensangrentada y blanca rodó yerta sobre mi hombro, y los ojos se cerraron de nuevo, lentos como dos agonías. Los gritos locos de la hermana resonaban en el silencio del jardín:

—¡Fué Satanás...! ¡Fué Satanás...!

La cabellera de oro, aquella cabellera fluida como la luz, olorosa como una huerta, estaba negra de sangre. Yo la sentí pesar sobre mi hombro semejante a la fatalidad en un destino trágico. Con la niña en brazos subí la escalinata. En lo alto salió a mi encuentro el coro angustiarlo de las hermanas. Yo escuché su llanto y sus gritos, yo sentí la muda interrogación de aquellos rostros pálidos que tenían el espanto en los ojos. Los brazos se tendían hacia mí desesperados, y ellos recogieron el cuerpo de la hermana, y lo llevaron hacia el palacio. Yo quedé inmóvil, sin valor para ir detrás, contemplando la sangre que tenia en las manos. Desde el fondo de las estancias llegaba hasta mí el lloro de las hermanas, y los gritos, ya roncos, de aquella que clamaba enloquecida:

—¡Fué Satanás...! ¡Fué Satanás...!

Sentí miedo. Bajé a las caballerizas, y con ayuda de un criado enganché los caballos a la silla de posta. Partí al galope. Al desaparecer bajo el arco de la plaza, volví los ojos llenos de lágrimas para enviarle un adiós al palacio Gaetani. En la ventana, siempre abierta, me pareció distinguir una sombra trágica y desolada. ¡Pobre sombra envejecida, arrugada, miedosa, que vaga todavía por aquellas estancias, y todavía cree verme acechándola en la oscuridad! Me contaron que ahora, al cabo de tantos años, ya repite sin pasión, sin duelo, con la monotonía de una vieja que reza:

—¡Fué Satanás...! ¡Fué Satanás...!


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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