La Cara de Dios

Ramón María del Valle-Inclán


Novela



Carta de Carlos Arniches

Sr. D. Ramón del Valle-Inclán


Mi distinguido amigo

Desde luego puede Ud. contar con mi autorización para hacer una novela de mi modesta obra La Cara de Dios.

Y honrándome mucho con ello aprovecho esta ocasión para reiterarle la seguridad de mi afecto.

Carlos Arniches


el 27 de Dbre. de 1899

Libro primero

I. En la obra

Hacia el final de la calle de Serrano, una de las más aristocráticas de Madrid, había no ha mucho una soberbia casa en construcción.

Era la casa propiedad del Duque de Ordax y hacía esquina a otra calle más modesta.

Una valla de madera sin pintar cerraba la obra.

En el momento de dar comienzo nuestra historia, la casa cuyos muros se levantaban ya en toda su altura, aparecía a los ojos del transeúnte, cubierta casi por completo de andamiajes y maderamen, grúas y garruchas bien provistas de cuerdas, por las que subían y bajaban sin descanso en las horas de trabajo los materiales de la obra.

Eran las dos de la tarde. Los obreros dormían la siesta a la sombra de la valla.

Pero no dormían todos. Aprovechando el sueño de sus compañeros, Eleuterio y Eustaquio, hablaban en voz baja, sentados en un rincón de la taberna vecina.

Eustaquio apuró un vaso de vino; y como si prosiguiese una conversación anterior, preguntó:

—De modo que viste a la Soledá anoche.

—¡Ya lo creo! Y aquello fue el acabose.

—¿Y ella?…

—Sigue en las mismas.

—En que no.

—Emperrada en que no. Pero eso será un pueblo y lo que quiera este cura, ¿sabes?

—¿Sabes lo que te digo?…

—Di.

—Que debes dejarla. No te metas en esos líos. La Sole está muy amartelada con su marido, y Ramón es un hombre que en cuanto huela un tanto así… ¡el destroce! —y Eustaquio marcó con su pulgar sobre el índice el nacimiento de la uña.

—Te agradezco el consejo y el interés que te tomas. Me aprecias. Pero no sabes lo que hay entre los dos y no pués aconsejarme ná. Además, el dejarla hoy por hoy es ponerme sobre lo imposible…

—Es lo mejor.

—¿No te digo que no puede ser? Mira. Yo no me franqueo sobre este asunto con nadie. Cuando tú sepas la misa entera entonces tendrás más fundamento para decirme: Eleuterio debes seguir con esa socia, o no sigas con ella porque te va a traer la negra. ¿Estamos?…

—Sí. Pero una mujer casada…

—¡Una mujer casada!… Vamos, que estás en ayunas.

—¿Pero no es?…

—Como casada, sí lo está. Pero ha engañado a ese pobre hombre, porque es un tonto. Escucha.

Cogió una copa y vaciándola de un trago continuó con voz recogida mirando misteriosamente en torno.

—Soledá antes de casarse con Ramón, estuvo colada con Víctor.

—¿El pintor?

—El mismo.

—¡Demonio!

—¿Qué quieres? Todos los días nos acostamos sabiendo algo nuevo. Ellos se veían en mi casa y entonces yo vivía con la Encarna.

—Y Ramón ¿no sabe nada de eso?

—Todavía no. Por eso se casó con ella. Víctor se marchó a Buenos Aires escapado y me dio un retrato que le había dedicado la Soledá, con palabras que hablan solas. Ese retrato lo tengo yo porque entonces empecé a mirarla con algún cariño, y como la Encarna ya iba haciendo de las suyas, pues figúrate…

—Pero…

—Aguarda, hombre. Este retrato yo lo he de entregar a Ramón o a ella. Ya se lo dije bien claro.

—¡Rediez! Sabes tú que no eres nadie.

—Ha de elegir.

—Eso es peor que dar una puñalá.

—¿Qué quieres? ¿Soy yo por ventura dueño de mi alma? ¿No tiene esa mujer la culpa de lo aperreada que arrastro la vida? Mira. Lo he jurado muchas veces; o es mía o de ninguno.

Eustaquio miraba de hito en hito y lleno de asombro a Eleuterio.

Eleuterio tenía en su rostro ese brillo irradiante de los posesos y de los enérgicos.

Guardaron silencio un rato.

De pronto Eleuterio se levantó y dando una palmada en el hombro de su camarada dijo:

—Vete. Ahora viene Soledá.

—Oye…

—Vete. Sé lo que tengo que hacer.

Eustaquio obedeció.

Eleuterio salió después de la taberna y fue al encuentro de la mujer.

Soledad venía con la cesta al brazo trayendo la comida de su marido.

Cuando vio a su perseguidor retrocedió asustada:

—¡Tú!

—El mismo.

Ella se dirigió a la obra y gritó desesperadamente:

—¡Ramón!

—No te molestes —dijo Eleuterio cogiéndola por un brazo.

—Déjame —replicó ella deshaciéndose de él.

—Pero oye, oye… Tú te has olvidao ya para qué he venido. ¿Has perdió la memoria?

—Te he dicho que me dejes.

—Espérate.

Y cogiéndola fuertemente de nuevo:

—Mira. No seamos niños. Esto tiene que tener su fin. ¿Lo has pensao bien?

—Eleuterio —dijo ella con cierto aire de segura decisión—, haz lo que quieras, arráncame la honra, la tranquilidad, el sosiego, que me quede sin pan y sin cariño, que me tiren a la calle y que me escupan, todo, menos ser tuya.

—¿Es lo último?

Eleuterio estaba pálido y temblaba de ira. Vibraba su figura como la de un alcoholizado.

—Lo último —replicó ella—. Lo de siempre. Yo soy honrada aunque haya sido antes cualquier cosa.

—Piénsalo bien. Mira que lo pierdes todo.

—Como quieras. Eres un miserable. Tú te escondes detrás de la puerta como un ladrón para darme una puñalada, para robar a Ramón.

Eleuterio balbuceaba algunas palabras. Su mirada adquiría fulgores de ira y de rabia.

—Piénsalo. Piénsalo bien.

—Calla. No me digas eso porque mujer y todo soy capaz de abofetearte aunque me destroces después. ¡Ladrón!

—Bien. Entonces hoy mismo procuraré complacerte.

El tono con que Eleuterio pronunció estas palabras, fingiendo una calma que estaba muy lejos de disfrutar, acabó de sacar de quicio a la mujer.

Esta se acercó a él y le dijo echándole las manos a la cara:

—Anda, ahora, en seguida. Cuando venga le das el retrato, se lo dices todo. Yo te ayudaré. Yo descargaré mi conciencia, podré llorar delante de todo el mundo, delante de él. Anda.

—¡Soledad!… Mira…

—Vete.

Iba ella a dejarlo cuando apareció Ramón en la puerta de la obra.

Venía despacio y venía sonriendo.

Soledad volviose rápidamente a Eleuterio y con aire de triunfo le dijo:

—Anda. Ahora. Allí le tienes… Díselo.

Eleuterio la miró con rabia, metió la mano en el pecho como acariciando alguna cosa y después murmuró con ira.

—¡Quia! Es pronto.

Ramón se acercaba.

Eleuterio se alejó.

El marido y la mujer quedaron solos.


* * *
 

Ramón, aquel modelo de obreros honrados y trabajadores, miraba a su mujer como embelesado:

—Tarde has venido.

Y Soledad repuso, procurando mostrarse contenta:

—Tienes que dispensarme, Ramón.

Pero la sonrisa de la pobre mujer no engañó al obrero, que, como todos los hombres enamorados, era receloso.

Miró fijamente a su mujer, como si quisiese leerle los pensamientos:

De pronto, cambiando de gesto exclamó:

—Oye… tú… Soledad. ¡Rediez!

Soledad palideció.

—¿Qué?

—¿Qué tienes?

—¿Yo? ¡Nada!

Soledad volvía la cabeza para disimular su emoción.

Ramón pronunció con ansiedad:

—Soledad no desapartes la cara. ¿Qué tienes? Tú has llorado.

—¡Yo! No, hombre. Son figuraciones tuyas. Siempre estás con ese tema.

—Hoy no son figuraciones, Soledad. Tú has llorado. Di, ¿está el chico enfermo?

Y en la voz del obrero, se advertía un triste y caluroso afán.

Soledad protestó:

—No digas locuras, Ramón. ¿Qué ha de estar el chico enfermo?

—¿Y por qué no le has traído?

—Porque se lo llevó la tía Jesusa al puesto, y dijo que como a mediodía tenía que venir a ver al tío Doroteo, que lo traería aquí, para que yo me lo llevase… Ya no tardarán.

Ramón insistió con cariño:

—¿Entonces qué es lo que tienes? Dímelo.

—¿Pero qué voy a tener?… ¡Qué niño eres!

Soledad procuraba sonreír, pero el llanto se le venía a los ojos.

Ramón la interrumpió:

—Escucha Sole. Hace tres o cuatro días que a ti te pasa algo que te callas. Yo no sé qué, pero algo. Ni hablas ni te ríes ni estás contenta… ¿Qué es eso Soledad? ¡Dímelo! ¿Qué te pasa que yo no pueda saberlo?

Soledad se veía forzada a responder con negativas. Bajaba la frente, y torcía entre los dedos temblorosos una punta de su delantal azul:

—Si no es nada, hombre.

—Luego es algo.

—No… Es que tengo así como… pena…, tristeza…

Su marido la miró con asombro:

—¿Tú? ¿De qué?

Antes de responder, Soledad se puso colorada hasta el blanco de los ojos:

—De nada… ¡Qué sé yo!…

Y añadió procurando echarlo a broma:

—De que no me quieras lo que hace falta.

Su marido la amenazó con gesto placentero:

—¡Ay, ay, ay!… ¡Nena, tú estás loca! Este cariñito que tengo aquí, y que es para ti sola, en seis vidas no lo gastaríamos. Conque ya ves si me sobra cariño para todo lo que te haga falta.

Antes de que Soledad hubiera tenido tiempo a contestar, asomó la tía Jesusa. Venía renqueando, con el chico de sus sobrinos en brazos; muerta de fatiga, pero así y todo hablando a gritos.

—¡Hija, te digo que a este chico hay que traerle amarrado!… ¡Lo que me ha hecho de rabiar!

Los padres del muchacho se rieron, como si la tía Jesusa hubiese referido la mayor de todas las gracias que el muñeco podía hacer y tener.

Ramón preguntó:

—¿Trae gazuza?

El chico abrió la boca con un gesto de payaso.

—¡Mucha, papá! ¡Mucha!

La madre tomole en brazos, cubriéndole el rostro de besos.

Después, volviéndose a la excelente anciana, le dijo:

—Le habrá dado a usted mucha guerra, ¿verdad, tía?

—No, eso no… ¡Pero me ha volcado tres veces el capazo de los dátiles!… ¡Y se ha puesto de chufas!

Mientras la señora Jesusa hablaba, Soledad sacó de la cesta una olla todavía humeante y la volcó en una fuente honda. El matrimonio se sentó a comer. Ramón colocó el chico al lado suyo. Dándole palmaditas en los carrillos le decía:

—Vamos a engullir, mi general…

Luego volviéndose a la señora Jesusa:

—¿Usted gusta?

La anciana respondió:

—Gracias. Acabo de hacerlo.

Se interrumpió para dirigir una mirada curiosa entorno suyo. Después preguntó:

—Oye, Ramón, ¿dónde se ha metido mi marido que no doy con él?

—Ahí estará tumbado a la sombra.

—Pues dile que coma en la taberna. Hoy he tenido mucho que hacer y no he podido siquiera arrimar un puchero a la lumbre.

Soledad interrumpió:

—Mire por dónde asoma el tío Doroteo.

En efecto, el marido de la señora Jesusa salía de la taberna, donde había decidido comer. El buen hombre, en vista de la tardanza de su mujer, ya se había sospechado que aquel día la señora Jesusa, o no aparecería por la obra, o caso de aparecer vendría sin la comida, y así había decidido hacer por la vida tomando unos soldados de pavía en la tasca vecina.

Doroteo era un anciano de cabellos blancos y rostro bondadoso.

A pesar de los años conservábase erguido.

Tenía la frente angosta; el corvamiento de la nariz enérgico; las mejillas asoleadas, y curtidas por todas las inclemencias a que su oficio de continuo le tenía expuesto.

Los ojos eran negros, ojos de hombre joven.

Toda la persona era recia, valiente.

En su juventud aquel hombre debiera haber sido un coloso.

Terminó la frugal comida del otro matrimonio, y Ramón se puso vivamente en pie:

—Conque, adiós, hasta la noche.

Dio un beso al niño, y añadió dirigiéndose a su mujer:

—Irse a casa en seguida, ¿eh?

Soledad preguntó:

—¿Ya te vas?

—Sí, que me espera arriba el maestro. Conque hasta luego.

Ramón recogió la chaqueta que había dejado sobre un sillar a medio labrar, y subió a la obra.

Soledad volvió a meter en la cesta la olla, la fuente y la botella vacías.

Después volviéndose a la señora Jesusa murmuró:

—Tía, ¿quiere usted irse con el pequeño, y esperarme ahí en la tienda de cintas, que tengo que hablar un momento con el tío Doroteo?

Doroteo la miró muy sorprendido:

—¿Conmigo, muchacha?

—Sí, señor.

La tía Jesusa se alejaba con el chico en brazos.

Soledad murmuró enjugándose dos lágrimas que se desprendieron de sus pestañas:

—¡Gracias a Dios que estamos solos, tío Doroteo! Una hora llevo fingiendo y no puedo más. Estaba deseando que hablásemos.

Y las palabras se ahogaron en su garganta, y los sollozos reprimidos hasta entonces estallaron en ella.

El buen anciano la miró consternado:

—Pero, oye tú, ¿te has vuelto loca en un repente? ¿Qué te pasa?

—Tío Doroteo, usted me recogió de chica y me dio su cariño y su pan… ¡No me deje usted ahora sola, por la Virgen Santísima!… ¡No tengo a nadie, a nadie que me ampare!…

Doroteo no volvía de su asombro.

—¡Cómo sola!… ¡Sola tú!… ¿Pero qué estás diciendo? Si te entiendo que me cuelguen. No llores y habla. ¿Qué te pasa?

Soledad hizo un esfuerzo para serenarse:

—Tío Doroteo, usted sabe mi desgracia antes de casarme con Ramón…

El anciano la interrumpió, al mismo tiempo que dirigía una recelosa mirada en torno suyo:

—Calla, por Dios. A qué recordar eso. Aquello lo sabemos Dios, aquel malvado, tú y yo. Aquello está en un pozo.

Soledad gimió sordamente:

—No, señor. Aquello lo sabe otro.

—¡Cómo! ¿Quién?

—Eleuterio.

—¿Eleuterio dices?

—Sí.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿No serán temores tuyos?

—No.

—¡Maldita sea!…

—Lo sabe y tiene pruebas.

—¿Comprometedoras?

—De mi honra y de la paz de mi casa.

—¿Tú sabes en qué consisten?

—Un retrato mío…

—¿Alguna carta también?

—No; solo un retrato.

—¿Y a un retrato llamas prueba comprometedora?

—Está dedicado…

—¡Ah! No digas más.

—Eleuterio me amenaza con decírselo a Ramón.

—No lo hará.

—Lo hará. Lo ha jurado.

—¿Cuándo?

—Todavía no hace un momento.

—¿Aquí?

—Aquí…

—¿No sería posible hacer callar a ese granuja?

—Por callar ha puesto un precio…

—¿Qué precio?

—¡Mi honra!…

—Debí sospecharlo. ¿Y tú qué has hecho?

Soledad levantó el rostro lleno de lágrimas.

Sus hermosos ojos brillaban con la arrogancia de la mujer que está dispuesta al sacrificio.

Con la voz profundamente emocionada murmuró:

—¿Qué quería usté que hiciese? Volverme loca de vergüenza y sentir que las palabras de rabia y de dolor no sean rayos que maten… Lo he despreciao… Lo he insultao… Pero ahora tengo miedo, ¡un miedo de muerte! No por mí, que de tanto sufrir callando, de tanto esconder la pena, tengo ansias de llorar a gritos; no, no es por mí; es por él, por mi Ramón; por el cariño que me tiene; es por mi hijo, tío Doroteo, por mi hijo… Que me lo quitarán… Y ¡eso no! Eso no lo puede usté consentir ni puede consentirlo nadie; porque mi cariño es de Ramón, mi honra es del mundo, pero mi hijo es de mis entrañas, y mi hijo me lo quitarán con la vida, nada más que con la vida.

Una lágrima rodó por la atezada mejilla del anciano.

—Ten un poco de confianza en mí, Soledad.

—¡Haga usted algo por Dios!… ¡Sálveme usted!…

La pobre mujer se arrojó sollozando en brazos del viejo, que murmuró conmovido:

—¡Calla, Soledá! ¡No me digas más! Yo hablaré con ese… A ver si a mí me vende el silencio más barato.

—¡Sí, por Dios!

—Y si no puedo, y si se empeña, y si te pierde… Si te pierde…

—¿Qué?

—Yo soy un abuelo, pero…

—¡Por Dios!…

—¡Tú calla y oye!… Te quiero como a una hija. El día que Dios me tiró desde arriba el cariño que me tocaba, me dio contra el corazón y se me hizo en dos pedazos: ¡uno pa mi mujer, el otro pa ti! ¡Conque ya ves! ¡Qué más me da que den una puñalada aquí o que me la den ahí… si lo que va a caer al suelo es sangre mía! ¡Déjamelo a mí!… Tú, calla, vete y espera, que voy a llamarlo.

—¡Sí, pronto!

—¡Ahora mismo!

—¡Por Dios!

—¡Calla!

Doroteo hizo que se alejase Soledad.

Reflexionó un momento. Después, como si resolviese lo que hacer debía, sacó el cuchillo que llevaba en la cintura, y lo guardó en la manga, a la manera que los bravos y gente del bronce suele llamar empalmarse. Luego, gritó con fuerza:

—¡Eleuterio! ¡Eleuterio!… ¡Baja!

La voz del viejo era dura, terrible, categórica.

Eleuterio respondió desde dentro:

—¿Qué hay?

Doroteo replicó todavía con mayor imperio que antes:

—¡Baja! ¡Aquí te buscan!

Eleuterio no se hizo repetir la advertencia y bajó. Al aparecer en la puerta de la casa, miró a uno y otro lado: el ceño adusto, la pupila recelosa, enfoscada, inquieta como de ave de rapiña prisionera.

Con acento desabrido preguntó:

—¿Quién me llama?

Doroteo adelantó un paso, y mirándole despreciativamente contestó:

—¡Yo!…

—¿A qué me ha hecho usted bajar, para pedirme un cigarro?

Doroteo repuso con fingida calma:

—Tengo tabaco de cuarterón y si me aprietas te doy un puro de a quince, te lo enciendo y te lo escupo para que no tengas más que chupar… Conque no es cuestión de petaca.

—¿Entonces qué tripa se le ha roto a usté?

—¡Decirte cuatro palabras, solos y en serio!

—¿Qué es ello?

—Tú quieres perder a mi sobrina, Eleuterio.

Eleuterio repuso audazmente:

—¡Más!

Doroteo tembló de cólera. Con gran esfuerzo se contuvo…

—Tú quieres perderla porque te has engañado…

—Creo que no…

Doroteo adelantó un paso:

—Creo que sí…

—¡Puede!

—Tú quieres perderla, y tú no sabes que yo la defiendo.

Eleuterio miró al honrado viejo, escupió por el colmillo, y contestó todavía con mayor cinismo que lo hiciera hasta entonces:

—¿Y qué más?

Doroteo fue a arrojarse sobre Eleuterio; pero de pronto, como si una mano invisible le detuviese en el camino, se quedó parado, cruzó los brazos, y con voz sorda, muy baja, muy lenta, con un reposo glacial, midiendo cada palabra, pronunció:

—¡Poco más! Si te vas y dejas a Soledad y callas, Dios te lo pague; si te quedas y hablas a Ramón y pierdes a esa chica, tú verás lo que haces… Hazlo… Que si tú ties una lengua que parece un puñal, yo tengo un puñal que parece una lengua. Cada uno pelea con lo que puede… ¿Que tú tiras al corazón?… Ahí tiraré yo… Conque ya lo sabes, Eleuterio; si hablas te mato.

Eleuterio, aunque un poco pálido, quiso echar la cosa a broma, y fingió un estornudo:

—¡Atchís!

—¡Jesús! Por lo demás, tan amigos.

—Está bien. ¿Es usté el guapo que la defiende?

En la voz, y en la mirada de Eleuterio, había una burla provocativa.

Doroteo sin perder un punto su terrible y justiciera calina, repuso:

—No. El viejo que la ampara…

Y añadió sonriendo de una manera terrible:

—¡Ya ves, casi nada!

Y le volvió la espalda despreciativamente.

Eleuterio no se movió de su sitio.

Ya iba lejos Doroteo cuando se le ocurrió gritar:

—Ya que me deja usted vivir un ratito más, voy a seguir trabajando.

Doroteo se volvió:

—Si Ramón llega a enterarse estate prevenido. Toma un papel, haz una cruz, y pon esto debajo, si hablas te mato… ¡yo!

—¡Maldita sea!

El viejo repitió amenazador:

—¡Yo!

Y se alejó lentamente.

Eleuterio entró en la obra. Sus labios se contraían con una risa nerviosa; mientras repetía en voz baja:

—¡Por vida del abuelo!… ¡Tiene gracia!


* * *
 

Dieron las cinco.

De la obra fueron saliendo los albañiles.

Terminaba la faena de aquel día.

Ramón y Eleuterio salieron de los últimos.

Caminaban juntos y en silencio.

El genio de la desgracia había querido reunirlos.

¡El silencio es un monólogo del alma!

El silencio de dos, el de dos individuos que se hallan juntos, es un doble diálogo íntimo, en el que cada uno hace decir al otro en su conversación íntima, lo que no ha decir cuando el silencio se rompa.

Y las primeras palabras que siguen al silencio son las débiles y las peor moduladas.

Son palabras, porque se llaman así; pero siempre son algo más.

Eleuterio y Ramón espiábanse sin inquirirse con la vista. En secreto es probable que desearan alejarse y marchar cada uno por su senda; pero en secreto también se quedaban porque tenían que realizar algo.

—Anoche —dijo Eleuterio sin mirarle francamente, como hablando consigo— nos hiciste la pascua.

—No sería tanto —contestó Ramón alzando la cabeza como si tratara de sincerarse ante un superior.

—¡Casi nada!

Y continuó animado por el movimiento manso, tranquilo, sin ánimo de luchar que sorprendiera:

—¡Figúrate que toda la noche estuvimos esperándote en la taberna de la señá Justa!

—No pude ir.

—¡No pude! ¡No pude! Y lo dices así resignado. Parece mentira a dónde llegan los hombres.

—¡Eleuterio!

—Bueno, no hay que enfadarse.

Ramón, después de una larga pausa, como si quisiese satisfacer a su amigo, murmuró:

—Hombre, iba a salir, pero lo que pasa; empezó la Soledad con que «¡si no salgas, que si luego vienes tarde y no puedes madrugar!…». Total, que me quedé.

—Ya lo vimos…

—Por no andar con camorras.

—Y porque eres un bragazas, dilo de una vez.

—¡No digas burrás!

—¿Qué burrás? ¡He dicho el evangelio! Tú, que eras de soltero el primer gachó para las juergas, y el primer tío trayéndose alegrías y chirigotas y cosas… Te has casado, ¿y qué? Pues que tu mujer te tasa el tabaco, y te acuesta a las nueve, y no te manda a la obra con barbero por milagro… Pero quisiera yo ver cómo te lleva por dentro.

—No tienes razón.

—La tengo. Y te lo digo porque te aprecio, y porque siento que un hombre como tú, esté haciendo de reír a los amigos…

—Hombre, eso…

—Eso es la pura verdad. ¡Haciendo de reír! Y te diré más; te diré que me choca que un tío con quinqué, que ha corrío más que el viento, y que se ha metío hasta en las rendijas, ignore a estas horas que no hay ninguna mujer que valga la pena de que un hombre se esclavice por ella. ¿Lo oyes bien? ¡Ninguna!…

Ramón le miró, convulso por la cólera que poco a poco se iba apoderando de él.

—Hombre, alguna sí habrá…

Eleuterio sonrió burlonamente:

—Ninguna.

—Puede que la mía…

Ramón asió de un brazo a Eleuterio y se lo apretó con fuerza.

Eleuterio se desasió con trabajo. Hizo un ademán para contestar, y se detuvo cambiando de gesto.

Después murmuró socarronamente:

—¿Tú lees el Heraldo por las noches?

—¡Yo sí!…

Ramón no apartaba los ojos del rostro contraído de Eleuterio:

—Pues allí vienen la mar de noticias…

Ramón se detuvo amenazador:

—Oye, tú, ¿qué quieres decir con eso?

—Que me dan lacha ciertos hombres… Y me atufa verte aborregado… ¡Y que nada! Anda con tu mujer… Y allá tú, y no salgas de noche que hay relente. Pero no hagas reír a los amigos. ¡Es un consejo, créemelo!…

Quiso alejarse, pero Ramón le cortó el paso con gran energía:

—Oye, tú… Es que… Aguarda… Habla claro que…

En la voz del albañil se advertía una gran ansiedad. El otro le miraba sin contestar.

Ramón rugió:

—Vas a hablar ahora mismo, o te arranco la lengua…

Eleuterio repuso con fingida calma:

—¡Pero no seas niño, señor!… Te azaras de todo.

Ramón le interrumpió con noble entereza, la entereza de los hombres fuertes:

—No te molestes. Estoy decidido a que hables. Venga lo que sea.

Y cambiando repentinamente de tono y de maneras, añadió amenazador ya:

—De aquí no te mueves sin que desembuches. ¡Habla!

Todavía Eleuterio quiso excusarse. No lo hacía por generosidad, sino por cobardía.

Eleuterio se disculpaba:

—Pero no seas primo. Todo ha sido una broma.

De nuevo Ramón le interrumpió. La cólera del albañil iba en aumento. Su voz temblaba al dirigirse a Eleuterio:

—¡Mentira! Te conozco. Tú eres de los que usan la broma como tanteo, y cuando das con el sitio en que puedes hacer más daño, allí arreas… Conque venga, ¿por qué soy un bragazas? ¿Por qué hago de reír a la gente? ¿Por qué mi mujer —y esto es lo que me interesa— no vale la pena de que yo la quiera? ¡Dilo, sobre todo esto último, dilo pronto; si es broma para escupirte a la cara!…

—¡Ramón!

—Para escupirte a la cara y pagarte así toda la guasa con que m’as estado haciendo servir de mono delante de la gente… Y si no es broma… Si no es broma, tiene que ser una infamia: y yo quiero saber qué infamia es esa que os afila a todos la lengua con que me pincháis a todas horas… Habla, Eleuterio.

Eleuterio estaba pálido como la muerte. Tartamudeaba sus disculpas:

—Mira, chico, tú eres un escamón y has tomado mis palabras en un sentido que yo no quería…

—No sigas. Vas mal. Las excusas para los tontos, aquí la verdá. Tú has hablado y por ti paso junto a la gente y oigo un run run que me tiene sin sosiego; me vuelvo y la gente se ríe, y si miro disimulan, como si me vieran colgada a la espalda una maula que nadie quiere quitarme… Hazme tú ese favor… Y a ver qué maula es esta que yo no veo…

—¡Eso no es nada!… ¡Escama tuya! Nosotros nos reímos de…

—¡De mí! Y eso no lo tolero. Tú no sabes nada y eres un canalla ruin y envidioso. Ahora te asustas de hablar porque me tienes miedo…

—¡Ramón!… No sé quién me dejó la paciencia pa oírte porque no se me acaba y la mía es muy poca…

—Pues yo te la acabaré; dices lo que dices, porque envidioso de verme contento, picas como una víbora en mi alegría a ver si la envenenas.

Eleuterio interrumpió con rabiosa decisión:

—¡Mentira! ¿Lo quieres?… ¡Ahí va! ¡Mentira! ¡Hablo porque puedo!…

—¿Qué dices?

—Por amistad te he advertido. Por amistad he callado.

—¿Qué callas? ¡Dilo claro! ¿Qué puedes callar tú de mí?

—¡No es de ti!… Es de…

Ramón le miró aterrado y trémulo:

—¡Ay! Eleuterio, aguarda… Oye… Es de mi mujer.

Eleuterio bajó la cabeza solapadamente:

—¡Mira… desagradecido, yo te quiero como tu mejor amigo! Te veo arreado, trabajando, pegado a la cara sin disfrutar del mundo… hecho un azacán: ¿para quién?… Para quien no lo merece…

Ramón murmuró con la voz angustiada del náufrago que pide auxilio:

—¿Qué dices?… ¡Calla Eleuterio!…

Pero Eleuterio ya había hundido el puñal en la herida, y lo revolvía en ella con cruel ensañamiento:

—Para quien no lo merece, porque fue a tus manos a engañarte, cuando la había tirado de las suyas otro que ya no la quiso.

—¡Mentira, ladrón! ¡Di que es mentira! ¡Di que ella no ha sido de otro hombre porque te mato!

Ramón se abalanzó al cuello de Eleuterio queriendo ahogarle.

Eleuterio escabullose como un reptil de entre aquellas manos de hierro:

—¡Tengo la prueba… aquí!…

Ramón le persiguió:

—¡Ladrón, di que es mentira!…

Un grito partió de detrás de la cerca:

Era Soledad, que lo había oído todo:

—¡No!… ¡No, Ramón, no es mentira!…

Y como si aquellas palabras le hubiesen costado un esfuerzo supremo, cayó desmayada.

II. Soledad

Como suele acontecer con casi todos los hijos únicos, Soledad había sido criada con extraordinario mimo. Su padre Jacinto Narváez, o el señor Narváez como le llamaban en la oficina donde desempeñaba el cargo de conserje, era un hombre de hábitos regulares.

Treinta años largos, pasados en una antesala del antiguo Ministerio de Fomento, habían por completo metodizado su vida. Se casara siendo Ayuda de Cámara de un importante hombre político. Cuando su antiguo amo fue elevado al ministerio, el señor Jacinto se puso en las mangas los galones de Ordenanza.

Ese fue el accidente más serio y más feliz de su vida.

Para casarse y organizar su casa, tuviera, como él decía frecuentemente, necesidad de empeñar hasta el nombre y el apellido, contrayendo un empréstito bajo la fianza de un antiguo amigo.

Ese empréstito constituyó durante muchos años su exclusiva preocupación, hasta que el encumbramiento de su antiguo le elevara a las altas regiones oficiales donde halló resuelto el problema de la vida, sin más trabajo que encender los braseros en invierno, y tener en verano agua fresca en los botijos; amén de estar dispuesto en todas las estaciones, para llevar recados al café más próximo.

Con la prebenda en el ministerio coincidieron otras mil gracias que la Providencia tuvo a bien otorgarle.

Fue entre todas la más importante el nacimiento de Soledad.

La niña trajo al hogar una ventura nueva. Con el nacimiento de Soledad la alegría parecía haber cristalizado en aquella casa. Huyeron los días negros, huyeron las horas tristes y aburridas de los matrimonios sin hijos; la felicidad se instalara allí, como una buena y fiel ama de casa. Marido y mujer gozaban a partir de entonces la delicia monótona del vivir.

El señor Jacinto engordó, echó panza, y todo él adormeciose en el perezoso quietismo de su bienestar doméstico.

En la oficina, leía los periódicos y dormía la siesta.

No tenía deudas ni enfermedades ni opiniones políticas.

Era catalán de raza y de nacimiento, y tenía en ello gran vanidad, como suele acontecer a muchos españoles nacidos en el antiguo y heroico Principado.

La señora Sole, su mujer, era como él, una criatura dócil, sin temperamento, y casi sin carácter.

Dios habíale dado la felicidad en la proporción de sus ideales de ventura doméstica. No creía que se pudiese ser más feliz, a no ser por el dinero.

Como el común de las gentes, atribuía a la fortuna el origen de toda felicidad. Así decía frecuentemente: ¡Si nosotros fuésemos muy ricos! Y este era el único arrobo de su imaginación, cuando se metía a divagar sobre la felicidad ajena.

El señor Jacinto, en los primeros tiempos de casado, llamara a su mujer Sole. Después que se instalara en la paz doméstica que le proporcionara el ministerio, había dado en llamarla la Patrona con una punta de gracia chabacana como suelen hacer los individuos satisfechos de la vida.

Entre los dos, la niña vino a constituir el objeto de un culto común, ajeno a todo sentimiento paterno o materno y vecino de la religiosa admiración que las almas sencillas consagran a todo lo que se les figura superior.

Aquella niña, tan bella, tan inteligente, que era su hija, les parecía de otros, de otra gente, de otra casta, de otra condición. Diríase que reconocían con una extraña humildad que no eran dignos de ella.

Suele decirse que el mal no dura toda la vida, y es verdad. De la felicidad pudiera decirse lo mismo, y quizás con más razón.

Un día el señor Jacinto se fue a la oficina más contento que de ordinario. En la antesala del ministerio, donde ejercía sus funciones, leyó El Imparcial y se durmió sobre el brasero.

No debía despertarse más.

Un ataque cerebral cortó el hilo de su vida. Entre cuatro le condujeron a su casa. La señora Sole recibió un golpe terrible. Fue como una maza descargada sobre su cabeza por el brazo poderoso de un titán.

Como dice la locución vulgar, el muerto se había llevado las llaves de la despensa. El hada de la dicha, durante tanto tiempo sentada en aquel hogar, se alejó lentamente, sin volver la cabeza atrás.

Empezaron los días tristes, los días sin sol. Se agotaron los recursos. La señora Sole tuvo que afanarse a trabajar. Durante las ausencias de su madre la niña quedaba encomendada al cuidado y vigilancia de las vecinas.

Se criaba enfermiza, como una planta en la obscuridad.

La señora Sole, no tardó en inclinar la cabeza. Los afanes y los disgustos la vencieron.

¡Soledad, muy niña todavía, quedó huérfana! Su tío, el señor Doroteo, con uno de esos arranques de corazón tan propios de la gente del pueblo, la recogió en su hogar, y la miró como a hija. Así llegó a los veinte años.

En aquella edad Sole era una mujer como suelen ser a los treinta, cuando la vida imprime al tipo humano su sello definitivo.

Alta y esbelta, las manos delgadas y nerviosas, el busto lleno de nobleza, el rostro radiante, la cabeza modelada como la de una Diana antigua.

Tenía los ojos negros e intensos, hechos para mirar sin perturbaciones, y sin curiosidades, ojos francos que se abrían como dos ventanos sobre el alma.

La boca era de un diseño purísimo, el mentón fuerte como el de una patricia romana, la frente luminosa, bombeada de inocencia…

De toda su persona emanaba una gran serenidad y una gran pureza.

¿Era alegre?

¿Era triste?

En rigor nadie podía alabarse de conocer ni su temperamento ni su corazón.

Sus tíos la tenían por una muchacha muy seria y muy formal, de una formalidad avasalladora que los dominaba como una cosa superior.

Cuando niña hablaba poco: era concisa, lo mismo en lo que decía, que en lo que ejecutaba. Hasta sus caricias y sus besos parecían nítidos, como expresión de su pensamiento.

Llegó a la pubertad sin que su carácter sufriese perturbación alguna. Se hizo mujer, como si ya antes lo fuera, y aparecíase súbitamente desarrollada a los ojos de sus tíos, y así se les entrase por las puertas a dentro.

—¿Has reparado cómo ha crecido la pequeña? —dijera un día el buen Doroteo a su mujer:

—Es verdad. Parece que de un día para otro.

Y así fuera. De un día para otro.

SOLEDAD SE ENAMORÓ

Las relaciones de Soledad con Víctor, el pintor, fueron en sus comienzos objeto de alguna perturbación en casa del señor Doroteo.

¿Cómo naciera aquello?

Los mismos interesados no lo sabían.

Es lo cierto que una tarde, hallándose sentados a la puerta de su casa el señor Doroteo y su mujer, este reparó en Víctor, que atisbaba desde una esquina, como si espiase la casa.

—¿Quién es aquel prójimo que está mirando para aquí? —inquirió Doroteo.

Pero la señora Jesusa, que ya llevaba algunos días observando a Víctor, y además tenía sorprendida a Soledad siguiéndole con la vista, por detrás de los visillos de las ventanas, fingió sorpresa, para no descubrir a la muchacha, que sospechaba comprometida, y dijo en respuesta a la pregunta de Doroteo:

—¡No sé!

Doroteo miraba de reojo, hacia la esquina donde Víctor estaba apostado:

—Es preciso diquelar mucho Jesusa. La chica está en una edad peligrosa, y Madrid está lleno de galopines…

La señora Jesusa no respondió.

La conversación tomó nuevos rumbos.

Únicamente de noche, antes de recogerse, la buena mujer entró en el cuarto de Soledad, y procuró sondearla discretamente.

—Mira que tu tío ha reparado en un gachí que hace días anda rondando la puerta. Ten cuidado. Piensa lo que haces.

Soledad, que era de una gran lealtad de carácter, que no mentía nunca, y que además poseía esa intrepidez de acción propia de las almas nobles, respondió sin turbación:

—No se apure. Si es quien me figuro, es un chico formal. Se llama Víctor, es pintor.

La señora Jesusa no quiso hacerle objeciones. Sin embargo, retirose muy preocupada murmurando apenas:

—¡Mira lo que haces! ¡Mira lo que haces!

Al cabo de algún tiempo el señor Doroteo comprendió que había noviazgo, pero tampoco pasó a censurar abiertamente a su sobrina. Comenzó, sí, a tratarla con menos familiaridad que antes, y por último encerrose en un silencio feroz.

Soledad, por su parte, no quiso prolongar esta situación, y una noche mientras cenaban resolvió provocar las necesarias explicaciones para ponerle término.

—El tío está que trina conmigo —dijo levantando hacia Doroteo sus grandes ojos, llenos de una serenidad perturbadora.

Doroteo no respondió. Poseído de un súbito acceso de cólera, arrojó la servilleta sobre la mesa, se levantó, e iba a salir con violencia.

Antes de que pudiese realizar su propósito, Soledad, levantándose también, le puso dulcemente una mano sobre el hombro, y haciéndole sentar de nuevo, le dijo así:

—Tío, haga el favor de oírme. No me parece que le merezca esos modos.

Doroteo guardó silencio sin mirar a Soledad, y pareció dispuesto a oírla, como si cediese a una violencia.

—Vamos a ver, tío Doroteo, ¿por qué se incomoda de esa manera conmigo?

Doroteo no contestó. La señora Jesusa miraba a Soledad con gran azoramiento.

Si pudiese taparle la boca, lo haría de buena gana.

Pero la muchacha, sin reparar en nada, continuó con gran resolución:

—¿Tiene algo de particular que me interese por un hombre? ¿No estoy en edad de casarme?

El buen Doroteo no se contuvo más y dijo, o mejor gruñó:

—En la edad de hacer gansadas.

—Bueno, serán gansadas…

Y después de un momento Soledad añadió sonriendo:

—Pero el ser gansadas, como dice, no impide que lo mismo usted que la tía las hayan hecho a mi edad.

La señora Jesusa interrumpió en tono de censura:

—¡Muchacha! ¡Muchacha!…

—Perdone, tía Jesusa; pero si el tío Doroteo entiende que es gansada el casarse, ¿por qué se casó él? Las cosas hay que decirlas tal como son.

Doroteo interrumpió:

—La gansada no es casarse. La gansada, por no decir otra cosa peor, es buscar novios en la calle. Una mujer, como deben ser las mujeres, no se casa con el primero que pasa.

Soledad calló llena de rubor.

Reinó un largo silencio.

La señora Jesusa temiendo que surgiese un conflicto entre tío y sobrina, dijo a modo de amigable componedora:

—Lo mejor es no hablar más de eso.

Pero Soledad se opuso:

—No; es preciso hablar.

Y prosiguió:

—Tío Doroteo tiene razón. ¿Pero qué le vamos a hacer? Yo no salgo de casa si no es para ir al obrador, y en el obrador no hay puesto de novios. ¿Dónde elegirle entonces?

Doroteo insistió moviendo la cabeza:

—Te digo que no es en la calle donde se eligen. Tú misma te convencerás con el tiempo.

Soledad continuó todavía:

—Yo creo que lo mismo en casa que en la calle se puede encontrar un hombre que nos sea simpático.

Doroteo la interrumpió, pero esta vez de una manera definitiva:

—En fin, no quiero saber más de ese asunto. ¡Tu alma, tu palma!

Se levantó y salió.

De esta vez Soledad no le detuvo. Miró a su tía, y esta, acabando de rebañar el plato con una corteza de pan, dijo tranquilamente:

—Déjale, muchacha. Ya le pasará.

Pero no le pasó.

Durante mucho tiempo se manifestó serio con su sobrina.

Al fin, un día decidió aceptar la situación con aquella filosofía cachazuda que era el fondo de su carácter:

—En fin, ¿quién es ese dios Apolo? —preguntó a su mujer.

La señora Jesusa, satisfecha al ver disipado el nublo, dio explicaciones.

El pretendiente de la Sole era un buen muchacho, serio, muy trabajador. Dinero no tenía, pero también es verdad que empezaba a vivir el pobrecillo.

La idea de que la Sole se casase con aquel prójimo de tan escasos recursos, todavía sublevó al buen Doroteo.

—Con buen galopín se emplea. Podía haber escogido mejor…

Pero la bondad de Soledad tornaba a sus ojos legítimos todos sus caprichos. Además de eso, no quería disgustos. Estaba viejo, y la vida hay que tomarla tal como es.

Acabó por decirse:

—¡Dejarla! ¡Que haga su gusto!

Y luego, irritado:

—Pero que no me ande rondando la puerta. No quiero amor de ventaneo. La vecindad murmura en seguida. Que entre. Es más decente.

La señora Jesusa, que era la confidenta de la muchacha, corrió a anunciarle la resolución de su tío.

Pocos días después Víctor entraba en la casa, como novio admitido y formal.

Decir que lo recibieron fríamente, es inútil.

Doroteo apenas le dirigió la palabra. Se salió al patio y se puso a fumar un cigarro, hablando con los porteros que eran sus compadres.

La señora Jesusa por su parte, a pesar de su carácter expansivo y su condición de mujer charlatana, experimentaba también una gran contrariedad en presencia de aquel individuo a quien apenas conocía.

Por la noche, tomó un rasgo de franqueza: a ella no se le quedaba dentro lo que sentía. ¡Qué diablo! Aquel individuo no le era simpático.

—No sé qué le encuentro, no vayas a incomodarte, pero me parece viejo.

Soledad se reía. ¡Viejo su Víctor! Cuando estaba en lo mejor de la edad. Tenía veintisiete años. Aún no los cumpliera.

La buena señora Jesusa no se daba por convencida.

—No te alabes de tener buen gusto, muchacha, parece un estoque.

Soledad replicaba:

—Porque está enfermo.

Soledad hablaba de Víctor como si le conociese de toda la vida.

Hablaba en virtud de esa simpatía que parece confundir las individualidades del hombre y de la mujer en una sola individualidad.

Casi indignada protestaba de que Víctor, su novio, era un gallardo mozo, y que había muy pocos que pudieran igualarse con él.

—Tiene sufrido mucho, pobrecillo. Sufrimientos del alma, penas, tristezas.

La señora Jesusa nada decía en contrario, pero persistía en no hallar ni bello ni simpático al novio de su sobrina.

Puede decirse que jamás un extraño penetró en casa ajena en condiciones de tan franca hostilidad.

Poco a poco, volvió la tranquilidad a reinar en aquel honrado hogar de burgueses, hasta que acontecimientos ulteriores hubieron de perturbarla por completo.

Víctor solía hacer su visita una vez anochecido. Hablaba como cosa de una hora, en cuchicheos con Soledad, y se retiraba pretextando grandes quehaceres.

Algunas veces se pasaba cuatro o cinco días sin aparecer por casa de su novia.

Estas ausencias, si bien causaban disgusto a Soledad, no le infundían sospechas.

Confiaba en Víctor con la fe ilusa de las mujeres enamoradas.

Creía en sus palabras, como si fuesen la expresión más nítida de la verdad.

A quien todo aquello le parecía extraño era a la señora Jesusa, que afirmaba no haber visto un enamorado semejante.

La buena vieja tenía razón.

Pero lo que ni ella ni nadie sospechaba en aquella casa, era que Víctor el pintor estuviese comprometido con otra mujer.

¡Y qué mujer!

III. Crimen misterioso

Los vendedores de periódicos, pregonaban a voces El Liberal con la noticia del crimen misterioso.

El Imparcial siempre peor enterado, no decía nada.

La señora Jesusa, que por ser domingo se permitía hacer huelgo en el patio con otras vecinas, compró El Liberal llena de curiosidad.

La buena mujer perecía por los crímenes.

El portero —un guardia municipal partidario de Sagasta— leyó el periódico en alta voz.

Las vecinas oían con religioso silencio.

Solo de tiempo en tiempo se levantaban ráfagas de murmullos que cubrían la voz del lector.

Cuando el portero terminó la lectura, las vecinas se despacharon a su gusto.

Todo eran comentarios y deducciones.

La señora Jesusa recogió el periódico y entró en su casa tremolándole como una bandera.

Doroteo aún dormía.

Era un lujo que solamente podía permitirse los domingos.

Pero entonces se desquitaba. Hasta las doce era imposible arrancarle de la cama.

Sentada a la cabecera, la señora Jesusa, le refirió el crimen de que hablaba El Liberal con abundancia de pormenores.

Después, siempre agitada, atravesó el corredor, empujó la puerta del cuarto de Soledad y entró.

El cuarto estaba a obscuras.

La señora Jesusa pronunció en voz baja.

—Soledad.

—¿Qué hay, tía?

—¿Sabes qué hora es, muchacha?

Soledad no respondió.

—Las nueve. ¡Será posible que aún estés durmiendo!

Al mismo tiempo se dirigía a la ventana, y abrió una contra.

Soledad balbuceó:

—No abra tanto, tía.

—Si son las nueve.

—No importa.

Sin responder, la señora Jesusa se acercó al lecho de su sobrina tan inquieta y afanosa, que Soledad pareció despertar definitivamente.

Incorporándose a medias, preguntó:

—¿Qué pasa?

La señora Jesusa, recelando haberla asustado, se apresuró a decir.

—Cálmate. No va nada con nosotros.

Soledad insistió con muestras de impaciencia:

—¿Qué es entonces?

La señora Jesusa le enseñó El Liberal.

—Un crimen.

Soledad se puso extremadamente pálida, y dejó caer su cabeza sobre las almohadas.

Rápidamente la señora Jesusa contó el crimen, toda palpitante como si hubiese acudido a él.

Soledad no se movía, parecía muerta.

—¿Qué te parece? ¡En pleno Madrid! ¡Matar así dos mujeres de día!…

Soledad no respondió.

La señora Jesusa murmuró de mal humor:

—¿Estás todavía durmiendo?

Casi imperceptiblemente Soledad dijo:

—¡No!

La señora Jesusa prosiguió muy animada:

—¡Y serán capaces de no echarle la mano!

Soledad pareció salir de su estupor y preguntó:

—¿A quién?

—¡A quien haya sido!…

En esto tocaron la campanilla con violencia.

Las dos mujeres murmuraron a un tiempo:

—¿Quién será?

La señora Jesusa, que fuera a abrir, volvió diciendo que era un bruto, que venía preguntando si vivía allí una familia de Palencia.

Soledad, que aquella mañana parecía estar excesivamente nerviosa, no se repuso del susto y, dejándose caer para atrás, rompió en un llanto convulsivo.

La señora Jesusa murmuró, inclinándose sobre ella:

—¿Qué tienes, muchacha? ¿Qué es eso?

Soledad no respondió, llorando agobiada, toda sacudida por violenta crisis.

La señora Jesusa volvió a repetir:

—¿Pero qué tienes? Responde…

Soledad murmuró entre lágrimas:

—Nada.

La señora Jesusa le dijo que se sosegase, que durmiese.

Se lamentaba de haber ido a despertarla. Cuando pareció más tranquila corrió a la ventana, la cerró con cuidado, y salió diciendo muy quedo:

—Voy a ver si tu tío se ha levantado.

Al entrar en la alcoba de Doroteo, la señora Jesusa llamó en la obscuridad:

—Doroteo…

—¿Qué hay?

—¿Cuándo te levantas, hombre?

—Ahora. Déjame dormir.

—¿Sabes?

—No.

—Mataron dos mujeres en Madrid Moderno.

—¿Cuándo?

—Ayer tarde.

—¿Se sabe por qué?

—No se sabe nada.

—Sería para robarlas.

—Tal vez.

—Dame el periódico.

—Toma. Lo trae todo explicado.

—¿Dices que dos señoras?

—Una señora de edad y la criada… Degolladas… ¿Has visto? A aquella hora…

—¿Qué hora?

—Las siete.

—Se necesita atrevimiento.

Y Doroteo desdoblando el periódico se dispuso a leer.

Como el marido parecía interesarse la señora Jesusa corrió a abrir las ventanas de la sala para dar luz a la alcoba que era interior. Le decía que era tarde, que se levantase, toda impaciente como si el drama de las dos mujeres degolladas, viniese a traer una nueva diversión a la casa.

Después salió, fue a la cocina, fregoteó algunos cacharros y atizó el fogón. Por último bajó al patio en donde aún seguían de plática algunas vecinas. Pero súbitamente se acordó de su sobrina Soledad y volvió a la casa, y entró en la alcoba de la muchacha.

Al empujar la puerta preguntó:

—¿Estás más sosegada?

—Sí, estoy. Me hizo impresión aquella historia.

—Pero qué melindrosa eres, criatura.

Fue a abrir la ventana, dar luz, a airear. Que saliese de la cama. Estaba un domingo espléndido.

Y sin reparar en la extrema palidez de Soledad, ni en la dura rigidez de sus facciones ni en su mirada sombría ni en todo aquel doloroso aire de conmoción contenido, le contó el drama de las dos mujeres degolladas, aquel drama de que hablaban todos los periódicos de la mañana.

—Imagínate, cuando esta mañana me lo contó la portera. Su marido leyó la noticia en El Liberal. Ahora lo está leyendo tu tío. Te digo que pone los pelos de punta. Dos mujeres solas en una casa y un malvado de la peor ley. La criada aún no murió. La llevaron al hospital general. Tiene la cabeza casi cortada pero vive. Lo que debe sufrir la pobre criatura. Calcula con qué fuerza le cortarían el pescuezo, que la navaja que hallaron en el suelo estaba rota. ¿Pero qué tienes tú? ¡Soledad!… ¡Soledad!…

Soledad dejara caer la cabeza pesadamente sobre las almohadas y helada, inmóvil, rígida parecía una muerta.

—¡Soledad! ¡Soledad!

Soledad no respondía.

¿Desmayada?

¿Muerta?

Se diría que muerta.

—¡Soledad! —gritó aún la tía sacudiéndola.

Pero ella no respondía.

Pálida y muda parecía como si la vida hubiese súbitamente parado en aquel corazón.

Entonces, haciendo un esfuerzo sin abandonarla ni separarse de su lado, llamándola siempre, sacudiéndola siempre, la señora Jesusa gritó:

—¡Doroteo, Doroteo!

Y era tan aflictiva su voz, tan angustiada que como por encanto Doroteo apareció en la puerta.

—¿Qué pasa?

Y la señora Jesusa, respondió sin abandonar la cabecera de su sobrina:

—No sé, parece muerta.

Sin decir palabra, Doroteo, presuroso y alarmado, tomó las manos de Soledad, le palpó la cabeza, observó si respiraba, humedeció el rostro, le aproximó a la nariz un frasco de colonia que fuera a buscar todo palpitante al fondo de un armario mientras la señora Jesusa continuaba entre lágrimas llamándola:

—¡Soledad! ¡Soledad!

Doroteo le advirtió:

—No la asustes mujer. Esto no debe ser nada. La portera que vaya por el médico de la sociedad. Que le diga que venga en cuanto pueda.

Y después, recapacitando un momento, añadió:

—No, yo mismo iré.

Y corrió a vestirse porque solo lo estaba a medias.

La señora Jesusa le gritó angustiada:

—¡No tardes!

—En un vuelo.

Y salió Doroteo acabando todavía de abrocharse el chaleco.

La señora Jesusa corrió a la puerta y echó el cerrojo.

Entre tanto Soledad, inmóvil, no parecía respirar siquiera. En sus facciones no había alteración grande, había solamente dureza. Diríase que su rostro se había petrificado. Si estaba muerta, la muerte sorprendiérala pensando en algo terriblemente trágico.

La cruda claridad del día entraba ampliamente por la ventana de la alcoba.


* * *
 

Del crimen de Madrid Moderno hablaron largamente los periódicos.

Durante muchos días sirvió de pasto a todas las conversaciones.

Fue uno de esos crímenes misteriosos que tienen el privilegio de atraer la curiosidad popular.

Un crimen solo explicable en el medio tormentoso de una gran civilización y de una gran ciudad.

La noticia de un crimen como el de que vamos a ocuparnos, revestido de circunstancias tan pavorosas, debía necesariamente producir una impresión de espanto en un barrio tan pacífico y burgués como el de Madrid Moderno.

Al principio las gentes se negaban a creerlo. Muchos dudaban, afirmando que Madrid Moderno no era barrio para tragedias de aquel jaez. Supúsose que se trataba de una invención periodística y alegábase entre risas que dos mujeres eran mucha gente para un asesino solo.

Así cuando se confirmó que el crimen se practicara en las condiciones referidas en los periódicos, experimentose un gran temor y un gran pasmo, como si una plaga desconocida y nueva acabase de invadir aquel pacífico vecindario.

Durante muchos días no se habló de otra cosa en las tertulias caseras. Las puertas se cerraban con excepcionales precauciones.

El que más y el que menos temía encontrar en su casa, debajo de la cama, en el interior de un armario, al hombre matador de las dos mujeres, y si no a este a algún compañero suyo, porque luego se habló de la existencia de una cuadrilla y toda la gente se dispuso a estar precavida en virtud de ese fenómeno de sobresalto que nos hace imaginar siempre que las desgracias tienden a reproducirse.

¿Cómo se efectuó el hecho?

Al anochecer de un día de abril, los vecinos de la calle de Castelar fueron sorprendidos por los gritos desesperados de una mujer que desde una ventana pedía socorro.

Cuando acudieron las primeras personas, ya los gritos habían cesado.

Los vecinos que hacían corro en la calle se miraban, preguntándose de dónde habían salido.

En esto una vieja que estaba en un balcón indicó con el dedo, pues el susto apenas la dejaba hablar, la ventana del segundo piso donde vivían los señores de Neira.

Inmediatamente, dos transeúntes decididos entraron en el portal y echaron escalera arriba, seguidos por algunas otras personas de la vecindad.

Llegaban al primer descanso, cuando un individuo que salía les dijo:

—En el segundo piso pedían socorro. Suban ustedes a ver qué pasa…

Nadie reparó en aquel hombre.

Era de noche y en la escalera apenas se veía.

La gente que entraba subió en tropel hasta el segundo piso.

Iban a tirar de la campanilla, cuando con sorpresa y terror vieron entornada la puerta.

Todos retrocedieron.

Uno de los que iba delante exclamó:

—¡Está abierta!

Hubo un silencio.

Luego otro preguntó en voz baja:

—¿Será aquí?

Un vecino advirtió que debía tocarse la campanilla, no fuese a entrar toda aquella gente de rondón en una casa donde la puerta hubiese quedado abierta por descuido.

Otras muchas voces repitieron:

—¡Toquen la campanilla!

Uno de los que iban delante tiró del cordón de la campanilla tímidamente.

Los de atrás gritaron:

—¡Con más fuerza, hombre, con más fuerza!

El otro tiró entonces violentamente del cordón y la campanilla vibró en toda la casa.

Por un momento esperaron en la obscuridad de la escalera que saliese alguien.

Uno más resuelto exclamó:

—Nadie responde. Entraremos.

Entre tanto, agujereando por entre la multitud que se aglomeraba en el primer tramo de la escalera, apareció un policía.

La llegada del guardia trajo la seguridad y la confianza.

Los que estaban en los primeros escalones anunciaron desde abajo:

—Aquí está un policía, aquí está un policía.

Como la casa estaba a obscuras se pidió luz.

Algunos encendieron fósforos.

A entrar no se atrevía ninguno.

Del piso principal trajeron un candelera.

Solo entonces, y con el guardia municipal al frente, fue cuando los vecinos se decidieron a entrar. Unos querían ir delante, pero los más se hacían los reacios e iban quedándose atrás poseídos de un vago recelo.

Una voz preguntó:

—¿De quién es la casa?

—¿La finca?

—No. El piso.

Una vieja replicó entonces que en el piso vivían los señores de Neira pero que el marido se hallaba ausente de Madrid hacía unos días.

Cuando el policía seguido por los vecinos entró en el pasillo la casa estaba a obscuras. Un vecino alumbraba con el candelera levantado a la altura de la cabeza.

El policía, poseído de un recelo invencible y repentino, gritó dirigiendo la voz hacia el interior:

—¡Eh! ¡La gente de la casa!

El del candelera le atajó:

—Excusa usted de llamar. Ya se ve que no responden.

El agente de Orden Público y los vecinos que le seguían penetraron por el corredor pavorosamente y en silencio. Hacia el final una puerta entreabierta que daba a un gabinete, les llamó la atención.

El hombre que llevaba el candelera iluminó rápidamente el aposento y como nada viese siguió al policía por el pasillo.

El pasillo terminaba en otro volviendo a la izquierda.

Los que avanzaban por él se detuvieron para ver mejor.

El agente murmuró:

—Aquí debe ser.

Bruscamente el hombre del candelera volvió la cabeza.

Lina corriente de aire pasó con violencia.

Se oyó un grito.

El candelera se apagaba.

Una voz ronca exclamó en la obscuridad:

—¡Luz! ¡Luz!

Otras muchas voces repitieron:

—Que traigan luz.

Fue aquel un momento de ansiedad.

—¿Qué será?

—¿Qué habrá aquí?

—¿Quién gritará?

—¡Eran voces de socorro!

—¡Voz de mujer!

De esta suerte murmuraban todos en la obscuridad, apretándose los unos a los otros, sintiendo todos el escalofrío del miedo.

Un buen hombre que pasaba cuando se oyeron los gritos y que subiera por casualidad quería retroceder, pero los de atrás se lo impedían empujándole hacia adelante.

El pobre hombre repetía:

—¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir!

Pero nadie le contestaba ni se movía. Todos recelaban moverse de su lugar.

Cuando llegó otro candelera y velas, hubo un movimiento de satisfacción. El buen hombre que a todo trance quería salir pudo escabullirse, limpiándose el sudor que le corría por la frente.

Entre tanto, habían llegado varios agentes y un inspector, el cual puso casi toda la gente en la calle y dos guardias en la puerta. Solo entonces se penetró decididamente en la casa.

A lo largo del corredor de uno y de otro lado la policía fue abriendo puertas y registrando habitaciones.

Diríase que la casa estaba deshabitada.

Primero registraron una especie de cuarto de vestir todo ocupado por un gran armario de tres espejos. Después una vasta alcoba con dos lechos de madera, luego un cuarto de baño; todo esto a la derecha.

A la izquierda registraron un aposento desocupado, un cuarto que parecía destinado a una criada, un espacioso comedor, adornado con enorme chinero, y dos majestuosos aparadores de roble.

Por último entraron en la cocina. Lo que desde luego llamó la atención del inspector fue el hecho de estar encendido el fogón, sobre el cual hervía una caldera llena de agua.

El inspector dijo volviéndose a su subordinado:

—Necesariamente debe haber gente en la casa.

De entre el grupo de los pocos vecinos que habían quedado salió una voz:

—Falta registrar las habitaciones interiores.

—¿Hacia dónde caen?

—Al final del pasillo.

—No reparé. Vamos a registrar ahora. Esto es muy raro.

En esto oyéronse voces en la puerta de la escalera, y uno de los policías que el inspector había dejado de guardia gritó enviando la voz hacia dentro:

—Aquí está una muchacha; dice que desde la casa de enfrente lo vieron todo. Es una criada.

El inspector salió al pasillo:

—Que entre.

Pero la criada —una moza alcarreña— no quiso entrar, y dijo rápidamente a lo que venía.

Su señorita era quien lo había visto todo. Estaba casualmente a la ventana, cuando en la de la casa de enfrente viera aparecer a la criada de los señores de Neira, gritando llena de sangre.

La señorita se había desmayado, pero acababa de volver en sí, y contaría lo que había visto.

Era lo que el señorito le mandaba a decir.

El inspector, impaciente, invadió entonces las habitaciones interiores. Atravesó un aposento, después otro, mirando a derecha e izquierda. Cuando penetró en el tercero, súbitamente se detuvo:

—¡Jesús!

Hay espectáculos que paralizan. El horror parece que tulle los movimientos. Los miembros pierden su energía, la voz desaparece en la garganta, las pupilas se dilatan.

Los ocho o diez hombres que habían llegado hasta el umbral de la puerta quedaron un momento paralizados.

¿Qué es lo que habían visto?

¿Qué era lo que tanto les turbara?

Como un montón de harapos, confuso, vago, inexplicable, yacía en el suelo sobre la alfombra el cuerpo de una mujer.

¡Detalle extraño! Degollada con tal violencia, con tan grande furia que su cabeza no parecía pertenecerle.

Luego, a un lado, envuelto en sombra, junto a una ventana de la cual goteaba la sangre, como de un cepo donde acabase de inmolarse a alguien, otro cuerpo de mujer, que aún parecía palpitar.

Los primeros pasos que, transcurrido el natural movimiento de asombro, diera la policía en aquella estancia, fueron en dirección al cuerpo que yacía al pie de la ventana.

El inspector se inclinó.

Aproximaron luces.

Todos deseaban ver.

La mujer por su tipo y por su traje, parecía ser la criada de la casa; tenía en el pescuezo una profunda cuchillada, asestada de través. La sangre manaba lentamente y por igual. Su rostro parecía contraído por un gesto de espanto. Sus ojos parecían cerrados a la fuerza.

El inspector la observó un momento, todo inclinado sobre ella.

Los otros se inclinaban también curiosamente queriendo adivinar el misterio de lo ocurrido allí.

¿Qué había sido?

De pronto el inspector se puso en pie, y volviéndose a uno de los agentes le ordenó brevemente:

—Vaya usted inmediatamente a buscar una camilla. Esta mujer aún vive.

Fue un movimiento de pánico.

Diríase que el hecho de que la mujer estuviese viva, parecía aumentar el horror de aquel doble asesinato.

Con efecto: ver la muerte ante los ojos y sobrevivir a ella, es más horrible que morir.

Un cadáver asusta; un sobreviviente asombra.

Parece un cadáver sin serlo, y pone los pelos en pie.

Volver a la vida desde los umbrales de la muerte, es volver del misterio.

El agente que recibiera la orden del inspector se alejó corriendo.

Ninguno de los individuos presentes a esta escena desplegó los labios para pronunciar palabra.

Silenciosamente, como en una cámara mortuoria, se trajeron luces, y la mujer, que aún parecía respirar, fue conducida en brazos hasta el sofá.

A la otra no se le tocó, esperando la llegada del juzgado: Todos miraban el cadáver con recelo. Los muertos inspiran siempre el terror de la resurrección.

Se teme a la muerte como se teme a lo desconocido.

¡La muerte triunfa de todo, hasta de la resurrección!

El inspector hizo lo que en lenguaje judicial se llama un reconocimiento.

El aposento era espacioso, y estaba lujosamente amueblado. Comunicaba con los dos salones de entrada por sendas puertas, cerradas por amplios y lujosos cortinajes de terciopelo verde.

El suelo estaba alfombrado por rica y mullida moqueta que apagaba el rumor de los pasos.

En los rincones había grandes tibores japoneses. Entre las dos ventanas un buró de palo santo, con incrustaciones de bronce antiguo. En el centro, un velador cubierto por un amplio tapete de terciopelo, del mismo color que las cortinas.

Junto al velador, y tendida por tierra, en la confusión de sus ropas ensangrentadas, estaba el cuerpo de la infortunada señora de Neira.

El cuerpo y la cabeza, porque uno y otra no parecían pertenecerse.

En el umbral de la puerta de entrada, estaba caído y derramado un candelero de plata.

Los cajones del buró denunciaban haber sido registrados.

Al lado de este mueble, se encontraba en el suelo, un guardajoyas también abierto.

Ya se había registrado toda la casa minuciosamente, cuando uno de los vecinos, señalando hacia debajo de una silla en el aposento donde estaban las dos víctimas, murmuró:

—¡Allí hay una navaja!

Otro vecino se precipitó para cogerla, pero el inspector le gritó:

—¡No la toque!

Y él mismo se acercó para ver.

Era en efecto una navaja. ¡La navaja con la cual según todas las presunciones se efectuara el doble asesinato!

Navaja de criminal de las llamadas de Albacete y tirada, sin duda, en aquel sitio por el asesino, después de cometido el crimen.

Después de haber examinado el arma y observado con asombro y estupor que la hoja se movía en el mango, a consecuencia de la fuerza con que había sido blandida, el inspector la volvió a dejar cautelosamente en el mismo sitio.

A todo esto había llegado la camilla y un médico.

El doctor, un hombre todavía joven, de anteojos y barba rubia dirigió la operación de colocar en la camilla el cuerpo de la criada.

Con grandes precauciones se la bajó por la escalera, que dos agentes hicieran desalojar al gentío de curiosos que se aglomeraban en ella haciendo comentarios del suceso.

La gente entonces formó grupos en medio de la calle hablando en voz alta, queriendo entrar, queriendo ver.

Cuando apareció la camilla que conducían dos mozos de la casa de socorro, se hizo silencio.

En este momento un carruaje con cochero de librea se detenía a la puerta; se apearon dos caballeros; uno de edad y el otro mucho más joven.

Eran el Gobernador y su secretario.

Casi inmediatamente llegó otro coche conduciendo al juez de guardia y un actuario.

Poco después fueron llegando varios simones con periodistas. Todos se apeaban muy apresurados.

—¿Para dónde va esa camilla?

—Para el hospital.

Rápidamente, en la misma puerta de la casa, el inspector informó a las autoridades de todo lo ocurrido.

Un nuevo grupo subió las escaleras.

La camilla se alejó lentamente calle arriba, al paso acompasado de los mozos.

Entre los grupos que invadían la calle se levantó de pronto un confuso murmullo, como si acabase de saberse o de adivinarse todo.

Los vecinos daban noticias a los periodistas:

—El señor de Neira no estaba.

—Hacía días que saliera para Galicia acompañando a su hija.

—Sí, eran unos señores gallegos.

—Apenas recibían visitas.

Esto era lo que se oía en todos los grupos.

¿Cómo entraría el asesino?

No se sabía.

¿Entraría furtivamente?

¿Era uno de los pocos conocidos de la casa?

Mil conjeturas.

¿Robara?

¿No robara?

¿Eran ricos los señores de Neira?

Y todo, todo se volvían comentarios y versiones a cuál más diferentes.

IV. Buscando al asesino

Eran las cuatro de la tarde.

Don Máximo Baroja, juez encargado de instruir el proceso en averiguación del crimen cometido en Madrid Moderno, se hallaba en su despacho.

Un guardia de Orden Público asomó en la puerta y saludando desde el umbral murmuró con cierto misterio:

—Señor juez, ahí fuera está la persona que esperaba usía.

—Que entre.

Y el juez, contra su costumbre, se levantó y se puso a pasear de una a otra cabecera de su despacho.

El guardia salió.

Poco después volvía a abrirse la puerta, y entraba apresuradamente en el despacho una señora vestida de luto.

Era joven, alta, rubia y muy elegante, lo mismo de traje que de ademanes.

Don Máximo Baroja que, a pesar de sus cincuenta y cinco años, era muy aficionado a las faldas, la recibió con exquisita cortesía:

—Siento en el alma haber tenido que molestar a usted; pero sin usted no podemos adelantar un paso.

La señora respondió inclinando la cabeza:

—Estoy a las órdenes de usted, señor juez.

Don Máximo volvió a ocupar su sillón detrás de la gran mesa cubierta casi por completo de legajos, y la dama tomó asiento en una silla.

El juez observó con extrañeza que en los ojos azules de la enlutada no había señales de lágrimas; pero era hombre acostumbrado a ocultar sus impresiones y no dejó traslucir nada.

Se caló los anteojos, tomó una plegadera que había encima de la mesa, y manejándola como una batuta, empezó a decir:

—Tiene usted que disculparme, señora. Las circunstancias son penosas para mí.

La dama le interrumpió:

—Ya he dicho al señor juez que estoy completamente a sus órdenes.

Don Máximo Baroja la miró fijamente, cual si solo buscase el turbarla, pero la dama sonrió y bajó los ojos con dulzura.

El juez se aseguró los anteojos y preguntó afablemente:

—¿Usted es la única hija de los señores de Neira?

—No, señor.

—¿Cuántos hermanos son ustedes?

—Dos.

—¿Dónde reside su otro hermano?

—En América.

—¿Hace mucho tiempo?

—Diez años.

—¿Usted vivía con sus padres?

—Sí, señor. Cuando quedé viuda volví a su lado. Mi marido murió en la guerra de Cuba.

El juez guardó silencio. Después de una larga pausa, dejando la plegadera sobre el pupitre, y cruzando las manos, prosiguió:

—Su padre de usted está enfermo en Galicia, ¿verdad?

—Sí, señor. Al saber la noticia se afectó tanto el pobre…

—Aquí hay certificados de tres médicos diciendo que no puede ponerse en camino. Verdaderamente es una lástima; él podría darnos detalles muy necesarios…

Don Máximo Baroja hizo otra pausa, luego continuó:

—¿Cuánto tiempo llevaban usted y su señor padre ausentes de Madrid cuando ocurrió el crimen?

—Seis días.

—¿Dónde tuvo usted conocimiento del hecho?

—En La Coruña.

—¿En qué forma?

—Por un telegrama.

—¿Expedido a usted?

—No, señor.

—¿A quién entonces?

—A un periódico.

—¿De La Coruña?

—Sí, señor.

—¿Quién firmaba ese telegrama?

—No recuerdo.

—Ese periódico coruñés tiene corresponsal aquí en Madrid.

—Sí, señor.

—¿Cree usted que el telegrama sería del corresponsal? —Creo que sí…

—¿El corresponsal de ese periódico les conocía a ustedes?

—No sé. Mi madre tenía muchos amigos a quienes yo no trataba.

—¿Usted leyó el telegrama publicado en el periódico de referencia?

—No, señor.

—Tendría usted la bondad de explicarme…

—Con mucho gusto. El director del periódico al recibir el telegrama se lo envió a una persona de mi familia.

—¿Y esa persona ha sido quien le ha comunicado a usted y a su señor padre la triste noticia?

—Sí, señor.

El juez permaneció pensativo.

Después volvió a reanudar el interrogatorio:

—¿De manera que cuando el crimen ocurrió hacía seis días que usted se hallaba ausente de su casa?

—Sí, señor.

—¿Quién quedaba en ella?

—Mi pobre madre.

—¿Sola?

—Con una criada.

—¿La criada era antigua en la casa?

—No, señor. Solamente llevaba un mes sirviéndonos.

—¿No había nadie más en la casa?

—Nadie más.

—¿Criado no había?

—No, señor.

—¿Ustedes recibirían muchas visitas?

—Al contrario, muy pocas. Mis padres vivían bastante retirados. Mi madre estaba casi siempre enferma. Recibíamos algunas visitas, pero amigos íntimos no teníamos.

—¿Puede usted decirme quiénes eran esas visitas?

La hija de los señores de Neira —a quien desde ahora llamaremos Carlota, pues tal era su nombre— pareció sorprenderse mucho:

—¿Por qué? ¿Sospecha de alguna?…

El juez sonrió de una manera extraña:

—No sospecho, investigo. En primer lugar, todavía ignoro quiénes son las personas que frecuentaban la casa de ustedes… Pero sean ellas quienes fueren es preciso conocerlas.

—Como usted quiera. Pero debo decirle que me parece imposible que el crimen de que mi madre fue víctima pudiese ser cometido por ninguna de las personas que nos visitaban. Como usted comprenderá no manteníamos relaciones con asesinos.

—¡Quién sabe!

—¡Señor juez!…

—Perdone usted, señora, pero mi deber es investigar.

—Sea pues. Visitas habituales ya he dicho a usted que no teníamos; pero de tarde en tarde nos visitaban entre otras personas…

Don Máximo la interrumpió:

—Necesito todas, señora.

Carlota Neira continuó sin alterar la frase:

—Entre otras personas, el general Cánovas, que fue compañero de armas de mi padre.

El juez asintió con la cabeza.

—Es mi amigo.

Carlota prosiguió:

—Don Juan Martínez Bande, empleado en el ministerio de Fomento. El doctor Mendoza, médico de la Infanta. Las señoras de la familia de Sepúlveda.

—¿Nadie más?

—Que ahora recuerde nadie más…

—¿Gente de una categoría inferior? ¿Para recados?

—La criada lo hacía todo…

El juez inquirió:

—¿De manera que usted no sospecha quién haya podido ser el autor?…

Carlota respondió:

—No; no tengo la menor sospecha.

—¿Ni siquiera sospechas vagas?

—Ni esas.

Hubo una pausa. El juez parecía reflexionar.

Carlota, impasible, esperaba que la interrogasen, tan fríamente como si se tratase de un asunto que le fuese extraño.

Don Máximo Baroja dijo al fin:

—Como usted sabe, la puerta de su casa no ofrecía señales de fractura. El asesino o asesinos —porque existe la sospecha de que hayan sido varios— debieron entrar, o aprovechando un descuido de la criada que hubiese dejado abierta la puerta, lo cual no me parece admisible, o habiendo sido admitidos a presencia de la infortunada víctima. ¿Cree usted que su desgraciada madre recibiría a personas que no conociese?

—No lo creo. Mi madre era muy miedosa, y solo recibía a las gentes de quienes no podía temer nada.

—En ese caso, si el individuo que entró en casa de ustedes con ánimo decidido de cometer el crimen no lo hizo con violencia, necesariamente ese individuo era del conocimiento de la víctima.

Carlota Neira respondió apenas.

—No lo creo.

—¿Cómo entró entonces?

—Eso a usted corresponde averiguarlo, señor juez.

El juez frunció el ceño, al mismo tiempo que doblaba entre sus manos la plegadera de marfil:

—¡Es un caso intrincado! La declaración de su señor padre podría hacer mucha luz. ¡Es lástima que el estado de su salud no le permita!… Usted afirma que la víctima era muy precavida y que no recibía sino a personas de su conocimiento; y esas personas son demasiado respetables para que pueda recaer sobre ellas la menor sospecha. Pero por otra parte, aparece demostrado que el asesino o asesinos entraron por la puerta de la calle, sin necesidad de violentarla, y lo que todavía es más extraño, entraron en una hora en que los asesinos profesionales no acostumbran a asesinar; porque el crimen también tiene sus horas. La hipótesis de que ama y criada fuesen sorprendidas debemos desecharla; porque si hubiese habido sorpresa, era natural que también hubiese habido alarma, pánico, gritos. Pues bien, según resulta de la declaración de varios vecinos nada se oyó, a no ser los gritos de la criada, ya herida, pidiendo socorro desde la ventana. Por lo demás, asaltar una casa navaja en mano para asesinar y robar en pleno día, y en una calle llena de gente, me parece muy poco verosímil. En Madrid, donde el crimen pasional es muy frecuente, no hay malhechores de ese jaez. Lo que hubo, a mi modo de ver, es una celada. El criminal o criminales que se introdujeron en casa de la víctima la conocían y eran conocidos de ella. Queda todavía la suposición de que el malhechor o malhechores hubiesen penetrado subrepticiamente en el interior de la casa; pero usted afirma que la víctima lo mismo que la criada eran muy cautelosas…

La enlutada no respondió.

Reinó un nuevo silencio. Evidentemente el juez esperaba que la dama dijese alguna cosa. Pero en vista de su silencio prosiguió:

—El móvil del crimen debió haber sido el robo, pues los cajones del buró se hallaban abiertos. Acerca de este punto quizá usted pudiese enterarnos…

—Sí, señor. Ele advertido la falta de tres mil pesetas que mi padre guardaba en el buró.

—¿Y en el guardajoyas no había alhajas?

—No, señor. Únicamente se guardaban allí papeles sin importancia.

—¿Cree usted que los asesinos se hayan llevado solamente las tres mil pesetas?

—Creo que sí; aun cuando no sé con certeza el dinero que mis padres tenían en casa.

Un guardia apareció en la puerta.

El juez preguntó con severidad:

—¿Qué se ofrece?

—Del hospital mandan a decir que la criada de la calle de Castelar…

El juez interrumpió vivamente:

—¿Ha muerto?

—No, señor.

—¿Entonces?

—Ha hablado.

El juez se levantó del sillón.

—Vaya usted inmediatamente en busca de un coche.

Salió el guardia a cumplir la orden, y el juez volviéndose a la hija de los señores de Neira murmuró:

—Usted tendrá la bondad de acompañar al juzgado.


* * *
 

Don Máximo Baroja tenía la fisonomía enérgica y leal de aquellos antiguos Alcaldes de Casa y Corte que retrataron el Greco y Pantoja.

¡La fisonomía del hombre que administra justicia, y la administra sin dolor!

Podría frisar en los cincuenta y cinco años. Su rostro llevaba impreso el sello de una bondad melancólica y grave. La gravedad le provenía de las funciones que ejercía la melancolía de la muerte de su hija.

Se comprendía que aún no se había consolado, y que la incesante sombra del humano pesar luchaba en su mente con la consoladora claridad de las esperanzas cristianas.

Lo único que lograba, en cierto modo, distraerle, era el desempeño de su cargo.

Se apasionaba por los asuntos difíciles, por los crímenes misteriosos, como el novelista por la intriga de la novela en que trabaja.

Cuando vinieron a decirle que la criada herida había hablado, don Máximo experimentó una de las mayores satisfacciones de su vida de juez y de su vida de hombre.

El sentimiento del triunfo realzaba a sus ojos el prestigio de su toga de juez.

Así fue que cuando el coche se detuvo frente al hospital, se apeó gravemente, y, volviendo a Carlota Neira, le dio la mano para ayudarla a bajar al mismo tiempo que sin sonreír, con austera cortesía, le decía:

—Ya hemos llegado. Tenga la bondad de seguirme.

Y entró en la mansión de la pena, como llamó un poeta al hospital.

Los que nunca han entrado en el hospital no pueden comprender la impresión de horror que inspira.

El hospital es la muerte.

Pasar junto a él, es pasar junto a ella.

Sus paredes son cárceles del dolor.

Sus salas, templos de la agonía.

El hospital parece la muralla levantada entre el ser y el no ser.

Cuando alguien entra en el hospital involuntariamente, nos parece que no debe volver a salir, como si aquel lugar fuese la antecámara de la eternidad.

Pasar junto a un hospital es recibir en el rostro el aliento de la muerte.

Penetrar en sus patios, en sus corredores, en sus salas, es penetrar en los propios dominios de la muerte.

No se penetra en el hospital, sin sentir frío en la carne. Diríase que todo el sufrimiento está allí acumulado: gritos y blasfemias, quejas y lamentos, os oprimen el corazón.

La visión del dolor es casi el dolor mismo.


* * *
 

Rápidamente el juez atravesó el patio del edificio, y dejó a Carlota Neira esperando en el despacho del Director.

Don Máximo desapareció por una puerta interior.

Poco después volvió acompañado de dos individuos, al parecer médicos.

Rápidamente, dijo, volviéndose hacia la hija de los señores de Neira:

—Tenga la bondad.

Carlota le siguió.

Sin pronunciar una sola palabra atravesaron salas y corredores; hasta que delante de una puerta uno de los médicos, el de más edad, murmuró:

—Aquí es.

Todos se detuvieron. El médico que había hablado empujó la puerta que, al girar sobre sus goznes, dejó ver una larga enfermería, instalada en un salón iluminado por amplias ventanas.

A derecha e izquierda, paralelamente se extendían dos largas filas de lechos de hierro numerados, en los cuales descansaban mujeres pálidas y ojerosas, rostros marcados por la muerte, figuras de resucitadas recuperando lentamente la vida.

Bajo las colchas blancas se dibujaban los cuerpos flacos y padecidos.

De pie, en el hueco de una ventana, una enferma parecía abstraída en la contemplación de la calle.

Por entre las dos hileras de lechos, adelantábase una Hermana de la Caridad, con mediano bulto de sábanas y almohadas planchadas en las manos; se detuvo viendo a los cuatro recién llegados.

Las enfermas se incorporaban en sus lechos y volvían hacia ellos sus rostros pálidos.

Uno de los médicos dijo indicando a Carlota Neira:

—Es conveniente que esta señora no se le presente de improviso.

El juez pareció contrariado. El médico prosiguió:

—Es necesario evitarle toda suerte de impresiones. Por ahora nada de personas conocidas…

Carlota Neira murmuró:

—En ese caso, yo me retiro…

El juez intervino:

—No, ¿si usted tuviese la bondad de esperar un poco?…

Carlota asintió con la cabeza, y se dirigió lentamente al hueco de una ventana, entre dos lechos, desde los cuales dos enfermas la miraban sorprendidas.

El juez y los médicos se dirigieron al fondo de la sala. El último lecho de la derecha estaba resguardado por un biombo.

Uno de los médicos dijo:

—Tenga la bondad de esperar, señor juez.

Y desapareció por detrás del biombo.

No tardó en aparecer diciendo:

—Puede pasar.

El juez pasó. El otro médico estaba a la cabecera de la infeliz criada de los señores de Neira.

El biombo hacía una penumbra en aquel ángulo de la enfermería.

La criada parecía dormitar. Sus brazos yacían inertes a lo largo del cuerpo.

Tenía la cabeza vendada, descansando sobre la nuca en una estrecha almohada, y no se movía. De tiempo en tiempo movía los labios y abría los ojos con un movimiento meníngeo y febril. Podría frisar en los treinta años.

Uno de los médicos se acercó a ella, le tomó el pulso, y je puso levemente una mano en la cabeza como para colocársela en mejor posición:

—¿Cómo se va encontrando?

La enferma no respondió.

Volviéndose hacia el juez, el médico dijo en tono confidencial:

—La encuentro peor que esta mañana.

Don Máximo Baroja palideció.

—¿Cree usted que no podrá hablar?

—Esta mañana habló; esto es, pronunció algunas palabras.

Y, volviéndose para la Hermana de la Caridad que estaba a los pies del lecho muda e inmóvil, preguntó:

—¿Ha vuelto a decir algo?

—Me pidió agua.

El juez interrogó:

—¿Y la herida cómo está?

Intervino el otro médico:

—La herida no tiene mal aspecto.

—¿Creen ustedes que podrá salvarse?

Los dos médicos se miraron sin atreverse a afirmar nada.

En esto la enferma movió una de las manos como queriendo juntarla con la otra. El juez, impaciente, se inclinó sobre el lecho observándola.

La enferma abrió los ojos y pareció mirar al juez con inteligencia.

Don Máximo Baroja, no pudiendo resistir al deseo de oírla hablar, le preguntó no sabiendo qué decirle:

—¿Usted me ve? ¿Oye lo que le digo?

La mujer pareció sonreír, pero no respondió.

Aquella sonrisa, sin embargo, era una esperanza.

Don Máximo se sintió animado y quiso proseguir.

—Deseo hacerle algunas preguntas. ¿Será capaz de responderme?

Claramente, en un suspiro, la enferma dijo:

—¡Sí!

Don Máximo estaba radiante; pero uno de los médicos intervino y le dijo al oído:

—No la fatigue, señor juez.

La enferma movió la cabeza protestando dulcemente.

El juez continuó:

—¿Se acuerda bien de lo que le sucedió?

La mujer respondió con una voz débil, pero clara:

—Sí; me acuerdo…

—Una pregunta nada más. ¿Sabe quién fue?… ¿Conocerá al hombre que…?

La enferma cerró súbitamente los ojos y no respondió.

Don Máximo agitado, nervioso, se volvió hacia los médicos:

—Es preciso que pase esa señora… En su presencia quizás hable.

Los médicos vacilaban:

—¡Es arriesgado!

—¡Puede impresionarse!

El juez insistió con gran interés. ¡La enferma estaba lúcida! Hablaba, oía, veía. ¿Qué peligro podía haber?

En realidad don Máximo no quería irse del hospital sin llevar aclarado el misterio.

Después de haber hecho hablar a una de las víctimas; después de haber llegado a aquel imprevisto resultado de evocar todo el crimen como si hubiese asistido a él, don Máximo se resistía a todo lo que no fuese llegar al descubrimiento decisivo y rápido del asesino.

Además temía que la muerte se llevase el terrible secreto.

Finalmente, se acordó llamar a Carlota Neira.

La Hermana de la Caridad fue a buscarla.

Carlota entró muy pálida.

El juez le dijo a media voz:

—Le explicaré de lo que se trata. La enferma va bien, que es lo esencial, y responde a lo que le preguntan, que es lo importantísimo. Con todo, no parece dispuesta a conversar conmigo. ¿Quiere usted hacer una pequeña tentativa?

Carlota objetó:

—Si mi presencia ha de impresionarle, sería mejor esperar…

Don Máximo Baroja, un poco contrariado, interrumpió:

—Las buenas ocasiones no deben desperdiciarse; y esta es una de ellas. La justicia tiene el deber y, naturalmente, el derecho de levantar hasta las mismas piedras de las sepulturas.

Carlota dijo apenas:

—Como usted quiera.

El juez se acercó de nuevo a la cabecera de la cama, inclinose sobre la enferma y murmuró en voz baja:

—¿Hay ánimo?

La mujer abrió los ojos, y don Máximo, aprovechando la ocasión, continuó:

—Tiene aquí una visita. ¿A ver si adivina quién es?

Y como la enferma no apartase los ojos y pareciese curiosa, todavía añadió:

—¡Es persona que la conoce mucho!

Después, inclinándose más, pronunció lentamente, desgranando las sílabas:

—¡Doña Carlota! ¡La hija de la señora!…

Al contrario de lo que recelaban los médicos, la enferma no manifestó la menor alteración al oír aquellas palabras.

Permaneció con los ojos abiertos, y pareció querer levantar la cabeza de las almohadas.

En este momento Carlota se acercó, y tomándole una mano murmuró:

—¡Pobre Catalina!

Hubo un largo silencio. Todos observaban a la enferma. De sus ojos abiertos vieron correr lentamente dos gruesas lágrimas.

Don Máximo intervino, a la vez autoritario y afable:

—Calma, calma… No se altere. Ya tiene aquí a doña Carlota. Respóndale, dígale quién fue… ¿Quién atentó contra su vida?

Carlota dijo con solicitud.

—Responda, Catalina.

La enferma, casi sin mover los labios, con voz muy apagada, murmuró:

—¡No sé!…

Don Máximo se inclinó bruscamente:

—¿Cómo no sabe?

La enferma, todavía con voz más débil, repitió:

—No sé.

Don Máximo, sorprendido y contrariado, volvió a insistir.

—¿Pero entonces no le conocía?

—¡No!

—¿No le había visto nunca?

—¡Nunca!…

—¿Si le volviese a ver le reconocería?

Fatigada, respirando trabajosamente, la enferma contestó:

—¡Tal vez!…

Y tornó a cerrar los ojos.

Los médicos intervinieron.

—Perdone usted, señor juez; pero por hoy basta.

Y el más joven añadió, mirando a su compañero.

—¡Quién sabe si habrá sido demasiado!

El grupo de aquellas cuatro personas se apartó lentamente del lecho donde la infortunada criada de los señores de Neira agonizaba.

V. Una pista

–¡La portera tiene llaves dobles de todos los cuartos!

Esta declaración hecha por varios inquilinos de la casa del crimen, y plenamente confirmada por un registro practicado posteriormente en las habitaciones de la portera, puso al juez sobre una nueva pista.

Don Máximo Baroja creía haber encontrado un cabo de aquella embrolladísima madeja.

Era evidente que para entrar en la casa, el culpable, o culpables, no habían practicado fractura alguna.

En su prudencia renunciaron a herramientas de todo género, sirviéndose evidentemente de una llave.

La breve declaración de la criada herida parecía confirmarlo.

¡Ella no había abierto la puerta!

Pero actualmente, la criada sufría un retroceso en su curación y no era posible interrogarla.

Los médicos empezaban a desconfiar de verla curada.

La llave correspondiente al piso que habitaban los señores de Neira, y encontrada en la portería, tenía las guardas llenas de aceite. Un examen de la puerta puso de manifiesto la existencia del mismo líquido en los goznes y en la cerradura. Era una prueba de las precauciones que habían adoptado los criminales.

Se hizo comparecer a la portera y se la preguntó si la cerradura había sido untada de aceite a lo que respondió que no.

Don Máximo Baroja la sometió a un largo interrogatorio.

—¿Cuántas llaves había para abrir la puerta?

—Dos, señor juez.

—La de usted y la de los inquilinos, ¿no es esto?

—Sí, señor.

—¿Usted dónde dejaba la suya?

—En la portería, pendiente de un clavo.

—¿Por qué tenía usted esa doble llave?

—Porque las tengo de todos los pisos. Eso es cosa del casero.

El juez tomó una llave que había encima de la mesa y se la enseñó a la portera.

—¿Es esta la llave que usted guardaba?

—Sí, señor.

—¿La reconoce usted?

—Sí, señor.

—¿Usted hacía uso de esa llave con frecuencia?

—No, señor; ¡nunca!

El juez la miró fijamente:

—Pues esta llave está impregnada de aceite lo mismo que la cerradura; lo cual indica que se ha hecho uso de ella. Procure usted recordar.

—¡No, señor, jamás hice uso de esa llave!… ¡No comprendo cómo eso puede ser!

El juez examinaba detenidamente la llave, encontrando manchas de aceite hasta en su asa. Desde luego opinó que la simple cerradura no podía haberla manchado tanto; pero decidió no insistir sobre ello con la portera.

Importaba que no sospechase de las dudas que acababa de despertar aquella mancha.

Obrando con gran habilidad, había resuelto dejar a la portera en libertad, para observarla y ver si de ese modo podían descubrirse sus cómplices.

El juez no dudaba que los tuviese.

Apenas la portera salió del despacho, don Máximo hizo llamar al inspector Bargiela, conocido generalmente por Bigotes, y le pidió informes de la portera de la casa del crimen.

Bargiela estaba ya perfectamente enterado.

La señora Gavina, la portera, era viuda. Tenía buena reputación en el barrio; pasaba por trabajadora excelente, y antes de entrar en la portería de la casa donde vivían los señores de Neira, había sido asistenta de aquella familia, sin que su conducta hubiese dado ocasión a la menor queja.

Don Máximo oyó en silencio los informes que le daba el inspector. Cuando este terminó de hablar, don Máximo dijo así:

—Sea lo que quiera, amigo Bargiela, encargue usted a uno de la secreta que la vigile. Esa mujer, aun siendo muy honrada, puede ser cómplice involuntaria del asesinato. Nada tendría tampoco de extraño que alguno haya seguido sus pasos, y haya aprovechado un momento de descuido para entrar en la portería y robarle la llave.

El inspector movió la cabeza.

—Si fuese así, no la hubieran devuelto después del crimen.

—¿Por qué no? Todos los indicios que tenemos son para hacer sospechar que ese asesinato ha sido cometido por criminales muy hábiles y muy audaces. Sí, amigo Bargiela, los autores de ese doble asesinato han debido emplear todo género de astucias para introducirse en la casa. En la visita ocular que el día del crimen hice al lugar del suceso he podido observar que en la escalera no había manchas de barro, que necesariamente debía estar adherido a las suelas de los zapatos después de haber pasado por la calle que, como usted recordará, era un lodazal.

El inspector contestó:

—La misma observación hice yo, señor juez.

—¿Y qué ha supuesto usted?

—Dos cosas: que los asesinos viven en la misma casa o que llegaron en coche hasta el mismo lugar del suceso.

—Eso mismo he supuesto yo.

Y don Máximo se levantó dando a entender que la conferencia había terminado. El inspector Bargiela salió.

Después de algunos paseos, el juez volvió a engolfarse en el estudio del proceso.

Don Máximo Baroja no era de los hombres que no dudan de nada; tenía confianza en su mérito y en su voluntad; pero una confianza limitada como la de todos los hombres de verdadero valer.


* * *
 

Tres horas después, cuando el juez se disponía a salir de su despacho, volvió a entrar el inspector de policía.

Don Máximo levantó la cabeza al oír el ruido de sus pasos:

—¿Qué hay de nuevo, don Camilo?

El inspector sonrió:

—Algo, aunque no mucho, señor juez.

—Veamos. Pero antes tome usted asiento.

El inspector arrastró una silla y empezó:

—Siempre he creído que eran dos los cómplices; pero ahora persisto en ello, tanto más señor juez, cuanto que uno de mis agentes repartidos por Madrid Moderno ha venido ahora a informarme que durante la tarde del crimen varios vecinos han visto un hombre inquieto y agitado que se paseaba a la entrada de la calle de Castelar.

—¿Y se reunió, sin duda, con alguna otra persona?

—No en aquel sitio; pero se le vio pasar más tarde en compañía de otro individuo por delante del Parque de Rusia. Ya ve usted que nos acercamos poco a poco al teatro del crimen.

—¿Y de la portera ha tenido usted nuevas noticias? ¿Se la ha visto con alguna persona desconocida o sospechosa?

—Acerca de eso, todavía no he recibido nuevos informes. Pero ya está vigilada, y si vuelve a verse con los asesinos, todos caerán en nuestras manos.

—¿No tiene usted nada más que comunicarme?

El inspector contestó suspirando:

—¡Nada más!…

Don Máximo le miró sonriendo:

—Poco es, pero confiemos en que otro día será más. Voy a recibir al confesor de la señora de Neira que ha sido citado para declarar hoy. Quizás nos ilumine algo en este grave asunto.

Don Máximo Baroja antes de separarse del inspector Bargiela le dio cita para el día siguiente a las once de la mañana.

Un instante después, el juez y el Padre Orera departían sentados frente a frente.

Don Máximo Baroja, dando en el vade pequeños golpes con la plegadera, decía:

—Ya he sido informado que usted, algunas horas antes del crimen, ha estado de visita en casa de la infortunada señora de Neira.

El Padre Orera asintió:

—Perfectamente exacto, señor juez. Yo era director espiritual de la señora de Neira. No puede usted figurarse qué trastorno me produjo esa terrible noticia, que supe por los periódicos.

—Me lo figuro. ¡Espantoso!

El sacerdote repitió:

—¡Espantoso!…

—¿Sabe usted si la señora de Neira esperaba aquella tarde a alguna persona?

—Sí, señor.

—¿Puede usted decirme lo que sepa acerca de ese punto?

El Padre Orera inclinó la cabeza y meditó un momento.

—¡Puedo decirle lo que me permita mi conciencia!

—¡Sea!

El Padre Orera murmuró como si hablase consigo mismo:

—¡Aquella tarde, la pobre señora de Neira esperaba a un joven gallego que le traía una visita de su esposo y de su hija, residentes en La Coruña!

—¿Sabe usted el nombre de ese visitante?

—No, señor. Pero será fácil saberlo preguntando a la familia.

El juez no respondió; después de una larga meditación llegó a decir:

—¿Podría usted facilitarme algunos detalles respecto al carácter y costumbres de la víctima?

El sacerdote se inclinó:

—Con mucho gusto.


* * *
 

Es un error suponer en absoluto que los jueces hacen sufrir al testigo que llaman a declarar en su presencia, con palabras estudiadas, con miradas sospechosas que le abruman; colocado en plena luz para sorprender sus menores gestos y verle palidecer, enrojecer o temblar.

Sucede muy a menudo todo lo contrario; pues cuando el juez da con un hombre bien educado, y honrado, tiene con él miramientos, y más bien le hace hablar que le interroga.

Es más conveniente, y a veces también más hábil.

El testigo, disgustado siempre de las molestias que le ocasiona un asunto que las más de las veces no le interesa ni afecta, suele entrar prevenido en el despacho del magistrado, y resuelto a no responder sino estrictamente a las preguntas que se le hagan.

Pero cuando el juez sabe cumplir con su deber, y comienza por disculparse de haber hecho esperar al testigo, el hielo se rompe, y desaparecen las prevenciones hacia el representante de la ley.

El testigo olvida el tiempo perdido, las punzadas del amor propio herido, y trata de corresponder del mejor modo a las pruebas de cortesía y finura de que es objeto.

Entonces habla y revela ciertos detalles que se había propuesto callar, y se entrega, siguiendo una expresión gráfica.

El juez escucha con atención, y el escribano, silencioso, casi invisible, toma notas y redacta su declaración.

Cuando está terminada y se trata de firmar, el testigo queda asombrado de haber dicho tantas cosas; pero las ha dicho, las reconoce, no puede negarlas, y firma sin reparo.

El Padre Orera hablaba, pues, con el señor Baroja como si estuvieran en un salón; pero, dicho sea en elogio de ambos, lo hacían de buena fe, y allí no existía preparación de ninguna especie.

En cuanto al Padre Orera, no deseaba otra cosa, por simpatía hacia la víctima, y por amor a la verdad, que decir lo que sabía.

He aquí un resumen de lo que dijo al juez, en aquella primera entrevista:

—La señora de Neira era mujer intranquila, nerviosa, muy nerviosa. Algunos creían que estaba loca, pero no es cierto. Yo he querido conocer aquella alma extraña, penetrar en ella: no me fue posible.

El juez interrumpió:

—¿No era usted su confesor?

—Lo era, y sin embargo, esa dama asesinada, ha sido siempre un misterio para mí. Vivía siempre intranquila. ¿Por qué? No lo he sabido jamás.

Sus nervios estaban vibrando siempre, sus ojos parecían estar contemplando siempre una cosa desconocida que se agitase con ritmo al compás de los latidos de su corazón. Sus labios se movían frecuentemente sin pronunciar palabras. Ella entonces nos decía que hablaba con un espíritu.

Su marido, don Román Neira, un caballero y un cristiano a carta cabal, me consultaba frecuentemente sobre estas cosas de su señora. Es muy piadoso y temía que el demonio anduviese en todo aquello. Yo le tranquilizaba siempre. «Son los nervios, Román». Porque somos amigos desde la infancia. Le conocí en el Instituto. Era un chico excelente, muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias llegamos a hacer amistades y andábamos siempre juntos.

Terminados los estudios en el Instituto, nos separamos y pasamos muchos años sin saber el uno del otro.

Aquí en Madrid volvimos a vernos. Él ya estaba casado, yo ya era sacerdote.

Se alegró mucho al verme, se empeñó en llevarme a su casa y en presentarme a su mujer y a su hija.

Entonces aún no vivían en Madrid Moderno.

La casa de Román era grande, y estaba junto a la Plaza del Callao, en una callejuela estrecha, cerca de otra casa donde hace años se cometió un crimen del cual se habló mucho en Madrid, y en toda España.

La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto miserable con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

El primer día que, cediendo a las cariñosas demostraciones de Román, fui a verle, sentí una extraña impresión.

Me introdujeron en una sala grande y obscura. Junto al balcón estaban sentadas la esposa y la hija de mi amigo.

La madre leía, la hija bordaba. No sé por qué me dieron miedo.

Las dos se levantaron al verme llegar con Román. Me saludaron muy amables.

Mientras hablaba la madre, la hija se sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara… Cuando hablaba la hija, la madre se sonreía del mismo modo…

Román me pareció un poco contrariado. Sin duda comprendía que su familia no me había sido completamente simpática.

Me despedí pronto, y me marché a mi casa.

En toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Resolví no volver a casa de Román.

Un día vi a su mujer y a su hija que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío al verlas.

Pasó mucho tiempo sin hallarme con Román en ninguna parte; pero un día me avisaron de su casa diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré en la cama. Parecíame muy cambiado; en voz baja y contristada me dijo que deseaba verse lejos de su mujer y de su hija.

Quedeme asombrado, porque las dos mujeres le atendían con cariño y le cuidaban con esmero; pero tenían una sonrisa tan rara, tan rara.

Una vez, al levantar a Román cada una por su brazo, este hizo una mueca de dolor.

Le pregunté:

—¿Qué tienes?

Y me enseñó dos cardenales inmensos que rodeaban sus brazos como un anillo. Luego murmuró en voz baja:

—Han sido ellas.

—¡Ah! Ellas…

—No sabes la fuerza que tienen. Son iguales, rompen un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña, que mueven un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después, ya repuesto de su dolencia, Román se presentó en mi casa. Estaba muy preocupado.

Me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana, sonaba la campanilla de su casa, se abría la puerta y no se veía a nadie…

Me obligó a ir a su casa, y rociarla con agua bendita. No era cosa de negarme y fui; pero la campanilla siguió sonando en los días sucesivos.

Román volvió a buscarme. De nuevo tuve que acompañarle a su casa.

Allí hicimos un gran número de pruebas.

Nos apostábamos junto a la puerta… ¡Llamaban!… Abríamos… ¡Nadie!…

Dejábamos la puerta abierta para poder abrir en seguida. Llamaban… ¡Nadie!…

Por fin, quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó…

Román y yo nos miramos estremecidos de terror.

Román me dijo en voz baja y misteriosa:

—¡Son ellas!

—¿Quiénes?

—Mi mujer y mi hija.

—¿Estás seguro?

—Sí.

La campanilla sonó con estrépito, y nos miramos sin atrevernos a hablar.

Convencido de que eran ellas, Román, sin oír mis consejos en este punto, fue a consultar el caso con una gitana, que le vendió algunos amuletos que Román colocó detrás de todas las puertas; pero al día siguiente los amuletos habían desaparecido.

Cediendo a los megos de Román, volví a bendecir la casa. Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

El Padre Orera hizo una pausa; luego añadió sonriendo:

—Antes de ponerle a usted al corriente de otros hechos, mi señor don Máximo, debo decirle que yo tengo la chifladura de la fotografía.

Don Máximo sonrió a su vez, y dijo:

—Yo también, Padre Orera.

—Pues ya somos dos. Con el permiso de usted, continúo. Tenía yo una hermosa máquina fotográfica. Desde que llegara la primavera, todos los días Román y yo íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

A Román acabará por pegársele mi chifladura.

Pero voy al caso. Un día antojósele a la señora de Neira que los retratara yo a los tres en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Galicia. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se puso la familia. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas.

En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la madre y de la hija se veía una mancha obscura.

Dejamos secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Carlota, la hija de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de las dos señoras se veía una sombra blanca, de mujer también, y de facciones parecidas a las suyas.

En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre ellas, como hablándoles al oído.

Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados…

Carlota miró las fotografías y sonrió, sonrió… Esto era lo grave.

Yo salí de la casa perseguido por el recuerdo de aquella sonrisa.

Todavía al entrar en mi habitación, al pasar junto a un espejo, me pareció ver a las dos mujeres en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

Calló el Padre Orera, y don Máximo Baroja levantándose, murmuró:

—Todo eso es muy curioso, muy curioso. Si no le sirviese a usted de molestia, reanudaríamos esta conversación otro día. El Padre Orera se levantó a su vez:

—Con mucho gusto, mi señor don Máximo.

Se despidió, y el juez le acompañó hasta la puerta.

Poco después entraba un alguacil con un pliego cerrado y lacrado. Don Máximo Baroja rasgó el sobre y leyó.

¿Qué decía el pliego, que antes de acabar su lectura el juez pulsó el timbre con mano acelerada y febril?

VI. Víctor Rey

La policía acababa de detener a un individuo sospechoso…

La causa aparente de la detención era embriaguez y blasfemia; pero la verdadera era otra.

Hela aquí:

El Gerente del Crédito Argentino había denunciado particularmente, como autor de la sustracción de cinco mil francos en billetes del Banco Belga, a un empleado de la casa.

La policía, obedeciendo instrucciones del Gobernador, le había detenido con un pretexto especioso, que a nada comprometía, dado caso que el desfalco no se probase suficientemente.

En el interrogatorio a que fue sometido, respondiera confesando que había retirado de la caja cinco mil francos en diferentes veces, y que a pesar de sus deseos y sus esfuerzos por reembolsarlos no le fuera posible, por absoluta carencia de recursos.

El detenido dijo llamarse Víctor Rey, de treinta años de edad, natural de Santiago de Galicia.

Era alto y delgado, casi flaco, de aspecto fatigado.

Vestía con relativo esmero, pero sus ropas muy raídas, revelaban haber pasado por todas las alternativas de la miseria disimulada.

Tenía una figura dolorida. Los ojos grandes, profundos, de mil expresiones; la boca desdeñosa, la frente altiva.

Su fisonomía decía sufrimiento, dolor, angustia; pero decía al mismo tiempo astucia y fuerza.

¿Quién era aquel hombre?

La policía apenas reparara en él.

Parecía insignificante.

Además de los criminales que practican el crimen como profesión, hay los criminales del acaso, y la policía también está familiarizada con ellos.

Los criminales de ocasión son los delincuentes que cometen una falta de la categoría de las faltas reparables.

Al hecho de cometer faltas de esta naturaleza se llama resbalar.

Para un juez, y sobre todo para un jurado, resbalar no es caer.

Entre la policía, el pequeño falsario, el prevaricador cogido en flagrante delito de fraude, en suma, todo aquel que no ha sufrido condena y que la inicia con una falta leve, pertenece al gran montón anónimo de los que resbalan.

Víctor Rey fue incluido en ese número.

Su aspecto, su porte, su modo de vestir y de explicarse, le conquistaron el derecho de ser incluido entre los delincuentes que resbalan, para quien el fiscal, a pesar de su carácter de acusador, tiene siempre una palabra benévola.

El desfalco realizado por Víctor era un hecho que había pasado casi inadvertido. Los periódicos no hablaron de él. Aquello no interesaba a la opinión.

El mismo don Máximo Baroja, juez en aquella causa, apenas había puesto atención en ella.

Víctor estaba en libertad bajo fianza, y el expediente dormía.

Y quizás durmiese mucho tiempo si una mañana Carlota Neira no se presentase en el despacho del juez.

Don Máximo Baroja le salió al encuentro, interrogando:

—¿Alguna novedad, señora?

—Creo que sí.

—Pues usted dirá. Soy todo atención y oídos.

Carlota empezó:

—Por casualidad, ayer tuve noticia de un desfalco cometido por un tal Víctor Rey.

El juez interrumpió:

—Efectivamente; yo entiendo en esa causa.

—Pues bien; ese Víctor Rey era conocido de mi madre, y algunas veces iba a verla.

Don Máximo Baroja, visiblemente preocupado, repitió por lo bajo:

—¡Iba a verla!

Carlota interrumpió:

—El otro día me olvidé de decírselo a usted. A no haber mediado la coincidencia de su prisión, creo que no me habría acordado de su nombre.

El juez interrogó:

—¿Usted conoce los antecedentes de ese hombre?

—Poco.

—¿Cómo le han conocido ustedes?

—Cuando vino a Madrid trajo una carta de recomendación para mi pobre madre.

—¿De quién era esa carta?

—De una moribunda.

El juez miró con sorpresa a Carlota Neira. Después de la declaración del Padre Orera, aquella mujer le parecía envuelta en un misterio malsano.

Carlota añadió con profundo respeto:

—La Condesa de Porta-Dei, amiga de mi madre desde la infancia, firmaba esa carta.

—¿Y la Condesa ha muerto?

—Antes de que mi madre recibiera su carta, había dejado de existir.

Don Máximo Baroja reflexionaba. Carlota Neira, con los ojos fijos en el vacío, movía los labios. Parecía que hablaba con un espíritu.

Después de una pausa, don Máximo Baroja arguyó:

—Según mis informes, ese Víctor Rey es hombre humilde. ¿Cómo pudo conseguir una carta de la Condesa?

—No sé. El nacimiento y la vida de ese muchacho es un misterio.

—¿Quiénes son sus padres?

—No tiene padres conocidos.

Hubo otra pausa, al cabo de la cual el juez interrogó de nuevo:

—¿Sabe usted por qué medios se hizo con la carta en que la Condesa le recomendaba?

—Se ha criado en el palacio de Porta-Dei.

—¿De caridad?

—Creo que sí.

—¿La Condesa le distinguía mucho?

—Mucho.

—¿Era soltera la Condesa?

—No; era viuda.

—¿Joven?

—No; muy anciana.

—¿Tenía hijos?

—Una hija que profesó en un convento a los quince años.

—¿Vive?

—Lo ignoro en absoluto.

—¿Tiene usted algún rasgo importante que poder comunicarme respecto al carácter y costumbres del interfecto Víctor Rey?

—Muy poco más, señor juez.

—Veamos.

—Hará como unos tres años que está en Madrid, y vivió siempre muy irregularmente. Malas compañías. Creo que también el juego y el vino. Al principio mis padres le protegieron. Se nos presentó algunas veces en casa, de ahí datan sus visitas, pero luego cesaron… En una palabra, como usted, señor juez, había manifestado interés por saber quiénes eran las personas que iban a nuestra casa, creí que no debía ocultarle esta, de la cual el otro día me había olvidado.

Don Máximo Baroja aprobó con la cabeza.

—Perfectamente. La indicación puede tener gran utilidad.

Se quitó los anteojos de guarnición de oro, los dejó sobre el vade, y se puso en pie.

Al mismo tiempo decía, dirigiéndose a Carlota Neira:

—Perdone usted que la haya retenido y molestado tanto tiempo. Perdone usted.

Y la acompañó hasta la puerta.

Apenas salió Carlota Neira, el juez tocó el timbre con fuerza, como hacía siempre que tenía que transmitir alguna orden a la cual concedía verdadera importancia.

Un alguacil apareció.

El juez llenó rápidamente una hoja de papel que entregó al alguacil:

—Esto al inspector Bargiela. Es una orden de prisión que hay que cumplimentar inmediatamente.

El alguacil saludó y salió.


* * *
 

Dos horas después el inspector Bargiela entraba en el despacho del juez.

—Ahí está el detenido, señor don Máximo.

Don Máximo, que estaba entretenido en hojear una causa, la dejó vivamente sobre la mesa y contestó:

—Hágale entrar, Bargiela.

Bargiela se dirigió a la puerta, y el juez añadió:

—Y que entren también los guardias.

Salió el inspector, y momentos después dos guardias introducían al preso en el despacho del juez.

Don Máximo, dirigiéndose a los guardias, indicó brevemente:

—Siéntense los dos.

Y volviéndose al detenido añadió designándole un lugar:

—Usted ahí.

El preso ocupó una silla, colocada delante del banco donde se sentaran los guardias.

Durante algún tiempo no se pronunció una palabra.

Don Máximo, que había cogido su plegadera y daba golpes con ella sobre el vade, miraba distraídamente al preso como preparándose a interrogarle.

Víctor Rey no parecía ni perturbado ni conmovido, antes al contrario muy dueño de sí.

Él dio comienzo al interrogatorio en esta forma:

—¿Cuánto tiempo llevaba usted empleado en el Crédito Argentino?

—Como unos seis meses.

—¿Qué hacía usted antes?

Víctor Rey sonrió como quien se disculpa. Después murmuró:

—Nada.

Don Máximo Baroja exclamó sorprendido:

—¿Nada? ¿Pues de qué vivía?

—De mi propia miseria.

Y agregó luego:

—La miseria es un modo de vivir.

El juez se enderezó en su sillón, y dijo severamente:

—No estamos aquí para hacer frases. Responda sencillamente a lo que le pregunto.

Víctor insistió:

—¿Y cómo quiere el señor juez que le responda?

Al mismo tiempo sonreía burlonamente.

Hubo una larga pausa.

Don Máximo Baroja dudaba entre encolerizarse, o tomar a broma las audaces réplicas del preso.

Por un lado le parecía que su autoridad sufría cierto menoscabo; pero por otro su espíritu amplio y curioso no dejaba de hallar interesante la actitud del acusado.

Víctor Rey era la encarnación del trabajador actual, que tiene el corazón y la inteligencia rebosante de lecturas y predicaciones socialistas.

Don Máximo Baroja prosiguió el interrogatorio con gran cautela.

—Usted no ignora que ha sido acusado de un desfalco…

Víctor, sin inmutarse, hizo con la cabeza un gesto de aquiescencia.

Don Máximo Baroja continuó:

—¿Qué motivos le llevaron a cometer ese desfalco o desfalcos, porque según parece son varios?

Víctor sonrió:

—Preguntar al hombre por qué delinque, señor juez, es como preguntar al enfermo por qué sufre…

Don Máximo Baroja pareció impacientarse:

—Advierto al acusado que no estamos aquí para hacer socialismo. Le pregunto cuáles fueron las causas determinantes que le indujeron al robo. ¿Fue la necesidad?

—¡No!

—¿Fue algún vicio dispendioso?

Nuevamente Víctor respondió con firmeza:

—¡No!

—¿Qué fue entonces?

Fríamente, como quien monologuea, Víctor empezó a decir:

—Es inútil interrogarme sobre ese punto, señor juez. Los motivos que me impulsaron a cometer los actos de que se me acusa no pertenecen al dominio de la curiosidad judicial.

Hizo una larga pausa, y viendo que el juez no decía nada, continuó con gran desenfado:

—En los hechos que se reputan como ofensivos de la moral social, hay siempre dos aspectos diferentes: el aspecto público y el aspecto privado. Lo que es público es el acto en su esencia, lo que es privado es el acto en su origen.

Calló el acusado, sin que el juez le hubiese interrumpido un solo momento. Lo que al principio juzgara desfachatez, ahora le parecía curioso y raro. Por algún tiempo tuvo la impresión de que se hallaba en presencia de un loco o de un maniático, y creyó que para no exacerbarle, lo mejor, o cuando menos lo más prudente, sería tratarle con deferencia.

—¡Bien! ¡Bien, dejemos eso!…

Y don Máximo Baroja se quitó los anteojos y se los limpió prolijamente. Después, como buscando manera hábil de empezar un nuevo interrogatorio, preguntó:

—¿Puede el acusado referirme lo que hizo el día en que cometió el último desfalco en la caja del Crédito Argentino?

Al formular esta pregunta el juez no apartaba los ojos del preso, que contestó sin huir la vista:

—¡Qué sé yo!… ¡Tantas cosas!

Don Máximo Baroja no dejaba de observarle con atención.

—¿Quiere decirse que no se acuerda?

Víctor, sin alterarse, inmóvil en la silla, los ojos fijos en los ojos del juez que lo miraba siempre, repuso vagamente:

—¿De lo que hice ese día?

—Sí; de lo que hizo en ese día…

Hubo un silencio.

El juez, impasible, seguía observando al acusado, esperando sorprender en su rostro algún gesto delator.

A su vez el acusado le miraba, parecía querer investigar también.

Un reloj de pared hacía oír el monótono latido de su péndulo.

En el banco colocado detrás del acusado los dos guardias parecían dormitar.

Allá fuera caía la tarde.

Don Máximo Baroja sin dejar adivinar su intención murmuró solapadamente:

—¡Es lástima que tenga tan mala memoria!…

El acusado no respondió. Entonces el juez volvió a insistir:

—¿No recuerda dónde estuvo? ¿En qué pasó el tiempo? Víctor Rey cerró los ojos como si quisiese recordar y pronunció vagamente:

—Creo que fui a casa…

—¿Y volvió a salir?

—Creo que sí…

—¿Qué hora sería?

—No puedo precisar…

—¿Sería anochecido?

—Creo que sí…

—¿Esta hora, poco más o menos?

—Sí, poco más o menos.

—¿Y a dónde fue?

—No sé… Anduve por las calles…

—¿Por qué calles?

—No recuerdo.

—Vea si recapacitando.

—No sé… Anduve sin rumbo…

—¿No encontró algún conocido, algún amigo? ¿No habló con alguien?

—No… Anduve solo…

—De manera que no puede indicarme a nadie que lo haya visto en esa ocasión.

—A nadie.

El juez, que durante todo este interrogatorio no desviara los ojos del rostro de Víctor, mudó entonces de posición, Y dijo:

—¡Es de lamentar! ¡Muy de lamentar!

Víctor preguntó sin inmutarse:

—¿Por qué?

—Ya lo sabrá más tarde.

—La verdad, no comprendo qué interés pueda tener saber lo que hice esa tarde…

Don Máximo Baroja contestó:

—Pues sepa el acusado que tiene un interés muy grande. Víctor, encogiéndose de hombros, murmuró:

—Pues me extraña.

El juez, reclinándose en el sillón, prosiguió:

—¿Y durante las primeras horas de la noche, qué hizo? —Volví a casa.

—¿A comer?

—No; no comí.

—¿No comió entonces en ese día?

—No comí en casa.

—¿Entonces por qué fue a ella?

—No sé… Estaba como atontado…

—¿Volvió a salir?

—Volví.

—¿Adónde fue?

—A un café.

—¿Comió allí?

—Sí, señor.

—¿A qué hora se recogió?

—No me recogí.

—¿Durmió entonces esa noche fuera de casa?

—Dormí.

—¿Dónde?

—En casa de una mujer.

—¿Puede decirme el acusado quién es esa mujer?

Víctor tardó un momento en contestar. Luego con estudiada calma murmuró:

—Puesto que el señor juez lo desea, no tengo inconveniente.

—Diga entonces.

—Es una mujer perdida.

—Su nombre.

—Me parece que se llama Adela.

—¿Hace mucho tiempo que usted la conoce?

—Esa noche por primera vez.

—¿Su domicilio?

—No recuerdo.

—¿Cómo se explica eso?

—Era de noche y fuimos en coche. Ella dio las señas al cochero.

—¿Pero al salir vería usted la calle?

Víctor sonrió.

—Al salir no veía nada.

—¿Cómo?

—Creo que salí completamente borracho, y, francamente, no me acuerdo de nada.

El acusado quiso añadir algunas otras explicaciones, pero el juez no le dejó proseguir.

Don Máximo Baroja ya tenía formado su juicio definitivo. Volviéndose a los guardias, que sentados detrás del preso dormitaban, dijo:

—Llévense a ese hombre.

Al mismo tiempo alargaba al inspector Bargiela una orden escrita y sellada.

Era el mandamiento de prisión.

El detenido lo comprendió así, y se volvió interrogando:

—¿No sigo en libertad bajo fianza?

—No, señor.

Y el juez, con un gesto, ordenó a los guardias que se lo llevasen.


* * *
 

Una cosa, especialmente, llamó la atención del juez en la declaración de Víctor Rey; y fue esta aseveración del acusado: «No pasé la noche en mi casa, sino en casa de una mujer».

El juez recordaba la voz y el gesto con que estas palabras fueran pronunciadas, y les concedía entero crédito.

Pero don Máximo Baroja dudaba que Víctor Rey no conociese a la mujer en cuestión.

Le parecía extraño que no recordase la casa ni la calle.

Decidió averiguar qué clase de relaciones tenía Víctor, y confió esta misión al inspector Bargiela, que inmediatamente se puso sobre la pista.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, el inspector sostenía una animada conferencia con el juez acerca de aquel interesante punto.

Don Máximo, sentado delante del buen fuego que ardía en su despacho oía en silencio, y de cuando en cuando formulaba alguna pregunta.

El inspector Bargiela decía:

—Según mis informes, ese Víctor Rey, a más de una novia honrada, llamada Soledad, sostiene relaciones con una antigua cantadora del café del Brillante.

Don Máximo Baroja sonrió.

—Vamos, un tenorio.

—Casi, señor juez.

—Y esa cantadora, ¿tiene usted informes de ella?

—Algunos he podido recoger, sí, señor.

—Veamos.

—Se llama Paca la Gallarda.

El juez interrumpió:

—¡Paca la Gallarda! Yo creo que he entendido en una causa contra esa prójima.

—Efectivamente, estuvo procesada.

—¿Sabe usted por qué delito?

—Por infanticidio.

—El jurado la absolvió, ¿verdad?

—Sí, señor. El hecho no pudo probarse.

—Ahora recuerdo. Veamos, amigo Bargiela, qué ha sabido usted de esa señora…

—Ya he dicho que mis informes no son todavía completos, señor juez.

El juez hizo un gesto.

—Deje usted las disculpas, amigo Bargiela. Adelante, adelante.

El inspector Bargiela se atusó el negro y frondosísimo bigote. Sacó del bolsillo interior de su levita una cartera llena de notas, y empezó:

—Si el señor juez preguntara al primer parroquiano del café del Brillante que aquí se presentase, acerca de la conducta de Paca la Gallarda, le respondería en el acto, y sin titubear, que era una cantadora con vistas al amor libre.

El señor Baroja sonrió, aprobando de esta manera la pintoresca forma que el inspector tenía de expresarse.

—Sepamos ahora cuál es la opinión particular de usted, amigo Bargiela.

—Si he de ser franco, todavía no la tengo señor juez. Esa Paca la Gallarda ha cantado un año o dos en el café del Brillante; pero hace bastante tiempo que lo ha dejado; y como no tiene medios de existencia conocidos y como vive entre gente del bronce que gasta y triunfa, se sospecha naturalmente que una o muchas personas atienden a sus gastos.

Don Máximo Baroja asintió:

—Y así debe ser. Ahora empiezo a ver claro. Ese Víctor Rey ha robado para ella.

—La misma sospecha tuve yo, señor juez.

—Pues me alegro de que hayamos coincidido.

—Sin embargo, con certeza no he podido averiguar nada. He preguntado a mucha gente sin conseguir más que detalles vagos. Los informes recogidos no le son siempre desfavorables.

—¿Cómo entonces se explica que esa mujer viva en la holganza y viva bien?

—Nadie se lo explica. La existencia de Paca la Gallarda es un misterio; uno de esos misterios que ocupan durante un mes a las gentes del barrio, y que luego olvidan para ocuparse de otros.

Don Máximo Baroja murmuró como si hablase consigo mismo:

—Pues yo me encargo de aclarar ese misterio que puede hoy tener cierta importancia.

—Es casi seguro, señor juez.

Hubo un silencio que don Máximo Baroja fue el primero en romper.

—Es preciso, amigo Bargiela, que usted tome algunos informes del origen de esa mujer. ¿De dónde viene? ¿Dónde ha nacido? ¿Quiénes son sus padres?

Una gran sonrisa de satisfacción erizó los bigotes del inspector Bargiela.

—Tengo ya esos informes, señor juez. Paca la Gallarda es andaluza, hija de madre gitana y de padre francés.

—¿Y esos padres dónde se encuentran?

—El padre, un comisionista francés, debió haber vuelto a Francia; la Gallarda es hija natural, la madre creo que ha muerto.

—¿Cómo Paca la Gallarda fijó su residencia en Madrid?

—Vino con una familia de novilleros andaluces. Siendo muy chica todavía, formó parte de la cuadrilla de Niñas Cordobesas.

—¿En qué época conoció a Víctor Rey?

—Cuando este llegó a Madrid. Hace tres años próximamente.

—El procesamiento por infanticidio a que la Paca estuvo sujeta debió empezar poco después…

—Sí, señor.

—¿Sabe usted si Víctor Rey ha figurado en la causa?

—Creo que no.

—De cualquier manera, será preciso revisarla. El asunto, a la verdad, no sé si se aclara o se complica.

Y don Máximo Baroja, después de pronunciadas las anteriores frases, quedó sumido en hondas reflexiones.

El inspector no se atrevía a turbarlas. Retorciéndose los bigotes, esperaba que el juez le interrogase de nuevo.

El reloj dio las once.

Un alguacil entró a anunciar que esperaban algunos testigos citados para aquel día.

El juez levantó la frente, cargada de pensamientos.

—Que esperen un instante. Ya avisaré yo…

Luego, volviéndose hacia el inspector, añadió:

—Para concluir, amigo Bargiela, ¿se ha enterado usted de la vida de esa mujer después del desfalco cometido por Rey, y sobre todo, de su actitud después de la prisión de este?

—Sí, señor.

—¿Y cuál es?

—Tranquila. Ayer noche estuvo, como de costumbre, en el café del Brillante con una amiga y dos toreros.

Don Máximo Baroja frunció las cejas, y dando en el vade un golpe con la plegadera, que esgrimía hacía rato, exclamó:

—¡Pues, señor, no creo en esa tranquilidad!

Y tocó el timbre para avisar que podían ir entrando los testigos que esperaban en los pasillos.

VII. Historia antigua

El nacimiento de Víctor Rey estaba envuelto en el misterio.

Su infancia se deslizara a la sombra del viejo palacio de los condes de Porta-Dei, en una de las calles más tristes y silenciosas de la ciudad compostelana.

La presencia de Víctor en el palacio no fue nunca explicada por nadie.

No se sabía si estaba allí en calidad de deudo, de familiar o de asilado.

En el palacio apenas entraba alma viviente.

La Condesa, viuda y sola desde hacía muchos años, solamente abandonaba su noble retiro para ir a misa a la catedral.

Un jardín señorial, lleno de noble recogimiento, cercaba el palacio.

Entre mirtos seculares, blanqueaban estatuas de dioses, ¡pobres estatuas mutiladas!

Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas.

Algún tritón cubierto de hojas borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra con un latido de vida misteriosa y encantada.

La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las damas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla.

¡Era muy piadosa la Condesa!

Aristócrata a la usanza antigua, vivía con los ojos vueltos hacia el pasado, ¡ese pasado que los reyes de armas poblaron de gentiles leyendas heráldicas!

Carlota Elena Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta-Dei, las aprendiera cuando niña, deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Bradamín; una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía, signadas por el señor rey don Carlos I.

La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aferradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza, con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas, y sus escudos de dieciséis cuarteles miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata.

La Condesa era hija única del célebre marqués de Bradamín, que tanto figuró en la primera guerra carlista.

Hecha la paz después de la traición de Vergara —nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio—, el marqués emigró a Roma.

Aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa Rey, y el caballero español fue uno de los gentiles hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano.

Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles, y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso: el mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia.

Los títulos de Marqués de Bradamín, Conde de Barbanzán y Conde de Lantaño extinguiéronse con el buen caballero don Pedro Aguiar y Mendoza, que maldijo en su testamento con arrogancias de castellano leal a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que traidor o vanidoso pagase lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la gracia de Dios.

Su hija admiró la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos; pero suspiró siempre por el marquesado de Bradamín: para consolarse leía el nobiliario del monje de Armentáriz donde se cuenta el origen de aquel esclarecido linaje.

Si más tarde tituló de Condesa, fue por gracia pontificia.


* * *
 

Fray Ángel, el capellán de la Condesa, era una especie de mayordomo de la casa. Era una tarde de invierno, y Fray Ángel con paso de lobo atravesó el jardín y entró en el palacio.

La mano atezada y flaca de capellán levantó la blasonada cortina de terciopelo que cubría la puerta del salón.

—¿Da su permiso la señora Condesa?

—Adelante, Fray Ángel.

El capellán entró sin hacer ruido.

Allá en el fondo del estrado suspiraba la noble señora tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. La Condesa rezaba en voz baja y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas del rosario traído de Jerusalén.

Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio, agitaban la obscuridad, palpitaban en el silencio, como las alas del murciélago Satán…

Fray Ángel se santiguó al entrar.

—¡Válgame Dios! ¿Sin duda el demonio continúa martirizando a la señorita Beatriz?…

La Condesa puso fin a su rezo santiguándose con el crucifijo del rosario, y murmuró:

—¡Pobre hija mía! El demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego… Me han hablado de una saludadora que hay en Céltigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros.

Fray Ángel movía la tonsurada cabeza.

—Sí que los hace, pero lleva veinte años encamada.

—Se manda el coche.

—Imposible por esos caminos.

—Se la trae en silla de manos.

—Únicamente. Pero es difícil, muy difícil… La saludadora pasa del siglo, es una reliquia…

Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio. Era un viejo astuto y montaraz, de ojos enfoscados y perfil inmóvil, como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las viejas catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral.

La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que sollozaba casi sin voz:

—¡Pobre hija! ¡Pobre hija!

Fray Ángel murmuró:

—¿Acaso estará sola?

La Condesa se volvió levemente, al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba su cabeza en los cojines del canapé.

—Está con mi tía, la Generala, y con el señor penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.

—¡Ah! ¿Pero está aquí el señor penitenciario?

La Condesa respondió tristemente:

—Mi tía le ha traído.

Fray Ángel se puso en pie, con extraño sobresalto.

—Señora Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Céltigos. Si se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.

La Condesa juntó las manos.

—¡Dios lo haga!

Y la noble señora se levantó también para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo enarcando el espinazo, y la siguió maullando…

La Condesa entró en la alcoba de su hija.

Beatriz parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera legado a la Condesa por Fray Diego Jiménez, un obispo de la noble casa de Bradamín, tenido en opinión de santo.

La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, obscura y triste. Tenía angostas ventanas de mainel, donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con los clavos danzarines en los floreados herrajes.

El señor penitenciario y la anciana Generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo.

Entró la Condesa procurando aparecer serena; llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinose en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una Dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa: prócer de estatura y muy blanca de rostro; con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado, que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras.

El señor penitenciario se acercó:

—Condesa, necesito hablar con ese Fray Ángel…

La voz del prebendado, acariciadora y susurrante de ordinario, estaba llena de severidad.

La Condesa se volvió sorprendida.

—Fray Ángel no está ahora en el palacio.

Y los azules ojos de la dama, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba la sonrisa amable y prudente de una dama devota.

La anciana Generala, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedo:

—No hablen ustedes aquí… Carlota, es preciso que tengas valor.

—¡Dios mío! ¿Qué pasa?

—Calla, que tu hija no advierta nada. El señor penitenciario te dirá… ¡Calla!…

Y al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia:

La anciana señora volvió sola al lado de Beatriz; posó un momento su mano llena de arrugas sobre la frente tersa de la niña, y murmuró:

—¡Hija mía, no tiembles!… ¡No temas!…

La Condesa y el penitenciario se dirigieron al salón.

Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero lucían en la obscuridad. La gran copa de cobre adornada con dos medallones llenos de abolladuras aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas.

En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre las cortinas de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: el puente de plata y los nueve róeles de oro, que don Enrique III diera por armas al señor de Bradamín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo.

Las rosas marchitas perfumaban la obscuridad y el silencio, deshojándose en los antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas…

Un criado encendió los candelabros de plata que había sobre las consolas, y se retiró en silencio. Poco después, la Condesa y el penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula, abatida por obscuro presentimiento, se dejó caer en un sillón.

El eclesiástico, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir:

—Es un terrible golpe, Condesa. Hace veinte años que soy penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto… La confesión de esa niña enferma todavía me estremece.

La Condesa levantó los ojos.

—¿Se ha confesado?… ¡Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia! He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas. El demonio la tenía poseída…

La Condesa se inclinó buscando su pañuelo, que acababa de perdérsele. El penitenciario lo recogió de la alfombra: era blanco, perfumado de incienso y estoraque como los corporales de un cáliz.

—Aquí está, Condesa.

—Gracias, señor penitenciario.

El señor penitenciario parecía muy joven; era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita. Tenía la frente desguarnida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino.

Tras leve pausa continuó:

—En este palacio, Condesa, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás…

La Condesa le miró horrorizada:

—¿Fray Ángel?

El penitenciario afirmó, inclinando tristemente la cabeza cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel cabildo. La llama de las bujías brilló en sus anteojos de oro; con la voz un poco trémula, murmuró:

—Esa ha sido la confesión de Beatriz… Por el terror y por la fuerza han abusado de ella…

La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera; pero sus labios no exhalaron un grito.

El penitenciario la contemplaba en silencio; después continuó:

—Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre… Mi deber era cumplir su ruego: ¡triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande, que llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!…

La Condesa levantó el rostro y con la voz ronca, cubierta por el llanto, exclamó:

—Yo haré matar al capellán. ¡Le haré matar!… Y a mi hija no la veré más…

El penitenciario la interrumpió levantándose lleno de severidad:

—Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla ni una mirada que pueda avergonzarla…

Agoniada, yerta, la Condesa volvió a cubrirse el rostro con las manos.

Allá fuera, las campanas de un convento que había en la misma calle volteaban alegremente anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas; y en el borde del brasero apagado dormía el gato.


* * *
 

Los gritos de Beatriz resonaban en todo el palacio…

Con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros pálidos, de una blancura lilial, se retorcía a los pies del antiguo lecho salomónico. La Condesa estremeciose oyendo aquel plañir que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa.

Sobre el entarimado golpeaba la rubia cabeza de Beatriz; su frente, yerta y angustiada, manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo. ¡Un Cristo de ébano y marfil, con cabellera humana; los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata; el rostro envuelto en la sombra del dosel que bordaron las manos de una abadesa noble! Beatriz hacía recordar aquellas blondas princesas, ¡santas de trece años!, que martirizaban su carne, tentada por Satán. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos, como rosas que van a deshojarse. Su cabellera magdalénica encubría la candidez de los senos.

—¡Mamá! ¡Mamá, perdóname!…

Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en sus brazos:

—¡Sí, hija! ¡Sí!… ¡Acuéstate ahora, pobrecita mía!…

Beatriz retrocedió, los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho:

—¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! ¡Viene todas las noches! Ahora vino y se llevó mi escapulario… Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité!… Pero nadie me oía. Me muerde siempre en este pecho…

Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura eucarística donde se veía la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo, y lo puso sobre las almohadas:

—No temas, hija mía. Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti.

—¡No! ¡No!…

Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. Temerosas las dos, fueron a refugiarse en el fondo de la alcoba, sobre el antiguo sofá de damasco azul, con pájaros quiméricos; uno de esos muebles arcaicos que todavía se hallan en las casas de abolengo y parecen conservar, en su seda labrada y en sus molduras lustrosas, el respeto y la severidad engolada de los antiguos linajes. La Condesa arrodillose en el suelo.

Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, musitó:

—Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme… Yo te llamé gritando, tú no me oíste… Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada…

—¡Calla, hija mía, no recuerdes!…

Y las dos lloraron juntas, en silencio; mientras sobre la puerta de arcaica ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas que Fray Ángel había criado para Beatriz.


* * *
 

A media noche llegó la saludadora de Céltigos: hiciera el camino en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las fuentes abandonadas donde se reúnen las brujas. Salió hasta la puerta la noble señora, y temblándole la voz preguntó a los criados:

—¿Visteis si ha venido también Fray Ángel?

En vez de los criados, respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan los mayorazgos:

—Señora mi Condesa, yo sola he venido sin más compaña que la de Dios.

Los criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba: los ojos temerosos y sombríos, abiertos como sobre un abismo. Estaba la niña acostada en el sofá, cubierta con la capa que el marqués su abuelo usara en la guardia noble pontificia. La saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada.

—¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta los ojos.

La Condesa, que permanecía de pie en medio de la alcoba, volvió a preguntar:

—¿No vio a un fraile? ¿Quién llevó el aviso?

—No fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedeme dormida y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el cielo.

La dama preguntó temblando:

—¿Es buen agüero eso?

—No hay otro mejor, mi Condesa. Díjeme entonces entre mí: vamos al palacio de tan gran señora.

La Condesa callaba pensativa. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz pronunció lentamente:

—A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puedo verlo, si a mano lo tiene mi señora.

La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantole en alto la saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó después echándole su aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del rey Salomón.

Hasta que se borró por completo, tuvo fijos los ojos en el cristal.

—La condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo, han de decirse las doce palabras que tiene la oración del Beato Electus conforme dan las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la cristiandad.

La Condesa se acercó a la saludadora; el rostro de la dama parecía el de una muerta; sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas.

—¿Sabe hacer mal de ojo?

—¡Ay! ¡Señora mi Condesa, es muy grande pecado!

—¿Sabe hacerlo? Yo mandaré decir misas.

La saludadora meditó un momento:

—Sé hacerlo, mi Condesa.

—Pues hágalo.

—¿A quién, mi señora?

—A un capellán de mi casa.

La saludadora inclinó la cabeza.

—Para eso es menester quemar las hojas del breviario sobre este espejo.

La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. Al entregárselo a la saludadora cerró los ojos: sus manos temblaban. La saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo.

Después, con las manos juntas como para un rezo, salmodió:

—¡Satanás! ¡Satanás! ¡Yo te conjuro por mis malos pensamientos! ¡Yo te conjuro por mis malas obras! ¡Yo te conjuro por todos mis pecados! ¡Satanás! ¡Satanás! ¡Te conjuro por el aliento de la culebra! ¡Por la ponzoña de los alacranes! ¡Por el ojo de la salamántiga! Te conjuro para que vengas sin tardanza, y en la gravedad de aqueste círculo del rey Salomón, te encierres y en él te estés, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y obscuras del infierno el alma que en este espejo ahora vieres. ¡Satanás! ¡Satanás! ¡Te conjuro por el poder de este rosario, que yo sé profanado por ti y mordido por ti en cada una de sus cuentas! ¡Satanás! ¡Satanás! ¡Una y otra vez te conjuro!…

Calló la saludadora, y el cristal del espejo se rompió con un largo gemido de alma encarcelada.

Las tres mujeres se miraron temblando.

No se atrevían a hablar.

El viento soplaba lúgubremente en el mainel de la ventana.

Esperaban el día temblando de miedo.

Sobre la madrugada llamaron a la puerta del palacio con grandes golpes.

Eran unos aldeanos de Céltigos.

Conducían el cadáver de Fray Ángel, que de noche, al claro de la luna, hallaron flotando en el río…


* * *
 

Pocos días después la Condesa de Porta-Dei y su hija Beatriz abandonaban su palacio y la histórica ciudad de Compostela, para ir a morar en su torre de Bradamín, allá en el fondo de la montaña gallega.

¿En aquel rincón, cuál fue su vida?

VIII. Víctor aparece por primera vez

La torre de Bradamín estaba situada en mitad de un descampado, donde solo se erguían algunos pinos desmedrados y secos.

El paisaje de montaña, en toda sazón austero y silencioso, parecíalo mucho más bajo el cielo encapotado de aquella tarde de invierno.

Ladraban los perros de la aldea vecina, y como eco simbólico de las borrascas del mundo se oía el tumbar ciclópeo y opaco de un mar de costa muy lejano.

Era centenaria la torre, y en medio de la eterna tristeza gris de la sierra, aquellas rejas fortísimas, aquellos escudos nobiliarios y aquellas puertas de encina que giraban penosamente sobre los viejos goznes producían indefinible sensación de antipatía y de terror.

Rostro a la torre adelantaba uno de esos pordioseros que van en romería a todos los santuarios, y recorren los caminos salmodiando una historia sombría forjada con reminiscencias de otras cien, y a propósito para conmover el alma del pueblo, sencilla, milagrera y trágica.

Aquel mendicante desgreñado, con su esclavina adornada de conchas y el bordón de los caminantes en la diestra, parecía resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo en que toda la cristiandad creyó ver dibujada con estrellas en la celeste altura el Camino de Santiago.

¡La ruta poblada de riesgos y trabajos, que la sandalia del peregrino iba labrando lentamente en el polvo!…

Anochecía, y la luz del crepúsculo daba al yermo y riscoso paraje entonaciones anacoréticas que destacaban con sombría idealidad la negra figura del romero.

Ráfagas heladas de la sierra, que imitan el aullido del lobo, sacudíanle implacables la negra y sucia guedeja, y arrebataban, llevándola del uno al otro hombro, la ola de la barba que, al amenguar el viento, caía estremecida y revuelta sobre el pecho donde se zarandeaban cruces y rosarios.

El peregrino se detuvo en lo alto de una cuesta blanquecina.

Apoyado a dos manos en el bordón contempló la aldea que sobresale entre la masa fosca de un pinar allá lejos, lejos, en la falda de un monte.

Sin ánimos para llegar a la torre cerró los ojos nublados por la fatiga, cobró aliento en un suspiro y siguió adelante.

Antes de llegar a la torre de Bradamín, se halla un viejo molino.

Sentada a la puerta hilaba una pastora.

Las ovejas rebullían en torno.

Sobre el lindero del camino pacían las vacas de trémulas y rosadas ubres.

El mastín, a modo de viejo adusto, ladraba al recental, que le importunaba con infantiles retozos.

Inmóvil en medio de la mancha movediza del hato, la rueca en la cintura y las puntas de la esclavina de grana vueltas sobre los hombros, rubia y ensimismada estaba la zagala.

Su frente, dorada como la miel, tenía la expresión casta de las antiguas madonas pintadas sobre fondo de oro; su boca, la sonrisa pálida de los corazones tristes.

Las cejas eran rubias y delicadas. Los ojos, en cuyo fondo lucía una violeta azul, místicos y ardientes como preces.

Movida por la presencia del peregrino, se levantó del suelo.

El peregrino se detuvo echando bendiciones desde el camino.

Luego se acercó.

La pastora y el peregrino se saludaron con cristiana humildad.

—¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento!

—¡Bendito y alabado él sea, hermano!

El peregrino preguntó a la zagala con la plañidera solemnidad de los pordioseros, si por acaso servía en la torre.

Ella, con harta prolijidad, pero sin alzar la cabeza, contestó que era la rapaza del ganado, y que servía allí por la comida y el vestido.

La voz de la pastora era monótona y cantarina.

Hablaba el gallego arcaico, casi visigodo de la montaña.

El peregrino parecía de luengas tierras. Tras una pausa renovó el pregunteo:

—¿Quería saber, alma del Señor, si los amos de la torre eran gente cristiana, capaz de dar hospitalidad a un triste pecador que iba en peregrinación a Santiago de Galicia?

Ádega murmuró levantando los ojos:

—¡Jesús! ¡Como cristianos son, sí, señor!

Se interrumpió para acuciar las vacas, que, paradas de través en el sendero, alargaban el yugo sobre los tojos buscando brotes nuevos.

No anudó ninguno de los dos la conversación y en silencio continuaron hasta las puertas de la torre.

Mientras la pastora encerraba el ganado y prevenía en los pesebres recado de húmeda y olorosa yerba, el peregrino salmodiaba padre nuestros ante la gran puerta de la torre que permanecía cerrada.

Ádega, cada vez que entraba o salía en los establos, se paraba a contemplarle.

El sayal andrajoso del peregrino encendía en su corazón la llama de cristianos sentimientos.

El peregrino salmodiaba ante el portalón de la torre:

—¡Buenas almas del Señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad! ¡La Santísima Virgen María y el Apóstol Bendito os conserven la amable vida y salud en el mundo para ganarlo! Dios os dé qué dar y qué tener, salud y suerte en el mundo para ganarlo. ¡Buenas almas del Señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad!

Apoyó la frente en el bordón, y la guedeja negra, polvorienta y sombría cayó sobre su faz.

Una criada vieja asomó en lo alto de una ventana:

—¡Vaya con Dios, hermano!

La vieja llevaba la rueca en la cintura, y sus dedos de momia daban vueltas al huso.

El peregrino levantó la frente, voluntariosa y ceñuda como la de un profeta:

—¿Y a dónde quiere que vaya perdido en el monte?

—A donde le guíe Dios, hermano.

—A que me coman los lobos.

—¡Jesús! No hay lobos.

Y la vieja criada, compadecida del peregrino, añadió a manera de disculpa.

—Mire, hermano, otro día, con grande y cristiana voluntad, se le daría aquí cama y comida y cuanto hubiese menester; pero hoy no es posible.

—¿Por qué?

La criada se quedó confusa. Luego añadió…

—Porque no puede ser…

Y cerró la ventana.

El peregrino se alejó tristemente. La llovizna se había convertido en lluvia furiosa. Sobre la esclavina del peregrino temblaban las cruces, las medallas, los rosarios de Jerusalén. Las greñas lacias y tristes le acotaban las mejillas… Y por el camino venían montañas de polvo, y en lo alto de los peñascales balaba una cabra negra.

Las nubes iban a congregarse en el horizonte, un horizonte de agua.

Las ovejas volvían al establo.

Apenas turbaban el reposo del campo, aterido por la invernada, las esquilas lentas y soñolientas.

En el fondo de una hondonada verde y umbrosa se veía el santuario de Nuestra Señora, rodeado de nogales centenarios que cabeceaban tristemente.

Sus brazos secos sacudían el agua con estremecimientos llenos de frío.

Semejaban viejos paralíticos abandonados al borde del camino, patriarcas sin prole, desnudos y olvidados.

La pastora llamó en voz baja al peregrino desde la cancela del establo:

—¡Oiga, hermano! ¡Oiga!

Como el peregrino no la escuchaba, se acercó tímidamente:

—¿Quiere dormir en el establo, señor?

El peregrino la miró con ojos de reconocimiento y gratitud.

La pastora, cada vez más compadecida, añadió:

—Mire, el establo de las vacas lo tenemos lleno de lino y podrá descansar a gusto.

El peregrino miró instintivamente a la ventana donde antes asomara la criada, y fue a guarecerse en el establo, andando con paso de lobo.

Ádega le siguió.

Apenas se veía dentro del establo: el aire era tibio y aldeano; sentíase el aliento de las vacas.

El recental, que andaba suelto, se revolvía juguetón entre las patas de la yunta, hocicaba en las ubres y erguía el picaresco testuz dando balidos.

La Marela y la Vermella, graves como dos viejas abadesas, rumiaban la yerba fresca y olorosa, cabeceando sobre los pesebres.

En el fondo del establo había un montón de lino y Ádega condujo al romero de la mano.

Los dos caminaban a tientas.

El mendicante dejose caer sobre el lino, y sin soltar la mano de Ádega pronunció a media voz:

—Ahora falta que venga la vieja que me ha despedido.

—Nunca viene.

—¿Eres tú quien acomoda el ganado?

—Sí, señor.

—¿Duermes en el establo?

—Sí, señor.

Después de una pausa, Ádega, con apagada y religiosa voz, preguntó al romero:

—Ya traerá mucho andado por el mundo, ¿verdad?

—Desde la misma Jerusalén.

—¿Eso deberá ser muy desviado de aquí?…

—¡Más de cien leguas!

—¡Glorioso San Berísimo! ¿Y todo por monte?

—Todo por monte y malos caminos.

—¡Ay, santo!, bien ganado tiene el cielo.

Llena de santo respeto besó el rosario del peregrino. Después interrogó:

—¿Diga, está tocado este rosario en el sepulcro de Nuestro Señor?

—En el sepulcro de Nuestro Señor y en el de los doce Apóstoles.

Ádega volvió a verlo.

Entonces el peregrino, con ademán pontifical, le colgó el rosario al cuello:

—Guárdalo, rapaza.

En aquel momento se oyeron gritos y lamentos desgarradores que parecían salir del centro de la torre.

El peregrino se puso vivamente en pie y salió fuera del establo.

Los gritos y los lamentos se oían cada vez más distintos.

La luna iluminaba la negra silueta de la torre que se erguía solitaria y siniestra. Guardadora de un medroso misterio.

El peregrino y la pastora, detenidos en el umbral del establo, escuchaban con pavorosa sorpresa.

El viento silbaba lúgubremente sobre sus cabezas.

De entre los muros de la torre salían aquellos lamentos de alma en pena, aquellos gritos de prisionera martirizada.

El peregrino interrogó a la pastora:

—¿Se oyen esos gritos frecuentemente?

Ádega repuso temblando:

—No señor, es la primera vez.

El peregrino murmuró una oración en voz baja. Terminado su rezo se volvió a la pastora misteriosamente:

—¡Rapaza, ahí matan a alguno!

Ádega juntó las manos con espanto:

—¡Dios nos libre, señor!

—Sí que lo matan, y es a una mujer.

Se oyó un nuevo grito más desgarrador y penetrante, y luego todo quedó en silencio.

Ádega y el peregrino permanecían en el umbral del establo, sin atreverse ni a moverse ni a hablar.

El mastín ladraba en medio del corral con lúgubre ladrido.

El cielo estaba tan lóbrego y tenebroso como la tierra.

Las densas nubes que corrían velozmente, impulsadas por el violento huracán, parecían un océano invertido que amenazase al mundo con nuevo diluvio.

Nada hay tan terrible como un grito, un gemido, un ¡ay! que suena en medio de las tinieblas. Cuando la vista no puede calcular el peligro, parece como que este crece, y entonces la imaginación aterrada traspone todos los límites de lo posible.

Tal era la situación en que el peregrino y la pastora se encontraban.

Pasado algún tiempo, vieron con asombro y miedo, a la luz de un relámpago, que la gran puerta de la torre se abría sigilosamente y un bulto de mujer o de hombre —que la obscuridad no permitía distinguir tanto— apresurado atravesaba el corral, descorría el cerrojo de la cancela y se alejaba por el camino que conducía al molino.

¿Quién era aquel bulto?

¿A dónde iba?

¡Quizá lo sepamos muy pronto!

¡Quizá no lo sepamos jamás!


* * *
 

El peregrino no quiso permanecer más tiempo en aquellos lugares y se despidió de la pastora que, aterida de frío y de miedo, quedose acurrucada en la puerta del establo.

El peregrino caminaba a tientas, cegado por la lluvia y el viento.

Empezó a nevar y los blancos copos caían constelando su esclavina.

Las ramas de los árboles, desprovistas de hojas, gemían lúgubremente, y los blancos copos entregábanse a locas danzas.

A pesar de la turbación que experimentaba y de la situación de su ánimo, el peregrino caminaba de prisa, sin dejar de rezar.

¿Qué iba a ser de él si se extraviaba y andaba errante toda la noche?

Quiso explorar el horizonte con la mirada, pero los torbellinos de nieve impedían ver los objetos a tres pasos de distancia.

Irresoluto y sin saber qué hacer, se detuvo en medio del camino golpeándose las manos para establecer en ellas la circulación, porque a pesar de la rapidez de su marcha el frío le entorpecía los miembros y le picaba la cara.

De pronto y a muy poca distancia, oyó un gemido que le heló la sangre en las venas.

No era sin embargo el alarido desgarrador que había oído momentos antes al pie de la torre; era un gemido apagado, mortecino, más bien de niño que de mujer.

Al mismo tiempo, una forma sombría desgarró bruscamente la cortina de niebla, y pasó a su lado con la rapidez del viento, pero tuvo tiempo suficiente para reconocerla.

¡Era la vieja criada que le había negado hospedaje en la torre!

El terror y la sorpresa hicieron que el peregrino se detuviese un momento en medio del camino.

La mujer desapareció en la obscuridad.

El peregrino se rehízo y se lanzó en su seguimiento.

Pronto consiguió alguna ventaja.

A pesar de la obscuridad de la noche, ya distinguía su sombra, que adquiría entre la niebla aspecto de fantasma.

Iba a alcanzarla, cuando tropezó con una piedra y cayó anhelante y aturdido, pasándose algunos minutos antes de que pudiese levantarse.

La ventaja que esto proporcionó a la mujer hizo imposible la pudiese alcanzar. La sombra huía.

¿A dónde iba?

¡Quizá no lo sabía ella misma!

El peregrino experimentaba ese terror de lo desconocido que lleva en sí la noche.

El peregrino se contemplaba solo, completamente solo, perdido en un camino triste y siniestro, sin saber a dónde ir.

De pronto vio una luz que brillaba entre los árboles y parecía indicar que allí existía una casa.

Guiándose por ella, llegó a un gran raso de césped atravesado por dos caminos, uno de ruedas y otro de herradura.

En la encrucijada de los dos se levantaba una gran casa con cobertizos y aspecto de venta o de mesón.

El peregrino llamó en la puerta con el hierro de su bordón.

No abrían, y volvió a llamar.

Entonces se abrió la puerta, y un hombre que llevaba un candil en la mano asomó en el umbral.

El peregrino suplicó:

—¡Considere la noche que hace, hermano, y la situación en que me encuentro! Deme hospedaje por esta noche.

El hombre levantó el candil hasta iluminar el rostro del peregrino y contestó:

—Entre.

Entró el peregrino y la puerta de la venta se cerró tras él.

IX. En la venta

Un buen fuego de sarmientos y encina ardía en el hogar iluminando con calientes tonos rojizos la anchurosa cocina de la venta.

Del techo, cruzado por largas vigas negruzcas, colgaba un candil de esos de cocina, que aun cuando daba más humo que luz, servía lo bastante a un grupo de arrieros que jugaban a los naipes en un rincón.

El ventero y la ventera —dos figuras secas y avellanadas— conversaban al amor de la lumbre con el resto de sus huéspedes, que se componía a la sazón de un famoso cacique electoral, un tratante en ganado, y el cabo de la Guardia civil y algunos otros de menor categoría y representación social.

Era víspera de feria, y con este motivo había más gente que de ordinario en la venta.

Un viejo aldeano que se calentaba al pie del fuego, preguntó a la ventera:

—Oiga, comadre, ¿sabe cómo sigue la condesita?

—¿La de la torre de Bradamín? No sé.

Y añadió después de un momento:

—Creo que han llamado a la saludadora de Céltigos…

El ventero añadió:

—Hace un mes que está viviendo en la torre.

Intervino el cacique electoral:

—Bueno, pero eso es una caridad de la señora Condesa; no hay que darle otro alcance.

El cabo de la Guardia civil fue de la misma opinión:

—Claro está. Una caridad de esa señora. Por lo demás, como la saludadora es una loca, les ha dicho que en la torre hay un duende, y ha sacado en consecuencia que ese duende es un gato negro que se presenta allí de vez en cuando.

El cacique asintió moviendo la cabeza:

—¡Parece mentira que todavía haya quien crea en semejantes brujerías!

Se levantó un coro de protestas:

—¡No son brujerías! ¡No diga eso!… El duende se presenta muchas veces en las casas…

El cacique y el guardia civil se reían guiñándose un ojo.

El guardia civil dijo liando un cigarro:

—Aquí podrá encontrarse quien no crea en Dios, pero en el trasgo, imposible. Mi mujer tuvo una criada que, cuando se quemaba un guiso o echaba mucha sal al puchero, decía que había sido el trasgo, y mientras mi mujer le regañaba por su descuido, ella decía que estaba oyendo al trasgo que se reía en un rincón.

El cabo de la Guardia civil terminó su relato con una carcajada.

El ventero le dijo a modo de consejo:

—¡No se burle! ¡No se burle!

Y muy convencido, empezó a hacer una larga y erudita enumeración de los trasgos:

—Los hay de todas clases. Unos son buenos y llevan a casa el trigo y el maíz que roban en los graneros; otros son perversos y desentierran cadáveres de niños en los cementerios; otros son burlones y se beben botellas de vino en la despensa o quitan las tajadas del puchero, sustituyéndolas con piedras…

El cabo de la Guardia civil no le dejó continuar:

—¡Calle, hombre! ¡Calle! No diga disparates. En eso de los trasgos sucede como en todo. Se le pregunta a uno: —¿Usted lo vio?—. Y dicen: —Yo, no; pero el hijo de la tía Fulana, que estaba de pastor en tal parte, sí que lo vio—. Y resulta que todos aseguran una cosa que nadie ha visto.

—¡Quizá sea eso mucho decir, señor!…

La voz del que así había hablado era humilde: parecía llena de mansedumbre y de respeto.

Todos se volvieron a ver quién hablaba.

Era el peregrino, que silencioso hasta entonces estaba mascullando rezos en un rincón.

La ventera preguntó con curiosidad:

—Pues qué, ¿usted ha visto trasgos de esos?

El peregrino contestó:

—Sí, los he visto.

—¿Y cómo fue? Cuente.

El peregrino se levantó y dijo acercándose a la lumbre:

—Pues verán ustedes. Había salido por la tarde de un pueblo, y me había obscurecido en el camino. El paraje infundía respeto. Yo era la primera vez que viajaba por esta parte de la montaña de Galicia, y la verdad, tenía miedo. Estaba muy cansado de tanto andar, pero no me atrevía a detenerme. Me daba el corazón que por los sitios que recorría no estaba seguro.

El peregrino inclinó la frente, y guardó silencio durante algún tiempo.

Después, con una profunda impresión de terror en la voz, refirió cuanto le había ocurrido aquella noche hasta llegar a la venta.

Para él, los gritos oídos al pie de la torre de Bradamín eran cosa del trasgo.

Una vieja que había oído atentamente la relación del peregrino dijo entonces con profundo convencimiento:

—Que en la torre de Bradamín hay un trasgo, no tiene duda ninguna. Esta tarde, ya anochecido, pasé yo por allí. De repente, sin saber de dónde ni cómo, veo a mi lado un perro encanijado, todo de un mismo color obscuro, que se pone a seguirme. ¿De dónde puede haber salido este animal tan feo? Me dije entre mí. Seguí adelante, ¡hala!, ¡hala!, y el perro detrás, primero gruñendo y luego aullando, aunque por lo bajo. La verdad, los aullidos de los perros no me gustan. Para librarme de aquella compañía pensé tirarle un cantazo; pero cuando me bajaba para agarrar uno del camino, una ráfaga de viento me llenó los ojos de tierra y me cegó por completo. Al mismo tiempo el condenado perro empezó a reírse detrás de mí; desde entonces ya no pude hacer cosa a derechas; tropecé, me caí, rodé por una cuesta, y el perro ríe que ríe a mi lado. Yo empecé a rezar y me encomendé a San Rafael, abogado de toda necesidad, y San Rafael me sacó de aquellos parajes y guio hasta aquí. Al salir de las inmediaciones de la torre, el perro ya no me siguió y se quedó detrás ladrando con furia.

La ventera preguntó en voz baja:

—¿El perro se ha quedado aullando delante de la torre?

—Sí, delante de la torre…

—Era el trasgo que anunciaba la muerte.

Algunas voces interrogaron:

—¿La muerte de quién?

—De la condesita… Está muy enferma. A la media tarde pasó por aquí un criado, entró a tomar un vaso y dijo que iba en busca del médico.

Siguieron hablando y a poco llamaron a la puerta.

Abrió el ventero y entró el médico con un criado que traía un farol.

Todos preguntaron:

—¿Y la condesita, señor médico?

El médico respondió al mismo tiempo que se despojaba de su capote, completamente empapado por la lluvia:

—¡Pobrecilla! ¡Ha muerto!

Hubo entonces en todos los presentes un movimiento de superstición y asombro.

La ventera cogió un palo, y marcó en el suelo delante de la puerta una figura como la de los ochavos morunos, una estrella de cinco puntas.

Después se volvió hacia los que estaban agrupados en torno del hogar.

—Es para librarse de los trasgos.

Todos mostraron asentimiento con grave cabeceo.

El médico, después de beberse un vaso de vino y pedir un paraguas que el ventero le trajo presuroso, se despidió y salió, siempre acompañado por el criado que llevaba el farol.

Ya había amanecido cuando se oyeron apagados quejidos que parecían salir del pajar.

Las buenas gentes que se hallaban en la cocina de la venta prestaron oído y atendieron con zozobra.

Eran balidos tristes, que de tiempo en tiempo dejaban de oírse.

Algunos huéspedes hacían comentarios en voz baja.

El peregrino se santiguó devotamente. Después, volviéndose al concurso, dijo con voz trémula y apagada:

—¡Han de saber que esos son los mismos quejidos que yo he oído en el camino!…

Todos los ojos se alzaron para mirarle.

El peregrino repitió:

—¡Son los mismos que oí de noche, bajo la tormenta!…

El cabo de la Guardia civil le interrumpió:

—¡Ahora vamos a verlo, buen hombre!

Apuró el último sorbo que tenía en su vaso y se puso en pie arrogantemente.

Algunas voces susurraron con susto:

—¡No vaya! ¡No vaya!

El cabo de la Guardia civil sonrió desdeñosamente, y salió de la cocina.

La ventera, que era una mujer resuelta para todo, le siguió. Cundió con esto el ejemplo, y se aventuraron algunas otras personas en aquella empresa que se les imaginaba arriesgada y heroica.

En el pajar los balidos se percibían claros, distintos.

El ser que los lanzaba, no cabía duda que se hallaba allí oculto.

La ventera exploraba los rincones ayudada de un farol que arrojaba sobre el muro movibles manchas de claridad y sombra.

De pronto la buena mujer lanzó un grito; pero aquel grito más fue de sorpresa que de espanto.

Puso el farol en el suelo y levantó en brazos un bulto que yacía sobre la paja.

¡Era un niño recién nacido!

Todos rodearon a la ventera.

En torno del recién nacido se levantó un coro de murmullos placenteros y curiosos.

Como en triunfo, le condujeron a la cocina.

La ventera se sentó en un banco de roble cerca del hogar, porque el niño parecía hallarse aterido.

Dos mujeres, que por casualidad se encontraban en la venta, hablaban ya de prohijarle.

Con los rostros resplandecientes de curiosidad se inclinaban sobre el recién nacido, que la ventera había empezado a desnudar.

Era un niño varón. Al parecer solo contaba algunas horas.

Estaba envuelto en pañales de batista.

En el fajador traía metido un papel doblado en cuatro dobleces.

La ventera, que no sabía leer, se lo alargó al cabo de la Guardia civil.

El papel decía así:

«Este niño se halla bautizado con agua de socorro. Se le ha puesto Víctor».

Las mujeres preguntaron:

—¿No dice más?

—Nada más.

Se hicieron mil diferentes comentarios.

Sobre todo la riqueza de los pañales fue motivo de grandes controversias.

El niño Víctor empezó a llorar de nuevo y hubo que pensar en darle algún alimento.

Se trajo leche recién ordeñada, que el niño gustó con afán.

Después, la ventera acabó de fajarle.

Le envolvió bien en su pañolón de lana y meciéndole amorosamente acabó por dormirle.

Iba a dejarle sobre el banco de roble para acudir a servir a unos arrieros que acababan de llegar en tropel, cuando asomó en la puerta de la venta la noble figura de un anciano sacerdote.

Era el cura párroco de San Juan de Bradamín, que volvía de decir misa y entraba allí con el pretexto de guarecerse del nublado.

El eclesiástico contestó con afable sonrisa al saludo de todos y dirigió en torno una mirada curiosa, inquiridora.

Sus ojos se detuvieron en el niño dormido sobre el banco.

—Me han dicho que esta madrugada os habéis encontrado un tesoro en el pajar.

Y con un gesto lleno de bondad señalaba al pequeño Víctor.

Se acercó a la improvisada cuna del niño y lo tomó en brazos.

Le contempló largo rato con expresión de lástima y de ternura.

—¡Válgame Dios! Pobre criatura…

Se volvió a la ventera interrogando:

—¿Y tú qué piensas hacer con este pobre niño, María Rosa?

La ventera repuso con un arranque generoso, saltándosele las lágrimas:

—¿Qué pienso hacer? ¡Criarle como a hijo propio! Ser su madre.

El cura aprobó:

—Haces bien, María Rosa. Eres una buena mujer…

Y después de una pausa continuó, dirigiéndose a todos en general:

A vuestro lado, como al mío, este niño nunca podrá ser más que un pobrecillo. ¿Qué podemos hacer nosotros por él? ¡Nada!… Conservarle la vida. ¡Y eso es tan poco!

La ventera preguntó con asombro:

—¿Qué está diciendo, señor cura? ¿Porque seamos pobres, vamos a echarlo a la inclusa?

El sacerdote sonrió bondadosamente.

—Todo lo contrario, María Rosa. Lo que yo he querido decir es que ese pobre niño estaría mejor que a tu lado, al lado de una persona que pudiese darle tanto cariño como tú y muchas más comodidades.

María Rosa interrogó celosa e incrédula a la par:

—¿Y dónde está esa persona, señor cura?

El cura hizo como si reflexionase un momento; después respondió:

—Mujer, dónde está, no sé… ¿Pero no te parece que podría ser la señora Condesa de Porta-Dei?

—¿La de la torre de Bradamín?

—La misma. Es una señora toda caridad. ¡Tú bien lo sabes! Digo, todos lo sabéis…

Hubo un coro de exclamaciones laudatorias:

—¡Sí, señor!…

—¡Una santa!

—¡La madre de los pobres!

—¡Dios la bendiga!

—¡El Señor le dé mucha salud!

—¡Cien años viva, amén!

—¡Dios Nuestro Señor conserve siempre su casa tan alta como ahora la vemos!

—¡Y le dé fuerzas para llevar con paciencia la muerte de la condesita!…

Cuando se hizo el silencio, la ventera arguyó:

—Ahora, dígame una cosa el señor cura. ¿Sabe si la señora Condesa querrá amparar a este pobre niño?

El cura repuso con calurosa convicción:

—Seguro, seguro…

Pero se interrumpió de pronto, y procurando dar cierta frialdad a sus palabras, continuó:

—Yo, ya comprenderéis que nada sé de cierto… Hablo únicamente por lo que conozco de los sentimientos de esa señora. Pero, en fin, en cuanto haya ocasión yo la hablaré… Vio que María Rosa se enjugaba los ojos, y añadió con bondad:

—No te disgustes, mujer; para ti era una carga muy pesada. ¡No lo sabes bien!

María Rosa, estrechando al niño contra su pecho, murmuró:

—¡Bien sabe Dios que lo hago solo por el bien de este ángel!

X. Manuscrito de Víctor

El juzgado se apoderó de los papeles de Víctor Rey en un registro practicado en su domicilio.

Entre los papeles había un gran cuaderno manuscrito.

Era un diario de su vida.

He aquí algunos fragmentos:


Me desperté en un lecho blanco y tibio, y advertí en tomo mío en la alcoba, ricos cortinajes y muebles antiguos.

La media luz que se filtraba entre las cortinas, daba a todos los objetos un aire fantástico y misterioso.

¿Estaba soñando todavía?

No, era la realidad; y aquella alcoba suntuosa aumentaba el sentimiento de mi abandono.

Yo era un huérfano y estaba solo en una casa extraña.

Por primera vez, eché de menos la pobre casa en que me crie. ¡La humilde aldeana que me sirvió de nodriza!

El mobiliario de roble del palacio de la Condesa no podía hacerme olvidar el viejo banco y las dos sillas cojas, familiares a mi primera infancia.

Pronto me hallé restablecido, y pude hacer conocimiento con el palacio y con mi madrina, la Condesa de Porta-Dei, a quien no conocía.

Solo una vez la había visto anteriormente, cuando enfermo, casi moribundo me habían trasladado de la aldea de Bradamín a su palacio de Compostela.

En mi delirio creo que también la había visto, pero no puedo asegurarlo.

Ahora, en mi recuerdo, la fisonomía dulce y grave de la Condesa, se me aparecía con gran intensidad.

Desde los primeros días, traté de familiarizarme con las gentes del palacio.

Todo allí me parecía extraordinario.

Si cierro los ojos, creo ver aquellas habitaciones inmensas y suntuosas, las salas tan largas que yo tenía miedo de atravesar temeroso de perderme en ellas.

Yo no estaba curado todavía y mi estado de espíritu era como aquellas habitaciones, solemnemente triste.

Una angustia desconocida llenaba mi corazón de niño.

A veces me detenía pasmado delante de un espejo, de un cuadro, de una chimenea antigua o de una imagen que parecía acecharme desde su profunda hornacina, y seguirme con su mirada, que me causaba frío.

Durante mi enfermedad había visto muy pocas personas. Solamente un viejo criado de ojos azules y dulces me hacía compañía.

Yo hubiera querido hablarle, pero me retenía una gran timidez.

El criado era un hombre muy triste, y no me hablaba, sino muy raras veces.

Un día me anunció que iba a tener muy pronto un amigo de mi edad. El señorito Carlos, hijo del primogénito de la Condesa.

Esto fue para mí una alegría muy grande, porque fuera de la Condesa nadie hasta entonces me había demostrado interés en el palacio.

Pero la Condesa vivía muy retirada, y se pasaban muchos días sin que la viese.

Una mañana me vistieron y me peinaron con más cuidado que de costumbre. Me pusieron también un traje nuevo, lo que me pasmó mucho.

Terminados estos preparativos, me condujeron a las habitaciones de la Condesa, que me besó con mucho cariño.

A pesar de este recibimiento, cuando me hacía alguna pregunta la Condesa, yo no sabía responder sino por monosílabos y mi timidez era a cada momento mayor.

En aquel momento yo hubiera dado cualquier cosa por aparecer amable, pero la pena me subía a la garganta. Después de todo, yo era un niño de ocho años.

No podía olvidar a mi pobre nodriza, que me había dejado un día en su casa vacía, para irse hacia la muerte.

Recordaba mi pasado, la vida feliz de la aldea, mis juegos en el granero y bajo la parra: entonces los sollozos me subían a la garganta.

Hubiera querido ocultarme bajo tierra.

¡Empezaba a conocer la vida y deseaba la muerte!


* * *
 

Cuando la Condesa me despidió, sentí una gran alegría.

Me llevaron a mi alcoba. Tenía fiebre y me dormí.

Mi sueño fue intranquilo, turbado por pesadillas.

Pasé algunos días sin ver a la Condesa. Con la intuición de los niños precoces adivinaba que la Condesa me quena mucho y que, sin embargo, mi presencia la entristecía y hasta le hacía daño.

Yo, en el fondo, me sentía feliz en la soledad. Me gustaba correr por los corredores, y ocultarme en los rincones y detrás de los muebles para observar a las gentes del palacio sin temor a su enojo.

Aquella existencia nueva tenía para mí muchos atractivos, al punto de que luego olvidé la terrible catástrofe que la había precedido.

Pero la idea de que era un huérfano pobre y abandonado me hacía llorar.

Acostumbrado a la vida libre de la aldea, en casa de mi pobre nodriza, la vigilancia del viejo criado de los ojos azules me inquietaba mucho.

No comprendía por qué causa se conducían así conmigo. Me parecía que tenían acerca de mí algún proyecto obscuro.

Mi afán constante era buscar los rincones más apartados del palacio para ocultarme a mi gusto.

Un día llegué hasta una gran escalera de granito, toda alfombrada y adornada con estatuas y jarrones.

Estos paseos solitarios me encantaban sobremanera.

En el piso superior del palacio, sobre la capilla, habitaba Misia Carlota, la Generala. Una anciana tía de la Condesa, que no salía casi nunca de sus habitaciones. Yo creo que ella era la persona más importante del palacio. En sus relaciones con Misia Carlota, todo el mundo observaba un respeto casi temeroso.

La Condesa y otra señora anciana le hacían la tertulia todas la noches.

Era una tertulia silenciosa y triste.

Las señoras de la aristocracia habían hecho un deber el visitar a Misia Carlota, como a la última guardiana de las grandes tradiciones nobiliarias.

Era una reliquia viva del tiempo de los mayorazgos.

Invariablemente vestida con un hábito del Nazareno, Misia Carlota llevaba una cofia de encajes que le daba el aspecto de una noble abadesa.

Como entonces en el palacio no había capellán, Misia Carlota iba a misa a la catedral, regularmente en coche. Fuera de eso, nunca salía del palacio. Recibía a algunos canónigos, leía el Año Cristiano, y hacía calceta.

En las habitaciones que ella ocupaba, reinaba siempre profundo silencio. El menor ruido le era insoportable.

Quince días después de mi llegada al palacio, Misia Carlota la Generala se dignó ordenar que me llevasen a su presencia.

El viejo criado, después de haberme lavado, peinado, rizado y perfumado, quiso enseñarme a saludar y hacer cortesías como un diplomático; pero yo manifesté tanta torpeza, que desistió de su empeño dando un profundo suspiro.

Fui presentado a Misia Carlota.

La encontré sentada en un gran sillón. Era una vieja pequeña, encorvada y rugosa.

Sin hablarme, solamente con la mano, una mano de momia, me hizo seña de que me acercase. Para verme mejor se cabalgó en la nariz sus quevedos con guarnición de concha.

Me pareció que una lágrima temblaba en sus secos párpados.

Mi presencia, a Misia Carlota, como a la Condesa, les causaba pena. Pero yo no podía explicarme por qué causa.

Misia Carlota me hizo algunas preguntas, pero yo le respondí apenas lleno de timidez. Y cuando ella me interrogó sobre mi nodriza me eché a llorar.

Misia Carlota me enjugó las lágrimas y me dijo que tuviese confianza en Dios.

Después me preguntó si rezaba por las noches al acostarme, y cuándo había ido a la iglesia la última vez.

Y como yo la mirase sin comprender; porque mi educación religiosa había sido muy descuidada, Misia Carlota mostró contrariedad y disgusto.

Mandó llamar a la Condesa, y hubo conciliábulo entre ellas. Al fin acordaron que se me llevaría a la iglesia el domingo siguiente.

Misia Carlota me dijo de una manera extraña que rezaría por mí. Después me besó en la frente y ordenó que me llevasen, porque mi presencia le impresionaba mucho.

Me causó mucha extrañeza ver que la Condesa sollozaba y que se cubría los ojos con un pañuelo bordado, que estrechaba nerviosamente entre sus dedos blancos, muy blancos.

Aquella tarde, hallándome solo en uno de los salones, oculté el rostro entre las manos, y permanecí en esta actitud soñando…

Yo pensaba, pensaba… Mi inteligencia de niño no podía comprender la pena que mi presencia causaba en mis dos protectoras.

De pronto una voz dulce murmuró a mi espalda:

—¿Qué tienes, pobrecito mío?

Yo levanté la cabeza. La Condesa estaba allí, a mi lado. Me miraba con un aire doloroso, afectado. Las lágrimas humedecían sus mejillas.

Acariciaba mis cabellos y no cesaba de repetir:

—¡Pobre huerfanito!

Yo me abracé a ella gimiendo.

—¡No, no!… ¡Huerfanito, no!

Así sus manos, y las besé locamente, mojándolas con mis lágrimas… Y continué con voz suplicante:

—¡No, no!… ¡Huerfanito, no!…

—¡Hijo mío! ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

—¡Yo quiero una mamá! ¡Yo quiero una mamá!

Y sin poder contenerme caí de rodillas.

La Condesa, toda trémula, me abrazó estrechamente.

—¡Yo soy tu mamá! ¿Quieres que sea tu mamá?

Mi emoción era tan grande, que no pude contestar.

La Condesa me tomó de la mano, y salimos.

La Condesa estaba muy pálida. Bajamos la gran escalera de granito y entramos en una estancia, como yo no había visto otra hasta entonces. Era la capilla del palacio. Estaba obscura. La llama de una lámpara se reflejaba en el altar dorado, y en las coronas de los santos.

Todo era misterioso y solemne.

La Condesa me hizo arrodillar delante de una imagen de la Virgen, y ella se arrodilló a mi lado.

En voz baja me advirtió:

—¡Vas a rezar conmigo!

Pero yo no pude rezar. Tenía miedo.

La Condesa me vio temblar. Tocó mi frente pálida, y me tomó en sus brazos sacándome de allí…

Fue preciso acostarme.


* * *
 

Volví a estar enfermo. Ya me hallaba convaleciente, cuando una mañana oigo pronunciar el nombre de mi nodriza. Era la voz de la Condesa. Estaba dando órdenes a su mayordomo para que se dijesen algunas misas por el alma de la pobre aldeana.

Me cubrí la cabeza con las sábanas para apagar mis sollozos, y poco a poco, me quedé dormido. Mi sueño fue turbado por pesadillas.

Me desperté muy tarde.

En mi alcoba todo era obscuridad y silencio.

De nuevo me asaltó el recuerdo del pasado. Toda mi vida transcurrida en la aldea de Bradamín, donde en cruda noche de invierno me dejaron en el pajar de la venta unas manos desconocidas. ¡Quizá las manos de mi madre! Y recordaba los relatos de mi nodriza cuando me hablaba de su noble señor. La Condesa, que en aquel tiempo se hallaba en su torre, apiadada de mi desgracia, fue mi madrina, y me dio a criar… Y luego mi infancia libre, huraña, casi salvaje, en aquella casa de aldeanos, al lado de mi nodriza, que me amaba tiernamente; protegido desde lejos por la Condesa, a quien no había visto nunca hasta la noche en que murió la pobre mujer que me criara a su seno. Y después la Condesa que me sacaba de aquella casa, y me llevaba de la mano hasta un carruaje que esperaba en la carretera… Y después mis noches de fiebre y de delirio y mi despertar en el palacio.

¡Qué contraste entre mi vida en la aldea y los esplendores de mi vida en el palacio!

¡Y cómo, sin embargo, echaba de menos aquella!

Un día, en el segundo y último período de mi enfermedad, al abrir los ojos, apercibí la cabeza de un niño inclinado sobre mí. Era un niño de mi edad: su primer movimiento fue tenderme la mano.

Al posar en él la mirada, mi alma tuvo un dulce presentimiento de felicidad. Imaginaos un rostro alegremente bello, de una belleza aristocrática, un rostro ante el cual os detienen confusos, como en éxtasis, reconocido porque existe, porque su mirada se dirige sobre nosotros, o solamente porque él pasa a vuestro lado. Tal era Carlos, el nieto de la Condesa, que llegaba de Madrid.

Carlos sonreía, y mis nervios enfermos eran deliciosamente impresionados. Viéndome despierto llamó a la Condesa, que estaba en la puerta de la alcoba hablando con el médico.

La Condesa llegó apresurada.

Y la Condesa se inclinaba sobre mí, tocándome la frente, y sus hermosos ojos se animaban con luz de esperanza.

Después de un momento, como si hablase consigo misma, murmuró:

—Cómo me has hecho sufrir, hijo mío.

Y añadió con menos vaguedad:

—Aquí tienes a mi nieto Carlos. Es preciso que seáis buenos amigos… Tienes que ponerte pronto bueno.

Mi restablecimiento fue muy rápido.

Al cabo de pocos días ya me levantaba y podía dar algunos paseos por la alcoba.

Todas las mañanas, Carlos se aproximaba a mi lecho sonriente: yo esperaba su llegada como una felicidad.

Hubiese querido abrazarle, pero Carlos era tan vivo que jamás se estaba quieto en un sitio.

Correr, saltar y hacer ruido en toda la casa, parecía serle absolutamente indispensable.

Así fue que desde el primer día me confesó que mi alcoba le aburría mucho, y que vendría a verme pocas veces; pero que en cuanto me pusiese bueno ya sería otra cosa. Y cada mañana su primera pregunta era:

—¿Ya estás bueno? ¿Puedes jugar?

Y viendo mi rostro pálido y mi tímida sonrisa, Carlos fruncía el ceño, y sacudiendo obstinadamente la cabeza, me decía:

—¿Es que no te dan bastante de comer, verdad?

—Sí, me dan poco.

Y me ponía colorado. Empezaba ya entonces a sentirme vergonzoso delante de Carlos.

Deseaba ardientemente serle agradable, medía cada una de las palabras que pronunciaba en su presencia.

Su vista cada día me era más consoladora.

Cuando se hallaba ausente me complacía imaginando largas conversaciones con él.

Yo deseaba ardientemente ponerme bueno lo antes posible como Carlos me recomendaba.

Cuando entraba en mi cuarto por las mañanas, su primera pregunta era siempre la misma:

—¿Cuándo te pones bueno? ¡Aún estás muy pálido!

Yo temblaba como un culpable.

El pasmo de Carlos era mucho al echar de ver que veinte horas no habían bastado a mi restablecimiento, y acababa por mostrarse seriamente enojado conmigo.

Todas las mañanas, después de enterarse de mi salud, Carlos se sentaba en una silla frente a mi cama, y me miraba con sus ojos negros.

Ya desde el principio, cuando hicimos conocimiento, me miraba con extraño e inocente pasmo.

Yo nunca sabía qué decirle.

Las bruscas preguntas de Carlos me intimidaban sobremanera: Después de un largo silencio, Carlos me decía:

—¿Tú por qué no hablas? ¡Nunca dices nada!…

Yo, feliz por encontrar alguna cosa que decir, le pregunté:

—¿Qué hace tu abuelita?

—¡Nada!… Está buena… Estuvo llorando mucho por ti…

Yo sentía una extraña impresión al oír aquello.

Carlos continuó:

—¿No sabes? ¡Rigol ha querido morderme!

—¿Es un perro?…

—Sí. ¿No lo has visto todavía?

—¡No! ¡Sí! ¡Creo que sí!…

Y como no sabía ya más que decirle, Carlos me miró de nuevo todo pasmado.

—¿Te distrae que hable contigo?

—Sí… ¡Mucho! ¿Por qué no vienes más a menudo?

—Ya vendré, pero es preciso que te levantes pronto… ¿Por qué estás siempre tan callado?

—Por nada.

—¿Es que reflexionas?

—Sí… Es eso…

—A mí me dicen que hablo mucho y que no reflexiono nada. ¿Es que hago mal en hablar?

—¡No! A mí me gusta mucho oírte.

—¿Y tú en qué piensas cuando no hablas?

—En nada…

—¿Piensas en cuando estés bueno?

—Sí.

—¿Entonces querrás jugar conmigo?

—Sí.

—Tienes que comer mucho. Ahora estás muy flaco. Voy a traerte una cosa.

Y Carlos se alejó velozmente.

Después de la comida reapareció muy alegre y sonriente.

—Mira lo que te traigo. Son unos pasteles muy ricos. Para traértelos no he tomado postre. Ahora adiós.

Y otra vez se fue corriendo.


* * *
 

Al fin el médico me dio permiso para salir de la alcoba.

Entonces mi primera idea fue no separarme de Carlos.

Había algo que me atraía hacia él invenciblemente.

Con gran pasmo por su parte, yo no podía dejar de contemplarle.

Mi simpatía por él era tan calurosa, y me absorbía tanto este sentimiento, que Carlos no podía comprenderlo, y le parecía muy extraño.

Me acuerdo que una vez, estando jugando, no pude dominarme y le abracé.

Carlos me preguntó muy sorprendido:

—¿Por qué me abrazas?

Yo no supe qué responder. Me quedé confuso como un culpable.

Carlos alzó los hombros en signo de perplejidad profunda.

Después cesó de jugar y fue a sentarse en un ángulo del diván, reflexionando y como queriendo resolver una nueva duda que surgía en su espíritu.

Era su costumbre cuando alguna cosa le preocupaba.

A mí me costaba mucho trabajo habituarme a las bruscas manifestaciones del carácter de Carlos.

¿Por qué no podía yo ser todo de seguida su amigo íntimo?

¡Y sin embargo, a pesar de mi deseo, no podía!…

Algunos días más tarde, pude comprobar que Carlos, no solo no me quería, sino que experimentaba por mí una especie de repulsión.

Todo en Carlos era súbito, y aun pudiera decirse brutal, si los movimientos de su carácter justo, espontáneo, de una sinceridad ingenua, no le diesen cierta gracia noble.

Yo creo que si Carlos me despreciaba era porque no sabía jugar con él a ningún juego.

A Carlos le gustaba divertirse y correr: era fuerte y ágil, mientras que yo era todo lo contrario. Débil todavía de resultas de mi enfermedad, calmoso y pensativo, el jugar no me divertía.

Todo me faltaba para serle agradable a Carlos.

Además, la idea de serle desagradable me era muy doloroso, y cada vez iba en aumento mi timidez.

Ni siquiera me quedaba ánimo para enmendar mi falta y modificar la mala impresión que había producido.

Me sentía perdido enteramente.

Carlos no podía comprenderlo; pero como yo no ocultaba mi pena, hasta el punto de que las lágrimas arrasaban mis ojos, me miró pensativo dos o tres veces sin decirme nada y se puso a jugar solo…

En muchos días no volvió a decirme que jugase con él ni a dirigirme la palabra.

Este desdén me era insoportable.

Me vi más solo que nunca.

La tristeza volvió a enseñorearse de mí.

Los pensamientos negros ensombrecieron nuevamente mi alma.
 


* * *
 

Aquí terminaba el cuaderno de las memorias de Víctor. Don Máximo Baroja creyó que entre los papeles del procesado quizá pudiera hallarse la continuación, y juzgándolo de interés para la causa, ordenó al inspector Bargiela que hiciese en ellos un nuevo y más detenido registro.

XI. Vacilaciones

Después de muchas declaraciones, y de muchas hojas de papel añadidas a la causa, don Máximo Baroja empezaba a perder toda esperanza de hallar al autor del doble asesinato de Madrid Moderno.

Hasta entonces, había confiado en que la criada herida pudiese hablar; pero los médicos forenses mandados por el juzgado al hospital para informar acerca del estado de la víctima acababan de emitir una opinión muy grave respecto a las facultades mentales de la infortunada criada de los señores de Neira.

En opinión de los médicos, la mujer herida estaba loca.

El miedo experimentado al verse en presencia del asesino había alterado su razón.

A pesar de todo, don Máximo Baroja hubiera intentado un careo entre la criada y Víctor Rey, a quien Carlota Neira denunciara como sospechoso, pero los médicos se negaron a autorizarlo.

En aquellas circunstancias, el careo podía determinar la muerte de la criada herida.

El juez, a pesar suyo, tuvo que conformarse por entonces con el dictamen facultativo, y esperar a que la enferma estuviese fuera de peligro.

Durante aquellos días de forzada inactividad, don Máximo Baroja acabó de formar su opinión acerca del crimen y de sus autores.

En concepto del juez, el autor del espantoso asesinato no podía ser Víctor Rey.

Nada, ni en su actitud ni en su porte le indicaban como autor probable. Un segundo interrogatorio a que sometiera al acusado confirmara al juez en esta opinión. A las preguntas que le dirigiera, había respondido con seguridad y calma, sin perturbación, sin timidez, sin susto.

Aquel pobre diablo medio loco no parecía capaz de planear, de premeditar, de ejecutar un crimen de tanta crueldad y audacia. Para aquello se necesitaban asesinos veteranos y diestros, doctorados en la cátedra del presidio.

Víctor Rey, en opinión del juez, era absurdo como hipótesis criminal. Fiel a la escuela criminalista italiana, para don Máximo Baroja el asesino es un tipo de degeneración, y tiene un tipo antropológico, y el juez buscaba ese tipo.

No lo encontraba, y era forzoso encontrarlo.

¿Dónde?

Todos los días la policía practicaba registros y detenía sospechosos, pero el sumario no por eso adelantaba un paso. Los detenidos, una vez interrogados, acababan por explicarse en forma tan satisfactoria para ellos, cuanto desesperante para el juez.

Se habían transmitido órdenes a las autoridades de provincias, pero como no era posible transmitirles también indicaciones sobre la identidad del criminal, todos los esfuerzos resultaban infructuosos.

La opinión comenzaba a preocuparse con el asunto.

Los periódicos se extrañaban en largos artículos que la policía no hubiese aún conseguido la captura de los criminales, porque entre la prensa había arraigado la especie de que se trataba de una cuadrilla de criminales admirablemente organizada.

Y así estaban las cosas, cuando el juzgado tuvo una confidencia anónima, en la cual se acusaba a la portera de la casa del crimen.

Don Máximo Baroja decidió interrogarla de nuevo, y ampliar los informes que tenía acerca de ella; aun cuando el juez sabía por experiencia lo poco que puede fiarse de las delaciones anónimas, inspiradas frecuentemente en el rencor de un enemigo cobarde.

Con esta delación, coincidió la declaración de un cochero de punto que, puesto al corriente del crimen por los periódicos, había ido espontáneamente al juzgado, donde manifestó que el mismo día del crimen, a las seis de la tarde, había conducido a un hombre de extraño aspecto desde la estatua del general Espartero hasta la entrada de la calle de Castelar, donde el hombre se apeó, diciéndole al pagarle la carrera:

—Le despido a usted porque los coches cuestan muy caros cuando se sale del radio, y eso que todavía tengo que andar bastante.

El cochero no hubiera dado ninguna importancia a semejantes frases, ni se hubiera vuelto a acordar de ellas, si al poco tiempo no se le presentase ocasión de comprobar que eran falsas.

En efecto, como se detuvo a echar un vaso en la taberna más próxima, en el acto de subir al pescante vio que el individuo a quien había conducido, entraba apresuradamente en una casa de la misma calle de Castelar.

¡Aquella casa fue más tarde la casa del crimen!

Las señas dadas por el cochero no convenían en ningún punto con las de Víctor Rey.

Dos consecuencias podían derivarse de esto.

Que Víctor Rey no era culpable.

Que Víctor Rey había tenido un cómplice.

De la primera opinión era don Máximo Batoja; de la segunda, el inspector Bargiela.

Esta diversidad de opiniones, lejos de embrollar los asuntos, suele ser de gran utilidad para el descubrimiento de los asesinos, porque impide que se siga una sola pista.

Eran apenas las diez de la mañana, y ya don Máximo Baroja estaba en su despacho ojeando los últimos pliegos del sumario y comentando con el inspector las declaraciones más importantes:

—Estamos aún muy distantes de tener al asesino, amigo Bargiela. No sabemos su nombre ni quién es, pero ya conocemos su fisonomía. ¿Ha enviado usted telegramas reservados a los puertos de embarque, y las provincias fronterizas?

—Sí, señor. Por más que no me fío mucho de la eficacia de esas medidas tratándose de un retrato tan incompleto. Además, apostaría a que ese hombre no se ha movido de Madrid. No se combina tan pronto un negocio para emprender inmediatamente la fuga. No se expone nadie a ser detenido en los caminos, donde es necesario caminar siempre con la cara descubierta, cuando se puede ocultar cómodamente en los muchos rincones que por desgracia tiene Madrid.

—Soy también de esa opinión, amigo Bargiela; pero hay ejemplos de haber urdido un asesino con gran habilidad un crimen, y perder la cabeza en el momento en que más falta le hacía la tranquilidad. Pero observo que solo nos fijamos en un individuo, siendo así que cada vez me afirmo más en la creencia de que existe otro cómplice.

—También he adquirido noticias de él. Un vecino de Madrid Moderno que regresaba a su casa hacia las seis de la tarde se encontró a la portera de la casa del crimen, al principio de la calle de Castelar. Vio que iba seguida de un individuo que más tarde la habló, desapareciendo ambos en el portal de la casa.

—¿Y qué deduce usted de eso?

—Que aquel es el cómplice, y que debió ser el encargado de recibir de manos de la portera la llave del piso que habitaba la señora de Neira. Porque el señor juez recordará que la portera, en su primera declaración, ha dicho que poseía dobles llaves de todos los pisos.

—Cabalmente: ¿pero no podría ser que ese hombre se apoderase de la llave, bien por engaños, o bien robándosela a la portera del lugar en que la guardaba? He ahí lo que tenemos que averiguar, amigo Bargiela.

El inspector reflexionó un momento:

—Mi opinión, señor juez, es que la portera es culpable, cuando menos como encubridora.

Don Máximo Batoja asintió con la cabeza:

—Esa es también mi opinión; pero ahora necesitamos hechos que lo confirmen.

—Los tendremos, señor juez. Yo me encargo de ello.

El juez sonrió:

—Y yo confío en usted, amigo Bargiela.

Después, cambiando de tono, añadió:

—¿Tiene usted las señas exactas del individuo que acompañaba a la portera?

—Exactas, no, pero es un hombre de unos sesenta años, alto y fuerte a pesar de su edad, con el pelo blanco y los ojos negros y muy vivos. Lleva toda la barba, y su traje se componía de blusa blanca de albañil, pantalón de pana y boina azul.

Don Máximo Baroja, que había escuchado atentamente, interrogó:

—La portera está sujeta a una escrupulosa vigilancia, ¿no es verdad?

—Sí, señor. He puesto de vigilante a un agente vestido de paisano.

—¿Es hombre hábil?

—Mucho.

—¿Dispone usted de algún otro agente bastante inteligente?

—Sí, señor.

—Pues he aquí de qué se trata. Paca la Gallarda, mujer de malos antecedentes penales, gasta y triunfa, sin que se sepa de dónde le viene el dinero. Esa mujer es actualmente la amante de Víctor Rey. ¿No podía ser la instigadora del crimen?

El inspector daba tormento a su bigote.

—Podría serlo… Cosas iguales hemos visto.

—Veo que participa usted de mis sospechas.

—Ya sabe el señor juez que desde el primer día que hablamos de eso… Pero a pesar de todos mis esfuerzos, preciso es confesar que nos faltan indicios.

El juez interrumpió:

—¡No tan en absoluto! ¡No tan en absoluto! Y si no, establezcamos la verdadera situación de las cosas. Un hombre se introduce en la casa de los señores de Neira para robar y matar, según hemos podido deducir de la inspección ocular que el juzgado hizo en el lugar del suceso. Ahora bien, ¿ese hombre es el mismo que se hizo conducir en coche hasta la entrada de la calle de Castelar? Yo creo que sí, y de ese hombre es de quien debemos ocuparnos sin descanso. ¿Es Víctor Rey el hombre del coche? ¿Es un cómplice suyo? El misterio está ahí, amigo Bargiela, y para descubrirle cuento con usted.

El inspector asintió con un movimiento de cabeza.

Don Máximo Baroja añadió sonriendo:

—Cuento con usted, y con la casualidad también, que es preciso reconocer nos sirve muy a menudo.

El inspector Bargiela repuso gravemente:

—Así lo reconozco, señor juez.

Don Máximo Baroja continuó:

—Estos son los únicos indicios materiales que poseemos; pero nos restan algunos de un orden moral, los cuales no dejan de tener importancia. Todo hace creer que la portera ha entregado su llave para que los criminales pudiesen penetrar en la casa. ¿La ha dado, o se la han quitado? Lo ignoro; pero como al día siguiente obraba la llave en su poder, es lógico opinar que está en relaciones con el asesino, y que en un momento convenido se vieron para hacerle entrega de ella.

El inspector Bargiela, que oía atentamente, dijo entonces:

—Todo eso se sabrá, señor juez.

—Así lo espero. Pasemos ahora a esa Paca la Gallarda. Sus antecedentes, y más que nada nuestra imaginación, nos la designan como la instigadora del crimen. No la perdamos pues de vista. Si hay un cómplice, como suponemos, ese hombre, después de la prisión de Víctor, procurará avistarse con la Paca; si conseguimos sorprenderle cerca de ella, todos habrán caído en la red. Tratemos todos con la mayor actividad y celo de buscar a los criminales, y pongámonos de acuerdo cuantas veces haga falta, así como nos comunicaremos recíprocamente cuantas noticias recibamos acerca de tan triste asunto.

En el momento que se disponía a retirarse, el inspector Bargiela se volvió y dijo al juez:

—¿De modo que a la portera de la casa del crimen, lo mismo que a Paca la Gallarda, debemos ponerle guardias de vista?

—Sí, amigo Bargiela; y cuide usted de elegir para esa misión a los dos agentes más inteligentes de que disponga.


* * *
 

Muchos días, y aun semanas, habían transcurrido desde que ocurriera el crimen de Madrid Moderno, y el sumario permanecía estacionado.

Los periódicos hacían con este motivo una terrible campaña contra la policía.

Algunos de ellos acusaban a la llamada justicia histórica, de inactividad y torpeza; y otros daban misteriosas noticias para burlarse de las autoridades.

Don Máximo Baroja, a pesar de tener la conciencia de haber cumplido con su deber, y cierta filosofía aneja a su cargo, comenzaba a inquietarse y a sufrir, pues no adquiría nuevos detalles.

El proceso se hacía cada vez más lento.

En el sumario lo único que existía de alguna importancia eran las declaraciones tomadas a los testigos que ya conocemos.

Las sospechas que el juez había tenido un día acerca de Paca la Gallarda habían desaparecido, o cuando menos no se habían confirmado.

Los informes del agente encargado de vigilarla le eran en todo favorables.

Paca la Gallarda no había dejado entrever en todo aquel tiempo nada sospechoso en lo que al crimen se refería.

Ningún acto, ninguna palabra que fuese digna por su importancia de figurar en el sumario, que parecía dormido muy a pesar de don Máximo Baroja.

Pero si el sumario dormía, la policía distaba mucho de permanecer inactiva.

El inspector Bargiela ordenaba visitas a todos los sitios sospechosos de Madrid.

En cuanto se tenía noticia de algún individuo que en tales lugares de corrupción se entregaba a gastos exagerados, se le sometía a una estrecha vigilancia.

En provincias, en los grandes centros de población, todos los inspectores de policía tenían encargo de desplegar igual celo e igual actividad.

Pero donde se desplegaba una vigilancia grande, incesante, inteligente y oculta en lo posible era en el barrio de Madrid Moderno.

Tres agentes, con disfraces diversos, recorrían constantemente el trayecto entre Las Ventas y la calle de Castelar.

Procuraban crearse relaciones en todas las tabernas, y hablaban para hacer hablar.

De este modo supieron que la portera de la casa del crimen, de la cual en un principio habíanse recogido excelentes referencias, tenía en su vida y en sus relaciones algo obscuro y misterioso.

Según se decía, venía sosteniendo relaciones hacía mucho tiempo con un hombre de unos cincuenta años y al parecer albañil, el cual solo de tarde en tarde aparecía por Madrid Moderno.

Estas visitas eran muy largas, y se sabía que el hombre desconocido tuteaba a la portera, tratándola con gran intimidad.

Nadie conocía a este individuo, y nadie sabía tampoco de dónde venía ni a dónde venía.

Poco a poco, también personas que al principio habían guardado silencio absoluto, sin duda para que sus nombres no figurasen en el sumario de la causa, se mostraban ahora más confiadas.

Un muchacho dependiente de una taberna de la calle de Castelar se había atrevido a referir que la misma tarde del crimen, y casi a la misma hora, la portera de la casa y el individuo desconocido habían estado juntos en la taberna, donde merendaron.

Aun cuando hablaban en voz baja, el muchacho había oído algunas palabras de su conversación, las cuales desde luego le extrañaron.

Las palabras eran estas, pronunciadas por el hombre, a modo de advertencia:

—No se te vaya la lengua, y luego digas que estuve aquí contigo. No quiero disgustos. Ya te he dicho lo que hay…

El muchacho no había oído más, pero como el crimen se verificó a los pocos minutos, aquellas palabras no se olvidaron; antes bien, las había recordado muchas veces como una sospecha.

Un vecino de la calle declaraba también que, habiendo sido de los primeros en acudir al lugar del crimen, había notado que en la alfombra de la escalera había caída una llave.

El susto y azoramiento naturales en los primeros instantes habían impedido que la recogiese.

Cuando más tarde quiso hacerlo, la llave había desaparecido.

Esta revelación podía tener gran importancia.

Al juez le sirvió para hacer dos deducciones, que parecían llenas de lógica.

Primera: que los asesinos entraron en la casa valiéndose de una llave, y que esta llave era la de la portera.

Segunda: que las dos víctimas habían sido sorprendidas.

XII. Continuación del manuscrito de Víctor

CONTINUACIÓN DEL MANUSCRITO DE VÍCTOR

Una mañana, al entrar en su despacho don Máximo Baroja se halló sobre la mesa un abultado sobre.

De una ojeada reconoció la letra, que era del inspector Bargiela.

Rasgó el sobre y sacó de él un abultado cuaderno.

Lo examinó con curiosidad.

Su examen, sin embargo, no fue largo.

Al cabo de un minuto, don Máximo Baroja levantó la cabeza, y una sonrisa de satisfacción entreabrió sus labios.

Aquellos papeles le traían una gran alegría.

Las alegrías del oficio, que en hombres de la edad y condición de don Máximo Baroja son las más grandes y las más intensas.

Aquel cuaderno contenía la continuación del manuscrito de Víctor.

Como el juez había supuesto, entre los papeles del acusado estaba la continuación de lo que podríamos llamar sus memorias.

El inspector Bargiela, después de un nuevo y más detenido registro practicado en el domicilio de Víctor Rey, había encontrado aquel segundo cuaderno, continuación del primero ya examinado por el juez.

El segundo manuscrito de Víctor empezaba así:


Con Carlos había venido de Madrid una institutriz francesa, la señorita Cornuty.

Pues bien, la señorita Cornuty, a pesar del gracioso bizcamiento de sus ojos, echó muy pronto de ver el cambio de nuestras relaciones, y como era una pobre mujer, llena de bondad, mi aislamiento la conmovió.

La señorita Cornuty se dirigió a Carlos y le reprendió por no ser más amable conmigo.

Carlos al oírla se alzó de hombros y declaró que no sabía qué hacer con respecto a mí, porque yo no sabía jugar a ningún juego, y además estaba siempre pensando en otra cosa.

Carlos declaró francamente que prefería esperar a su hermano Rafaelito, que de un día a otro debía llegar del Escorial, en cuyo colegio estaba como alumno interno. Vería entonces si yo quería jugar con él y con Rafaelito.

La señorita Cornuty, que me había tomado bajo su protección, no se dio por satisfecha con las explicaciones de Carlos, y le hizo observar que yo todavía estaba convaleciente y que no podía ser vivo y alegre como él, que además lo era demasiado.

Y la señorita Cornuty le recordó en un largo discurso que había cometido conmigo tal y tal falta —y las enumeraba con ayuda de sus dedos, largos y huesudos.

En fin, la señorita Cornuty le amonestó sin piedad, y acabó por enviarle hacia mí, con orden de reconciliamos sin tardanza.

Carlos había escuchado a la institutriz atentamente, como si reconociese la justicia de su discurso.

Dejó sobre una silla la pelota que tenía en las manos.

Serio y formal se acercó a mí y me preguntó:

—¿Tú quieres jugar conmigo?

Yo respondía con una tímida sonrisa:

No puedo jugar todavía. Estoy muy débil.

—¿Qué quieres, entonces?

—Yo quiero estar sentado; pero no estés incomodado conmigo.

Carlos, agradablemente sorprendido de no encontrarse culpable, me respondió dulcemente.

—Yo no estoy incomodado contigo. Adiós, me voy a jugar.

Yo murmuré bajando tristemente la cabeza:

—¡Adiós!

Habiendo cumplido así la orden de la señorita Cornuty, Carlos se alejó corriendo.

Sus gritos y sus risas no tardaron en llenar los grandes y silenciosos corredores del palacio.

Al fin, fatigado y anhelante, vino a arrojarse sobre un diván de la habitación donde yo estaba.

Toda la velada me miró con una especie de duda.

Yo comprendía que él quería decirme alguna cosa para descifrar el enigma; pero por entonces todavía se contuvo.

Ordinariamente las lecciones de Carlos comenzaban por la mañana.

La señorita Cornuty le enseñaba francés. Este estudio consistía en un poco de gramática, seguido de una lectura en las fábulas de La Fontaine.

A la verdad, no era gran cosa, pero Carlos era tan inquieto que eso poco costaba trabajo conseguirlo.

La señorita Cornuty necesitaba apelar a toda su elocuencia y a toda su severidad para hacerle estudiar dos horas al día.

A veces no bastaban los discursos de la señorita Cornuty, y eran precisos los de la Condesa.

Carlos, sin embargo, como era muy inteligente y comprendía en seguida, retenía todo lo que le enseñaban.

Pero en esto, como en todo, Carlos tenía también sus pequeñas rarezas.

Cuando no comprendía alguna cosa, reflexionaba seriamente, no queriendo pedir una explicación que le daba vergüenza.

Solamente en los casos extremos se decidía a someter sus dudas a la señorita Cornuty.

Carlos era así para todas las cosas.

Aun cuando a primera vista su carácter vivo e inquieto hiciese sospechar otra cosa, había muchas cosas que le hacían reflexionar largamente.

Quizá en estas reflexiones había un poco de curiosidad malsana.

Pasadas algunas semanas, como yo me hallaba ya muy repuesto, la señorita Cornuty decidió empezar a ocuparse de mi educación.

Una tarde me llamó a su habitación y me hizo sufrir un examen para saber en qué punto de mis estudios estaba.

La señorita Cornuty, con gran sorpresa suya, vio que yo sabía leer bastante bien. De escribir, aun cuando me sea vergonzoso confesorio, no sabía hacer más que palotes.

La señorita, que era una gran patriota, juzgó después de mi examen que era para mí de una urgentísima necesidad el aprender francés.

Así se hizo.

Una mañana yo me senté al lado de Carlos en la mesa de las lecciones.

Aquel día, como si lo hiciese a propósito, Carlos se mostró estúpido y distraído.

La señorita Cornuty le miraba llena de asombro. No lo reconocía.

Yo, en cambio, en una sola lección me había aprendido el alfabeto francés.

Me aplicaba con todas mis fuerzas para serle agradable a la institutriz.

Hacia el final de la lección, la señorita Cornuty se incomodó seriamente con Carlos.

Señalándome a mí, con un ademán solemne le dijo:

—Mire usted a este niño enfermo que da su primera lección, y ya está diez veces más adelantado que usted. ¿No le da a usted vergüenza?

Carlos miró estupefacto a la institutriz:

—¿Más adelantado que yo? ¡Si todavía no sabe más que el alfabeto!

—¿Pero cuánto tiempo ha tardado usted en aprender el alfabeto?

—Tres lecciones.

—Pues bien, ya ha visto usted que Víctor la ha aprendido en una sola lección. Entonces, él aprende triple que usted, y en poco tiempo os adelantará. ¿No es esto?

Carlos bajó la cabeza y se puso colorado, comprendiendo que la observación de la señorita Cornuty era justa.

Los ojos de Carlos se llenaron de lágrimas, que procuró ocultamos. Carlos tenía un orgullo y un amor propio extremados.

Cuando terminamos la lección, y se fue la señorita Cornuty, yo quise hablar a Carlos, deseando demostrarle que no era responsable del enojo y de la reprensión de la institutriz.

Pero Carlos hizo como si no me oyese y no me respondió nada. Una hora más tarde, Carlos entró en la habitación donde con el libro abierto ante mis ojos, yo pensaba en él y en la señorita Cornuty. Yo sentí pena y timidez al ver que Carlos no quería hablarme. Como de costumbre, él se echó sobre el diván.

Permaneció así como una media hora.

No pudiendo contenerse más, me preguntó:

—¿Tú sabes dibujar?

—No, yo no sé.

Una pausa.

—¿Sabes tocar el piano?

—No. Tampoco.

—Pues yo sé. Es muy difícil aprender.

Yo no respondí.

—La señorita Cornuty pretende que tú sabes más que yo.

—Es porque estaba enojada contigo.

—¿Y la abuela sabes si está enojada conmigo?

—No sé.

Una nueva pausa.

Carlos frunció su rubio entrecejo de niño, y se puso encendido.

—Tú te burlas de mí.

—¡Oh! No…

La voz de la señorita Cornuty vino a interrumpir nuestro coloquio.

—¡No se avergüenza usted de hablar de esa manera!

La institutriz, que nos vigilaba hacía cinco minutos, escuchara nuestra conversación.

—Usted, caballerito, está celoso de este niño, y se vanagloria usted en su presencia de saber dibujar y tocar el piano. ¡Qué vergüenza! Yo contaré eso a la Condesa.

Carlos bajaba la cabeza sin responder.

—Es un mal sentimiento. Sus preguntas han ofendido a Víctor, cuyos padres, pobres aldeanos, no han tenido medios para educarlo. Lo que ha aprendido, lo ha aprendido casi solo, porque es aplicado y formal. Usted debía quererle y jugar con él en vez de hacerle esas preguntas llenas de vanidad. ¡Es vergonzoso! ¡Es vergonzoso! Usted sabe que él es huérfano. Que no tiene a nadie. En fin, les dejo a ustedes solos. Usted, caballerito, piense en lo que le he dicho y trate de corregirse.


* * *
 

Carlos reflexionó durante dos días.

Durante dos días suspendió risas y gritos.

Yo hasta creo que enflaqueció un poco y que los colores de sus mejillas no eran tan vivos como antes.

En fin, al tercer día nos encontramos en un corredor.

Carlos salía de las habitaciones de la Condesa.

Al verme se detuvo esperándome.

Yo seguí andando hacia él, tímidamente.

Carlos me preguntó:

—¿Oye tú, por qué me riñen por causa tuya?

Yo traté de disculparme.

—No es por causa mía, Carlos.

—La señorita Cornuty dice que yo te he ofendido.

—No, Carlos, no. Tú no me has ofendido.

Carlos alzó los hombros en señal de perplejidad.

Después de un momento murmuró:

—¿Entonces tú, por qué lloras?

Yo respondí a través de mis lágrimas, ahogándome.

—Si tú no quieres que llore, no lloraré.

Carlos volvió a alzarse de hombros.

Luego interrogó:

—¿En tu casa también llorabas?

Yo no respondí.

Después de una pausa, Carlos me interrogó de nuevo:

—¿Por qué vives en nuestra casa?

Yo le miré estupefacto, como si alguna cosa acabase de herirme en el corazón.

Reuniendo todas mis fuerzas, murmuré:

—Porque soy huérfano.

—¿Es que tú no tienes padres?

—Sí.

—¿Se han muerto?

—Sí.

—¿Eran pobres?

—Sí.

—¿Muy pobres?

—Sí.

—¿Te querían mucho?

—Sí.

—¿Tenías muchos regalos?

—No.

—¿Y juguetes?

—No.

—La casa de tus padres ¿era muy grande?

—No.

—¿Tenías muchos criados?

—No teníamos criados.

—Entonces, ¿quién os servía?

—Nos servíamos nosotros.

Las preguntas de Carlos me hacían sufrir horriblemente.

Los recuerdos que despertaban en mí, y el pasmo de Carlos, todo eso me lastimaba el corazón.

Yo temblaba, y los sollozos, trabajosamente reprimidos, casi me ahogaban.

Carlos insistió:

—¿Tú, entonces, estarás contento de haber venido a vivir aquí?

Yo guardé silencio.

—¿Eran bonitos los trajes que llevabas en tu casa?

—No.

—¿Eran feos?

—Sí.

—Vi tu traje. Me lo han enseñado.

Yo experimenté una sensación nueva de indignación y de vergüenza, y grité rojo de cólera:

—¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué te burlas de mí?

Carlos enrojeció también.

—No me burlo de ti… Quería solamente saber si tus padres eran pobres.

Mis ojos se arrasaron de lágrimas.

—¿Y por qué me preguntas eso? ¿Qué te hicieron mis padres?

Carlos permaneció confuso, no sabiendo qué responder.

En este momento apareció la Condesa.

—¿Qué tienes tú, Víctor? ¿Por qué lloras?

Y mirando severamente a Carlos, insistió:

—¿De qué hablabais vosotros?

Yo no respondí Tomé la mano de la Condesa y se la cubrí de lágrimas, y de besos.

La Condesa acarició mis mejillas; y sin apartar la mirada de Carlos, que parecía lleno de confusión, volvió a interrogar:

—¿Carlos, dime tú qué ha pasado?

Carlos era incapaz de mentir.

—Le dije que he visto el traje que traía en casa de sus padres.

—¿Quién te lo ha mostrado? ¿Quién?

Carlos respondió con gran firmeza:

—Soy yo que lo he visto.

—¡Está bien! Tú no denunciarás a nadie. Te conozco, hijo mío.

La Condesa se dirigió a mí:

—¿No hubo más, Víctor?

Carlos no me dio tiempo a contestar, porque interrumpió vivamente.

—Después él se ha puesto a llorar, diciendo que yo me burlaba de sus padres.

—¡Entonces es que tú te burlabas!…

La Condesa estaba pálida; y su voz era tan severa, que yo temblé. Bien que Carlos no se hubiese burlado; su intención era esa, y yo la había comprendido. Carlos no respondió nada a las últimas palabras de la Condesa, lo que quería decir que reconocía su falta.

La Condesa se pasó la mano por el rostro, y pronunció de una manera apagada:

—Carlos, hijo mío, pídele perdón a Víctor.

Carlos, pálido como la cera, no se movió.

La Condesa insistió:

—Anda…

Carlos, en voz baja, pero muy decidida contestó.

—¡No quiero pedirle perdón!

—¡Carlos!…

—¡Yo no le pido perdón! ¡No! ¡No!…

La Condesa le asió de la mano con gran severidad.

—Ven conmigo. Víctor, vete al lado de la señorita Cornuty.

Y la Condesa entró con Carlos en su habitación.

Yo hubiera querido arrojarme a sus pies, pedirle perdón para Carlos, pero la Condesa repitió su orden tan severamente, que yo me alejé helado de terror.


* * *
 

Sentado ante la mesa de estudio, con la cabeza entre las manos, contaba los minutos esperando a Carlos.

Carlos llegó al fin.

Sin pronunciar una palabra pasó cerca de mí, y se sentó en un rincón.

Sus ojos estaban rojos, sus mejillas húmedas por las lágrimas.

Yo le miré a hurtadillas.

Yo me acusaba con todas mis fuerzas, trataba de persuadirme a mí mismo que yo era el responsable de todo.

Mil veces quise acercarme a Carlos, y mil veces me detuve no sabiendo cómo sería recibido.

Así se pasó todo el día. Al otro, Carlos me pareció más alegre. Por la tarde se puso a jugar, haciendo correr un aro por los largos corredores del palacio, obscuros y silenciosos.

De pronto, y sin causa justificada, cesó en sus juegos y vino a echarse sobre el diván.

Por la noche, antes de acostarse, se volvió violentamente hacia mí; sus labios se entreabrieron para hablarme, pero se contuvo y se acostó en silencio.

Pasó otro día, y la señorita Cornuty, que nos vigilaba, se creyó en el caso de intervenir y amonestar dulcemente a Carlos.

Carlos respondió evasivamente, pero en cuanto se alejó la institutriz, se puso rojo como la grana, y empezó a llorar.

Para que yo no lo viese, se fue de la habitación.

En fin, tres días después de nuestra querella, él vino hacia mí, y me dijo tímidamente:

—La abuela me manda que te pida perdón. ¿Quieres perdonarme?

Yo le tomé vivamente las manos, y sofocado de emoción le dije:

—¡Sí! ¡Sí!

—Además me manda que nos abracemos. ¿Tú quieres?

Sin responder, yo le abracé y le besé.

Levantando los ojos hacia Carlos, yo observé en él movimientos extraordinarios. Su labios estaban agitados de un ligero temblor, sus ojos se humedecían, pero dominó en seguida su emoción, y la sonrisa iluminó su rostro.

—Voy decirle a la abuela que nos hemos abrazado, y que te he pedido perdón.

Hablaba como si pensase alto. Se detuvo, y mirándome sonriendo y confuso a la vez, añadió:

—Hace tres días que no veo a la abuela. Me ha prohibido la entrada en sus habitaciones mientras no la obedecía.

Diciendo esto se alejó trémulo, pensativo, no sabiendo qué acogida le dispensaría la Condesa.

Pero poco después se oían en los corredores del palacio los gritos y las carreras locas de Carlos jugando con el perro.

Yo comprendí que había hecho las paces con su abuela.

Mi corazón palpitó de alegría.

Sin embargo, contra lo que yo esperaba, Carlos no se acercó a mí. Huía las ocasiones de hablarme.

En cambio, tenía el honor de excitar su curiosidad, al más alto punto.

Carlos se sentaba delante de mí, y me observaba con sus grandes ojos negros.

Estas inspecciones de mi persona eran muy extrañas.

Yo creo que Carlos, niño mimado y consentido, no comprendía bien por qué yo me atravesaba en su camino, cuando él no me quería.

Pero era un corazón bueno y dulce, que volvía siempre al camino recto, por el solo impulso de su naturaleza generosa.

La persona que tenía más influencia sobre él era su abuela, que le adoraba.

Yo no podía explicarme lo que pasaba en mí.

Todo un mundo de sensaciones indefinibles me agitaba interiormente.

En fin, después de muchas dudas y muchas reflexiones, yo comprendí que quería a Carlos como a un hermano muy querido.

¿Qué era lo que me atraía hacia él?

¿Qué era lo que había hecho nacer en mí aquel sentimiento?

Lo ignoro.


* * *
 

Nuestras lecciones continuaron como anteriormente.

Carlos procuraba no reparar en mí.

Los cumplidos que la señorita Cornuty me hacía algunas veces sobre mi dulzura y mi inteligencia, ya no parecía que hiriesen su amor propio.

Él buscaba las compensaciones, eso sí.

Cuando la señorita Cornuty me dirigía algún elogio, Carlos le tiraba caramelos al perro, un animalote calmoso y flemático, lo que no impedía que fuese malo como un tigre si uno se permitía molestarle.

Morucho no agradecía las caricias de nadie, y todo el mundo parecía serle indiferente.

En el palacio, amos y criados le trataban con un especie de temor respetuoso.

A esto contribuía, aun más que el carácter de Morucho, su leyenda de héroe.

Un día, la madre de Carlos, se paseaba con este y con su hijo más pequeño, Rafael, a orillas del estanque del Retiro. Esto pasaba allá en Madrid.

Rafael resbaló jugando, y cayó en el agua.

La madre, loca de dolor, quiso seguir a su hijo.

La detuvieron difícilmente.

Rafael, arrastrado por las aguas, flotaba todavía merced a sus vestidos, pero parecía que de un momento a otro iba a hundirse para siempre…

De pronto un porrazo se precipitó al agua, asió el cuerpo del niño por las ropas y le trajo triunfante hasta la orilla.

La pobre madre, loca de alegría, cubrió de besos el cuerpo del animal, todavía cubierto de agua y de cieno.

Morucho, que ya entonces no soportaba ninguna caricia, pagó aquellas expansiones clavando sus dientes en la espalda de la dama, que durante toda su vida guardó señales de aquella herida, lo que no impedía que tuviese a Morucho un gran cariño.

El perro fue desde entonces una especie de tirano en la casa.

Se le cuidaba y mantenía a cuerpo de rey, y hasta se le proveyó de una piel de oso para tenderse y reposar.

Morucho había venido a ser, sin duda, el perro más feliz de la creación.

Pero su carácter, naturalmente taciturno, no cambió en su nueva posición.

Permanecía indiferente a los mismos, y hasta parecía despreciar su collar de plata.

Era un perro filósofo.

Carlos le buscaba algunas veces para distraerse, cuando no hallaba cosa mejor a mano.

Sin embargo, la indiferencia de Morucho le exasperaba; le era insoportable que existiese en la casa un ser que no reconociese su autoridad, que no se indignase delante de él.

Morucho, tendido sobre su piel de oso, permanecía inflexible en su arrogancia.

Un día, estando Carlos y yo en la sala de estudio, entró Morucho arrogante y desdeñoso como un sultán y se tendió en medio de la estancia para digerir perezosamente su copiosa comida.

Este fue el momento terrible que se le antojó elegir a Carlos para supeditarle a su obediencia.

Carlos dejó de jugar, y prodigando a Morucho los nombres más dulces, trató de acercársele.

Morucho desde lejos mostraba los dientes.

Carlos se detuvo.

Su proyecto era acercarse al perro y acariciarle un poco, lo que Morucho no permitía más que a la Condesa.

Esta tentativa ofrecía un peligro serio, porque Morucho no se dejaba imponer fácilmente; podía muy bien morderle la mano, y hasta destrozársela entre sus dientes, si lo encontraba oportuno.

Morucho era fuerte como un tigre.

Yo, lleno de inquietud y de terror, seguía de lejos todos los movimientos de Carlos.

Inútilmente le suplicaba que dejase al perro tranquilo; pero ni mis ruegos ni los fuertes y blancos colmillos que el animal le enseñaba le disuadieron de su loca idea.

Comprendiendo que de frente no podía asaltar al enemigo, decidió hacerlo de flanco.

Morucho no se movió.

Carlos se acercaba en la punta de los pies.

Cuando llegó a la distancia que Morucho juzgaba respetuosa y sagrada, este le mostró de nuevo los dientes.

Carlos, un poco asustado, vino a sentarse sobre el diván para reflexionar.

Cinco minutos después había inventado una seducción nueva.

Salió y volvió con una provisión de caramelos y bizcochos.

Cambiaba de táctica.

Morucho permaneció indiferente. La fiera probablemente estaba harta: ni siquiera se dignó volver la cabeza hacia el bizcocho que Carlos le había arrojado.

Cuando Carlos llegó de nuevo al límite que Morucho juzgaba infranqueable, el perro manifestó una oposición más viva que la primera vez.

Levantó la cabeza, enderezó las orejas, descubrió los colmillos, gruñó sordamente e hizo un movimiento como si fuese a lanzarse.

Carlos palideció, arrojó el bizcocho que llevaba en sus manos, y volvió a sentarse.

Estaba muy agitado. Sus pequeños pies golpeaban el suelo con rabia.

Desgraciadamente me miró, y la sangre todavía se le subió más a la cabeza.

Dejó el diván, y con un paso firme se dirigió rectamente hacia el terrible perro.

La estupefacción produjo sin duda un efecto extraordinario sobre Morucho.

El perro dejó a Carlos aproximarse. Solamente cuando este quiso poner la mano en su cabeza, Morucho gruñó sordamente.

Carlos se detuvo un instante, nada más que un instante; después, con decisión, acarició a la fiera.

Yo cerré los ojos, lleno de asombro y miedo. Al abrirlos vi a Carlos que me contemplaba de una manera extraña.

Morucho se levantó. Yo creí que iba a devorarle.

Carlos todavía osó pasarle la mano por el lomo dos o tres veces. Morucho gruñó amenazador. Enseñó los dientes.

Después se alejó tranquilamente, desdeñosamente.

Carlos quedó dueño del campo. Al advertir mi palidez sonrió.

Sin embargo, bien pronto una palidez mortal cubrió sus mejillas. Trabajosamente pudo llegar hasta el canapé y echarse en él.
 


* * *
 

Llegando a este punto, don Máximo Baroja viose obligado a interrumpir por aquel día la lectura del manuscrito de Víctor. El inspector Bargiela acababa de entrar en el despacho del juez, y las noticias que traía eran de suma importancia.

XIII. En el hospital

En veinticuatro horas, la criada de los señores de Neira había mejorado notablemente.

Si no sobrevenía alguna complicación, estaba salvada. Don Máximo Baroja, antes de llevar adelante el sumario y darlo por concluso, había de antemano resuelto esperar a que la enferma se encontrase en perfecto estado de soportar un largo interrogatorio.

Así fue que, apenas del hospital le participaron la noticia referente a la mejoría de la criada, allá se fue acompañado de un escribano y todo alborozado de esperanzas nuevas.

La enferma hallábase aún en aquel angosto lecho de hierro donde la vimos por vez primera, pero su aspecto había cambiado notablemente.

Una gran venda blanca ligábale y envolvía completamente el pescuezo, herido por la faca del asesino, lo cual daba a su cabeza un aspecto extraño.

Sus facciones, profundamente fatigadas, denunciaban que había pasado por mortal peligro.

Su tez tenía la mate lividez de la cera, y sus ojos, sin brillo, parecían haber perdido la vida.

En su fisonomía, aún estaban impresos la sorpresa y el terror.

Con todo, notábase que resurgía a la vida.

La vida tiene un sello, como la muerte.

En el rostro de aquella mujer, el sello de la vida aparecía impreso sobre el sello de la muerte, como dos cuños confusos.

¡Hablaba!

Hablaba, y en el hospital no había nadie que no la hubiese visitado.

Su desgracia inspiraba una extraordinaria curiosidad.

Todos querían verla y oírla.

Si los médicos y el administrador del hospital no lo hubiesen impedido, todo el vecindario de Madrid Moderno habría pasado por la cabecera de su lecho.

Con efecto, el drama a que la enferma asistiera, justificaba bien la curiosidad que despertaba.

Cuando llegó don Máximo Baroja, la rodeaban algunas enfermas, que al ver aparecer al juzgado se retiraron al fondo de la sala hablando en voz baja.

Era un domingo, y los domingos en los hospitales también son día de fiesta.

Las enfermeras y los practicantes tienen otro aspecto, y hasta los mismos enfermos parecen mejorar.

Los convalecientes hacen su toalé sentados en sus lechos.

Se reciben visitas. Por los corredores, en las salas y al borde de los lechos, se encuentran personas venidas de fuera a visitar algún pariente o algún amigo, y llevarle simuladamente alguna de esas golosinas que los enfermos tanto aprecian.

Era aquel día un día espléndido de primavera madrileña.

Las calles iban llenas de gente.

Al hospital llegaba desde las calles un rumor de vida.

Don Máximo Baroja arrastró una silla al lado de la cama de la criada, dejó sobre la cama el sombrero, y empezó la conversación sobre cosas extrañas al asunto del crimen.

Para disponer bien a la enferma, la animó con palabras familiares.

Cuando la creyó repuesta de la sorpresa de su visita, habiéndole dicho quién era y a lo que iba, añadió:

Ahora sin asustarse, procurando conservarse tranquila, va a referirme lo que pasó…

Y como la enferma parecía impresionarse, e hizo un gesto de sufrimiento, el juez todavía murmuró:

—Ya le he dicho que no se asuste. Tenga calma.

La enferma cerró los ojos, y cruzó las manos:

—Vamos, tenga calma.

La criada pronunció con voz apagada, voz de dolor y desaliento:

—¿Qué quiere que le diga, señor?

El juez insistió:

Lo que ha pasado aquella tarde…

Y después de una pausa, viendo que la enferma no contestaba:

En otra ocasión, me ha dicho que no conocía al asesino de su ama. ¿Era uno? ¿Eran más?

—Era uno.

—¿Cómo penetró en la casa? ¿A qué hora? Procure recordar.

La enferma, pareciendo hacer un esfuerzo doloroso, dijo entonces:

Ya anochecido llamaron de la campanilla.

—¿Qué hora sería?

—Debían ser las siete.

—Bien. Llamaron a la campanilla…

—Yo entonces fui a ver quién era. Miré por la rejilla. Era un hombre que me preguntó si estaba la señora de Neira. Le dije que sí… En este mismo momento, la señora, que pasaba por el pasillo, preguntó: «¿Quién es, Margarita?». Yo le respondí: «Es un sujeto a quien no conozco: quiere hablar con usted». Entonces la señora se acercó a la puerta y miró por la rejilla. Debió conocerle, porque se retiró para dentro y me dijo: «Haz entrar a ese señor». Abrí la puerta y lo hice pasar a la sala, donde le dejé.

Don Máximo interrogó:

—¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué aspecto tenía?…

—Sí. ¿Cómo iba vestido?

—No reparé bien.

—¿Qué figura tenía?

—Tampoco reparé.

—¿Era alto? ¿Era bajo?

—Más bien alto.

—¿Era delgado o grueso?

—Muy delgado… Es lo que recuerdo mejor.

Esta declaración debió parecerle al juez de gran importancia, porque aproximando la silla al lecho de la enferma dijo:

—A ver si se acuerda bien. ¿Era alto?

La enferma exhaló un largo gemido.

—Ya lo he dicho.

—¿Alto, no es verdad?

—Alto, sí, señor. Más alto que bajo.

—¿La barba crecida, no es eso?

—Sí, señor.

—¿Qué edad representaba? ¿Era joven o viejo?

—Al entrar me había parecido joven; pero después cuando lo vi en la sala con la faca en la mano, me pareció viejo.

Don Máximo Baroja interrumpió:

—No se precipite, no se precipite. Procedamos con calma. Veamos lo que pasó después de haber hecho entrar al asesino en la sala.

La enferma prosiguió con voz cansada.

—Yo me fui a trabajar a la cocina. Pasó así algún tiempo.

—¿Como cuánto sería?

—Como una media hora. Comenzó a obscurecer. Encendí un candelero y lo llevé a la sala, porque calculé que estaba haciendo falta luz.

Aquí, la mujer hizo una pausa, llevose las manos al pecho, y abundantes lágrimas corrieron de sus ojos.

Don Máximo Baroja, muy contrariado, murmuraba:

—Sosiéguese, sosiéguese.

Pero diríase que las palabras del juez, lejos de producir el efecto deseado, provocaban en la sobreviviente del drama una crisis de conmoción, porque su llanto se hizo convulsivo, entrecortado por sollozos.

Fue un momento de alarma.

Algunas enfermas se aproximaban.

Una Hermana de la Caridad entró apresurada, y luego salió en busca del médico de guardia. Este acudió muy apresurado.

Entretanto la criada no cesaba de llorar: ya no eran ayes, eran gritos.

Don Máximo Baroja, profundamente preocupado, se apartó del lecho.

El médico y la Hermana de la Caridad, reunidos a la cabecera de la enferma, se esforzaban por calmarla.

De pronto el médico se volvió hacia el juez e indicó:

—Es conveniente no continuar.

Poco a poco la enferma se fue calmando hasta caer en un sopor comatoso, cortado por largos suspiros.


* * *
 

Los médicos son señores soberanos de los enfermos.

Es quizá el único dominio absoluto en el cual hay lógica y humanidad.

En esta tiranía del médico, el único bien que se persigue es el del ser tiranizado.

Por eso la civilización actual, que ha destruido todas las tiranías, tiene afirmada esta más y más.

En el hospital no consintieron que el juzgado continuase el interrogatorio de la enferma, y a despecho de los deseos manifestados por el juez, la ciencia se interpuso entre la enferma y la justicia.

Don Máximo Baroja hubo de retirarse acompañado del actuario.

Don Máximo experimentaba una gran contrariedad.

Su decepción era tanto mayor, cuanto que era la primera vez que penetraba el íntimo arcano de aquel crimen, hasta entonces lleno de obscuridad y de misterio.

La crisis que había cortado la palabra de la enferma surgiera en el punto culminante de su declaración; sin embargo, lo dicho por la víctima sobreviviente del crimen había bastado para confirmar al juez en la idea de que el autor no era otro que Víctor Rey.

Las analogías entre la figura de Víctor y la del asesino descrito por la víctima prestaba apoyo a esta opinión.

Sin embargo, don Máximo Baroja no permaneció muchas horas en este punto de certeza.

La incertidumbre primero, la duda después, volvieron a enseñorearse de su ánimo.

Como hombre de inteligencia y de juicio, procuraba estudiar en todos los asuntos el pro y el contra.

De este estudio, don Máximo Baroja había sacado en consecuencia que Víctor Rey, si era el asesino, no lo era solo.

Los datos referentes a la llave llena de manchas de aceite lo demostraban.

Pues bien, si en la casa había entrado una segunda persona, ¿no podía ser esta el asesino?

Y la existencia de esa segunda persona parecía casi comprobada.

Don Máximo Baroja lamentó entonces más que nunca la inesperada crisis que interrumpiera la declaración de la enferma, poniendo en peligro su vida.

Sin duda en aquella declaración faltaba la parte más importante.

Otras muchas dudas le ocurrían al juez.

Pensaba, y no sin razón, que si Víctor era el asesino de la señora de Neira, y si Víctor había asesinado para robarla, no se explicaba que Víctor se dejase prender por motivo de un robo.

Cuando la hipótesis de este nuevo personaje apareciera envuelta en el drama, don Máximo Baroja había hecho una investigación especial, y supo que Víctor Rey, siendo empleado en una casa de banca, había robado dinero de la caja, dejada abierta de propósito.

Anteriormente habíase comprobado la sustracción de varias cantidades, y las sospechas habían recaído sobre Víctor.

Cogido en flagrante delito, Víctor había conseguido que el cajero y el jefe de la casa de banca le diesen un plazo para reembolsar las sumas robadas.

Movidos de lástima accedieron a ello librándole de la vergüenza de ser conducido a la cárcel.

Víctor prometió reembolsarlas en veinticuatro horas.

El jefe de la casa de banca sabía que era huérfano, y reconocía en él facultades superiores a su situación.

Desgraciadamente para Víctor, transcurrió el plazo sin que le fuese posible pagar.

Sospechando que tratase de huir para esquivar la acción de la justicia, el jefe de la casa de banca había dado parte a la policía, la cual detuvo a Víctor cuando este salía de su casa.

¿A cuánto ascendía el desfalco?

Según la queja presentada a la policía, a dos mil pesetas.

Combinando esta circunstancia con la circunstancia de haber Víctor asesinado a la señora de Neira para robar, diríase a primera vista que este robo fuera practicado con el fin aparente de ocultar los vestigios del otro.

Pero si así fuera, ¿cómo se explicaba que Víctor no hubiese pagado el dinero robado primeramente?

Cerca de cuatro mil pesetas era la cantidad robada en casa de la señora de Neira.

El desfalco de la casa de banca no pasaba de dos mil.

Aún le sobraba dinero.

Supuesto el crimen, ¿qué causa le había impedido pagar?

¿Quién sabe?

¿Tal vez el recelo de que su crimen fuese descubierto?

Pero por otro lado, si el crimen no se practicara para evitar las consecuencias del primer robo, ¿cuál fuera su móvil?

Tal vez practicárase con ese objeto, y el asesino recapacitara luego.

Pero en ese caso hubiera recapacitado antes y no se lanzaría a cometer el crimen.

Parecía lo lógico.

Todavía llevaba una nueva duda al ánimo del juez: el hecho de que Víctor no hubiese podido decir con rigurosa exactitud dónde estuviera entre las siete y ocho de la tarde del día en que se cometiera el crimen.

Este punto parecíale vagamente sospechoso.

¡Sin embargo, la respuesta de Víctor quizá fuese la más natural!

Paseaba por las calles al acaso, sin destino, sin darse cuenta de sus pasos.

Y a este propósito, don Máximo Baroja hubo de recordar que a él propio, más de una vez, habíale sucedido lo mismo.

Además, Víctor Rey en aquella ocasión debía hallarse excesivamente perturbado.

Hallábase bajo la amenaza de la vergüenza y de la cárcel, y tenía veinticuatro horas para salvarse o perderse.

En esta situación el estado de su espíritu no debía permitirle fijarse en hechos extraños a su sufrimiento.

Después, al ser interrogado sobre este pormenor —que caso de hallarse culpado le denunciaría inmediatamente la sospecha que pesaba sobre él, y lógicamente le perturbaría—, Víctor Rey no había manifestado la menor alteración. Permaneciera tranquilo, casi indiferente.

Don Máximo Baroja, que en la sospecha de que Víctor fuese el asesino no le había perdido de vista durante el interrogatorio, confesábase a sí propio que en la fisonomía de aquel hombre no había observado ni temor ni sorpresa ni susto, nada en fin que pudiese revelar el conflicto íntimo, la crisis de la conciencia.

Al contrario, todo en él, lo mismo su rostro, que su actitud, que sus palabras, parecían francas, espontáneas, llenas de una suprema indiferencia.

No se presentaba como reo, sino como testigo.

Era al mismo tiempo tan extraño como tipo, que a don Máximo Baroja se le antojó medio loco, con su excesiva impasibilidad y sus palabras sentenciosas.

Después del largo y detenido estudio que don Máximo hizo del sumario, acabó por deducir esta conclusión.

—Supuesta la intervención de Víctor Rey en la historia tenebrosa del asesinato de la señora de Neira, debemos suponer también la intervención de un cómplice que entró posteriormente en la casa valiéndose de la llave de la portera. Y como la existencia de ese segundo individuo aparece plenamente confirmada, a él debemos buscar ante todo. En cuanto a Víctor Rey, lo único que podemos afirmar hasta ahora es que físicamente se parece al hombre que penetró en casa de la víctima, y al cual abrió la puerta la criada.

Ser parecido es ya un indicio.

¿Cómo comprobarlo?

Haciéndole reconocer.

¿Por quién?

Por la víctima sobreviviente.

¡Era una idea!

Los ojos de don Máximo Baroja brillaron detrás de las gafas de oro.

Sin embargo, poco después volvió a sus dudas.

¿Pero si no lo reconoce?

¿Si no es él?

¿Si es otro?

¿Dónde encontrar ese otro?

Don Máximo Baroja era un hombre metódico.

Así que, cansado de arribar al término de tantas deducciones contradictorias y estériles, resolvió adoptar una, fuese cual fuese, con tal que hubiese lógica y sencillez.

Esta deducción adoptada provisionalmente fue suponer a Víctor criminal.

¿Lo reconocía la criada?

¿No lo reconocía?

Admitamos que lo reconociese.

Sucumbe, confiesa.

Está descubierto.

¿No lo reconoce?

¿Debemos en ese caso considerar a Víctor Rey inocente? ¿No podía ser que la víctima sobreviviente del crimen sufriese alguna alteración en su mentalidad por efecto del susto recibido?

Don Máximo Baroja no resolvió esta última duda.

Acordó, sin embargo, el careo de Víctor Rey y la víctima que yacía en el hospital.

XIV. Una detención preventiva

El agente encargado de vigilar a la portera de la casa del crimen, comunicó por teléfono al inspector Bargiela que un sujeto desconocido había entrado en el cuarto de la portera, donde se encerró con ella.

El inspector se puso inmediatamente en camino de Madrid Moderno.

Se hizo conducir a la alcaldía de barrio y allí llamó al agente para preguntarle algunos detalles, y concertar con él la manera de obrar, dado caso de poder hacerlo.

Sus primeras preguntas fueron acerca del aspecto físico del hombre que acaba de entrar en la portería.

El retrato que el agente hizo del desconocido coincidía en todas sus partes con el que conocía el inspector. Cincuenta y cinco años próximamente, barba canosa, pelo blanco, mirada expresiva, la estatura muy aventajada, el cuerpo recio y fuerte. Iba vestido con traje de obrero en día de fiesta.

Este era el retrato del hombre designado por el chico de la taberna.

El inspector Bargiela no pudo disimular una sonrisa de satisfacción.

Sus sospechas y las del juez se confirmaban.

No se habían engañado al afirmar desde un principio que eran dos personas las que habían perpetrado aquel crimen.

No había pues que dudar. El individuo que se hallaba en casa de la portera debía ser detenido en el acto.

Todo concurría para designarle como uno de los autores del asesinato de la señora de Neira.

El inspector hizo llamar a una pareja de la Guardia civil, y les comunicó órdenes reservadas sobre este asunto.

Pero la pareja se negó a efectuar prisión alguna sin mandamiento judicial para penetrar en el domicilio de la portera.

La experiencia de otros casos les había hecho conocer cómo el Código establece penas por el allanamiento de morada y violación de domicilio.

El agente encargado de vigilar a la portera, deseoso de ganarse la voluntad del inspector, se ofreció a hacer por sí solo la detención del individuo sospechoso.

Era el agente una especie de Hércules que no tenía necesidad de ningún auxilio para detener a cualquier hombre, por forzudo que fuese.

El inspector no tuvo el menor reparo en aceptar la oferta.

En el momento de alejarse, le llamó para hacerle una sola advertencia:

—Sobre todo, cuide de llamar lo menos posible la atención. Siempre que se pueda, hay que evitar el escándalo.

El agente se dirigió desde luego a una parada de coches de alquiler y tomó uno de ellos, que debía servirle más tarde para conducir al prisionero al juzgado, donde esperaba don Máximo Baroja, a quien el inspector Bargiela acababa de avisar por teléfono.

Cuando el agente se dirigía a la casa del crimen, vio a la portera que salía acompañada del individuo sospechoso.

Dudó un momento el agente si detenerle en el acto, pero recapacitó, y decidiose con mejor acuerdo a seguirle y espiarle mientras esto fuese posible; después vendría la detención.

La portera y el desconocido entraron en la taberna que había en la esquina de la calle de Castelar. El agente entró tras ellos. Los vio sentados a una mesa, y él lo verificó en una inmediata.

La portera y el desconocido tomaron un plato de caracoles remojado con algunos tragos de vino, pagaron y salieron.

El agente salió tras ellos.

Se adelantó tranquilamente hacia el individuo que acompañaba a la portera, y le dijo en voz baja:

—Dese usted preso, amigo.

El hombre retrocedió un paso con los ojos espantados, pero el agente cogiéndole por un brazo añadió:

—Es inútil toda resistencia; así, pues, procure usted no promover ningún escándalo.

El hombre se soltó tranquilamente el brazo que el agente le sujetaba, diciendo al mismo tiempo:

—No tiene usted por qué emplear la fuerza.

El agente le miraba sorprendido. Tenía que habérselas con otro Hércules de su misma especie.

El hombre desconocido añadió:

—Si quisiese resistir, podría hacerlo.

El policía murmuró:

—Tal vez no. Yo podría reclamar el auxilio de otro compañero.

El desconocido se encogió de hombros.

—Aun cuando así fuese. Pero no es mi objeto resistir a la justicia. Soy un hombre honrado y no la temo, la respeto.

El agente de policía le observaba con recelo:

—En ese caso no tendrá usted inconveniente en subir conmigo a un coche que tengo ahí cerca.

El desconocido inclinó la cabeza muy afectado y dijo:

—Sea…

Y volviéndose a la portera que lloraba en silencio murmuró:

—No te aflijas. Esto tiene que ser una equivocación.

Acompañado del agente como si fuese un amigo montó en el coche, donde se hallaba ya el inspector Bargiela.

Por orden del inspector la portera permanecía libre, pero vigilada, y estaban prevenidos para detenerla al primer aviso que se tuviese del juez don Máximo Baroja.

Durante el largo trayecto de Madrid Moderno a las Salesas, el inspector trató de interrogar al detenido; pero las respuestas que obtuvo no daban ninguna luz sobre el crimen. El hombre negaba en absoluto, haciendo grandes protestas de su inocencia.

Serían las tres de la tarde cuando el carruaje se detuvo ante el edificio de las Salesas.

El inspector bajó el primero, luego el detenido, y por último el agente.

Sin permitir al detenido cambiar una palabra con nadie fue conducido al despacho de don Máximo Baroja, cuya puerta se cerró tras él.

Después de haber examinado algunos papeles, el juez levantó la cabeza, miró al detenido y le interrogó así:

—¿Cómo se llama usted?

—Doroteo Fernández.

—¿Edad?

—Cincuenta y siete años.

—¿Estado?

—Casado.

—¿Profesión?

—Albañil.

Hubo una pausa. Después el juez continuó:

—¿Dónde ha nacido usted?

—En Madrid, en la calle de Leganitos.

—¿Dónde vive usted actualmente?

—En la calle de Calvo Asensio, 4.

—¿Vive usted solo?

—No señor, con mi familia.

—¿Quiénes la constituyen?

—Mi mujer y una sobrina huérfana que hemos recogido de niña.

—¿Qué clase de amistad o parentesco tiene usted con la portera de la calle de Castelar, en cuya compañía estaba usted esta mañana?

—Es también mi mujer, señor.

El juez se incorporó lleno de severidad:

—Conteste usted dignamente o de lo contrario le haré comprender con un enérgico correctivo que con la justicia no pueden permitirse ciertas bromas.

El detenido pareció lleno de turbación:

—Sí, es mi mujer, señor.

—¿Pues no ha dicho usted que vivía en su compañía?

—Cierto que lo dije pero…

—Procure usted explicarse con claridad.

El detenido pronunció con gran desconsuelo:

—Yo soy un hombre muy desgraciado. ¡Tengo dos mujeres!

—¿Es usted bígamo?

El hombre abrió los ojos muy asombrado.

—No sé lo que es eso, señor juez.

—No importa. Sírvase usted explicar cómo tiene dos mujeres.

—Porque me casé dos veces.

—Vuelvo a advertirle que no tolero ciertas bromas.

—Si es la pura verdad, señor juez.

—¿Por qué se ha casado usted dos veces? ¿No sabe usted que es un delito penado por la ley?

—Sí, señor.

—¿Y lo ha cometido usted a sabiendas?

—No, señor.

—Explíquese usted.

El detenido reflexionó un momento antes de responder.

Después empezó:

—Cuando tenía veinte años, me casé con la que ahora es portera en la calle de Castelar. Ella era viuda, al menos todos lo creímos así. Se había casado siendo una niña, y a los pocos días su marido, un granuja que debía estar en presidio la abandonó marchándose a América. En doce años no se supo nada de él. Todos les daban por muerto. Entonces fue cuando la conocí y me enamoré de ella. Como la ley —y eso el señor juez lo sabe mejor que yo— la autorizaba para volverse a casar, nos casamos.

Don Máximo Baroja interrumpió:

—Cierto que la ley autoriza esos matrimonios, pero es mediante una información que debe hacerse de la ausencia del marido, de la falta absoluta de noticias, para deducir de una y otra cosa, la muerte del cónyuge ausente.

—Se hizo esa información, señor juez.

El buen don Máximo Baroja dejó la plegadera sobre el vade con un movimiento maquinal que era en él un hábito.

El juez acababa de comprender aquel misterio de los dos matrimonios.

Quitándose las gafas, y limpiándolas cuidadosamente, murmuró:

—Me figuro lo que ha pasado. ¿El primer marido se presentó después de celebrado el matrimonio?

—Sí, señor.

—¿Y usted qué hizo?

Doroteo dudó un momento.

Después, como si tomase una resolución exclamó:

—Para hablar con verdad, señor juez, yo le di algún dinero que tenía ahorrado…

—¿Por qué?

—Porque se volviese a América y me dejase vivir tranquilo con mi mujer.

El juez sonrió:

—Con la de él, querrá usted decir.

Doroteo hizo un gesto neutro, sin atreverse a responder nada.

Don Máximo Baroja continuó:

—¿Y el primer marido accedió a los deseos de usted?

—En parte, sí, señor.

—¿Cómo en parte?

—Recibió el dinero y se fue, pero no tardó en volver a presentarse. Había acabado los cuartos y venía por más.

—¿Usted se los dio?

—No, señor. Yo ya no tenía nada.

—¿Qué hizo el marido ante la negativa de usted?

—Dar un escándalo, de resultas del cual el matrimonio mío fue anulado.

—¿La mujer hizo vida con su primer marido?

—Por algún tiempo; hasta que le malgastó la poca hacienda que tenía la infeliz.

—¿Después se volvió a América?

—Sí, señor.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Pues nada…

—¿No trató usted de volver a verse con la que durante algún tiempo había sido su mujer?

—Entonces no, señor.

—¿Temía usted que el marido volviese a presentarse?

—Sí, señor.

—¿Cuándo volvió usted a verla?

—Muchos años después, estando ya casado con la Jesusa.

—¿La Jesusa es su mujer actual?

—Sí, señor.

—¿Conoce la historia del primer matrimonio de usted?

—Sí, señor.

—¿Sabe que usted visita a su primera mujer?

—No, señor. Me lo tiene prohibido.

—¿Por qué la visita usted?

—Para darle alguna pequeña cantidad. La pobre está muy mal.

—¿La ve usted con frecuencia?

—Una o dos veces al mes.

La voz de Doroteo parecía llena de sinceridad; y don Máximo Baroja aunque prevenido en su contra, se dijo que la actitud de aquel detenido era la de un hombre honrado.

Pero como los jueces están acostumbrados a tener en su presencia grandes cómicos, aquella favorable impresión desapareció en el acto.

Don Máximo Baroja interrogó de pronto:

—¿Cuándo la ha visto la última vez?

—Hoy, señor juez. Me han detenido al salir de su casa.

—La vez anterior…

El detenido titubeó algunos instantes.

El juez le miraba fijamente.

Don Máximo Baroja, sin apartar de él los ojos inquiridores y sagaces, pronunció lentamente:

—Haga usted memoria; es un dato muy importante.

El detenido murmuró con naturalidad:

—La he visto la misma tarde en que asesinaron a la señora de Neira. Eso no se me puede olvidar.

El juez le miró asombrado.

Aquel hombre debía estar dotado de notable aplomo y mucha sangre fría para anticiparse a hablar de aquel crimen cuando nadie le había preguntado acerca de él.

Don Máximo Baroja no pudo menos de decirse:

—Es necesario andarse con cuidado con este hombre.

Después añadió en voz alta:

—¿Estaba usted con su antigua mujer en el momento de cometerse el crimen?

—No, señor, ya me había marchado.

—¿Por quién tuvo usted primero noticia del crimen?

—Por un periódico.

—¿Cuándo?

—A la mañana siguiente.

—No temió usted verse complicado en ese asunto.

—No, señor. ¿Por qué había de matar yo a una señora tan buena?

—Por la misma razón que el asesino.

—¡Es que yo no sé por qué la mataron!

El juez pronunció bruscamente, como quien formula una acusación:

—¡Por robarla!

El detenido palideció intensamente.

Luego exclamó con profunda consternación:

—¡Es que yo no soy un ladrón, señor juez!

Don Máximo Baroja no respondió.

Abandonó su sillón, y se paseó un instante en silencio por su despacho.

De pronto interrumpió su paseo, y parándose ante el detenido le dijo:

—¿Desde el día del crimen hasta hoy, no había usted visto a la portera?

—No, señor. Mi mujer legal, la Jesusa, había entrado en sospechas.

—¿Cómo se ha decidido usted a verla hoy?

—Por una carta que he recibido ayer.

—¿De quién era esa carta?

De mi antigua mujer. Me escribía diciéndome que el susto recibido le había costado una enfermedad. Añadía que deseaba que yo la aconsejase acerca de ciertos pormenores.

—¿Conserva usted esa carta?

Hace algunas horas al ser detenido y registrado, se me recogió, señor juez.

Don Máximo Baroja examinó algunos papeles que había encima de la mesa:

—Es verdad. Aquí está. Tómela usted y léala.

Doroteo obedeció.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo por que su voz apareciese tranquila.

La carta decía así:

«Querido esposo:

Ya estarás enterado por los papeles, de la desgracia que ocurrió en esta casa la misma tarde que tú estuvistes a visitarme.

Estoy con calenturas desde ese día.

Ya llevo dadas dos declaraciones, pero yo no sé una palabra.

Quisiera verte y hablarte. La llave que yo tenía del piso de la señora de Neira no me explico cómo ha llegado a poder de los criminales.

No me atrevo a escribirte más, pero tengo mucha precisión de hablarte.

Si puedes venir a verme, me alegraré mucho.

La que es tu mujer a pesar de todo».


* * *
 

Después de la lectura de la carta, don Máximo Baroja quedó sumido en largo y reflexivo silencio.

Aquella carta podía haber sido escrita con mucho cuidado y con profunda habilidad.

Era muy juicioso hablar de la llave, puesto que acerca de ella había sido interrogada la portera, y sus respuestas hecho concebir algunas dudas.

Pero si la cuestión se miraba bajo otro punto de vista, aquella carta podía ser hija de un sentimiento natural y sencillo.

Don Máximo Baroja alzó lentamente la cabeza, que conservara largo tiempo inclinada sobre el pecho, y preguntó al detenido.

—¿En la entrevista que hoy tuvo usted con su mujer ella habrá hablado de esa llave?

—Sí, señor.

—¿Cómo explica su desaparición?

—No se la explica.

—¿Qué dice, pues?

Doroteo levantó los ojos, y mirando al juez sin pestañear dijo:

—Debo decir toda la verdad, ¿no es esto?

—Naturalmente.

Y el juez cruzó las manos sobre el vade contemplando al detenido sin perder de vista ninguno de sus gestos ni el menor de sus movimientos.

Doroteo empezó a decir:

—Ha de saber el señor juez que la llave del piso de la señora de Neira fue robada de la portería.

—¿Por quién?

—Es lo que no se sabe.

—¿Y cómo si ha sido robada esa llave, ha vuelto a poder de la portera? ¿Quién se la ha entregado?

—Nadie, señor juez.

—¿Cómo se explica, pues?

—Lo que sucedió es que al subir a casa de la señora de Neira, cuando la criada pedía socorro, se encontró la llave caída en la alfombra del recibimiento.

¿Y cómo me ha ocultado un detalle tan importante, cuantas veces le he preguntado acerca de la llave, puesto que era tan esencial para el sumario y para mis ulteriores investigaciones?

Es una pobre mujer falta de luces, y no ha comprendido la importancia y gravedad de aquella declaración.

El juez miró esta vez más fijamente que nunca al acusado y le dijo:

—¿No comprende usted que hubiera sido mejor para su antigua mujer hacer esa declaración puesto que un testigo asegura haber visto la llave, al entrar en casa de la señora asesinada? Sin haber dicho nada usted ni ella, ya ve usted que otros lo han hecho, para dar más facilidad a la acción de la justicia.

Doroteo, que empezaba a sentirse un poco intranquilo, murmuró:

Pero, señor juez, ¿qué motivos tenemos para callar, yo sobre todo?

Don Máximo Baroja pronunció con gran severidad.

—El de no aparecer sospechosos.

—¿Sospechosos de qué?

—La portera, antigua mujer de usted, de haber entregado la llave, y usted de haber hecho que se la entregara o de habérsela quitado.

—¿Habérsela quitado? ¿Se sospecha de mí eso? Pues si me la hubiera dado, si yo la hubiese tomado, se la habría devuelto. ¿Quién me impedía hacerlo?

Esta reflexión era instintiva y hacía disipar la sospecha.

Fue, sin embargo, mal comprendida por el juez, que solo vio en ella una frase calculada de antemano, una especie de defensa preparada. Así es que respondió vivamente:

—El que cometió el crimen salió huyendo y deteniéndose a entregar la llave corría el riesgo de ser visto.

El detenido se puso lívido, y murmuró estas palabras:

—¡Se me acusa seriamente! ¡Se me acusa!

El juez creyó hábil dejarle bajo aquella dolorosa impresión, y suspendió el interrogatorio.

XV. Continúa el manuscrito de Víctor

CONTINÚA EL MANUSCRITO DE VÍCTOR

Aquella tarde don Máximo Baroja se encerró en su despacho y pudo continuar la interesante lectura de las memorias de Víctor.

Buscó la página en que las dejara interrumpidas, y arrellanándose en el sillón se dispuso a leer.

El manuscrito continuaba así:


Cada día experimentaba con mayor fuerza la atracción que Carlos ejercía sobre mí.

Pero a partir de aquella tarde en que por causa suya sentí un miedo tan grande, ya no fui dueño de dominarme.

Mil veces estuve a punto de arrojarme a su cuello, pero una extraordinaria timidez me detenía.

Para que no se burlase de mi agitación procuraba no verle.

Él vino un día a la habitación en que yo estaba. Me miró muy serio sin decirme nada.

Aquel día, sin embargo, yo experimenté una satisfacción. Comprendí que el silencio obstinado de Carlos no encubría olvido ni indiferencia, sino solamente una reserva incomprensible en un niño, aun cuando bien determinada.

Algún tiempo después, Carlos, que nunca había estado enfermo, experimentó accesos de fiebres intermitentes, y fue instalado en las habitaciones de la Condesa.

La noble señora se afectó mucho por la indisposición de su nieto. Creo que fue entonces cuando la Condesa tuvo por primera vez la idea de separamos.

Afortunadamente la enfermedad de Carlos no pasó de ser una ligerísima indisposición.

Una mañana vino a sorprenderme a la hora de la lección.

Yo jamás le había visto tan alegre y locuaz.

El día entero se pasó en gritos, en risas y en juegos, pero al llegar la noche la tristeza reapareció sobre su frente.

Cuando la Condesa entró a vernos en la habitación donde jugábamos, Carlos hizo grandes extremos por aparecer alegre; pero apenas su abuela se hubo ido comenzó a llorar.

No fue dueño de contenerse por más tiempo, y entre lágrimas me reprochó que su abuela me quería más que a él.

Yo protesté tratando de convencerle que no era así.

Carlos se enjugó las lágrimas y se fue sin decir nada.

Yo creí que se iba triste y abatido, pero no fue así.

Carlos cambiaba de humor con la mayor facilidad.

Arrastrado por yo no sé qué capricho, se le ocurrió subir a las habitaciones de la anciana Generala. Esta, que ordinariamente rehusaba recibir a su sobrino y hasta le detestaba un poco cordialmente, esta vez consintió en verle y, contra su costumbre, se mostró amable con él.

En un principio todo marchó admirablemente.

Carlos pidió perdón por todas sus faltas, y misericordia por todos sus pecados.

Se acusó de su turbulencia, de sus gritos, de sus travesuras, con una gravedad y un candor que la anciana Generala se sintió verdaderamente conmovida.

La buena señora se disponía a concederle solemnemente la absolución, cuando a través de sus gafas creyó advertir que Carlos se burlaba de ella con la mayor tranquilidad del mundo.

Carlos tuvo la audacia de reconocerlo así. Había tenido la intención —la intención solamente, es verdad— de ocultar a Morucho bajo la cama de la anciana señora, y de jugarle todavía algunas otras burlas de este jaez.

La noble Generala enrojeció de cólera.

Carlos se echó a reír y se alejó corriendo.

Pero las cosas no quedaron ahí.

Cinco minutos después, la anciana enviaba un recado a la Condesa para que se dignase subir a sus habitaciones.

Durante dos horas tuvo lugar entre las dos señoras una escena terrible a propósito del último escándalo de Carlos.


* * *
 

La anciana señora, no habiendo obtenido la reparación que exigía, resolvió abandonar la casa al día siguiente sin remisión.

Fue preciso que la Condesa, de buen o de mal grado, hiciese sus excusas a la tía, prometiéndola al mismo tiempo que Carlos sería severamente castigado en cuanto su salud lo permitiese.

Esto produjo a Carlos una gran contrariedad, aun cuando sabía de antemano que el castigo no se llevaría a cabo.

Al día siguiente, yo le encontré en la escalera después de comer.

Carlos se disponía a abrir la puerta llamando a Morucho.

Yo comprendí que él tramaba una terrible venganza a la cual quería asociar el perro, enemigo natural de la anciana Generala.

Si Morucho detestaba a la noble señora, es lo cierto del caso que no le faltaba razón.

Desde que la Generala había venido a habitar en el palacio, Morucho sufría grandes vejaciones, siendo la más humillante para su dignidad perruna no permitirle franquear la escalera del piso superior donde la Generala tenía sus habitaciones.

Toda una semana permaneció Morucho al pie de la escalera, aullando delante de las puertas.

Pero como la consigna era severa, sus quejas resultaron inútiles.

Morucho no tardó en comprender la razón por que se le arrojaba de su domicilio predilecto.

Un domingo en que la anciana Generala bajaba la escalera para oír misa en la capilla según su costumbre, Morucho se arrojó sobre ella haciéndola caer. La hubiera, sin duda, atarazado a mordiscos, a no llegar un criado a tiempo de impedirlo.

La noble señora estuvo enferma a consecuencia del susto recibido.

¡Carlos y Morucho juntos eran demasiado!

También en aquella ocasión la Generala presentó su ultimátum.

El perro o ella saldrían inmediatamente de la casa.

Como sucedía siempre en parecidos casos, la Condesa intervino para arreglar las cosas.

Ella hizo comprender a su tía que no podía arrojar del palacio al salvador de su nietecillo, pero añadió que daría órdenes muy severas para que la anciana no hallase jamás a Morucho en su camino.


* * *
 

Carlos llamaba dulcemente en la escalera:

—¡Morucho! ¡Morucho!

El perro acudió agitando la cola. Viendo abierta la puerta tuvo intenciones de lanzarse por ella, pero se detuvo indeciso.

La acción era tan grave, el llamamiento que Carlos le hacía tan inverosímil, que no podían creerlo sus ojos de perro.

Pasó, sin embargo, pero lentamente, como quien reflexiona y sabe lo que va a hacer.

A todo esto Carlos le excitaba, le mostraba la escalera animándole.

Aquello era demasiado.

Morucho descubrió los colmillos con un gruñido de cólera, y se lanzó como una flecha.

En su carrera loca volcaba las sillas.

La señorita Cornuty le apercibió y gritó pidiendo socorro. Era demasiado tarde.

Morucho entró en la alcoba de la Generala, como una bala de cañón.

Un criado llegó tras él. Pero esta vez la Generala no estaba dispuesta a perdonar.

Sin embargo, ¿a quién castigar?

La anciana había comprendido inmediatamente. Su mirada iracunda estaba fija en Carlos.

En efecto, Carlos, trémulo y pálido, tenía toda la expresión de un culpable.

Comprendía solamente entonces que las consecuencias de su travesura pudieran haber sido terribles.

Las suposiciones podían caer sobre los criados, acusados de descuido, y Carlos se adelantó a confesar toda la verdad.

Dio un paso hacia la Condesa y pronunció con la vista baja:

—¡Abuela!

La Condesa le miró severamente.

—¡Eres tú el culpable?

Viendo la palidez de Carlos, yo me adelanté y dije con una voz firme:

—Soy yo quien ha dejado pasar a Morucho, por…, por…

Y me detuve balbuciente. Todo mi valor había desaparecido bajo la mirada con que me fulminó la Generala.

La noble señora se levantó y volviéndose a la institutriz pronunció secamente.

—Señorita Cornuty, castigúele usted de una manera ejemplar.

Yo levanté los ojos hacia Carlos, que parecía avergonzado.

Sus manos inertes caían a los lados del cuerpo; su rostro pálido se inclinaba sobre el pecho.

El único castigo usado con Carlos era el encierro en una habitación obscura; y esa fue también la pena que a mí se me impuso.

Permanecer durante dos horas en un cuarto desierto no es ciertamente un castigo muy cruel, pero cuando al niño se le encierra por fuerza, la condena parece terrible.

Ordinariamente, Carlos y su otro hermano, Rafaelito, eran encerrados durante dos horas; pero a mí se me condenó a cuatro en vista de la monstruosidad de mi crimen.

Pero en lugar de cuatro, permanecí encerrado hasta las tres de la madrugada.

He aquí por qué.

Dos horas después de mi prisión, la señorita Cornuty tuvo que acostarse enferma con un fuerte dolor de cabeza. Especie de neuralgias que padecía con alguna frecuencia, y casi la dejaban sin sentido. Esto hizo que se olvidase de mí.

El viejo criado que algunas veces cuidaba de Carlos y de mí supuso que yo ya estaba libre.

En cuanto a Carlos, había sido llamado a las habitaciones de la Condesa su abuela; permaneció en ellas hasta las once de la noche.

Cuando el criado le desnudó y acostó, no se atrevió a preguntar por mí.

Tenía sus razones para ello.


* * *
 

A las tres de la mañana oí que llamaban a la puerta de mi encierro.

Yo dormía echado en el suelo.

Al despertarme lancé un grito de sorpresa, pero bien pronto reconocí la voz de Carlos que dominaba las otras y después la de la señorita Cornuty y la de una doncella.

Se abrió la puerta y la institutriz abrazándome me dijo que la perdonase el haberme olvidado.

Yo me colgué a su cuello llorando.

Estaba helado de frío, y todo el cuerpo me dolía por efecto de la incómoda posición que había tenido al dormir sobre el suelo durísimo.

Mis ojos buscaron a Carlos: pero Carlos había huido a la alcoba donde nosotros dormíamos y se había metido vivamente en el lecho.

Cuando yo entré en la alcoba si no dormía, lo simulaba.

Sin embargo, a él debía mi libertad.

Desvelado e intranquilo toda la noche, acabó por poner en pie a todo el mundo a fin de que se me soltase.

En el palacio, parecía que todos, menos Carlos, se hubiesen olvidado de mí.

Por la mañana todos los habitantes del palacio supieron mi aventura.

La misma Generala se lamentó por haberme tratado con tan grande severidad.

En cuanto a la Condesa, yo no la vi jamás tan irritada.

—¿Qué le parece a usted, señorita Cornuty? ¿Cree usted que es esta manera de tratar a un niño? Eso, permítame usted que se lo diga, es bárbaro y cruel, todo junto. ¡Un niño delicado y nervioso encerrado toda la noche en una habitación obscura! ¡Es quererlo matar! ¡Es quererlo matar!

La pobre señorita Cornuty bajaba los ojos llenos de lágrimas, le explicaba los hechos, le contaba que había estado enferma, con una gran neuralgia de toda la cabeza. ¡La señora Condesa ya sabía lo fuertes que le daban!

La Condesa sin duda tuvo lástima de la institutriz, porque pareció calmarse.

Se acercó a mí y me abrazó con efusión. Con sus dedos pálidos y blancos, trazó sobre mi frente el signo de la cruz y salió solemnemente de la estancia.

La señorita Cornuty suspiró por lo bajo:

—¡Pobre Condesa! ¡Qué buena es!…

Nosotros empezamos a repasar las lecciones que tocaban aquel día, pero Carlos estudiaba distraídamente.

Antes de comer se acercó a mí, sonriendo tímidamente. Como para disimular su vergüenza me dio un cariñoso empujón y me dijo vivamente:

—¿Has sufrido mucho por mí?… ¿Quieres que después de comer juguemos en el salón?

Alguien abrió una puerta detrás de nosotros y asomó la cabeza. Yo creo que fue la Condesa. Pero no puedo asegurarlo.

Al caer la tarde bajamos juntos al salón.

Carlos, profundamente emocionado, respiraba con dificultad.

Yo me sentía feliz y alegre, como no lo había estado jamás:

Carlos me dijo:

—Vamos a jugar a la pelota, ¿quieres?

—Bueno.

Carlos se separó de mí algunos pasos; me miró, enrojeció y se arrojó sobre el diván, ocultando el rostro entre las manos.

Yo hice un movimiento hacia él, pero Carlos vio que me iba y me dijo:

—No te vayas, Víctor. Quédate aquí.

Al mismo tiempo se levantó vivamente y se arrojó a mi cuello.

Sus mejillas estaban húmedas. Los bucles de sus cabellos flotaban en desorden.

Así hicimos las paces Carlos y yo.


* * *
 

Poco tiempo pudimos gozar de nuestra amistad.

Carlos tuvo que volver a Madrid al lado de sus padres.

El viaje fue decidido en pocos días.

Al separarme de Carlos, comprendí que todavía algo que me era querido huía de mí.

Mi vida debía proseguir siempre así, sin esperanzas, sin amistades.

Carlos partió por largo tiempo.

Yo quedé solo en el palacio, que cada día se me figuraba más triste y más severo.

Con Carlos se había ido todo el bello ensueño de mi infancia desgraciada.

Me hallé más solo, y más huérfano que nunca.

Entré, a pesar mío, en otra existencia muy diversa.

Como el esquife que el mar balancea, yo seguía la ola que quería llevarme.

Todavía me aguardaba otra pena, quizá mayor para mi espíritu, y mucho más terrible para mi porvenir.

Un día yo me desperté muy tarde.

Todo era silencio y sombra en tomo mío.

Se oía el son grave melodioso de una música lejana.

Por veces, cesaba. Luego comenzaba de pronto.

Una emoción extraordinaria se apoderó de mí.

Me levanté a tientas y me vestí a obscuras.

Salí de la alcoba.

Atravesé dos salas desiertas. Llegué al corredor: también estaba desierto.

La música era ya más distinta.

Una voz cantaba. Otras respondían.

Sin saber por qué sentí miedo.

Me detuve.

Cesó la música.

Yo penetré en un segundo corredor.

Una escalera muy alumbrada me condujo a la capilla.

Un fuerte olor de cera se extendía por todo el palacio.

De la capilla, casi siempre silenciosa, llegaba un sordo y cálido murmullo de rezos, como si hubiese allí muchas personas reunidas.

Una doble cortina de terciopelo rojo cubría la puerta.

Yo levanté uno de los portieres y me oculté detrás.

Mi corazón latía tan fuerte, que apenas podía sostenerme de pie.

Pasaron algunos instantes.

Yo pude dominar un poco mi turbación, y levanté un poco la segunda cortina.

¡Dios mío! En el centro de la capilla había un túmulo, y colocado en él un ataúd.

Dos filas de cirios sostenidos en grandes candeleros rodeaban el catafalco.

Mis ojos habituados a la obscuridad no podían sostener tanta luz.

Una ráfaga de aire caliente perfumado de incienso me dio en el rostro.

Una porción de señoras y caballeros enlutados llenaba la capilla.

Yo estaba asustado.

Creía haber visto anteriormente todo aquello en un sueño.

Me acordé al mismo tiempo de la iglesia de mi aldea el día de los funerales de mi nodriza.

¡Una iglesia no más grande que la capilla del palacio de la Condesa!

¡También tenía un catafalco en el centro, rodeado de cirios amarillentos que ardían con fúnebre chisporroteo!

Yo sentí que el aliento me faltaba.

Cesó la música, y una voz, cantó sola en medio del silencio…

—«De profundis clamavit!…».

Respondieron otras voces graves y solemnes.

El canto funeral parecía agrandarse bajo la bóveda de la capilla.

Un sacerdote alto y grueso, revestido con magníficos ornamentos bordados de oro, atravesó la capilla y se acercó al túmulo.

Un acólito le seguía.

El sacerdote levantó el brazo con ademán solemne y sacudió sobre el catafalco el hisopo del agua bendita.

Luego entonó un responso que los diáconos acompañaron desde el altar.

Mi imaginación sobrexcitada era un volcán. En un transporte inexplicable, me eché a llorar.

El silencio se hizo profundo, casi religioso.

Cada uno de los asistentes parecía retener un suspiro.

Volvió a sonar la música y los cánticos.

Una angustia horrible se apoderó de mí.

Para no caer tuve que apoyarme en las cortinas.

De un golpe había comprendido.

Se celebraba un funeral.

¿De quién, Dios mío?

Un lúgubre y doloroso presentimiento hirió mi espíritu.


* * *
 

Cuando volví en mí tuve conocimiento de mi desgracia.

¡La Condesa, mi protectora, había muerto de repente la noche anterior!

Su cadáver, amortajado con hábito de los Dolores, ocupaba el ataúd que yo había visto en la capilla.

Con su muerte yo quedaba huérfano dos veces.

Seguí viviendo todavía un mes en el palacio, hasta que de Madrid vinieron órdenes de cerrar el palacio y despedir a los criados.

El hijo de la difunta Condesa escribía a la señorita Cornuty que, mientras resolvía lo que debía hacerse en definitiva, se trasladase con la anciana Generala y conmigo a casa de una hermana de su mujer que vivía retirada en el campo.

Aquella señora tenía dos hijos, y la señorita Cornuty le sería muy útil para educarlos.

El padre de Carlos ya había escrito sobre este asunto a su cuñada, la cual se mostraba en todo conforme, y solo esperaba nuestra llegada.

Fue en una triste y lluviosa tarde de invierno cuando nos apeamos de un antiguo coche de familia a la puerta de la quinta de Andrade, donde vivía la señora en cuyo hogar íbamos a habitar.

Era ahijada de la Condesa, y se llamaba, como la hija de aquella, Beatriz.

Tenía entonces treinta y cinco años.

Era de un carácter dulce y amable. Se adivinaba en ella una gran tristeza oculta.

Sus facciones, nobles y encantadoras, estaban revestidas de una expresión grave y extraña que dejaba traslucir un sufrimiento íntimo.

Desde el primer momento inspiraba una simpatía profunda.

Estaba siempre pálida. Parecía un lirio que se dobla sobre un sepulcro.

Habiendo vivido mucho tiempo en la soledad, el trato de las gentes le disgustaba.

No olvidaré nunca su acogida, llena de cariño, aquella tarde en que por vez primera llegamos a su casa.

Ella se acercó a mí y me abrazó con una gran ternura.

Después me dijo si quería vivir en su casa y ser su hijo.

Mi corazón se oprimió con dolor. Llorando besé las manos de mi nueva protectora.

Me parecía oír una vez más esta palabra:

¡Huérfano!

He ahí cómo entré en una nueva familia, en una nueva casa, después de haber perdido por segunda vez cuanto me era querido, y ya me parecía ser mío.

Llegué con el alma fatigada, muerta.

En la quinta de Andrade mi nueva existencia se desenvolvía monótona y tranquila como en un convento.

Durante todo el tiempo que viví en aquella casa, no recuerdo una sola velada, una sola comida con parientes o con amigos.

Dos o tres personas venían algunas veces, además de las gentes que tenían negocios con el marido de Beatriz.

Era este un hombre preocupado por los negocios, que dedicaba muy poco tiempo a la familia.

Relaciones y negocios que no podía abandonar le obligaban a pasar largas temporadas ausente de su casa.

Se hablaba mucho de su ambición, pero gozaba, sin embargo, reputación de hombre honrado.

Como su fortuna era grande y sólida, contribuía a que la opinión pública no le fuese desfavorable.

Las gentes se ocupaban mucho de él, y muy poco de su mujer, que vivía en una soledad profunda, en la cual parecía satisfecha.

Aquella señora me quiso como si fuera su hijo, y yo, todavía entristecido por la separación de Carlos y la muerte de la Condesa, me arrojé ardientemente en sus brazos, que se abrieron para consolarme.

Después la quise siempre como a una madre, a una hermana y a una amiga.

A pesar de las apariencias, que podían hacer pensar otra cosa, yo comprendí bien pronto que mi nueva protectora distaba mucho de ser feliz.

El curso tranquilo de su existencia era como un lecho de nieve que cubre un volcán casi extinguido.

Su dulce sonrisa no conseguía ocultar la pena que llevaba en el alma.

Yo adivinaba esta pena enterrada tan hondo, con tan heroico esfuerzo disimulada, y la quería más todavía.

Parecía que mi protectora desconfiaba de sí misma, se diría que vigilaba su corazón como se vigila un enemigo traidor.

A veces, cuando parecía más tranquila y más serena dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos.

Se pudiera creer que la conciencia de alguna cosa se despertaba en ella para torturarla.

Su marido parecía quererla, y ella también le testimoniaba un verdadero afecto.

Pero a pesar de ser un niño, yo comprendía que entre aquellos dos corazones se interponía un abismo de hielo que ningún sol podía fundir.

Desde el primer momento, yo experimenté una profunda antipatía por el marido de Beatriz.

Era un hombre alto, delgado, frío; con los ojos siempre ocultos por unos quevedos ahumados.

Era un hombre poco comunicativo, y hasta con su mujer tenía las maneras frías de un inglés.

Era muy silencioso, y encontraba rara vez un asunto sobre el cual le fuese grato hablar.

Tenía algunos días en los cuales la sociedad le era insoportable.

Cuando yo llegué a la quinta, casi no reparó en mí.

Si alguna vez sucedía que los tres nos hallásemos reunidos en el salón, yo volvía a sentir mi timidez antigua y buscaba dónde ocultarme.

Si miraba a mi protectora, la veía observar ansiosamente los gestos y las actitudes de su marido, temiendo siempre desplacerle, como si en las palabras de aquel hombre hallase alusiones que yo no podía comprender.

Empleaba toda su gracia y su voluntad por ser agradable a su marido, aun cuando desesperaba de conseguirlo.

La menor sonrisa que podía arrancar a aquel hombre apático y frío la llenaba de satisfacción.

Pero aquella misma alegría era incompleta, y no podía ocultar la contrariedad y la tristeza que reinaban entre aquellos dos seres.

Era solamente en las temporadas en que su marido estaba ausente, cuando mi protectora se mostraba verdaderamente expansiva y amable.

Entonces ella hablaba conmigo de todas las cosas como con un amiguito de menos edad.

Algunas veces conversábamos acerca de su marido, pero nuestras conversaciones no pasaban de ciertas preguntas que ella me hacía a este respecto:

—¿Viste si ha comido?

—¿Parecía satisfecho?

Y esto era todo.

Pero sobre esto llegaba hasta el punto de interrogar a los criados.

Estas cosas producían en mí una impresión extraña.

Era un niño, pero, sin embargo, comprendía perfectamente que no debían ser esas las relaciones entre esposos.

Yo me perdía en conjeturas, sin hallar nada que me explicase aquel misterio, y dejaba deslizarse los días habituándome poco a poco a la tristeza solemne que habitaba la quinta.

Apenas si algún alegre rayo de sol penetraba en esta vida monótona.

Por veces aquel hombre se mostraba más atento que de costumbre con su mujer.

Respondía a las amabilidades de ella con una sonrisa y una palabra amable y le pedía que se sentase al piano. Entonces ella nos tocaba algunas piezas escogidas, y así se hacía más llevadera la velada.

Pero eso no sucedía sino muy raramente. Nuestra vida casi monacal se deslizaba uniforme, sin un solo accidente.

Yo acabé por acostumbrarme y hasta hallar en todo ello alguna dulzura.

Mi nueva protectora fue para mí objeto de un cariño profundo.

Por discreción, no osé nunca profundizar demasiado en la razón de su eterna pena.

Ella adivinaba mi afección y se mostraba reconocida.

Cuando leía una viva inquietud sobre mi rostro de niño, me sonreía a través de sus lágrimas y se burlaba de su propia tristeza.

Hasta intentaba persuadirme de que vivía feliz y contenta, que encontraba una gran satisfacción en la amistad y bondad que todos le mostrábamos, y que solamente la entristecía un poco el carácter de su marido. Pero que aparte de eso se encontraba feliz, muy feliz…

Sin embargo, cuando mi bienhechora pronunciaba estas últimas palabras, no podía impedir que las lágrimas empañasen sus ojos.

Aquella señora me mostraba una afección muy grande consagrándome todos los momentos que le dejaba libres su hijo, un niño de un año apenas.

Quizá buscando manera de distraerse en algo de sus penas, se había empeñado en hacer por sí misma mi educación, sin admitir la ayuda de la señorita Cornuty, que sonreía un poco de sus esfuerzos.

Ella quería en efecto enseñarme todas las ciencias a la vez, de manera que yo no comprendía nada.

La señorita Cornuty no cesaba de repetir que en aquellas lecciones faltaba el método; pero esta falta la sustituía con creces la buena voluntad, que era muy grande, y la mutua afección que era mayor.

Mi protectora se preocupaba poco o nada de la pedagogía. Había observado que para instruirme bastaba comprender mi carácter y solicitar mi atención.

Los hechos demostraron que no estaba equivocada.

Desde el primer momento, desaparecieron las relaciones jerárquicas de maestro y discípulo.

Nosotros aprendíamos como dos amigos.

Yo vivía reconocido al sacrificio que mi protectora me hada de una gran parte de su tiempo.

Después de cada lección no podía menos de abrazarla.

Mi excesiva sensibilidad la pasmaba y la conmovía.

Me interrogaba sobre mi pasado, deseosa de oír el relato de mis labios, y cuando yo le refería algún hecho de mi infancia, se mostraba conmigo más tierna y más seria —más seria porque mi infancia desgraciada le inspiraba una gran piedad y al mismo tiempo una especie de respeto.

Estas confidencias mías tenían lugar en medio de largas conversaciones. Yo las veía entonces bajo un nuevo aspecto y sacaba de ellas grandes enseñanzas para el porvenir.

La señorita Cornuty encontraba estas conversaciones demasiado largas y demasiado serias.

Al ver que muchas veces el relato de mis desgracias me llenaba los ojos de lágrimas, no podía contenerse y murmuraba por lo bajo que todo aquello era inoportuno.

Pero yo no era de su opinión.

La tristeza y las lágrimas en ocasiones hacen un gran bien al espíritu, y en la edad en que yo estaba, mucho más.

Después de cada lección, yo me sentía tierno y afectable como si mi existencia hubiese sido siempre la de un niño feliz.

Por otra parte, mi gratitud hacia mi bondadosa protectora era cada día mayor.

Los días se sucedían, sin que un solo suceso de importancia ocurriese en mi vida.

El estudio de las lecciones, los juegos en el jardín de la quinta, las conversaciones con mi protectora y el piano que ella solía tocar casi todas las tardes, tejían entonces mi tranquila existencia de niño.

¡Y aún la tejieron durante mucho tiempo!
 

XVI. Habla la criada

Transcurridos bastantes días, la víctima superviviente del doble asesinato pudo declarar sin peligro.

Don Máximo Baroja hizo una visita al hospital sin aparato de alguaciles ni escribano.

Parecía un simple visitante.

Acompañado del médico de guardia se dirigió al lecho de la enferma.

Tomó asiento en una silla colocada a la cabecera, y afablemente, como persona que solicita un favor, le rogó que terminase la relación del crimen. La declaración comenzada e interrumpida desgraciadamente en una anterior visita del juzgado.

La enferma se enjugó una lágrima que resbalaba por su pálida mejilla y atendió la observación del juez.

Don Máximo Baroja tuvo que acercar más su asiento a la cabecera del lecho, porque la voz de la enferma era aún muy débil.

El relato de la criada herida, hecho con grandes pausas, fue así en su esencia.


* * *
 

Era el caer de la tarde.

Anochecía.

Haría tal vez media hora que el desconocido amigo de la señora de Neira se hallaba con esta de visita, cuando la criada tuvo necesidad de bajar al comercio de ultramarinos que había en la esquina de la calle.

Bajó corriendo.

En el portal de la casa estaba un hombre que le impresionó por su aspecto.

Parecía un individuo sospechoso.

La criada se entretendría en el comercio como unos diez minutos.

Al subir la escalera oyó un grito.

Sin saber por qué, sintió un estremecimiento de miedo al ver que la puerta estaba abierta.

Ella recordaba perfectamente haberla cerrado.

Entró.

La casa estaba en silencio.

La criada se dirigió a la cocina y encendió un candelero.

Con la luz en la mano atravesó el corredor.

Se dirigía a la sala, que suponía a obscuras.

Al trasponer la puerta, un grito se exhalara de su garganta.

El candelero se escapara de sus manos apagándose en la alfombra.

Lo que sintió no lo sabía explicar.

La señora de Neira yacía sobre la alfombra.

Sin embargo, al principio no la supuso muerta.

La penumbra que invadía el aposento no permitía distinguir claramente los objetos.

Al mismo tiempo vio de pie, descerrajando un mueble, a dos hombres que a su entrada se volvieron bruscamente.

El primer pensamiento de la criada no fue huir, sino correr al balcón y pedir socorro.

Ya había dado algunos pasos con este intento, cuando súbitamente uno de los dos hombres se lanzó a ella de un salto, como gato montés.

Quiso correr, y no pudo.

Quiso gritar y la voz se extinguió en su garganta.

Se volvió para huir, pero se sintió agarrada por una mano de hierro.

Cayó sobre un costado.

El malhechor la sujetó fuertemente con la mano izquierda, mientras con la derecha, armada de una faca, le daba un golpe en la garganta y huía dejándola por muerta.

Su cómplice le siguió como una sombra.

Al verse sola y herida la criada se llevara ambas manos al cuello.

En aquel supremo instante de angustia cobrara una energía nueva.

Irguiose vacilante.

Tropezando con los muebles corrió a la ventana.

La abrió rápidamente. Sosteniéndose en el alféizar, gritó con roncas voces pidiendo socorro.

Y sus gritos fueron con tan violenta angustia arrancados a la garganta, que con ellos sintió írsele la vida.

Le faltaron completamente las energías.

Todavía luchó por sostenerse y asirse al antepecho de la ventana.

Vano esfuerzo.

Sus ojos se nublaron: se aflojaron sus manos, y el cuerpo cayó inerte sobre la alfombra.


* * *
 

Al terminar su relato la enferma sufrió un desmayo.

Había hecho la narración del crimen con gran trabajo.

El juez la escuchara con sumo interés.

Después de las últimas palabras de la criada quedó sumido en grave meditación.

La existencia de un cómplice aparecía demostrada.

Otra cosa deducíase claramente de la declaración de la criada.

Uno de los autores del crimen no era un desconocido para la señora de Neira.

No sería un visitante habitual, pero era, sin duda, alguien de las relaciones de la víctima, puesto que ella era quien lo había hecho entrar y voluntariamente lo recibiera.

Este hecho, perfectamente demostrado, vino a iluminar el espíritu del juez, dándole la evidencia de que Víctor Rey era uno de los autores del doble asesinato de Madrid Moderno. Una sola cosa no se explicaba. La necesidad de la llave de la portera.

En cuanto a quién fuese el cómplice de Víctor, para don Máximo Baroja no cabía duda alguna que era Doroteo.

Pero las conjeturas no son bastantes para castigar a los asesinos.

Se necesitan pruebas; y don Máximo Baroja no las tenía.

La culpabilidad de aquellos dos hombres le parecía cosa evidente, pero no podía probarla.

Si la criada no los reconocía tendría que ponerlos en libertad.

Esta lucha de su conciencia de juez le sugirió una idea.

Se acercó al lecho de la enferma, la cual ya había vuelto en sí, y le dijo:

—Voy a traerla al hombre que quiso matarla, y que mató a la señora de Neira. Voy a traérselo y a enseñárselo para que le reconozca. Y ahora fíjese bien en esto. Supongamos que no lo reconoce. En ese caso, en el caso de no reconocerlo, no lo diga, no lo manifieste. Al contrario. Desígnele usted, como si fuese él asesino, y como si realmente estuviese en su presencia. Diga que es él, y asegure en eso.

Con esta argucia judicial, se proponía don Máximo Baraja desenmascarar a los dos culpables, o cuando menos a uno de ellos.

En todo caso, reconocido o no por la víctima, el criminal se delataría.

Probada la culpabilidad de uno de ellos, fácilmente se probaría la del otro.

Después de haber hablado con la enferma, don Máximo Baraja conferenció con el médico y el director del hospital. Hizo trasladar a la enferma para una habitación aislada, y convocó un cierto número de espectadores para la escena que premeditaba.

Al ser prevenida de que iba a encontrarse en presencia del asesino de la señora de Neira, la enferma sintiose poseída de un gran malestar, y seguramente desfallecería si por mil formas no procurasen calmarla con la presencia de muchas personas.

Don Máximo Baraja salió apresuradamente del hospital, montó en un coche y se hizo conducir a la cárcel donde Víctor Rey permanecía incomunicado.

Después de una breve entrevista con el preso, en su mismo coche y escoltado por dos agentes le condujo al hospital.

Una vez allí, lo hizo entrar en el despacho del director, y salió dejando a Víctor vigilado por los dos agentes. Después se dirigió precipitadamente a la habitación a donde la criada había sido trasladada, y en la cual se hallaban ya entonces reunidas varias personas.

Se acercó al lecho, y murmuró en grave y reposada voz:

—El hombre ese ya está abajo. Es preciso que usted tenga serenidad.

Y observando que la enferma le miraba con un aire de susto y sufrimiento, añadió:

—No se impresione, que no le va a suceder nada malo. Acuérdese de lo que antes le he recomendado. Si no lo reconoce usted, aparente lo contrario. Es muy importante.

Y luego añadió:

—No hay que desmayar. Energía, mucha energía… Entretanto, allá abajo, en el despacho del director, Víctor preguntaba distraídamente a los agentes que le custodiaban.

—¿Para qué demonio me han traído ustedes aquí? ¿No se puede saber?

En esto llegó un enfermero con orden del juez para que subiese al preso.

Escoltado por los agentes, salía del despacho del director, y subía a la habitación donde se hallaba la criada.

El enfermero les precedía guiándoles.

En un largo pasillo, se detuvo enfrente de una puerta numerada.

Indicó a los agentes que esperasen, empujó la puerta y entró.

Momentos después salía don Máximo Baraja. Dirigiéndose a Víctor Rey, que parecía revestido de la mayor serenidad, y hasta cierto punto sorprendido con lo que estaba pasando, dijo:

—Entre usted.

Cuando Víctor entró en el cuarto del hospital acompañado del juez, las personas que rodeaban el lecho de la enferma se apartaron un poco.

La criada estaba sentada en una silla colocada a la cabecera de la cama.

La pobre mujer aguardaba con ansiedad la escena del reconocimiento para la cual la venían preparando.

Al ver entrar a Víctor sintió miedo como si en realidad estuviese en presencia del malhechor que intentara asesinarla, pero al mirarle no le reconoció.

No se acordaba de haber visto aquella cara.

Podía ser el cómplice, pero de ninguna manera el hombre que la había herido, dejándola por muerta.

La fisonomía de Víctor no le recordaba ni por un momento al hombre de la faca.

Aquel hombre a quien había visto apenas en la penumbra de la sala de la señora de Neira, trastornada por la escena trágica del crimen.

Tenía una idea de que el asesino era más viejo, más alto, más corpulento; y sobre todo figurábase que su fisonomía reflejaba, al contrario de la de Víctor que era dulce, una extraña ferocidad.

Víctor le pareció enteramente otro hombre.

Así experimentó una indecible repulsión en acceder a los deseos del juez, que, como hemos visto anteriormente, le ordenara el reconocimiento de Víctor como asesino, fuéselo o no lo fuese.

Tuvo remordimientos de ser a su vez culpable de un crimen, denunciando un inocente y, sin comprender el pensamiento del juez, persistió en negarse y no acceder.

Aquel hombre, el hombre que tenía delante, no era el asesino de la señora de Neira.

¡No era su asesino!

Pero don Máximo Baroja, que no apartaba los ojos de ella, pareciendo comprenderle los pensamientos, apresurose a decirle en un tono de voz que era a la vez de persuasión y de imperio. La voz y el tono que emplean los magistrados y los funcionarios de policía cuando quieren infundir ánimo a los testigos: Acuérdese de lo que le dije. ¿Reconoce a este hombre como al asesino de la señora de Neira?

La criada no respondió sino con un suspiro, y bajó los ojos hundidos por la fiebre.

—Mire bien para él. No tiene nada que temer. Está aquí en lugar seguro. Entre personas de absoluta confianza. ¿Lo reconoce?

La enferma alzó los ojos, y atraída por extraña curiosidad miró atentamente a Víctor. No, no era aquel el asesino. Positivamente no era.

Pero encontró la mirada del juez severa, autoritaria, imponiéndola, y murmuró en voz baja:

—¡Es él!

Al mismo tiempo que, para dar más importancia a su afirmación, le señalaba con su mano pálida y descarnada.

Hubo un vago susurro.

Las personas que presenciaban la escena se volvieron todas hacia Víctor en el apogeo de una gran curiosidad y de una gran conmoción.

Víctor permanecía impasible.

No se movió, no hizo un gesto, no se contrajo un solo músculo de su rostro.

Al oír a la enferma decir:

—¡Es él!

Replicó sin exaltación, sin aire de protesta, fríamente, como quien hace una observación:

—Esa mujer se equivoca. Me confunde con otro.

El juez, que desde que la criada había hablado, no dejara un momento de observar a Víctor con mirada inquiridora y penetrante, puso término a la situación con estas palabras solemnes:

—El juzgado no se había equivocado.

Entonces Víctor, cuya palidez aumentaba, dijo:

—¡Es falso! Se equivocó, como se equivoca siempre.

Hubo un gran movimiento entre la gente que presenciaba la escena.

La enferma se llevó ambas manos al cuello, y se quejó débilmente.

Algunas personas la rodearon.

El médico de guardia, que estaba presente, dijo al mismo tiempo que la pulsaba:

—Tengan la bondad de retirarse. Es preciso dejarla sosegar.

El juez se aproximó a la puerta, y llamó a los dos agentes que esperaban paseándose en el corredor.

Después, indicando a Víctor que saliese, dijo a los dos policías:

—Acompañen a este hombre allá abajo, sin permitirle hablar con nadie.

Víctor salió.

Parecía extraño a todo lo que pasaba en derredor suyo.

¿Era indiferencia?

¿Era exceso de emoción?

Para don Máximo Baroja la actitud del procesado era una duda.

Cuando Víctor hubo salido, el juez cerró la puerta, y haciendo apartarse a las dos o tres personas que rodeaban a la enferma, dijo a esta en voz baja:

—¿No es él, verdad?

La criada respondió:

—No, señor.

El juez insistió:

—¿Está usted segura?

—Sí, señor. Ese hombre no lo he visto nunca.

—¿Usted se ha fijado bien?

—Sí, señor.

El juez permaneció un momento silencioso al lado de la enferma.

No osaba separarse de ella, porque después de aquella escena de tan concluyente apariencia, se figuraba que dejar de ver a la superviviente del crimen de Madrid Moderno era renunciar a la esperanza de aclarar el misterio.

Así fue que todavía una vez más insistió interrogando a la enferma:

—¿Qué tipo tenía entonces el hombre que la hirió?

—No me acuerdo bien. ¡Como era casi de noche!… En la sala apenas se veía. De lo que me acuerdo es de que era un tipo muy diferente al de ese… Era más grueso y más fuerte.

—¿Usaba también la barba crecida?

—Eso, sí, señor.

—¿Si usted viese al verdadero autor del crimen, lo reconocería?

—Creo que sí, señor.

El juez meditó un momento.

Acababa de ocurrírsele la idea de celebrar un careo entre la enferma y Doroteo.

Don Máximo Baroja se levantó. Despidiose de la enferma. Estrechó la mano del médico y salió.

No había desistido de su propósito de mantener a Víctor en la creencia de que la criada le denunciara como autor del doble asesinato de Madrid Moderno.

Llevaría la prueba hasta el absurdo. ¿Quién sabe?

Tal vez la criada no le reconociese por no haberle visto bien y fuese aquel el verdadero culpable.

¡Quién sabe!

El crimen fuera practicado en circunstancias tan extrañas, con tanta rapidez, y a una hora tan propicia, que nada más natural que la criada de la señora de Neira no hubiese podido conocer al asesino.

A decir verdad, ella casi no le había visto.

Pero por otro lado, el acusado Víctor Rey no manifestara la menor emoción al ser conducido a presencia de la víctima ni al ser aparentemente reconocido por ella.

Lejos de eso, había manifestado una serenidad tan grande, que al mismo juez llegó a parecerle afectada.

Aun siendo inocente, y quizá más que nada por eso mismo, era natural que demostrase mayor sorpresa.

Con efecto, ser acusado de un crimen que no se ha cometido, es cosa que no sucede todos los días.

¿Por qué motivo aquel hombre había sido indiferente a la acusación hecha en tan singulares circunstancias?

Durante toda la escena, el juez no había dejado de mirarle, observándole la fisonomía, en la creencia de que ella revelase alguna cosa…

Pero nada había conseguido sorprender. Nada, ni siquiera emoción.

Diríase que aquel hombre era de piedra.

XVII. Críticos momentos

Cuando bajó al despacho del director donde esperaba el preso, don Máximo Baroja intentó una nueva experiencia.

Ordenó a los guardias que se retirasen, y quedó solo con el acusado. Le interrogó:

—¿Está usted dispuesto a decir toda la verdad? Ya ha visto usted que la prueba es concluyente. Resta todavía la confesión de usted como atenuante. No quiere esto decir que la justicia necesita de ella para proceder… Si le hablo a usted de esto es en su interés particular, porque la confesión mitiga la pena.

Sin mirar al juez, Víctor replicó:

—Ya he dicho al señor juez que esa mujer se equivocó. Me confundió con otro… Estoy inocente…

El juez agitó la cabeza:

—Hace mal… Hace mal. Le veo con esa negativa completamente perdido. La confesión no le salvaría, claro está, pero atenúa considerablemente el castigo.

Víctor preguntó en un tono vagamente inquieto:

—¿Va entonces a condenárseme por la declaración de esa mujer?

El juez sorprendió este indicio de capitulación y se animó juzgándole en el declive.

—¡Claro está que van a condenarlo por eso! ¿Acaso se necesita más?

Y como Víctor no le interrumpiese, pareciendo considerar toda la gravedad del hecho, el juez continuó:

—De una manera terminante, ha sido usted reconocido por la víctima superviviente. Una declaración de esa índole hace fe en todos los juicios. Después de ella, es inútil persistir en negar. El tribunal no dará crédito a sus palabras.

Después, mudando de tono, más bajo, convincente, casi familiar, añadió:

—¿Y cómo no quería usted que fuese así? ¿Acaso el hecho de ser reconocido por la víctima superviviente del crimen que le imputan no será suficiente para condenar?

Y subrayando las palabras al mismo tiempo que observaba atentamente al acusado continuó.

—¿Cómo la víctima iba a reconocerle si usted no fuese realmente el criminal?

Víctor, que oía al juez sin mirarle, hizo ademán de interrumpirle, pero don Máximo Baroja le objetó:

—¡Ya sé! Ya sé lo que usted va a decirme, que la criada lo confundió con otro. ¿Y le parece a usted, sin duda, creíble que el autor del crimen de Madrid Moderno se parezca a usted hasta el extremo de que se confundan los dos? ¿Acaso es eso verosímil?

En un arrebato, Víctor exclamó:

—¿Y si le ha visto mal?

En un tono de voz helado, don Máximo Baroja preguntó con intención:

—¿Cómo sabe eso?

Víctor empezaba a perturbarse de una manera visible.

Un segundo de vacilación y estaba perdido.

Él mismo lo sentía.

Pero se repuso a tiempo:

—¿Pero no es verdad que ese crimen se practicó de noche?

—Es inútil que el acusado pretenda engañar a la justicia. Él sabe mejor que nadie que no ha sido de noche…

Hubo un largo silencio.

De pronto Víctor se levantó de la silla en que se hallaba sentado, y dijo como quien toma una resolución:

—¡Pues bien!…

El momento era decisivo.

Víctor se disponía a confesar.

Don Máximo Baroja estaba pálido.

Víctor sacudió la cabeza con un movimiento lleno de energía:

—Estaba decidido a no hablar, pero hablaré.

El juez le animó con un ademán:

—Hable, hable.

—Se trata de mi vida y he de salvarla.

Don Máximo Baroja le miró lleno de sorpresa:

—¡Cómo!

—Probando que soy inocente.

El juez parecía cada vez más asombrado:

—¿Y puede el acusado probar eso?

Víctor afirmó resueltamente:

—¡Puedo!

En aquel momento don Máximo Baroja tuvo impresión abrumadora de que su argucia al hacer que la enferma reconociese a Víctor como culpable iba a resultar estéril.

Se sintió poseído de una gran irritación contra aquel hombre.

Así fue que, dando un puñetazo sobre la mesa, exclamó:

—¡El acusado pretende burlarse sin duda!

Víctor replicó fríamente:

—La justicia es la que ha pretendido burlarse de mí.

A pesar de haber pronunciado estas palabras con aparente frialdad, conocíase sin embargo que Víctor comenzaba a excitarse, lo que le sucedía siempre que lo provocaban.

La cólera, en aquel hombre víctima de fatalidades de nacimiento y educación, tenía aspectos singulares.

Cuando se apoderaba de él, su primer síntoma era una palidez de cera.

Luego todos sus rasgos se alteraban.

Diríase que otra fisonomía se marcaba y modelaba sobre ellos.

Se le ahondaban amoratadas las ojeras y la tez parecía estibársele de azul.

Después su mirada llameaba y parecía despedir siniestros relámpagos.

Dilatábanse sus pupilas, y su boca tomaba una expresión de extraña ferocidad, y toda su persona parecía agitada por un espasmo epiléptico.

A esto llamaba él sus crisis, y con efecto eran terribles crisis morbosas, que apenas disipadas lo restituían a su habitual individualidad.

En aquel momento crítico, una de esas crisis parecía querer poseerlo.

Ya no consideraba la grave situación moral en que se encontraba.

Dejara de ver en su presencia al juez, para ver al hombre que le vejaba privándole de la libertad.

Así, cuando don Máximo Baroja, descargando un segundo puñetazo sobre la mesa, le ordenó que se callase, Víctor, avanzando un paso hacia él, le replicó todo trémulo:

—¿También se me quiere despojar del derecho de defensa?

Don Máximo Baroja le interrumpió con gran severidad:

—¿Qué acusación intenta usted formular?

Víctor replicó en un tono de formidable energía:

—Quiero decir que se me está violentando para que declare contra mi voluntad, y que no lo consiento. ¿Lo ha entendido el señor juez?

Don Máximo Baroja, verdaderamente intimidado, se dirigió a la puerta con objeto de llamar a los dos agentes que habían quedado en el corredor.

Víctor le adivinó la intención y le detuvo interponiéndose.

Pero en aquel momento ya era dueño de sí.

La crisis de furor que un momento antes le amagara había abortado.

El juez se detuvo exclamando:

—¿Qué intenta usted hacer?

—Intento hacerme oír.

—¡Déjeme usted pasar o pido socorro!

Víctor murmuró con una calma extraña:

—¡El caso no es para tanto, señor juez! Además, parecería extraño, y sería perjudicial para su prestigio que le oyesen pedir socorro. ¿Qué mal, después de todo, puedo yo causarle? ¡Soy un desgraciado! Se me atribuye un crimen que no cometí, por el hecho fatal de haber anteriormente cometido otro: el desfalco, que no puedo negar, y que me avergüenza y que me pierde…

Hizo una pausa, y luego murmuró:

—¿Está el señor juez sinceramente convencido de que he sido yo quien mató a la señora de Neira?

Don Máximo Baroja, nuevamente interesado, respondió:

—¡Absolutamente!

—¡Pues está equivocado!

Y añadió:

—La justicia tiene la manía de ver criminales en todas partes.

—Advierto al acusado que no le permito formular esa clase de juicios.

—No creo haber faltado al señor juez.

—Es una advertencia.

—Pues bien. El caso es este: el señor juez aún no ha conseguido saber quién era el asesino de la señora de Neira…

—¿Pues no acaba el acusado de ser reconocido por la criada herida?

—No, señor.

—¿Negará usted la evidencia?

—Niego que haya sido reconocido.

—Eso es una burla.

—No, señor. ¿Acaso piensa el señor juez que yo estoy convencido de la sinceridad del reconocimiento de esa mujer?

—Su afirmación ha sido categórica.

—¿Pero supone por ventura el señor juez que no vi, que no comprendí que se trataba de una pura comedia, expresamente forjada para arrancarme la confesión del crimen? Claramente reparé en la turbación, en la perplejidad de esa pobre mujer en el acto de reconocerme. Evidentemente, ella no me reconoció. Si así fuese, lo habría dicho desde luego, sin dudas ni vacilaciones… ¿No es esto verdad?

Don Máximo Baroja no contestó.

Su perturbación era visible.

Para ocultarla compuso una fisonomía austera y dijo:

—No intente usted hacer de mí su juguete. Acuérdese usted de que está hablando con el juez. Si no tiene otros elementos de defensa sino palabras, puede considerarse perdido. Ya se lo he dicho al acusado: la declaración de la criada basta para hacerle condenar irremediablemente.

Víctor insistió en sus anteriores afirmaciones:

—Tengo otros elementos de defensa…

—¿Cuáles?

—Uno solo y concluyente.

—¿Por qué lo calló hasta ahora?

—Por delicadeza.

—¿Y ahora está dispuesto a decirlo?

—Estoy.

—Veamos cuál es esa prueba de su inocencia.

—Esta. A la hora en que fue cometido el crimen de que se me acusa yo me hallaba en otra parte.

—Bien, sí, ya sé lo que me dice. A esa hora alega el acusado que paseaba por las calles… ¿Y a eso llama elemento de defensa? ¿Quién nos asegura que el acusado paseaba a esa hora por las calles? ¿Recuerda que, interrogado por mí a ese respecto, declaró no haber tropezado con personas a quien conociese y que pudiesen declararlo?…

Víctor replicó con asombrosa serenidad:

—Me acuerdo perfectamente. Pero no fue eso lo que pasó.

Don Máximo Baroja repitió sorprendido:

—¿No fue eso?

—Ya he dicho que no.

—Pues sírvase el acusado explicarse con mayor claridad.

—A la hora en que se cometió el crimen no vagaba yo por las calles. Me hallaba en una casa.

—¿En su casa?

—No, señor. En una casa ajena…

Don Máximo Baroja pronunció desdeñosamente:

—Eso es muy viejo. Una mujer. ¿No es verdad? ¡Una mujer de quien no se puede decir el nombre!… Una mujer casada seguramente. ¡Es viejo, muy viejo!…

Víctor replicó:

—Se engaña el señor juez. Es de lo más nuevo. A la hora en que se cometió el crimen de Madrid Moderno, yo me hallaba en una casa con una mujer. Había decidido ocultar su nombre, pero puesto que me va en ello la vida, no puedo menos de revelarlo. Esa mujer se llama Soledad. Es huérfana. Vive con unos tíos suyos. Doroteo Fuentes y su mujer.

El juez le miró lleno de sorpresa.

En su opinión Víctor Rey acababa de venderse.

Doroteo estaba preso.

Desde el primer momento el juez le había considerado como uno de los autores del crimen.

Sin duda Doroteo era el hombre que había herido a la criada.

La criada, que no había reconocido a Víctor, reconocería a Doroteo.

Pero era necesario esperar al día siguiente.

Se levantó y llamó a los guardias que esperaban fuera.

Cuando la pareja se llevaba al reo, don Máximo Baroja dijo sentándose en un sillón y como si hablase consigo mismo, pero de una manera que Víctor le oyese:

—No me había equivocado al mandar detener a ese Doroteo.

Víctor se volvió.

Estaba pálido como la muerte.

Quiso pronunciar algunas palabras, pero no pudo.

Los dos guardias le empujaron rudamente para que saliese.

XVIII. El manuscrito de Víctor continúa

Cuando cumplí doce años, pensaron en hacer de mí un hombre de provecho, útil para sí mismo y para los demás.

Me acuerdo muy bien de aquella época.

La señorita Cornuty se afanaba preparándome a fin de que pudiese entrar en un colegio.

De todos los estudios que entonces me hicieron emprender, la historia llegó a infundirme una verdadera pasión.

Mi protectora solía leerme por las noches, a fin de hacer la velada más llevadera, trozos escogidos de una gran historia en muchos tomos.

Cada uno de aquellos relatos me entusiasmaba, y me conmovía como si yo hubiese sido héroe en aquellas luchas de reyes y grandes señores.

Mi protectora leía tan bien, que las palabras parecían fluir naturalmente de sus labios con el calor de la improvisación que pudieran tener en los de un testigo presencial de los sucesos que me daba a conocer.

Quizá parezca ridícula esta pasión de las lecturas históricas que a mi protectora y a minos distraía durante las largas y melancólicas veladas del invierno.

Pero a quien tenga en cuenta que yo no era más que un niño y que aquella señora era un corazón herido que soportaba difícilmente el fardo de la vida, no podrá extrañarle.

Mi protectora parecía cada día más triste.

Se irritaba más fácilmente.

Sus crisis de desesperación eran más violentas.

En cambio su mando cada día parecía más tranquilo y más glacial.

La salud y la tranquilidad de mi protectora me inquietaban mucho.

Yo ya no era un niño.

Observaba y adivinaba muchas cosas.

Sin embargo, el misterio, que como ave de mal agüero se cernía en aquella casa, me obsesionaba sin que pudiese llegar a penetrarlo.

Había momentos en que me parecía comprender, pero luego volvían para mí las dudas.

Otras veces permanecía indiferente, apático, casi irritado, y olvidaba mi curiosidad en vista de mi impotencia para satisfacerla.

Muy frecuentemente, me sucedía experimentar un extraño deseo de estar solo a fin de pensar, ¡de pensar siempre!

Estos momentos me recordaban mucho mis primeros tiempos en el palacio de la Condesa, antes de llegar a ser el amigo de Carlos.

La diferencia de mi estado actual se manifestaba en mis impaciencias, en mis angustias, en un afán desconocido y en una sed de movimiento que me hacían más difícil que antes la concentración de mis ideas.

Por su parte, mi protectora parecía evitarme.

A mi edad, casi ya no podía ser considerado como un niño.

Mi protectora adivinaba mi curiosidad, y muchas veces mis preguntas la turbaban y mis miradas llenas de interrogaciones la obligaban a inclinar la frente. Tenía un secreto y no quería dejarlo adivinar.

Lo guardaba cuidadosamente.

¿Lo guardaría así siempre?


* * *
 

Hacia esta época mi estado moral sufrió una ruda sacudida. He aquí cómo:

El comedor —habitación en la cual solíamos muchas noches hacer tertulia— tenía tres puertas.

Daba la una al salón; la otra al interior de la casa, y la tercera a la biblioteca.

La biblioteca a su vez tenía una puertecilla que daba paso a un gabinete vecino de mi alcoba.

En este gabinete y sobre un velador solían estar las llaves de la biblioteca y de los armarios.

Un día, después de comer, la curiosidad se apoderó de mi, tome las llaves y penetré en la biblioteca.

Era una estancia vasta, guarnecida de grandes armarios llenos de libros. La mayor parte habían sido dejados en herencia al dueño de la quinta por un tío suyo canónigo de la catedral compostelana. La otra parte se componía de libros comprados por su actual poseedor.

Hasta este día, mis lecturas habían sido cuidadosamente elegidas por mi protectora y por la señorita Cornuty.

Yo comprendía que se me ocultaban muchas cosas.

Así fue que, poseído de una curiosidad irresistible, temblando de miedo y de alegría abrí el primer armario y tomé el primer libro que se ofreció a mis manos.

Era una novela.

Volvime a mi habitación, cerré la puerta, abrí el libro, pero no pude leer. Tuve en seguida una preocupación. Encontrar un medio para disponer de la biblioteca sin inspirar sospechas.

Remití la lectura a un momento más propicio, llevé el libro a su sitio y guardé la llave.

¡Sí, guardé la llave!

Era la primera mala acción de mi vida.

Yo esperé los acontecimientos.

Todo pasó de la mejor manera.

La señorita Cornuty, después de haber buscado la llave toda la mañana del día siguiente, se decidió a llamar un cerrajero para que hiciese otra.

El incidente no pasó de ahí, y bien pronto se le olvidó por completo.

Yo tuve la precaución de no ir a la biblioteca sino ocho días mas tarde, después de haberme asegurado que no había ninguna sospecha.

Desde entonces me entregué a la lectura con verdadera pasión.

Todas mis aspiraciones, todos los anhelos de mi adolescencia que habían contribuido a desenvolver mi espíritu tomaron una dirección nueva.

Bien pronto sentime fascinado.

Mi fantasía se interesaba de tal suerte en la lectura y tomaba parte tan importante en ella, que llegué a olvidar completamente el mundo exterior.

Yo leí al azar, y el azar me sirvió a maravilla en los dos primeros volúmenes.

Después, como mi existencia había sido tan noble, tan austera, yo no podía ser solicitado por una lectura malsana.

Mi instinto de niño, mi educación y todo mi pasado me guardaban.

La conciencia me había iluminado como de un golpe toda la vida.

El efecto de cada página era como la repetición de una cosa ya leída.

¿Y cómo no sentir el olvido del presente, aislado como yo estaba en aquella especie de realidad?

Delante de mí, en cada libro se encarnaban las leyes de un mismo destino, ¡el mismo espíritu de aventuras cerniéndose sobre la vida de los hombres!

Esta ley que yo suponía, trataba con todas las facultades sobrexcitadas de mi imaginación de adivinarla.

Cada día la esperanza se fortalecía en mi alma y los anhelos de una existencia novelesca eran más fuertes.

¡Pobre niño, mejoraba aún la trágica novela de mi nacimiento!

Yo ansiaba vivir la vida que descubría en mis lecturas y que me parecía revestida de todas las galas del arte, de todos los esplendores de la poesía.

Pero yo no era novelesco sino en mis sueños: el porvenir me espantaba.

Por una rara conformidad con mi conciencia, yo decidiera contentarme con la descripción de estas bellas quimeras, hasta el día donde pudiese realizarlas en el mundo mentido y novelesco donde yo únicamente entreveía sublimes goces del espíritu y de la fantasía.

La desgracia, aun cuando yo la admitía, no jugaba sino un papel muy secundario, pasivo y pasajero, papel necesario únicamente para los dulces y tiernos contrastes.

Esta vida de ensueño, que me mantenía completamente extraño a la vida de las personas que me rodeaban, duró algunos meses.

Cuando encontró fin, yo dudaba si debía volver a darle vida.

¡Mi existencia durante aquellos meses había sido tan interior y tan intensa!

En todo este tiempo nada había cambiado en tomo mío.

La misma tristeza uniforme en el interior de aquella familia.

El mismo penoso misterio cerniéndose sobre aquel hogar.

Yo creo que si no hubiese podido escapar a este círculo de laxitud y de tristeza por mi actividad intelectual, el disgusto y la desesperación me hubiesen tal vez llevado a un término fatal.

La señorita Cornuty envejecía, y llevaba una vida muy retirada, de devociones, rezos y ayunos. El dueño de la quinta, siempre el mismo, severo y frío, me inspiraba un respeto miedoso.

El misterioso abismo que le separaba de su mujer parecía cada día mas terrible y más infranqueable. Mi protectora se me figuraba una flor marchita que se deshoja lentamente.

Sufría de una tristeza desconocida, sin causa aparente, como un remordimiento lejano que la torturase.

Los sufrimientos de mi protectora me inclinaban a quererla más de día en día.

Yo no puedo recordar sin una emoción profunda cómo se impuso el papel de madre para conmigo, pobre huérfano.

Una tarde, poco antes de anochecer, yo leía distraídamente en el gabinete de mi protectora.

Ella, sentada al piano, tocaba una sonata italiana.

La estancia estaba iluminada por los rayos oblicuos del sol poniente.

Una onda luminosa penetraba por la alta ventana, y dejaba un reflejo áureo en el piso encerado.

Mi protectora dejó el piano y salió al jardín.

El silencio era completo.

Ni un alma se encontraba en las habitaciones vecinas.

Yo sentía dentro de mí una pena extraña, como el presentimiento obscuro de una próxima desgracia.

Habiendo abierto la segunda parte del libro, le hojeé distraídamente.

Me parecía buscar una predicción de suerte, como se hace abriendo un libro al azar.

En ciertos momentos todas las fuerzas intelectuales y morales se tienden morbosamente como si una viva luz iluminase de repente la conciencia. Como si una visión profética se impusiese a nuestra alma turbada, que sufre y languidece en espera de un algo misterioso. Nuestra alma, animada de una caliente esperanza, se inclina para aspirar la vida como un perfume.

Mi alma estaba en esta extraña disposición.

Cerré el libro para volver a abrirlo al azar y buscar mi horóscopo: pero he aquí que al hacerlo descubro una carta que parecía llevar encerrada en el libro muchos años.

Examiné con curiosidad mezclada de sorpresa mi hallazgo.

Era una carta sin dirección, firmada con estas dos iniciales: S. O.

Yo la leí lleno de gran curiosidad.

Se comprendía en los dobleces del papel que había sido leída muchas veces, y cuidadosamente conservada.

Su fecha debía ser muy lejana.

Las primeras palabras llamaron poderosamente mi atención, mi corazón latió violentamente.

Permanecí algún tiempo con el papel entre mis manos como si dudase antes de leerlo.

Me acerqué a la ventana.

¡Sí! Las lágrimas habían dejado su huella sobre las palabras medio borradas.

¿De quién eran aquellas lágrimas?

Ansioso leí la primera página.

Un grito de sorpresa se escapó de mis labios.

Dejé el libro sobre el velador y ocultando la carta en el bolsillo fui a encerrarme en mi habitación.

Allí quise reanudar la lectura.

Mi corazón latía tan fuerte que las letras saltaban y huían delante de mis ojos.

Durante algunos minutos me fue imposible comprender nada. Al fin comprendí el misterio, al comprender a quién la carta estaba dirigida.

Yo comprendí que era un crimen leer aquellas líneas, pero la tentación fue más violenta que mi voluntad.

La carta había sido escrita a mi protectora.

Eran algunas palabras de adiós. ¡De un adiós eterno!

Después de haber leído aquella carta, yo sentí como si me hubiesen arrancado para siempre mis ilusiones y mis esperanzas.

¿Quién era el autor de aquella carta?

¿Cuál había sido la existencia de mi protectora antes de haberse retirado a la quinta?

Aquellas líneas contenían detalles y alusiones ante los cuales no había lugar a duda.

El misterio de aquel hogar dejaba de serlo.

La lectura de aquella carta me sugirió multitud de ideas al mismo tiempo que me revelaba el carácter de unas relaciones cuya rotura había roto dos corazones.

Una profunda pena se adivinaba en las líneas de aquella carta.

La conservo todavía y voy a copiarla.

Hela aquí:
 

«¡Tú no me olvidarás! ¡Lo has dicho y yo lo creo!

Después de la última vez en que te he visto, toda mi vida se encarna en esas palabras.

Es preciso que nos separemos. ¡La hora ha llegado!…

La esperaba hace ya mucho, mi dulce, mi triste amiga.

Durante todo nuestro tiempo, ¡el tiempo de nuestro amor!, mi corazón se oprimía y sangraba pensando en el porvenir.

¿Me creerás tú?

Todo debía terminarse así: era nuestro destino, ¡yo lo sabía!

Tú eres de una noble y aristocrática familia, yo de nacimiento humilde. Esta diferencia yo la he sentido siempre.

Sentía que no era digno de ti.

Pero yo solo debía soportar el castigo de mi felicidad.

¿Qué era yo hasta el día en que tú me has comprendido?

Dos años han pasado y todavía hoy no comprendo por qué tú me amaste.

¿Cómo hemos llegado a una locura tan grande?

¿Te acuerdas de lo que yo era en comparación tuya?

¿Por qué te has fijado en mí cuando nada me distinguía de los otros?

Antes de que tu mirada y tu sonrisa hubiesen iluminado mi vida, yo era humilde y vulgar; todo me fatigaba en la vida, y consideraba mi labor de todos los días como la cosa más importante del mundo.

Sabía, y me había resignado a ello, que nunca un sol de paz se levantaría para mí.

De antemano estaba convencido, y no me lamentaba porque debía ser así.

Entonces tú me apareciste. Yo no sospeché que algún día me atrevería a levantar los ojos hasta ti.

Yo estaba delante de ti como un esclavo.

Pero mi corazón no temblaba, no languidecía: mi corazón no te presentía aún.

Dormía todavía.

Aun cuando mi alma encontraba la serenidad cerca de su radiosa hermana, no adivinaba la tuya.

¿Te acuerdas cuando lo comprendí todo?

Después de aquella velada, después de aquellas palabras que trastornaron mi alma, me encontré perdido.

En lugar de sentir una íntima satisfacción, experimenté una profunda angustia.

No tenía confianza en mí, no comprendía tampoco…

Yo jamás te he confesado eso.

Pero hoy soy todo tuyo. Hoy te lo confieso todo para que no te avergüences de mi recuerdo, para que sepas de qué hombre te alejas, amor mío.

¿Sabes cómo te he visto la vez primera?

La pasión me había invadido como una llama, había entrado en mi alma como un veneno, había confundido todos mis sentimientos y todos mis pensamientos, hallábame enervado y respondía a tu amor piadoso no como un ser que lo mereciese, sino como un mendigo que recibiese una limosna.

Yo no respondía a tu amor como a una mujer caída hasta mí, sino como a una mujer que me levantaba hasta ella.

¿Sabes tú lo que quiere decir caída hasta mí?

No; yo no te ofenderé explicándotelo.

¡Te diré solamente que mi amor te ha considerado siempre demasiado!

¡Jamás, jamás, yo habría podido elevarme hasta ti!

Yo te hubiera contemplado de lejos con una adoración infinita, cuando llegase a conocer tus nobles sentimientos.

Tu ternura y tu piedad algunas veces me han sido dolorosas.

Cuando tú me abrazaste —¡eso no sucedió más que una vez, y yo me acordaré toda la vida!—, una niebla pasó ante mis ojos, mi alma se fundió a tus caricias como la nieve a los rayos del sol.

¿Por qué en aquel instante no caí muerto a tus pies?

¡Oh! Yo soy culpable de haber sido indigno de ti.

De haber atraído el ridículo y la vergüenza sobre tu cabeza.

¡Adiós, adiós!…

Al presente que todo es descubierto, es preciso que me vaya, que huya por tu reposo y tu tranquilidad…

Tú ya no me verás más. ¡Es preciso!

Toda mi alma es como un perfume de la tuya. ¡Y sin embargo es preciso hacer de una existencia dos existencias!…

¡De una vida dos vidas!

¡Oh! Cuando pienso que no te veré jamás, jamás, jamás…

¿Dios mío, es posible la vida sin más ley que la del sufrimiento?

De nuevo he visto a tu marido. Los dos somos indignos de él, aun cuando no seamos culpables.

Tu marido se ha puesto heroicamente de tu lado y te salvara y te defenderá contra los clamores y las calumnias de la sociedad.

Tu mando te estima, será tu salvador, pero es preciso que yo me aleje, que huya…

¡Adiós! ¡Adiós!

¡Adiós para siempre!

S. O».


Después de leer esta carta, yo quedé aturdido, sin comprender lo que pasaba en mí.

La realidad venía a sorprenderme en medio de la existencia sonadora que yo llevaba hacía diez meses.

El misterio que yo tenía entre las manos oprimía mi corazón y le torturaba cruelmente como la hoja de un puñal clavado por la mano ciega del destino.

Aquella carta todavía no podía explicármela completamente pero yo comprendía que una nueva existencia comenzaba para mí.

Desde aquel día yo comprendí cosas que, por efecto de mi educación y del medio en que vivía, habían podido permanecer cuidadosamente ocultas para mi, niño lleno de candores como una doncella.

¿Qué nueva perturbación iba yo a llevar en la existencia de mis protectores?

¿Adónde me arrastraría el azar que había puesto en mis manos aquel secreto?

¿Qué sabía yo?

Quizá cualquier cosa que hiciese resultaría insoportable, tanto para ellos como para mí.

¡Y sin embargo me era insoportable callarme y ocultar para siempre en mi cerrazón el secreto que acababa de descubrir!

Mil y mil preguntas confusas surgían en el fondo de mi cerebro, oprimiéndome el corazón dolorosamente.

Impresiones nunca sentidas se despertaban en mí como de un largo sueño.

Me parecía que experimentaba una intensa y esencial transformación; que mis antiguos anhelos desaparecían y eran remplazados por un algo indefinible, del cual no me era dado apenarme ni entristecerme.

Aquella noche me acosté con fiebre.

Muchos días se pasaron antes de que pudiese recobrar la calma y darme cuenta de mi situación.

En esta época vivíamos en la quinta mi protectora y yo en una soledad casi absoluta.

El marido de mi protectora estaba en Madrid hacía una semana, y aún debía permanecer allí un mes a lo menos.

Bien que esta separación no pudiese llamarse muy larga, mi protectora se entristecía mucho.

En los momentos en que se sentía más atormentada, se encerraba a solas en sus habitaciones como si mi presencia le fuese inoportuna.

Por mi parte yo también buscaba la soledad.

Mi cerebro trabajaba en una constante tensión malsana.

Había conservado la carta, en vez de arrojarla al fuego, y analizaba sus frases en la soledad de mi alcoba, aquellas frases de un supremo y desesperado adiós.

Procuraba adivinar el sentido inquietante de estas palabras: «yo no era un igual tuyo».

Constantemente releía aquella carta.

Yo estaba casi enfermo, cuando vi una tarde que un mozo entraba en la quinta con las maletas del dueño, que regresaba de Madrid.

Mi protectora se lanzó al encuentro de su marido con un grito de alegría.

Yo permanecí clavado en mi sitio, sin ser dueño de disimular mi agitación.

No pudiendo dominarme corrí a esconderme en mi alcoba.

No comprendía el miedo súbito que se había apoderado de mí, ¡porque yo tenía miedo!

Una tarde, después de comer, me hallaba yo en un salón adornado con algunos cuadros antiguos y retratos de familia.

El retrato del dueño estaba frente por frente al lugar que yo ocupaba.

Me pareció que me miraba.

Yo, un poco inquieto, también me puse a mirarle fijamente.

El retrato estaba situado muy alto, y como el salón era obscuro, para verle mejor yo arrastré un sillón y me subí sobre él.

Buscaba algo como una solución de mis dudas.

Recuerdo que los ojos del retrato me hirieron de pronto.

La idea me vino, inopinadamente, de que los ojos del dueño de la quinta estaban siempre ocultos por las gafas ahumadas y que yo no los había visto jamás.

Aquella mirada oculta me había sido siempre antipática e insoportable; era como una prevención que se justificaba en aquel momento.

Mi imaginación estaba muy sobrexcitada. Me parecía que los ojos el retrato se apartaban de los míos y buscaban manera de evitarlos.

Se volvían a otro lado para no dejar penetrar la mentira y la falsedad.

Yo creí haber adivinado alguna cosa, y experimenté una íntima y secreta alegría.

Un débil grito se escapó de mi pecho.

Al mismo instante oí detrás de mí un ligero rumor.

Me volví, y hálleme frente al marido de mi protectora, frente al original del retrato, que me contemplaba atentamente.

Me pareció que enrojecía.

Yo, lleno de vergüenza me bajé del sillón.

El dueño de la quinta me preguntó severamente:

—¿Qué haces tú aquí? ¿Quién te ha dado permiso?…

Yo no supe qué responder.

Él volvió a reprenderme con mayor enojo, y yo salí del salón con la cabeza baja.

Quiso la casualidad que me encontrase con mi protectora, que al verme no pudo menos de exclamar:

—¿Qué te pasa, Víctor? ¿Qué te sucede? ¡Tú estás sofocado!

Yo balbuceé a guisa de disculpa:

—Es que vine corriendo.

Pero ella me miró con sus grandes ojos profundos, llenos de sinceridad, y yo incliné la frente lleno de embarazo.

Mi protectora entonces volvió a interrogarme:

—¿Vienes del salón?

—Sí, señora.

—¿Has encontrado a mi marido?

—Sí, señora.

—¿Te ha reprendido por alguna cosa?

Yo guardé silencio.

En este momento se oyeron los pasos del dueño de la quinta y yo me alejé velozmente.

Me retiré a mi cuarto, donde permanecí una hora encerrado, hasta que un criado vino a decirme que la señora me esperaba.

Yo la encontré silenciosa, el aspecto inquieto.

A mi entrada me miró viva y fijamente pero bien pronto apartó de mí las pupilas.

Parecía confusa.

Desde el primer momento advertí que se hallaba en una mala disposición de espíritu.

Pero contra lo que en un principio había esperado, estuvo conmigo más cariñosa que nunca, como si quisiese borrar la mala impresión que debiera haberme dejado el encuentro con su marido.

Aquella noche la velada fue muy triste.

Yo me retiré muy temprano y me acosté lleno de inquietud.
 


* * *
 

Don Máximo Baroja llegaba a este punto del manuscrito de Víctor Rey, cuando entró en su despacho el inspector Bargiela para comunicarle que las dos mujeres de Doroteo, el albañil detenido, estaban ya a disposición del juzgado.

XIX.

Terminado su interrogatorio, Doroteo había sido conducido a la Cárcel Modelo, donde quedó incomunicado. Don Máximo Baroja era partidario del sistema celular, es decir, del aislamiento completo para decidir a los reos a confesar sus delitos.

La culpabilidad de Doroteo le parecía evidente, sobre todo desde el momento en que tuviera noticia de los amores de Víctor con Soledad, la sobrina del albañil.

Don Máximo Baraja creyó descubierto el crimen.

Los dos autores que desde un principio había sospechado eran Víctor y Doroteo.

Víctor, acompañado de Doroteo, era una hipótesis probable.

Sin Doroteo inadmisible.

Don Máximo Baraja había tenido algunos momentos de vacilación y duda cuando Doroteo se encontraba en su presencia.

La expresiva y simpática fisonomía del albañil, su actitud, la sinceridad de sus respuestas, su mismo abatimiento, que más bien parecía la resignación de un desesperado, de un vencido, que la turbación de un verdadero culpable, habían hecho nacer algunas dudas en el ánimo del juez.

Pero una vez a solas, entregado a sus reflexiones, rodeado de notas y antecedentes y teniendo a su vista el interrogatorio que le parecía concluyente, ya no dudaba: creía.

Al interrogatorio de Doroteo sucedió el de sus dos mujeres.

La portera de la casa del crimen, y la señora Jesusa.

La portera no hizo más que repetir sus anteriores declaraciones, en vista de lo cual don Máximo Baraja ordenó que quedase detenida.

En cuanto a la señora Jesusa, su declaración fue en extremo curiosa.

El inspector Bargiela la condujo hasta el despacho del juez.

Aterrada, anonadada, desde que la víspera se detuvo a su marido, no dejó de oír ni una protesta ni una queja ni un grito; pero bien pronto se produjo en ella una notable reacción.

Al estupor sucedió la cólera.

Se revolvía contra la desgracia que acababa de ocurrirle, se quejaba de su destino y pedía auxilio al cielo.

El juez la contemplaba impasible, porque los jueces no se conmueven nunca. Están acostumbrados a las iras de la gente que detienen.

Viven en un mundo en que las palabras groseras, la amenaza y la injuria son moneda corriente.

Pero los jueces que han recibido educación muy distinta y son hombres de estudio, de costumbres pacíficas y que inspiran respeto; fríos, al menos en apariencia por deber profesional, se sienten predispuestos contra el que se deja arrastrar por la violencia.

Doroteo impresionó bien al juez por su actitud pacífica y resignada; su mujer iba a disgustarle por su exaltación.

Antes de que se le interrogara protestó de que su marido hubiese sido detenido.

No había hecho nada, decía. Era un hombre honrado. La que era una intrigante era la portera. A esa debían ahorcarla.

Don Máximo Baroja la escuchaba con mucha calma.

Como la señora Jesusa se indignase, por haberla conducido al juzgado, don Máximo Baroja tuvo que advertirle que no estaba arrestada, sino solo ante el juez, en virtud de orden superior, para practicar ciertas indispensables averiguaciones, y que solo dependía de ella recobrar su libertad, para lo cual no debía hacer más que responder la verdad a las preguntas que se le dirigieran.

Las observaciones del juez parecieron calmarla, y don Máximo Baroja comenzó el interrogatorio.

Cuando la preguntó acerca del primer matrimonio de su marido, la señora Jesusa se desató en improperios contra la portera.

El juez quiso aprovechar aquella circunstancia para conocer algunos detalles obscuros relativos a la probidad de la portera de la casa de Madrid Moderno, y formuló esta a manera de pregunta:

—¿De manera que usted cree a la portera de la casa donde se cometió el crimen capaz de haber sido coautora?

La señora Jesusa miró al juez con expresión de asombro.

Don Máximo Baroja creyó que no había comprendido la pregunta y trató de explicársela.

—¿Quiero decir si cree usted a la portera capaz de ayudar voluntariamente a los asesinos en su infame obra?

La señora Jesusa protestó indignada:

—¡Cómo voy a creerlo, señor juez! Ella me roba mi marido, cierto, pero eso no quiere decir que robe dinero y que mate.

—¿De modo que de ninguna manera sospecha usted que haya sido cómplice?

—De ninguna manera. Si he de hablar la verdad, como ante Dios, honrada es muy honrada.

—¿Ni a Doroteo, su marido de usted, le entregaría la llave del piso que habitaba la señora de Neira?

La Jesusa miró al juez con indignación:

—¡A mi marido! ¿Y mi marido para qué la quería? ¿También se le acusa? ¡Mi marido es más honrado que todos los jueces y todos los escribanos de España! ¡Mi marido es un hombre de bien, y por eso quieren perderle! Si hay alguien que le acuse, yo le diré que miente.

Después del tiempo que hacía que estaba tranquila la señora Jesusa, ya no pudo contenerse, daba vueltas de un lado a otro por el despacho del juez, furiosa, nerviosa, casi loca.

Don Máximo Baroja trató de calmarla.

No lo consiguió, y resolvió esperar a que se apaciguase su cólera.

A veces la desesperación de un testigo o de un detenido es útil a la sumaria.

El individuo que ya no es dueño de sí llega con facilidad a declarar.

Siempre impasible, don Máximo Baroja continuaba sentado delante de su mesa y contemplaba a la encolerizada señora Jesusa sin interrogar.

La sangre fría del juez exasperaba a la buena mujer, que no cesaba de dar voces protestando de la prisión de su marido.

Volvíase furiosa y daba golpes con el puño sobre el bufete del juez, como si quisiese añadir más valor a sus palabras.

Y la cólera que le enrojecía la frente y las mejillas, daba a sus ojos, todavía llenos de fuego juvenil, una extraña energía, cierto tinte viril a aquel rostro antes tan agradable y a la sazón ajado y marchito.

Se detuvo un momento con objeto de respirar, y don Máximo Baroja dijo a su vez estas palabras:

—Antes de despedirla a usted, o de tomar en contra suya medidas que me repugnan, quiero hacerle una advertencia que puede serle muy útil, pues es probable que tenga usted que volver varias veces al juzgado…

La señora Jesusa interrumpió bruscamente:

—¿Qué advertencia tiene que hacerme usía? ¿Que me reporte? Ya iba a suplicarle al señor juez que me excusase. ¡Ya ve usía, se trata de mi marido, y nada tiene de particular que me exalte! ¡Es inocente!

El juez reflexionó un poco, y luego murmuró:

—Voy a dar orden que se practique un registro en el domicilio de usted. Si de esta diligencia no resultase nada en contra, quedará usted inmediatamente en libertad. En tanto, tendrá usted que esperar en el juzgado.

Don Máximo Baroja hizo una seña al escribano, y este abriendo la puerta llamó al inspector Bargiela que se encontraba fuera.

En el momento en que entró, el juez le entregó una orden de registro que acababa de firmar, y le indicó que hiciese esperar en una habitación del juzgado a la señora Jesusa.


* * *
 

Mientras el inspector iba a ejecutar las órdenes del juez, y a practicar el registro en casa de la señora Jesusa, don Máximo Baroja tomó el manuscrito de Víctor que tenía encima de la mesa, y reanudó su lectura.


* * *
 


Al despertarme al día siguiente por la mañana, recordé la escena del día anterior y me pareció una mistificación, un disgusto sin causa ni motivo.

Pero al salir de mi cuarto sentí un extraño sobresalto, al oír la voz del dueño de la casa, el cual atravesaba el pasillo.

La sensación desagradable que se apoderó de mi espíritu fue tan fuerte, y el recuerdo del día anterior me acudió tan vivo, que no pude ocultar mi embarazo.

Al pasar por delante de él, le saludé con un ligero movimiento de cabeza, pero mi rostro debía tener una expresión tan extraña, que aquel hombre se detuvo delante de mí sorprendido.

Al observar aquel movimiento, yo me apresuré y pasé de largo.

Él pronunció alguna cosa que yo no pude oír y continuó su camino.

Yo no pude comprender lo que experimenté.

Lágrimas de despecho obscurecían mis ojos.

Entonces comprendí que aborrecía al marido de mi protectora.

Esta perpetua agitación me ponía verdaderamente enfermo.

Yo ya no era dueño de mí.

Estaba irritado contra todo el mundo y permanecí horas enteras encerrado en mi cuarto.

Mi protectora vino a verme.

Al contemplar mi semblante lanzó un grito de sorpresa.

Yo estaba tan pálido que al verme en el espejo experimenté miedo.

Mi protectora pasó una hora mimándome y consolándome como a un niño pequeño.

Pero sus cuidados me entristecían, sus caricias me eran penosas; y bien pronto tuve que rogarla me dejase solo.

Ella me miró muy sorprendida y se fue.

Al fin mi pena se disipó en un torrente de lágrimas y me encontré mejor.

Me encontré mejor, porque yo había resuelto buscar a mi protectora, arrojarme a sus pies, y devolverle la carta perdida; aquella carta que me quemaba las manos.

Yo deseaba poder decírselo todo, mis torturas, mis dudas.

Quería besar las manos de la pobre mártir. Repetirle que yo era su hijo, y que mi corazón se abría delante de ella, que si pudiese leer en el fondo de mi pecho, sabría cuánto había allí de amor ardiente e inquebrantable hacia ella.

Yo sabía, yo sentía, que era el único ser con quien ella podía desahogar su corazón.

Yo comprendía su pena como mis propias penas, pero mi corazón latía de indignación al pensar que ella, mi protectora, podía enrojecer delante de mí.

¡No, no; ella no era una pecadora, era una mártir!…

He ahí lo que yo hubiera querido decirle llorando a sus pies.

Un inmenso deseo de justicia me poseía, y una especie de fiebre animaba mis resoluciones.

Un accidente inesperado impidió la explicación que proyectaba.

He aquí lo que sucedió:

Cuando me dirigía al cuarto de mi protectora, encontré al marido de esta, el cual pasó por mi lado sin fijarse en mí.

Él iba también al cuarto de su mujer.

Yo me detuve clavado sobre el suelo.

Era la última persona que yo hubiese pensado encontrar en parecido momento.

Yo iba a retirarme, pero la curiosidad me detuvo.

Aquel hombre se detuvo un momento delante del espejo, arreglose la corbata y el cabello, y con gran pasmo de mi parte, le oí tararear una canción.

Al mismo instante me acudió un recuerdo obscuro de mis primeros tiempos en aquella casa.

Para comprender la extraña sensación que yo sentí, es preciso relatar este recuerdo.

El primer año de mi estancia en la quinta, un acontecimiento casi insignificante me había producido una gran impresión.

Y justamente; aquel suceso se reproducía casi en las mismas circunstancias.

Tengo contado ya que el aspecto frío y serio del dueño de la quinta me había producido una gran impresión de desagrado desde el primer día en que le había visto.

Yo me acordé que me había sucedido haberlo encontrado ya como aquel día, en la misma habitación y a la misma hora.

Los dos nos dirigíamos al gabinete de la pobre mártir.

A la vista de aquel hombre yo había sentido una gran timidez, y me había ocultado en un rincón como un culpable.

Aquella vez lo mismo que la última, se había detenido delante del espejo y una sensación indefinible me había hecho temblar.

Me había parecido que él cambiaba de rostro.

Al menos yo había visto en sus labios una extrañísima sonrisa en el momento en que se acercaba al espejo.

Yo no le conocía aquella sonrisa, porque él permanecía siempre serio y malhumorado en presencia de su infeliz mujer.

Su rostro se había transformado completamente desde el momento en que él lo había visto en el espejo.

La sonrisa había hecho lugar a un aire desdeñoso y hosco que parecía invencible y natural.

Los labios habían cambiado de color.

Aquel hombre extraño había fruncido las cejas y volvía a ser el personaje desagradable de todos los días.

En fin, después de una rápida observación de toda su persona, había bajado la cabeza con un aire sombrío.

Su alta estatura parecía haberse encorvado.

Después de esta última transformación él se dirigió al cuarto de su mujer, andando casi en la punta de los pies.

En una y en otra ocasión al detenerse delante del espejo se había creído completamente solo.

Cuando le oí tararear la canción, quedé estupefacto.

Mis nervios tirantes estallaron en una risa nerviosa.

Aquel hombre se volvió pálido de cólera.

Como un criminal cogido en flagrante delito, experimentó una gran turbación.

Yo continuaba riendo nerviosamente.

Yo pasé así delante de él, y entré en el cuarto de su mujer.

Él se quedó en el mismo sitio donde yo le había sorprendido.

Yo deseaba ardientemente que no traspasase los umbrales de aquella puerta.

Confieso que tenía miedo.

Afortunadamente no entró.

Al verme aparecer, mi protectora me miró largamente con un aire de estupefacción, y me preguntó qué me sucedía.

Yo no supe qué responder.

Ella comprendió al fin la alteración de mis nervios y me examinó con inquietud.

Yo así sus manos y se las cubrí de besos.

Entonces comprendí todo el mal que la revelación del hallazgo de la carta le hubiera hecho.

Felizmente el encuentro con su marido había cambiado por completo la disposición de mi espíritu.

El marido de mi protectora entró a los pocos momentos.

Yo le miré.

Estaba grave y sombrío como de costumbre y parecía no acordarse de lo que acababa de pasar.

Pero en su palidez y en el ligero temblor de sus labios, se advertía el esfuerzo con que disimulaba su enojo conmigo.

Saludó a su mujer con la misma frialdad que acostumbraba y se sentó.

Cuando tendió la mano para tomar un libro de encima de la mesa, yo vi que su mano temblaba.

Temí una explosión.

Yo tuve el pensamiento de salir, pero no hallé en mí fuerzas para llevarlo a término.

Mi protectora me dirigía miradas llenas de angustia y turbación.

Ella esperaba y temía alguna cosa de anormal y terrible.

Al fin la tormenta estalló.

En medio de un profundo silencio mis ojos encontráronse por casualidad con las gafas de aquel hombre, fijas en mí.

Yo temblé y bajé la cabeza.

Entonces el dueño de la casa me preguntó brutalmente, con un tono breve e imperioso:

—¿Por qué se pone usted colorado?

Yo guardé silencio.

Mi corazón latía tan fuerte, que no pude pronunciar palabra.

Entonces dirigiéndose a su mujer, y designándome con un gesto de desprecio, murmuró:

—¿Qué le pasa a ese muñeco?

La indignación me oprimió la garganta.

Solamente pude dirigir una mirada suplicante a mi protectora, de quien las mejillas pálidas se inflamaron.

Con una voz firme me dijo:

—Víctor, hijo mío, déjanos ahora. Más tarde te mandaré a llamar.

Su marido interrumpió:

—Primero óigame usted a mí, caballerito. ¿No ha oído usted que le he preguntado por qué enrojecía cuando me encontraba?

Mi protectora, con la voz entrecortada por la emoción, se adelantó a contestar.

—Porque tú le obligas a enrojecer; y a mí también.

Yo miré con pasmo a la pobre mártir, no comprendía el heroísmo de aquella respuesta.

Su marido se puso en pie y respondió con un acento de rencor profundo.

—¿Soy yo quien te hace enrojecer a ti? ¿Soy yo? ¿Es a causa mía por lo que tú enrojeces? ¡Creí que sería todo lo contrario!…

Esta frase era tan clara para mí.

Había sido acompañada de una sonrisa tan irónica, y dicha en un tono tan rudo, que yo lancé un grito y me precipité hacia mi protectora.

El pasmo, la estupefacción, el reproche, el terror, pasaron alternativamente sobre el rostro de la pobre mujer.

Yo miré a aquel hombre, juntando las manos con ademán suplicante.

Él pareció comprender que había ido demasiado lejos.

Sin embargo, la rabia que le había dictado aquella frase, no era todavía desvanecida; pero mi gesto debió decirle claramente que yo comprendía el sentido oculto de sus palabras, y se quedó confuso en grado sumo.

Mi protectora con voz débil, pero segura, se dirigió a mí murmurando:

—Víctor, vete a tu cuarto, hijo mío. Necesito hablar con mi marido.

Mi protectora parecía calmada; pero yo temía más aquella tranquilidad aparente que una violenta agitación.

Yo hice semblante de no comprender, y permanecí en mi sitio.

Me esforzaba por leer en el rostro de la pobre mártir lo que pasaba en su interior.

Me parecía que ella no comprendiera ni mi exclamación ni mi movimiento.

Pero su marido cogiéndome de un brazo, exclamó:

—Mira a lo que has dado lugar.

Y me designaba a su mujer.

¡Dios mío! Yo jamás había leído una desesperación semejante a la que entonces leí sobre aquel rostro abatido.

Me levanté y salí de la habitación.

Desde la puerta le dirigí una postrera mirada.

Mi protectora apoyó ambos codos en el velador, y ocultó el rostro entre las manos.

Yo me alejé sin ser ya dueño de sofocar los sollozos por más tiempo.

Me retiré a mi cuarto y me arrojé sobre el lecho.

Así permanecí cerca de tres horas, sufriendo las torturas de una terrible y cruel incertidumbre.

No pudiendo contenerme ya más tiempo, hice preguntar si me era permitido ver a mi protectora.

La señorita Cornuty me trajo la respuesta.

El dueño de la casa me hacía saber que la crisis había desaparecido, y con ella toda gravedad, pero que el estado de la enferma exigía un reposo absoluto.

Yo permanecí sin acostarme hasta las tres de la madrugada, dando vueltas en mi alcoba, agitado e inquieto con el presentimiento de una gran desgracia.

Mi situación se presentaba más crítica que nunca.

Pero sentía en mi conciencia una gran tranquilidad al no sentirme culpable.

La fatiga acabó por vencer mis nervios, y me acosté, esperando el día siguiente con gran impaciencia.

Y llegó el día siguiente, y con verdadero pasmo observé en mi protectora una gran frialdad para conmigo.

Yo creí en un principio que aquel noble y puro corazón experimentaba cierta molestia, al recibirme después de la escena de que yo había sido testigo involuntario.

Pero no tardé en reconocer en ella los rastros de otro gran afán y otro despecho.

Mi protectora siempre tan buena y cariñosa conmigo, ahora respondía a mis preguntas bien secamente, o bien con palabras que tenían un doble sentido ofensivo para mí.

Sin embargo, en algunos momentos se mostraba cariñosa como antes.

Parecía arrepentida y pesarosa del mal que acababa de hacerme.

Yo no pude reprimirme, y le pregunté con lágrimas en los ojos y en la voz si estaba ofendida conmigo.

Esta pregunta al pronto la embarazó mucho.

Levantó hacia mí sus grandes y serenos ojos llenos de tristeza, y me respondió con una tierna sonrisa.

—Nada tengo; nada me pasa, Víctor. Pero, sabes tú, la pregunta al pronto me ha producido cierta impresión porque me la has dirigido tan bruscamente, y yo estaba distraída completamente.

Después de una pausa, añadió:

—Dime la verdad, hijo mío. ¿Tienes tú en el corazón alguna cosa de la cual te sería difícil dar explicación si te la pidiesen en una forma inesperada?

Yo tuve serenidad bastante para responder:

—No, señora.

Ella me miró un instante en silencio, y luego murmuró:

—¡Tanto mejor!

Se enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla, y continuó:

—Perdóname la pregunta que acabo de hacerte. Estoy tan nerviosa, que no sé siquiera lo que digo. Pero no dudes nunca de que te quiero, de que te quiero como a un hijo.

Yo me abracé a su cuello sollozando:

—Usted es para mí más que una madre.

—No llores, Víctor. Abrázame más fuerte, hijo mío. ¡Me parece que es la última vez!

—¡No, no!… Usted será muy feliz. No diga usted eso… ¡Madre mía! ¡Mi querida madre!

—¡Cuánto te agradezco que me quieras así! ¡Tú eres el mismo que me lo testimonia cuando todos me abandonan!…

—¿Quién la abandona a usted? ¿Quién?

—Yo he sido en otro tiempo muy mimada, muy cuidada… Tú no lo sabes, hijo mío. ¡Aquellos días eran más alegres que los de ahora! Mis afectos, mis amistades de entonces, se han desvanecido como fantasmas. Yo esperé siempre que volverían; los esperé toda la vida. ¡Que Dios me perdone!… Mira, Víctor, mira al jardín. Ya no hay flores en él; es que el invierno llega. Las hojas van a caer de los árboles; ¡entonces yo moriré!…

Su rostro estaba intensamente pálido y contraído. Sus labios marchitos, secos por una fiebre decoradora, temblaban constantemente como agitados por un último estremecimiento.

Para ocultar su emoción se aproximó al piano y pulsó algunas teclas. En aquel momento, una cuerda se rompió, y el son expiró lentamente como un suspiro desesperado.

Mi protectora, señalándome el piano, pronunció con acento de inspirada:

—¿Has oído? Esa cuerda estaba demasiado tirante y ha roto. ¡Esa es mi vida!…

Hablaba con gran dificultad.

Sus dolores íntimos se reflejaban en su rostro, y sus ojos se velaban de lágrimas.

Yo me cubrí el rostro con las manos, llorando amargamente.

Ella al verme así, se acercó, y acariciándome los cabellos, me dijo:

—No llores, que todo es una broma. ¡La verdad es que no sé cuál de nosotros dos es más niño!…

Se sentó a mi lado en una butaca baja y permaneció silenciosa.

Un instante después se quejó de una gran laxitud; y me rogó que la dejase porque deseaba descansar.


* * *
 

¡Pobre mujer!

¿Qué crueles sospechas la acompañaban al borde del sepulcro?

¿Qué nueva pena martirizaba y hería su corazón?

Yo no lo sabría jamás si ella no se aventuraba a hablar.

¿Pero cómo podría confiarme a mí, a un niño, los terribles sufrimientos de su alma de mujer?

¡Dios mío! ¿Quién alcanzaría a explicar el terrible sufrimiento de aquella vida sin luz y sin amor, de aquella existencia tímida y encarcelada que jamás osaba pedir nada?

Aun al presente, casi en su lecho de muerte, con el corazón desgarrado de angustia, ella estaba allí como una culpable, evitando el menor ruido, prohibiéndose a sí misma toda queja, inventándose un dolor nuevo para someterse y para resignarse.

A la caída de la tarde, yo entré en la biblioteca. Abrí un armario y me puse a buscar un libro que yo pudiese leer en voz alta a mi protectora.

Deseaba para distraerla de sus negras ideas alguna cosa ligera.

Largo tiempo busqué distraídamente.

A medida que la obscuridad aumentaba, mi tristeza era mayor…

Sin darme cuenta de ello, me hallé entre las manos el libro mismo, abierto en la misma página, donde estaba aquella carta que no salía de mi memoria.

¡Aquella misteriosa carta que había cortado mi vida en dos partes, terminando la una y comenzando la otra!

¡Qué mundo de oculta desolación, aquella carta me había revelado!

Yo no podía menos de preguntarme: ¿qué seremos nosotros en lo porvenir?

El rincón donde había sido feliz no tardaría en serme extraño.

El espíritu puro y sereno que protegía mi juventud me abandonaba.

¿Qué me tenía reservado el porvenir?

Y me olvidé de mí mismo pensando en el pasado que me era tan querido, y en el porvenir que me espantaba, y en vano procuraba adivinar.

Yo recuerdo aquel instante, como si todavía estuviese viviendo aquella misma hora. ¡Con tal fuerza está grabado en mi memoria!

Yo tenía el libro abierto por la página donde estaba la carta.

De pronto temblé, y di un grito de horror.

Una mano adelantándose por encima de mi hombro me arrebataba la carta.

Me volví rápidamente.

¡El dueño de la casa estaba delante de mí!…

Me asió un brazo y me lo oprimió fuertemente para mantenerme en el mismo sitio.

Con la mano que le quedaba libre aproximó la carta a la luz y se esforzó por leer las primeras líneas.

Yo me puse a gritar. Hubiera preferido la muerte a dejarle aquella carta.

Vi la sonrisa burlona que plegara sus labios al leer las primeras frases y perdí la cabeza.

Sin saber lo que hacía, me arrojé sobre él y le arranqué la carta.

Todo esto había sido tan rápido, tan impensado, que yo mismo no me explicaba cómo estaba de nuevo en posesión del fatal papel.

Viendo que él quería recobrarlo, me lo oculté velozmente en el pecho y retrocedí tres pasos.

Breves momentos nos miramos sin hablar.

Aquel hombre, con los labios temblorosos y azulencos de cólera, rompió primero el silencio:

—¡Esa carta!… Venga esa carta, o te la haré entregar…

Se contuvo, pero yo leí la amenaza en sus ojos.

Calientes lágrimas corrían por mis mejillas.

Mi agitación era tan violenta, que al pronto no pude responder.

Aquel hombre adelantando un paso hacia mí, repitió en el mismo tono:

—¿Has oído? Entrégame esa carta.

Yo grité lleno de rabia al ver que se acercaba:

—¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted!

Él adelantó un paso todavía; pero sin duda leyó en mis ojos una firme decisión, porque se detuvo y pareció reflexionar.

Después, como si acabase de adoptar un partido, murmuró:

—¡Está bien!…

Y paseando la mirada en torno suyo, exclamó:

—¿Con qué permiso has entrado en la biblioteca? ¿Quién te ha dado la llave de ese armario?

Yo no sabiendo qué contestar seguí gritando:

—¡Déjeme usted salir! ¡Déjeme usted salir!…

El sol se había ocultado por completo.

Dentro de la biblioteca la obscuridad era profunda.

Yo estaba sin defensa, solo, delante de un hombre que me infundía miedo.

Sin responderle, loco de terror, salí de la biblioteca y sin saber cómo me hallé ante la puerta del gabinete de mi protectora.

Me detuve para tomar aliento.

En aquel mismo momento oí los pasos del dueño de la casa. Quise entrar, pero bruscamente me detuve herido por un pensamiento que me asaltó.

¿Qué iba a suceder? ¡Aquella carta!… No, no; todo era preferible a aquel golpe asestado en el corazón de la pobre madre.

Quise retroceder, pero era ya demasiado tarde. El dueño de la casa estaba ya cerca de mí.

En voz baja, cogiéndole una mano, murmuré:

—Vamos a donde usted quiera, pero aquí no… Aquí no… La mataríamos.

Aquel hombre rechazándome, contestó:

—Tú eres quien la matas… Tú, únicamente.

Todas mis esperanzas se desvanecieron.

Aquel hombre quería precisamente continuar la querella en presencia de su mujer.

Yo traté de detenerle con todas mis fuerzas.

—¡Por Dios! ¡Por Dios, no haga usted eso!…

En aquel momento, una mano pálida alzó el portier y mi protectora asomó en el umbral. Su rostro estaba más pálido que de costumbre. Ella se sostenía en pie con dificultad. Se conocía que ella tenía que hacer un violento esfuerzo para aproximarse a nosotros al oír nuestra voz.

Observándonos con una especie de vago terror, preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿De qué habláis?

Hubo un momento de silencio.

Ella palideció todavía más.

Yo me acerqué a ella y cogiéndola de las manos la llevé con fuerza hasta el fondo del gabinete.

Su marido nos siguió. Yo la abracé más fuerte, cada vez más fuerte, trémulo de zozobra.

Ella entonces preguntó por segunda vez:

—¿Pero qué tienes tú? ¿Qué tienes?

Su marido contestó adelantándose:

—Dile que te enseñe una carta que acaba de esconder en el pecho. ¿Qué secretos puede tener ese niño que no podamos conocer nosotros?

Yo permanecía abrazado a mi protectora, cada vez más estrechamente. Ella no cesaba de repetir con verdadero espanto.

—¿Pero qué pasa, Dios mío, qué pasa?

Después, dirigiéndose a su marido, preguntó:

—¿Por qué estás tan irritado?

—Víctor llora…

—Víctor, ¿dime tú lo que ha pasado?

Yo callaba, sin atreverme a responder.

El dueño de la casa avanzó algunos pasos, y separándome bruscamente de su mujer, dijo:

—Quiero que la que te ha servido de madre te juzgue.

Y llevando a su mujer hacia un sillón y haciéndola sentar, añadió:

—Tú debes procurar tranquilizarte. Me es penoso no poder dispensarte de una explicación necesaria.

Mi protectora nos miraba alternativamente a su marido y a mí.

Yo me torcía las manos bajo la espera del momento fatal.

Conocía lo bastante a aquel hombre para saber que no haría gracia.

Iba a hablar. Yo no le dejé. Le así violentamente de la mano y le arrastré hacia un lado.

Mis fuerzas de niño se agotaban.

Un momento más y todo estaba perdido.

En voz baja y sofocada, murmuré.

—No hable usted de la carta… Usted la mataría… ¡Yo lo sé todo!

Él me miró fijamente, con una curiosidad ardiente, y pareció confuso.

La sangre le subió al rostro y enrojeció hasta su frente.

Yo todavía repetí una vez más.

—¡Lo sé todo!…

Aquel hombre dudó un momento.

Yo me adelanté a decir.

—He aquí lo que ha sucedido y de lo cual me reconozco culpable. Hace algún tiempo he tomado la llave de la biblioteca y leo los libros a escondidas. Su marido de usted me ha sorprendido con un libro que sin duda no debía ser entre mis manos. Yo no me defiendo, reconozco mi falta…

Mi protectora me escuchaba con una atención profunda.

En su rostro se reflejaba la duda.

Nos mirada alternativamente a su marido y a mí.

Hubo un largo silencio.

Yo respiraba con dificultad.

Inclinó la cabeza sobre el pecho y se cubrió los ojos con una mano para mejor meditar, para mejor pensar cada una de las palabras que yo acababa de pronunciar.

Levantó al fin la cabeza y me miró intensamente.

Por último, murmuró:

—Víctor, hijo mío, yo sé que tú eres incapaz de mentir. Dime la verdad: ¿es eso todo?, ¿absolutamente todo?

Yo tuve serenidad bastante para responder:

—Todo.

Volviéndose a su marido tornó a repetir la pregunta:

—¿Es eso todo?

Él, haciendo un poderoso esfuerzo, contestó:

—Sí, todo.

—Me tranquilizáis. ¿Tú me das tu palabra, Víctor?

Yo respondí sin vacilar:

—Sí, señora.

Pero no pude menos de dirigir una mirada sobre aquel hombre.

Él había reído de una manera antipática y burlona que me hizo enrojecer; mi confusión fue observada por mi protectora.

Un profundo disgusto se reflejó sobre su rostro.

Al mismo tiempo sus labios descoloridos murmuraron, como quien exhala una queja:

—Antes te creía… ¡Ahora no puedo creerte!

Su marido, entonces, dijo bruscamente:

—Se te ha dicho la verdad. ¿Qué más quieres?

La pobre mártir no respondió.

La escena era cada vez más penosa.

El dueño de la casa continuó:

—Mañana mismo yo examinaré todos los libros. Todavía no sé lo que hay allí.

Mi protectora preguntó:

—¿Y cuál libro leía él?

—¿Qué libro? ¡Ah!… No recuerdo.

Y volviéndose a mí añadió con baja y rastrera intención:

—¿Qué libro leías? Tú sabes explicar mejor el asunto.

Yo no encontré una palabra que responder.

La pobre mártir miraba con ansiedad a su marido, esperando una respuesta.

Él, que observaba mi confusión y la de su mujer, parecía gozarse en ello.

Mi protectora volvió a preguntarme:

—¿Qué libro leías, Víctor?

Mi confusión era tan grande, que sin saber lo que hacía, confesé la verdad y dije el libro en que leía.

Al mismo tiempo aquel hombre me dirigió esta otra pregunta:

—¿Qué carta guardaste en el pecho?

En aquel momento la pobre mártir dio un grito y cayó al suelo desvanecida.

¡Había adivinado la verdad!


* * *
 

Toda la noche fue presa de un violento delirio.

Sus manos ardían, sus ojos aparecían extraviados, su pecho se levantaba convulsivamente, su exaltación llegaba al paroxismo.

Los cuidados más activos y los remedios más enérgicos no produjeron ningún efecto sobre la enferma.

El médico, en cuya busca había salido un criado, declaró que no había esperanzas de salvarla.

Dos horas después dejó de existir.

Al día siguiente por la mañana, yo, todo tembloroso, me dirigí al gabinete de aquel hombre funesto.

Estaba pálido, desfigurado; iba de un lado a otro de la habitación, como un hombre que ha perdido la razón y está completamente trastornado.

Yo jamás le había visto así.

Al verme se detuvo y con una voz ruda y brutal me interrogó:

—¿Qué quieres tú? ¿Qué haces aún en esta casa?

Yo sentí la bajeza de aquel insulto y me puse rojo:

Con la voz trémula respondí:

—Tengo que entregar a usted la carta…

Él me miró con indignación.

—¡Después del mal que has ocasionado!…

Yo tuve el valor de responder:

—No soy yo el más culpable.

Aquel hombre calló y hubo un penoso silencio.

Él fue el primero en romperlo.

Alargando hacia mí su mano, que temblaba, murmuró:

—Dame esa carta.

Yo saqué la carta del bolsillo y se la alargué:

Él la tomó con cierta desconfianza, como si dudase que yo la hubiese sustituido:

Yo comprendí su sospecha y le dije:

—¿No la reconoce usted?

El dueño de la casa repuso secamente:

—Sí…

—Tómela usted.

La tomó en silencio y dio algunos pasos hacia la ventana para leerla a la triste luz de aquella mañana de invierno.

Yo le observaba atentamente.

Bien pronto él volvió la hoja y leyó la firma.

La sangre le subió al rostro, momentos antes pálido como el de un cadáver.

Levantó los ojos y me miró estupefacto:

—¿Qué es esto?

Yo, haciendo un violento esfuerzo sobre mí mismo, pero sin lograr serenar mi voz, que temblaba, ni ocultar las lágrimas que empañaban mis ojos, contesté:

—Hace algún tiempo encontré esa carta en un libro. He pensado que había sido olvidada allí. La he leído y he comprendido todo. Después la he guardado, no sabiendo a quién devolvérsela.

Dichas estas palabras salí del gabinete.

Al día siguiente se verificó el entierro de mi protectora.

Aquella alma mártir que había tenido para mí el amor de una madre.

Desde la iglesia, y sin despedirme de nadie, me dirigí a pie a Santiago.

No quise volver a entrar en la quinta.

Anduve cuatro leguas por la carretera, bajo una lluvia tenaz en un día de invierno.

En Santiago dormí en los porches de una iglesia.

Al día siguiente tuve que pedir limosna.

Durante muchos días me mantuvo la caridad pública.

Al fin pude entrar de aprendiz en un taller.

Entonces empezó mi vida de trabajos, de privaciones y de angustias.

Un año después me hallé casualmente en la calle con el marido de la pobre mártir.

Aún iba vestido de luto.

Quise torcer de camino, pero él me llamó:

—¡Víctor!… ¡Víctor!

Me acerqué tembloroso…

Al verme sonrió con su mala y antipática sonrisa, y me dijo:

—Me alegro de verte, Víctor. Cuando saliste de la quinta tenía que revelarte un secreto referente a tu nacimiento. ¿Tú no has sabido nunca quiénes han sido tus padres?…

Yo bajé la cabeza avergonzado.

Él continuó:

—Quizás hayas oído —ciertas cosas nunca permanecen completamente ocultas— que tu madre ha sido una hija de la Condesa muerta muy joven.

La vergüenza no me dejaba responder.

Aquel hombre prosiguió implacable.

—En ese error permanecimos mi pobre mujer y yo.

Hizo una pausa, y con su maligna sonrisa, continuó:

—No hace mucho he sabido toda la verdad. Hela aquí. El nieto de la Condesa se criaba en la aldea de Bradamín. La Condesa pagaba espléndidamente a los pobres labriegos que le cuidaban. Murió el niño, y ellos por no perder las ganancias y la protección de la Condesa, ocultaron la muerte, y sustituyeron al niño. El sustituto fuiste tú. El marido de tu nodriza, próxima ya a morir, hizo esta declaración ante varios testigos. El párroco de Bradamín fue el encargado de transmitírmela.

Todavía aquel hombre, el verdugo de mi desgraciada protectora, siguió hablando algunos momentos. Creo que quiso ofrecerme protección en su nombre y en nombre del hijo de la Condesa, del padre de Carlos, a quien, como es natural, había enterado de todo lo ocurrido. Pero yo no quise oírle y me alejé corriendo de su lado.

Entonces empecé a aborrecer y sentí el desprecio de la sociedad.
 


* * *
 

Así terminaba el manuscrito de Víctor Rey.

D. Máximo Baroja cerró el cuaderno, lo guardó en un cajón de su mesa y quedó pensativo.

XX. Víctor en Madrid

Espoleado por la necesidad, Víctor Rey trabajaba en un taller de pintor decorador, establecido en la ciudad de Santiago.

Pero un día abandonó el taller y se dirigió a Madrid en busca de fortuna.

Sus compañeros de taller, habituados a su genio excéntrico y sombrío —pues conviene advertir que el carácter de Víctor había sufrido un cambio muy esencial—, no le echaron de menos, ni extrañaron su resolución.

Sin embargo, en el taller profesaban por él una cierta admiración, porque le atribuían una inteligencia superior y una superior cultura.

Pasaba por no tener gran juicio, no porque hubiese dado pruebas de no ser juicioso, sino porque parecía distinto del común de las gentes, y tener apariencias de originalidad suele ser para muchas buenas personas no tener juicio.

Víctor, agriado por sus desgracias, se había hecho anarquista.

Los que le oían exponer sus ideas le auguraban un mal fin, porque su modo de pensar y su lenguaje ofendían las ideas de los burgueses.

Cuando discurría, hablaba con excesiva exaltación o fríamente, casi con crueldad.

Él fue quien primero levantó en los cenáculos de su tierra ciertas cuestiones irritantes de política local, luego derivadas por una acentuada tendencia de generalización, para los problemas de organización social que él parecía blandir, como banderas.

Un compañero de taller —anarquista como él y que le había precedido en el abandono de su ciudad natal por la villa y corte— le enviaba de Madrid opúsculos y periódicos librepensadores, que él leía de noche a la luz de quinqué humoso.

El entusiasmo que aquellos escritos le producían era tan grande que Víctor no podía menos de anotar las márgenes con comentarios de asentimiento y de aplauso.

En aquellos opúsculos y en aquellos periódicos todo era novedad para su espíritu, pero una novedad embriagadora y nociva, como el vino.

Saboreaba la lectura de tales publicaciones con placer de vicios ocultos, y a medida que se dejaba penetrar de su significación iba adquiriendo una creciente exaltación de apóstol.

Por último, reputándose poseedor de conocimientos superiores a los de sus compañeros de taller adquirió también el sentimiento de una manifiesta superioridad, y miraba con ojos de desdén a todo lo que le rodeaba en aquella ciudad ultramontana.

A medida que fue conociendo el credo del anarquismo y el socialismo, fuese convenciendo de que se hallaba en posesión de nociones casi misteriosas de la vida, y poco a poco, dándose a sí mismo una misión dentro de la sociedad y de su tiempo.

De ahí su extraño porte, su actitud agresiva y sus palabras siempre en insurrección.

Le sobrevino una crisis de proselitismo.

A propósito de todo, estableció teorías y quiso convencer.

La gente que lo oía parecía sorprendida, y hubo quien lo tuvo por loco de remate.

El dueño del taller en que trabajaba, hombre más enriquecido con el trabajo ajeno que con el propio, afirmaba con gran convencimiento que Víctor acabaría mal.

Esta afirmación, sin duda, en mucha parte se debía a que de cuantas personas Víctor conocía y trataba, el dueño del taller era el más ofendido.

Víctor le había dicho varias veces, batiéndole solemnemente en el hombro, que él o sus nietos aún habían de expiar un día el delito de ser ricos.

Esta opinión, complicada de una tan insolente amenaza, pareció al buen hombre enteramente criminal.

Así cuando Víctor abandonó el taller, dejó en pos de sí una vaga impresión de bienestar.

La presencia de aquel joven obrero, de ideas tan radicales y de espíritu tan audaz, parecía amenazar la seguridad de la vieja y levítica ciudad.


* * *
 

Cuando se halló en Madrid, Víctor Rey experimentó un gran aturdimiento, mezclado con una gran excitación.

Pasó la primera noche en la Posada del Peine y al día siguiente, por la mañana, se dirigió al domicilio del compañero con quien mantenía correspondencia desde Santiago, y el cual solía enviarle a la vieja ciudad del Apóstol toda suerte de opúsculos y periódicos demagogos.

Llamábase aquel compañero Antonio Palomero, y aunque ejercía el humilde oficio de albañil, no era esto parte a impedirle redactar, con otros amigos de su cuerda, un periódico socialista para los obreros.

Era el tal Palomero mozo de mucha verbosidad y alguna cultura para su clase.

Víctor Rey tuvo la suerte de encontrarle en casa, por ser aquel día domingo.

Palomero vivía en una casa de huéspedes de los barrios bajos.

Cuando Víctor llamó a la puerta, salió a abrirle una moza alcarreña, llamada Patrocinio, y a la cual todos los huéspedes llamaban Patro.

Patro hizo entrar al visitante, y guiándole por el laberinto de un pasillo estrecho y obscuro, que olía a guisado, llegó hasta la puerta de la alcoba de Palomero.

Llamando con el rabo de la escoba, la criada gritó al mismo tiempo:

—¡Señor Antonio! ¡Señor Antonio! Aquí está un señor de su tierra que pregunta por usted.

La voz de Palomero respondió desde dentro:

—¿Qué dices, muchacha?

—Uno de su tierra que pregunta por usted.

—¿Quién es?

Patro se volvió hacia Víctor, que esperaba en la obscuridad del corredor:

—¿Hace el favor de decirme quién es?

Pero este, en lugar de responder a la pregunta de la alcarreña, se acercó a la puerta y gritó a su vez:

—¡Abre, Antonio! ¡Soy yo! ¡Víctor!

El otro contestó:

—¡Espera!

Y saltando de la cama, abrió la ventana y vino en dos zancadas, descalzo, a dar vuelta a la llave de la puerta.

Después volviendo a chapuzarse en la cama, gritó:

—¡Abre! ¡Está abierta!

Víctor levantó el pestillo, abrió la puerta y entró.

Palomero exclamó al verle:

—¡Al fin te has decidido a venir a Madrid!

Y los dos se abrazaron.

Luego sobrevino un torbellino de preguntas y respuestas, de estas que los amigos cambian cuando son jóvenes y quieren con aquella efusión que es propia de los primeros afectos.

Víctor se veía al fin en Madrid, y conseguido este ideal, parecía gozar su posesión con beatitud.

Su boca habitualmente seria, sonreía, sus ojos brillaban.

Palomero, que parecía participar de su satisfacción, exclamaba:

—Es que ya no sales de aquí.

Víctor, transportado de júbilo, respondió:

—¡No salgo!

Estaba un crudo tiempo de invierno, venteaba con violencia y llovía a cántaros.

Hacía frío.

La perspectiva de tejados que se ofrecía a la vista desde la ventana del cuarto de Palomero, aparecía blanca por la nieve.

A aquella hora, en aquel cuarto de la casa de huéspedes, diríase que amanecía.

Oíase el agua batiendo abajo en las piedras de la calle.

El cielo, de ceniza, aparecía manchado por grandes nubes algodonáceas.

La llovizna perenne hacía como una cortina de niebla.

¡Y sin embargo, para Víctor Rey ningún día había amanecido más alegre!

Ahora en el cuarto de Antonio Palomero, su confidente, su inspirador, su amigo, sentíase completamente feliz y se figuraba que nunca volvería a serlo tanto.

En aquel delicioso primer encuentro en que todo se quería decir de una vez y a un tiempo, los pensamientos y las palabras se atropellaban, y mil agradables banalidades acudían borboteantes a los labios.

Los dos amigos se hablaban como dos enamorados.

En la amistad y en el corazón de Víctor, Palomero, el obrero socialista, había sustituido a Carlos el nieto de la infortunada Condesa de Porta-Dei.

Fue objeto primero de su conversación las cosas que se venían diciendo en sus cartas y que en un momento recapitularon; después los proyectos de Víctor, y, por último, los detalles domésticos de la instalación.

Palomero, sonriendo con su boca de vieja, le informaba de todo:

—Mira, esta casa de huéspedes es de lo peor de Madrid, pero por lo mismo es de lo más económica. Los huéspedes son obreros y estudiantes de veterinaria. En general, buena gente. Debo advertirte que no se puede vivir peor, pero en compensación no se puede vivir más barato. Doña Lola, a quien luego te presentaré, encontrará modo de atender a tu subsistencia mediante una suma tan módica, que muchos de sus huéspedes, sin duda avergonzados, se han declarado en huelga y no se la pagan, lo que no impide que ella continúe alimentándolos. Pretende la excelente doña Lola que vivimos en familia y es cierto. No hay para hermanar a los hombres como obligarlos a comer en la misma mesa. Por lo demás, ya tú verás…

Se incorporó en la cama y llamó con grandes voces:

—¡Patro! ¡Patro!

La alcarreña respondió desde la cocina:

—¡Voy, señor Antonio!

No tardaron en oírse sus pasos a lo largo del pasillo; y un momento después Patro asomaba en la puerta de la alcoba, secándose las manos a una punta del mandil.

—¿Qué se ofrecía?

—Este señor es un nuevo huésped.

—Por muchos años.

—Di a doña Lola que le den el cuarto pequeño.

—No está la señora.

—¿Dónde va?

—Ha ido a misa.

—Pues cuando regrese…

Y Palomero, volviéndose a su amigo, añadió:

—Vas a ver. Probablemente te darán el cuarto pequeño. Cabe la cama. Tiene una ventana que da al patio. Tú no conoces estos patios de vecindad. Ya verás. Una jaula de fieras de todas clases.

Víctor reía, encontrando todo aquello admirable:

—Tú exageras.

—¿Exagero? Ya tendrás ocasión de convencerte, por tus propios ojos. Tu cuarto, sin embargo, es el cuarto que conviene a un hombre como tú, que viene del fondo de una provincia a conocer la vida. Es el cuarto de los iniciados. Es la celda que todo hombre tiene en su pasado. Es estrecho como conviene a quien precisa encerrarse en sí mismo, concentrarse, meditar, reflexionar. Tú tienes imaginación, lo cual es una facultad terrible para la vida. En una alcoba estrecha como una sepultura, tu imaginación ha de sentirse más sujeta, menos a su voluntad y tú tendrás tal vez que optar por el frío y metódico raciocinio, lo cual es siempre mucho más conveniente.

Víctor oía casi encantado a su amigo Palomero. El obrero intelectual como se llamaba pomposamente a sí mismo.

Víctor exclamó en un rapto de entusiasmo:

—¡Tú eres fenomenal!

—¡Fenomenal! Ese es uno de los adjetivos de Santiago.

Y después bruscamente:

—¿Tú quieres dormir?

Pero Víctor no quería dormir, no tenía sueño.

En la Posada del Peine se descansaba admirablemente y allí había pasado la noche. ¡Como no conocía Madrid!

Lo único que Víctor deseaba entonces era tomar alguna cosa caliente, un sorbo de café y salir con Palomero a ver algo de la villa y corte.

Pero su amigo no pareció muy dispuesto:

—¡Con este tiempo!

—¡Qué importa!

Palomero dirigió una mirada a la ventana, cuyos vidrios goteaban el agua.

Era absurdo.

Con todo, Víctor insistió, y como Palomero se negase, decidió salir solo hasta la hora del almuerzo.


* * *
 

En la puerta de la calle, Víctor se detuvo un momento, mirando a la acera, donde la lluvia caía con violencia.

Un momento dudó entre salir y volver a subir la escalera.

Pero una extraordinaria curiosidad, un deseo infantil de encontrarse solo en el dédalo de la gran ciudad desconocida acabó por decidirlo.

Abrió el paraguas que Palomero le había prestado y echó por la calle de Toledo arriba, en dirección de la Plaza Mayor, que no le pareció ni tan grande ni tan monumental como la plaza del hospital de la vieja Compostela.

Después de detenerse algunos minutos bajo los soportales o porches de la plaza, continuó su excursión, caminando a la ventura.

Ni él mismo podía comprender el sentimiento que le dominaba en aquel momento, hasta el punto de arrastrarlo a una excursión tan poco agradable.

Era un alborozo, una fiebre infantil, que le llevaba a experimentar placer en dejarse mojar, en chapotear en el agua con sus gruesos zapatos de obrero.

Conocer una ciudad que nunca se vio, tiene siempre interés.

Y para Víctor, que llegaba del fondo de una provincia sin haber visto otro pueblo que Santiago, el interés se convertía en invencible curiosidad.

Habitar Madrid para siempre era su sueño.

La capital ejerce sobre la juventud de las provincias una permanente fascinación.

París atrae la mitad de la juventud.

En la calle Mayor, un individuo que como él parecía no tener destino ni rumbo determinado, le preguntó la hora.

Víctor sacó su reloj —un antiguo reloj de plata recuerdo de la Condesa—, y consultó la esfera.

Eran las once.

El individuo saludó, llevándose la mano a la gorra y se alejó con las manos en los bolsillos, sin curarse de la lluvia.

¿Qué haría aquel hombre en aquel lugar?

Víctor un momento lo juzgó sospechoso, pero luego pensó que sería tal vez un desgraciado de esos que en las grandes ciudades duermen al aire libre, en los bancos de los paseos o en las puertas de las iglesias.

Le miró con curiosidad, procurando descubrir en su semblante la huella de los grandes sufrimientos que la miseria imprime siempre en el rostro humano.

El individuo se sintió observado e hizo acción de acercarse.

Víctor desvió rápidamente los ojos.

Se alejó.

Pero no tardó en oír una voz sofocada:

—¡Caballero! ¡Caballero!

Se volvió y halló al hombre desconocido que murmuraba a su espalda.

Con una sonrisa de mendigo le preguntó si por acaso no tenía un cigarro que le diese.

Un poco molestado por esta petición, Víctor se llevó la mano al bolsillo, y sin decir palabra, alargó un cigarro al pobre diablo, que dio las gracias al recibirlo, y se puso a liarle de nuevo sin apartarse de Víctor.

Al cabo de algunos momentos, llevándose el cigarro a la boca, preguntó:

—¿El señorito no es de Madrid?

Víctor respondió tímidamente:

—No.

El hombre tornó a decir:

—Luego se conoce.

Y después de una pausa:

—A mí la gente de Madrid no se me despinta.

Y ya familiar, acercándose más a Víctor, interrogó:

—¿Y un fósforo? ¿Tendrá por acaso un fósforo?

Pero Víctor no tenía fósforos.

Pasó en esto un obrero y el individuo desconocido se dirigió a él, pidiéndole fuego.

Volvió al lado de Víctor con el cigarro encendido.

Y se puso a enterarle de las costumbres de la villa y corte.

—Aquí en Madrid es así. Se pide lumbre al primero que pasa.

Y como Víctor no respondiese, añadió:

—¿El señorito tampoco conoce Madrid?

Víctor un poco molestado, y disponiéndose a separarse, contestó:

—No.

Y Víctor se alejó por la calle Mayor en dirección de la Puerta del Sol.

La compañía rápida de aquel sospechoso desconocido de plaza pública le había dejado en el espíritu una impresión de vago recelo.

El hecho de haber tropezado con un personaje de tan equívoca apariencia le hizo apresurar el paso para llegar a casa cuanto antes y encontrarse al abrigo de la amistad y de la experiencia de su compañero Palomero.

En aquel hombre mal vestido y demacrado que pedía cigarros a los transeúntes, Madrid se le aparecía como una ciudad de acechanzas y celadas, llena de miseria astuta, ofreciendo al recién llegado como él peligros de novela.

Un momento le pasó por la cabeza que el hombre desconocido le seguiría y al volver una esquina miró para atrás.

Ya en casa, de nuevo en el cuarto de Palomero, que continuaba en cama, encontró qué contar, como si regresase de una larga excursión.

Aún seguía el relato de sus aventuras por las calles de la corte, cuando entró la criada a preguntarles si querían almorzar.

Al oír la pregunta, Palomero incorporándose en el lecho, exclamó:

—Tú debes estar muriendo de hambre. ¿Qué hora tienes?

—Voy a verlo.

Víctor se llevó la mano al bolsillo del chaleco. Después al bolsillo del pantalón. Y acabó palpándose todo con sorpresa y angustia.

Palomero preguntó:

—¿Qué es? ¿Qué te falta?

—El reloj.

—¿Lo habrás perdido en el viaje?

—No. Esta mañana lo tenía. Sería capaz de jurar que fue el hombre del cigarro.

Víctor repitió con pesarosa conformidad:

—Fue el hombre del cigarro.

Palomero al ver la triste figura de su amigo, soltó la carcajada.

—Te has dejado timar como un Isidro. Llegas a Madrid y lo primero que haces es dejar en él el reloj entre las uñas del primer golfo que se te acerca. ¿Y qué tal era el reloj? ¿Valía al menos algo?

Víctor al mismo tiempo vejado y contristado, se encogió de hombros.

—No siento el reloj por su valor, pero era un regalo de la Condesa.

—Déjate de romanticismos. ¿El reloj valía o no valía?

—No valía gran cosa.

—Pues en ese caso permíteme que te diga que el timado no eres tú, sino el timador.

—¿Él?

—Sí.

—¿Te has vuelto loco?

—Como tú quieras.

—¿Pero no bromeas?

—No, por cierto.

—¡Pues ten la bondad de explicarte!

—Ese hombre liquidó una parte de sus cuentas contigo, o por lo menos con la porción de la sociedad que tú representas tan lastimosamente. Lo que tú has hecho abandonándole tu reloj ha sido una simple restitución. Tú le debías ese reloj como cada uno de tus semejantes le debe un reloj igual, que él, probablemente, se encargará de apropiarse.

Víctor protestó:

—Esas son teorías disolventes. Yo no voy tan lejos.

Palomero repuso con gran seriedad:

—Es que tú, aun cuando creas otra cosa, eres un reaccionario.

—¡Reaccionario yo! ¡Estás loco!

—Al contrario, nunca me sentí más en mi juicio.

—Para sostener paradojas.

—No lo son. Digo y repito que lo que tú has hecho, o lo que te obligaron a hacer, fue una simple restitución.

Y como Víctor pareciese querer sinceramente comprender, añadió:

—Vas a hacerme el favor de responderme. ¿Reparaste en el prójimo que te limpió el reloj?

Víctor respondió obediente:

—Reparé.

—¿Era un golfo, no es verdad?

—Sí, eso parecía.

—Lo encontraste en mitad de la calle Mayor, arrostrando impávido un aguacero cuando todo el mundo buscaba dónde cobijarse.

—Sí.

—Según todas las apariencias, ese pobre diablo estaba allí, porque no podía estar en otra parte, porque no tenía como tú y como yo un techo que lo abrigase. ¿No es eso lo más verosímil?

—Quizás.

—Ese hombre habría pasado la noche en claro, embutido en el quicio de alguna puerta. Tendría frío y hambre. Según me has dicho te pidió un cigarro, ese refugio de los que no tienen que hacer y de los que no tienen que comer. ¡Y sin embargo ese pobre diablo tenía tu apariencia; era un hombre como tú, con las mismas funciones y las mismas necesidades! En la escala animal y en la escala social era, según todas las apariencias, tu hermano. Corazón, cabeza y estómago: los tres ángulos del triángulo. Ese hombre era en todo como tú te repito. ¿Siendo esto así, por qué motivo vagaba sin albergue del Viaducto a la calle Mayor, cuando tú, recién llegado a Madrid, ya tenías tu hospedaje asegurado en casa de doña Lola? ¿Por qué motivo?

Víctor seguía con extraordinaria atención el raciocinio de Palomero como procurando apoderarse completamente de él.

Palomero muy satisfecho de la manera como el otro atendía, prosiguió:

—Sí, ¿por qué motivo? ¿Por qué razón del orden social aquel hombre era un desgraciado, y tú, comparado con él, eres casi un favorecido de la fortuna? ¿Qué razón hay para esas diferencias entre un hombre y otro hombre? ¿No son todos iguales? ¡Porque tú eres más dichoso que aquel desgraciado!

Víctor interrumpió:

—¿Quién te ha dicho a ti que yo soy más dichoso?

Palomero repuso con autoridad:

—No seas panoli. Tener hoy el almuerzo asegurado es ser más feliz.

—Con felicidad material. ¿Pero los dolores morales?

—No existen. Son sombras que nosotros inventamos para imaginarnos seres superiores. El hombre vive para comer. El desiderátum de la humanidad es llenar el estómago. Dado este ideal, ¿cómo comprendes tú que unos lo alcancen y otros no, que unos mueran de hambre y otros de indigestión?

Víctor balbuceó:

—Es el orden de las cosas…

—Precisamente; pues ese orden de cosas es abominable.

Y prosiguió ferozmente:

—Con arreglo a ese orden de cosas la iniquidad más injusta reina perpetuamente en la humanidad. La vida es una serie de monopolios. Unos tienen el monopolio del poder y otros el monopolio de la fortuna. Entre un millón de hombres, una docena se come la ración de todos, mientras los demás se muerden las uñas. En las sociedades modernas no hay ley ni hay justicia. Suele decirse que los que triunfan son los más fuertes, y no es verdad. El acaso, solamente el acaso da o quita el triunfo. Así como la sociedad es una serie de monopolios, la vida es una serie de casualidades, una lotería en que la mayor parte de los billetes no tienen nunca premio. Ahora considera si todo eso es justo. ¿Es justo que el derecho a la vida no sea de todos? ¿Es justo que los bienes de la tierra, al igual del aire, no sean repartidos entre todos? ¿En virtud de qué principio, en virtud de qué moral está la humanidad distribuida en grupos: unos destinados a vivir sufriendo, otros destinados a vivir sin sufrimiento? ¿Sostendrás aún que todo esto no es monstruoso?

Víctor no respondió.

Con la mirada perdida en el vacío buscaba una solución al problema.

Palomero prosiguió implacable, como quien procura demostrar una verdad de un orden superior:

—Ahora ponme al hombre dentro de la sociedad así constituida, dale un lugar aparte en el gran grupo de los desvalidos, estimula sus instintos y le verás necesariamente, robar, incendiar, matar. Y ahora te pregunto. ¿Es un criminal ese hombre?

—Sí.

—No.

—¿Pues entonces?

—Es una víctima. Es la víctima de todos, la víctima de la sociedad. Cuando roba no comete un delito. Procura rescatar lo que es suyo. Roba en legítima defensa. Pero el robo no basta, y muchas veces el asesinato es su legítima consecuencia. Una consecuencia justa.

Aquí Víctor se levantó protestando:

—¡No digas atrocidades; la vida humana es inviolable!

Pero su amigo, con una lógica de hierro, no le dejó proseguir:

—Si la vida humana es inviolable, ¿por qué razón se muere de hambre y de frío? ¿No es atentar contra la vida humana condenar a una parte de la gente a morirse, por efecto de la miseria? ¡Ah, la vida está llena de hipocresías! Es crimen matar derramando sangre y no es crimen matar sin derramarla. Las iniquidades de la organización social pesando sobre ciertas clases de la sociedad son causa constante del desquiciamiento y de la extinción de generaciones enteras. Hay madres cuya leche no alimenta a sus hijos, porque ellas mismas no se alimentan. Los hijos mueren, si no inmediatamente, al cabo de algún tiempo. ¿Mueren? ¿Qué digo yo? ¡Son asesinados! Es la sociedad quien los mata. ¡Y cómo los mata! Los asesinos de profesión tienen puñales, la sociedad tiene arsenales enteros. Los asesinos descargan un golpe, la sociedad descarga un millón de golpes. La miseria hace más víctimas en un mes que el crimen en un año. Y aquí tienes tú cómo la famosa doctrina de la inviolabilidad de la vida es una mentira con la agravante de que es una mentira imprudente. Esta humanidad que tanto cela la vida humana incluye en cambio entre sus distracciones periódicas la guerra, la cual consiste en que unos hombres exterminen a otros en nombre de una ambición. La vida humana es inviolable, lo que no impide que su violación sea permanente.

Calló un momento Palomero, y Víctor que había escuchado con gran atención, murmuró en voz baja:

—¡Tienes razón!

Palomero sonrió con sonrisa de triunfo:

—¡Ah! Me das la razón. ¿Comprendes entonces por qué te decía hace poco que el hombre que te robó el reloj no hizo más que cobrarse por sus manos de una cuenta que tú le debías?

Y como Víctor no pareciese completamente de acuerdo, Palomero siguió:

—Está claro. Apoderándose de tu reloj, ese hombre se cobró de una pequeña parte de lo que la sociedad le debe. Pero, según tú mismo confiesas, el reloj no valía cosa, por lo cual la amortización no ha sido grande. Por eso te decía antes que el robado ha sido el ladrón. ¿Cuánto valdría el reloj?

—Ocho o diez duros.

—¡Valiente cosa! ¡Ocho o diez duros! ¿Y crees tú haber indemnizado a ese hombre de las injusticias de que es víctima, con ocho o diez duros? ¡Ocho o diez duros a cambio de una iniquidad social, es vergonzoso!

Víctor arguyó entonces.

—¿Pero por qué razón he de ser yo la víctima expiatoria de los crímenes de la sociedad?

—La expiación no elije sus víctimas, es el que cae. Caíste tú. Tú has expiado el crimen de la sociedad.

—¡Pero eso es injusto!

—No lo creas.

—¿Si te hubiese sucedido a ti?

—Me conformaría.

—¿Y si pudieses echarle la mano?

—¿A quién? ¿Al reloj?

—No, al ladrón.

—Procuraría que no se me escapase.

—¿Y entonces tu filosofía?

—Mi filosofía permanecía intacta…

—¿Cómo?

—Muy sencillamente.

—Pues no lo entiendo.

—Mi filosofía, como tú la llamas, tiene por base el instinto y por ideal la conservación. O en otros términos, el principio de legítima defensa extendiéndose a todos. Mi dogma es la justicia. Los hombres están todavía en estado de barbarie. Se defienden. Se defienden los que están debajo y se defienden los que están encima. Quien tiene hambre, roba; quien tiene un reloj, lo sujeta con una cadena a un ojal del chaleco. Y así sucederá hasta que los hombres lleguen a un acuerdo y cada uno tenga su reloj y ninguno tenga hambre. A propósito de hambre, tú debes estar con el estómago pegado al espinazo.

Llamó con grandes voces a la criada:

—¡Patro! ¡Pairo!

La Patro acudió presurosa:

—¿Qué se ofrecía?

—Saber si podemos almorzar.

—Cuando quieran.

—Pues ahora.

La Patro se alejó corriendo.

En la estrecha y obscura cocina se la sintió trajinar moviendo gran estrépito de platos y cacerolas.

Poco después venía a avisar que el almuerzo esperaba en la mesa.

XXI. La casa de doña Lola

La casa de huéspedes de doña Lola ocupaba el tercer piso de un destartalado caserón, cuya fecha se remontaba a los tiempos del Rey Felipe IV.

Tres grandes balcones de piedra, resguardados por mohoso barandal, daban a la calle.

Al patio caían hasta ocho ventanas altas y angostas. Todo lo cual no impedía que el caserón fuese por demás triste y obscuro, merced a las casas de enfrente, que prolongaban sobre la calle sus grandes aleros negruzcos y eran no menos viejas y antiguas.

En la escalera apenas se veía, y algunas veces para subir era necesario encender fósforos a mitad del día.

La puerta de la calle nunca se cerraba, lo cual daba ocasión a que los individuos encontrasen más de una vez en el portal vagabundos durmiendo o abrigándose del mal tiempo. Los aposentos de los huéspedes eran mezquinos.

Una cama de hierro, un lavabo de pino y una mesa de la misma madera, con más una silla de anea, componían todo el ajuar.

La mejor habitación de la casa la había reservado doña Lola para sí.

Era una sala grande, ocupada por pesados muebles, una enorme cama de caoba y un aparador cargado de loza y traído para allí, por no caber en el comedor.

Una cómoda y un retablo, ante el cual ardía noche y día, una lamparilla de aceite en homenaje piadoso a un San Antonio de boj.

Era allí donde la rozagante doña Lola alojaba su ajamonada persona.

Era allí, al lado del monumental lecho de caoba, sentada en amplia poltrona de gutapercha verdosa y resquebrajada, donde daba audiencia a sus huéspedes.

A aquel santuario los llamaba para reprenderlos o pedirles las cuentas atrasadas.

Era allí donde doña Lola proponía y disponía. Determinaba la comida y los almuerzos, daba órdenes, hacía leyes.

A pesar de que su mesa era excesivamente frugal, estaba convencida de que sus huéspedes lo pasaban en su casa mejor que en cualquier otra parte, y cuando se enteraba de que alguno de ellos comía fuera, se ofendía como si le infiriesen un agravio personal.

Si alguno se ausentaba por algún tiempo, cuando volvía a la casa, doña Lola le recibía siempre con grandes aspavientos, asegurando que se hallaba mucho más flaco. Lo cual la buena señora atribuía a la ausencia, y sobre todo a la falta de sus cuidados.

Era muy cariñosa y francota.

Trataba a los huéspedes como a hijos.

Cada uno que se iba le costaba un disgusto.

Doña Lola parecía creer que todo aquel que no se hallase bajo su ala protectora sería infinitamente desgraciado.

Doña Lola era un tipo.

No se sabía bien si era casada, viuda o soltera.

En su álbum de viejos retratos, mostraba frecuentemente la fotografía de un sargentazo de gastadores, al cual llamaba su hombre.

En los tiempos de nuestra historia sostenía íntimas relaciones con uno de sus huéspedes, llamado el señor Trillo, Eleuterio Trillo, el cual no era otro que aquel personaje que hubimos de presentar al lector en el comienzo de esta verídica historia, enamorado de Soledad, la mujer de Ramón.

Pero volvamos a doña Lola, que no es bien adelantemos sucesos tan importantes, y que en el curso de nuestro relato habrán de tener amplio lugar.

Doña Lola, sin ser joven, era aún una mujer de buen ver.

Los huéspedes de doña Lola eran tantos cuantos cabían en la casa, que como ella ufanamente decía, estaba llena como un huevo.

Con excepción del cuarto que vacara a la llegada de Víctor, los demás estaban ocupados.

El mejor de la casa se llamaba el cuarto de las ventanas, por tener dos a la calle y una al patio, y estaba ocupado por Eleuterio.

Eleuterio Trillo, merced a sus relaciones con doña Lola, era un huésped distinguido y de categoría superior a los demás.

Las criadas le llamaban señor Trillo, con todo respeto.

Los compañeros de casa le tenían también en gran consideración.

Palomero era el único que aparentaba despreciarlo.

No se reservaba de nadie para decir que Eleuterio era un canalla, y que estaba viviendo a expensas de doña Lola.

Nada de esto ignoraba Eleuterio, pero aparentaba no saberlo.

Eleuterio era cobarde.

Desde el día que Víctor llegó a casa de doña Lola, Eleuterio fue su amigo.

En vano Palomero le puso al corriente de quién era aquel hombre. ¡Un albañil que había dejado el oficio para vivir a cuenta de la infeliz doña Lola! Un hombre despreciable.

Todo fue inútil.

Desde el primer momento, Eleuterio tuvo una gran influencia sobre Víctor Rey.

Aquella influencia era inexplicable, porque Eleuterio era un obrero sin cultura, falto de corazón y de inteligencia.


* * *
 

Los primeros días de su estancia en Madrid transcurrieron para Víctor insensiblemente, como los de una nueva y feliz existencia.

Como Palomero tenía casi todo el día ocupado, Eleuterio fue quien cuidó de enseñarle Madrid.

Lo llevó a las tabernas, a las Ventas y a la Bombilla.

Se acostaba tarde, y entre el bando de amigos de Eleuterio, pasaba las horas alegremente jugando al mus en una taberna de la calle de Toledo.

Así, poco a poco, fue tomando el gusto a la vida alegre y ociosa.

Frecuentó los cafés de la chulería.

Conoció el flamenquismo y sintió su influencia.

Tuvo todas las tentaciones de la juventud.

Amó con el pensamiento.

Bebió y se emborrachó.

En esa especie de sueño quería vivir siempre.

Los días de su existencia actual le parecían mucho más bellos que los vividos en su país natal, durante toda su infancia y su juventud.

¡Allá todo era monotonía, aquí todo era imprevisto!

Hasta la luz le parecía más intensa, más vibrante.

Cuando por las mañanas se despertaba, su primer pensamiento era saltar del lecho y salir a la calle a ver gente, caras nuevas, hombres atareados, mujeres hermosas, multitud, bullicio, ruido…

La calle le atraía como un teatro donde el espectáculo es siempre nuevo, y para él la vida era el espectáculo siempre nuevo de la calle.

Cuando salía llamaba en la puerta del cuarto de Eleuterio, todavía en cama:

—¡Buenos días!

—¡Adiós!

—¡Hasta luego!

—¿A dónde vas?

—A dar una vuelta.

—¡Adiós!

Y toda la mañana vagabundeaba por la ciudad.

Cuando volvía entraba triunfante en el cuarto de Eleuterio.

—¡Está una mañana espléndida! ¡Y tú todavía en cama!

Eleuterio no se sorprendía. Decía que todo aquello le había de pasar. Que había de renegar de Madrid y de sus mañanas, y que acabaría por quedarse en cama como él a gozar del dulce sueño del día.

Pero Víctor afirmaba que no, que nunca dejaría de levantarse temprano. Que era lo más saludable.

Oyéndole hablar así, Eleuterio sonreía socarronamente.

Eleuterio jamás llevaba a nadie la contraria.

La fuerza de su carácter estribaba en eso, precisamente.

Eleuterio Trillo, aunque hijo de padres valencianos, había nacido en la capital del principado, la industriosa y culta Barcelona.

Era muy niño cuando sus padres se trasladaron con él a Zaragoza, con poco más que un hatillo de ropa y algunas pesetas.

Su estancia en la ciudad heroica no fue larga.

El padre fue contratado para servir en una fábrica de Santander, y allá se trasladó toda la familia.

Durante dos años llevaron la vida mezquina del salario, hasta que un día se cerró la fábrica.

Entonces a la mezquindad siguió la miseria.

El padre no tardó en inclinar la cabeza y exhalar el último aliento.

Le enterraron de limosna.

La madre, vieja y enferma, fue conducida al hospital.

Eleuterio, que siempre había mostrado mala índole, solamente una vez fue a verla en la mansión de la caridad.

Era un mozalbete díscolo y de malas costumbres.

Se pasaba la vida en la playa con otros mozalbetes.

Cuando por casualidad reunía algún dinero, lo primero que hacía era jugárselo o emborracharse.

La pobre madre presentía un desastroso fin para su hijo.

La vida que aquel llevaba no era para menos.

El médico que asistía a la desventurada anciana, viéndola de continuo afligida y llorosa en su lecho del hospital, hubo de sentir una profunda compasión.

Como a la pobre madre lo que más la asustaba era ver a su hijo entregado a las peores compañías y falto de sujeción y guía, el médico le ofreció poner en juego su influencia para hacer entrar a Eleuterio en el Hospicio.

Allí viviría bajo una saludable vigilancia y aprendería un oficio.

La pobre enferma besó llorando las manos del médico.

Pocos días después Eleuterio entraba en el Hospicio.

Allí pasó cuatro años.

Un día, en unión de otro compañero, logró escaparse.

Aquel compañero se llamaba Eustaquio.

El primer cuidado de los dos mozalbetes fue tomar el camino de la corte.

Después de tres años de miseria y vagancia, Eleuterio entró de huésped en casa de doña Lola donde no tardó en hacer la conquista de la ajamonada patrona.

Y allí vivía como dueño y señor en el momento en que Víctor Rey llegó de Galicia.

Ya hemos dicho que Eleuterio hizo desde el primer momento grandes amistades con Víctor, y que él fue quien tomó a su cargo iniciarle en los misterios de la vida madrileña.

La tarde del primer domingo que Víctor pasó en Madrid fueron juntos a la Bombilla.

Eran los primeros días de abril.

En el cielo, de un hermoso azul, parecía estallar una alegría gloriosa.

La multitud dominguera llenaba el camino.

Los tranvías se detenían cargados de gente.

En un corro, un organillo tocaba el tango de una zarzuelilla en boga.

A la puerta de los merenderos algunos juerguistas sentados en bancos conversaban y bebían peleón, viendo pasar la gente.

En medio de toda aquella alegría los árboles todavía sin hojas tenían un aspecto triste.

Un ambiente seco de polvo llenaba el aire.

Por toda la carretera venía como un largo susurro de risas y voces, con el constante restallar de la arena pisada.

La tarde era de las más hermosas de la estación. Una tarde serena y de calma, propia para pasearse y lucir el garbo.

Por la carretera venían filas de niñeras asidas del brazo, flanqueadas por dos soldados.

A veces pasaba alguna chulapa con su hombre. El socio, un tipejo; la soda, una barbiana de primera que dejaba por donde iba un rastro de ¡olés! y chicoleos.

Los organillos, aunque destemplados, atraían mucha gente.

Se empezaba formando corro en torno del golfo rey del manubrio y se concluía improvisando un baile, allí mismo, a la orilla de la carretera polvorienta.

En el cercado de un merendero bebían al aire libre y tomaban caracoles Víctor y su nuevo amigo Eleuterio.

Víctor, un poco mareado por el vino y la bullanga, miraba hacia la carretera con mirada de aburrimiento.

Víctor tenía entonces veinte años.

Estaba en esa edad donde el tipo del hombre se determina y fija.

Los rasgos de la adolescencia se fundían armoniosamente con la gracia viril del mozo, que ya se picaba de bigote, y de la barba que le apuntaba negra y rizosa.

En aquella dichosa edad, la fisonomía de Víctor respiraba al mismo tiempo que una energía un gran candor.

Tenía un aire triste, como de aparente resignación, pero debajo de aquella niebla melancólica, los rasgos de su rostro guardaban un singular vigor.

Era alto y moreno, delgado y fuerte.

El que una vez lo viese, le recordaría siempre.

Quien reparase en él no dejaría de encontrar en aquel rostro algo de vagamente extraño.

Y esa tal vez sería la razón de haber vuelto dos veces la cabeza para mirarle una preciosa muchacha que acompañada de otras dos paseaba por la carretera.

¿Sería por haber reparado en él entre tantos hombres, entre tantas fisonomías?

Víctor también reparó en ella y la siguió con la vista.

Poco después volvió a pasar la muchacha.

Sus dos amigas la conducían en medio.

Al cruzar por delante del merendero nuevamente, miró a Víctor.

Diríase que con los ojos le había buscado al aproximarse al punto donde antes le dejara.

Era ciertamente una muchacha muy gentil, con un palmito lleno de gracia.

Nada, sin embargo, ni en su porte ni en sus ademanes denunciaba el deseo de ser notada y de agradar.

Lejos de eso aparecía llena de modestia, lo mismo en su aire que en su vestido.

Y quizás eso mismo daba a su linda cabeza de estatua un nuevo vigor.

Pasó y repasó, y ni una sola vez dejó de mirar a Víctor.

Había en aquella mirada interés, pero sin intención femenil y provocativa, tanto que Víctor, al principio, se imaginó objeto de una curiosidad molesta.


* * *
 

Los habitantes de la villa y corte han sido siempre esencialmente enamoradizos.

Enamorar es un hábito, casi un vicio.

Las niñas arrojan a un rincón la comba para tener novio, y los mozalbetes se marean con el cigarro por presumir delante de ellas.

Pero no todos los enamoramientos son iguales.

Hay varias categorías.

Las principales son dos:

Amores de ventana.

Amores de escalera.

Las niñas que viven en pisos interiores o muy altos, son las heroínas de estos últimos.

Víctor, en vista de la insistencia con que la desconocida de los ojos garzos le miraba, decidió hacerla el amor.

No dejaba de agradarle la idea de tener una novia que le iniciara en la vida, para él ignorada, del amor.

Entonces decidió seguirla.

La ocasión se le ofrecía propicia.

En aquel momento Eleuterio abandonaba la mesa con estas palabras:

—¡Chico, voy a estirar las piernas en el baile! Hasta luego.

—Adiós.

Víctor se levantó y salió a la carretera.

Un poco a distancia siguió a su desconocida que iba muy entretenida, charlando con sus amigas.

Esta, al principio, no pareció reparar en Víctor.

Una de las amigas fue la primera que le vio y comunicó la noticia a las otras dos, entre risas y bromas.

Víctor pareció un poco azorado, pero no desistió del oxeo.

Siguió detrás hasta el último merendero, pero como la desconocida no había vuelto ni una sola vez la cabeza, figurose que estaba perdiendo el tiempo y volvió a reunirse con Eleuterio, que ya advirtiera su ausencia.

Eleuterio al verle llegar, le preguntó:

—¿A dónde has ido?

Víctor, fingiendo indiferencia, contestó:

—Fui a dar una vuelta.

Anochecía ya.

La gente empezaba a retirarse.

Los bailes eran menos frecuentes.

Los organillos enmudecían.

Acompañada de otra de más edad, salió del merendero una chulapa de ademán brioso y rozagante.

Al pasar saludó a Eleuterio con la mano.

Víctor preguntó:

—¿Quién es?

Eleuterio no contestó al pronto. Quedara distraído, siguiendo a la barbiana con la vista.

De un grupo próximo, se levantó un murmullo de chicoleos al paso de la real moza:

—¡Olé!

—¡Viva tu madre!

—¡Viva el garbo!

Víctor lleno de curiosidad interrogó otra vez:

—¿Quién es?

Eleuterio sin dejar de mirar a la chulapa, respondió:

—¿Pero no la conoces?…

Víctor quedó un poco perplejo y como molesto por no conocer aquella real moza a quien todos parecían conocer, excepto él.

Pero no tardó en comprender que era una prójima de trueno.

Y no se equivocara.

Todo aquel trapío y aquella gracia eran prendas que andaban en feria.

Pero nada de todo esto impidió que aquella mujer le hubiese parecido a Víctor por todo extremo codiciable.

Uno de los del otro grupo donde habían jaleado a la chulapa dijo, sacudiendo los dedos en el aire:

—¡Es una mujer de primera!

Los del corro afirmaron.

Por un momento todos miraron a Pepe el Extremeño, un mozo alto y agitanado que se sentaba con ellos.

Fue una mirada de admiración, porque entre todos aquellos bigardones, el Extremeño era el favorecido.

Uno de los amigos exclamó:

—¡Cuidado que tiene sombra este gachó!

Pepe el Extremeño, que humeaba tranquilamente una colilla, repuso dándose tono:

—Es cuestión de coba.

Víctor, que oía cuanto hablaban en el otro grupo, miró a Pepe el Extremeño con rencor.

Desde aquel momento, el agitanado Don Juan se le hizo antipático por el hecho de ser el amante de la ilustre prójima.

Al levantarse para irse, dijo tomando el brazo de Eleuterio:

—Ese Pepe el Extremeño me es insoportable.

—¿Por qué?

—¡Porque sí!

Eleuterio dijo sonriendo:

—Oye, ¿quieres que se lo diga?

El otro, muy serio, respondió:

—¡Díselo!

Y tuvo intenciones de liquidar en aquel instante a puñetazo limpio aquella brusca y violenta antipatía.

Comenzaba a obscurecer.

Los árboles, sin hojas, tomaron súbitamente su aspecto más triste.

Los merenderos, tan alegres momentos antes, se quedaban desiertos.

El grupo donde estaba el Extremeño salió también.

El Don Juan, gitano, preguntó a Eleuterio:

—Oye, compadre, ¿por dónde piensas caer esta noche?

Pero el otro no tenía nada pensado.

—Ni lo sé.

—Entonces pásate por el Café del Gallo. Ahora todas las noches vamos por allí unos amigos. Buena trinca.

—¿Dónde os sentáis?

—Al lado del mostrador.

—Pues allá iremos. Este también.

Y señalaba a Víctor. Pero Víctor le interrumpió, fríamente:

—Yo no podré…

Eleuterio echándolo a barato le obligó a aceptar.

—No seas majadero. ¿Dónde demonios quieres tú pasar la noche?

Y Víctor, que obedecía a Eleuterio como a un tutor, no quiso replicar, contentándose con encogerse de hombros.


* * *
 

Muy tarde se retiraron a casa aquella madrugada, después de haber pasado la mayor parte en charla y discusión hasta las altas horas en el Café del Gallo.

La real hembra del merendero había estado en el café.

Se había sentado en la misma mesa que ellos, al lado de Pepe el Extremeño.

Allí fue una serie de incidentes que irritaron a Víctor, en quien la belleza de la magnífica barbiana había producido una impresión profunda.

Pepe el Extremeño no cesara de hacer demostraciones de su familiaridad con la chulapa, hasta el punto de causar escándalo en el café, lleno aquel día de familias burguesas y honrados industriales de la calle de Toledo.

En uno de los intervalos, como el Extremeño se levantase para ir a saludar a unos amigotes que estaban en otra mesa, Víctor dijo a Eleuterio en voz baja:

—¡Me revienta ese tío!

Eleuterio se echó a reír:

—¿Qué demonios tienes tú hoy?

Y Víctor, como el hombre que hace esfuerzo por dominar una gran exaltación, dijo:

—¡Tengo ganas de armarla!

—¿Pero qué te ha hecho el Extremeño?

—Nada. Únicamente que me revienta.

—Pues mira, vámonos. Yo no tengo ganas de gresca.

—Vamos.

Pero ninguno de los dos se movió.

La chulapa, ocupada en charlar con otra prójima, no había oído nada del anterior diálogo, que por otra parte había sido sostenido en voz casi imperceptible.

A Eleuterio le llamó desde luego la atención que Víctor no se apresurase a dejar la compañía del Extremeño, cuando tan antipático le era.

¿Qué motivo le detenía?

El motivo que detenía a Víctor, aun cuando él no osase confesárselo, era un motivo real, dominador, imperioso.

Este motivo era ella, la ilustre prójima, liada con el Donjuán gitano.

¿Qué extraño sentimiento era el suyo?

¿Qué sentía él por aquella mujer a quien no conocía, y cuya existencia ni aun sospechaba algunas horas antes?

Víctor no sabía decirlo, pero aquel sentimiento estúpido, imprevisto, lo sentía de una manera subyugadora.

Y ahora, en aquel rincón del café, en torno de aquella mesa llena de copas y terrones de azúcar, al mismo tiempo que una súbita y múltiple inquietud lo asaltaba, experimentaba una extraña e incomprensible felicidad, en la contemplación de aquella mujer, en verla cerca de sí, en sentirse a su lado, en tener la certeza de su existencia.

Así cuando Eleuterio le propuso retirarse, no se movió, porque su deseo era poder mirar a la prójima, poder verla toda la noche hasta que ella se fuese.

Por eso fueron de los últimos en salir del café.

Ya en la casa de huéspedes, cuando Eleuterio abrió cautelosamente la puerta de su cuarto y encendió el candelero que había sobre la mesa de noche, Víctor, que hasta entonces había venido discutiendo acremente mil cosas extrañas a su preocupación, exclamó de pronto:

—¡Hubiera hecho bien en darle dos patadas al Extremeño!

Eleuterio interrogó:

—¿Pero por qué? ¿Qué te ha hecho ese hombre?

Hubo una pausa, y como Víctor no respondiese, Eleuterio siguió:

—No ha sido el Extremeño quien te llevó a ese estado de irritación.

—¿Pues quién entonces?

—¿Quién? La prójima que estaba con él.

Víctor siguió guardando silencio.

Eleuterio insistió:

—¿Fue o no fue?

Víctor se volvió bruscamente:

—Pues bien, figúrate que fue ella.

Entonces Eleuterio mudando de tono y sentándose en el borde de la cama, dijo:

—¿De manera que te has chalado por Paca la Gallarda?

Víctor murmuró encendiendo un cigarro:

—Tanto como chalado, no.

—Sí, chalado. Pero la conquista no me parece muy difícil. Porque la Gallarda, ya habrás comprendido que no es una virtud. Lo que debes es guardarte del Extremeño. Tío más bruto es difícil hallarlo.

Víctor, humeando tranquilamente el cigarro, respondió:

—Pues ten por seguro que la brutalidad del Extremeño es lo que menos me preocupa. Cuando llega el caso, yo soy más bruto que él.

Hasta el amanecer, fue una larga peroración entre las cuatro paredes del cuarto, en una atmósfera caliente de tabaco.

Cuando Víctor se acostó era de día.

Hasta que el sueño vino a cerrarle los ojos, no vio más que el gracioso y picaresco rostro de la Gallarda. Sonreía la chulapa, y aquella sonrisa que parecían asomar los claveles de su boca fresca y aromada, era para él, para Víctor.

XXII. Amor y fatalidad

¿Qué es el amor?

El hombre no lo sabe.

Por más que procure penetrar el misterio, no lo consigue.

El amor tiene su origen en las relaciones del hombre y de la mujer, y resulta de la conjunción de los dos.

Su misterio, sin embargo, permanece impenetrable.

En apariencia es un estado morboso.

La patología lo ha clasificado ya, como ha clasificado todo, porque hoy todo es morboso.

El genio es una enfermedad y el crimen lo mismo.

El bien y el mal dejarán sus limbos transcendentales para ser fabricados en los laboratorios.

El amor es esto: una enfermedad.

Víctor estaba enfermo.

La primera manifestación del amor es la obsesión.

El hombre que ama tiene una idea fija.

¡El amor!

El amor que si es contrariado lo hace sufrir, y si es favorecido le da la mayor suma de venturas.

En ambos casos lo absorbe.

El amor prende, avasalla, invade.

No deja lugar a otro sentimiento.

Es señor absoluto.

Amar es vivir para el amor.

El hombre que ama y es amado olvida todo por su amor, y por él lo sacrifica todo.

Entonces puede decirse que no es solo un sentimiento, es también un vicio.

Si encuentra obstáculos, enloquece.

El amor no satisfecho es una pasión torturante.

Los síntomas del amor son en ambos casos los síntomas de una enfermedad.

Lo que caracteriza el amor es la misantropía.

La misantropía del amor feliz es discreta.

La misantropía del amor infeliz es alucinada.

El hombre que ama y es feliz cae con frecuencia en éxtasis prolongados. En silenciosos pasmos beatíficos.

Todo él sueña.

Ninguna compañía le es grata a no ser la del ser amado y cuando está a su lado tiene un solo pensamiento y un solo deseo: hacer uno de los dos, fundirse, compenetrarse.

Ese pensamiento lo absorbe por completo.

Sufre en la ausencia y vive, no se calma.

En amor, la presencia es indispensable a la vida.

La mujer amada es tan necesaria como el aire.

El amor contrariado es una agonía.

Los obstáculos, lejos de calmarle, lo exacerban más.

No desiste, no renuncia. Se obstina, se exalta, se agarra con ambas manos a la esperanza de la felicidad y cuando no la alcanza anda sombríamente asaltado de mil angustias y mil sospechas tenebrosas.

Víctor hallábase en ese período amoroso que no se define y que es caracterizado por un vago anhelo.

Ya la idea fija le atormentaba.

No lograba desviar su pensamiento de la espléndida visión de la chulapa y sobre la invasión de ese sentimiento nuevo bordaba exaltadamente supersticiosas conjeturas.

Por una natural tendencia de todos los enamorados, procuraba engrandecer y dar mayor relieve a su pasión.

Así atribuíale un origen misterioso, una como preexistencia, y decíase a sí propio que antes de conocerla, aquella mujer fuera adivinada por él; porque la mayor parte de los amantes suponen a sus elegidas predestinadas para ellos.

Creía, o simulaba creer, que aquella era la mujer entre todas escogida para revelarle el amor, y ya en su espíritu la distinguía, diputándola superior a su condición y a su impureza.

La idea de ser amado por aquella magnífica y deseada mujer lo invadía al mismo tiempo que le perturbaba los sentidos.

Lo que más lo exaltaba era el pensamiento torturante de que ella era de otros y el deseo de hacerla suya, solo suya.

Al mismo tiempo que la amó tuvo celos de ella, y por la primera vez en su vida sufrió, viéndose pobre, solo y abandonado…

Sufría al no poder conquistar la felicidad a golpes de fortuna, comprando a la gentil barbiana.

Sin embargo, esta contingencia no lo desanimó y tuvo la inocente vanidad de creer posible conquistarla por el amor, interesándola el corazón y, por decirlo así, redimiéndola.

El amor cuando es grande se cree capaz de todas las victorias.

Así procuró verla con frecuencia en el Café del Gallo a donde el Donjuán gitano solía llevarla todas las noches.

Eleuterio le acompañaba frecuentemente.

Víctor le buscaba. El amor tiene siempre un confidente.

Pero la arrogante chulapa no parecía reparar en Víctor.

Eleuterio algunas veces no podía menos de reírse de la locura de su amigo. Otras veces le recriminaba. Decía que era absurdo estar así haciendo platónicamente la corte a una prójima de la calaña de Paca la Gallarda. Que lo más sencillo y lo más rápido era esperar una ausencia del Extremeño y aprovecharla convidándola a merendar en las Ventas o en la Bombilla.

Víctor escuchaba con el ceño fruncido y concluía siempre rogándole que se callase.

Pero Eleuterio sostenía que cuando menos debía chicolearla, pues todas las mujeres gustan de oír lisonjas.

Víctor, sin embargo, no quería dirigirle la palabra e invocaba mil pretextos para ocultar su timidez, porque el amor es casi siempre tímido y receloso.

En una de estas conversaciones que tan frecuentemente sostenían, Eleuterio exclamó:

—Yo mismo se lo diré a la Gallarda. Así saldrás del paso.

Víctor se puso rojo:

—¡No hagas eso!

—Pues chico, estás haciendo el primo.

—Mejor… Tú no te metas en nada.

Víctor se disculpaba de sus incertidumbres, diciendo que deseaba proceder sin precipitación y sin imprudencias.

Eleuterio concluía invariablemente:

—¡Qué estúpidos os volvéis los enamorados!

Pero Víctor no quería oírlo. Se irritaba y acababa por pedirle que no le hablase más del asunto.

¡Y, sin embargo, lo que él quería y buscaba, como todos los hombres apasionados de una mujer, era un cómplice!

Eleuterio le decía frecuentemente:

—Sé al menos razonable. Confiesa que eres un doctrino.

Víctor se encogía de hombros:

—Lo que tú quieras.

—Pues es claro; te enamoras de la Gallarda como si fuese una princesa, cuando todo el mundo sabe cómo se abre la puerta de su casa.

Víctor interrumpió bruscamente:

—¡Cállate! Ya estoy harto de oírte decir eso.

—Pues si estás harto de oírmelo decir, ¿por qué no sigues mi consejo?

—¡Porque no quiero!

—Di la verdad: porque no puedes. Y porque no puedes, andas viendo de conquistarla por el físico… Mal camino con prójimas tan corridas y tan lagartas, como la Gallarda.

—Ya lo veremos.

—No seas inocente. El amor en esas gachís es un modo de vida y no una distracción ni un capricho ni una pasión…

Y luego dejándose llevar de su afán de disertar —afán frecuente en todos los obreros que van a los clubs—, Eleuterio continuaba:

—Tú, aun cuando no lo confieses, tienes la manía de redimirla. Quieres salvar a aquella alma perdida, y más fácil es que ella te pierda a ti… Paca la Gallarda, como otras muchas Pacas, es una profesional. No representa siquiera un caso doloroso de la vida… Está dentro de su situación de una manera consciente y deliberada. No se cree una infortunada. Todo lo contrario, es feliz. Ve a decirle a Paca la Gallarda que es una víctima del nacimiento o de la suerte, o de la sociedad. Se reirá de ti. Ella está muy a gusto con su vida y con el Extremeño.

Víctor se estremeció:

—No me recuerdes a ese hombre.

—Bueno.

Eleuterio lio un cigarro de papel y continuó:

—En las condiciones de Paca la Gallarda, irle a proponer un cambio de situación solemnemente, con ventajas morales, es el colmo de la inocencia.

—Tú pretendes que no es una mujer como las demás.

—Al contrario, pretendo que es igual.

—Tus ideas sobre la mujer y las mías son completamente opuestas.

—Pues veremos quién tiene razón.

Y con estas palabras los dos amigos se despidieron para ir a acostarse.


* * *
 

Entre tanto la situación tornábase difícil para Víctor.

No tenía colocación ni pensara en buscarla.

¿A decir verdad en qué podría ocuparse?

De esto habló una mañana largamente con Palomero.

Palomero, el obrero orador y socialista, era para Víctor al mismo tiempo que un amigo una especie de tutor.

Palomero empezó por llevar muy a mal el enamoramiento de Víctor.

Paca la Gallarda no era mujer que pudiese convenir a ningún hombre. Era una mujer fatal.

Palomero creía que lo mejor era que Víctor no volviese a verla. Pero Víctor protestaba:

—¡Imposible! Me sería imposible.

—Bueno. Allá tú. Casi todos los hombres de tu temperamento tienen en la vida una mujer así. La mujer fatal es la que se ve una vez y se recuerda siempre. Esas mujeres son desastres, de los cuales quedan siempre vestigios en el cuerpo y en el alma. Hay hombres que se matan por ellas, otros que se extravían, tú serás de estos últimos.

—¡Deliras!

—Leo el porvenir. Esa mujer ha de tener una influencia seria sobre tu vida.

—¿Pero hablas en serio?

—Desgraciadamente para ti. Cuando un hombre como tú sufre la dentellada de la mujer, ese hombre está envenenado.

Víctor se encogía de hombros sonriendo.

Palomero continuó:

—¿Tú te ríes? Hay casos, en efecto, en que esas mujeres son completamente inofensivas, como tú quieres dar a entender. En el caso, por ejemplo, del Extremeño, que ya está completamente encanallado, y es un candidato al presidio. Pero tu caso no es el mismo. Para naturalezas morales como la tuya, las mujeres como Paca la Gallarda son terribles.

Víctor un poco emocionado, preguntó:

—¿Y por qué?

—Porque Paca la Gallarda no es una mujer, es un problema social. Es el problema del lupanar, que tú quieres resolver por el amor. Esos problemas nunca se resuelven, y cuando el hombre llega a convencerse de que es impotente para resolverlos, está estropeado, si no está muerto moralmente. Cuando una pasión cuesta dinero arruina el cuerpo y el alma… Pero no hablemos más. Veo que no has de convencerte y vamos a otra cosa. Es preciso pensar en aclarar un poco tu situación.

Víctor bajó la cabeza y se puso colorado.

—Sí, ya he pensado en eso…

Lo cierto es que la situación de Víctor era casi precaria.

Palomero, a pesar de sus menguados recursos, casi lo mantenía.

Le daba dinero para sus pequeños gastos, y le garantizaba el cuarto y la comida en casa de doña Lola.

Lo hacía con un gran tacto y una gran delicadeza; pero Víctor comenzó a comprender que no debía prolongar aquella dependencia.

De común acuerdo trataron de arbitrar un medio decoroso para que Víctor pudiese vivir.

Palomero prometió hablar con algunos personajes del partido republicano, a los cuales conocía.

A partir de entonces todo fueran correrías por las casas de los individuos a quien Palomero buscaba dejando a Víctor en la puerta.

De aquellas visitas Palomero no llevaba trazas de obtener otra cosa que buenas palabras.

Un día, ya cansado, le dijo a Víctor:

—¿Pero tú no conoces a nadie?

Víctor no conocía. De repente se puso colorado y pareció confuso. Al mismo tiempo reflexionaba.

Palomero volvió a interrogarle:

—¿Conoces a alguien?

—Sí.

—¿A quién?

Víctor en vez de contestar se pasó la mano por la frente y murmuró:

—En otra ocasión creo haberte contado la historia de mi vida… ¿La recuerdas?

—Perfectamente.

—Ya sabes que me crie en el palacio de la Condesa de Porta-Dei.

—Tu abuela.

—Ese es un misterio que nunca he podido aclarar… Pues bien; la Condesa de Porta-Dei tenía un nieto, Carlos…

—¿Y está en Madrid?

—Sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Le he visto.

—¿Cuándo?

—Hace un momento.

—Le has hablado.

—No.

—¿Por qué?

—Carlos ni siquiera ha reparado en mí.

—Haberle detenido.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Carlos era ese joven que hace un momento cruzó la calle guiando un coche magnífico de dos caballos.

—¿Es ese el hijo del Conde de Porta-Dei?

—No, es el mismo Conde.

—¿Cómo?

—Su padre ha muerto hace un año.

—¿Y hasta ahora no te acordaste de que Carlos, tu primo o tu amigo, podía servirte de mucho aquí?

—¡Me acordé muchas veces!

—¿Por qué entonces no has procurado verle?

—Un temor extraño me ha detenido siempre.

—¿Temor de qué?

—Yo mismo no acierto a explicármelo.

—Pues es preciso que le veas inmediatamente y que le digas cuál es tu situación. A él le será fácil remediarla.

Como Víctor bajaba la cabeza sin responder, Palomero insistió:

—¿Qué dices?

—Nada. Temo un desengaño…

—De todos modos, es preciso probar.

—Probaré.

—Si te atiende y protege, eso te encuentras.

—Créeme que abrigo grandes dudas…

—Yo también abrigo algunas. Pero si nada hace por ti ese aristócrata, tampoco habrás perdido el tiempo.

—No te comprendo.

—Lo digo porque habrás recibido una enseñanza que puede serte muy provechosa.

Así hablando llegaron hasta la Puerta del Sol.

Habían resuelto que Víctor buscase al joven Conde de Porta-Dei para pedirle que se interesase por él.

Víctor recordaba perfectamente que el nieto de su protectora la Condesa vivía en Madrid en un hermoso hotel de la Castellana, y allá se dirigió con el alma llena de zozobra.

En la puerta del hotel, un imponente portero de librea le cerró el paso.

—¿Qué se ofrecía?

—Ver al señor Conde.

—El señor Conde no recibe en este momento.

—¿Cuándo podría verle?

—No sé. Estos días está muy ocupado. El mejor sitio para verle es el Congreso. El señor Conde es diputado.

Víctor decidió ir al día siguiente al Congreso, y si no podía verle, dejarle una carta.

Se volvió a la casa de huéspedes, y en componer la carta y copiarla después, se le pasó el resto de la tarde.

Acababa de meterla en el sobre cuando llamaron para comer.

Palomero no estaba y Víctor no pudo comunicarle el resultado de sus gestiones.

Comió poco y con desgana.

Antes de llegar el final de la comida, abandonó la mesa.

Deseaba estar solo.

Fuese a su habitación, echó el cerrojo y se tendió vestido sobre la cama.


* * *
 

Eran las tres de la tarde del día siguiente cuando Víctor entraba en el Congreso.

Allí, como en casa del Conde, un portero le salió al paso. Víctor, un poco intimidado, le preguntó por el señor Conde de Porta-Dei.

El portero, mirándole desdeñosamente, interrogó a su vez:

—¿Es diputado?

—Sí, señor. Diputado por Bradamín.

—¡Ah!, sí… No sé si habrá venido.

Y se alejó lentamente.

Víctor le siguió:

—¿No podría usted enterarse?

El portero se volvió a un ujier que pasaba.

—Trigueros, ¿sabe usted si ha venido el diputado por Bradamín?

Trigueros se detuvo, reflexionando.

—Sí, ha venido.

Víctor se adelantó tímidamente:

—¿Podría usted hacerle entregar esta carta?

Y fue con humildad, llevándose la mano al ala del sombrero, como formuló la demanda.

El ujier tomó la carta de mala voluntad, murmurando que el señor Conde estaba en conferencia con un importante personaje.

Pero, en fin, llevose la carta que era lo más importante. Víctor quedó esperanzado.

Pasó bastante tiempo, el ujier volvió a pasar.

Víctor le interrogó:

—¿Entregó la carta?

El otro contestó sin detenerse:

—Allá queda.

—¿Qué dijo el señor Conde?

—Nada… No sé…

Y el ujier desapareció detrás de una mampara de paño verde que batió sordamente.

Víctor permaneció parado en el sitio en que estaba.

La carta así entregada le parecía perdida.

Se oía un continuo campanilleo de timbres. Los ujieres pasaban presurosos.

Un caballero de sombrero de copa entró de la calle y pasó al lado de Víctor, que le miró lleno de sorpresa.

Era el Conde de Porta-Dei.

Cuando pasado el primer momento de timidez y confusión Víctor pensó en acercarse, el Conde, que no había reparado en él, desaparecía tras la batiente mampara de paño verde.

Víctor quedó sumido en grandes dudas.

—¿A quién habrían entregado su carta?

Víctor corrió hacia un ujier que pasaba, y rápidamente le explicó el caso.

El otro encogiéndose de hombros murmuró alejándose:

—Eso debe ser cosa de Trigueros.

Víctor, muy preocupado con el destino de su carta, preguntaba por el tal Trigueros a todos los ujieres que pasaban, pero ninguno le sabía dar noticia. Al fin el portero le dijo que Trigueros debía haber salido.

Parecía que aquellas gentes se burlaban de él.

No sabiendo qué resolución tomar, resolvió esperar a que el Conde saliese.

Con efecto, tres horas después el Conde salía, pero salía entre un grupo de diputados y Víctor no se atrevió a acercarse.

El Conde, como de costumbre, no reparó en él.

Al día siguiente por la mañana, Víctor volvió al hotel del Conde; pero el imponente portero que le reconoció le dijo:

—El señor Conde salió anoche para París.

XXIII. Un periódico socialista

Una mañana Palomero entró en el cuarto de Víctor y le despertó con gran algazara.

Víctor, medio dormido, se incorporó en la cama:

—¿Qué hay?

—¡Hay colocación!

—¡Cómo!

—Lo que oyes.

—¿Qué clase de colocación?

—Muy modesta.

—No importa.

—Habrá que trabajar mucho.

—A todo estoy dispuesto.

—¡Veo que tienes admirables propósitos!

—Tú lo has dicho: ¡admirables! Pero dime, ¿qué es ello?

—La fundación de un periódico.

—¡Pero yo qué sé de eso!

—Lo mismo que yo.

—Lo cual equivale a no saber nada.

—No tanto. Equivale a saber poco.

—Bueno; pero explícate.

—Se trata de un periódico socialista, redactado por obreros.

—Magnífica idea.

—Yo te he propuesto a ti para redactor y corrector de pruebas. ¿Aceptas?

—¿Y todavía lo preguntas?

—El sueldo ya te he dicho que es muy modesto. Quince duros.

Víctor se echó a reír:

—Yo soy más modesto que el sueldo.

Palomero se levantó para irse.

—Bueno, pues te dejo. Vístete pronto. Tenemos que ver a los nuevos compañeros. Adiós.

—Hasta luego.

—No tardes.

—No tardo.

La entrada de Víctor en la Redacción de El Socialista fue un verdadero acontecimiento en su vida.

A despecho de la situación subalterna que iba a ocupar, se creyó desde luego iniciado en una religión nueva, y por primera vez en su vida tuvo pruritos de publicidad y confusas ambiciones políticas y literarias.

El Socialista se publicaba todos los sábados y tenía un número limitadísimo de lectores.

La Redacción era en la calle del Ave María, una de esas calles viejas y corcovadas del antiguo Madrid.

Ocupaba el piso principal y estaba instalada en aposentos estrechos, que antes habían servido de domicilio a una familia pobre.

En la mejor sala había una mesa habitualmente cubierta de papeles o iluminada por dos grandes lámparas de petróleo, donde los redactores garrapateaban en común.

Las paredes forradas con papel pintado, a trechos rasgado en tiras, estaban cubiertas de alto a bajo de periódicos pendientes de ganchos de hierro.

A esta sala seguía el despacho del director —el compañero Fajardo—; los muebles consistían en una mesa de despacho, en bastante mal estado, y en algunas sillas de paja.

El corrector de pruebas trabajaba en una alcoba interior.

El periódico se hacía de noche.

A las nueve llegaba el más puntual de todos, que era López, el compañero López, siempre cargado con un paquete de periódicos y siempre cayendo en profundos accesos de sueño.

El compañero López abría los periódicos y leía con recogimiento hasta que llegaba el segundo, el compañero Rubau.

Después venían los otros.

Víctor cayó lleno de aturdimiento y de alegría en aquel medio nuevo.

Fue para él una verdadera iniciación la primera noche que pasó en el cuartucho interior de la redacción corrigiendo las pruebas del periódico.

Cuando se recogió a la casa de huéspedes, cerca de las cuatro de la mañana, estaba contento, porque le parecía que había encontrado su verdadera vocación.

Una sola cosa lamentaba: no haber podido ir aquella noche por el Café del Gallo para ver a Paca la Gallarda, cuya imagen no se le apartaba de la imaginación.

En la casa de huéspedes, la noticia de que Víctor entrara en un periódico le dio cierta importancia.

Doña Lola lo refería con orgullo a las vecinas.

A la hora de la comida, en la mesa, los huéspedes felicitaron a Víctor, como si hubiese alcanzado una alta situación social.

Eleuterio dijo que era necesario celebrarlo con una juerga, pero Palomero no estuvo conforme.

Aquel obrero socialista era un profundo aborrecedor del vino.

Según él, era únicamente el agua la que hacía a los hombres fuertes y honrados.

El vino es el hermano mayor del presidio, solía decir.

Queda, pues, la juerga aplazada, si no desechada por completo.


* * *
 

Algunas semanas después, Palomero resolvió súbitamente trasladarse a Barcelona, donde se hacía a la sazón una gran propaganda socialista.

Cuando comunicó a Víctor esta resolución, contándole al mismo tiempo las excelencias de la rica y floreciente capital del principado, Víctor quedó como anonadado.

Palomero era para él algo más que un amigo, era un punto de apoyo en la vida.

Sin él le parecía quedarse completamente abandonado.

Así, al saber que Palomero lo dejaba por tiempo, quizá para siempre, Víctor tuvo la impresión de que le faltaba el suelo debajo de los pies:

—¿Pero de veras, te vas?

—Sí.

—¿Pero cómo te ha dado ese capricho?

—No es capricho.

—Lo has resuelto de pronto.

—No.

—¿No?

—Hace mucho que abrigaba ese proyecto.

—¿Cómo no me habías dicho nada?

—No debía decírtelo.

—Pero tan activa es la propaganda socialista en Barcelona.

—Mucho; pero no es eso solo. ¡Hay otra propaganda mayor!…

—¿La republicana?

—No. La anarquista.

—¿Crees tú eso?

—Sí.

—¿Pero lo crees solamente o tienes pruebas?

—Tengo pruebas.

—¡Me dejas sorprendido! Yo hubiera creído siempre que esas ideas no arraigarían nunca en España.

—Yo también. Pero esa es la obra de los malos gobiernos. El anarquismo no es una idea, es un remedio.

—Un remedio brutal.

—Tú lo has dicho. Brutal como las amputaciones.

—¿Y acaso cura?

—Yo no lo sé todavía.

—El anarquismo hace víctimas inocentes.

—Sí, como el mar y como el fuego. Como todo lo grande. Como la cólera divina.

—¿Tú eres anarquista?

—Lo mismo pudieras preguntarme si era partidario de los naufragios, y de los incendios y de las guerras. Son cosas ante las cuales hay que inclinar la cabeza y reconocerlas necesarias. Es la leyenda de Sodoma y Gomorra, la leyenda del diluvio que se repite.

Víctor callaba y oía pensativo. Después de un largo silencio, interrogó de nuevo:

—¿Y tú partes inmediatamente?

—No. Aún tendré que detenerme algunos días aquí.

Palomero había escrito a algunos amigos de Barcelona, preguntando cómo andaba el trabajo en la industriosa capital, y tenía que esperar la respuesta en Madrid. Tenía aún para una o dos semanas.

Las dos semanas, que para Víctor fueron de verdadera angustia, transcurrieron, y cuando llegó el momento de separarse de Palomero, sufrió tanto, que pasó una noche entera llorando como un niño en su cuarto.

La víspera estuviera ayudándole a empaquetar libros, papeles y ropas; silencioso, con el corazón oprimido, comprendiendo que ahora al verse solo sin aquel apoyo iba a ser inmensamente infeliz.

Palomero le dejaba mil pequeños recuerdos y le daba aquellos grandes consejos que en su boca parecían solemnes máximas.

Una gran superioridad emanaba de la persona de aquel obrero metódico y socialista.

Así Víctor lo oía con un casi recogimiento, como un hijo oye a su padre.

Si no fuese por el afán de aparecer fuerte, se echaría sollozando en sus brazos.

Palomero debía partir aquel día en el expreso.

Muy temprano doña Lola vino ella misma a despertarlo, lo que solamente hacía cuando se trataba de alguna despedida de importancia.

Ya Palomero estaba en pie cuidando de los últimos preparativos.

Doña Lola le recomendó que no se le olvidase nada; pero añadió que si algo se le olvidaba ella lo recogería y tendría guardado hasta que él lo mandase pedir o determinase lo que con ello se hacía.

Se informó con interés de la hora de la salida del tren, insistiendo con Palomero en que comiese antes de partir, a pesar de que él afirmaba que no tenía apetito.

Víctor ya vestido, fúnebre, se presentó a Palomero todo preocupado con la idea de aquel viaje.

Palomero le dijo al verlo:

—Ayúdame a cerrar esta maleta.

Y sin pronunciar una palabra Víctor y él, respirando con esfuerzo, trataron de cerrar la maleta.

—Hazme el favor de ver si queda algo en esos cajones.

Silenciosamente Víctor abrió los cajones de la mesa y respondió con abatimiento:

—No, no queda nada.

Palomero estaba radiante.

Iba a Barcelona, donde pensaba trabajar en la propaganda socialista y aquello le ponía contento, como pocas veces solía estarlo.

En mangas de camisa, en medio de la habitación, se frotaba las manos alegremente, mirando los objetos que lo rodeaban.

Fue solamente después de haber terminado todos los preparativos y de haberse sentado sobre una maleta, cuando mirando jubilosamente a Víctor, dijo:

—¿Qué cuentas?

—¡Qué he de contar!

—¡Tienes razón!

Y no queriendo pronunciar vanas palabras de amistad y afecto, se levantó y estrechó la mano, como si en aquel apretón le agradeciese el pesar que le causaba su partida.

Después de una larga pausa, Palomero miró.

—Ya te escribiré mi llegada.

—Sí, no dejes de hacerlo.

—Quién sabe si todavía tú irás a dar en Barcelona.

El rostro de Víctor tuvo una sonrisa de desaliento; sin embargo, murmuró:

—¡Quién sabe!

Palomero añadió:

—¡El mundo da tantas vueltas!

—Sí, por cierto.

—Solo temo que Paca la Gallarda te sea fatal. Si supiera que habías de seguir mis consejos te diría: no veas más a esa mujer.

Víctor, sentado en el borde de la cama revuelta, escuchaba con la cabeza inclinada sobre el pecho, sin responder.

Palomero, poniéndole cariñosamente una mano en el hombro, añadió:

—Otra cosa te aconsejaría. Que huyeses la compañía de Eleuterio.

Antes de que Víctor tuviese tiempo de responder, llamaron a la puerta del cuarto.

Era el mozo de cuerda que venía por el baúl y la maleta para conducir ambos bultos a la estación.

Era tiempo de partir.

—Vamos, Víctor.

—Vamos.


* * *
 

El tren salía a las ocho.

Era el mes de julio y la tarde, después de un caluroso día, por extremo apacible.

Víctor y Palomero caminaban juntos.

Ninguno de los dos hablaba.

Las calles iban llenas de gente.

Los comercios empezaban a iluminarse.

Palomero apresurando el paso, exclamó:

—¡Qué hermosa tarde!

Víctor murmuró apenas:

—Sí, muy hermosa.

Era, en efecto, bella y apacible la tarde.

Una tarde de partida, una tarde de viaje.

El lucero vespertino parpadeaba en el cielo límpido y azul, como el cielo de Grecia.

Todo decía alegría, expansión, fuerza, estímulo, esperanza.

Sin embargo, Víctor aparecía anonadado.

El mismo aspecto de la tarde sonriente, parecía abatirle.

Palomero iba a partir y en aquel momento decisivo de la separación, Víctor experimentó por él un sentimiento extraño.

Algo que era muy distinto de la amistad y del afecto.

Sintió un vago y obscuro rencor.

Una antipatía indefinible.

Palomero partía a trabajar en una causa que a él se le presentaba como la más noble y la más alta.

El socialismo, que había de cambiar la faz del mundo.

Y él, Víctor, quedaba allí entregado a una tarea obscura. Cerrado el porvenir, todo más negro y fluctuante que nunca.

¿Por qué sufría Víctor?

¿Por ver partir a Palomero?

¡No!

¿Por verlo partir feliz?

¡Tal vez!

El suyo era el pesar de la ajena ventura, una ventura que a él le era negada.

Caminando al lado de Palomero por las calles llenas de gente iba premeditando uno de esos odios feroces contra todo bien que no fuese su propio bien, contra toda felicidad que no fuese su propia felicidad.

Y tan absorto iba en estos pensamientos, que no oyó a Palomero que le decía:

—¿El mozo de cuerda va delante, verdad?

Llegaban entonces al final de la calle de Atocha y ya descubrían la estación del Mediodía, rodeada de simones, carros y ómnibus.

Víctor recordaba aquella mañana triste, invernal y lluviosa en que él había llegado a Madrid.

Recordaba aquel paseo por las calles desiertas, llenas de fango.

Recordaba cómo un hombre mojado y haraposo, le había robado el reloj, y después, en la casa de huéspedes, las alegres exclamaciones de Palomero al tener noticia del suceso y su teoría declamatoria de que el robo es una restitución.

El hombre mojado y haraposo se le aparecía entonces como si fuese el propio Víctor, reducido al extremo de robar relojes.

Y lo justificó plenamente gracias a la casuística de su despecho que en aquel momento lo justificaba todo.

Se decía a sí mismo, profundamente convencido de que él también robaría relojes, y robaría todo cuanto fuera preciso, para recuperar con sus manos lo que la sociedad le robaba.

Y se afirmó en su espíritu con una especie de aislada convicción, el derecho al robo, como una prerrogativa legítima de los hijos de la injusticia.

Palomero volviera a repetir su anterior pregunta:

—¿Sabes si el mozo de cuerda va delante con el equipaje?

Víctor no se acordaba y respondió fríamente:

—No estoy seguro.

—¡Veremos si está en la estación!

Y con paso rápido Palomero atravesó la plaza seguido de Víctor que le seguía como si le costase trabajo andar.

El mozo no estaba en la estación.

Palomero lo buscó por todas partes, y como no lo encontrase, regresó al lado de Víctor.

—¡No hallo por ninguna parte a ese condenado!

—¿Idas mirado en la cantina?

—No.

—Pues es lo más probable que haya entrado a beberse unas copas.

—Puedo ser.

—¡Y tanto!

—Ven, vamos hasta allá.

—Vamos.

Entraron en la cantina.

Con efecto, el mozo estaba allí apurando tranquilamente una copa de aguardiente.

El mozo se volvió al verlos:

—El equipaje está en la estación.

Palomero sin pasar de la puerta respondió:

—Bueno.

Y añadió secamente:

—¿Cuánto le adeudo compañero?

—Lo que tenga voluntad.

—No; de ninguna manera.

—Pues una peseta. ¿Le parece a usted mucho? Palomero hizo un movimiento de indiferencia y le dio la peseta.

Se alejaban, y la mujerona que estaba en la cantina los llamó.

—¿Esta copa quién la paga?

Palomero se volvió.

—El que la haya pedido.

Y salió acompañado de Víctor.

Palomero le dijo de pronto:

—Ahí tienes una cosa que no haré nunca, pagar copas. Pero Víctor no respondió. Entonces, dado el estado de su ánimo, la conducta de Palomero le parecía mezquina y aquel incidente de la copa le irritaba.

Palomero le miró, y sorprendiendo algo de amargo y contraído en la fisonomía de Víctor le dijo:

—¿Qué te pasa?

Víctor respondió:

—Nada.

—¿Estás de mal humor porque me voy?

—No.

—¿Entonces qué tienes?

—Murria.

—No, tú estás irritado.

Y después de una pausa, añadió:

—Por lo demás, es natural.

Estaban en el andén.

La locomotora silba, ruge, jadea, retrocede.

Los viajeros empiezan a montar en los coches.

Un empleado gritaba:

—¡Señores viajeros, al tren!…

Palomero abrió la portezuela de un coche de tercera, y con el pie ya en el estribo estrechó afectuosamente la mano de Víctor, que en aquel momento volvió a sentir un verdadero desconsuelo al verle alejarse, partir quizá para siempre.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

Y se separaron verdaderamente conmovidos.

No parecían dos amigos, sino dos hermanos.

XXIV. La mala sombra

Cuando Víctor se encontró solo en el andén de la estación, después que el tren partió llevándose a Palomero para Barcelona, dudó sobre lo que debía hacer en Madrid.

La ausencia de Palomero dejaba alrededor de su persona un gran vacío.

Ahora que le parecía haberlo perdido, Víctor se consideraba abandonado.

Se consolaba, sin embargo, de aquel sentimiento que era también despecho, pensando en Paca la Gallarda, y en que aquella noche la vería en el Café del Gallo.

A pesar de ir casi todas las noches, Víctor era poco conocido en el café.

Como casi no hacía gasto ni metía ruido, los mozos le conocían vagamente. Los parroquianos muy pocos eran los que sabían quién era aquel amigote de Eleuterio.

Víctor aún no mostraba una individualidad saliente y definida.

Solamente su figura, al mismo tiempo dolorida y enérgica, llamaba por veces la atención de alguno de los parroquianos del café.

El único con quien solía hablar largos ratos era un tal Cardama, pintor, bebedor y noctámbulo, que le encontraba un buen tipo.

Por lo demás, su presencia tampoco era atrayente, porque parecía extremadamente reservado, teniendo la apariencia a la vez tímida y hostil.

Iba allí con Eleuterio, que, por el contrario, era dicharachero y trivial, y su situación no le preocupaba.

El consejo de Palomero, respecto a dejar prudentemente la amistad de Eleuterio, le parecía lleno de un frío egoísmo.

No, Eleuterio era su amigo y lo sería siempre.

Se volvió un momento mirando a lo lejos y vio la columna de humo de la locomotora que se alejaba.

Permaneció un momento aturdido.

Después, tomando una súbita resolución, se encaminó para la casa de huéspedes.

Al subir las escaleras inclinaba la cabeza, como bajo el peso de un gran dolor.

Su corazón latía con fuerza.

Abrió sin llamar, pasó por delante de la puerta del cuarto de Palomero, como si alguien hubiese muerto allí, y corrió a echarse vestido sobre la cama, conteniendo una formidable expansión de amargura.

Pero alguien le había sentido, sin duda, porque llamaron a la puerta.

Víctor preguntó con mal humor:

—¿Quién es?

La maritornes respondió desde fuera:

—La señora tiene que decirle una palabra.

Se volvió en la cama y no respondió; pero al poco rato la criada volvió con el mismo recado:

—¿Que cuándo puede?

Víctor contestó:

—Ya voy.

Y se levantó con mal talante.

¿Qué diablos podía quererle doña Lola?

Doña Lola estaba sentada en el sofá de su alcoba, enfrente de la gran cama de caoba.

Doña Lola lo esperaba para decirle que ahora que Palomero había partido, no podía continuar dejándole atrasarse.

Víctor ya se había atrasado uno o dos meses, que Palomero solventara antes de partir.

Doña Lola, que había comprendido desde el primer momento la situación de los dos amigos, hizo lo que ella llamaba meticulosamente poner los puntos sobre las íes.

Víctor le merecía muy escasa consideración y su plaza de corrector y redactor de El Socialista, estaba lejos de deslumbrarla.

Aun cuando parezca extraño, la amistad de Víctor con Eleuterio era un poderoso motivo que hacía desconfiar a doña Lola.

A la pobre señora le salían harto caras sus complacencias con Eleuterio, y ya que no tuviese valor para desprenderse de aquel hombre, no quería al menos que sus amigotes le costasen también dinero.

Cuando un huésped intimaba con Eleuterio, procuraba que se fuese.

Por lo demás, sabía que Víctor no tenía recursos y quería advertirlo.

—No se deje atrasar. Arregle su vida, pero no se deje atrasar.

Víctor sintiose humillado e irritado.

En aquel momento experimentó una gran antipatía por doña Lola.

Pero no sabiendo qué responder a las observaciones de doña Lola, se volvió a su cuarto, diciendo:

—¿No era más que eso?

La patrona respondió con altanería:

—¡Nada más!

Corrió furioso a echarse nuevamente sobre la cama, y cuando anochecido le llamaran para comer, respondió de dentro con ferocidad:

—No como.

Doña Lola al enterarse, pronunció con mal humor:

—Bueno. ¡Que ayune!


* * *
 

Cuando aquella noche entró, como de costumbre, en la redacción de El Socialista, recibió un nuevo golpe.

¡El último y el más terrible de todos!

¡El Gobierno había suprimido el periódico!

Entró entonces Víctor en un largo período de infortunio, del cual conoció todas las fases dolorosas.

Fue ante todo la casa de huéspedes.

El primer mes de atraso aún pudo pasarlo con promesas.

Al segundo mes, doña Lola se puso inaguantable, constantemente llamándole para quejarse y mandándole recados por la criada.

Víctor llegó a temerla, y solamente el oír su voz ya le causaba inquietud y desasosiego.

Tenía agotado todo su repertorio de promesas que, a decir verdad, nunca le sirvieran de mucho con doña Lola.

Ella veía la angustiosa situación de Víctor y comprendía que no había ni trazas ni esperanza de mejoramiento.

Una de las cosas que Víctor temía más era que doña Lola se negase a darle de comer, porque entonces esperaba el hambre, que aún no conocía.

Para serle menos gravoso a la patrona dejaba de almorzar, pasándose las mañanas en la cama, procurando dormir, para no pensar. Pero esto irritaba más a doña Lola, que se quejaba a los huéspedes que Víctor era un vago.

Después de mediodía, cuando toda la casa caía en un gran sosiego, Víctor se vestía sin hacer ruido, para que no conociesen que él se estaba preparando para salir, y escapaba a hurtadillas de doña Lola.

La hora de comer era un suplicio.

Esperaba que estuviesen todos a la mesa para aparecer y decía:

—¡Buenas noches!

Y se sentaba lúgubremente en medio de un silencio que le parecía significativo, porque sospechaba, y así era en efecto, que todos los huéspedes conocían su situación.

La criada volvía de mal humor con la sopa que ya había sido recogida y Víctor se ponía a comer con angustia aquella pobre pitanza, que le parecía un veneno.

Pero la estratagema de venir después de los otros disgustó a doña Lola, que no perdía ocasión de serle desagradable.

Así fue que un día después de llegar y sentarse a la mesa, como la comida ya iba un poco adelantada, doña Lola gritó desde su cuarto en un tono de voz irritado:

—La hora de comer es a las siete. Esto no es una fonda.

Todos los huéspedes callaron y miraron a Víctor que se puso rojo hasta el blanco de los ojos.

La vida allí se le volvió un infierno.

De noche no dormía.

Pasaba horas y horas dando vueltas en la cama, y cuando al fin, postrado, podía cerrar los ojos, era de día.

Tomó entonces el hábito de levantarse a la hora de comer, pálido y molido, yéndose de la mesa antes de terminar la comida para que doña Lola no tuviese tiempo de llamarlo, y escabullándose hasta la puerta de la calle.

Solamente allí respiraba, fuera de la casa de huéspedes.

Así se pasó una semana sin que doña Lola le molestase, cuando una tarde al sentarse a la mesa y en presencia de todos los huéspedes, la criada le dijo solemnemente:

—¡La señora desea hablarle!

—¿Ahora mismo?

—Sí, señor, ahora.

Víctor sintió una gran opresión.

Se levantó en medio de la atención de todos y se dirigió al gabinete de doña Lola, que al verle entrar puso un gesto de vinagre, y le recibió con estas palabras:

—Ya usted comprende que esto no puede continuar. Así, pues, busque casa…

Víctor sintió que una onda de sangre le subía a la cabeza, y por un momento tuvo tentaciones de estrangular a la patrona.

Se detuvo y balbuceó.

—¿Quiere usted que me vaya ahora?

Doña Lola respondió implacable:

—Sí, señor. Hace mucho que debía haberse ido. En cualquier otra casa…

Víctor no la dejó proseguir:

—Bueno. Basta.

Y le volvió bruscamente la espalda.

Doña Lola le llamó:

—Si quiere puede continuar con el cuarto. Comer es lo que no puede ser.

Víctor que estaba en el umbral de la puerta muy pálido, dijo apenas:

—¡Bueno!

Y se retiró.

En el comedor se cuchicheaba. Cuando Víctor pasó rápidamente para su cuarto, todos se callaron y le siguieron con los ojos.

Hubo largo silencio.

Uno de los huéspedes, tomándose la última cucharada de sopa, exclamó:

—¡Pobre muchacho!

Un cabo de Orden Público, que estaba de huésped desde hacía pocos días, intervino:

—No. Doña Lola tiene razón.

Al oír esto todos los huéspedes clavaron en él una mirada desdeñosa.

Otro huésped afirmó:

—No quieras para otros aquello que no quieras para ti.

Algunos confirmaron:

—¡Cierto!

—¡Cierto!

Después de una pausa, un viejo que copiaba música preguntó:

—¿Y Eleuterio? ¿Qué es de Eleuterio?

—Eleuterio, voló.

—¿No está en Madrid?

—Sí, está.

—¿Cómo dejó la casa?

Otro huésped indicó sonriendo:

—Diga usted cómo dejó a doña Lola.

—¿La dejó?

—Parece que sí. ¡Tiene suerte ese Eleuterio!

—Con las viejas.

—¡No tanto!

—¿Cómo dejó a doña Lola?

—Por otra… Una estanquera.

—¿También le sostiene?

—Pues es claro.

—¡Ya comprendo el mal humor de doña Lola!

—¡Y mire usted quién lo paga!

—¿Quién?

—¡Ese pobre muchacho!

—¡Ah! Víctor…

Sintieron toser a doña Lola, que andaba en la despensa, y callaron, aplicándose a comer.

Hasta el fin de la comida no hubo medio de romper el frío glacial de la situación.

Entretanto, Víctor esperó que todos hubiesen salido para salir, y cuando abrió la puerta, se encontró con doña Lola que le vigilaba el cuarto.


* * *
 

Al salir aquella noche de casa, el pensamiento de Víctor fue buscar a Eleuterio, que continuaba siendo su mejor amigo.

Informado de lo que pasaba, Eleuterio se desfogó en vociferaciones contra doña Lola.

Concluyó afirmando que era preciso comer.

No tenía dinero, pero la cosa se arreglaría.

Fueron los dos juntos al estanco donde Eleuterio tenía su apaño, pero la estanquera había salido.

Entonces se acordó de un maestro de obras amigo. Pensaba pedirle un duro prestado. Fueron a verle y tampoco le encontraron.

¡Era una hora terrible!

Todos habían acabado de comer, menos Víctor.

Este, resignado, acompañaba a Eleuterio, casi se dejaba guiar, no osando pronunciar una palabra.

Ya fatigado por los dos inútiles pasos que diera, Eleuterio propuso, finalmente, empeñar alguna cosa que, cuando menos, diese unas pesetas para comer aquella noche.

Convinieron entonces en que Víctor iría a la casa de huéspedes en busca de la capa para empeñarla, y que Eleuterio le esperaría en la puerta.

Víctor dudó antes de subir la escalera.

¡No fuese a verle doña Lola!

Eleuterio le animó.

—¡Y a ella qué le importa!

—Temo que me arme un escándalo.

—Si te grita, tú le gritas más.

—Te confieso que le tengo miedo a esa mujer.

—Mal hecho. Lo que debes hacer es no irte de la casa sin romperle primero un hueso. Anda, sube.

Víctor entró en el portal.

Subió la escalera corriendo.

Casi sin aliento se detuvo delante de la puerta.

Tiró de la llave que dejaban siempre debajo, y abrió.

La puerta giró con estridor y le hizo estremecer.

En el corredor ardía colgada de la pared, una candileja de petróleo.

Víctor entró, procurando dar a su paso cierta naturalidad.

Al atravesar el comedor, se encontró con doña Lola, que tenía el aire de vigilar la casa.

Víctor pasó de prisa murmurando:

—¡Buenas noches!

En su azoramiento le pareció que doña Lola no le había respondido.

Penetró en el cuarto a obscuras y dio luego con la capa colgada detrás de la puerta; pero no osó salir inmediatamente.

Parecía un ladrón.

Estuvo largo tiempo con la capa al brazo, dudando, con el oído atento a los rumores de la casa.

De pronto comprendió que lo más sencillo era ponerse la capa y salir.

De esa manera no llamaría la atención.

En el comedor, doña Lola simulaba arreglar la torcida del quinqué, pero en realidad espiaba.

Al pasar, Víctor dijo nuevamente:

—¡Buenas noches!

Esta vez percibió claramente que doña Lola no le había respondido.

Bajó las escaleras de dos en dos.

En la puerta contó a Eleuterio que doña Lola le había estado espiando.

—¡Que se vaya al diablo!

Y precipitadamente echaron calle abajo.

En la esquina Víctor se quitó la capa, que un golfillo que ellos dejaran esperando llevó a la Casa de Préstamos.

Entretanto Eleuterio se deshacía en lamentaciones sobre la avidez de los empeñistas que cada vez robaban más a los desgraciados que caían en sus manos, y hacía cálculos sobre lo que darían por la capa.

Víctor esperaba que tal vez diesen dos duros, pero Eleuterio no creía que diesen más de uno, y efectivamente, así fue.

El golfillo vino con cinco pesetas y la papeleta.

Era tarde, cerca de las diez, y Víctor no había comido en todo el día. Entraron en una casa de comidas con honores de taberna, y los dos comieron juntos.

Víctor, disipado ya el primer peligro, quiso a todo trance que Eleuterio le hiciese compañía.

Víctor teniendo asegurada la compañía de alguien en la primera noche de miseria se sintió casi feliz.

Las malas situaciones tienen eso de bueno: con cualquier cosa se alivian.

Al terminar la comida, los dos amigos entraran en el terreno de las confidencias.

Víctor, medio embriagado, se quejaba de Palomero que en dos meses apenas le mandara de Barcelona una carta escrita deprisa, sin darse por enterado de las alusiones que Víctor tenía hechas en sus cartas de precaria situación.

Eleuterio descargando un puñetazo sobre la mesa le dijo:

—Para que conozcas lo que es ese hipócrita. Socialista de camama.

—¡Ya lo conozco!

—Palomero es socialista para comer. Pero en el fondo está vendido a los jesuitas.

Víctor exclamó de pronto:

—¡Lo que son las cosas! ¡Yo había tenido esa sospecha!

—¿Has observado algo en ese tío?

—No, nada. Pero tenía sospechas…

—Del hombre que no bebe vino, no te fíes nunca.

—¡Es verdad!

—Buenos en apariencia, y en el fondo de un egoísmo feroz. Ese Palomero es así. Contigo se ha portado como un canalla.

—¡No lo sabes bien!

Al fin de cuentas, Víctor viniera a Madrid por causa de Palomero, que le estimulara a ello. Que le tranquilizara garantizándole que todo se había de arreglar, y lo que sucedió es que le dejaba abandonado en Madrid, largándose él a Barcelona.

¿Para qué lo obligara a dejar Compostela?

¿Para qué lo incitara?

Entonces se entretenía escribiéndole largas cartas, tal vez para pasar el tiempo.

Después que saliera de Madrid, ni una palabra más, y sabiéndole sin recursos, casi en la miseria, le mandaba cuatro líneas al correr de la pluma.

Víctor decía muy irritado que si Palomero alguna vez le había favorecido, lo hiciera solamente por darse aires de apóstol, y no por impulsos de la amistad.

Eleuterio, dándole en todo la razón, añadía:

—Ya sabes que yo no aguardo a decírtelo ahora. Te lo he dicho hace mucho tiempo. Palomero se ocupaba de ti por fantasía. Tú tenías la debilidad de admirarle, no sé lo qué… ¡las palabras! Le servías de interlocutor, de comparsa. Precisaba a alguien que le acompañase, que le oyese. Y tú no solamente le oías, le admirabas.

Víctor interrumpió secamente:

—Lo mejor es no hablar de eso… Bébete esa copa y demos una vuelta. Aquí hace mucho calor.

Eleuterio se bebió la copa en dos sorbos y salieron a la calle mal alumbrada y solitaria.

Eran los últimos días de otoño, y las noches comenzaban a ser muy frías.

Sin embargo, los dos amigos no parecían sentir el frío.

Víctor hasta llegó a quitarse el sombrero y desabrocharse los botones del chaleco, porque ardía.

Caminaron algún tiempo en silencio.

De pronto Víctor, encarándose con Eleuterio, murmuró con voz sorda:

—¿Sabes lo que me dan tentaciones de hacer cuando veo ciertas cosas?

El otro le miró sonriendo.

Víctor prosiguió con energía casi feroz:

—Me dan tentaciones de saltar al pescuezo del primero que pasa y ahogarlo.

—No digas disparates. Ni tienes razones para hacerlo ni eres capaz de hacerlo.

—¿Que no soy capaz?

Y Víctor tuvo una extraña sonrisa de desafío.

—¡Quieres verlo! Me echo al primero que pase y lo estrangulo.

Eleuterio notando que Víctor estaba borracho, intervino:

—No seas loco. Vamos hasta la Plaza de Oriente para tomar un poco el fresco.

Pero Víctor no abandonaba su idea.

—Tal vez no lo creas, pero hay ocasiones en que siento una ceguedad capaz de todo.

Se detuvo, y sujetándole con fuerza del brazo, sintiendo las palabras, murmuró:

—Ahora era capaz de ahogarte a ti mismo.

Eleuterio, que era cobarde, no pudo menos de dar un paso atrás.

—Pues no lo intentes que son bromas pesadas.

—Cuando fui a acompañar a Palomero y lo vi a mi lado, paseándose en el andén de la estación, sonriente, contento, cuando yo moría de tristeza, tuve intenciones de arrojarme a él, y allí mismo…

Eleuterio inquieto y comenzando a dar al diablo la compañía de Víctor, exclamó:

—Tú no estás bueno de la cabeza.

Y Víctor deteniéndose y apoyándose en el quicio de una puerta, murmuró:

—Es verdad, no estoy bueno de la cabeza.

—¿Sería lo mejor irnos hacia casa?

—No, paseémonos. El aire me hace bien.

Entonces Eleuterio empezó a canturrear tangos y jotas zarzuelescas para distraer al otro.

Así llegaron hasta el final de la calle de Ferraz.

En una taberna Víctor quiso entrar, pero Eleuterio se opuso.

—¿A qué santo beber más?

Víctor insistió y acabaron por entrar los dos, bebiendo sobriamente una copa de aguardiente, de pie, delante del mostrador.

Después de pagar, Víctor se volvió a Eleuterio:

—¿Va otra?

—No; nada más.

—Sí, otra.

—No, no.

Víctor terminó la discusión, encarándose con el tabernero, y diciéndole imperativamente:

—Eche dos copas más.

Eleuterio se encogió de hombros y con aire resignado bebió. Pero Víctor no quiso beber.

Después de haberse llevado la copa a la boca, lo arrojó todo fuera, diciendo que era una peste.

La taberna se alarmó, y el tabernero exigió que le pagasen la copa.

Víctor le dijo torvo y provocador:

—Se paga la copa. ¿Cuánto es?

La copa era cinco céntimos.

Víctor arrojó la moneda encima del mostrador y salió empujado por Eleuterio, que le decía al oído que tuviese juicio.

En la calle la borrachera pareció recrudecérsele.

Cantó la Marcha de Cádiz, insultó a una mujeruca que pasaba y que huyó despavorida y quiso interpelar al sereno, lo que no hizo, porque Eleuterio agarrado a él le pidió que no lo comprometiese.

Después le sobrevino una crisis nueva. Empezó a hablar de Paca la Gallarda, de su amor del Extremeño, y como Eleuterio le confiase para calmarle que él también anduviera enamorado de la Gallarda, Víctor le echó los brazos y comenzó a sollozar.

Habían vuelto sobre sus pasos y Eleuterio lo encaminaba dulcemente para la casa de huéspedes.

Ya en la puerta costó grandes trabajos obligarlo a subir y recogerse, pero al fin Eleuterio pudo dejarlo.

Víctor, en lo obscuro de la escalera, sintió que la cabeza le daba vueltas.

Encendió fósforos y subió contando los escalones, porque se reconocía embriagado.

Abrió la puerta y entró encendiendo sucesivamente fósforos que le quemaban las yemas de los dedos.

Buscó su cuarto.

La casa estaba en silencio.

Todo dormía.

En el cuarto quiso encender la palmatoria, pero la palmatoria había desaparecido.

En su trastorno se imaginaba objeto de una ilusión.

La palmatoria debía estar allí.

Sin embargo, no era así.

La palmatoria no estaba.

¿Quedaría en el comedor?

Fue al comedor. Miró sobre la mesa:

¡Nada!

¡Tal vez en la cocina!

La criada se habría olvidado.

Pero el fósforo se le apagó entre los dedos.

Dejó caer la caja.

Se bajó para cogerla palpando en el suelo, pero no la encontró.

En esto se oyó un ruido.

De encima de una mesa había caído alguna cosa con estruendo.

Una voz dijo de dentro:

—¿Quién anda ahí?

Víctor no contestó y continuó buscando en el suelo.

—¿Quién anda ahí?

Nuevo silencio, apenas interrumpido por la respiración jadeante de Víctor, inclinado sobre el suelo, palpando a ciegas.

En esto la cocina se iluminó y doña Lola apareció en la puerta.

—¿Qué está usted haciendo ahí?

Víctor, sin incorporarse, echando al fin mano a la caja de fósforos, repitió en un tono que no dejaba dudas acerca de su estado.

—¿Qué estoy haciendo?

—Sí, señor. ¿Qué hace aquí?

—¿No lo ve usted? Buscaba los fósforos que se me habían caído.

—¡Buena manera de venir a casa!

—¡Qué! ¡Qué! ¡Qué!

Y Víctor se irguió lentamente. Mirando fiero a doña Lola continuó:

—Sepa usted que no tengo ganas de conversación. Diga usted a la criada que me ponga la palmatoria pues no he de acostarme a obscuras.

Doña Lola respondió de mal humor:

—No hay palmatoria. Si quiere luz compre velas.

Víctor en un tono de voz cada vez más irritado repitió:

—¿Que compre velas?

—Sí, señor.

—¡Y si no me da la gana!

—Se acuesta a obscuras.

—¿Y si no me da la gana?

Doña Lola dejó la luz sobre la mesa y volviéndose a Víctor, puestas ambas manos en las caderas, replicó:

—Si no le da a usted la gana, se va de mi casa. Yo aquí no quiero borrachos.

Víctor poseído de un extraño furor, exclamó:

—Usted es la que va a salir, tía bruja. Pero no por la puerta, sino por la ventana.

—¡No me falte usted, desvergonzado!

—¡Tía bruja!

—¡Que no me falte!

—¡Vieja loca!

—Que estoy en mi casa.

—Ya verá usted si está en su casa…

Y haciendo un gesto de amenaza, adelantó hacia doña Lola, que retrocedió asustada.

En aquel momento apareció la criada:

—¿Qué pasa, señora?

—¡Este borracho!

No concluyó.

Víctor se arrojó sobre ella. La criada gritó:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Doña Lola no daba señal de defenderse con las uñas.

La mesa, empujada por los dos, rodara con estrépito hasta la pared.

La criada seguía gritando:

—¡Acudan! ¡Acudan!

El cabo de Orden Público apareció en calzoncillos.

—¿Qué sucede? ¿Qué pasa?

Y luego viendo a Víctor y a doña Lola se arrojó a separarlos.

La criada no cesaba de llamar:

—¡Acudan! ¡Acudan!

Llena de miedo, no se atrevía a acercarse.

Apareció el copista de música que corrió a prestar apoyo al cabo, asegurando a Víctor con ambas manos. Doña Lola pudo verse libre de las garras de Víctor. Toda trémula suplicó:

—Por Dios, asegurarlo bien.

El cabo, sujetando a Víctor que rugía, murmuró con arrogancia:

—¡Está seguro!

Entonces doña Lola recobró un poco de ánimo:

—¡Canalla! ¡Insolente! ¿Han visto ustedes?

Pero Víctor, de nuevo, arremetió contra ella.

Doña Lola huyó hasta la puerta de la cocina.

Fue preciso hacer nuevos esfuerzos para sujetar a Víctor. Al cabo de un momento pareció ceder.

Entonces doña Lola, desgreñada y trémula, gritó desde la puerta de la cocina:

—¡Que se vaya ese hombre! ¡Que se vaya!

Hubo un largo silencio.

Doña Lola, siempre dispuesta a ocultarse en la cocina, volvió a repetir:

—¡Que se vaya ese hombre!

Víctor, en quien aquella escena parecía haber disipado la embriaguez, solo entonces comprendió lo que pasaba.

Se desprendió de los dos hombres que le sujetaban, y dijo sombríamente:

—¡Está bien!

Se bajó para coger el sombrero que le cayera al suelo.

Dio las gracias a los dos huéspedes que le sujetaran, impidiéndole cometer un disparate, y salió.

Nadie osó pronunciar una palabra.

Se oyó el ruido de sus pasos todo a lo largo del pasillo, el estallido de un fósforo, y la puerta que se abría y se cerraba con furia.

El cabo fue a cerciorarse de que había salido.

Volvió al comedor murmurando:

—¡Vaya con Dios!

Doña Lola chilló:

—¡Vaya con todos los demonios y que no vuelva!

La criada corrió a cerrar la puerta con cerrojo y llave.

Doña Lola, dejándose caer en una silla, dio expansión a sus sentimientos.

—¡Nunca me sucediera una cosa semejante!… ¡Qué borracho, señor! ¡Todo aquello le pasaba por tener buen corazón! Hacía lo menos dos meses que debía haberle echado de casa. ¡Qué manera de agradecer lo que había hecho por él!… ¡No tenía dinero para pagar la casa de huéspedes, y lo tenía para emborracharse!

La criada, ayudada por uno de sus huéspedes que había aparecido a última hora, puso la mesa en su sitio.

El cabo pidió un vaso de agua, pero doña Lola, agradecida a su intervención, hizo abrir una botella de vino blanco y distribuyó copas.

La cuestión y el alboroto terminó así; y a la luz del amanecer que entraba mortecina por las ventanas del comedor, los huéspedes de doña Lola, en calzoncillos y mangas de camisa, apuraban tranquilamente la botella de vino con que la patrona les regalara.

XXV. Un socorro

Era casi día claro, cuando Víctor, completamente atolondrado, se encontró a la puerta de la calle.

¿A dónde ir en aquella hora?

Permanecía parado en la acera, y dudando, sin saber qué resolución adoptar.

Y no cesaba de preguntarse a sí mismo.

¿A dónde ir?

Por un momento ocurriósele ir en busca de Eleuterio, que vivía en la Cava Baja, pero reflexionó que era demasiado temprano.

Seguramente no le abrirían.

¿Qué hacer?

La embriaguez se le disipaba; quedárale, sin embargo, un gran aturdimiento que aún le hacía tambalear.

Tenía sed.

La boca le ardía.

Le pesaban los párpados.

Se sentía lleno de fatiga, como después de un gran trabajo.

Tenía sueño, pero en aquella hora era difícil encontrar dónde dormir.

Lo mejor era esperar que llegase la mañana y fuese hora de buscar a Eleuterio.

Aún le quedaban cinco reales del duro que le dieran por la capa.

Aquel dinero, por poco que fuese, diole cierta seguridad. Cuando menos le aseguraban el almuerzo, y un lugar donde poder esperar la hora de ver a Eleuterio.

Echó por la calle de Toledo arriba y llegó a la Plaza Mayor. Estaba desierta, y todavía envuelta en una vaga sombra. ¿Qué hora sería?

En esto un hombre que marchaba muy de prisa con el cuello del gabán levantado se cruzó con Víctor, que casi maquinalmente le detuvo, preguntándole con brusquedad:

—¿Qué hora es?

El del gabán pareció asustarse y retrocedió exclamando.

—¡No se acerque o llamo!

Víctor un poco sorprendido, sin moverse replicó:

—¿Está usted loco? ¡Me toma usted por un ladrón!

El otro muy excitado, separándose más a cada movimiento de Víctor, no cesaba de repetir:

—¡No se acerque!… ¡Le digo que no se acerque!

—¡Vaya al diablo!

Y Víctor siguió adelante.

El del gabán, que poco a poco se apartara casi andando para atrás, súbitamente se desató a correr como un loco.

Este incidente produjo en el espíritu de Víctor una impresión singular.

Sin ser un ladrón pasó por serlo, y esta confusión, lejos de alarmarle, le dio una impresión de fuerza.

El hecho de haber asustado a un transeúnte le hizo sonreír con un vago orgullo de sí propio.

Siguió andando, sin destino ni rumbo, por las calles desiertas.

No pensaba ya en el alboroto de la casa de huéspedes.

No pensaba en nada. No podía pensar.

Hasta cerca de las nueve estuvo dando vueltas por la Puerta del Sol.

A esa hora, fatigado y muerto de sueño, se dirigió a la Cava Baja, donde vivía Eleuterio.

Le halló todavía en cama.

Eleuterio, un poco sorprendido, casi sin acabar de despertarse, le dijo al verle:

—¿Qué te pasa?

Víctor cerró la puerta de la alcoba, y acercándose al lecho, murmuró:

—Has de perdonar. Pero me sucede esto.

Y contó lo que le había pasado en casa de doña Lola.

Eleuterio pareció despertarse del todo y se echó a reír.

—¿De manera que has querido matar a mi antigua prenda?

—¡Casi!

—¡Pero tú tienes el diablo en el cuerpo!

—Lo que yo tenía era vino.

—¿Y has llegado a sacudir el polvo a la Lola?

—No te digo, que faltó poco para que la estrangulase.

—Pues la mujer debe estar de oír.

—¡Figúrate!

—¿Cuál de los huéspedes fue el primero que intervino?

—El cabo.

—¡Ese será mi sustituto en el corazón de la patronal!

—Puede ser.

—Ahí está una plaza que tú debiste haber ocupado.

—¡Hombre, por Dios!

—¡Perdona, hermano! Pues no eres tú poco fino… Confiesa que si no seguiste mis huellas, ha sido por miedo al grave censor y mentor…

—¿A quién? ¿A Palomero?

—Naturalmente. Mira qué bien pudiste haber arreglado tu vida. Otra cosa más que tienes que agradecerle al Apóstol.

Y cambiando de tono, exclamó:

—Pero a todo esto, ¿qué hora es?

—Las nueve.

—¡Eres el Demonio!

Y después de una pausa.

—¿Y ahora, qué vas a hacer?

Víctor hizo un gesto.

—¡No lo sé!

Eleuterio reflexionó:

—¿Quieres descabezar un sueño?

Víctor aceptó. Y desocupó un sofá destartalado que había en la alcoba con el fin de tenderse en él.

Eleuterio, volviéndose en el lecho del lado de la pared, murmuró casi entre dientes:

—Si te es lo mismo, cierra la ventana.

Víctor obedeció y se acostó en el sofá, buscando una posición cómoda para dormirse.

Estaba fatigadísimo.

El sueño no tardó en cerrar sus párpados.

Allá afuera hacía un sol magnífico, y toda la calle de la Cava Baja, se henchía de pregones matinales.

Cerca de las doce se despertó con todo el cuerpo dolorido. Buscó una nueva posición para reanudar el interrumpido sueño, pero le fue imposible.

Su piel ardía.

Parecía que tenía fiebre.

Mezclados llegaban hasta él los ruidos de la calle y los ruidos domésticos.

Una voz cascada hablaba en el patio, y en la buhardilla cantaba con alegres trinos un canario prisionero en su jaula.

Todo tenía una apariencia de paz, de estabilidad y de ventura, que contrastaba con su situación.

¡Estaba allí, sin domicilio, sin lecho, sin abrigo, huérfano de todo amparo, refugiado como un malhechor!

Tuvo un momento de profunda postración.

Fue uno de esos momentos en que el hombre vencido quita de por medio todo el pensamiento de resistencia a la vida, y, por decirlo así, capitula.

Un gran vacío se hizo en su cerebro, y tomando al acaso un libro caído al suelo, se puso a leer indiferentemente, forcejeando por distraerse.

En aquel momento se despertó Eleuterio.

—¡Ah! ¡Es verdad que estabas tú ahí! ¿Qué hora es?

—Las doce.

—¡Diablo! ¡Cuánto he dormido!… ¿Y tú has dormido algo? —¡Poca cosa!

Eleuterio se restregó los ojos, exclamando:

—¡Bueno! ¡Voy a levantarme!

Y se puso en pie, mientras Víctor miraba distraídamente por la ventana que caía al patio.

Cuando acabó de vestirse, Eleuterio dijo a su amigo:

—Vamos a salir. Yo como ahí a la vuelta en una taberna que hay en la esquina. Tú comerás conmigo, tengo crédito.

—¡Gracias!

—Después nos pasaremos por el estanco de la socia, para que nos regale a cada uno un puro, y le pediré además una peseta para café.

Con arreglo a este programa se realizaron los hechos. ¡Cosa extraña y que raras veces sucede!

Que es ya apodíctica aquella frase:

«El hombre propone y Dios dispone».

Después de tomar café en el de Gallo, Víctor y Eleuterio salieron humeando los cigarros como dos hombres felices.

Solo entonces volvió con una alusión a la noche anterior el recuerdo de la situación.

¿Qué pensaba hacer Víctor?

¡Víctor mismo no lo sabía!…

Eleuterio le dijo:

—¿Por qué no te vuelves a tu tierra?

—¿A Santiago? ¡Jamás!

—¿Por qué?

—Porque es preferible la miseria aquí.

—¿No tienes familia?

—No.

—¿Ninguna?

—¡Ninguna!

—¿Y amigos?

—Tampoco. Los que tengo no pueden valerme.

—Me habían dicho que tú te habías criado en un palacio.

—¡Es verdad!

—Que tu abuela era una condesa.

—No sé si era mi abuela… Solo sé que es la persona que más me ha querido en el mundo…

Y Víctor calló no queriendo dejar adivinar su emoción, una emoción sincera y profunda.

Después de un largo silencio, Eleuterio volvió a decir:

—Y si no arreglas algo, ¿qué vas a hacer?

—Ya te he dicho que no lo sé. Buscaré sin descanso.

—¿Dónde?

—Veré…

La verdad es que era aquella una situación terrible.

Al salir del café habían echado hacia la Puerta del Sol, y después por la calle de Alcalá, de paseo, sin destino.

Víctor aseguraba que tenía todos los nervios tirantes y que necesitaba andar, andar mucho, sin descanso.

Eleuterio ya empezaba a cansarse.

En una taberna, próxima a la plaza de Toros, tomaran cerveza con limón.

Pagó Víctor con los cinco reales que le quedaban, y se empeñó en que continuasen el paseo.

De pronto exclamó:

—Ya que estamos cerca de Madrid Moderno, vamos allá.

Eleuterio se opuso.

—¡Pero te has vuelto loco! Yo ya no puedo con mi alma.

—No seas perezoso ni tumbón.

—¿Pero a qué vamos allá?

—Tengo una idea.

—¿De qué clase?

—No me preguntes nada. Anda, acompáñame.

Eleuterio cedió.

Cuando llegaron a Madrid Moderno, Víctor se orientó buscando la calle de Castelar.

Ante una casa nueva y sin número se detuvo.

—¿Quieres esperarme aquí?

—Con tal que no tardes.

—No tardaré. Aquí vive la señora de Neira. Una señora de Santiago, amiga de la difunta Condesa.

—Pues anda y no tardes.

Víctor entró en el portal.

Eleuterio quedose paseando en la acera.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Antes de un cuarto de hora, Víctor apareció radiante.

—¿No te lo dije? ¡Fue una excelente idea!

Y mostraba a Eleuterio un billete de cien pesetas.

El otro parecía asombrado.

—¿Quién te ha dado eso?

—La señora de Neira.

—¡Pues es mejor que mi estanquera!

—¡No seas bruto!

—Ya tienes para una temporada.

—Sí; volvamos a Madrid.

En todo el camino no dejaron de hacer comentarios acerca del suceso.


* * *
 

El lector ya sabe cómo llegó a manos de Víctor aquel socorro tan oportuno de un billete de cien pesetas, pero ignora los detalles del hecho.

Al encontrarse cerca del barrio donde moraban los señores de Neira, se acordó repentinamente de ellos, y repentinamente tomó la idea de verlos.

Su intención no era pedirles dinero, sino indicarles de una manera indirecta que atendiesen a mejorar su aflictiva y desesperada situación.

Al pronto, cuando le acudió la idea de que los señores de Neira podrían ayudarle, pensó en visitarles al día siguiente; pero como las circunstancias eran imperiosas, pronto reflexionó que pues tenía que verlos, cuanto antes mejor.

¿Por qué retardarlo?

Así fue como le vimos proponer súbitamente a Eleuterio que le acompañase a Madrid Moderno.

Doña Carlota Saco, casada en la actualidad con don Felipe Neira, era natural de Santiago de Galicia.

En primeras nupcias, y siendo muy joven, había estado casada con un rico propietario, que al morir la dejara por heredera de toda su fortuna.

Mantúvose durante mucho tiempo viuda, con esa natural desconfianza de las mujeres ricas, que en todos ven pretendientes interesados.

Pero habiendo decidido trasladar su residencia a Madrid, y puéstolo en acto, su situación de viuda empezó a preocuparla.

Decidió casarse.

Conoció entonces a D. Felipe Neira, comandante de artillería, y algunos años más joven que ella.

El Sr. de Neira casi la sedujo. La viuda experimentó por él una de esas pasiones tardías.

Más que bello le halló hombre de mundo, distinguido, atrayente.

Casi fue ella quien le solicitó, porque él, sabiéndose preferido, tuvo el cuidado de no manifestar impaciencia.

De su matrimonio conservaba a su lado una hija, que, como su madre, se llamaba Carlota.

El comandante D. Felipe Neira, que de soltero era un habitual frecuentador de clubs y de casinos, conservó siempre la costumbre.

Así, cuando los asuntos de su hacienda y la de su mujer, en su mayor parte consistente en tierras aforadas, no le obligaban a permanecer en Galicia, sucedía que casi siempre estaba en el Casino.

Su hija Carlota habíase casado con un joven oficial del Ejército, que al mes de matrimonio había tenido que embarcarse para Cuba, donde encontrara la muerte, y vivía ella en Galicia, retirada en un caserón de familia.

Cuando Víctor se presentó en casa de los señores de Neira, la anciana dama estaba sola.

Don Felipe hacía algunos días que se hallaba fuera de Madrid; pero esta circunstancia, lejos de inquietarle, vino a infundirle más ánimo.

Al comandante apenas le conocía, mientras que a su mujer la había visto desde niño en el palacio de la Condesa de Cela, a donde solía ir todas las tardes.

La señora de Neira le recibió bien, con cierta sorpresa casi familiar, informándose de las particularidades de su vida.

Después de una penosa pausa en la conversación, Víctor se resolvió a decir a la señora lo que pretendía.

Ella quedó un poco sorprendida, porque naturalmente suponía que Víctor la visitaba por mera cortesía, pero le oyó sin interrumpirle.

Víctor, que tenía la facultad de referir las cosas con cierta elocuencia, le contó las circunstancias en que viniera para Madrid y una parte de su vida desde la muerte de la Condesa.

Viniera a Madrid en la esperanza de poder trabajar y vivir; pero hasta entonces todos sus esfuerzos habían resultado infructuosos.

No aludió a su paso por la redacción de El Socialista, y sombríamente, encogiéndose de hombros, repitió varias veces:

—¡No sé qué hacer! ¡No sé qué hacer!

La señora de Neira le oía con atención, y no parecía comprender las relaciones que hubiese entre aquello que le contaba y su visita.

Como todas las personas que oyen referir infortunios a los cuales son indiferentes, esperaba que él concluyese.

Víctor comprendió la situación, y procuró hacerla más clara.

No tenía relaciones.

Estaba solo en Madrid.

Nadie podía ayudarlo.

Las únicas personas de algún valimiento a quien conocía eran ellos, los señores de Neira.

La anciana, en un tono de desaliento, como si anticipadamente afirmase que en nada podía ayudarle, murmuró:

—¿Pero nosotros en qué podemos ayudarle?

—Yo mismo no lo sé, señora. He venido aquí porque en resumidas cuentas el deber del hombre que se siente perdido es procurar salvarse.

La anciana, pareciendo orientarse, preguntó:

—¿Pero usted qué hace ahora?

—¡Nada!

—¡Eso no puede continuar!

—¡Desgraciadamente continúa hace mucho tiempo!

—Usted es joven.

—¡De nada me sirve!

—Usted es fuerte.

—Ya se encargará la desgracia de hacerme débil.

—Usted es inteligente.

—Pues acabaré por volverme loco.

Hubo un penoso silencio.

La señora de Neira, sentada enfrente de Víctor, parecía reflexionar.

Víctor comprendió que se ocupaba de él y no la interrumpió. De repente la anciana exclamó:

—¡Si mi marido estuviese en Madrid! Pero ayer mismo salió para Galicia, y tardará siete u ocho días en volver.

Y después de otra pausa.

—¿Quiere pasarse para entonces por aquí?

Este plazo a Víctor le pareció tan largo, que dijo suspirando:

—¡Dentro de ocho días!

—¿Le parece a usted mucho?

—¡Mucho, señora!

—Ocho días se pasan en seguida.

—¡A veces son siglos!

—Ocho días son como un soplo.

—A veces, señora, son como un huracán…

Y advirtiendo que la anciana estaba conmovida, le contó toda su miseria, toda su desgracia…

Sin embargo, recelando herirla con una narración demasiado cruda, omitió la circunstancia de encontrarse sin domicilio, limitándose a referir a la anciana que estaba amenazado de perderlo.

Contó que aquel mismo día había sido intimado para marcharse o pagar; y por una hábil maniobra transformó esta intimación en la causa principal de su visita.

La señora de Neira se conmovió.

Víctor creyó distinguir en los ojos de la anciana un ligero vapor de lágrimas.

La señora preguntó después de una pausa:

—¿Y cuánto debe en la casa de huéspedes?

—Ni yo mismo lo sé.

Lentamente, sin decir una palabra, la anciana tiró del cordón de la campanilla.

Se presentó un criado.

—Busque usted el llavero de las llaves pequeñas, que está sobre el tocador.

El criado salió y volvió a poco con el llavero.

—Abra el segundo cajón de aquella mesa. Deme la cartera grande.

El criado le dio la cartera.

—Váyase.

Salió el criado. La anciana se levantó trabajosamente. Abrió la cartera sobre un mueble. Todo con gran lentitud.

Víctor también se había levantado.

Comprendiendo la intención de la anciana estaba trémulo de sorpresa.

¿Cuánto le daría?

La anciana cerró la cartera, metió un billete en un sobre y volviéndose hacia Víctor le dijo:

—Tome usted esto. Cuando mi marido vuelva de su viaje, veremos lo que se puede hacer.

Víctor extendió la mano, y en un tono compungido para disimular su contento, exclamó:

—¡Oh!, señora, ¿cómo agradecerle? ¿Cómo podré yo decirle?…

La anciana interrumpió con bondad.

—No diga nada. Ande, arregle su vida… Arregle su vida…

Víctor pensó en retirarse inmediatamente, pero le pareció grosero.

Al fin, pasados algunos minutos, se despidió.

Estaba impaciente por verse en la calle, por respirar el aire libre y dar expansión a su alegría.

—Señora, con el permiso de usted me retiro… Yo volveré…

Pero la anciana se opuso a que volviese.

—No, mi marido le buscará. No venga… Ya sé lo que es preciso… Deje las señas de su casa… Aquí, en un papel.

Víctor protestó. Volvería él mismo.

La anciana terqueaba:

—No, no.

Y tuvo que ceder; que dejar escrito en una hoja de papel el número de su antigua casa.

Se despidió por segunda vez.

La anciana, que era muy sencilla, fue ella misma a abrirle la puerta.

—A las órdenes de usted. No olvidaré nunca el beneficio…

La señora le interrumpió:

—No hable de eso. Póngase el sombrero. ¡Adiós!

Cuando se halló en la calle y atravesó a la otra acera, donde Eleuterio esperaba paseándose, rasgó rápidamente el sobre que la señora le diera, y se encontró con un billete de cien pesetas.

Sonrió, se encogió de hombros y dijo en voz alta:

—Hay para unos días.

Como veremos más tarde, esta entrevista que acabamos de narrar con absoluta verdad, tuvo una influencia decisiva en la vida de aquel hombre.

¡Una vida accidentada y extraña!

Libro segundo

I. Un año de miseria

Doce meses transcurrieron.

¡Doce meses de miseria y de penalidades para Víctor Rey!

Doce meses, durante los cuales había caído en todos los abismos de la miseria y conocido todos los dolores.

Después de algunas cartas a Palomero, que complicado en una cuestión anarquista había tenido que emigrar a Francia, Víctor, como no obtuviera ninguna respuesta, quedó en la duda de si su antiguo amigo habría muerto o simplemente dejado de existir para él.

Eleuterio, cuya amistad le alentara en sus primeros tiempos de Madrid, estaba en la cárcel por escándalo y lesiones; aún estaría algunos meses más.

Víctor se hallaba solo, completamente solo.

La protección de los señores de Neira también la había perdido, o por mejor decir, solamente en la ocasión que conocemos había disfrutado de ella.

La había perdido después que el comandante le buscara en la casa de huéspedes de doña Lola y había oído de labios de la obesa patrona el relato de la escena que nosotros ya hemos narrado en otro lugar.

Habiendo vuelto a recurrir a la anciana en un día de extrema miseria, le recibió el comandante, y aludiendo a su procedimiento en la casa de huéspedes, le puso secamente a la puerta, cerrándosela para todo y para siempre.

Varias veces llegó a pensar en el suicidio como en un supremo y único recurso.

En un año hizo todo el aprendizaje de la vida amarga.

Supo lo que era no tener casa ni lecho.

Supo lo que era pasar las noches al aire libre, vagando por las calles o durmiendo en los bancos de los paseos.

Conoció el hambre, los largos días sin comer.

Tuvo todas las alucinaciones de la miseria, desde las que hacen creer que es fácil encontrar dinero en las calles, hasta las que llevan el espíritu febril y alucinado a planear hipotéticos crímenes.

Entró en la intimidad de los miserables como él; en la taberna y en las esquinas solitarias; en las puertas de las iglesias y en los solares abandonados.

En compañía de aquellos miserables supo lo que era tener frío, y supo lo que era partir con ellos una corteza de pan.

Les inspiró confianza; recibió sus confidencias y oyó el lenguaje monótono del sufrimiento lento de la miseria.

Acabó por familiarizarse con su desgracia.

Todo en la vida es así.

El hombre transforma todo en hábitos, y así como se acostumbra a ser feliz, así se habitúa a ser desgraciado.

La felicidad tan deseada, cuando se obtiene por largo tiempo, se torna monótona e insípida.

La desventura, tan temida, igualmente se hace monótona, y pierde su carácter temeroso cuando se sufre largos días.

El hombre se habitúa a la miseria como se habitúa al lujo.

Víctor se habituara a la miseria.

Sus vestidos hechos harapos, sus botas agujereadas, sus largos cabellos, revueltos y enmarañados, y su barba inculta no le avergonzaban ya como al principio, cuando comenzó a luchar contra las primeras invasiones de la adversidad.

Había tenido pudores que poco a poco fueron desapareciendo.

No se avergonzaba de mostrarse en las calles más céntricas a la luz del día, y, poco a poco, fue perdiendo la dignidad, que se transformó en un revolucionario desprecio para todo el mundo.

Ciertos escrúpulos fueron por completo barridos de su espíritu.

Dejó de reflexionar, de discutir consigo mismo sus propios actos antes de practicarlos.

Se entregó completamente a su instinto.

Se ligó con un extraño personaje, hombre misterioso, perseguido por la policía, y el cual había recorrido medio mundo.

Aquel hombre habiéndole enseñado una noche por broma cómo se robaban carteras y relojes, Víctor intentó una noche, aprovechando la confusión de un incendio en las Américas, robar a un hombre que estaba boquiabierto admirando las llamas y cómo las bombas arrojaban el agua.

Le sacó del bolsillo de la chaqueta una cartera; pero cuando la abrió para ver lo que contenía, la arrojó lejos de sí con rabia, porque la cartera era vieja y estaba casi vacía.

Pensó entonces que, por aquel miserable chirimbolo, podía haber sido preso, y mentalmente resolvió que era estúpido buscar la fortuna en aquellas condiciones hipotéticas, y que, a tener de correr riesgos, era preferible correrlos con más seguras probabilidades de buen éxito.

Entre tanto ocurrió este hecho: Víctor se ligó sin amor y sin interés con una pobre mujer, miserable y abandonada como él, y de ella tuvo una hija.

El nacimiento de aquella niña no despertó, sin embargo, ningún sentimiento nuevo.

No le inquietó, siquiera, la noción de sus responsabilidades para con aquel ser débil y enfermizo que nacía al mundo.

Ser padre en las condiciones en que él lo era, y en las circunstancias en que él se encontraba, le parecía absurdo, y merced a la casuística feroz de su miseria, abandonó a la hija y a la madre, sin remordimientos y sin preocuparse de ninguno de aquellos dos seres que yacían en la mayor de las desesperaciones.

Como veremos más tarde en el transcurso de esta historia, aquella hija, nacida en tan crueles circunstancias, vino a expiar dolorosamente las faltas de su padre, o, para explicarnos mejor, la falta de moralidad de su padre.

Transcurrió un año, dijimos. ¡Un siglo para el desgraciado!

Víctor tenía veintisiete. Los cabellos empezaban a blanquear en su cabeza; los rasgos de su rostro parecían ahondados; la boca contraíase en melancólico pliegue, y los ojos, hundidos y apagados, tenían de continuo una expresión triste.

El alma de Víctor no era vieja, era caduca.

En tales momentos reapareció Palomero.

¿Cómo?

Una mañana Víctor se paseaba por la calle de Sevilla, desesperado y sin saber qué hacer de sí. De pronto vio dos hombres que salían del Café Inglés, en uno de ellos rápidamente reconoció a Palomero.

Al ver a su antiguo amigo, Víctor corrió hacia él; iba a hablarle, a llamarle, pero súbitamente, y sin saber por qué, se detuvo.

Por la primera vez después de mucho tiempo, se sentía avergonzado de sus harapos.

De los dos que salían del Café, ninguno reparó en él.

Víctor los siguió a distancia, espiándolos.

No hablara inmediatamente a Palomero, pero pensaba hablarle, saber dónde vivía, verse con él.

Palomero y su amigo echaron por la calle de Alcalá.

Víctor los siguió, pegado a las paredes, sin perderlos de vista, todo agitado de conmoción.

Llegaron a la Puerta del Sol.

El compañero de Palomero miró la hora en el reloj del Ministerio de la Gobernación, y después, hablando a Palomero con animación, apresuraron el paso.

Tomaron por la calle del Arenal, y entraron en un gran portal.

Víctor permaneció en la calle sin saber qué partido tomar.

Pensó interrogar al portero, pero no se atrevió.

Paseándose en la acera de enfrente, se decía:

—¿Vivirá aquí o vendría con objeto de visitar a alguno?

Lo mejor era esperar.

Esperó durante dos horas largas, lleno de impaciencia.

Al fin se decidió a interrogar al portero:

—¿Está aquí hospedado D. Antonio Palomero?

El portero respondió secamente:

—Está. ¿Qué se le ofrece?

Víctor se alejó sin responder.

De allí a pocos momentos, Palomero recibía la siguiente carta:


«Amigo mío:

Si aún te acuerdas de este nombre, ¡Víctor!, acude hoy, a las dos de la tarde, a la Plaza de Oriente.

Que no te sorprenda ni la cita ni el sitio.

Todo es muy sencillo, como te explicarás al verme.

Tuyo

Víctor».
 


* * *
 

A las dos en punto, Palomero acudió a la Plaza de Oriente.

Durante algunos minutos, por más que buscó, no descubrió por ninguna parte ni vestigios de Víctor.

Se disponía a retirarse, cuando oyó pronunciar discretamente su nombre.

Se volvió, y vio ante él un hombre pálido, sonriente y andrajoso, que era Víctor.

Antes de que Palomero hubiese vuelto de su sorpresa, Víctor murmuró:

—¡Ya ves que no podía buscarte!

Palomero, como si acabase de ver alguna cosa increíble, exclamó:

—¿Pero cómo es posible que tú hayas llegado a este estado?

Víctor respondió tristemente:

—¡La desgracia que no deja de perseguirme!

Palomero le estrechó la mano, le miró intensamente, y, pareciendo en un momento haber comprendido todo, le dijo con resolución:

—¡Ven! Hay que poner fin a esto. Afortunadamente estoy yo aquí. Ahora se acabó el peligro. ¡Se acabó! ¡No pienses más en eso!… Positivamente se acabó.

Y luego, sin darle tiempo de pronunciar una sola palabra, añadió:

—Vamos a ver. ¿Dónde vives? Probablemente en alguna covacha…

Víctor murmuró:

—¡Ni eso!…

Palomero repitió estupefacto:

—¡Ni eso!…

Y volvió a interrogarle:

—¿Pero cómo has llegado a ese estado?

Víctor se encogió de hombros, y repuso tristemente:

—Poco a poco… Poco a poco se llega a todo, y yo llegué a esto que ves…

Palomero no contestó.

La situación en que se hallaba su amigo, al mismo tiempo que le apenaba, le producía cierta molestia.

Instintivamente le parecía vergonzoso tener amigos así.

La miseria, cuando alcanza ciertas proporciones, no se perdona.

Se supone que el hombre que desciende hasta el andrajo capitula ante su dignidad.

A los ojos de Palomero, Víctor apareció, por primera vez, como un ser sospechoso y esquivo.

No tenía el aspecto respetable de un hombre en el infortunio, tenía el aspecto de un golfo.

Si alguien le viese con él, necesariamente sospecharía de tal acompañante.

Ya un guardia que cruzaba por el jardín solitario los observaba con sorpresa.

Palomero, deseando borrar las diferencias de aspecto que existían entre ellos, ofreció inmediatamente a Víctor cuanto le fuese preciso para vestirse con decoro.

Allí mismo, en el jardín de la Plaza, le dio un portamonedas con algunos duros, pidiéndole con urgencia que se vistiese, se bañase, y, pretextando graves ocupaciones, se alejó rápidamente, diciéndole que a la noche le buscase.

O porque hubiese comprendido la naturaleza exacta del sentimiento que inspiraba a Palomero, o porque su feroz hostilidad contra todo el bien ajeno le hubiese una vez más irritado, Víctor vio partir a su antiguo amigo con indiferencia, y cuando se encontró solo, enderezándose, como robustecido por el contacto del dinero, se alejó rumiando nuevos pensamientos, proyectos, planes, sueños…

Por dos veces escribió a Palomero, preguntándole cuándo partía, fríamente, como quien trata un negocio, y seis días después del encuentro en la Plaza de Oriente se le presentó en su hospedaje, vestido de nuevo y recortadas barbas y cabellos.

Al verlo nuevamente, Palomero exclamó con jovialidad:

—¡Cualquiera te conoce!

Víctor sonrió de una manera forzada.

Al observarle rápidamente, Palomero creyó observar que aquel año de miseria le había cambiado profundamente.

Ahora sus rasgos eran más duros.

La vaga tristeza que antes velaba su rostro, parecía tener cierta ferocidad.

En sus ojos melancólicos brillaban súbitos relámpagos de audacia.

Toda su persona tenía una expresión nueva. Una expresión rastrera y felina.

Palomero, lleno de sorpresa, no le apartaba los ojos.

Como, sin embargo, tenía un serio empeño en servirle, le dijo, desde luego, que ya había pensado en él, y que, según todas las probabilidades, le colocaría en una casa de Banca. Una sociedad fundada por grandes capitales americanos.

Palomero no conocía a ninguno de los accionistas. Él vivía en esfera muy humilde, no había pasado de ser el compañero Palomero; pero un amigo suyo, un socialista inglés, corresponsal de un periódico de Londres, tenía gran amistad con el Gerente de la nueva sociedad, y le había ofrecido recomendar a Víctor con gran eficacia.

Con efecto, pocos días después Víctor entraba empleado en el Crédito Argentino.

Por primera vez desde que llegara a Madrid, tenía la vida material garantida.

Palomero regresó a Barcelona, dejándole colocado.

Llevara, sin embargo, consigo una leve sospecha de su amigo.

Sospecha que se traslucía en esta recomendación, casi tímida, hecha en el momento de partir:

—Pórtate bien, Víctor. Espero que no me dejarás quedar mal.

Víctor protestó:

—¡No! ¡Jamás!…

Víctor, esta segunda vez, vio partir a Palomero sin pena, y entrevió una existencia nueva.

Y en esta nueva fase de la vida de Víctor es donde vamos a introducir al pío lector.

II. Dos amores

Con la imprevista mudanza de situación todo mudó en la vida de Víctor.

Fue a residir en una casa de huéspedes de la calle de Valverde, donde ocupaba un lindo cuarto con balcón a la calle del Desengaño.

Al mudar de posición, mudó de aspecto y de hábitos.

Le acudió entonces el cuerdo y natural deseo de vivir bien y con comodidad, y como había conocido todas las inclemencias de la miseria, saboreó con doble placer aquellos primeros meses de quietud y de paz.

Como era inteligente y poseía varias actitudes, su situación mejoró mucho en la Casa de Banca, donde comenzaba a ser muy estimado.

Familiarizose pronto con los asuntos de comercio, adquiriendo en poco tiempo lo que los hombres de negocios llaman práctica.

Comenzaba a inspirar confianza, a ser necesario.

El Gerente le trataba con esa severidad de maneras que es el aspecto exterior de la disciplina, del comercio; pero ya le atribuían facultades y le concedían prerrogativas.

Así Víctor se ocupaba de ir a los Bancos y de entregar o recibir dinero.

Era puntual y metódico.

Se levantaba temprano y se recogía lo mismo.

Su espíritu, turbado por dos años de agitación, tornábase nuevamente cristalino y claro, como un vino añejo que se asentase.

El provinciano que estaba dentro del aventurero, recuperaba su lugar.

Pero en el camino de los hombres predestinados la suerte levanta siempre nuevos obstáculos.

Cuando uno está vencido, otro surge.

Joven y fuerte, Víctor solamente conocía de la vida lo que ella tenía de más cruel.

La felicidad aún no le había sido revelada en ninguno de sus aspectos.

Su alma estaba virgen.

Restituido a la paz de una existencia tranquila, el amor vino definitivamente a turbarlo.

De su período de iniciación en Madrid, quedárale un recuerdo doloroso y profundo.

Haber conocido y amado a una mujer para él imposible.

Aquel sentimiento, que fue, como todo amor dirigido a las mujeres impuras, a un mismo tiempo amor y crimen, le hiciera, sin embargo, vislumbrar la felicidad.

Pero su existencia de entonces, llena de vicisitudes y trastornos, fue causa de que aquel sentimiento fuerte cediese su lugar a otros más imperativos.

Mas ahora que al igual su cuerpo que su alma parecía reposar el amor, renacía lento, pero avasallador.

Las circunstancias misteriosas que parecen dirigir el destino de los hombres, le pusieron en contacto con Paca la Gallarda, que estaba entonces en la plenitud de su belleza.

Paca la Gallarda no tenía edad, al menos no sería posible fijársela.

Pero era joven.

En Madrid y en su barrio la encontraban bonita.

No era bonita solamente, era extraña.

Su rostro no tenía la expresión común a la belleza femenina, antes bien, tenía como un sello masculino.

Era un mixto de hombre y de mujer, poseyendo con toda la gracia de esta toda la varonil decisión de aquel.

Su mirar era claro y franco; su nariz, levemente insolente; su boca, fresca; sus cejas, negras y enérgicas.

Vestía su cuerpo, alto y arrogante, con trajes llamativos y lucía de ordinario ricos y floreados pañolones de Manila, que llevaba con graciosa desenvoltura.

Era rozagante y briosa y muy suelta de mano para castigar en la calle a los granujas que le decían chicoleos groseros.

Este aspecto y estas maneras la daban nueva gracia a los ojos de Víctor.

El hecho de murmurarse que su incógnito padre era un título de Castilla la hacía también más interesante.

Paca la Gallarda era muy conocida en los teatros llamados del género chico.

¿Fue todo esto, a más de la belleza de aquella barbiana, lo que sedujo a Víctor?

¿Tuvieron tanto que ver en aquel amor los negros ojos de la Gallarda y los sucesos extraños y novelescos de su vida?

¡Quién sabe!

Ello es que de cuantas mujeres conoció en Madrid fue aquella la única que con tan irresistible fuerza la atrajo.

Se encontraron una noche en el teatro de Novedades, donde se representaba un melodrama.

Tenían las butacas contiguas, y se hablaron durante el espectáculo.

Un pretexto cualquiera bastó para que se entendiesen.

Las primeras palabras, como suele suceder, fueron banales, sin importancia.

Paca la Gallarda respondía distraída, reclinada en el respaldo de su butaca.

En un principio Víctor le pareció vulgar y hasta un poco ridículo.

Con todo, no le trató con la desenvoltura que solía, porque halló en la fisonomía del hombre algo de austero a que no estaba acostumbrada.

Pero poco a poco Víctor fue diciéndole al oído palabras de un vago sentido.

Ella las escuchaba sonriendo, un poco curiosa, porque tales frases le eran de todo en todo desconocidas.

Este hecho, sin embargo, no fue bastante para presentarle a Víctor bajo un aspecto interesante.

Más de una vez, al oírlo, le miró con espanto, y momentos hubo en que le consideró como un verdadero maniático.

Entre tanto Víctor proseguía hablándole en voz baja casi al oído, y hablándole así, experimentaba un placer tal, que nunca se sintiera tan completamente feliz. ¿Qué le estaba diciendo?

Él mismo no lo sabía.

Lo que era cierto es que le hablaba de cosas perturbadoras, porque él mismo se sentía perturbado.

A media noche, cuando concluyó la representación, Paca la Gallarda se levantó, murmurando sencillamente:

—Buenas noches.

Y se alejó, al parecer, tan indiferente para aquel hombre como antes de conocerlo.


* * *
 

Con aquella mujer coincidió otra.

Otra a quien un año antes había visto en la tarde de un domingo.

El encuentro fue también obra del acaso en una verbena.

La vio y no tardó en reconocerla.

Ella le reconoció también, porque volvió a mirarle con la misma afable y tímida curiosidad de la primera vez.

Durante algún tiempo no hicieron sino mirarse con miradas largas y sostenidas.

Víctor, ansioso por saber quién era aquella muchacha, la siguió discretamente hasta su casa.

Un viejo y una anciana la acompañaban.

Debían ser sus padres.

Su apariencia era de obreros en día de fiesta.

De aquel encuentro en la verbena resultaron unas relaciones largas, delicadas, interesantes, que, como veremos en el transcurso de esta historia, se relacionan en muchos puntos capitales con sus más importantes personajes.

Aquella mujer la hemos conocido en el comienzo de esta historia.

Se llamaba Soledad.

Algún tiempo después en la Plaza Mayor, que atravesaba viniendo de la oficina, Víctor encontró nuevamente a Paca la Gallarda.

Se vieron y se saludaron levemente.

Pero Víctor, que iba en dirección opuesta, volvió sobre sus pasos y la siguió.

Ella, que se volviera, tal vez para verle, notó que él la seguía y entró rápidamente en un portal.

Víctor la siguió.

Paca la Gallarda, que entrara allí para hablarle, se sonrió. Sorprendido y encantado Víctor, al cual semejante aventura llenaba de felicidad, pero dudando todavía que la chulapa se hubiese detenido por él, o queriendo oírlo de su boca, interrogó:

—¿Por qué entró usted aquí?

—¡Ya lo está usted viendo!

Y se echó a reír con desgaire.

Víctor murmuró:

—¿Que yo lo estoy viendo?

—Me parece.

—Pues será que no sé lo que veo.

—En ese caso cómprese usted antiparras.

—¿De mucho aumento?

—Para mirar el sol de tamaño natural.

Los dos se echaron a reír.

Víctor preguntó, mirando a Paca en el fondo de los ojos:

—¿Es usted el sol?

La barbiana murmuró, haciendo un gesto de gracioso desdén:

—¡Puede!

De pronto los dos se pusieron serios.

Víctor murmuró, bajando la voz:

—Contésteme usted.

—¿Pero qué quiere que le conteste, criatura?

—¿Por qué entró usted aquí?

—Por hablarle.

Y como Víctor tardase en responder, la Gallarda añadió:

—Tengo que darle un consejo.

—¿Cuál?

—Uno. Haga usted por verme.

—¿Para oír el consejo?

—No. El consejo es eso…

Víctor, sintiéndose completamente feliz, interrogó:

—¿Cuándo quiere usted que la vea?

—Cuando usted quiera.

—¿Ahora?

—¡Va usted en ferrocarril!

—¿Entonces, cuándo?

—Mañana.

—¿A qué hora?

—A la mañana. De once a doce.

¡Y así fue!

Al día siguiente, poco después de las once, Víctor Rey entraba en casa de Paca la Gallarda.

Fue introducido por una criada vieja y experta.

Mientras esperó a que Paca se presentase tembló físicamente, como no temblaría al tener que arrostrar un verdadero peligro.

Se miró en un espejo.

Estaba pálido.

Parecía un enfermo.

Paca la Gallarda entró.

Venía dando órdenes a la criada, que respondía desde las habitaciones interiores.

Al entrar cerró la puerta, y de un golpe corrió el portier.

Dirigiéndose a Víctor, que esperaba de pie, le estrechó la mano y le hizo sentar en el sofá.

Ella, tomando asiento a su vez en un sillón cercano, murmuró:

—Veo que no se ha olvidado usted de lo que hablamos.

Y reía picarescamente.

Sin otras explicaciones, Paca la Gallarda le preguntó todo lo que una mujer pregunta cuando se interesa por un hombre.

Le preguntó su edad, su profesión, su pasado.

En un momento lo supo todo, quedó enterada de todo; porque no hay mejor confesor que una mujer.

Después, haciéndole lentamente levantar y estrechándole ambas manos con fuerza, murmuró:

—¡Un beso!…

Tímidamente, Víctor la besó en la frente.

—¡No!… ¡Ahí no!

Víctor la estrechó apasionadamente, y con un beso ardiente pareció sellar su destino.

Durante un mes Víctor vivió completamente feliz.

El amor, tan plenamente recompensado, le dio una sensibilidad nueva.

Vio todas las cosas bajo un aspecto diferente.

Diríase que la nube negra de su existencia se había disipado al primer beso de Paca la Gallarda y que celajes de ópalo y carmín vinieran a sustituirla, dando un aspecto risueño a lo que hasta entonces fuera triste y sombrío.

Podían aplicársele los versos inmortales:


Al aire, al campo, a las fragantes flores,

Le prestaba esplendor, vida, colores.
 

Su alma, antes desnuda, vestía ahora una túnica de esperanza.

Aquel amor era su primera pasión.

Como sucede frecuentemente a los hombres que se enamoran de mujeres mundanas y pecadoras, vino la idealización y el redentorismo a dar nuevo combustible para la hoguera.

Paca la Gallarda apareció a sus ojos como una criatura rara, sufriendo la influencia fatal de la educación.

Víctor hizo de la chulapa una víctima conmovedora y heroica.

Creía en sus palabras como en un evangelio, y la oía con la misma unción que el creyente fervoroso oye al sacerdote.

Paca la Gallarda le había confesado que su padre había sido un título de Castilla, que un día tuviera un pasajero capricho por su madre; y este pormenor tomó a los ojos de Víctor todo el aspecto misterioso de una predestinación.

¿No era él también un bastardo?

¿No llevaba también en sus venas sangre noble?

¿No era su madre de la más alta nobleza?

Un lazo invisible los unía.

Una mano misteriosa los juntara.

Así no tuvo reparo en mostrarse con ella públicamente, aprovechando una larga ausencia del Extremeño que estaba de apoderado de una cuadrilla de toreros en Portugal.

Paca la Gallarda, que parecía conocer por primera vez el placer delicado de amar y ser amada, le hacía repetir a cada instante:

—Di, di que me quieres. Di «te quiero mucho».

Él, sin embargo, no se atrevía.

Callaba sonriendo.

Era tímido.

Sentía que realmente la quería mucho, pero no se atrevía a decirlo.

¿Por qué?

Porque tenía el pudor, tan frecuente en ciertas almas, de las cosas del corazón.

—Di, di: «Te quiero mucho».

Y solamente instado repetía tímidamente como un niño:

—Te quiero mucho.

Ella replicaba:

—No quiero que digas así. Quiero que digas de otra manera.

—¿De qué manera?

—Así.

Y añadía enfáticamente:

—Te quiero mucho.

Pero él rehusaba obedecer.

—¡Tonta!

Paca contestaba riendo:

—¡Payaso!

Solamente entonces Víctor, dulcemente, le cogía la cabeza entre las manos, como quien toma una flor de la cual se quiere aspirar el perfume sin arrancarla del tallo, y la besaba con lentitud.

Para huir de estas escenas que lo perturbaban y le robaban la alegría, haciéndole caer en una vaga melancolía, se complacía estimulando a su amiga para que más de una vez le dijese cómo fuera que tan súbitamente comenzara a quererle.

Pero ella misma no lo sabía.

Confesaba que la primera vez que le viera en el teatro le había impresionado:

—¿Por qué?

—¡Quién sabe!

Después, cuando en la calle le viera nuevamente, sintiera una impresión de curiosidad extraña.

Deseara conocerle mejor.

Más de cerca.

Le había dado en el corazón, como ella decía.

Víctor no se conformaba con aquella explicación.

Le disgustaba la sospecha de haber sido para ella como un capricho.

Y de ahí, tal vez para que le amase con más fundadas razones, le contaba lo que una vez Palomero le dijera hablando de ella.

Él, Palomero, estaba convencido de que el amor era un atributo de la virtud.

Paca se indignaba:

—Ese amigo tuyo es un completo gilí.

Víctor no la contradecía.

Al contrario, y un día le contó muy alegre que había escrito a Palomero una carta capaz de darle un verdadero berrinche, contándole cómo era feliz y cómo Paca era buena y desinteresada.

Con efecto, Paca era desinteresada, lo que no impedía que el culto de su amor comenzase a preocupar seriamente a Víctor.

Una mujer cuesta siempre mucho, aun cuando nada cueste.

Tal era el caso de Paca la Gallarda.

Víctor se hallaba en ese período de alucinación en que el hombre se deja apoderar del espíritu femenino y se entrega a él en cuerpo y alma.

Ya en aquel tiempo comenzaba a tener aprensiones, tristezas, cuidados que le sobrevenían en los momentos más dulces de su intimidad.

Ella preguntaba invariablemente:

—¿Qué tienes?

Y él, invariablemente respondía:

—Nada.

Pero ya en la calle, lejos de aquella mujer que le enloquecía, lejos de su contacto, camino de su escritorio, la nube negra volvía a envolver su espíritu, y por esfuerzos que hacía para disiparla no lo conseguía.

¿Qué le pasaba?

¿Qué le sucedía?

Algo muy vulgar y muy terrible a la vez.

Víctor, que desde hacía algunos meses estaba empleado en la caja del Crédito Argentino, un puesto de verdadera confianza, comenzaba a comprometerse.

Las primeras sumas que había sustraído de la caja había podido reintegrarlas contrayendo deudas y firmando pagarés.

Pero ahora su crédito estaba agotado, y las necesidades aumentaban.

Eran los teatros, eran las cenas en los cafés, eran las juergas en las Ventas y en los merenderos de la Bombilla, llevándose cuanto ganaba.

Al principio tomara el dinero de la caja con el pensamiento sincero que tienen todos los pecadores en su primer pecado de reembolsarlo.

Durante algún tiempo pudo hacerlo, pero ahora le era completamente imposible, y se consideraba completamente perdido.

Muchas veces en el escritorio, considerando la caja abierta, pensaba:

—Imposible que pueda reintegrar el dinero que falta. ¿Dónde buscarlo?

Pero llegaba la hora de cerrar el escritorio, y luego la perspectiva de encontrarse de nuevo con Paca, y sus temores y sus angustias se desvanecían.

Paca la Gallarda no sospechaba siquiera la crisis en que le estaba precipitando.

El amor es un sentimiento irracional que no deja ver sino dentro de su esfera resplandeciente.

De la situación de Víctor solamente tenía una idea imperfecta.

Sabía que estaba empleado en una casa de Banca, y no sabía más.

Como le quería desinteresadamente, no había tenido la curiosidad de enterarse de su fortuna y de cuáles eran en detalle sus medios de vida.

Por lo demás, estaba convencida de que no costaba a Víctor otra cosa que el tiempo que le consagraba; porque las mujeres de vida airada únicamente se juzgan dispendiosas cuando los hombres las mantienen y se arruinan por ellas.

Por su parte, Víctor también era incapaz de darle a entender que ella comenzaba a ser desastrosa en su existencia.

¡Aquella existencia inaugurada con tan metódicos y honrados recursos después que Palomero le había dejado en las circunstancias que conocemos!

Tenía como un peligro las sospechas de Paca a este respecto, y, como para disiparlas, tiraba el dinero, haciendo gastos ridículos en homenaje a su amor.

Como no comía casi nunca en su casa, y por un escrúpulo de amante digno no quería participar de la mesa de ella, mandaba traer de fondas y restaurantes aparatosos manjares, acompañados de exquisitos vinos.

Ella hallaba todo aquello encantador.

Víctor sonreía viéndola contenta, y durante algún tiempo olvidaba sus preocupaciones y tristezas.

Pero no era sino por breve plazo.

El recuerdo de su crítica y angustiosa situación resurgía con mayor pujanza amenazador, penetrante como la hoja de un puñal.

En medio de las más embriagadoras intimidades, se nublaba su frente, se fruncía su ceño.

Una agonía súbita parecía invadirle el alma.

Procuraba disimular.

Imposible.

Su angustia era evidente.

Paca le decía:

—¿Qué tienes? ¿Estás incomodado?

Para ocultar la verdadera causa de su mal, inventaba entonces vértigos, dolores de cabeza, males imaginarios.

Paca le rodeaba de cuidados y solicitudes; pero tales desvelos, lejos de calmarle, agravaban su angustia porque la prolongaban.

Entonces, como bálsamo único para aquel dolor íntimo, Víctor se entregaba al amor de Paca como quien se embriaga para olvidar.

Pero con el tiempo, aquel amor comenzó a ser para él un sufrimiento también, como un anestésico que no adormece completamente y deja el dolor de la operación.

A Víctor le sobrevenían grandes crisis nerviosas.

Paca, al verle en aquellos momentos, se asustaba. No comprendía lo que le pasaba a su amigo.

Hablaba de llamar a un médico.

Pero él se oponía.

—Si no es nada. Cosas de los nervios.

Una noche, en una hora de ardiente pasión, asegurándole con fuerza las dos manos entre las suyas, le propuso, con los ojos llameantes, morir juntos.

Paca se rio, exclamando:

—¡Estás loco!

Pero como viese luego que él hablaba en serio, comprendió que el estado de Víctor era anormal.

Besándole en la frente y hundiendo los dedos entre sus cabellos, le preguntó cariñosamente lo que tenía.

¿Por qué no era franco?

¿No era ella por ventura su amiga?

Por un momento, Víctor, penetrado de la confortación de aquel efecto de mujer, estuvo por confesarlo todo.

Pero se contuvo.

Confesar era condenarla y condenarse a la separación.

¿Qué haría ella si él le dijese que estaba comprometido por su causa?

No, no se lo diría nunca.

Era estúpido.

Decidió callar.

Disculpó y explicó su estado de nervios con palabras vagas:

Había sido siempre así, impresionable.

Era ella quien, con su amor, le ponía de aquella suerte.

¿Aquella idea de morir los dos juntos no era la expresión más intensa de su amor?

¡La Muerte es hermana gemela del Amor!

Paca no podía comprenderlo; así fue que repetía con cariñosa sonrisa:

—¡Pero estás loco!

Y, sin embargo, Víctor no estaba loco, sentía solamente pesar sobre su vida la Fatalidad.

Fue entonces cuando, buscando el olvido de sus dolores, creyó que con otro amor podría borrar el de Paca la Gallarda, y se puso en relaciones con Soledad, la criatura honrada a quien hemos visto en las primeras páginas de esta historia.

Pero el amor de Soledad no pudo neutralizar el de Paca.

Si no renunció a las relaciones de Soledad desde el primer día, fue porque revestían a sus ojos el carácter de una interesante aventura que en más de un punto le enorgullecía.

Un día, en un momento de irreprimible vanidad, no resistió al deseo de contárselo todo a Paca.

Paca sintió, o aparentó sentir por el hecho de conocer Víctor otra mujer, un vivo despecho; pero él la tranquilizó riendo.

¡Aquello era un simple pasatiempo!

¡No podía tener consecuencias!

Él quería a ella solamente. No podía querer a otra.

Paca la Gallarda tuvo entonces el capricho de conocer a Soledad.

Quería verla.

Le interrogaba con curiosidad:

—¿Era bonita?

Víctor se encogía de hombros:

—No valía cosa.

—Pues quisiera conocerla.

—Ya la conocerás.

Y quedó acordado que, un domingo en el Retiro, él se la mostraría; pues solía ir los días de fiesta con otras amigas.

Pasaron una tarde combinando cómo se haría.

Víctor le indicaría por señas cuál era Soledad.

No podía acompañar a Paca la Gallarda donde estuviese Soledad, que al fin y al cabo era su novia.

Pero le haría una seña y su curiosidad podría quedar satisfecha.

Paca no se avenía con esto.

Quería que Víctor la acompañase a paseo aquella tarde. Víctor movía la cabeza y hacía objeciones.

No, no podía ser.

Paca se enfureció, declarando que le haría una escena en el paseo.

Por fin se apaciguó, y Víctor le enseñó dos cartas de Soledad, en que esta se quejaba de lo raras que sus visitas eran. Paca exclamó, riendo con una sombra de despecho:

—¡Valiente tonta!

Y arrancando las cartas de la mano de Víctor las rompió en menudos pedacitos.

Víctor la miraba hacer sonriente, casi satisfecho.

Después se abrazaron e hicieron las paces.

III. Alternativas crueles

Una tarde de invierno, Víctor salió del escritorio tiritando, casi con fiebre.

Sentíase enfermo, sin poder precisar su enfermedad. Hacía ya algunos días que no estaba nada bien.

Perdía el apetito; tenía accesos de frío.

Pero ahora el mal parecía agravarse.

Le flaqueaban las piernas; perdía la energía vital. Cerraba las manos, y le parecía no tener fuerzas para apretarlas.

Paca la Gallarda no lo esperaba.

El día anterior le había dicho que iría a comer en casa de una amiga, Concha Juárez, una jamona retirada.

Víctor había pensado en alargarse hasta casa de Soledad. Casualmente el día anterior le había escrito doliéndose de sus ausencias.

Pero en la calle se sintió tan mal, que tomó un coche para que le condujese a su casa.

Necesitaba acostarse, dormir.

En el camino, sin embargo, pensó desfallecido.

—¿Qué voy a hacer en casa? Aburrirme entre aquellas cuatro paredes.

Le acometió una gran cobardía.

¡Si estuviese realmente enfermo!

En casa de Paca estaría mejor.

Más confortado, más protegido.

Decidió ir a esperarla. Mientras ella llegaba la esperaría echado sobre su lecho o en un sofá.

Era temprano. Tendría que esperar.

¡No importaba!

En casa de una querida el tiempo pasa de prisa, aun cuando se espere por ella.

Decidiose de pronto.

Asomó la cabeza por la ventanilla, y dio al cochero las señas de casa de Paca.

Durante el camino casi se adormeció.

Cuando el coche se detuvo ante la puerta, pareció sorprenderse.

Se apeó con trabajo.

En el primer descansillo de la escalera se detuvo para cobrar aliento.

Subía con fatiga.

Llegó ante la puerta.

Del interior de la casa no llegaba ruido alguno.

Tiró de la campanilla y esperó, apoyado en el marco de la puerta.

Pasaron algunos segundos.

No venían a abrir.

¿Habría salido la criada?

Pero en este momento le pareció oír pasos en el pasillo. Volvió a llamar.

Al cabo de un instante la voz de la criada preguntó:

—¿Quién es?

Víctor respondió:

—Yo soy, abre.

Hubo una pausa y una espera.

La criada no abrió.

Víctor, impaciente, repitió:

—Abre, soy yo.

La criada, sin abrir, respondió:

—Ha salido la señora.

—No importa, abre.

La criada replicó:

—Come fuera de casa, con una amiga.

—Estúpida. Ya lo sé. Abre.

La puerta se abrió.

La criada murmuró:

—¡No le esperaba!

Un poco perpleja, estaba en medio del pasillo sin apartarse para dejar paso a Víctor.

De pronto exclamó:

—Si va de prisa aún la alcanza. El ama acaba de salir. Debió haberla encontrado en la esquina.

Víctor dudó.

—He venido en coche.

—Mire qué casualidad. Pues aún la alcanza.

—¿A qué horas volverá Paca?

—Quién sabe. Pensaba ir de teatro.

Víctor, después de algunas vacilaciones, pareció decidirse:

—No importa. La esperaré. Cuando venga, aquí me encontrará.

Y, separando un poco a la criada, trató de entrar.

Esta se puso colorada, y, cogiéndole de la manga, le detuvo.

Víctor se volvió de mal talante y sorprendido.

—¿Qué hay?

—Por ahí no.

Sorprendido Víctor, interrogó:

—¿Por qué?

—Tenga paciencia. Está ahí un sujeto esperando al ama. Víctor palideció.

—¿Quién es?

La criada se encogió de hombros, y, tomándole blandamente por la manga de la chaqueta, le dijo en voz baja:

—Venga por aquí. Pase al comedor.

Víctor, cada vez más pálido, interrogó de nuevo.

—¿Pero qué sujeto es ese?

La criada, arrastrándole siempre para el interior de la casa, contestó:

—Yo no le conozco. Quería esperar a la señora y le mandé entrar.

Víctor exclamó:

—¿Cómo es eso posible, si la señora acaba de salir de aquí?

La criada, un poco confundida, balbuceó:

—Ya hace un rato que ha salido.

—¿Cómo me dijo antes que acababa de salir?

En esto, Víctor creyó oír un vago murmullo de voces en la alcoba de Paca.

Sintiose impelido, sin tener conciencia de lo que hacía, como si una mano invisible le arrastrase.

Sacudió a la criada, que fue a batir contra la pared, y abriendo violentamente la puerta de la sala entró.

La sala estaba desierta.

La cruzó a grandes pasos y penetró en la alcoba.

Lo primero que vio fue a Paca, envuelta en una bata blanca y las pupilas destellando cólera.

Víctor no pudo pronunciar una palabra.

No comprendía aún todo.

Los amantes difícilmente comprenden.

Paca, alzando la cabeza con un gesto de desafío, preguntó:

—¿Qué quieres?

Víctor, todo palpitante, como poseído de sorpresa, murmuró:

—¿Qué hacías?

—¿Te importa acaso?

—¿Por qué no me recibiste? ¿Por qué me has dicho que comías fuera?

—Porque me ha dado la gana.

Víctor repitió, con ese vago desvarío que precedía en él a las grandes crisis:

—¿Porque te ha dado la gana?

—Sí. ¿Se te ofrece algo?

En aquel momento una puerta rechinó en la alcoba, después otra, y Víctor tuvo la impresión de que salía alguien.

Con un movimiento de tigre echó las manos a las muñecas de Paca, y trató de separarla para abrirse camino.

Paca resistió.

Víctor gritó:

—Déjame pasar.

—No.

—Sepárate.

—No.

—Sepárate.

Y con un violento esfuerzo la arrojó al suelo.

Entró.

¡Nadie!

La alcoba estaba vacía.

La cama desierta.

Abrió con violencia la puerta de escape.

Dio algunos pasos por el corredor.

Lo recorrió todo con una furia de animal que persigue su presa.

No era un hombre, era un huracán.

Todo en él aparecía sacudido por la cólera.

En la cocina dio un violento empuje a la criada, y después de revolverlo todo volvió a la sala.

Paca la Gallarda le preguntó con insolencia:

—¿Lías acabado?

Víctor rugió:

—¡No! Quiero saber quién estaba aquí.

Paca respondió fríamente:

—Un hombre…

No concluyó.

Sonó una bofetada y Paca se llevó las manos a la cabeza. Se tambaleó como si fuese a caerse.

Pero en el mismo instante, tomada de una furia loca, cogió un quinqué de encima de la mesa y lo arrojó a la cabeza de Víctor.

Este se apartó rápidamente, y el quinqué se estrelló contra la pared.

Inmediatamente Víctor se arrojó sobre Paca, golpeándola con furia.

Al fin la mujer pudo escaparse de entre las manos del hombre y corrió a refugiarse en la alcoba.

Pero luego volvió, cegada por una súbita y trágica resolución.

Lanzando rápidas miradas a derecha e izquierda, con los dientes cerrados, sin pronunciar una sola palabra, como quien busca alguna cosa, corrió a un mueble.

¿Qué buscaba?

¿Un puñal?

¿Un revólver?

Pero Víctor, que no la perdía de vista, cayó sobre ella.

Asegurándola por ambos brazos dos veces la sacudió con fuerza.

—¿Qué intentas?

Paca se dobló como una hiena, procurando morderle las manos.

—¡Canalla!

Y le clavó los dientes.

Víctor sintió un dolor agudo, y la soltó, derribándola a sus pies.

Pero ella, levantándose prontamente, quiso reanudar la escena brutal.

Ya Víctor había llevado las manos a una silla como en un pugilato de taberna, cuando ella, dominándose y pareciendo súbitamente serena, abrió la boca y pronunció estas palabras estridentes:

—¡Sal de aquí!

Como si le hubiesen herido en el corazón, y la sangre, saliendo a borbotones, le dejase exánime, Víctor sintiose poseído de un súbito desfallecimiento.

Toda su cólera se desvaneció.

Borrose de su memoria todo lo sucedido momentos antes.

Olvidó la traición de Paca, su perfidia, el hombre puesto en fuga, dueño todavía del lecho que él suponía ser solamente suyo, la infamia de saber que era una mercenaria, querida de muchos, la indignidad, la humillación, la íntima vergüenza.

Lo olvidó todo ante aquella mujer que parecía arrojarle para siempre de su corazón.

Privarle de su contacto.

Paca repitió colérica:

—Salga usted.

Víctor no se movió.

Sentía en todo su ser la fuerza de la rebelión.

No, no saldría.

Paca, señalándole la puerta, repitió nuevamente:

—Salga usted.

Víctor, soltando la silla que agarrara momentos antes, balbuceó:

—No, no salgo.

—Llamaré.

—Llama a quien quieras. ¡No salgo!

Y como Paca se dispusiese a salir para llamar, él corrió como antes a tomarle las manos; pero esta vez cobarde, suplicante.

La sujetó.

La estrechó contra su pecho.

El aliento de aquella boca húmeda, el aroma perturbador de aquel cuerpo lo agitaron y perturbaron como un veneno. Casi suplicante murmuró:

—¡Paca! ¡Paca!

Ella dijo enojada:

—¡Era lo que faltaba!

Y desligándose de sus brazos, añadió:

—Lo mejor es que terminemos de una vez esta situación.

—¡No! ¡No!

—Sí.

Víctor, siempre suplicante, repitió:

—¡Paca, por favor!

Pero ella contestó inflexible:

—Ni yo le convengo a usted ni usted me conviene a mí. Víctor preguntó con desaliento:

—¿Por qué dices eso, Paca?

Paca respondió con crueldad:

—Porque usted quiere tener amantes exclusivamente suyas, y yo no puedo tener amantes exclusivamente míos. No soy bastante rica para pagarme ese capricho.

Víctor iba a replicar con una frase ultrajante, pero se detuvo.

Reflexionó un momento y dijo:

—Tienes razón. Fue una locura. Tienes razón.

Y después con acritud, suponiendo herirla profundamente, añadió:

—El que quiere tener amantes exclusivamente suyas las paga.

Cínicamente, Paca la Gallarda respondió:

—¡Claro está!


* * *
 

Las relaciones de Víctor con Paca no terminaron, como pudiera creerse, después de la escena que acabamos de narrar.

Quedaron en suspenso por algunos días, al cabo de los cuales vino el arreglo consiguiente.

Hacia el Carnaval, Víctor, que cada día continuaba más enamorado, propuso a Paca la situación que ella reclamaba para pertenecerle exclusivamente.

A partir de entonces dejó de ser el amante del corazón para ser el amante del dinero.

Fuera, al cabo de largos días de tortura, cuando el infortunado amante resolviera dar aquel paso en el resbaladizo camino de su perdición.

¡Cómo un pobre empleado como él podría mantener a una mujer como Paca la Gallarda!

¡Y, sin embargo, no vacilaba en cargarse con tamaña obligación!

¿Cómo podría cumplirla? Él mismo lo ignoraba.

Lo único que sabía era que cuando en el Crédito Argentino se descubriesen las sustracciones clandestinas verificadas en la caja, los engaños en el balance o las cuentas que todos suponían pagadas y que estaban por pagar, los recibos falsos, los documentos falsos, la vida le sería imposible.

Cuando se desciende, se desciende hasta el fin.

Víctor procuró descender hasta lo más hondo de su destino. Sus relaciones con Paca mudaron, desde luego, de carácter.

Paca le pareció otra desde que le pertenecía mediante la compra de su amor.

Hasta allí había sido la querida ideal, apasionada, romántica, como las heroínas de las novelas, de amor fácil, pero delicado, jovial compañera de la juventud. ¡Ave cantando siempre!

Ahora se transformaba.

Era la amante pagada.

Era un mueble que se alquila y se presta pasivamente a ser utilizado.

En ella, diríase que la pasión había de todo en todo desaparecido.

En cuanto a él, ¡cruel contraste!, diríase que se había acrecentado, no ya como un intenso dolor del alma, sino como un ulcerante dolor físico.

Víctor no amaba. Sufría.

¡Y qué sufrimiento!

Comprendía la situación con una lucidez tanto mayor cuanto mayor era su angustia.

Sabía con entera seguridad, porque lo veía, porque lo sentía, que dejara de inspirar interés a su amante.

Paca estaba cansada de él, no cabía dudarlo.

Su capricho disipárase bajo el primer momento de cansancio.

Lo había deseado, lo había amado.

¡Estaba ahíta!

Y él, en tanto, no la amaba ya con aquel cariño que fuera el sentimiento más dulcificador de su vida; la deseaba más y más, como un sediento a quien ninguna agua apaga la sed.

Sentía que le era imposible pasar sin su contacto, y lo hallaba tan necesario a su vida como el aire.

Estaba, en una palabra, poseído de ella como del demonio.

Paca la Gallarda comenzaba a justificar las palabras y las prevenciones de Palomero.

Era la mujer fatal, la funesta criatura a quien todo hombre de temperamento apasionado encuentra, desde luego, en la vida.

Entre tanto sobreveníale, con el dolor de haber perdido el amor de Paca, la brujuleante esperanza de participar del amor de felicidad.

Al lado de la mujer impura, la mujer honrada aparecíale por primera vez en un luminoso contraste.

La una tomó a sus ojos las proporciones simbólicamente monstruosas del Vicio, mientras que la otra adquiría la áurea glorificación de la Virtud.

Entonces dio en frecuentar con más asiduidad la casa de Soledad, con el propósito egoísta de quien intenta una curación.

Pero, ¡singular fenómeno!, al mismo tiempo que en su corazón Soledad aquistaba poco a poco un lugar, Paca mantenía triunfante el suyo.

Víctor reconoció, con espanto, que podía amar a las dos a un tiempo sin hacerlas incompatibles.

De aquel dualismo del corazón de Víctor, Paca no tardó en darse cuenta.

Sin embargo, como le era indiferente que Víctor, a quien ya no amaba, tuviese nuevas preferencias, lejos de inquietarse rio de la aventura.

Un día no pudo resistir al deseo de preguntarle:

—¿Conque al fin es verdad que te casas?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie.

—¿Por qué entonces me haces esa pregunta?

—Por sospechas.

—Pues no es verdad.

Paca exclamó con ironía:

—¿De veras?

—Sí. No pienso casarme.

—Pues haces mal.

—¿Por qué?

Paca le miró burlonamente.

—Estabas tallado para marido.

Víctor, que se habituara a soportar las impertinencias de su amante, se limitó a contestar:

—¡Puede ser!

Paca insistió:

—No lo dudes.

Y los dos guardaron silencio.


* * *
 

Las relaciones de Víctor con Soledad eran todo lo opuesto a las relaciones con Paca la Gallarda.

Revestían una gran serenidad.

Soledad, a despecho del vivo interés que Víctor le inspiraba, no parecía sufrir la perturbadora influencia del amor eir las doncellas.

Le recibía con dignidad.

Le hablaba sin conmoción.

Le oía sin alborozo.

Cuando sucedía estar tres o cuatro días sin verle, le decía apenas secamente:

—Creía que no pensabas volver.

Víctor se disculpaba.

Alegaba ocupaciones, indisposiciones de salud.

Soledad se sonreía sin replicar, y luego entraba en otro asunto.

Al contrario de lo que suele acontecer con todas las mujeres, estaba en presencia de Víctor como podría estar en presencia de alguien que le fuese completamente extraño.

Con todo, a pesar de estas apariencias, Soledad poseía un alma apasionada y un corazón ardiente.

Sus actitudes, su apariencia, todo era como una túnica severa y densa, bajo la cual palpitaba la mujer llena de juventud y de fuerza.

Así se explicaba que en presencia de Víctor, a quien amaba con el candor de una niña, pareciese tan fría y tan indiferente, sufriendo, sin embargo, la influencia de su amor.

Víctor le decía muchas veces, realmente sorprendido de verla tan poco expansiva, tan poco mujer a su lado:

—¿Por qué eres tan indiferente?

Ella se limitaba a sonreír.

Cuando el amante insistía bajaba los ojos y llena de rubor respondía:

—No soy indiferente. Lo parezco, pero no lo soy.

Y con efecto, no lo era.

Quien la observase bien durante aquellas cortas entrevistas, notaría cómo ella envolvía a Víctor en una mirada constante, fija y profunda.

Y lo que aquella mirada decía no era amor solamente, era fascinación.

Porque en realidad Soledad estaba fascinada.

¿Qué había encontrado de particular en aquel hombre para así dejarse poseer de su amor tan súbitamente y de manera tan extraña?

Ella misma no lo sabía.

¿Pero acaso hay alguien que sepa lo que es el amor y los misteriosos caminos que recorre?

Lo único que Soledad sabía es que jamás, en su vida, había sido impresionada en una forma tan profunda y tan imprevista.

El primer día que viera a Víctor había reparado en él.

No porque Víctor fuese un hombre de arrogante belleza, sino porque había en su fisonomía alguna cosa al mismo tiempo misteriosa e insinuante.

La sonrisa torturada de Víctor la había herido como una aparición.

Le amó con interés casi maternal.

Tuvo por él una de esas afecciones que parecen llenar la vida y a las cuales toda ausencia de deseo imprime un carácter de superior elevación.

Como amaba con todas las virginidades del pensamiento, nunca tuvo de Víctor la menor sospecha.

Le juzgó bueno, de una bondad rara, y conociéndole apenas, le consagró un culto en su corazón.

IV. Las horas del infortunio

Cuando en el Crédito Argentino se descubrió que cierta cuenta de algunos miles de pesetas no había sido pagada, pensose inmediatamente en exigir a Víctor la responsabilidad correspondiente.

Fue entonces el Gerente de la casa quien intervino, prohibiendo que se hablase con Víctor de semejante asunto. Antes quería practicar ciertas averiguaciones.

El Gerente sospechaba, y con motivo, que siendo Víctor el autor de la irregularidad, habría practicado algunas otras, las cuales aún no habían sido descubiertas.

El Gerente del Crédito Argentino, con un feroz instinto de negociante, se proponía descubrirlas.

Para este fin organizó en torno de Víctor un verdadero espionaje.

Hizo que se le vigilase como quien vigila a un criminal.

El ladrón, como la mujer adúltera, descuida frecuentemente el adoptar precauciones.

Ni el uno ni la otra acostumbran proceder con la cautela necesaria para vivir a cubierto de peligro.

El ladrón y la mujer adúltera dejan siempre una puerta abierta.

Víctor estaba condenado.

Ya hacía mucho tiempo que temía ser descubierto.

De un día a otro esperaba la catástrofe.

¿Cuándo sería?

Lo ignoraba.

¡Podía ser hoy!

¡Podía ser mañana!

El peligro era de todas las horas, de todos los momentos.

Estaba en capilla, como el reo que espera su hora, y había perdido la esperanza de salvarse.

Cuando se halló muy comprometido, intentó por mil caminos la fortuna.

Compró billetes de Lotería.

Jugó…

Con todo esto su situación se agravó más.

El azar únicamente sirve a quien no lo busca.

Al reconocerse Víctor preso por las circunstancias, sujeto a ellas, víctima de ellas, pensó en huir.

¿Pero huir a dónde?

¿Cómo?

¿Con qué recursos?

Sin embargo, ante aquella hipótesis de salvación todos los medios le parecieran buenos, pero todos le faltaban.

Llegó a pensar en la fuga sin recursos de fortuna, caminando a pie, al acaso…

Pero le faltaba el valor de las resoluciones extremas.

¡Tuvo miedo!

Se asustó ante la idea de ser detenido en una carretera como un ladrón.

Su situación era mala, pero la fuga la tornaba peor.

Por lo demás, huir era denunciarse.

No dejaba también de ocurrírsele que no huir y esperar la catástrofe era entregarse a la policía.

Era el deshonor y la cárcel.

Víctor pasaba las noches en claro rumiando soluciones.

Cuando se dirigía a su oficina se preguntaba a sí mismo con angustia:

—¿Qué habrá pasado?

Temía llegar y que todo estuviese ya descubierto.

Al entrar se detenía en la puerta, trémulo, presa de una terrible angustia.

Empujaba la mampara y el timbre sonaba, y aquel son vibrante le parecía que lo delataba, anunciando su entrada como la de un malhechor que es acechado y cogido de sorpresa.

En el escritorio, donde ya trabajaba alguno que otro empleado, daba los buenos días desconfiado, y cuando no le respondían en el tono jovial de costumbre, pensaba con un pavor que le causaba frío:

—¿Habrán descubierto alguna cosa?

Una vez, como uno de los porteros le dijese al entrar que el Gerente tenía que hablarle, palideció horriblemente, y al entrar en el despacho tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

Mientras el Gerente, ocupado en poner la firma a unas cartas, no dijo lo que quería, sufrió en un minuto una larga tortura.

Cuando el Gerente, dejando la pluma, se volvió para darle una orden sin importancia que nada tenía que ver con su temor, un sudor helado le cubría la frente, se dejó caer sobre una silla y dobló la cabeza sobre el pecho.

Le preguntaron qué tenía.

Se quejó del estómago, y pidió que le diesen un vaso de agua con ginebra, que fueron a buscar.

Durante las horas de trabajo, una voz, un campanillazo, una interpelación imprevista, le producían una agitación que difícilmente conseguía dominar.

A veces le llamaban:

—Víctor Rey.

Y este hecho sencillísimo bastaba a conmoverlo horriblemente.

De este estado de nerviosismo morboso, comenzó a resentirse su espíritu.

Sufría olvidos, distracciones.

Por la tarde, cuando dejaba el escritorio y veía salir al Gerente con su fisonomía de todos los días, experimentaba una gran tranquilidad.

Tenía ante sí unas pocas horas, libres del peso abrumador de su terrible cuidado, y las aprovechaba como si fuesen las últimas de su vida.

Corría a casa de Paca la Gallarda, y allí, cerca de ella, señor de ella, procuraba afanosamente olvidar.

Conoció entonces esa cosa horrible: la mujer entregándose sin pasión.

Conoció ese horror y esa inmundicia.

Supo lo que es el beso que se da, y del cual no se siente el eco.

El abrazo que se da, y del cual no se siente el estremecimiento.

¡Sufrió el más horrible de los dolores!


* * *
 

Una hermosa mañana Víctor se dirigía a su oficina como quien se dirige a un suplicio.

Nunca se había sentido tan sobresaltado.

Por dos veces tuviera que detenerse, llevándose la mano al corazón, como si tratase de contener sus latidos.

Por dos veces se dijo a sí mismo:

—¿Qué será esto? ¿Qué tengo yo hoy?

Estaba exacerbado, nervioso, inquieto.

Sentíase sin fuerzas.

Una vaga cobardía le robaba toda energía.

Ocupó su puesto en el escritorio y se pasó la mano por la frente.

Un sudor frío le humedecía las sienes.

Había tal expresión de sufrimiento en su rostro, que uno de los empleados que trabajaban a su lado le preguntó:

—¿Está usted enfermo?

Víctor respondió:

—Un poco.

El empleado replicó:

—Hace tiempo que no anda usted bien.

Poco después llegaron algunos empleados de la casa, y Víctor intentó ponerse al trabajo.

Fue un suplicio.

La pluma le caía de las manos.

Al tomar un libro algo pesado de encima de un estante lo dejó caer.

Los dedos se le abrían.

Sin embargo, no quería retirarse.

Ya no era la primera vez que bajo el pretexto de hallarse enfermo abandonara la oficina, y le parecía que esto era de mal efecto entre los demás empleados y, sobre todo entre los superiores.

Efectivamente, un día que le había pedido permiso al Cajero para retirarse, pretextando hallarse enfermo, el Cajero le dijera en un tono que a Víctor le había parecido de censura:

—Sí, señor, puede irse. Pero cuídese. El que está enfermo se cuida.

Así fue que no quiso solicitar un nuevo permiso, y decidió llevar la cruz hasta la cumbre del Calvario en aquel día de perturbación.

Cerca de las diez, el Cajero pasó con las manos en los bolsillos y el gorro puesto.

Todos se levantaron.

Él dijo:

—Buenos días.

Y entró en su despacho.

En aquel día todo fueron idas y venidas, que acabaron por aumentar el temor de Víctor.

La menor cosa le sobresaltaba.

A las once, un empleado, llegando cerca de la mesa de Víctor, le dijo:

—El señor Gerente tiene que hablarle.

Víctor se puso intensamente pálido, y exclamó dejando caer la pluma:

—¡A mí!

El empleado hizo un gesto ambiguo, como el que ignora el asunto de que se trata, y se alejó.

Víctor temblaba. Todo su cuerpo parecía conmovido por un terrible escalofrío.

Antes de ver al Gerente procuró serenarse.

—¿Qué será? ¿Qué habrá pasado?

En la puerta del despacho pidió licencia tímidamente:

La voz del Gerente respondió de dentro:

—Adelante.

Víctor entró.

El Gerente, que estaba solo, le dijo rápidamente lo que deseaba, casi sin mirarle.

Un observador perspicaz notaría, sin embargo, que el Gerente procuraba disimular, fuese lo que fuese, y que su aparente indiferencia era el resultado de una estratagema.

Pero Víctor no lo notó.

Toda su lucidez de otras veces desaparecía bajo el torbellino de sus alarmas.

El Gerente iba a partir para Inglaterra a verse con uno de los más importantes socios del Crédito Argentino.

Dentro de algunas horas tomaría el tren para Barcelona, donde se embarcaría para Londres.

Víctor se atrevió a preguntar:

—¿Por mucho tiempo?

—No, unos quince días. Tal vez un mes. No cuento detenerme más.

Entre tanto, Víctor tendría que encargarse de ciertos trabajos extraordinarios en la casa.

Después le dio instrucciones, notas, papeles, disposiciones de hombre de negocios que se ausenta y quiere dejar todas las cosas en orden.

Por fin el Gerente le alargó la mano, diciéndole:

—Hasta la vuelta.

Y sin soltarle la mano, con gran afabilidad, le repitió algunas de las recomendaciones que antes le había hecho. Nunca el Gerente había sido tan afectuoso con Víctor.

Al salir del despacho, Víctor sonreía satisfecho.

De repente su mal y su angustia se disiparan, dando lugar a una alegría expansiva.

Lo que acababa de pasarle, parecía haber disipado por mucho tiempo los peligros de su situación.

El hecho de ausentarse el Gerente dejándole en un puesto de confianza, le daba la ilusión de la impunidad.

Abrigó por un momento en su espíritu el absurdo de que el desfalco de la caja, los falsos documentos, los falsos recibos, nunca serían reconocidos.

A pesar de ser esta una suposición inaceptable, la aceptó voluntariamente para su sosiego, como quien se burla voluntariamente para embeberse en las fuentes de la ilusión.

En fin, la partida del Gerente para Londres era una tregua.

Iba a poder vivir sin agonía, amar sin sobresalto, dormir sin cuidados.

Sus días correrían tranquilos, sus sueños no serían turbados por horribles pesadillas.

Sus amores, sus horas de pasión, no serían turbadas por la interposición constante de sus crueles afanes.

Se volvió a su mesa y se sentó; pero si antes el temor, ahora la alegría no le dejaban trabajar.

A la una el Gerente volvió a pasar por las oficinas.

Se acercó a la mesa de Víctor, y puso sobre el vade un pequeño manojo de llaves.

—Aquí tiene usted. Adiós. El tren sale a las tres, y aún tengo algunas cosas que hacer.

Salió apresuradamente.

Este incidente contribuyó a exaltar más a Víctor.

Sentíase dueño de la casa, de la caja, casi de la considerable fortuna del Crédito Argentino.

Tuvo la impresión de que todo aquello era suyo, solamente suyo.

Fue una embriaguez.

¡Qué felicidad la vida así!

¡La vida, con aquella fuente de riquezas!

Pero era un sueño.

Lo que no era un sueño era que él podría encontrarse dentro de poco solo en el escritorio con la caja a su disposición, con la caja llena de oro.

Entonces se puso a meditar una serie de noches radiosas con Paca la Gallarda.

Noches de amor feliz y colmado.

Y la idea vanidosa, abrigada durante mucho tiempo, de fundir el hielo de la cruel indiferencia de Paca la Gallarda, ofreciéndole en un beso aquel lindo brillante que tanto la tentara un día en el escaparate de un joyero.

Sería realmente de un efecto encantador.

Ya gustaba el placer de verla intrigada cuando él, mostrándole el estuche de terciopelo envuelto en velludo carmesí, le dijese:

—¡Vamos! ¿A que no adivinas lo que hay aquí dentro?

Y ella, todavía indiferente, pero ya curiosa, le respondería:

—No sé. Cualquier cosa.

Porque Paca sospecharía, primeramente, que era algún regalillo sin valor.

Después él desenvolvería el estuche y lo abriría.

Y ella, al ver rutilar el brillante, no podría menos de exclamar:

—¡Ah! ¿Cómo has comprado eso?

Y le miraría con ternura, con la ternura de los primeros días.

¡Y después cuántos placeres no le aguardaban en los brazos de la mujer querida!

¿Por qué no había de proporcionárselos aquella noche mismo?

¿Por qué retrasar un placer que a tan poca costa podría lograrse?

Era cuestión de tomar algún dinero de la caja.

¡De la caja que rebosaba de oro y billetes de banco!

Víctor sentíase poseído de una impaciencia febril.

Quería correr inmediatamente a casa del joyero, comprar la sortija que ostentaba el hermoso diamante.

Presentarse en casa de Paca, ávido de sus caricias, las caricias del reconocimiento.

Eran las dos, y el escritorio no se cerraba hasta las cinco.

¡Todavía tres horas de espera!

¿Pero por qué?

¿Quién le impedía salir?

El Gerente había partido, y el servicio del escritorio no urgía.

Se levantó, cerró los cajones de su mesa, y dijo a uno de los empleados:

—Voy al Banco. No sé si me entretendré.

Después, entrando en el despacho, donde estaba el pesado cofre de hierro, sacó las llaves del bolsillo y se dispuso a abrirlo.

En aquel momento le pareció oír un leve ruido, y se volvió bruscamente.

El despacho estaba vacío.

Aquello le tranquilizó.

Sin embargo, al meter la llave en la cerradura del cofre su mano temblaba.

Precipitadamente abrió la puerta de hierro, y sacó un abultado fajo de billetes.

Eran de quinientas pesetas.

Los ojeó con afán y separó algunos.

¿Cuántos?

No los contó.

¿Por qué?

El mismo no lo sabía.

Siempre trémulo, agitado, casi febril, guardose los billetes en el pecho como un ladrón que teme ser cogido antes de haberse apoderado del robo.

Después dejó el fajo de billetes en el fondo del cofre.

En aquel instante, ¡tac! Un estallido súbito.

Víctor se volvió rápidamente, teniendo aún los billetes en la mano.

En la puerta del despacho estaba el Gerente con los ojos clavados en él.

El Gerente no pronunció una palabra, no hizo un gesto.

Estaba en la puerta. Inmóvil, mirando, con una mirada terrible.

Diríase que no era él, sino su estatua.

Víctor, que no pensara un solo momento en disimular, se volvió bruscamente, haciendo frente a la amenazadora aparición, como el hombre que se siente acometido.

En aquel momento su fisonomía no expresaba debilidad ni miedo, sino una cosa única, resuelta, feroz: defensa.

No era el hombre, era la fiera sorprendida.

¿Qué iba a pasar?

Impasible, con el sombrero de copa en la cabeza y las manos cruzadas a la espalda, el Gerente dijo en un tono de voz que a Víctor le pareció que venía de un mundo diferente:

—No se asuste. Yo ya lo sabía.

Víctor no se movió.

V. Un amigo antiguo

Perdónenos el lector que, antes de pasar adelante, nos detengamos a presentarle un nuevo personaje.

Su papel en esta historia ha de ser tan importante, que no podemos dejarle por más tiempo en la obscuridad.

Trátase de un amigo de Víctor.

Amistad sellada en un día de negra miseria.

Se habían conocido en un banco de un paseo una noche en que ninguno de los dos tenía asilo.

Desde entonces fueron grandes amigos.

La desgracia une siempre más que la dicha.

A pesar de su amistad, solían pasar grandes temporadas sin verse, hasta el momento en que Víctor se puso en relaciones con Paca la Gallarda, porque desde entonces se vieran casi diariamente.

Aquel hombre conocía a Paca, y hasta podía decirse que tenía una gran influencia sobre ella.

Influencia misteriosa y por mucho tiempo incomprensible para Víctor.

Decimos por mucho tiempo, porque en el momento en que presentamos este personaje a nuestros lectores, acaba de contar su historia a Víctor.

Salían juntos de casa de Paca.

De pronto Vicente Vellido, que caminaba al lado de Víctor, exclamó, poniendo una mano en el hombro de su amigo:

—Ha llegado la hora de las confidencias íntimas.

Víctor le miró con extrañeza.

El otro continuó:

—Conviene que me conozcas tal cual soy, sin que ignores lo más mínimo.

Víctor insistió con la cabeza.

Vicente Vellido, después de una pausa, dijo así:

—Desde que nos conocimos jamás hubo secretos entre nosotros; pero te falta conocer algunos detalles de mi vida, y quiero revelártelos.

Dichas estas palabras, sacó un cigarro y lo encendió.

Después, cogiéndose del brazo de Víctor, se puso a hablar muy despacio, como si quisiera grabarle en su mente una por una todas sus palabras.

Nosotros haremos gracia al lector de estas confidencias, que en su mayor parte carecen de importancia, y nos limitaremos a dar a conocer la parte más importante.

Aquel hombre, como hemos dicho poco antes, se llamaba Vicente Vellido.

Era natural de Castellón, en el reino de Valencia.

Había recibido una educación bastante esmerada, y sus padres eran tan honrados que nadie podía echarle la menor cosa en cara.

Cuando llegaba a la juventud, Vellido había tenido la desgracia de quedar huérfano.

Entonces se dedicó a correr el mundo como viajante de comercio.

Tenía veinte años, y se hallaba en París cuando se encontró en el Bosque de Bolonia una joven hermosísima de la cual se enamoró perdidamente.

Aquel casual encuentro decidió su existencia.

En efecto; siguió a la joven, averiguó dónde vivía y no tardó en hallar manera de ser introducido en su casa.

La joven era huérfana, y vivía con una pariente suya muy anciana.

Vellido supo hacerse querer de la joven, y en pocos meses se casó con ella.

Entonces fue feliz.

¡Solo entonces!

Pero su dicha no fue larga.

La mujer que su corazón había elegido por compañera murió al dar a luz una niña.

¡Qué desesperación tan horrible la de aquel hombre!

Hubo un momento en que cuantos le rodeaban temieron que se volviese loco.

A la primera exaltación sucedió una postración completa, con sombrío abatimiento.

Aquel estado duró mucho tiempo.

Incapaz de hacer nada, de ocuparse de nada, descuidó todos sus negocios.

Se halló en la miseria.

Y la miseria y el hambre volvieron a despertar su inteligencia.

Miró en derredor y vio una tierna niña que le tendía los brazos.

Tenía las mismas facciones de su madre.

A los dos años se le parecía mucho.

Y aquella encantadora criatura, su hija, su sangre, volvió a darle la conciencia de la vida y del deber.

Era necesario vencer aquel abatimiento, sacudir aquel idiotismo, cesar de ser estúpido y volver a ser hombre para alimentarla.

Pero era demasiado tarde.

Las casas de comercio que antes le ayudaban y le confiaban su crédito, ahora le cerraban fríamente sus puertas.

Las había descuidado durante mucho tiempo y otro ocupaba su puesto.

En cuanto a los clientes, huían de aquel desgraciado cuyos servicios habían buscado antes con tanto empeño.

Confundían la desesperación con la locura.

Los hombres no desean la compañía de otro que no sepa ahogar su dolor.

Se le tilda a uno de loco por haber querido mucho a una mujer, a una compañera cariñosa.

Aquel desgraciado no encontraba destino en ninguna parte, ni pan para su hija, solamente por esta causa.

En todas partes recibía la misma contestación:

—Debe usted volver a su país.

Como si pudiera hacerlo a pie, sin un céntimo y con una niña en brazos.

Hubiera, tal vez, mendigado por ella durante el viaje.

Pero en Francia a los mendigos les aprisionan y les quitan sus hijos los gendarmes.

Decidió, pues, quedarse en París, o, por mejor decir, se vio forzado a ello.

Entonces conoció la miseria.

La espantosa y horrible miseria en un país extraño, donde le consideraban como un paria, como un apestado.

En aquel tiempo aprendió a odiar a sus semejantes.

Sintió nacer en su corazón odios implacables y una terrible necesidad de vengarse de la sociedad que tan mal le trataba.


* * *
 

Víctor oía en silencio el relato de Vicente Vellido. La semejanza de aquella historia y de la suya le atraía y casi le espantaba.

El otro, mirándole fijamente y deteniéndose, exclamó:

—Tú has pasado por situación muy semejante a la mía. Lo sé. Por eso eres mi amigo. ¡Pero tú no tenías una hija!

Víctor bajó la cabeza y no dijo nada.

Vicente Vellido, volviendo a cogerse del brazo de Víctor, habló así.

—Al mismo tiempo que estos sentimientos de odio y de venganza contra la especie humana, mi cariño por mi hija aumentaba cada día. Si entonces no apelé al suicidio para poner término a mis males, fue por mi hija. Por ella y para ella tenía la obligación de vivir.

Calló un momento, encendió otro cigarro y continuó:

—Al fin hallé un compatriota que, apiadado de mi situación, me costeó el viaje de París a Madrid. Aquel caballero se llamaba el Duque de Ordax.

—¿El padre de Paca?

—No.

—Ella me ha dicho siempre…

—Pues ella te ha engañado.

—¿Qué interés tenía en ello?

—No decirte quién era su verdadero padre.

—¿Le conoce entonces?

—Sí.

—¿Acaso Paca…?

—Es mi hija.

—¡Tu hija!

—¿Te sorprende?

—¡Y no ha de sorprenderme! ¿Pero por qué la voz popular dice que Paca es hija del Duque de Ordax?

—Porque cuando regresamos a Madrid veníamos entre la servidumbre, y a la gente le pareció mejor que la niña fuese un lío del amo, que no una hija del criado.

Después de estas palabras, los dos hombres guardaron silencio.

Parecían agobiados, el uno por los recuerdos, el otro por las revelaciones que acababa de oír.

Caminaron mucho tiempo en silencio, el uno al lado del otro.

De pronto, Víctor preguntó a su amigo:

—¿Cuál ha sido tu vida después?

—Una vida llena de aventuras. El Duque de Ordax fue nombrado ministro de España en China, y yo le acompañé allí. Me gustan los países cálidos, soy de naturaleza aventurera. Confié, pues, a mi hija a una pobre mujer, parienta de mi madre, y me prometí hacer rápidamente fortuna, de cualquier manera que fuese. En China no tardé en dejar el servicio del Duque. Comencé a trabajar por cuenta propia en el comercio de negros, hombres y niños, los cuales se venden muy caros a los persas. Conducía numerosos rebaños de bestias humanas de uno a otro país. Oficio duro y hasta terrible bajo un cielo implacable, en medio de áridos desiertos, en los que mi escolta y mi tropa de esclavos morían como moscas.

Se detuvo para cobrar aliento, y después continuó el relato de sus aventuras.

Era la suya una historia de luchador llena de incidentes dramáticos.

Todo el dinero que en aquel rudo oficio había ganado, y fuera mucho, Vellido lo cambiaba al llegar a la costa, en una casa de comercio, por buenas libranzas, que remitía inmediatamente a Madrid.

De tarde en tarde tenía noticias de su hija.

Siempre muy raras.

No podía menos de suceder así, dada la vida errante que llevaba.

Pero un año dejó de recibir carta suya.

Se apoderó de él un miedo horrible.

¿Se habría perdido la carta?

Con esta duda, que le partía el alma, vendió los últimos valores que le quedaban y se hizo a la vela para Europa.

Llegó a Trieste con cinco meses de retraso, después de una travesía horrible con abordaje, naufragio e incendio.

De Trieste pasó a España.

Llegó a Madrid.

Fue a casa de la parienta a quien había confiado su hija.

La pobre mujer no estaba.

Había muerto.

Preguntó a los vecinos por su hija.

La anciana hacía cerca de dos años que había muerto, y la niña estaba sola en Madrid sin recursos.

Las sumas enormes que le enviaba su padre se las dirigía a la difunta, y la niña, después de su muerte, no había podido cobrarlas, por ser menor de edad.

A las preguntas afanosas del pobre padre, los vecinos le dijeron que la niña había abandonado la casa y que creían que se hallaba en Sevilla con una familia que la había recogido.

Sin detenerse a arreglar sus asuntos, Vicente Vellido tomó el camino de Sevilla.

Recorrió la hermosa ciudad del Guadalquivir buscando a la familia, cuyas señas le habían dado.

Pero a pesar de sus trabajos exploratorios, no consiguió dar con su pista.

Tuvo entonces días negros de desesperación.

¿Dónde encontrarla?

Después de tantos años habría cambiado, y aun cuando la viese quizá no la reconocería ya.

Buscó por todas partes, avizorado, afanoso, como un perro que ha perdido a su amo.

Corrió a todos los sitios públicos donde se reúnen mujeres.

¡Qué sé yo cuál es su vida, después de tantos años sin verla!

¡Quizás fuese beata!

Y ante esta idea, registró todas las iglesias.

Quizás sea aficionada al teatro, y los recorrió todos.

Así pasé dos meses en Sevilla, hasta que desesperado di la vuelta a Madrid.

¿Habría muerto de alguna enfermedad?

Ideas horribles cruzaban por mi cabeza.

Una noche se me ocurrió ir a cenar al Café del Gallo.

Acababa de servirme el mozo una ración de riñones, cuando una pareja vino a sentarse en la mesa próxima a la mía.

Levantó la cabeza.

¡Era ella!

¡Era mi hija!

¿Pero quién era aquel hombre que la acompañaba?

Sentí que una mano de hierro me oprimía el corazón.

Aquel hombre tú lo has conocido.

Era el Extremeño.

Vellido calló un instante para vencer su emoción y reanudar sus recuerdos.

Cuando recobró la calma dijo a Víctor:

—Sí, era Paca, hermosa, alta, encantadora, admirable.

Paca, a quien todos llamaban la Gallarda.

Presintiera que había de ser hermosa algún día, pues se parecía a su madre, la única mujer a quien he querido, y así era en efecto.

En Asia, durante mis largos viajes, y por la noche bajo mi tienda de lona levantada sobre la movible arena, pensaba en mi hija, en aquella hija adorada que había dejado en Madrid.

La veía crecer y desarrollarse, y hasta seguía cuidadosamente los cambios que el tiempo imprimía en su semblante.

¡Siempre mi cariño me la pintaba hermosa y encantadora!

Pero nunca había soñado que fuese tan bella como se apareció a mis ojos aquella noche en el Café del Gallo.

¡Era su madre!

¡Su madre perfeccionada, idealizada!

¿Cómo he podido ser padre de una criatura tan hermosa, yo que soy tan feo?

La naturaleza tiene cosas bien raras.

Cobró aliento, y después, apoyando su mano sobre el hombro de Víctor, exclamó:

—Tú creerás, tal vez, que me acerqué a mi hija; que la estreché entre mis brazos, que la cubrí de besos las mejillas.

Pues nada de eso.

No me conocerías si lo hubieses pensado.

Ya te he dicho, y vuelvo a repetírtelo, que no es ese mi carácter.

Soy muy especial.

Siento y sufro, quiero y aborrezco sin darlo a conocer.

Hay en mí una voluntad de hierro.

Tenía ciertos proyectos acerca del porvenir de mi hija y no quería echarlos a perder.

—No, yo no quería llamar la atención sobre la persona de Vicente Vellido, afortunadamente olvidado de todos, y mucho menos sobre el hombre nuevo que me proponía ser desde aquel instante.

Me levanté y salí a la calle.

Esperé en la puerta del Café.

Después de una hora, Paca y su acompañante salieron.

Me oculté para que no me viesen y los seguí a distancia.

Averigüé de esta manera dónde vivía mi hija, y al día siguiente, por la mañana, me presenté en su casa.

Paca al pronto no pareció reconocerme.

Me miró indecisa.

Diez años en Asia, en aquellas selvas desiertas, cambian completamente a un hombre.

Además llevaba toda la barba, y no la tenía cuando me separé de ella.

Sin dejar de observarla, le dije:

—¿No me conoces? ¡Soy tu padre!

No se desilusionó mucho, al menos. Es bastante dueña de sí para venderse. Lanzó un grito de sorpresa y me abrazó.

Vellido bajó la voz y continuó:

—No estoy seguro de que mi hija me quiera. Mi vida misteriosa, que no conocerá jamás, le inspira cierta especie de respeto. Adivina también en mí un ser terrible, y me teme. ¡Qué me importa, después de todo! Yo la quiero, y eso me basta. ¿No te sucede a ti lo mismo?

Víctor bajó la cabeza sin contestar. El otro continuó:

—Se ha querido establecer categorías dentro del amor: el amor paternal, el amor maternal, el amor filial, el amor de esposo y el de amante o querida. Denominaciones tontas. La palabra amor no admite adjetivos. Por sí sola, sin aditamentos, dice todo cuanto tiene que decir: abnegación, sacrificio, renunciación de sí mismo…

La voz de Vicente Vellido, de ordinario áspera y gutural, tenía entonaciones muy dulces cuando hablaba de su hija.

Se fatigaba y se veía a cada rato obligado a interrumpir su narración.

Esta vez, después de algunos instantes de reposo, añadió:

—Excuso decirte que en aquella primera visita Paca me refirió su vida. La muerte de la parienta con quien vivía, su orfandad, su miseria, y la necesidad en que se viera de echarse en brazos de un protector. Ella le llamaba así. Aquel protector tú le has conocido, era el Extremeño. El dolor más grande de mi vida lo experimenté entonces, al oír de labios de mi hija esta confesión, que me llenaba de vergüenza. Además, yo había soñado, y aún sueño para Paca un porvenir mucho mejor, y no me encontraba en disposición de cambiar de repente mis proyectos, tan larga y maduramente meditados. Entregué a mi hija el dinero que aún me quedaba, y le encargué al mismo tiempo que no hablase a nadie de mi presentación. Si alguien aún se acordaba de mí, debía creerme muerto. Esto me importaba mucho. Hay en mi vida más de un misterio, y me importa mucho que se me tenga por muerto. Pero de esto me propongo hablarte más adelante. Lo importante es que todos me crean muerto. El antiguo viajante, el miserable que recorría las calles de París y de Madrid mendigando un pedazo de pan, el aventurero que más tarde se había dedicado a la trata de negros, había desaparecido en medio de la arena del desierto.

Hizo una pausa y continuó:

—Después, tú has venido a mezclarte en la vida de mi hija. Cómo eso sucedió, no he de contártelo, tú lo sabes mejor que yo. Tú te has enamorado ciegamente de Paca y te has arruinado por ella.

Víctor se detuvo sorprendido:

—¿Cómo sabes?

—No te importa.

—¿Pero quién ha podido decirte?…

—Nadie. ¿Acaso soy yo imbécil? Me ha bastado verte para comprender.

Víctor bajó la cabeza y murmuró con abatimiento:

—Sí, estoy perdido.

Vicente Vellido le asió del brazo y le sacudió con fuerza:

—No, no estás perdido.

—¿Por qué me dices eso?

—Porque es necesario que te dispongas a luchar.

—Imposible.

—Para un hombre resuelto no hay nada imposible.

Víctor, que empezaba a entrever una esperanza, murmuró:

—Pues bien, ¿qué debo hacer?

—Volver a la caja del Crédito Argentino el dinero que has tomado de ella.

—¡Pero si no lo tengo!

—Lo buscas.

—¿Y si no lo hallo?

—Lo robas.

Y al pronunciar estas palabras, Vicente Vellido estaba terrible.

El europeo había desaparecido para dar paso al salvaje, al hombre-bestia.

El tratante de esclavos se presentaba de repente en toda su brutalidad, en toda su barbarie, en todo su horror.

Se le veía a través de los desiertos y de las selvas, defendiéndose con los dientes y con las uñas de los reptiles y de las bestias feroces, y estrangulando al esclavo que, harto de sufrir, se rebelaba.

Víctor caminaba al lado de aquel hombre con la cabeza baja, sumido en graves meditaciones.

Las palabras de Vicente Vellido le producían un extraño efecto al pensar sobre ellas.

¡Volver el dinero a la caja!

¡Robar! ¡Siempre robar!

Después de un momento, Víctor dijo a Vellido, que guardaba silencio:

—Te conozco lo bastante para saber lo que en tus labios significa el consejo que hace un momento acabas de darme, referente a que integre en la caja de el Crédito Argentino las cantidades que en mal hora sustraje.

Víctor hizo una pausa, esperando, sin duda, que el otro dijese algo; pero viendo que continuaba callando, prosiguió así:

—No te preguntaré tampoco cómo has llegado a poseer mi secreto. Pero sí te preguntaré lo que has imaginado en cuanto a los medios para hacerse dueño de ese dinero.

Vellido sonrió de una manera extraña.

—Veo que me has comprendido.

Víctor contestó:

—Sí, te he comprendido; pero el que te haya comprendido no quiere decir que te obedezca.

—¿Qué temes?

Víctor vaciló antes de contestar:

—Que sea demasiado terrible lo que vas a proponerme.

—Por muy terrible que sea creo que no debes vacilar. Ya lo sabes, si no devuelves esa cantidad te espera el presidio.

Víctor calló.

Vellido, cogiéndole del brazo, le hizo entrar en una taberna.

Se sentaron a una mesa, y en voz baja Vellido empezó a exponerle su plan.

A juzgar por el gesto de Víctor, debía ser terrible.

VI. Con agua hasta el cuello

Hemos suspendido nuestro relato en el momento en que el Gerente del Crédito Argentino sorprendía a Víctor sustrayendo una nueva cantidad de la caja.

Fue aquel un momento terrible.

Se hizo una larga pausa.

Víctor miraba al Gerente como magnetizado, y este, a su vez, no apartaba los ojos de Víctor.

¿Qué iba a suceder allí?

¿Qué pasaría?

Cerrando lentamente la puerta del despacho, el Gerente adelantó dos pasos.

Con la voz dura, fría y hostil, preguntó:

—¿Cuánto dinero ha robado usted ahora?

Víctor no respondió. No podía.

Un nudo le apretaba la garganta.

Los esfuerzos que hizo para hablar fueron inútiles.

Toda su energía parecía haberse concentrado en los ojos, sombríos, feroces.

Era el suyo el mirar del tigre acosado.

El Gerente insistió, frío, imperativo:

—¿Cuánto ha robado ahora de la caja?

Dejando caer los brazos en una actitud de abandono, Víctor balbuceó:

—¡No sé!

Pero el Gerente no pareció oírle, porque ya impaciente exclamó:

—Vamos, liquidemos este asunto. No me haga usted perder el tiempo…

Ansiosamente acudió esta frase a los labios de Víctor, como si el temor de lo que iba a pasar le restituyese su energía para defenderse.

—¡Pero qué intenta usted hacer conmigo!

El Gerente, implacable, respondió:

—Lo que yo intento hacer, a usted no le interesa. ¿Cuánto dinero ha robado usted ahora?

Víctor bajó la cabeza anonadado:

—No sé; ya he dicho que no lo sé.

—Bueno; pues yo lo sé.

Y sacando lentamente del bolsillo un papel, y pasándole una rápida mirada, añadió:

—Hasta hoy tiene usted robado a la caja, según el último balance, seis mil pesetas.

Y después de una pausa, con serenidad, como quien expone un negocio, el Gerente continuó:

—Va comprendida en esta suma la cuenta de Antón Vázquez y Compañía, que usted dijo que había pagado y no pagó.

Víctor no respondió.

El Gerente, acercándose más, prosiguió:

—¡Vamos! ¿Cuánto ha sustraído ahora? Restituya al menos espontáneamente ese resto.

Con un movimiento brusco, de alucinado, Víctor hundió la mano derecha en el bolsillo, y sacó un fajo de billetes que arrojó sobre la mesa.

Después se quedó inmóvil.

El Gerente, con un tono de amenazadora ironía, le dijo:

—¿Es eso todo? Mire usted bien. Busque usted en el fondo de los bolsillos.

Víctor obedeció, y sacó algunos billetes más envueltos con papeles y monedas de cobre.

El Gerente murmuró:

—¡Cien pesetas más! Todo es dinero. ¿Y en los otros bolsillos? Mire usted en los otros bolsillos.

Con la voz alterada Víctor respondió:

—¡No tengo más!

—Mire usted bien.

—No tengo más.

El Gerente sonrió cruelmente:

—Vamos, tendré que llamar a alguien…

Víctor se llevó las manos a la cabeza suplicando:

—¡Por amor de Dios! ¡Por amor de Dios!

—Perfectamente, enseñe usted los bolsillos. Rápidamente, Víctor se acercó al Gerente, como quien se entrega, y dijo suplicante:

—¡Mire usted! ¡Vea! No tengo más.

El Gerente no replicó.

Sin alterarse, tan lenta y tranquilamente como lo haría en cualquier situación normal, se puso a contar los billetes que Víctor depositara sobre la mesa.

El silencio era trágico.

Entre los dedos del Gerente, los billetes corrían rápidos.

Después de haberlos contado, el Gerente tomó una pluma y trazó algunos números.

Luego, dejando la pluma y volviéndose a Víctor, le dijo con frialdad:

—Con las seis mil anteriores, son ocho mil pesetas sustraídas a la caja.

Y mirando a Víctor, que apenas alentaba, añadió:

—¿Cómo pretendía pagar esto?

Fue un rayo de luz para Víctor.

Por un momento se creyó salvado.

El peligro se conjuraba.

Pagaría.

¿Por qué no?

Pagaría, costase lo que costase. ¡Pagaría!

Haría sacrificios, viviría con lo estrictamente necesario.

Cortaría sus relaciones con Paca.

Pondría término a aquella locura.

¿No había ejemplos de hombres que, después de haber cometido grandes faltas, consiguieran repararlas y hacerlas olvidar?

Por otra parte, el Gerente parecía estar dispuesto a tener tolerancia con la falta de Víctor.

Él, al menos, lo creía así.

Si no estuviese predispuesto a la tolerancia, no habría esperado a cogerle in fraganti.

Anteriormente le habría denunciado a la policía.

El Gerente era, sin duda, un buen hombre.

No querría ciertamente perderle.

Así, animado por estos pensamientos apaciguadores, contestó con una voz alborozada de esperanzas:

—Pagaré como usted quiera. ¡Como usted quiera!… Dígame usted lo que debo hacer… Obedeceré ciegamente.

El Gerente replicó:

—Ya veo que no me comprende.

Víctor quedó aterrado.

—¡Cómo!

El Gerente repitió:

—Sí, no me ha comprendido.

Víctor exclamó con angustia:

—¿Pero cómo quiere usted que yo pague?

—Eso me es indiferente. Lo indispensable es que pague.

Después dijo estas palabras, que cayeron en el oído de Víctor como una sentencia de muerte:

—Y le hacemos a usted esta concesión por honra nuestra. Solamente en un caso extremo haremos público que somos robados por nuestros empleados. Pero tenga usted presente que si no integra en la caja el dinero robado, le entregaremos a la policía.

En aquel momento la fisonomía de Víctor sufrió una alteración profunda.

Estaba lívido, tenía las ojeras profundas y maceradas.

El labio trémulo.

Desvariado murmuró:

—¡La policía!

El Gerente repitió fríamente:

—Sí, la policía.

Y añadió con fría crueldad:

—Todo se arregla pagando.

Víctor cerró los puños.

Por sus ojos pasó un relámpago.

Una furia salvaje empezaba a apoderarse de él.

No veía.

Estaba ciego.

La voz se extinguía en su garganta.

En esto se abrió la puerta, y un empleado dijo desde el umbral.

—Ahí está una persona que desea hablar con el señor Gerente.

Este incidente salvó a Víctor.

Un momento bastó para que dejase de cometer un crimen.

Una puerta que se abría, una voz, bastaron.

Los impulsos son así.

La menor cosa los arrebata. La menor cosa los detiene, los calma.

Víctor comprendió que estuviera a punto de lanzarse sobre el Gerente.

Que estuviera a punto de estrangularlo con sus dedos nerviosos.

Más tranquilo murmuró:

—No tengo esperanzas algunas de poder reparar esta falta en las condiciones que se me imponen. Pero voy a intentarlo. Pagar inmediatamente me es imposible. No tengo recursos, no tengo amigos, no tengo relaciones. ¿Cuándo quiere que le pague?

—En veinticuatro horas.

—¿Mañana?

—Mañana.

—Tenga usted piedad de mí. Mañana me es imposible.

El Gerente no respondió.

Su fisonomía tomó una expresión de dura ferocidad.

Empujó la puerta y abrió.

Al mismo tiempo murmuraba con una voz fría, helada:

—Puede salir. Está libre. Puede hasta huir, si quiere. Tiene veinticuatro horas. Si al cabo de ese tiempo no ha aparecido, ya sabe… Le entregaré a la policía.

Víctor dio un paso hacia la puerta.

Saludó acobardado y vergonzoso, y salió.

La puerta quedó batiendo tras él.


* * *
 

Víctor salió loco.

Eran las cinco de la tarde.

El día era hermoso, y la gente llenaba las calles.

La temperatura era suave.

Los rostros de los transeúntes expresaban alegría.

Toda la gente que pasaba parecía feliz y contenta en aquel día espléndido.

Víctor no sabía bien a dónde iba.

Parecía ebrio.

Se tambaleaba, no veía, no oía.

Al salir del Crédito Argentino vagó por las calles.

¿Por cuáles?

No podría decirlo.

De pronto sintió la necesidad de huir, de refugiarse en alguna parte donde no hubiese importunos, gente extraña a su dolor y a su desgracia.

Entonces corrió a su casa. Al tercer piso en que vivía, allá por las proximidades de la calle Mayor.

Al llegar se encerró en su cuarto.

Se echó sobre la cama, desfallecido, inerte, sin voluntad.

Se decía en voz alta, apretándose la cabeza con las manos:

—¿Qué hacer? ¿Dios mío, qué hacer?

No pudiendo permanecer acostado, tanta era su excitación, saltó de la cama y se paseó por la habitación.

De nuevo, asiéndose la cabeza con las manos, se decía:

—¿Qué hacer?

Aflictiva situación.

Le faltaba el aire.

Abrió la ventana de par en par.

Miró a la calle.

Sintió un vértigo.

Era una gran altura.

Consideró la calle inmensa y vacía, llena de luz.

Las losas iguales de la acera que brillaban al sol.

Por un momento le pasó por la cabeza, como un relámpago que ilumina un momento y luego se apaga, la idea de suicidarse.

Sí; el suicidio era, tal vez, el único medio de resolver la cuestión.

La muerte liquida todas las cuentas.

Volvió a mirar hacia bajo: la calle solitaria, la acera lisa, igual, y la idea del suicidio le volvió a la mente.

¡Era el único medio!

¡El único!

¿Tenía por ventura algún otro?

¿Acaso podía esperar que alguien le salvase?

¿Y dónde estaba ese alguien?

¿Dónde?

No podía hacerse ilusiones.

El único medio era matarse, acabar consigo, poner un punto final a su vida con un poco de sangre.

¿A qué seguir con paso acongojado de la fortuna la mudable rueda?

Había delinquido y no valía la pena vivir. Delinquiría siempre.

Su destino estaba escrito.

La iniquidad social le había elegido por una de sus víctimas.

Vivir bajo el peso de esta condena era imposible.

Mejor sería morir protestando.

Pero en torno suyo todo era como un nuevo estímulo a la vida.

El cielo era azul, el aire perfumado, las palomas se arrullaban en el alero de una casa cercana.

A lo lejos, una charanga militar pasaba tocando.

Sintió el horror de la muerte, y se apartó de la ventana murmurando:

—¡No!

¡Morir no!

¡Todo menos morir!

Todo: la deshonra, la cárcel, la expiación, todo menos morir.

Quería conocer la vida, gozar de ella.

¿Comenzaba mal? ¡Tanto peor!

La vida está llena de variedad.

¡Quién sabe lo que todavía le tenía reservado la vida!

Se pasó la mano por la frente, y, más sereno, se puso a pensar en su situación.

Lo primero que se le ocurrió fue huir.

Pero huir no era práctico.

¿Huir a dónde?

Huir era ser encontrado.

Entonces pensó en buscar alguien que le pudiese ayudar.

Buscó en toda la escala de sus relaciones desde su infancia.

Conocía poca gente, y casi toda sin recursos.

De pronto le acudió al espíritu el nombre de Carlos, el Conde de Porta-Dei, su amigo de la infancia.

Salió apresuradamente, y se dirigió al hotel de la Castellana donde habitaba el joven conde.

La voz le temblaba al dirigirse al majestuoso portero:

—¿Está el señor Conde?

El portero, antes de contestar, le miró de alto a bajo.

—No, señor, no está.

—¿Sabe usted cuándo estará?

—No sé.

Y añadió, después de un momento:

—El señor Conde está viajando por Italia.

Víctor palideció intensamente.

Se pasó la mano por la frente, y salió tambaleándose.

El portero le miró con desconfianza.

Volvió a su casa, perdido el ánimo por completo.

De nuevo se encerró en su cuarto, y se echó sobre la cama.

Le parecía que dentro de su cabeza había un gran vacío, como si le hubiesen extraído los sesos.

No podía pensar.

Poco a poco anocheció.

Le llamaron para comer.

Se incorporó sobresaltado.

Al enterarse de lo que era, respondió volviendo a dejarse caer sobre las almohadas:

—¡No como! No tengo gana.

Se levantó y se puso a recorrer la habitación.

De pronto sintió dentro de sí como un rayo de esperanza. Acababa de ocurrírsele el nombre de la señora de Neira.

Aquella dama se le había mostrado siempre buena y sensible. La última vez que le había visto, sorprendiera en los ojos de aquella señora una niebla de lágrimas cuando él le contaba sus cuitas.

¿Quién sabe? Tal vez exponiéndole sentidamente la situación…

Tal vez, ante la idea de salvar a un hombre de la cárcel, la señora se impresionase, y en uno de esos impulsos generosos, tan frecuentes en las mujeres, resolviese generosamente el conflicto…

¿Quién sabe?

Pero luego se clavó en su espíritu la convicción cruel de que no sería así.

Era absurdo.

Por muy poderosas y sentidas que fuesen las razones que él le presentase, nunca la señora de Neira, educada en el culto de la fortuna, consentiría en entregarle generosamente una suma que excedía del cómputo de todas las necesidades vulgares.

¡Nunca!

Era inútil pensar en ello.

Por ese lado nada había que hacer.

Buscar a la señora de Neira era inútil.

Aquella anciana le respondería evasivamente, alegaría cualquier pretexto para no darle el dinero, y él volvería peor de aquella tentativa, porque traería un desengaño más.

¿Pero a quién dirigirse?

¿A quién?

¡Inútiles esfuerzos!

Estaba vencido.

Tendría que entregarse.

Buscaría al Gerente del Crédito Argentino, y le diría:

—¡Aquí me tiene! Haga usted de mí lo que guste.

Pero hacer esto era condenarse anticipadamente, y con esta idea no le era posible reconciliarse.

La idea del suicidio volvió a apoderarse de su espíritu.

Entonces, por huir de aquel pensamiento atenazador, que como un remordimiento le perseguía, se levantó y salió.

Una vez en la calle se preguntó:

—¿A dónde iré?

Y se dirigió a casa de Paca.

Quería gozar por última vez las dulzuras de su amor.

De aquel amor fatal que le ponía al borde del abismo.

VII. Premeditación

Paca la Gallarda no estaba en casa.

La criada le dijo que acababa de salir.

Víctor ya se disponía a dar la vuelta cuando una voz fuerte le gritó desde dentro:

—¡Pasa, Víctor! Tengo que hablarte.

Víctor reconoció la voz de Vicente Vellido y entró.

Vellido se levantó al verle.

—Vamos a la calle; puede llegar Paca y tenemos que hablar. Te estaba esperando.

Salieron.

La conversación que medió entre ellos ya la conocemos.

Les hemos dejado conversando en una taberna, y allí continuaban todavía, a hora muy avanzada de la noche.

Pasaba de las doce cuando se separaron, prometiendo reunirse al día siguiente.

Víctor regresó a su casa.

Parecía más animado.

¿Qué proyectaba?

¿Qué idea diabólica le había sugerido Vicente Vellido?

¿Era salvadora?

¡Tal vez!

Era un crimen.

El crimen como idea yace en el fondo de todas las conciencias.

En unas duerme, en otras vela.

En el espíritu del hombre criminal, el crimen existe antes de ser concebido.

Su advenimiento es precedido de una conmoción, y cuando ella surge, surge el hecho.

Una vez en su cuarto, Víctor se acostó, pero no pudo dormirse.

A cada momento se llevaba las manos a la cabeza, y murmuraba sombríamente:

—Vellido tiene razón. Es el medio único.

Adoptada una resolución criminal, es difícil desistir de ella.

Y si en el crimen se cree encontrar la salvación, entonces el crimen parece inevitable.

Esto le sucedía a Víctor.

Convencido por Vellido de la necesidad del crimen, ya solamente le faltaba ejecutarlo.

¿Cómo?

Aquí Víctor vacilaba; pero contaba con la valiosa ayuda de Vellido.

Vellido lo decidiría todo.

Víctor no quería deliberar a este respecto.

Pero sin querer pensaba en el asunto que Vellido le había propuesto.

Era la cosa más sencilla.

Se trataba de robar a la señora de Neira.

El marido, D. Román, estaba ausente.

Vellido aseguraba saberlo.

La señora de Neira se hallaba sola, sin otra compañía ni otra defensa que una criada.

¡Sola!

Y sin saber por qué esta idea fijaba la calenturienta atención de Víctor, como un punto luminoso la vista de un sonámbulo.

¡Sola!

¿Qué debía hacer?

No lo sabía bien.

De pronto le pasó por la imaginación una extraña sospecha.

¿Por qué Vellido estaba tan enterado de la disposición del piso que habitaban los señores de Neira?

Él le había dicho que lo conocía perfectamente.

¡Y lo raro era eso!

¿Cómo Vicente Vellido había podido introducirse en aquella casa, tan cerrada a todo el mundo?

Y que se había introducido no tenía duda.

Vicente Vellido había llegado hasta el extremo de decir que podía hacerse con una llave.

¡Tan fácil y segura había presentado aquel hombre la ejecución de su plan!

Víctor no durmió en toda la noche, ni pudo arrojar de su espíritu las palabras tentadoras y sombrías del que acababa de presentársele como el padre de Paca.

Al antiguo negrero, en cambio, le había sucedido todo lo contrario.

Durmiera con el sueño tranquilo de todas las noches.

A la mañana, cuando se despertó, se puso a combinar fríamente el golpe.

Hacía ya mucho tiempo que él meditaba por su cuenta un tiento a la vieja de Neira.

No había explicado las razones por las cuales prefería aquel negocio a otros, pero debían ser poderosas.

Era un asunto que venía estudiando.

Todas las dificultades que Víctor le había presentado, Vicente Vellido parecía tenerlas ya resueltas de antemano.

Decíamos que a la mañana siguiente su primer pensamiento fue para el golpe a la vieja…

Pensó en la manera de asegurarlo bien.

Por regla general, el hombre criminal no elige libremente la forma de cometer su crimen.

La impone el temperamento.

En el crimen, aun en hombres como Vicente Vellido, todos los actos obedecen a los impulsos.

Al mismo tiempo que combinaba su crimen, Vellido veía ante sus ojos una mancha de sangre, y fue en sangre donde amasó poco a poco una forma.

Lo primero era armarse.

¿Pero con qué arma?

Vellido concedió a este punto larga meditación.

Un arma de fuego, un revólver, era comprometedor.

Las armas de fuego son escandalosas.

En la laboriosa ideación de su crimen estaba comprendida la impunidad, pensamiento que acompaña a todos los crímenes como un estímulo, y el arma de fuego era una denuncia.

¡Una faca!

En aquel instante, sus manos parecían asir el pomo de una faca, y Vellido vio asombrado sobre su mesa una faca.

¿Quién la había puesto allí?

¿Estaría soñando?

Aquella faca parecía cosa de pesadilla.

Se aproximó como quien se aproxima a una sombra.

La faca no se disipó como visión de ensueño.

Existía, era real, estaba allí sobre la mesa, auténtica, verdadera, con su hoja resplandeciente y su mango de cuerno, húmeda aún del contacto de las manos de alguien.

Un millón de ideas perturbadoras le asaltaron el cerebro.

La aparición de aquella faca, coincidiendo tan lógicamente con la necesidad que Vellido tenía de ella para practicar el crimen que meditaba, lo aterró como la aparición de un espectro.

Nada de aquello era natural.

Pero por otro lado la faca estaba allí, existía, con las proporciones normales de un gran cuchillo de cocina y sin ninguna apariencia mentirosa.

Vellido no pudo menos de decirse:

—¿Pero cómo vino esta faca aquí?

Entonces, restituido a la realidad por la evidencia, pensó que habrían dejado la faca allí olvidada.

Tal vez la criada que arreglaba el cuarto la dejaría allí al venir de la cocina, que era a dos pasos, o tal vez se hubiese servido de ella para cualquier uso y la dejaría olvidada sobre la mesa, entre los papeles y los libros.

Debía ser una de esas cosas.

La faca no había caído del cielo, no fuera traída por ningún mensajero misterioso.

La coincidencia, sin embargo, aún le sobresaltaba.

Era extraño que aquella arma se le apareciese precisamente cuando él la necesitaba.

Se diría que circunstancias fatales la habían traído allí, como para ayudar a cometer el crimen.

En presencia de aquella singular casualidad creyó en la intervención del Destino, disponiendo las cosas misteriosamente para guiar a un punto fatal la vida de los hombres.

¡Era inconcebible!

Tomó la faca y la examinó detenidamente como si fuese objeto para él nunca visto.

Pero como al final de cuentas, aquella faca era como todas las facas, desechó de su espíritu temores y suspicacias, y la aceptó como instrumento de su crimen fría y reflexivamente.

La faca tenía el mango de cuerno, sujeto por tres gruesos clavos de cobre.

Cuando blandía el arma, la hoja vacilaba un poco.

Tal defecto lo había adquirido, sin duda, por efecto de un largo servicio.

Serenamente, Vicente Vellido probó el filo de la faca en el borde de la mesa.

Después la blandió en el aire fiera y fuertemente.

Convencido de que la faca era capaz y resistente para el objeto a que la destinaba, la guardó en el bolsillo de su chaqueta, la cual se abrochó cuidadosamente.

Un reloj cercano dio las diez.

La mañana era hermosa.

Un sol ya espléndido brillaba en los cristales allá en los pisos más altos de las casas.

Automáticamente Vellido cerró la ventana, tomó el sombrero y salió.

Su mano febril palpaba frecuentemente el pecho, sobre el cual sentía la dureza del arma.

Cuando salía, una voz de mujer le gritó desde el fondo obscuro del pasillo:

—¿No almuerza en casa?

Vellido caviló un momento.

Por último respondió:

—No, no como en casa.

Y lentamente, como hombre que sale a la calle sin otro objeto que tomar el sol, abrió la puerta y bajó la escalera.


* * *
 

Los dos cómplices, llamémosles ya así, Vicente Vellido y Víctor Rey, habían acordado no volver a reunirse en Madrid, a fin de evitar sospechas.

No volverían a verse hasta el momento de cometer el crimen que meditaban.

El punto de reunión sería un solar próximo a la calle de Castelar.

Víctor había escrito al Gerente del Crédito Argentino pidiéndole que ampliase por otras veinticuatro horas el plazo concedido para reintegrar el dinero a la caja, y el Gerente había accedido a ello.

Hasta las cinco de la tarde Víctor permaneció en casa.

A las cinco salió y se dirigió a pie a Madrid Moderno.

El día estaba nublado.

Parecía que alguna cosa agonizaba en la tarde.

Era como si en el aire palpitase el alma enferma y melancólica del día.

La calle en que Víctor vivía parecía la calle de un poblachón de Castilla.

En la villa y corte hay muchas así.

Los niños jugaban a la puerta de las casas.

En las ventanas, alguna que otra mujer miraba tristemente hacia la calle.

Víctor echó rápidamente calle arriba como quien lleva ocupación muy urgente.

En la esquina de la calle un ciego, rodeado de gente, tocaba la guitarra.

Víctor cambió maquinalmente de acera para no tener que detenerse.

Iba de prisa. Tenía fiebre.

Sentía el corazón opreso, y si quisiese hablar, articular una sola palabra, no lo conseguiría tal vez.

En lo alto de la calle de Alcalá oyó llamar.

—¡Oye tú! ¡Oye!

Temiendo que fuese por él, no miró para atrás y apresuró el paso.

Cuando distinguió a lo lejos los primeros hoteles de Madrid Moderno, sintiose tomado de una súbita cobardía.

La idea de conmover a la anciana señora de Neira y de no practicar el crimen se le aparecía como una esperanza.

¿Quién sabe? Tal vez la anciana se apiadase de él.

Todo era posible.

¡Y qué grande, qué inmenso alivio sentiría su corazón si pudiese volver de aquella excursión sombría, libre, inocente de la sangre que iba a verter, y de la cual ya le parecía ver manchadas sus manos!

Entonces se acordó de Vellido, y tuvo miedo.

Le pareció que el crimen era inevitable.

Vellido no desistiría de cometer su propósito.

¡Era un hombre terrible!

Y Víctor comprendía que no tendría fuerzas ni voluntad para oponerse al padre de Paca.

Caminó algún tiempo con la cabeza baja, profundamente abatido.

Se detuvo un momento para orientarse, y distinguió el solar donde Vellido le esperaba.

Sintió un estremecimiento.

¡Era allí!

Allí debían acordar los últimos detalles del crimen.

Y Víctor, reaccionando sobre sí mismo, se propuso oponerse con todas sus fuerzas.

No, él no sería nunca un criminal como Vellido.

Había sido un ladrón, pero no sería un asesino.

Sus ojos se llenarían de lágrimas.

De nuevo tuvo miedo al padre de Paca.

¿Sería tanta su desgracia que, después de haber robado por el amor de la hija, tuviese que matar por la imposición del padre?

Penetró temblando en el solar.

Durante un momento no vio nada.

Una niebla le obscurecía los ojos.

Ya, más dueño de sí, distinguió a un hombre echado boca arriba tomando el sol.

Aquel hombre no se parecía en nada a Vellido.

Estaba vestido de harapos. Parecía un vagabundo.

Tenía una gorra negra y mugrienta echada sobre los ojos.

Los dedos de sus pies asomaban por entre los rotos de sus botas, y sus pantalones no estaban en mejor estado.

Víctor sintió un gran alivio al ver que Vellido no había acudido a la cita, y ya se disponía a salir del solar, cuando el vagabundo le hizo con la mano seña de que se detuviese.

Víctor sintió toda su sangre agolparse al corazón.

Tuvo miedo de aquel hombre.

Pero no se movió ni para huir ni para acercarse.

El otro se aproximaba sonriendo.

Víctor quiso recordar.

Aquella mirada y aquella sonrisa le eran conocidas.

¿Pero dónde las había visto?

El vagabundo llegó al lado de Víctor y le puso una mano en el hombro.

Víctor dio un salto, como si una serpiente le hubiese mordido.

El otro se echó a reír.

Aquella risa hizo palidecer a Víctor.

¡Acababa de reconocer al vagabundo!

¡Era Vellido!

Antes de que Víctor hubiese tenido tiempo de profe reúna palabra, el padre de Paca le dijo con ironía:

—¿De veras no me habías reconocido?

Víctor contestó fríamente:

—No.

—¡Ya se ve; ignorabas esta habilidad mía!…

Víctor guardó silencio.

Vellido continuó:

—Por estos barrios no puedo andar a cara descubierta. Víctor murmuró con desdén:

—Ya veo que sabes tomar precauciones. El caso es que a ti no puedan reconocerte. A los demás que nos parta un rayo.

—¡No seas imbécil!

—No lo soy, aun cuando tú me tomes por tal.

—Te repito que no seas imbécil. A la policía no se la desorienta con estos disfraces.

—¿Por qué los adoptas entonces?

—Porque no es a la policía a quien tengo que engañar.

—¿A quién entonces?

—A una mujer.

—¿Y esa mujer es?…

Vellido murmuró con una extraña sonrisa:

—¡La mía!

—¡La tuya!

—Sí, la mía.

—¿La madre de Paca?

—No.

—¿No? ¡Pues no comprendo!

—¿Acaso los hombres solo se casan una vez?

—¿Tú te has casado dos?

—Sí.

—¿Y vive tu segunda mujer?

—Sí.

—¿Y temes que te reconozca?

—Naturalmente.

—¿Pero cómo has sabido que reside aquí, en Madrid Moderno?

—Porque la he visto. Es nada menos que la portera de la casa de la señora de Neira. Pero no perdamos el tiempo. Vamos allá.

Y Vicente Vellido echó a andar delante.

Víctor le detuvo.

—Escucha.

El otro se volvió.

—¿Qué quieres?

—Lo he pensado, y yo no he nacido para asesino.

Vellido palideció de cólera.

—Has nacido entonces solamente para ladrón.

—¡Vellido!

—¿Te ofende la verdad?

Víctor enrojeció de cólera y cerró los puños.

Vellido continuó impasible:

—No comprendo que después de haberse dejado coger en la trampa como un inocente ratoncillo, que después de haberse abierto torpemente la puerta del presidio, todavía se empeñe uno en entrar… La verdad, no te comprendo.

Hizo una pausa, y atajando la palabra a Víctor, que iba a contestarle, continuó:

—¿Estás dispuesto a pudrirte en la cárcel? En ese caso no hablemos más.

Víctor contestó impaciente:

—No estoy dispuesto a pudrirme en la cárcel; pero antes de manchar mis manos en sangre quiero intentar todos los medios decorosos y honrados…

Vellido le interrumpió con energía:

—No los hay.

—¡Quién sabe!

—Eres un iluso.

—La señora de Neira es mujer de gran corazón; puede conmoverse. En otra ocasión ya lo hizo…

—Las ocasiones no se repiten.

—Nada se pierde con intentarlo.

—Sí, se pierde el tiempo.

—Se me ha concedido otro plazo de veinticuatro horas.

—¿Y con eso ya crees haber solucionado la cuestión?

—No; pero ya te he dicho que quiero apurar todos los medios antes que cometer un crimen.

—¿Cuál es entonces tu idea? ¿Qué te propones?

—Ver a la señora de Neira y pedirle el dinero.

—¿Y si no te lo da, como es natural?

—Entonces buscaré en otra parte.

—¿Y si tampoco encuentras?

—Me pegaré un tiro. ¿Crees que la vida está para mí tan llena de atractivos, que sienta dejarla?

Vellido le miró fijamente, y pronunció con gran lentitud estas palabras:

—Creo que sí. Tú amas a Paca, y cuando se ama se siente siempre dejar la vida.

Víctor bajó la cabeza, mordiéndose el bigote.

Vellido continuó:

—Pero vamos a nuestro asunto. Yo no te digo que mates a la señora de Neira. Te digo simplemente que la robes. El matarla puede ser un medio, nunca un fin. Que ese medio te repugna, pues busquemos otro. Pero el caso es que el dinero de esa vieja rica pase a nuestros bolsillos. ¿Estás conforme?

Víctor murmuró sombríamente:

—Sí, estoy conforme.

VIII. Bordeando el abismo

Vicente Vellido y Víctor Rey se separaron, no sin antes haber cuidadosamente combinado la manera de dar el golpe en casa de los señores de Neira.

Víctor debía entrar primero, y, puesto que era conocido de la casa, no había dificultades para ello.

En cuanto a Vellido, la cuestión ya cambiaba.

Pero tampoco ofrecía grandes dificultades.

Vellido tenía una llave.

La llave que había en la portería, y de la cual ya se había apoderado, aprovechando un descuido de la portera.

Cómo Vellido llevó a cabo esta hazaña, habremos de narrarlo en otro capítulo.

Por ahora bastará con lo dicho.

Y volvamos a Víctor.

Al separarse de Vellido volvió a sentir que el ánimo le faltaba.

Hubo un momento en que pensó volverse a Madrid y tirarse de cabeza por el Viaducto.

Al entrar en la calle de Castelar sintió frío en el corazón y le flaquearon las piernas.

Un sudor frío le humedecía la frente.

Sin embargo, logró hacerse dueño de sí por uno de esos movimientos de energía propios de los individuos que, entregados a la tiranía de una resolución, procuran vencer la ingénita flaqueza.

Subió la calle lentamente.

A medio camino reflexionó que no era conveniente subir por allí, mostrarse, dejarse ver por los vecinos ociosos, que, naturalmente, repararían en él, y se volvió bruscamente para esperar a que fuese más tarde y hubiese menos luz.

A partir de entonces, todo fueron precauciones.

La vista de un agente de Orden Público le alarmó.

Después, como el agente no había reparado en él, creyó haber escapado de un peligro.

Cuando hubo anochecido subió pegado a las paredes.

Se ocultaba en la sombra de las casas.

El sentimiento de defensa le hacía prudente.

Al mismo tiempo que su conmoción cedía, comprendía que se hallaba completamente dueño de sí mismo.

Señor de su voluntad.

El peligro arrostrado con premeditación transforma al hombre en una fuerza.

Víctor caminaba lentamente, con la cabeza baja, para que los transeúntes o los vecinos que estaban en las ventanas no le pudiesen distinguir claramente la cara.

Como estaba seguro de reconocer el portal de casa de la señora de Neira, caminaba con seguridad.

Aun cuando el corazón latía con fuerza en su pecho, su resolución era cada vez mayor.

Desde que había acordado con Vellido que no habría derramamiento de sangre, que la vida de la anciana señora sería respetada, su resolución era mucho más firme, y mucho mayor su tranquilidad.

Diríase que el robar no lo consideraba como delito.

Reconoció el portal, y entró.

Todavía no habían encendido.

Atravesó el portal con paso de lobo.

Subió las escaleras sin detenerse.

En el primer descansillo se detuvo a escuchar.

En toda la casa reinaba un profundo silencio. Resueltamente tiró del cordón de la campanilla, que resonó en el interior con un sonido vibrante que poco a poco se fue apagando.

Respirando con fuerza, Víctor se dijo a sí mismo, casi en voz alta:

—¡Valor!

Pasó algún tiempo sin que viniesen a abrir.

Víctor pensó:

—Si hubiesen salido.

Pero casi en el mismo momento se oyó un ruido de pasos, y una mano corrió la rejilla.

Un rostro de mujer asomó detrás de la puerta.

Víctor preguntó:

—¿La señora está?

El rostro que asomaba por detrás de la rejilla murmuró:

—Haga el favor de decirme su nombre.

—Víctor Rey.

—Gracias. Voy a ver si está la señora…

Pero ni siquiera tuvo tiempo a separarse de la puerta. La voz de la señora de Neira inquirió desde el fondo del pasillo.

—¿Quién es, muchacha?

—Un señor que pregunta por usted.

La anciana se acercó a la puerta, y miró por la rejilla. Sin duda reconoció a Víctor, porque se apartó y abrió la puerta.

Víctor se quitó el sombrero, y saludó un poco turbado. La anciana le contestó con afabilidad:

—¡Pase! ¡Pase!

Y le guio hasta la sala, donde le hizo sentar en un sillón al lado del sofá.

Víctor, que había dejado el sombrero en la antesala, se sentó con timidez y resolución al mismo tiempo.

Llegara el momento decisivo.

No podía salir de allí sin haber liquidado su destino.

Esto se hallaba firmemente grabado en su espíritu.

Su situación era la de un condenado.

Aquella sala, en que estaba de visita con la anciana señora, le parecía la antecámara de algo desconocido y sombrío.

Más allá de aquella sala estaba la vida, pero estaba también la muerte, o quizás algo peor que la muerte:

¡Lo desconocido!

En aquella estancia, llena de bienestar y de riqueza, había una sombra fúnebre.

Antes de que Víctor le hablase, fue la anciana quien primero le dirigió la palabra:

—Afortunadamente mi marido no está en Madrid. Si estuviese, probablemente no le recibiría, porque ha quedado muy mal impresionado después que le ha buscado en la casa de huéspedes donde usted vivía.

Víctor no contaba con aquella interpelación, aun hecha así, en un tono familiar.

Balbuceó algunas palabras:

—La verdad es que… Yo le explicaré…

Pero la anciana no le dejó proseguir:

—Ya sé… Ya sé… Cuestiones de dinero. Es siempre doloroso tener que vivir en dependencia… Pero usted debió haber dado otras señas. Excusaba de saberse eso, y excusaba principalmente mi marido de saberlo.

Víctor aprovechó el momento para referir la nota conmovedora de su penuria de entonces, y dijo:

—Cómo quería usted que diese otras señas, si no tenía casa…

La anciana le miró fijamente, con una mirada de dolor y de sorpresa a un mismo tiempo.

Después suspiró:

—¡Válgame Dios!

Este incidente, sin embargo, solo sirvió para desviar el asunto.

Lo que Víctor quería era encaminarle rápida y rectamente.

La imprevista interpelación de la anciana lo alejara por un momento.

Así fue que, para no prolongar su incertidumbre, abordó resueltamente la cuestión:

—Permítame usted…

Pero se detuvo.

Real o fingidamente apareció dominado por una profunda conmoción.

Cruzó las manos, y bajando la cabeza pareció que iba a hablar, pero no pronunció una sola palabra.

La anciana le animó con bondad:

—¡Diga! ¡Diga!

Estas palabras le reanimaron, y murmuró:

—¡Oh! Señora, usted tendrá que perdonarme.

Y tomando aliento, como el que se lanza a un gran peligro, añadió:

—Estoy en una situación muy crítica…

Su fisonomía revelaba, con efecto, una profunda angustia.

—Es, ciertamente, la situación más crítica de mi vida… Se da en mí un hecho que me avergüenzo de contar a usted; pero es forzoso que se lo cuente.

La anciana, siempre con su animadora y bondadosa sonrisa, murmuró:

—¿Por qué ha de avergonzarse? Dígame lo que tenga que decirme.

Víctor bajó la cabeza.

—Es una situación tal la mía, que no puedo menos de sonrojarme.

—¿Pero por qué? Usted no ha matado… No ha robado… Ser pobre no es vergüenza.

—¡Por Dios, señora, no diga usted eso! ¡Perderé toda esperanza si usted no quiere ser benévola conmigo!… Yo le suplico toda su benevolencia, toda su bondad todo su perdón.

—¿Mi perdón?

—¡Sí, señora! Porque yo cometí un crimen. Me aluciné, perdí la razón. ¡Hice mal! Me comprometí, me desacredité…

Como la anciana no comprendiese, preguntó:

—¿Pero diga qué le ha pasado? Yo no comprendo.

—Pues bien, señora, voy a decírselo; tanto más que he venido aquí a confesarme y a pedirle al mismo tiempo que me salve; porque estoy perdido… Perdido, si no encuentro quien me salve.

La anciana exclamó:

—Jesús, Dios mío, ¿qué le pasa?

Entonces pausada, pero angustiosamente, como un gran pecador que se confiesa, Víctor dijo:

—Hace poco más o menos un año que me coloqué en el Crédito Argentino.

La anciana, a la vez inquieta y curiosa, murmuró:

—¡Hace un año!

Víctor confirmó con un largo suspiro:

—Sí, hace un año.

Después, en un tono monótono de narración, prosigue:

—No quiero colocarme, a los ojos de usted, en una situación simpática. Lejos de eso. Quiero que vea usted que he procedido mal, y quiero también un testimonio sincero de mi arrepentimiento.

Hizo una pausa y continuó:

—Mi situación en el Crédito Argentino era buena.

La señora de Neira interrumpió:

—Era buena. Entonces ya no lo es.

—Me explicaré, señora. Adquirí rápidamente la confianza del Gerente de la casa, y concluyeron por confiarme las llaves de la caja.

Al decir esto, Víctor miró a la anciana; pero en la fisonomía de esta no había sino curiosidad.

Evidentemente no había comprendido.

Tanta sencillez, tanto candor, perturbaron a Víctor, que súbitamente, temiendo producir en el espíritu de la señora de Neira una impresión funesta para sus propósitos, decidió ocultarle la verdad y dar a su caso un aspecto diferente.

Decirle que había robado la caja del Crédito Argentino le pareció arriesgado sobremanera.

La señora de Neira podía recibir mal aquella noticia y cortarle inmediatamente toda esperanza.

En esta disposición de espíritu prosiguió su narración, inventándola conforme la hacía.

—Diré a usted, señora; entre tanto, y este es el punto grave, conocí una mujer, la cual tuvo de mí una hija, una niña que vive y a quien quiero con extremos del que es padre por primera vez. No son amores que yo pueda confesar a todo el mundo, porque no todo el mundo los comprendería; pero usted, que está llena de bondad, los comprenderá y los perdonará ciertamente.

Esta revelación de Víctor produjo un singular efecto en el espíritu de la anciana, que, lejos de impresionarse de una manera desagradable, sintió impensadamente por Víctor una nueva simpatía.

Las mujeres, aun aquellas que ya están fuera de la edad del amor, se interesan siempre por los amores ajenos.

El amor es como una palabra de pase en masonería femenina.

Todas las mujeres lo comprenden, y se diría que el amar sirve para evocar un espíritu de solidaridad.

Aquella aventura amorosa, resolviéndose en un hijo, interesó extraordinariamente a la anciana señora de Neira.

Lo que ella no comprendía era la relación que podía existir entre aquel hecho y las primeras palabras de Víctor.

Sin embargo, la anciana no hizo ninguna pregunta, y Víctor pudo continuar:

—De aquellas relaciones resultó para mi vida una perturbación enorme; me creé necesidades nuevas a las cuales no podía hacerse frente con lo que ganaba. Adquirido el compromiso fue necesario mantener a la madre y a la hija… Hice sacrificios, me privé de todo. Pero las exigencias de la situación eran grandes… Me encontré solo, sin un amigo, sin un guía, sin un protector, y un día, alucinado, impulsado por las circunstancias, perdí la cabeza y cometí la primera falta…

Miró a la anciana.

Sin duda la señora de Neira esperaba que él concluyese su relato, pero no pronunció una sola palabra, no hizo un solo gesto por el cual diese a conocer que seguía su pensamiento, que conocía la significación de las palabras que Víctor acababa de pronunciar.

Víctor, cada vez con mayor embarazo, continuó:

—Frecuentemente me acontecía tener que pagar cuentas del Crédito Argentino. Estas casas de negocios tienen siempre cuentas que satisfacer… De una de estas veces dejé de pagar… Simulé un recibo y guardé el dinero… ¿Comprende usted ahora mi situación?

La anciana repitió automáticamente, como si en realidad no comprendiese todavía.

—Sí, comprendo.

Víctor, observando atentamente las diferentes expresiones del rostro de la señora de Neira, continuó:

—Mis necesidades eran muchas… Una enfermedad de mi hija acabó de aniquilarme. Médicos… Medicinas… ¡Lo que todo esto me costó! Después hizo falta un ama… La madre y la hija. ¡Oh!…

Víctor ya no expresaba pensamientos.

Decía palabras mecánicamente.

Continuó:

—Tuve que instalarlas a las dos. Arrendé una casa modesta; pero una casa, aunque modesta, es para el hombre sin recursos un gasto enorme. Además, yo no quería que pasasen necesidades. ¿Qué culpa tenían ellas, pobrecillas, del mal que yo les había hecho? ¿Qué culpa tenía aquel ser inocente de haber nacido?

Víctor se detuvo un momento.

En los ojos de la dama brillaban algunas lágrimas.

Hizo signo a Víctor de que continuase, y este prosiguió así:

—Yo adoro a mi pequeñuela. Por mi hija soy capaz de todo. ¡Por mi hija me eché un dogal al cuello! Tuve que pagar otra cuenta, y, como la primera, no la pagué. Pasó mucho tiempo sin que en el Crédito Argentino se descubriese el abuso. Para que allí se supiese era necesario que alguien se quejase. Vinieron otras cuentas, todas pequeñas, de poca importancia, y yo, arrastrado por el primer impulso y siempre esperando en poder por cualquier capricho de la suerte reparar el daño antes de que fuese descubierto, no pude ya detenerme. Cuando se comienza a descender, se desciende hasta el fondo.

La señora de Neira comprendiera al fin.

En su rostro más bien se revelaba la sorpresa que la acusación.

Sus ojos hundidos y todavía hermosos parecían llenos de piedad.

Víctor, animado por el éxito satisfactorio de sus palabras, procuraba atraerse por completo las simpatías de la anciana, conquistar plenamente aquel corazón que tan sensible se mostraba.

Con la voz un poco trémula, porque, en cierto modo, él mismo no dejaba de estar algo emocionado, continuó:

—Ahora, señora, imagínese usted el horror de mi vida. A partir del día en que cometí la primera falta comenzó para mí una horrible tortura. Yo desconfiaba de todo y de todos; veía en todos y en todo la denuncia del hecho abusivo que yo practicara. Mis esperanzas de reparación eran ilusorias. ¿Cómo había yo de remediar el daño? ¿Por qué medios? ¿Con qué recursos? Me sentí perdido y esperé, entre angustias, el día fatal en que mi primera falta fuese descubierta. ¡Ese día llegó!

La señora de Neira preguntó con cierta dolorosa turbación:

—¿Cuándo? ¿Cómo pasó eso?

Víctor dijo, con la voz nublada y temblorosa:

—Ayer, señora.

Hubo un largo silencio.

La sala había quedado poco a poco a obscuras.

En la calle era casi de noche.

La criada asomó en la puerta de la sala.

Antes de que tuviese tiempo de hablar, la anciana le interrogó:

—¿Qué hay? ¿Está alguien ahí?

—No, señora. Es que voy al comercio, que no hay petróleo en casa para las luces, y se lo venía a decir.

—Bueno. Vaya y no tarde.

La criada salió.

La señora de Neira cruzó las manos y permaneció silenciosa, sentada en frente de Víctor.

A pesar de haber comprendido que se trataba de una situación horrible, la anciana no medía con exactitud su alcance.

El caso de Víctor era para ella tan desusado, que difícilmente podía abarcarlo por entero.

La impresión que tenía era de un peligro profundo y anormal.

Tan anormal y tan profundo, que Víctor no le inspiraba antipatía, sino piedad por estar expuesto a él.

La piedad en la mujer es el sentimiento preponderante, y merced a la piedad la mujer perdona todo lo que puede conmover su corazón, así sea el mayor de los crímenes.

En general la mujer es la criatura que más se apiada del criminal.

Y en el caso de Víctor, debemos añadir que este se le presentaba bajo un aspecto conmovedor de padre y de amante sacrificado, y esa circunstancia contribuía grandemente en su favor.

La señora de Neira, levantando la cabeza, repitió:

—¿De manera que ha sido ayer?

Víctor afirmó de nuevo, en el mismo tono sombrío:

—Sí, señora, ayer.

Y súbitamente, exaltándose, con sincera pasión, dijo:

—Ahora, señora, considere usted lo que me pasa. Descubierta mi falta fui llamado a presencia del Gerente del Crédito Argentino. Y aquel hombre, frío y egoísta, como casi todos los hombres de negocios, me dijo fríamente: «Le hacemos a usted la concesión de no denunciarle a la policía si reembolsa a la caja en veinticuatro horas el dinero de que se apropió. Si no paga le entregaremos a los tribunales». Al oír esto creí volverme loco. Loco de dolor y de vergüenza. Salí a la calle como ebrio. No veía, no veía. Corro a mi casa para estar solo, para reflexionar, para resolver. Todo era inútil. ¡Yo estaba perdido! De pronto me acuerdo de usted. Se me ocurre el nombre de usted como el de una santa… Soy como un náufrago. Apelo a todo. Los hombres solo se acuerdan de que Dios existe cuando precisan de Él. Yo me acordé de usted como de Dios. Me dije a mí mismo: ¿quién sabe? Vine aquí como quien va a una iglesia a implorar la protección divina.

Dijo esto y calló.

Estaba verdaderamente conmovido.

La señora de Neira lo estaba también.

Víctor la había tocado en el corazón, en el lugar delicado que decide de las resoluciones humanas.

La sensibilidad es un sistema mecánico que fácilmente se maneja.

Víctor, por un instante, se juzgó salvado.

La anciana estaba sinceramente conmovida.

Las desgracias de Víctor le habían, efectivamente, tocado en el corazón.

Sin embargo no se decidiera, porque ella misma no sabía a qué decidirse.

Víctor acudía a ella.

¿Para qué?

¿Qué deseaba aquel desgraciado?

Que lo salvase.

¿Cómo?

Para no ser entregado a la policía le era necesario pagar el dinero de que se apropiara.

¿A cuánto ascendía este dinero?

La anciana se perdía en un dédalo de conjeturas.

Un sentimiento que acompañaba en ella a todos los impulsos de la piedad, la dominó, como deteniéndola en la pendiente resbaladiza de la piedad.

La señora de Neira, como todas las personas que atesoran, era celosa de la integridad de su fortuna.

En el llamamiento de Víctor a su bondad, vio, desde luego, un largo llamamiento a su fortuna.

¿Cuánto necesitaría?

Calculó mil o mil quinientas pesetas, y ya le pareció excesivo.

Tuvo miedo.

Se sintió contrariada.

La idea de aminorar sus ahorros, tan metódicamente acumulados, la asustó, y esta poderosa razón material hizo por un momento cesar todas las consideraciones sentimentales de su corazón.

Sin embargo, se hallaba dispuesta a salvar a aquel pobre muchacho.

¿En fin, cuánto necesitaba?

Ella necesitaba saberlo.

Víctor sintió que su corazón le golpeaba el pecho.

Murmuró con timidez:

—Es mucho, señora. Mucho más de lo que debo esperar de su bondad… ¡Y, sin embargo, es mi salvación, es mi vida!

La señora de Neira pronunció, casi con sequedad:

—Bueno. Diga usted cuánto es.

Víctor, al advertir el tono de la anciana, sintió frío.

Haciendo un poderoso llamamiento a su voluntad murmuró:

—Son más de tres mil pesetas, señora.

La anciana estaba lejos de esperar semejante suma.

¡Tres mil pesetas!

Era demasiado.

Casi se irritó.

Le parecía un acto de la mayor osadía venir así, sin más ni más, a pedir tres mil pesetas.

¡Tres mil pesetas!

¡Qué locura!

Sin embargo, no podía menos de infundirle lástima aquel pobre muchacho, sentado delante de ella, pálido, tembloroso, como un reo de muerte.

La señora de Neira no se atrevía a arrancarle con una sola palabra las esperanzas que con tantas le había hecho concebir.

La anciana señora sentía la timidez propia de los que rehúsan.

La timidez de los que por motivos de egoísmo se niegan a ser útiles y a ser buenos.

Buscando trabajosamente las palabras y sin atreverse a mirar a Víctor, empezó a decir:

—Usted, hijo mío, creerá que le voy a dar una disculpa… Que no es verdad lo que voy a decirle…

Se detuvo y, cruzando las manos, continuó:

—Voy a hablarle con absoluta verdad. Yo no puedo, así, de una vez, disponer de esa cantidad; y no puedo porque mi marido es quien administra mis bienes…

Y como Víctor se demudase horriblemente, añadió con cierta inquietud:

—Pero espere… Sosiéguese… Tal vez pueda arreglarse todo… Deje usted que venga mi marido… A ver si puede usted conseguir que esa gente espere… Mi marido debe llegar esta semana…

Las palabras de la anciana no consiguieron infundir una nueva esperanza en el ánimo de Víctor.

Con el mayor abatimiento murmuró:

—Usted acaba de pronunciar mi sentencia.

La anciana se sobrecogió un poco.

—¿Pero por qué? ¿No puede esperar a que llegue mi marido?

Víctor levantó la cabeza y, mirando a la señora de Neira con mal contenido enojo, contestó:

—Pero señora, si usted misma acaba de decirme que su marido había quedado mal impresionado respecto a mí, y que tal vez no me recibiría si estuviese aquí.

Así, cogida de sorpresa, la anciana balbuceó:

—Sí… Es verdad… Él no quedó bien impresionado, no.

—En ese caso…

—Pero quién sabe…

—Es inútil. Si usted no lo hace, menos lo hará su marido. Los hombres tienen el corazón mucho más duro.

La señora de Neira no sabía qué responder.

Estaba aturdida, comprometida. En aquel momento su más ardiente deseo era que Víctor se alejase.

Su presencia le era en extremo molesta.

Víctor, sin embargo, no desistió, y al verla vacilante se animó a hacer una nueva tentativa.

Se había olvidado por completo de sus proyectos criminales.

Lo que ansiaba a todo trance era salvarse, persuadiendo a la anciana de la gravedad y de la urgencia de su situación.

Entonces le habló de otra manera, suplicándole en nombre de cosas delicadas y sentidas.

Se animó.

Derramó lágrimas verdaderas, y acabó por postrarse a sus pies.

La señora de Neira, obligándole a levantarse, le dijo así:

—Voy a probarle que deseo sinceramente salvarle del apuro en que se ve.

Una sonrisa de suprema esperanza iluminó el rostro pálido de Víctor.

La anciana, volviéndose hacia un pequeño escritorio de nogal que había en un ángulo de la sala, añadió:

—En aquel mueble tengo, poco más o menos, la cantidad que usted precisa.

Víctor murmuró, sin ser dueño de dominarse:

—¡Allí!

La anciana, sin mirarle, un poco inquieta, repitió:

—Sí, allí. Ese dinero lo recibí ayer, y está allí para ser entregado a mi marido cuando llegue… Voy a escribirle, a contarle lo que a usted le sucede, y si él está de acuerdo conmigo en prestarle ese servicio… Pero hay que esperar unos días. Arregle sus cosas. Dígale a esa gente que tenga paciencia.

Víctor tuvo una inspiración:

—¿Y usted me autoriza para hacer uso del nombre de su marido en el Crédito Argentino?

—¡No! Eso no. Yo no puedo resolver por él. Ya usted comprende que es muy grave.

Víctor volvió a sentir un impulso de cólera:

—¡En ese caso todo está perdido!

La anciana alzó los hombros con un movimiento que era a la vez expresión de frialdad, de impotencia y de disgusto.

Víctor comprendió.

¡Estaba perdido!

Aquella mujer no se conmovía ante su desgracia.

En cuanto al marido, se conmovería mucho menos.

Entonces sintió que era llegado el momento culminante de su drama.

Se acordó de Vellido.

Vicente Vellido debía estar oculto en la casa.

Él poseía una llave que le permitía entrar con relativa facilidad.

La ausencia de la criada acababa de allanarle el camino.

Sin duda, Vellido habría aprovechado aquella favorable coyuntura para entrar en la casa y ocultarse.

Instintivamente Víctor miró a la puerta.

Sintió un estremecimiento.

Las cortinas acababan de moverse.

Vellido está allí.

Era el tigre que acecha su presa.

Vicente Vellido solamente esperaba un momento propicio.

Esperaba que Víctor le llamase.

Pero Víctor volvió a sentir miedo ante la idea de un crimen.

Quiso intentar un último medio de salvación honrosa.

Suplicó de nuevo.

Puso ante los ojos de la anciana la perspectiva de su irremisible perdición si ella no le salvaba.

Después de hablarle al sentimiento, le habló a la razón.

Procuró conmoverla, haciéndole ver que después de la confesión que él acababa de hacerle, las responsabilidades morales que ella contraía eran considerables, por cuanto conociendo un mal no lo evitaba.

¿Sabía ella lo que iba a ser de aquel desgraciado que le suplicaba?

¿No lo sabía?

¿No se lo imaginaba siquiera?

Lo que iba a suceder era esto:

La cárcel, la honra perdida, el abandono de su hija, ¡una pobre niña inocente!, la muerte moral del padre y de la hija, a la cual iba a herir con un golpe de irreparable infortunio.

Negándose a salvarlo, la señora de Neira no hacía una víctima. ¡Hacía tres!

La anciana, abroquelada con el pretexto que encontrara más fácil y rápido para esquivar un acto de generosa largueza que no estaba en sus hábitos de propietaria, respondió:

—¡Pero quién le dice que yo me niego!… Yo no me niego. No puedo… No está en mi mano…

Víctor se irguió.

Estaba resuelto.

Miró de nuevo a la puerta.

De nuevo se movieron las cortinas.

La cabeza de Vicente Vellido asomó entre ellas.

IX. ¡La sangre!

Víctor lanzó una rápida mirada en torno.

La estancia estaba casi a obscuras.

Pero la mirada de Víctor parecía escudriñar en la sombra. La señora de Neira tuvo instintivamente miedo.

Víctor susurró con los dientes cerrados:

—De manera que el dinero está allí.

La anciana sintió un estremecimiento que agitó todo su cuerpo caduco.

Con voz débil murmuró:

—Sí, allí.

La señora de Neira quiso levantarse del sillón en que estaba.

¡Imposible!

Estaba paralizada.

Sus ojos, desencajados, vidriosos, se fijaban en la puerta con espanto.

Un hombre separaba las cortinas, y adelantaba amenazador.

¡Era Vicente Vellido!

La anciana quiso gritar, llamar, porque comprendía que corría un gran peligro a solas con aquellos dos hombres. Quiso gritar, pero no pudo.

Un nudo le oprimía la garganta.

Todo esto pasó en un relámpago de tiempo.

Vicente Vellido se arrojó entre el grupo que formaban la anciana y Víctor.

La señora de Neira quiso levantarse, pero se sintió cogida por el rostro.

Solamente pudo decir:

—¡Jesús!

Su voz era dolorida, suplicante, agónica.

De repente, poseída de una nueva energía, se dejó escurrir por el sillón abajo para huir a la prisión y al contacto de aquella mano que le atenazaba el rostro.

La mano la siguió.

La derribó en el suelo brutalmente.

Ya no era la frente y los ojos únicamente lo que la mano cubría: era la boca y el mentón, como si tuviese las formidables proporciones de la mano de un gigante.

Pesaba como si fuese de plomo, y la tenía fuertemente sujeta sobre la alfombra.

El resto de su cuerpo se agitaba aún, pero la cabeza permanecía inmóvil.

Lanzó un grito, pero aquel grito no se oyó, quedó ahogado entre las manos de Vellido.

Víctor permanecía inmóvil, lleno de estupor.

Con la voz un poco ronca, murmuró:

—Vellido, matar no.

Vellido se volvió, lanzándole una mirada de cólera:

—¡Calla!

Y acompañó la palabra imperiosa con una terrible maldición.

Al mismo tiempo Vicente Vellido hundía la mano que le quedaba libre en el bolsillo interior de su chaqueta, y la sacaba armada de un cuchillo que brilló con acerados siniestros resplandores.

¡Era la faca que aquel hombre, en su cinismo criminal, había llegado a llamar: Providencial!

Encorvado sobre el cuerpo de la anciana, como el tigre sobre su presa, Vellido le segó el cuello desnudo de un solo golpe de faca.

Víctor no protestó; pero tuvo que apoyarse en una silla para no caerse.

Una honda de sangre bullente manó de la herida, y empapó la alfombra en brevísimo tiempo.

El cuerpo de la señora de Neira se movió un poco.

Después quedó inerte, rígido, lleno del reposo de la muerte, indiferente a todo: lo mismo al amor que al odio.

Vicente Vellido se incorporó, sin soltar la faca.

¡Estaba terrible!

Se volvió a Víctor, con ademán airado:

—¿Qué haces ahí? ¿Por qué no has descerrajado ese mueble?

Víctor se acercó como un autómata al escritorio donde la infortunada señora había dicho, momentos antes, que guardaba el dinero.

Intentó abrirlo.

Inútil empeño.

El escritorio estaba cerrado con llave, y la cerradura era muy resistente.

No dijo nada ni reclamó el auxilio de Vellido.

El cuerpo sin vida de la señora de Neira le inspiraba menos terror.

Se acercó al cadáver y levantó un extremo del vestido sacudiéndole.

Alguna cosa sonó.

Eran las llaves.

En menos tiempo del que se tarda en contarlo, se levantó con las llaves en la mano.

Cuatro llaves.

Probó a abrir con todas.

Al fin una sirvió.

Las puertas del escritorio se abrieron.

En aquel momento un gran reloj antiguo que había en el recibimiento dio horas.

A Víctor le pareció oír pasos.

Se volvió, mirando afanoso en torno suyo.

Estaba lívido.

Vio a Vicente Vellido que de un salto se ponía en la puerta, dispuesto a herir, con el cuchillo en alto.

Vellido se volvió hacia el ángulo de la habitación en que estaba Víctor, y dijo en voz baja, pero imperiosa:

—¡Anda! Date prisa.

Víctor obedeció, metió las manos y los brazos en los cajones del escritorio.

Cuentas, recibos, cartas, legajos, todo menos dinero. ¿Habría mentido la anciana?

Un sudor frío corría por la frente de Víctor.

De nuevo se volvió, mirando a la puerta donde Vellido estaba en acecho.

Le pareció que alguien andaba en el pasillo.

Entonces, lejos de asustarse, seguro, porque Vellido defendía la puerta, hizo un nuevo y más detenido registro en los cajones.

En uno de ellos había un pequeño cofre de hierro.

Víctor le arrastró hacia sí.

El cofre era pesado.

Le alzó con las manos y le puso en el suelo.

El cofre estaba abierto.

Alzó la tapa todo tembloroso, murmurando palabras vagas.

—¡Es aquí!… ¡Aquí!…

Con efecto, el dinero estaba allí.

Un montón de cartuchos en oro, colocados en un rincón entre rosarios y papeletas de una congregación religiosa.

El sudor se secó súbitamente en su rostro.

Se apoderó furiosamente de aquel oro, con las manos ávidas, ansiosas, abiertas como garras, y lo ocultó en sus bolsillos.

Vellido permanecía guardando la puerta.

Un segundo más y estaban salvados.

Víctor buscó su sombrero.

¿Dónde lo dejara?

No podía acordarse.

A largos pasos recorrió la sala.

Investigó, palpó en la penumbra todos los rincones, todos los muebles.

Renegó entre dientes.

Maldijo.

—¡Mal rayo me parta! ¡Maldito sea!

Pensó que tal vez habría dejado el sombrero en la antesala.

Se lo dijo a Vellido.

Los dos iban a salir.

En esto, allá en el fondo del pasillo, apareció una luz.

La luz se aproximaba.

Vellido se volvió a Víctor, haciéndole seña de que se ocultase.

Víctor obedeció rápidamente, replegándose en un ángulo, detrás de un sillón.

En aquel momento la criada de la señora de Neira apareció en la puerta.

Traía una luz en la mano.

Víctor vio a Vellido que, como una pantera, se lanzaba sobre la criada.

Esta, que con el susto dejó caer el candelera, que se apagó sobre la alfombra, pudo escapar hasta la ventana. Vellido la persiguió.

La dio alcance y la aseguró por los cabellos.

Como la criada hiciese esfuerzos para desasirse, le puso una rodilla en el pecho y la hizo caer pesadamente.

Entonces, ciego de furia, la descargó un golpe en el cuello, con intención de degollarla, como había hecho con la señora de Neira.

Pero la criada era joven y podía defenderse más enérgicamente que la anciana, sacrificada momentos antes.

La criada hablaba, implorando compasión:

—¡Déjeme! ¡Por su madre! ¡Suélteme!

Después lanzó un profundo suspiro, tuvo algunos estremecimientos convulsivos y quedó inerte.

Pasó un segundo.

Víctor se acercó pálido y trémulo.

Vellido ni siquiera se volvió a mirarle.

Tenía los ojos fijos en el cuerpo de la criada.

La observaba.

La víctima no se movía.

Vicente Vellido tenía la faca en las manos, húmeda de sangre.

Sus propias manos estaban también manchadas.

Víctor le tocó en el hombro:

—¡Vamos!

Vellido se volvió y repitió sordamente:

—¡Vamos!

Víctor solamente tenía un pensamiento.

¡Huir!

Entretanto, Vellido tuvo un momento de olvido y dejó caer la faca.

Se inclinó para buscarla, pero no la halló.

La sala estaba completamente a obscuras.

Palpó sobre la alfombra.

Todo inútil.

No quiso seguir buscando la faca.

Comprendía que era necesario salir cuanto antes de allí.

Víctor volvió a decirle:

—¡Vamos!

—Sí, vamos.

Semejantes a dos sombras siniestras atravesaron la sala.

Víctor tropezaba como ebrio.

De pronto exclamó:

—¡Mi sombrero! ¿Dónde he dejado yo mi sombrero?

Vellido le dijo sordamente:

—En la antesala.

Salieron.

Efectivamente, el sombrero estaba en la antesala.

Víctor lo cogió con las manos temblorosas.

Estaban libres.

Él mismo se adelantó para abrir la puerta.

Estaba solamente entornada.

Iban a salir cuando oyeron pasos de alguien que subía la escalera.

Se pusieron en escucha.

Vellido dijo en voz muy baja:

—Se han detenido en el descanso.

Víctor murmuró:

—¿Qué será?

En esto oyeron un grito:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Se miraron en la obscuridad sin poder verse.

Víctor, lleno de espanto, abrió la puerta y se lanzó a la escalera.

Se oyó otro grito:

—¡Socorro!

Abajo se oían voces.

Vicente Vellido, siempre más dueño de sí, pensó subir la escalera hasta los últimos pisos.

Los gritos de socorro continuaban saliendo del interior de la casa.

Víctor bajó la escalera decidido, resuelto.

Tenía la serenidad que en los grandes peligros suelen demostrar aun los hombres más cobardes.

Vellido, en vez de descender la escalera, la subió.

Los dos criminales se separaron.

¿Qué iba a ser de ellos?

¿Lograrían burlar la persecución de la justicia?

¡Quién sabe!

¡Tal vez consigan burlar la justicia de los hombres, pero no la de Dios!

X. La coartada

Víctor bajaba la escalera.

Ahora oía distintamente las voces y el ruido de pasos. Estuvo un momento vacilante.

El peligro estaba allí.

Venía de abajo.

Esta idea le dio fuerzas.

Era preciso tener serenidad.

¡Y la tuvo!

Se dijo a sí mismo, como el hombre que se resuelve a todo:

—¡Sea!

Y bajó la escalera simulando un porte indiferente, lleno de naturalidad.

El rumor de las voces aumentaba.

Se encontró con tres personas que subían atropelladamente, y no repararon en él por efecto de la gran obscuridad de la escalera.

Abajo había más gente, que también se disponía a subir. Víctor dijo con naturalidad al grupo de vecinos que subía:

—Debe ser en el principal…

Y continuó hasta el portal.

En la calle también empezaba a juntarse gente.

Víctor salió sin que hubiesen reparado en él.

Al pisar la acera tuvo que hacer un violento esfuerzo para no echar a correr.

De vez en cuando se decía a sí mismo:

—Despacio, despacio.

Automáticamente, como impelido, seguía hacia adelante, siempre de frente.

¿A dónde iba?

Él mismo no lo sabía.

Estaba aún bajo la influencia del terror, como alguien que hubiese tenido una sombría pesadilla y no estuviese bien despierto todavía.

Al llegar a lo último de la calle de Castelar se detuvo un momento.

Vacilaba, necesitaba reflexionar.

Tuvo miedo de inspirar sospechas y continuó andando siempre de frente.

Toda aquella barriada de Madrid Moderno le asustaba.

Se figuraba que mientras estuviese dentro de ella, tan próximo al lugar del crimen, era denunciarse.

De pronto se creyó perseguido y rápidamente volvió la cabeza.

Deseaba encontrarse en Madrid entre mucha gente. En un lugar donde hubiese ruido, perderse, confundirse.

El criminal, después de cometido el delito, rara vez tiene el valor y la prudencia de aislarse.

De pronto sintió una extraña curiosidad por saber lo que había sido de Vicente Vellido, y unido a esto un insaciable y loco deseo de volver al lugar del crimen y enterarse y saber por sí mismo los comentarios que del suceso hacían los vecinos.

Y no pudiendo resistir este deseo, que le atraía con atracción malsana del abismo, volvió sobre sus pasos.

De nuevo se acercó a la casa, de la cual antes saliera con tanto empeño en huir.

¿Por qué se acercaba?

¿Qué quería ver?

¿Qué ansiaba oír?

No lo sabía.

Era tal vez la fatalidad que le impulsaba.

Una fuerza desconocida guiaba sus pasos.

Llegó.

A la puerta de la casa había reunida mucha gente: vecinos, policías, transeúntes curiosos.

Aquel pedazo de la calle de Castelar tenía un aspecto anormal.

Se hablaba, se discutía, se daban pormenores del crimen.

Lo que más preocupaba a la gente era el asesino.

Nadie sospechaba quién pudiese ser.

La versión general era que se trataba de una cuadrilla de malhechores.

Sin embargo, nadie se explicaba cómo habían podido escaparse, puesto que la gente había acudido desde los primeros gritos de auxilio lanzados por la criada.

Un vecino emitió su opinión.

—Tal vez hayan huido por el tejado.

Pero otro vecino, que conocía la casa, explicó que por el tejado no podía ser.

El piso de la señora de Neira no tenía comunicación con las buhardillas.

Solamente se explicaba en el caso de que los inquilinos del último piso fuesen cómplices de los criminales.

Esta hipótesis era absurda.

Todos conocían a los inquilinos del tercer piso, gente seria y honrada a carta cabal.

Entonces fue también cuando Víctor supo que la criada de la señora de Neira había sido transportada al hospital todavía con vida.

No pudo resistir al deseo de pedir pormenores.

Algunos vecinos se apresuraron a dárselos.

Llegó hasta formarse un grupo.

A decir verdad, con certeza no se sabía nada del caso.

Nadie podía asegurar que la criada viviese.

Apenas hacía cinco minutos que fuese conducida al hospital.

Lo más probable era que no se salvase.

No cesaban de oírse exclamaciones como esta:

—¡Pobre mujer!

—¡Qué crimen más horrible!

—¡Y se dice que el móvil ha sido el robo!

—¿Cuánto le han robado?

Y esta pregunta, que hizo uno de los vecinos que formaban el grupo, volvió la lucidez al turbado espíritu de Víctor.

Comprendió que corría un peligro enorme.

Si le registraban, le hallarían encima el dinero del crimen.

Otro peligro corría también.

Si la criada hablase estaba perdido.

Daría pormenores, haría indicaciones.

Según todas las probabilidades sería descubierto.

Cuando pensó esto se apartó del grupo y descendió rápidamente la calle.

Hizo el camino en poco tiempo.

Llegó a Madrid sudoroso y muerto de cansancio.

Se dirigió a su casa.

Apenas murmuró un «buenas noches» a la criada que abrió la puerta y entró en su cuarto.

Le costó trabajo encender luz, porque las manos le temblaban.

Su primera advertencia fue examinarse cuidadosamente.

Era necesario ocultar todos los vestigios del crimen.

Se desnudó y a la luz de la bujía examinó su ropa.

La examinó prenda por prenda.

No había nada que pudiera delatarle.

Solamente en las botas sentía una humedad viscosa.

Palpó en los dedos y los examinó a la luz del candelero.

¡Era sangre!

Organizó entonces fríamente un meticuloso sistema de limpieza, como quien llega de un viaje.

Lavó las botas con mil precauciones.

Volvió a examinar el pantalón y la chaqueta y el chaleco y hasta el sombrero.

Seguro de que no guardaba en sí vestigio alguno del crimen, vertió el agua sucia de la sangre sobre el tejado de una casa vecina.

Solo entonces, más calmado y dueño de sí, como si entre aquella hora y la hora del crimen mediasen mil años, se preocupó con la existencia del dinero, que al entrar dejara sobre la mesa.

Y solo entonces, como a la luz de un relámpago, vio y comprendió que acababa de cometerse un crimen estúpido e inútil.

Vellido le había engañado.

Vellido le había tomado como cómplice fríamente, de una manera egoísta y sabiendo de antemano que el dinero robado no podía, en manera alguna, salvar a Víctor del apuro en que estaba por el desfalco hecho en la caja del Crédito Argentino.

Y volvió a repetirse a sí mismo y en voz alta:

—Este dinero no me sirve para pagar; hacerlo sería delatarme.

Para poder mostrar, para poder hacer uso de él, era indispensable explicar de dónde provenía.

Si por casualidad encontrasen aquel dinero en su poder, vendría a ser una prueba del crimen, un testigo mudo que, sin embargo, hablaría en contra de él.

¿Dónde podría él ir a buscar tanto dinero, quién se prestaría a ser su cómplice, afirmando que se lo prestara?

¡Seguramente nadie!

Aquel dinero era un delator implacable.

Pesaba sobre su destino.

Urgía, por tanto, deshacerse de él, ocultarlo de manera que no pudiese ser descubierto por la justicia.

Pero aquel dinero que así le comprometía sin que pudiese salvarle, ¿por qué lo había adquirido al precio de dos crímenes?

Por la primera vez este hecho se levantaba ante él como una muralla de granito cortándole el paso.

El crimen y el robo habían sido para salvarse, y no se salvaba.

Estaba irremediablemente perdido.

Con efecto, si era cierto que una de las víctimas había quedado con vida, ¿cómo podía él, sin imprudencia, sin riesgo, sin peligro, hacer uso de un dinero que atestiguaba su crimen?

¿Podía racionalmente presentarse al día siguiente en el Crédito Argentino y decirle al Gerente: «Aquí tiene usted el importe del desfalco»?

¿Podía hacer esto racionalmente?

Y reflexionando sobre este punto, llegó a suponer que podía hacerlo.

El Gerente no le preguntaría ciertamente de dónde aquel dinero provenía.

Podría retirarse sin obstáculo, casi con la cabeza levantada.

El peligro de ser entregado a la policía por ladrón casi le pareció inverosímil.

Pero por otro lado surgía un peligro mayor, más asustador, más terrible.

Si la criada de la señora de Neira, sobreviviendo, ponía a la policía en la pista del verdadero criminal, él estaba descubierto.

Quizás Vellido se salvase, porque la criada no le había visto; pero él, Víctor, no se salvaría.

Y esta idea despertó en él una ira sorda contra Vellido.

En la incertidumbre de su pensamiento, volvió a creer que lo mejor sería no reintegrar el dinero a la caja del Crédito Argentino.

Corría un riesgo mucho menor.

Como ladrón, como falsario, podría estar en la cárcel un año o dos.

Como asesino estaría toda la vida, y no era solamente la cárcel lo que le esperaba.

¡Era peor!

Era el presidio en África.

La muerte lenta, sin una palabra de consuelo.

Entonces la perspectiva de todos estos males trágicos le hizo ver el descubrimiento de su crimen como cosa indudable, exacta, cierta.

Para su espíritu ya no había duda.

La criada de la señora de Neira sobreviviría para perderlo.

Acaso en aquel momento estuviese denunciándole.

Y volvía Víctor a indignarse contra Vicente Vellido, que la había dejado con vida.

Clavó los ojos en el dinero amontonado encima de la mesa, y sintió un estremecimiento de miedo.

Lo importante, lo urgente, era ocultar el dinero, y con el dinero ocultar todo vestigio del crimen.

Era preciso urdir finamente un sistema de defensa.

Suponiendo que fuese descubierto, toda su base de defensa debía consistir en negar.

Pero negar no bastaba.

En muchas ocasiones, negar es estúpido.

Era, por tanto, indispensable que los hechos no estuviesen en oposición con sus palabras.

Recordó entonces algunas historias de crímenes que conocía por haberlas leído y recapacitó sobre este detalle particular.

En general los criminales que niegan son puestos por los magistrados en el caso de justificar el empleo de su tiempo, en el día o en la hora del crimen.

Y puestos en este apuro, se verifica muchas veces que el criminal no pueda justificar el empleo de su tiempo.

En tal caso están perdidos.

Para que toda defensa sea sólida, es preciso que no haya en ella lagunas.

Una defensa mal hecha es un camino lleno de barrancos donde a cada paso se cae.

Víctor pensó en alta voz:

¿Dónde podría yo haber estado?

Pero afirmar que había estado en otra parte tampoco bastaba.

Los jueces no se contentan con meras afirmaciones.

Es indispensable probar.

Se necesita el testimonio de alguien que compruebe la afirmación.

Para despistar a la policía se necesita deslumbrarla con la verdad o con apariencias de verdad.

Si el crimen fuese descubierto.

Si la criada hablase.

¿Qué alegaría Víctor?

Estuvo un momento buscando en su espíritu una solución.

No la encontraba.

¿Cómo hallarla?

Para que alguien afirmase haberlo visto a la hora en que se practicó el crimen, era necesario que ese alguien se decidiese a ser su cómplice, porque había que referirle el hecho.

Pero todo esto era absurdo.

Para obtener un cómplice, sería necesario decirle: en tal día, y a tal hora, he sido coautor en el asesinato de dos mujeres para robarlas, y practiqué un crimen cobarde, repugnante, infame. Es preciso salvarse, y para esto, reclamo tu complicidad. Si fuese necesario decir ante el juez que me has visto, que me hablaste, que estuve contigo en tal día y en tal hora, decláralo con energía.

¿Era esto posible?

Evidentemente no.

¡Y sin embargo, era absolutamente preciso encontrar una solución!

Desde que concibiera en su espíritu el propósito de defenderse a todo trance, se apoderó de él, y a este innato sentimiento de la propia conservación se asía, como el hombre que, suspenso en el aire sobre un abismo, puede asirse a la rama de un árbol.

Instantánea; como un relámpago, tuvo una inspiración.

—¡Si Soledad se prestase!

Pero después de un momento de reflexión, también esto le pareció absurdo.

Pensó entonces en Eleuterio, el obrero que había conocido a su llegada a Madrid; pero hacía mucho tiempo que dejara de verle y no sabía dónde encontrarle.

Además Eleuterio no era ninguna garantía de seguridad para la justicia.

Sospecharían de los dos.

Otra cosa le detenía también.

Eleuterio querría una parte del dinero.

Desechó en absoluto toda idea de la ayuda de un amigo.

Llegó a una conclusión.

Si había alguien que pudiese ser su cómplice nunca sería un hombre.

Solamente una mujer, con su inmensa bondad, sería capaz de prestarse a un sacrificio de aquella naturaleza.

Paca no estaba en condiciones de poder hacerlo.

¿Qué valdría su testimonio si se descubría que Vicente Vellido era su padre y uno de los acusados?

Además Paca era vulgar, no tenía suficiente pureza para comprender la situación.

Se necesitaba una niña con todo su candor o una mujer con toda su bondad.

La idea de que Soledad podría salvarlo volvió a su espíritu de una manera pertinaz.

Al cabo decidió verla aquella misma noche.

Soledad le amaba locamente.

Sus relaciones con ella habían tenido en poco tiempo un cambio radical.

¿Cómo?

Soledad se había entregado.

Era la mujer que ama, y la mujer que ama resiste rara vez.

Un día, al salir del taller, Víctor la esperó.

Ella se sorprendió y se alegró mucho al verle.

Caminaba a su lado con paso menudo, sonriente.

La menor palabra que él le decía era una corriente dulce que le subía por las venas.

Soledad no se cuidaba de ocultar la satisfacción que experimentaba al lado de Víctor.

Era una joven llena de sinceridad.

Su franqueza y su candor la perdieron.

Víctor, con súplicas y ruegos, le pidió para aquella noche la llave de la casa para entrar a las altas horas, cuando los ancianos tíos de Soledad estuviesen dormidos.

La joven se negó al principio, pero acabó por conceder lo que se le pedía.

Después quiso volverse atrás, y pidió la llave; quería que Víctor se la devolviese.

Víctor sonreía y se negaba.

Al fin convinieron los dos en que no haría uso de la llave.

Le hizo a Víctor que lo jurase.

Él lo juró.

Se separaron.

Soledad estuvo toda la noche muy preocupada.

La señora Jesusa le preguntó varias veces:

—¿Pero qué tienes, muchacha? ¿Qué te pasa?

—Nada, tía. Un poco de dolor de cabeza.

—Pues acuéstate.

—No, si no vale nada.

Se recogieron a las diez.

Una vez en su cuarto Soledad, tardó mucho en acostarse. Abrió la ventana y se asomó.

Necesitaba respirar el aire fresco de la noche.

Daban las doce en el reloj del Buen Suceso cuando se retiró.

Sus manos, al cerrar la ventana, temblaban.

Tenía fiebre.

Se desnudó lentamente.

Iba a meterse en el lecho cuando oyó un rumor apagado, y la puerta se abrió casi sin ruido.

Víctor cayó a los pies de Soledad pidiéndole perdón.

Estaba muy mal lo que hacía; pero él no había podido resistir a su pasión.

Víctor la asía por el talle, la estrechaba contra sí. Soledad apenas resistía.

¿Qué podía ella temer?

¿No iban ellos a casarse?

¿No estaba segura del amor profundo, eterno, que él sentía por ella?

Soledad le escuchaba temblando…

Sin voluntad para resistir, porque ella le adoraba.


* * *
 

Convencido de este amor fue por lo que más tarde Víctor pensó en Soledad como encubridora de su crimen. Aquella era una solución.

Pero urgía salir de allí, dejar aquel cuarto, ocultar cuanto antes aquel dinero comprometedor y funesto.

Un reloj dio horas.

¿Cuántas?

No lo sabía.

Empezó a meterse el dinero en el bolsillo.

En esto llamaron a la puerta.

Víctor, súbitamente aterrado, frío, pálido, preguntó:

—¿Quién es?

Una voz de mujer respondió desde fuera:

—Son las siete. ¿No quiere usted comer?

Víctor, sin abrir la puerta y haciendo esfuerzos por que su voz apareciese serena, contestó:

—No; hoy como fuera.

—Pues usted dispense.

Y se oyó como unos pasos ligeros que se alejaban por el corredor.

Víctor acabó de guardarse el dinero en los bolsillos, se puso el sombrero y salió, dejando la luz encendida.

Desde el pasillo dijo a la criada, que estaba en el comedor poniendo la mesa:

—Dejo el quinqué encendido; haga el favor de apagarlo.

—Está bien.

Cuando se encontró en la calle, Víctor se dirigió a casa de Soledad.

Durante el trayecto varias veces le acometió la tentación de arrojar en cualquier calle desierta aquel dinero que le quemaba las manos y parecía atraerle al fondo de un insondable y misterioso abismo.

Renunciar al dinero, hacerlo desaparecer, era apagar el único vestigio palpable de su crimen.

Pero no se decidió.

En lo último de su conciencia, la idea, que aún podía serle útil, le sonreía.

Fue entonces cuando tuvo la inspiración diabólica de confiar a Soledad la custodia del dinero que robara a la infortunada señora de Neira.


* * *
 

Doroteo cabeceaba cuando un violento toque de campanilla le despertó.

—¿Quién es?

Soledad dejó la costura y se levantó para acudir a la puerta.

Le costó trabajo reconocer a Víctor.

Sonriendo, con satisfacción de verle, le dijo:

—Ya no te esperaba.

—¿Por qué? ¿Tan tarde es?

—No; pero como tu costumbre es venir más temprano calculé que ya no vendrías esta noche. Entra…

La señora Jesusa preguntó desde dentro:

—¿Quién es?

Soledad respondió:

—Es Víctor, tía.

—¡Ah!

Víctor entró en la habitación donde estaban reunidos los tíos de Soledad.

Saludó con cierto embarazo, y, como de costumbre, se sentó en una silla junto a la mesa.

Hubo un silencio, que siempre había cuando Víctor entraba y que Soledad era invariablemente la primera en romper.

—¿Por dónde has andado? Te encuentro pálido.

Víctor, queriendo simular indiferencia, contestó:

—He tenido mucho que hacer.

Después se habló de banalidades: del tiempo, de una huelga de albañiles, de lo que decía un periódico republicano.

Viendo a Doroteo cabecear, Soledad le dijo:

—Tío, ¿por qué no se va usted a acostar?

—Tienes razón. ¡Y que mañana tengo que madrugar!

Y dando las buenas noches a todos, para no tener que dárselas directamente a Víctor, se retiró de la sala.

Después de que salió, Víctor dijo a Soledad:

—¿Qué le pasa a tu tío?

Soledad repuso sonriendo:

—Es que cuesta más trabajo conquistar a los tíos que a las sobrinas.

Víctor sonrió.

Oyose un ruido en la cocina, como de cacharros rotos, y la señora Jesusa se puso en pie.

—Ya está ahí el gato de la portera. Condenado animal.

Soledad preguntó:

—¿Pero por dónde entra?

—Por la ventana tiene que ser.

Y la señora Jesusa se dirigió a la cocina con amenazador ademán.

Viendo salir a su tía, Soledad se acercó más a Víctor:

—¿Qué tienes? Dime alguna cosa. Parece que es necesario arrancarte las palabras. ¿Estás a disgusto a mi lado?

—¿Por qué dices eso? ¿No te he dado mil pruebas de lo contrario?

—Yo creo que te las he dado mayores.

Y al decir esto, Soledad se puso encendida como la grana.

—Tú me las has dado muy grandes, y, sin embargo, estoy seguro que no me quieres como yo a ti.

Soledad sonreía y negaba, moviendo la cabeza.

Víctor prosiguió, animándose:

—Tú no sabes cómo yo concibo el amor. Es la renuncia de la propia personalidad. La persona que quiere a otra con intensidad debe dejar de pertenecerse. Por ejemplo…

Aquí Víctor se detuvo como si temiese ir demasiado lejos.

Soledad repitió:

—¿Por ejemplo?…

Víctor, poseído de cierta excitación nerviosa, continuó:

—Por ejemplo. Suponte un momento que amas a un hombre susceptible de haber practicado un crimen. El hecho de haber practicado ese crimen lo inutilizaba para tu amor. ¿No es verdad? Pues bien: yo sostengo que el amor debe ser indestructible, sin que ninguna circunstancia, ni la más fuerte, pueda combatirlo, a no ser el olvido, su único y verdadero enemigo.

Hubo una larga pausa, al cabo de la cual dijo Soledad:

—Yo creo como tú. El amor debe ser superior a todo.

—¿Hasta al crimen?

—Hasta al crimen…

—Vamos a ver. Imagínate que yo practico un crimen. Supon también que mi salvación está en tus manos. ¿Tú me salvarías?

Soledad respondió resuelta:

—Te salvaría.

—¿Tú sabes lo que dices?

—Lo sé.

—Imagínate por un momento que yo…

—¡Qué absurdo, Dios mío!

—Ya se sabe que son suposiciones; pero escucha.

Y Víctor, encendiendo un cigarro, continuó en el mismo tono de demostración:

—Imagínate que yo soy preso por asesino. Que me acusan de haber matado a un hombre o dos hombres, a una mujer o dos, por fatalidad o por ambición. Imagínate que, instado por un juez a confesar mi crimen, yo niego para salvarme. De mi delito no quedan vestigios: una arma, ni una moneda ni una gota de sangre. Un solo hecho me podía comprometer y perder. El hecho de no serme posible decir a la justicia y a la policía: «No soy autor de ese crimen; porque cuando se cometió estaba en otra parte con alguien». ¿Con quién?, me preguntaría la justicia.

Y liando otro cigarro, Víctor concluyó, cambiando de tono:

—Ahora escúchame. ¿Tú aseguras que yo podría decir: cuando se cometió ese crimen, yo estaba con mi mujer, con mi querida o con mi novia, sin correr el riesgo de que mujer, amante o novia me desmintiesen y perdiesen?

Soledad, con los ojos brillantes, contestó:

—Si yo fuese alguna de ellas, lo aseguro.

Víctor interrogó con fingido asombro:

—¿Cómo? ¿Tú serías capaz de hacerlo?

—Yo sí.

—¿Pero no comprendes que en el caso que acabo de presentarte se trata de una complicidad?…

—Sí, lo comprendo.

Víctor murmuró:

—Tu respuesta me vence.

Y después de un momento:

—Sin embargo, ya se dio el caso. Hace tiempo en París se descubrió un crimen horrible. Dos mujeres aparecieron asesinadas en una casa. Se buscó el asesino, y se encontró un hombre que parecía serlo. Pero no había más que sospechas. Nada lo acusaba de una manera definitiva. Un solo hecho le comprometía: el hecho de no poder decir a la justicia dónde estuviera, y lo que hiciera a la hora en que se perpetrara el crimen. Interrogado a este respecto, respondía apenas: «No puedo decir dónde estuve». Pero la justicia hizo de este hecho base de acusación, y el hombre se sintió perdido. Entonces se acordó de una mujer a quien amaba, y que a su vez le amaba mucho. Apelando a su amor le dijo: «Solo tú puedes salvarme». ¿Cómo? «Consintiendo en decir que en el día y en la hora en que el crimen se cometió yo estaba contigo, en tu casa en tu compañía. ¿Quieres salvarme?».

Soledad interrumpió, preguntando curiosa:

—¿Qué respondió la mujer?

—¡Nada!… El pobre diablo cayó en la tontería de citarla como testigo en su descargo; pero en pleno tribunal ella le desmintió, pretextando que no podía soportar el peso de semejante complicidad. Y aquí tienes lo que fue el amor de aquella mujer para aquel hombre. Presenté el caso en mí para hacerlo más elocuente. Si el caso se diese conmigo, tú dices que me salvarías…

Soledad respondió con firmeza:

—Sí, te salvaría.

—¡Júramelo!…

Soledad exclamó, riendo del disparate:

—¡Jesús, qué loco!

Víctor, sin embargo, insistió:

—¡Júramelo!

—Pues bien… ¡Te lo juro!…

—No, así no. Dilo de otra manera. Di así: «Juro que te salvaría».

—Juro que te salvaría.

Víctor se rio con risa forzada:

—Ahora sé que me quieres verdaderamente.

El reloj de la casa dio horas.

Soledad las contó:

—Las nueve. Hoy has venido más tarde que de costumbre.

Víctor repuso en un tono ligero:

—Ahí tienes precisamente el caso. Son las nueve. Pues bien; imagínate que era necesario para salvarme decir que yo había estado contigo a las siete, de las siete a las ocho. ¿Qué harías?

—Diría que habías estado conmigo desde las siete a las ocho.

—Figúrate que a esa hora se practicaba en Madrid un crimen, y que yo era el autor de ese crimen.

Soledad se levantó:

—¿Pero tú qué tienes hoy?

—Responde.

—Ya respondí. En cualquier circunstancia en que te viese perdido y dependiese de mí el salvarte, te salvaría.

—¿Y continuarías queriéndome?

—Eso no sé…

Volvió la señora Jesusa, y la conversación cambió completamente de rumbo.

Víctor se animara, y parecía de mejor humor que nunca. Miraba a Soledad con ojos de pasión.

A las nueve y media se levantó para irse.

Soledad le preguntó:

—¿Vienes mañana?

—Mañana no sé.

—Es domingo.

—¡Ah! Sí.

Se despidió de la señora Jesusa.

Mientras en el pasillo se ponía el sombrero y Soledad alumbraba, murmuró:

—Me contraría andar con esto en el bolsillo.

Y se tentaba el pecho de la chaqueta.

Soledad interrogó:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Un dinero que traigo conmigo para entregar por la mañana… Y por no tener que ir al escritorio y volver a salir, lo he recogido hoy.

—Pues ten cuidado; no te roben.

—Y tienes razón. Además es una suma relativamente grande.

Soledad dijo riendo:

—Dámelo; yo te lo guardaré.

Víctor repuso radiante:

—Y por qué no. Es una excelente idea… Mañana pasaré a buscarlo. Es además una manera de verte.

—Pues en ese caso ya no te dejo… Venga el dinero. Víctor sacó del bolsillo un abultado fajo de billetes y se lo entregó a Soledad.

La muchacha, un poco perpleja con el dinero en la mano, murmuró:

—Si la tía sabe que tenemos este dinero en casa no duerme.

—¿Por qué?

—Porque tiene mucho miedo a los ladrones.

—Lo mejor, entonces, será no decírselo.

—Sí; yo le esconderé.

Víctor se despidió nuevamente, y salió.

La calle estaba obscura.

Adelantó algunos pasos.

No transitaba nadie.

De pronto sintió un quejido triste, que le pareció haber sonado casi a su espalda.

Se volvió.

Horrorizado creyó ver en las tinieblas la vaga figura de la señora de Neira, agitando furiosamente, por un hilo de carne, la cabeza degollada.

Se alejó corriendo.

XI. ¡Un día más!

En uno de los primeros capítulos de este libro dejamos a Soledad desfallecida en su lecho al tener noticia del doble asesinato realizado en Madrid Moderno.

El lector habrá, sin duda alguna, comprendido que la pobre muchacha sucumbiera a la sospecha fulminante de que el hecho se relacionaba con las palabras que Víctor pronunciara la noche anterior, y con el juramento que le arrancara de que le salvaría si le viese perdido.

Cuando la señora Jesusa entró en su cuarto y le hizo relato del crimen, sintió un escalofrío, como si le hubiesen dado una noticia personal de horrible alcance.

Se durmiera recordando las palabras de Víctor y su infantil sospecha de que ella no le amaba bastante y su doctrina del amor indestructible, y, finalmente, su proposición monstruosa de un crimen y de un criminal a quien es necesario salvar…

Se despertó con la noticia de un crimen, semejante en todo al que Víctor había supuesto.

Entonces, en una instantánea evocación de la escena de la víspera, vio a Víctor en un aspecto nuevo, y dio a sus palabras una muy distinta significación.

Le pareció verle sobresaltado, inquieto, poseído de una preocupación extraña.

Recordó que la expresión de su rostro no era la habitual, y que en toda la persona de Víctor se advertía una profunda agitación.

Todo esto, como en confuso torbellino, acudió en un momento a su espíritu.

Sintiose poseída de un súbito pavor, y sin poder dominarse prorrumpió en un llanto inexplicable.

Logró, sin embargo, serenarse, y a solas, en su alcoba, reflexionó que quizás era absurdo todo cuanto estaba pensando.

Su alma, honrada y buena, no podía admitir la idea de que Víctor hubiese cometido un crimen.

Un crimen lo practica un criminal, y Víctor no era un criminal.

No tenía ese aspecto. No tenía las actitudes que el ser criminal requiere.

¿Era acaso posible que Víctor, el amor de su vida, practicase un crimen?

No, no era posible.

¿Y para qué un crimen?

¿Con qué objeto?

Había, por tanto, disipado esa monstruosa aprensión, cuando su tía entró de nuevo en la alcoba, y en pocas palabras la puso enfrente del crimen tal como Víctor lo había supuesto, tan rigurosamente como ella se lo oyera contar la noche anterior.

¡Dos mujeres asesinadas al caer de la tarde, el asesino en fuga; en una palabra, el crimen real, auténtico, inconfundible!

Tuvo la impresión real y abrumadora de que el crimen fuera efectivamente cometido por Víctor, el cual la había hecho su cómplice arrancándole el juramento de que le salvaría si le viese perdido.

Esta impresión fue rápida y precisa.

Sintió entonces tal horror que perdió el sentido como ante la luz fulgurante de un rayo.

Cuando entró el médico, que había sido llamado a toda prisa, Soledad aún no había recuperado el sentido.

La señora Jesusa, muy asustada, lloraba a su lado.

El médico se acercó, acompañado de Doroteo, que no decía una sola palabra, pero en cuya fisonomía se advertía una gran inquietud.

El médico se informó minuciosamente de las circunstancias en que le había dado el síncope.

Quedó muy sorprendido cuando la señora Jesusa le contó entre lágrimas lo que había pasado.

Después de un instante el médico murmuró:

—Es curioso. Una muchacha tan fuerte. ¡Nunca le había sucedido eso!

—Nunca. Ha sido siempre muy robusta.

El médico recetó rápidamente en una hoja de papel que Doroteo llevó a la botica, y mientras esperaba que volviese con los medicamentos, procuró reanimar a Soledad haciéndole respirar sales y mojándola las sienes con agua.

Pero sus cuidados y sus esfuerzos fueron inútiles.

Soledad parecía muerta.

La señora Jesusa estaba muy asustada.

El médico no cesaba de murmurar:

—Es curioso que la noticia del crimen le haya causado tanta impresión.

La señora Jesusa musitó:

—Sí. Ella nunca fue nerviosa. Pero desde que está en amores ha cambiado mucho.

El médico asintió:

—Es verdad. Parece más flaca. ¿Iba a casarse?

La señora Jesusa no respondió.

Soledad acababa de moverse en el lecho.

Se aproximaron.

La señora Jesusa, encorvándose sobre las almohadas y acercando su rostro al rostro de Soledad, murmuró:

—¡Soledad! ¡Hija mía!

La enferma no respondió.

El médico la tomó el pulso.

—Está muy agitada. Es preciso calmarla.

Soledad abrió los ojos y volvió a cerrarlos, como si quisiese dormir.

De tiempo en tiempo sufría un estremecimiento y exhalaba un largo suspiro.

Llegó Doroteo con los remedios.

La señora Jesusa intentaba despertar a Soledad de aquel largo e inexplicable desmayo:

La llamaba angustiada y llorosa:

—¡Soledad! ¡Hija mía! ¿No me oyes? ¡Despierta! ¿No me ves?

Soledad parecía haber caído en un profundo sueño.

El médico salió del cuarto con Doroteo, dejando a la señora Jesusa al lado de la enferma.

Antes de que Doroteo le interrogase, el médico dijo:

—No es cosa de cuidado. Está en una edad crítica. ¿Por qué no la casan ustedes?

—Va a casarse.

—¿Con quién? ¿Puede saberse?

—Con un muchacho empleado en el Crédito Argentino.

Quedaron los dos silenciosos un instante.

El médico era joven, recién salido de la Universidad; pero ya había adquirido una excelente reputación.

Apenas hacía un año que vivía en el barrio, lo cual no impedía que gozase ya de una clientela numerosa.

Era un hombre de mediana estatura, que podía frisar en los treinta años.

Hacía pocos meses que era el médico de la familia.

Hacía pocos momentos que permanecía en la sala con Doroteo cuando la señora Jesusa gritó desde la alcoba:

—¡Doroteo! ¡Doroteo!

El médico dijo:

—Vamos allá. Sin duda ha vuelto ya en sí.

Volvieron a la alcoba de Soledad.

Con efecto, la enferma había vuelto en sí y lloraba en silencio, sin querer responder a ninguna de las preguntas que le dirigían.


* * *
 

Ahora veamos lo que había sido de Víctor al salir de casa de Soledad.

Acobardado y lleno de recelos se dirigiera a su domicilio y se acostara, pero en toda la noche no había podido hacer sueño de provecho.

Solamente hacia la mañana logró quedar traspuesto.

Se despertó hacia el mediodía.

El sol entraba a torrentes por la ventana que por descuido quedara abierta.

—¡Mediodía ya! —pensó Víctor.

Como justificando su pensamiento un reloj lejano dio las doce.

Apenas faltaban algunas horas para que finalizase el plazo que el Gerente del Crédito Argentino le marcara para el reembolso de la suma robada.

¡Dos horas!

¡Qué hacer!

¿Salir?

El espíritu, de nuevo desordenado, inquieto y conturbado, necesitaba subordinarse al frío raciocinio, a la resolución práctica que le sugiriese su mente en el momento crítico, en aquel momento que se acercaba rabioso e inexorable.

Inquieto, pero deseoso de hallar un fin a sus inquietudes, Víctor se levantó.

Estaba vistiéndose cuando un son agudo, vibrante, fino, llegó a su oído.

Se estremeció.

Era la campanilla de la puerta.

Alguien la hacía sonar con violencia.

Víctor pensó palideciendo:

—¡Sin duda la policía!

El crimen estaba descubierto.

Tal vez la criada herida le había indicado como uno de los asesinos.

Con profundo estupor comprendió la inutilidad de su crimen.

Una vez más sintió su horror.

Así se sucedían de tropel los temores, las suposiciones y las dudas en el espíritu del criminal, cogido de sorpresa al levantarse del lecho. Acorralado en su alcoba, y como fiera perseguida, acorralado en lo más hondo de la caverna que le sirve de abrigo.

Aplicó el oído.

Abrían la puerta.

Pasos pesados resonaban en el corredor.

Una voz pausada, cavernosa, con marcado acento gallego, saludaba a la sirvienta.

Era el aguador que ascendía con su pesada cuba.

¡No era todavía la policía!

Respiró.

Su pecho quedó libre de la opresión nerviosa que le impedía respirar.

¿Por qué temer?

Todavía no estaba perdido.

Era preciso conservar la serenidad.

Era preciso reflexionar.

A merced del acaso preparaba ya el medio de defenderse hasta el último extremo.

Sin duda que Soledad justificaría ante el juez lo que él, Víctor, hiciera entre siete y ocho de la noche aquel día fatal en que su sino le lanzara en el declive que debía conducirle a la ignominia del presidio si le faltaba serenidad y astucia para la defensa.

Una vez más se repitió a sí mismo.

—¡Serenidad! ¡Serenidad! Es preciso serenidad para defenderse.

Resuelto a vivir, acabó por decidirse y afrontar fríamente la pena que le impusiesen los tribunales por el robo en la caja del Crédito Argentino.

Aquietado su espíritu pudo raciocinar fríamente.

Necesitaba estar calmado, sereno, con absoluta consciencia de que la responsabilidad exigida por los tribunales no pasaría de la consecuente a un desfalco de la Caja.

Necesitaba convencerse para su defensa que no había cometido el horrible asesinato que los periódicos pregonaban con grandes letras.

El terrible asesinato de Madrid Moderno, que servía de pasto al terror y a la locuacidad de las mujeres inactivas, reunidas en el patio de esas colmenas humanas que se llaman casas de vecindad.

Era preciso estar tranquilo.

La tranquilidad era la victoria.

¿Cómo conseguirla?

Convenciéndose de que sus manos no estaban teñidas de la sangre de la anciana señora de Neira y de su imprudente criada.

El asesino era Vicente Vellido.

Para conseguir llegar a este fin se paseaba pausadamente a lo largo del cuarto, gesticulando, sugestionándose la extraña convicción de que no era un criminal.

Necesitaba la convicción, urgía proveerse de ella, armarse con ella, como con una coraza invulnerable que resiste a todos los golpes.

Víctor ladrón, era un hecho positivo, auténtico, indiscutible.

Víctor asesino, era una acusación infame, que debía rechazar por absurda, injustificada.

¡Era la calumnia!

A la hora del crimen Víctor estaba al lado de Soledad.

Si se lo preguntasen ella lo declararía así.

A las sospechas de la policía o las acusaciones de los jueces respondería sereno y a la fuerza de la convicción.

Él, Víctor, procedía en aquel momento al tenaz trabajo de expulsar de su cerebro la verdad, sustituyéndola por la necesidad.

En el interior de la casa de nuevo el reloj vibró agudo y rápido tres veces.

Las tres de la tarde.

En breve el Gerente del Crédito Argentino cumpliría su palabra entregándole a la policía.

Instintivamente miró hacia la puerta en espera que un ruido denunciase la proximidad de los agentes.

¡Nada!

La tranquilidad que le rodeaba se unía a la tranquilidad del día, lleno de luz.

Se aproximó a la ventana y miró hacia la calle.

La idea de un peligro cercano, inminente, le preocupaba.

Con rápida ojeada recorrió todo el trayecto que desde la ventana se abarcaba.

La calle estaba desierta.

Un relámpago de alegría brilló en sus ojos.

Brilló y pasó rápidamente.

Tal vez el Gerente no cumpliese la amenaza de entregarle a los tribunales tan pronto el plazo de las 48 horas transcurriese.

Pero esta esperanza quimérica no arraigó en su espíritu.

La Sociedad del Crédito Argentino vivía por el dinero y para el dinero.

No debía esperar clemencia.

Sería implacable como el destino.

Y, ¿por qué temer?

El peligro que la víspera lo llevara a ser el cómplice de Vicente Vellido impulsado por un exagerado sentimiento de defensa, era hoy mirado por Víctor fríamente y sin susto.

Ayer, por huir del robo, presenció un asesinato en el cual era cómplice; hoy, por huir del asesinato, se complacía en ser ladrón.

Así, obligado a afirmar y reconocer el robo practicado, se concentraba en sí mismo y vivía únicamente para el castigo y la pena de un delito relativamente pequeño, insignificante.

De ese, únicamente de ese, respondería ante la justicia de los hombres.

El resto no existía.

Era falso.

Víctor, que al abandonar la ventana reanudara sus paseos a lo largo de la habitación, acabó de completar su plan de defensa.

Ya no temía a la policía como antes.

Preparado a recibirla se sentía fuerte.

Tomó el sombrero y se dispuso a salir.

¿La policía no lo buscaba?

Él iría a su encuentro.

Bajó la escalera lentamente.

Al pisar la calle se estremeció.

En la acera de enfrente se paseaban dos hombres vestidos con descuido.

Parecían disfrazados aquellos dos hombres.

Víctor se detuvo y pensó:

—¡Son ellos!

Reconocía a dos individuos de la policía secreta.

Llegada la hora el Gerente le había denunciado.

En la satisfacción mal contenida que los agentes dejaban adivinar en la mirada, Víctor comprendió la supresión de su libertad.

Comprendió que de allí en adelante pasarían sus días en un calabozo infecto.

Aquella sonrisa de satisfacción que brilló en los labios de los agentes denunciaba la misión cumplida.

Las órdenes superiores satisfechas.

Uno de los policías avanzó.

Automáticamente el otro hizo lo mismo.

Interceptaron el paso apoyados en el bastón característico.

El más viejo de los dos agentes interrogó:

—¿De dónde viene Vd.?

—Vengo de mi casa.

—¿En qué piso habita Vd.?

—En el tercero.

—¿Está Vd. empleado en una casa de Banca?

—Sí. ¿Pero con qué derecho me interroga Vd.?

—Soy agente de policía.

—¡De policía!

—Sí.

Víctor quedó indeciso.

El agente continuó:

—¿En qué casa está Vd. empleado?

—En el Crédito Argentino.

—¿Su nombre de Vd.?

—Víctor Rey.

El agente se volvió a su compañero murmurando:

—¡Es él!

El otro hizo un gesto de asentimiento.

Víctor preguntó con cierta arrogancia.

—En fin, ¿qué desean?

—Que nos acompañe.

—¿A dónde?

—A presencia del juez.

—¿Por qué?

—No sabemos. Tiene que acompañarnos.

Víctor sintió frío en las venas.

Dudaba si le prendían por el robo en la caja del Crédito Argentino, o por el asesinato de Madrid Moderno.

Hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo, y logró serenarse.

Volviéndose a los agentes dijo, afectando frialdad:

—¡Vamos! Estoy a las órdenes de ustedes.

Los tres echaron calle abajo.

Víctor caminaba entre los dos agentes.

Llegaron a las Salesas.

En el edificio de juzgados se notaba un gran movimiento. El crimen de Madrid Moderno era el tema obligado de todas las conversaciones.

Víctor entró con el sombrero echado sobre los ojos. Deseaba ocultarse en lo posible a las miradas de los curiosos.

Un portero murmuró al verle:

—¿Será cosa del asunto de Madrid Moderno?

Víctor sintió un escalofrío.

Un alguacil repuso:

—No me lo parece.

Víctor y los agentes se internaron por los largos corredores. No tardó en ser introducido en el despacho del juez de guardia.

El juez era un hombre todavía joven.

El interrogatorio fue corto.

Se trataba del robo de la caja del Crédito Argentino.

El preso no huía las responsabilidades de la acusación. Era él quien había robado la caja.

Su confesión fue espontánea, fría, precisa.

El juez hizo un gesto, y los dos agentes condujeron a Víctor a la Cárcel Modelo.

Una vez allí se le encerró en un obscuro calabozo.

Era obscuro y sórdido.

Víctor, al encontrarse solo, se dejó caer en una estera que había en un rincón.

La tarde comenzaba a declinar.

Los rayos dorados del sol penetraban por un alto tragaluz. Víctor miró con profunda tristeza aquel sol que había iluminado su último día de libertad.

Cerró los ojos y pensó…

No podía dudar de la suerte que le esperaba.

La sentencia se reduciría a un año de prisión.

Tal vez seis meses.

Después, rehabilitado por la expiación, emprendería una vida nueva.

El mundo era grande.

Miró al tragaluz.

El sol había desaparecido.

El calabozo estaba obscuro.

Pasó la noche en una gran agitación tendido sobre la estera.

Al día siguiente, un guardia de uniforme entró a llamarle:

—Acompáñeme.

Víctor se puso en pie.

Todo el cuerpo le dolía.

Estaba entumecido.

Dirigiéndose al guardia, interrogó:

—¿Quién me llama?

—El señor juez.

—Ya me ha interrogado…

—Ha sido el señor juez de guardia.

—¿Quién es ahora?

—Don Máximo Baroja.

Víctor salió conducido por el guardia.

Fue llevado a presencia del juez.

Don Máximo Baroja estaba sentado en un sillón, y se limpiaba las gafas con el pañuelo.

Al entrar el reo se las puso.

Iba a empezar el interrogatorio.

XII. La casa de Doroteo

Parecía un hogar visitado por la desgracia aquel honrado hogar de obreros.

En la casa reinaba un silencio sombrío y de mal agüero.

Doroteo, sentado en un extremo de la sala, parecía abatido por una gran tristeza.

La señora Jesusa iba de un lado al otro, trajinando por la casa.

Tenía los ojos llorosos.

Soledad, aquella sobrina a quien querían como a una hija, se había enamorado de un ladrón.

El Liberal de aquella mañana traía la noticia de la prisión de Víctor Rey, acompañada de pormenores referentes a la captura y al robo en la casa del Crédito Argentino.

No era infundada, pues, la instintiva y secreta desconfianza que el honrado Doroteo había sentido por Víctor desde el primer momento.

Mentalmente recordaba la mala impresión que Víctor le causara.

De circunstancia en circunstancia recordaba hechos, frases sueltas que Víctor más de una vez había pronunciado y que le quedaran grabadas en la memoria.

La señora Jesusa entró agobiada bajo el peso de su pena y preguntó:

—¿Quieres que cenemos?

Doroteo repuso distraídamente:

—Bueno.

Pero no se movió.

Al cabo de un momento murmuró, dirigiéndose a su mujer:

—¿Y Soledad?

La señora Jesusa, por toda respuesta, se enjugó los ojos con un pico de su delantal y suspiró:

—¡Pobre hija! ¡Pobre hija! Quién podría suponer.

Doroteo exclamó con cólera.

—Pues a mí no me ha engañado nunca ese ladrón.

Callaron los dos. La sala volvió al silencio, cortado breves momentos por el diálogo entre los dos esposos.

Entró Soledad. Estaba muy pálida pero parecía resignada y serena.

Al violento desmayo del primer momento sobrevenía la serenidad de las grandes resoluciones.

Víctor estaba preso.

El hombre pérfido que la envolviera en el secreto sangriento de un crimen acudiría a ella para salvarse.

¡Y ella prometiera salvarle!

¡Lo había jurado!

¡Era preciso cumplir aquel juramento!

No habría ni dudas ni vacilaciones ni temores que la detuviesen.

Su carácter honrado, puro e íntegro le indicaba no la complicidad en una tragedia horrible, en la cual se transforma en delito la solidaridad, sino el cumplimiento de un deber que se había impuesto por una promesa.

¿Había jurado a Víctor arrancarle de aquel abismo de eterna perdición?

Pues debía cumplir el juramento empeñado.

Después, en lo porvenir, procuraría olvidar al hombre que el destino cruzara en su existencia para perturbarla y herirla.

Por el presente urgía patentizar con hechos la afirmación sincera que Víctor le arrancara en nombre del más puro y elevado sentimiento que puede cobijarse en un alma femenina.

Había pasado muchas horas meditando en la posibilidad de que Víctor no fuese el asesino.

Dolorosa meditación.

Soledad no podía tener dudas acerca de aquel punto tan doloroso.

¿Por qué forjarse todavía esa hipótesis salvadora?

Con la certeza de la infamia de Víctor, su dolor sería más grande.

Víctor, el hombre al que ella había juzgado como un ser superior.

¿Qué fuera aquella discusión sobre el amor que con ella, con Soledad, sostuviese aquella misma noche del crimen?

Una hábil y cobarde maniobra para engañar a los jueces si era acusado.

Había sorprendido la buena fe de Soledad conduciéndola a una celada ruin.

Era su novia y la había hecho su cómplice.

Y una repugnancia invencible asaltaba el espíritu de Soledad.

Las dos víctimas del crimen estaban condenadas a no encontrar venganza porque Soledad salvaría al criminal.

¿Qué hacer?

Víctor, sin duda, invocaría ante el juez, a fin de demostrar su inocencia, el testimonio de la honrada muchacha que le había dado el corazón y la honra.

A todos los instantes aplicaba el oído convencida de que no tardaría en ser reclamada su declaración, y cada vez que la campanilla vibraba creía ver la figura de un policía que venía a buscarla.

Cuando llegase el momento decisivo, ¿tendría el valor de presentarse ante el juez y, cumpliendo la promesa empeñada, declarar en falso?

¿Se dejaría envolver en una emboscada sentimental?

¿Debía aceptar entera la responsabilidad contraída?

Una dificultad se imponía temerosa.

¿Cómo prevenir a sus tíos de que prometiera afirmar falsamente ante el juez que Víctor Rey, de las siete a las ocho de la noche estuviera junto a ella en la misma casa que habitaban?

Soledad, no solo se obligara a declarar en falso, sino que arrastraba también a sus tíos.

¡Era demasiado!

Podía jugar con su felicidad, podía jugar con la tranquilidad de su conciencia.

Pero, ¿tenía derecho para arrastrar también a sus tíos?

Y Soledad no hallaba solución al doloroso conflicto.

La situación no podía ser modificada.

Era un fantasma que se erguía inexorable.

No se podía huir del destino.

Podría hablar a sus tíos, decirles toda la verdad que le quemaba el alma.

Podría arrojarse a sus pies y demostrarles con la persuasiva elocuencia del llanto la violencia del dolor que la torturaba.

Firmemente resuelta, arrostraría el peligro; quería conjurar la tempestad para debilitar sus efectos inmediatos.

Se irguió del lecho pálida y serena cual estatua.

La ironía del destino produjo en sus labios una dolorosa contracción de sonrisa.

—¡Vamos allá!

Soledad, erguida, encaminose hacia el lugar donde estaban sus tíos.

Pasaron unos momentos.

Los tíos esperaban cabizbajos y silenciosos que Soledad hablase.

Adivinaban que se trataba de alguna cosa terrible.

La actitud serena de Soledad confirmaba aún más sus sospechas.

—¿Por qué te has levantado? —preguntó Doroteo.

—Tengo que hacerles una confesión.

—Habla.

—Víctor está preso.

La señora Jesusa bajó aún más la cabeza.

Doroteo murmuró sombrío:

—Sí, robó la caja que le fuera confiada.

Soledad, con el espanto y la sorpresa pintado en su rostro repitió:

—¿Robó la caja?

Doroteo explicó entonces gravemente:

—Sí, hija mía. Después del desmayo que has sufrido juzgué prudente ocultártelo.

Soledad lanzó un grito.

—¡Ah! Lo comprendo todo, todo…

Y sin poder proferir más palabras cayó desvanecida.

Doroteo y su mujer siguieron por mucho tiempo ignorando el terrible secreto que unía a su sobrina con el asesino.


* * *
 

Cuando volvió de su desmayo Soledad se encontró en su lecho cuidadosamente asistida por su tía.

Después de administrarla una taza de tila, la señora Jesusa le dijo con cariño, entregándole una carta:

—Toma, Soledad, hace una hora la han traído; el mozo todavía espera la respuesta.

Soledad rasgó el sobre con mano temblorosa.

La señora Jesusa se apartó para levantar los visillos de la ventana y Soledad, así, tuviese luz para leer. Pero viendo que Soledad palidecía y dejaba caer la cabeza de la almohada, acudió corriendo.

Curiosa y anhelante interrogó:

—¿Qué tienes, qué dice esa carta?

Antes de que Soledad hubiese tenido tiempo de contestar, entró Doroteo.

Se acercó presuroso y cogió la carta que Soledad había dejado resbalar hasta el suelo.

Soledad murmuró con voz débil:

—Léala Vd.

Doroteo comenzó la lectura con la voz emocionada:


«Soledad, estoy preso. Los tribunales me acusan de un singular delito: la policía me juzga autor del doble asesinato del Madrid Moderno.

Como se ve, la situación en que me encuentro es difícil y dolorosa.

Conducido al hospital fui careado con la criada de la infeliz señora de Neira, que, sin duda aconsejada por la justicia o llevada de un error deplorable, afirmó ser yo el individuo que cometió el crimen.

Excusado es encarecer con palabras lo grave de la situación.

Por la lectura de los periódicos juzgo que tú, Soledad, debes a esta hora conocer que el crimen fue cometido entre las siete y ocho de la tarde.

Mejor que nadie saben en esa casa que es imposible pueda yo ser autor del crimen que me imputan.

Entre siete y ocho de la tarde yo me hallaba allí.

¿No es verdad?

—Sí.

No pudiendo probar dónde me encontraba a las horas dichas, estaré irremediablemente perdido. Sin embargo, dudé en afirmar que había estado en esa casa, lo que tan fácil sería de probar.

Era natural la duda.

No quería evocar un nombre puro y mancharlo con la deshonra que sobre mí pesa.

Pero hoy mi libertad y mi vida dependen de esa prueba.

Si un desgraciado que se llama Víctor aún encuentra un eco piadoso en el corazón de Soledad, no será condenado como asesino.

Es lo último que quizá tenga derecho a pedir después de mi falta.

Víctor Rey.

Cárcel Modelo, tres de la tarde».
 

Doroteo terminó la lectura de la carta, se enjugó la frente húmeda de sudor.

La señora Jesusa miró a Soledad y preguntó con timidez:

—¿Tú te acuerdas a qué hora vino ese día?

Soledad murmuró apenas.

—Sí, señora.

—¿Vino efectivamente entre siete y ocho?

—Sí, señora.

La anciana calló un momento y luego concluyó:

—Me parecía que había venido más tarde. Pero ya que tú dices que no… Yo tengo tan mala memoria.

De nuevo guardaron silencio.

Soledad, haciéndose superior a su angustia, se incorporó en el lecho.

—Tía, deme Vd. papel para contestar esa carta.

La señora Jesusa fue a hacer lo que su sobrina le pedía.

Doroteo, retirado en un extremo de la estancia, parecía irritado y confuso, abatido y despechado.

La lectura de aquella carta le indignara.

El singular documento que Víctor enviara desde el calabozo venía fatídico y brutal a completar la obra destructora de aquellos amores.

Pasaron algunos momentos.

Soledad dobló la carta que había escrito rápidamente. El mozo aún esperaba la respuesta.

Doroteo y su mujer se acercaron a Soledad.

La sobrina leyó en voz baja y ronca la respuesta que enviaba a su antiguo novio.

Soledad respondía que el deseo manifestado por Víctor en su carta sería satisfecho.

Salió Doroteo con torvo aspecto a entregar al mozo la respuesta.

Cuando salió el anciano, la señora Jesusa y Soledad se abrazaron llorando.

XIII. Una prueba inútil

Después de la escena del reconocimiento llevada a cabo entre la criada herida y Víctor, este fue conducido de nuevo a la cárcel.

Don Máximo Baroja se sentía contrariado.

Su ardid judicial no había dado resultado.

El crimen de Madrid Moderno continuaba envuelto en las sombras de un impenetrable misterio.

Víctor asomó la cabeza por el ventanillo de su calabozo y llamó al carcelero.

Este acudió con un manojo de llaves en la mano.

La puerta se abrió rechinando sobre sus goznes.

El carcelero preguntó con voz adusta:

—¿Qué se ofrece?

Víctor respondió:

—Necesito hablar con el señor juez.

—¿Quiere hablarle?

—Sí.

—Tendrá que esperar una hora.

—¿Por qué?

—Porque no está en el edificio. Aquí no son los juzgados. Víctor repuso de mal talante, retirándose al fondo del calabozo:

—Ya lo sé.

El carcelero dijo en el mismo tono áspero y brutal:

—Pues parece olvidarlo.

El carcelero hizo sonar las llaves y cerró de nuevo la puerta.

Después llamó a un agente de Orden Público para que llevase al juez el recado comunicándole el deseo del preso.

El nombre de Soledad iba a entrar en el enmarañado proceso del asesinato de la señora de Neira.

Víctor, solicitando comparecer ante el juez, intentaba utilizar una prueba.

Él escribiría a Soledad pidiéndole una declaración que sería sin duda el cumplimiento de lo que la joven jurara.

El juez, D. Máximo Batoja, se hallaba en su despacho cuando llegó a las Salesas el agente encargado de comunicarle los deseos del acusado del crimen de Madrid Moderno.

El juez se perdía en cavilaciones cuando el guardia abrió la cortina de terciopelo rojo preguntando:

—¿Da su licencia el señor juez?

El juez contestó distraído:

—Entre.

El guardia entró saludando.

—El detenido por el crimen de Madrid Moderno desea hablar con el señor juez.

Don Máximo Baroja levantó la cabeza sorprendido.

Antes de pronunciar palabra, se quitó los anteojos y los dejó sobre la mesa.

Todo en su rostro parecía interrogar.

Pero dominándose murmuró con frialdad:

—¿Qué decía Vd.?

El agente repitió:

—El detenido por el crimen de Madrid Moderno desea hablar con el señor juez.

—¿No ha manifestado lo que tiene que decirme?

—No, señor.

—¿Pero se sabe si es una declaración lo que quiere hacer?

—Sí, señor. Una declaración.

—Vaya Vd. a decir al actuario que nos trasladamos a la cárcel para tomar una declaración.

El agente salió.

Poco después entraba el actuario.

Se puso a las órdenes del señor juez.

Don Máximo Baroja pidió su abrigo a un ujier, que se lo trajo velozmente, y con gran respeto le ayudó a ponérselo.

El juzgado se trasladó a la Cárcel Modelo.

Llegaron en breve rato.

El carcelero acudió a ponerse a las órdenes del juzgado.

Guiado por un dédalo de corredores condujo al juez y al actuario al calabozo del preso.

Don Máximo Baroja, que creía conocer las intenciones pacíficas de Víctor, mandó retirar a sus acompañantes con un gesto y murmuró al mismo tiempo:

—Esperen ahí fuera. Si es necesario les llamaré.

Y entró tranquilamente en el calabozo.

Víctor, que estaba echado sobre el camastro, se levantó al verlo.

Don Máximo Baroja le interrogó.

—¿Ha manifestado Vd. deseos de verme?

—Sí, señor.

—¿Quiere Vd. ampliar su declaración?

—Sí, señor.

Don Máximo Baroja sonrió. Después, con cierta satisfacción dijo al reo:

—¿Al fin se decide Vd. a auxiliar al juzgado?

—Está Vd. equivocado, señor juez.

—¿Cómo?

—Sí, señor. Yo no soy policía.

Don Máximo Baroja frunció el ceño.

—Advierto al reo que estoy dispuesto a castigar su insolencia.

Víctor repuso con gran serenidad:

—No son insolencias, señor juez.

—Sí; Vd. procura deprimir mi autoridad.

Después de una pausa continuó el juez:

—¿Por qué ha solicitado Vd. ampliar su declaración? ¿Desea Vd. confesarme algún hecho omitido y que juzga importante?

—Sí, señor.

—Puede Vd. comenzar.

—El señor juez se ha molestado cuando dije que no era policía…

Don Máximo Baroja le interrumpió:

—Procure el preso evitar digresiones.

—Indispensables, sin embargo…

—Continúe Vd.

—Cuando afirmé que no era policía era mi intento demostrar que si hablo no es para auxiliar al juzgado, sino para defenderme de la injusta acusación que pesa sobre mí.

—En el último interrogatorio no ha conseguido usted destruirla.

—Perdón; el señor juez se olvida…

—No olvido nada.

—Sí, señor; he dicho que a la hora del crimen me hallaba en otro lugar.

—¡Ah! ¡Sí! Esa novela de una mujer…

—El señor juez puede clasificarla como mejor le parezca, pero yo también podré probar la verdad de lo que digo.

Don Máximo Baroja se cruzó de brazos y dijo con ironía:

—Veamos esa prueba magna.

Y añadió después de una pausa.

—Mucho más útil sería para el reo una confesión franca que todas esas argucias y coartadas, con las cuales no logra despistar al juzgado ni probar su inocencia.

Don Máximo Baroja sabía emplear la suavidad y la dulzura como una ganzúa para abrir clandestinamente el corazón de los reos.

Pero Víctor no era un reo vulgar y aquel procedimiento no dio el menor resultado.

Encarándose con el juez, dijo con la mayor sangre fría:

—El señor juez pretende de mí una franca confesión y yo propongo una prueba. Discretamente, el señor juez procura insinuarse, sorprenderme, obligándome a confesar lo que rechazo…

Don Máximo Baroja le interrumpió:

—Diga el acusado lo que tiene que decir y suprima los comentarios y las consideraciones.

—Procuraré complacer al señor juez.

—Sería de desearlo.

—Movidos por sentimientos opuestos, estamos empeñados en un fin idéntico.

—Procure el reo aclarar más los conceptos.

—El señor juez quiere castigar; yo quiero defenderme. No somos adversarios, somos socios.

D. Máximo Baroja miró estupefacto a Víctor. Dudó si se había vuelto loco.

Víctor, que observó la sorpresa de D. Máximo, dijo con la mayor naturalidad:

—Veo que el señor juez se sorprende.

D. Máximo Baroja, aparentando indiferencia, dijo:

—Espero que el reo concluya de explicarse.

—Es muy fácil. El señor juez busca un criminal.

—Ciertamente.

—Pues por eso anuncié una comunicación importante.

—Que todavía no ha hecho.

—Pero que haré.

—Veamos.

—Continuar persiguiendo una pista falsa es perjudicial para la justicia.

—¿Cómo?

—Garantiza la impunidad del criminal y yo deseo probar de una manera concluyente que el juzgado sigue una pista falsa. Presto con esto un servicio a la justicia y pruebo mi inocencia. Tal es el raciocinio que hace poco me hizo decir con gran extrañeza por parte del señor juez que éramos socios.

—¿Y cree el reo que podrá probar su inocencia?

—Así lo espero.

—Si es así, antes debió haberlo hecho.

—Olvida el señor juez que afirmé haber estado a la hora del crimen en casa de una mujer. Recordará el señor juez que dudé en citarla como testigo, sin previa autorización por parte de ella para poder unir su nombre a mi deshonra. Así que cuando me retiré al calabozo fue el meditar y resolver.

—¿Resolver qué?

—Escribirle.

Don Máximo Baroja miró fijamente al reo como si con los ojos tratase de penetrar en su conciencia, y después interrogó:

—¿De manera que está dispuesto a escribirle?

—Sí, señor.

Entonces D. Máximo Baroja abrió la puerta y llamó.

Entraron el actuario, el carcelero y dos guardias.

Don Máximo Baroja dispuso que trajesen al reo recado de escribir.

Fue obedecido y Víctor borrajeó en pocos momentos la carta dirigida a Soledad.

Concluida la tarea miró al juez, que en todo aquel tiempo había tenido los ojos clavados en él.

Dobló la carta y se la entregó.

—El señor juez tendrá la bondad de hacer llegar esta carta a su destino.

—Ahora la llevarán.

—Un ruego tengo que hacer al señor juez: que el nombre de esa mujer no sea dado a los periodistas. Es una mujer honesta, soltera y no quiero envolverla en mi deshonra.

Víctor, aludiendo a Soledad en aquella forma, tenía como mira principal avalorar en la opinión del juez la declaración de la joven.

Don Máximo Baroja pronunció con cierta honrada sequedad.

—Tenga el acusado la seguridad de que el nombre de esa mujer no será del dominio público.

Víctor murmuró, bajando la cabeza:

—Gracias.

Don Máximo Baroja desdobló la carta, la leyó detenidamente y pareció satisfecho.

Después, volviéndose al carcelero, dijo:

—Dé Vd. esta carta a un hombre de confianza que vaya inmediatamente a entregarla.

—¿Tiene respuesta?

—Sí.

El carcelero salió a cumplir las órdenes del juez.

En el calabozo reinó un silencio sombrío.

Volvió a poco el carcelero haciendo sonar sus llaves y el juzgado salió.

La puerta del calabozo se cerró de nuevo y Víctor quedó solo, entregado a sus dolorosos pensamientos.

Una duda cruel le asaltaba.

¿Cuál sería la declaración de Soledad?

¿Cumpliría el juramento hecho?

¿No habría sido un error y una audacia imperdonable llamarla a declarar como testigo?

¿No era locura fiar en las palabras de una mujer, aunque esa mujer fuese su novia y estuviese ligada a él por vínculos tan íntimos?

Tales pensamientos, tales dudas y tales sospechas, hubieron de producirle un estado morboso de sobreexcitación nerviosa.

Lo más probable era que Soledad temiese comprometerse con una declaración que la haría cómplice en un terrible asesinato.

Y entonces, ¿qué haría? Seguramente lo confesaría todo.

Referiría ante el juez la conversación sostenida con Víctor pocas noches antes.

Referiría cómo, sin saberlo, se había comprometido. Cómo su novio le arrancara el juramento de salvarle.

Víctor ya no dudaba que había sido una torpeza incalificable citar a Soledad como testigo en su defensa.

Pero ninguna de sus sospechas se realizó.

Soledad no pudo declarar ante el juzgado.

Enferma y retenida en el lecho, la prueba propuesta por Víctor, fuera necesariamente aplazada.

Luego, la detención de Doroteo vino a hacerla completamente inútil.

¿Qué importancia podía tener como prueba de descargo la declaración de la joven en favor de su novio y de su tío, que hacía con ella las veces de padre?

¡Ninguna!


* * *
 

En otro capítulo de este libro hemos dejado a Doroteo, el honrado albañil que conocimos al principio de esta historia, acusado y preso, como uno de los autores del doble asesinato de Madrid Moderno.

Su prisión, sin embargo, no fue larga. Bien que los autores del crimen no fuesen descubiertos, Doroteo pudo probar plenamente su inocencia.

D. Máximo Baroja era un juez lleno de sagacidad, y, si equivocado al principio, no tardó en advertir su error y subsanarlo, ordenando la libertad de Doroteo.

De aquella diligencia de registro que el mismo día de la detención de Doroteo mandara practicar en casa de este, no había resultado ningún indicio de culpabilidad contra el buen hombre.

Soledad, que guardaba, como nuestros lectores saben, los billetes que Víctor le entregara —dinero que la pobre muchacha ignoraba que procedía de un crimen y de un robo—, acababa de quemarlo.

Sus sospechas de la culpabilidad de Víctor eran tan grandes, y tal trastorno produjeron en sus facultades mentales, que arrojó al fuego aquel depósito.

Otra mujer menos leal y menos noble que Soledad quizá hubiera pensado solamente en ocultar mejor aquel dinero, pero Soledad solo pensó en hacerlo desaparecer por medio del fuego.

¡El fuego lo purifica todo!

Y el fuego hizo inútil la obra criminal de Víctor y de Vicente Vellido. A veces el destino tiene estas venganzas horribles.

XIV. ¡La hija!

No hallando la policía rastro de Vicente Vellido ni pruebas de la culpabilidad de Víctor, el crimen de Madrid Moderno quedó por entonces en las sombras del misterio.

Víctor cumplió solamente condena por el robo cometido en la caja del Crédito Argentino.

Era la mañana de un hermoso día de verano.

En ella debíamos encontrarnos de nuevo con un personaje, a quien hemos conocido —siquiera muy rápidamente— en el comienzo de esta historia.

Lentamente subía por la calle de la Princesa, que conduce a la Cárcel Modelo, una mujer joven y de humilde aspecto, que daba la mano a una niña.

La mujer decía a la pequeña, que forcejeaba por detenerse ante todos los puestos de cachivaches y juguetes.

—Vamos, Luisita, anda. Es allí delante; mira, ya falta poquito.

La pequeña, a quien llamaban Luisita, era hija de Víctor.

El sol iluminaba la fachada de la Cárcel Modelo.

En el patio central algunos golfos desharrapados, de mirar equívoco y aspecto torpe, conversaban sobre los motivos de su prisión.

Era día de visita.

Los presos llenaban los patios.

Otros esperaban detrás de las rejas con los ojos interrogadores, aguardando la visita probable de algún amigo o pariente portador de algún auxilio de viandas o de dinero.

Los miserables, solos en el mundo sin amparo de padres y de amigos, esperaban también la visita de algún compañero de cárcel.

Los desgraciados, solidarios por el infortunio, se unen más fácilmente que los felices llenos de venturas.

En la cárcel todos son iguales.

El final de la condena es lo que los separa y diferencia.

Convencidos de que son víctimas de una injustificada venganza se prestan mutuo auxilio en la lucha contra la sociedad que los condena.

¿Cuál fue su falta?

¿Robar?

También muchos hombres de la política y de la alta banca robaban y no estaban en la cárcel.

¿Habían burlado el Código?

¿Habían despreciado la ley?

Pues bien: ¿cuántos de los que vivían en medio del lujo y llenos de honores no habían hecho lo mismo?

¡La ley! ¡El Código! ¡La sociedad!

Mentiras.

Lo que en el mundo se necesita es tener protectores.

Ligados por el raciocinio que los inducía a la rebelión, planeaban ya la forma más hábil de escapar a la ley cuando reentrasen en la vida social, y poder prevaricar al amparo del código.

Los patios de la cárcel empezaban a llenarse de presos.

En los largos y húmedos corredores se respiraba una atmósfera de crimen.

A las rejas se asomaban nuevas figuras de presos.

Víctor no esperaba a nadie.

Pertenecía a la categoría de los miserables entregados al aislamiento de la suerte que los hería.

Desesperaba de encontrar protección en los hombres.

Estaba preso por auto del juez, que le había mandado a la cárcel en vista de que no podía presentar fiador para la libertad provisional.

Pero faltaba todavía la sentencia definitiva que debía dictar un jurado.

Era todo lo que Víctor sabía.

Tampoco quería saber más.

Para suavizar y endulzar su situación le bastaba saber que el asesinato de la señora de Neira permanecía en el misterio.

De Vicente Vellido no había vuelto a tener noticia.

Parecía que la tierra se lo había tragado.

Víctor no dejaba de pensar muchas veces en Paca la Gallarda.

Pero Paca no parecía recordarle siquiera.

Desde que Víctor estaba preso ni una sola vez fuera a verle.

Era natural.

El Víctor Rey que tenía dinero y pagaba trajes, y cenas y billetes para las corridas de toros, ya no existía.

El empleado, que disponía de la caja del Crédito Argentino, había muerto.

Quedaba en su lugar un ladrón sin recursos, a merced de una condena que no debía hacerse esperar.

Víctor reflexionaba fríamente sobre su situación cuando fue sorprendido por la noticia que un compañero de cárcel vino a transmitirle.

¡Preguntaban por él!

¿Quién?

Una mujer todavía joven, pero con indelebles señales en su rostro marchito de una vida de sufrimiento.

Con la mujer venía una niña de corta edad.

¿Era posible que aún existiese alguien que no le hubiese olvidado?

Sin duda la indiferencia que le rodeaba no era tan espesa que un rayo de luz no viniese a infundirle alientos para proseguir la vida.

Sorprendido por la noticia pensara en las mujeres que había conocido cuando estaba en libertad.

¿Sería Soledad?

¡Imposible!

¿Paca la Gallarda?

Tampoco era probable.

Sacudido por la sorpresa, Víctor caminó rápidamente a encontrarse con la visita, ansioso de penetrar el misterio.


* * *
 

Nuestros lectores recordarán que Víctor, después de la marcha de Palomero, había tenido que dejar la casa de huéspedes, y que de degradación en degradación había llegado a confundirse en las últimas capas sociales.

Durante un año de miseria conoció en las tabernas sórdidas y sospechosas una sociedad ignorable, con la cual se identificara y de la cual solamente el encuentro imprevisto con Palomero, de vuelta en Madrid, había podido salvarlo empleándole en el Crédito Argentino.

Rara vez Víctor recordaba esa fase de la accidentada existencia que el destino le reservara.

No es de extrañar.

El hombre olvida fácilmente los duelos de la miseria cuando se ve libre de sus quebrantos.

Víctor no constituía una excepción.

Durante su empleo en el Crédito Argentino gozaba de una existencia holgada.

Le fue por esto, quizás, más fácil apagar en su espíritu los recuerdos de aquellos días en que vagaba por las calles como un mendigo, y dormía en los bancos de los paseos.

La sorpresa de Víctor, avisado de que lo llamaban, iba a dar lugar a nuevos sentimientos que constituirían la orientación de su vida futura, todavía no entrevista.

En medio de la sala, que el sol inundaba pasando por entre las rejas que defendían las ventanas, una mujer esperaba.

Asida por la mano tenía a una niña que forcejeaba por desprenderse.

Víctor miró al grupo y no reconoció a los visitantes.

La mujer se acercó.

Vestía pobremente, pero con aseo.

Llevaba la cabeza cubierta con un velo que al acercarse se levantó.

Su aspecto, pálido y dolorido, tenía la indeleble huella que denuncia esas existencias a las cuales el sufrimiento presta esas tintas sombrías que jamás se borran.

Estaba allí el tipo inconfundible de la mujer del pueblo sufrida y pacífica.

La mujer pronta al sacrificio y dispuesta a sobrellevar las mayores penurias con tal de ser útil a las personas que le son queridas.

La desconocida alzó los ojos hacia Víctor, preguntando:

—¿No se acuerda de mí?

Víctor un poco confuso, murmuró:

—Sí, me parece…

La mujer interrumpió rápidamente:

—Soy Luisa.

—¿Luisa?

—Sí.

Víctor, ahora, reconocía a la visitante.

Era la compañera del período de miseria.

De su unión efímera había nacido una niña.

Instintivamente, Víctor miró a la niña y la reconoció.

Luisa, indicando a la niña que curiosa miraba a aquel hombre, al cual veía por primera vez, murmuró enjugándose una lágrima:

—¡Es la hija!…

Movido de un impulso irresistible, Víctor se inclinó, tomó en brazos a la niña y la besó.

Sus mejillas enflaquecidas también se humedecieron de lágrimas.

¡Una hija!

Era el primer rayo de luz suave que lo acariciaba después de la negra noche en que vivía.

Sin duda, había hecho bien en luchar, salvándose.

Su vida, que hasta entonces no había tenido norte, tenía ahora un fin, un objetivo noble: ¡su hija!

Hacía pocos momentos se encontraba solo. Ahora invocaba una paternidad que en otro tiempo desdeñara y pusiera en olvido.

Sentíase invadido por un sentimiento nuevo hasta entonces desconocido.

Era padre.

En aquella niña de mirar vivo y cabellos rubios, encontraba el renacimiento de su sensibilidad casi embotada.

Luisa y su hija venían a encontrarle de nuevo en la situación miserable que determinara la unión y el nacimiento.

Víctor, poseído de un sentimiento de ternura, miraba a la niña y le agradecía la ventura que le proporcionaba.

Sobre Paca la Gallarda y sobre los amigos, surgía la mujer del pueblo dejada en el más cruel abandono.

¡Y era ella la única que no le olvidaba en la cárcel!

Con la voz muy conmovida, Víctor preguntó a Luisa:

—¿Supiste que estaba preso?

—Me lo dijo una vecina que lee los periódicos.

—¿Me conocía a mí?

—No. Pero como yo algunas veces le nombraba… Cuando leyó el periódico me lo dijo.

—¿Y resolviste venir aquí?

—Naturalmente… No he venido la semana pasada porque Luisita no tenía un vestido decente.

Víctor se sintió humillado.

Su hija no tenía vestido. Tal vez pasase hambre mientras él gastaba alegremente con Paca el fruto del robo de la caja.

Ahora medía todo el abismo de la indignidad que cometiera; Víctor meditaba con la niña en brazos.

Aún podía reparar los efectos del crimen practicado.

Librando al mismo tiempo a Soledad de la dolorosa responsabilidad de la custodia del dinero que le había confiado.

Porque Víctor, incomunicado como estuviera los primeros días, no tenía la menor noticia de la momentánea detención de Doroteo, ni de la diligencia de registro practicada en su casa ni de la resolución adoptada por Soledad de quemar los billetes.

¡El producto del robo ya no era más que cenizas!

Pero Víctor lo ignoraba, así que resolvió interrogar a Luisa.

—¿Estás pronta a servirme?

—Estoy.

—¿Sabes que el jurado me condenará dentro de pocos días?

—Sí… Me lo han dicho.

—Pues bien: yo necesito de tu auxilio.

—Puede mandarme como antes, y como siempre.

—Cuando salgas de aquí, vas a las Salesas e indagas el día marcado para la vista.

—No dude que así lo haré.

—Y me mandas a decir.

—Yo misma vendré.

—Bueno… Todavía tienes otro servicio que hacerme.

—Diga.

—Es preciso que guardes el mayor secreto.

—¡Se lo juro!

—¿Por la muerte de mi hija?

—¡Sí!

—Fíjate en lo que voy a decirte. Vas a tener en tus manos el porvenir de esta niña.

Luisa interrogó llena de resolución.

—¿Qué es preciso hacer?

Víctor había tocado la cuerda más sensible del corazón de aquella pobre mujer. Sacó una tarjeta del bolsillo, y escribió algunas palabras con lápiz.

Al mismo tiempo que le entregaba a Luisa la tarjeta, le dijo:

—Aquí tienes…

—¿Dónde hay que entregarlo?

—Ahí lleva escrita la dirección. Dentro de unos días vas a esa casa de cambio de esa tarjeta, te darán cierto dinero que guardarás cuidadosamente hasta que yo recobre la libertad. Si tuvieses necesidad, puedes gastar de él.

Luisa interrogó recelosa:

—¿Y ese dinero?…

Víctor atajó rápidamente:

—Es mío.

—No; si no dudo…

—No puedes dudar. Es un depósito hecho por un amigo de familia para evitarme la prisión; desgraciadamente llegó tarde. Pero ya que no puede librarme de la prisión, quiero aplicarlo en favor de mi hija.

Luisa murmuró enternecida:

—¿Desea alguna cosa más?

—¡No!… ¿Ya quieres retirarte?

—La hora de visita debe estar acabando.

—Espera un poco, Luisa.

Y estrechando a la niña que se le colgaba del cuello, le preguntó con cariño:

—¿Cómo te llamas?

La pequeña risueña, pero recelosa, miró a su madre como solicitando permiso.

—Vamos, di a tu papá cómo te llamas.

La niña volvió a reírse.

Después, instada por Víctor, murmuró:

—Luisita, como mi mamá.

La madre murmuró:

—Es un encanto. ¿Está muy crecida, verdad?

—Dentro de poco es una mujer… ¿Dime, cómo has vivido?

—¡Yo misma no lo sé! Después de dar a luz en el hospital, viví al acaso. Una noche, tan desesperada estaba, que resolví matarme. Me dirigí con mi niña en brazos hacia el Viaducto. Ya iba a arrojarme cuando me sentí asida por la espalda. Me volví temblando. Ante mis ojos estaba un sacerdote.

Luisa se interrumpió. Estaba muy emocionada, y tenía los ojos llenos de lágrimas.

Aquel ministro del Señor, alzando los ojos al cielo, me dijo con solemne acento:

—¡Solo Dios puede disponer de nuestra vida!

Sus palabras llegaban a mi alma, como palabras bajadas del cielo.

En aquel momento Luisita rompió a llorar.

La pobrecita se abrazaba a mi cuello y entre gemidos, me decía:

—¡Mamá, dame pan! ¡Dame pan!

Oyendo los quejidos de mi niña, yo lloraba también.

Lloraba sin consuelo.

Aquel bondadoso sacerdote, compadecido de nuestra miseria y abandono, me dijo enternecido:

—«Hija mía, acompáñame a mi casa. Vivo aquí cerca, en la cuesta de San Vicente». Se interrumpió viendo el ademán de sorpresa y de disgusto que yo hice.

Añadió sonriendo con dulzura:

—«Mi madre y mi hermana viven conmigo, nada tienes que temer».

Asegurada sobre este punto, le seguí con mi hija en brazos, que no dejaba de llorar.

En casa de aquel honrado sacerdote estuvimos un mes, hasta que me buscó una casa donde asistir como mandadera. Una casa rica de una señora condesa.

Víctor preguntó con mal reprimida curiosidad:

—¿Condesa?

—Sí, Condesa de Porta-Dei.

Víctor se puso intensamente pálido.

Después, con la voz un poco trémula, interrogó.

—¿Sigues todavía en casa de esa señora?

—No, hace algunos meses que se ha ido a París con toda su servidumbre.

—¿Y tú, qué haces ahora?

—Trabajo en la que me sale. Hoy aquí, mañana allá… Y así vamos ganando el pan de cada día.

—¿No has sentido alguna vez odio contra mí?

—¿Por qué?

—Te dejé abandonada, entregada al acaso, con una hija… ¿No es eso lo bastante?

—Al pronto sentí rabia, por qué negarlo, pero después pensé que usted también era un desgraciado como yo.

Víctor bajó la cabeza conmovido.

Luisa continuó:

—A pesar de no ser instruida comprendí que pertenecía a buena familia, y que únicamente la desgracia le pudo haber llevado a encontrarme.

Luisa se detuvo para enjugarse una lágrima que temblaba en sus párpados.

Luego, con la voz trémula, prosiguió:

—En caso de quejarme, debía hacerlo de la suerte que con tanta saña me perseguía.

Víctor tuvo un impulso y la abrazó muy conmovido, al mismo tiempo que decía:

—En este momento me haces olvidar el egoísmo de la sociedad…

Luisa, estupefacta, miraba a Víctor sin poder comprender el sentido de las palabras que acababa de pronunciar.

Víctor entonces le dijo, con una amarga sonrisa:

—¿Te admiras?

—No, pero no comprendo.

—Ni debes comprender… Eres feliz así. Cuanto más se sabe, más se sufre.

Y añadió después de una pausa:

—Ahora, dime: ¿cuándo volveremos a vernos?

—El domingo.

—¿No faltarás?

—Únicamente por enfermedad.

—Espero que semejante cosa no suceda. No te olvides de ir a las Salesas y preguntar qué día es el señalado para la vista de la causa, y el domingo vienes a decírmelo.

—No se preocupe que así lo haré. Cuando vuelva traeré todo sabido.

La hora de visita terminaba.

Luisa se anudó el pañuelo debajo de la barbeta, asegurando uno de los extremos entre los dientes, como es costumbre entre las mujeres del pueblo.

Víctor dijo un poco emocionado:

—¡Adiós, Luisa, hasta el domingo!

Luisa murmuró en voz baja:

—¡Adiós!

—No te olvides. La tarjeta vas a entregarla dentro de unos días. ¿Sabes el nombre de la persona por quien debes preguntar?

Luisa, que ya se alejaba, volviose para contestar:

—Sí, Soledad…

—¿Y la calle?

—Sí, Calvo Asensio, 4.

—Te recomiendo el mayor secreto… Se trata del porvenir de nuestra hija.

—Confíe en mí. Haré todo como lo desea.

Víctor dio un último beso a su hija.

Luisa, poniéndose colorada y toda confusa, le alargó a Víctor un pequeño envoltorio, al mismo tiempo que murmuraba:

—Ha de disculpar…

—¿Qué es?

—Nada… Una insignificancia… Tabaco.

Y al decir esto, se alejó presurosa con la niña en brazos. Víctor, sorprendido ante aquella delicadeza, permaneció un momento inmóvil.

Después, con la cabeza baja y lento andar, se dirigió a su calabozo y se arrojó sobre el miserable camastro.

Necesitaba reconcentrarse en sí mismo.

La aparición de la generosa mujer y de su hija se le ofrecía como una consoladora esperanza, dejándole entrever un porvenir honrado capaz de borrar los recuerdos del terrible pasado.

XV. En libertad

El asesinato de la señora de Neira en su casa de Madrid Moderno estaba destinado a permanecer en el misterio después de haber alarmado por mucho tiempo a la opinión pública.

Era asunto terminado el célebre crimen que tantas cavilaciones inútiles había costado al juez de instrucción D. Máximo Baroja.

Perdida en absoluto la pista de Vicente Vellido, y probada la pretendida inocencia de Víctor, fue preciso sobreseer la causa.

La justicia humana se declaraba impotente para el castigo de aquel crimen.

Habían ya transcurrido algunos meses.

Los periódicos dieron la noticia en la «Crónica de Tribunales» de que el empleado en la caja del Crédito Argentino, llamado Víctor Rey, había sido condenado por el tribunal del jurado a una pena casi insignificante.

Víctor habíase conducido en la audiencia en tal forma ante el jurado, que este había reconocido toda suerte de atenuantes movido de la mayor piedad para el hombre joven y apasionado que había sido amante de Paca la Gallarda.

Había sido la ceguera producida por la pasión amorosa quien condujera a Víctor Rey al banco de los reos.

Esta consideración era bastante para obtener la benevolencia de un jurado compuesto de ciudadanos españoles siempre dispuestos a la indulgencia para todos los casos pasionales.

Fue así como Víctor pasó de la audiencia a la Cárcel Modelo a cumplir una condena insignificante.

La justicia de los hombres estaba satisfecha.

Víctor podría volver a la vida social, cumplida la expiación impuesta por la ley.

Pero la vida en Madrid ya le sería poco menos que imposible.

Víctor era el primero en comprenderlo así.

De antemano conocía que la sociedad, convencida de la inutilidad de la prisión para el fin de regenerar al hombre criminal, negaba a quien una vez prevarica garantías de vida después de la expiación.

«La ocasión hace al ladrón», filosofa benévolamente la sociedad cuando quiere disculpar una falta, pero tampoco olvida la fórmula pesimista: «el que hace un cesto hace ciento» y así, con la moral de un simple adagio destruye la esperanza al reo de poder encontrar al cabo de la condena elementos para seguir una vida honrada.

Siempre contradictoria, incoherente, superficial, la sociedad hace del hombre que una vez robó impulsado por irresistible alucinación, el futuro ladrón oficial.

Se comienza por irreflexión y apasionamiento, y se acaba por un determinismo justificado.

La irreflexión se transforma en necesidad, y el hombre, impelido por la sociedad que le niega el derecho a la vida, completa la obra de perdición.

De esta suerte reflexionaba Víctor, recluso en la Cárcel Modelo, y cercano ya a cumplir el tiempo de la condena que le había sido impuesta en nombre de la ley ofendida.

Luisa continuaba visitándolo todos los días que el reglamento de la cárcel lo consentía.

Llevaba siempre consigo a la pequeña, que poco a poco se apoderaba del corazón de Víctor.

Muchas veces, mirando a su hija, se le llenaban los ojos de lágrimas.

Diríase que Víctor tenía la intuición de las futuras desgracias que pesaban sobre el destino de la pobre niña, ahora inocente, y feliz agarrándose con sus manecitas a las rejas de una cárcel.

¡Pero aquella criatura había nacido en un hospital, y en su infancia frecuentaba una cárcel!

Coincidencia y solo coincidencia, concluía mentalmente Víctor, deseoso de penetrar la ley misteriosa del destino, y deseoso de tranquilizar su espíritu, lo que no conseguía.

La niña que el acaso había hecho su hija, y a la cual se entregaba ahora con la esperanza de arrancar una víctima al abismo de la fatalidad, le parecía contener el germen de lógicas torturas que lo aniquilarían expiando así el mal moral que con la herencia le había transmitido.

Mirando a su hija, Víctor permanecía absorto.

Quería penetrar el porvenir y no podía.

Luisa, cumpliendo las órdenes de Víctor, había ido a casa de Soledad.

Sorprendida esta al oír a su tía Jesusa que una mujer deseaba hablarla, salió a la puerta.

Allí esperaba la desconocida, portadora del recado y de la carta de Víctor.

Terminada la rápida lectura, Soledad se puso roja de vergüenza.

El dinero que Víctor le pedía, el depósito sangriento que abusando de su inocencia Víctor le había hecho la noche misma del crimen, había sido pasto de las llamas.

Soledad, quemando los billetes que le habían sido confiados, liquidara de un solo golpe la tremenda responsabilidad que la ligaba al crimen practicado en el barrio de Madrid Moderno.

¿Pero cómo decírselo a Víctor?

Meditó un momento.

Después, en la misma carta de Víctor, y cuidando de desfigurar la letra, escribió:


«Quizás usted desconfíe de mí, pero mi conciencia está tranquila.

El depósito que usted reclama fue quemado el mismo día que el juzgado ordenó un registro en esta casa».
 

Dobló la carta y la metió en un sobre en el cual no escribió ninguna dirección.

Antes de entregársele a Luisa, le preguntó:

—¿Sabe usted leer?

Luisa respondió poniéndose colorada:

—¡No!…

Le entregó la carta y la despidió.

Cuando Víctor la leyó, tuvo un momento de rabia dolorosa.

No dudaba de Soledad, pero maldecía de aquel crimen que cada vez le resultaba más inútil.

Una duda le asaltaba.

¿Qué sería de él al recobrar la libertad?

¿A dónde iría, deshonrado, sin amigos y sin dinero?

¿A dónde?

Pero sus dudas respecto a este punto duraron pocas horas.

Al día siguiente por la mañana el cartero de la cárcel le entregó una carta certificada.

Víctor la abrió con mano trémula.

No reconocía la letra ni sospechaba de quién podía ser. Los sellos eran de París.

¿Quién le escribiría a él desde París?

Abierto el sobre, lo primero que sacó fue una letra de cambio, la leyó estupefacto.

¡Era de cinco mil francos!

Miró el sobre. A la letra no acompañaba carta alguna, sino una tarjeta.

En la tarjeta no había escrito más que un nombre. ¡Pero aquel nombre se lo reveló todo a Víctor!

La tarjeta decía:

«El Conde de Porta-Dei».

Víctor al pronto no se explicaba aquel socorro providencial.

Después, de deducción en deducción, acabó por darse a sí mismo explicación de que el Conde había leído en los periódicos de Madrid la noticia de su prisión y que venía en su auxilio.

Poseedor de aquel dinero, Víctor se sintió lleno de ánimos.

Los días transcurrían serenos. El momento de la libertad se acercaba.

En la primera quincena de octubre, que comenzara hacía pocos días, terminaba su condena.

La cárcel le abriría sus puertas devolviéndole a la sociedad.

Víctor pensaba en abandonar España emigrando a América, donde trabajando podría asegurar el porvenir de su hija.

A pesar de las fatigas y contratiempos de su vida aventurera y apasionada, se reconocía vigoroso para luchar.

¡El mundo era grande!

Expatriado, confiaría la niña a los cuidados de la madre, y él trabajaría para todos.

Entregado a los pensamientos que debían encarrilar su vida futura, Víctor se paseaba distraído en uno de los patios de la cárcel.

Era la hora de asueto.

Aquel día el reglamento autorizaba visita, y Víctor esperaba a Luisa y a su hija.

Ya tardaban más de lo acostumbrado.

Víctor empezaba a preocuparse.

Buscaba una manera tranquilizadora de explicarse aquella tardanza cuando se le acercó un preso que desempeñaba en la cárcel los oficios de mandadero.

Víctor, al verle, no pudo reprimir un estremecimiento de zozobra.

El preso le dijo:

—Ahí fuera está un golfo que pregunta por ti.

—Dile que pase.

El preso no se movió. Con el mayor cinismo dijo a Víctor:

—Oye, ¿tienes tabaco?

—Sí, tengo alguno.

Pues dame un par de cigarros.

Víctor hundió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y se los dio.

Después añadió:

—Anda, dile a ese que pase.

El preso se alejó.

Poco después entraba un rapazuelo como de doce años de edad.

Se acercó a Víctor un poco sofocado, pero muy despierto y vivaz.

Víctor, al verle, le interrogó sin dejarle tiempo de hablar:

—¿Qué hay? ¿Traes algún recado para mí?

—Sí, señor.

—¿De quién?

—De la señora Luisa.

—¿Dónde ha quedado?

—En su casa.

—¿Cómo te envía a ti?

—Porque ella no puede venir, y me dijo que me llegase a decírselo.

—¿Tú, quién eres?

—Yo, soy el chico de la portera.

¿Y por qué no puede venir la señora Luisa?

—Porque tiene a la niña enferma.

Víctor preguntó muy inquieto:

—¿Qué tiene la niña?

El golfo se rascó la cabeza, sin saber lo que debía contestar.

Después de reflexionarlo exclamó alzando los hombros:

—Pues tiene que está enferma.

—¿Y no sabes desde cuándo?

—Me parece que desde ayer.

—¿Estás seguro?

Sí, señor. Ayer a la mañana todavía estaba jugando en el patio.

¿Y la señora Luisa no te ha dicho si la niña estaba de peligro?

—No, señor.

—¿Pero algo más te diría?

—Sí, señor. Me ha dicho que no se asustase usted.

Víctor quedó silencioso.

Pasado un rato, el chico de la portera murmuró:

—Si no tiene alguna cosa que mandarme, me iré.

—Sí, vete…

El chico se alejaba lentamente, volviendo la cabeza y rozándose contra la pared.

Víctor, comprendiendo lo que significaba todo aquello, le llamó:

—Toma… Para el tranvía —y le dio algunas perras.

Los ojos del golfillo brillaron de alegría.

—Muchas gracias. Ya le diré a la señora Luisa que queda bueno.

Y se alejó corriendo.

El recado de Luisa fue para Víctor motivo de contrariedad y de disgusto.

Aquel hombre, poseedor de una tan singular organización moral, frío y escéptico, se modificaba poco a poco mediante el amor de aquella niña que era su hija, y a quien no había visto nunca antes de su entrada en la Cárcel Modelo.

Pero desde entonces, aquella criatura rubia y risueña había constituido el único objetivo que debía orientarle en el transcurso de su existencia.

La imposibilidad de salir le obligaba a resignarse con una resignación sombría y dolorosa.

Se consolaba únicamente pensando que ya poco tiempo permanecería alejado de su hija.

Luisa enviaba de una manera regular noticias sobre la salud de la niña que empezaba a mejorar.

Llegó por fin el día en que Víctor debía recobrar la libertad.

La pena impuesta por los tribunales de justicia al empleado infiel del Crédito Argentino estaba cumplida.

Víctor no había dormido aquella última noche de prisión.

Una a una había podido contar todas las lúgubres campanadas del reloj de la cárcel.

Todavía la mañana no despuntara por completo y ya Víctor se paseaba en su calabozo.

Una agitación nerviosa le devoraba.

Esperaba con ansia el momento en que, cumplidas las formalidades impuestas por la ley, pudiese trasponer la puerta de la cárcel y respirar a plenos pulmones el aire de la calle.

A las dos de la tarde Víctor fue considerado libre.

La sociedad, satisfecha, volvía a considerarle ciudadano; hasta allí solamente había sido un reo.

Rápidamente Víctor se mudó el traje sórdido y mugriento que llevaba en la cárcel, y gracias a la previsión de Luisa que no descuidara enviarle un traje modesto, pudo salir a la calle ofreciendo el aspecto vulgar de un transeúnte desocupado.

A la salida miró por última vez la roja fachada de la Cárcel Modelo.

Después, con el andar un poco trémulo, bajó por la calle de la Princesa.

Tomó luego por el paseo de Areneros hasta la glorieta de Quevedo.

Allí tomó el tranvía que le condujo hasta los Cuatro Caminos, en cuyo barrio vivía Luisa.

En la terrible partida jugada en contra de la justicia de los hombres, había salido vencedor a despecho de los rudos y terribles contratiempos que más de una vez estuvieran a punto de hacerle sucumbir.

¡Estaba libre!

Como un relámpago le atravesó el espíritu el recuerdo de Paca la Gallarda.

Pero no fue más que un momento.

Había muerto para todo lo que antes constituyera su vida afectiva.

Empezaba ahora a vivir para su hija.

Dominado por la imagen risueña de la niña, que se dibujaba en su espíritu clara y distinta como envuelta en amoroso nimbo, cerró los ojos.

De pronto el tranvía se detuvo.

Desenganchaban el tiro.

Víctor se bajó.

Parado en medio del camino procuró orientarse.

Al fin, sus ojos repararon en una casa de modesta apariencia que había en medio de un solar guardado con una valla.

Era allí.

XVI. ¿Qué fue de Vellido?

Pasados los primeros momentos de alegría, Luisa, observando la nerviosa agitación de Víctor, le hizo acostar y tomar una taza de tila, por la cual tuvo que ir ella misma a la botica.

Después cerró las ventanas, y salió llevándose a la niña. Poco a poco, Víctor logró conciliar el sueño.

Era ya de noche y aún no se había despertado.

Luisa, un poco alarmada, había entrado dos veces en el cuarto, pero Víctor dormía con un sueño tan sosegado y profundo que no se atreviera a despertarle.

Luisa entró en la cocina y empezó a preparar la cena. Cuando la cena estuviese lista, llamaría a Víctor. Hallábase ocupada en esta tarea cuando sonaron dos golpes en la puerta.

Sin saber por qué, Luisa sintió miedo.

Tomó un pequeño quinqué en la mano y fue a ver quién llamaba.

Precavida y recelosa quiso primero enterarse mirando por la rejilla.

Con la voz un poco insegura, preguntó:

—¿Quién es? ¿Por quién pregunta?

Una voz bronca respondió desde fuera:

—¿Víctor Rey? ¿No está aquí Víctor Rey?

El primer impulso de Luisa fue negarle. Contestar que no estaba allí.

Después reflexionó que tal vez fuese un amigo de Víctor. ¿Qué de extraño tenía?

Sin duda era algún amigo.

La voz desconocida volvió a preguntar desde fuera:

—¿Víctor Rey? ¿No está aquí?

Luisa, temblando sin saber por qué, respondió:

—Sí, señor, pero está descansando. ¿Qué deseaba?

—Verle. Soy un amigo.

Luisa, siempre sin abrir la puerta, indicó tímidamente:

—¿No podría volver mañana?

La voz desconocida respondió:

—Es absolutamente preciso que le hable hoy.

—Voy a llamarle.

Al poco rato Luisa volvió preguntando:

—¿Hace el favor de decirme su nombre?

—Eleuterio.

Víctor, que le había oído, gritó desde dentro:

—¡Ah! ¡Eleuterio!… Ábrele, Luisa. Efectivamente es un amigo.

Luisa abrió.

Entró Eleuterio con la gorra puesta y murmurando apenas:

—¡Buenas noches!

Luisa, que tenía el quinqué en la mano, le examinó llena de curiosidad.

Aquel desconocido le fue antipático desde el primer momento.

Eleuterio estaba muy desfigurado.

A Víctor le costó trabajo reconocerle.

Hacía tres años que los dos antiguos huéspedes de doña Lola no se veían.

Eleuterio parecía venir de camino.

Traía una manta amarillenta echada al hombro. En la cabeza, completamente rasurada, una boina azul, y en los pies unos alpargates blancos llenos de barro.

Víctor, al verle, sintió una extraña impresión.

Se saludaron fríamente.

Luisa dejó el quinqué encima de la mesa y salió con la niña a dar una vuelta a la cocina.

Al quedarse solos, los dos amigos se miraron.

Aquella mirada era en ambos una mirada interrogadora.

Eleuterio fue el primero en romper el silencio.

Bajando la voz, y poniendo una mano en el hombro de Víctor, murmuró:

—Tenemos que hablar largamente.

Víctor, sacando tabaco del bolsillo, contestó al mismo tiempo que alargaba a Eleuterio la petaca:

—Cuando quieras empezar, puedes.

—Aquí, no.

—¿Por qué?

—No conviene que nos oigan.

Víctor dijo sonriendo:

—¿Tan importante es lo que tienes que decirme?

—¡Mucho!

Al decir esto, Eleuterio se había puesto en pie.

Víctor le dijo:

—Habla aquí y no fastidies.

—Si pongo reparos es por ti. No conviene que nos oigan. Víctor un poco alarmado, preguntó:

—¿Pero de qué se trata?

Antes de contestar, Eleuterio dirigió una mirada en torno suyo.

Después, bajando mucho la voz, murmuró:

—Se trata de Vicente Vellido…

Víctor palideció intensamente.

Haciendo un poderoso esfuerzo por dominarse, se levantó, y sin pronunciar una sola palabra salió acompañado de Eleuterio.

Al oírle salir, Luisa acudió presurosa a la puerta:

—¿Qué? ¿No espera a cenar?

—No me es posible. Pero luego volveré.

—Como quiera.

Salieron a la calle.

Anduvieron algún tiempo en silencio.

Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar.

De pronto Víctor, deteniéndose, preguntó con la voz trémula:

—¿Dónde has visto a Vicente Vellido?

—En el penal de Zaragoza.

—¿Vienes de Zaragoza?

—Sí… Allí me he pasado tres años.

—¿Cumpliendo condena?

—Sí.

—¿Qué habías hecho?

Eleuterio repuso con un cinismo repugnante y cruel, que le heló la sangre en las venas:

—Mucho menos que tú… Pintarle a un gachó cuatro chirlos en la cara.

Víctor quiso disimular y exclamó con fingida sonrisa:

—¡Diablo! ¡A eso le llamas tú menos!…

Eleuterio se detuvo en seco:

—Oye, conmigo ahórrate evasivas.

Todavía Víctor quiso seguir disimulando.

—¿De manera que tú consideras más grave la apropiación de unas cuantas pesetas, con ánimo de devolverlas, que unas puñaladas?

—No me refería al asunto del Crédito Argentino, sino al otro…

Víctor sintió correr por sus venas un frío mortal.

Se quedó paralizado sin saber qué responder.

Eleuterio prosiguió:

—El compadre Vellido me lo ha dicho todo.

—¿Es posible?

—¡Y tanto!

—¿Dónde está Vellido?

—En Zaragoza.

—¿Qué hace allí?

—¿Qué quieres que haga?

—¿Pero cómo le ha dado la idea de irse a Zaragoza?

Eleuterio repuso riendo:

—La idea no ha sido precisamente suya.

—¿Cómo?

—¡Pues es claro! Tú debes saberlo… Vellido era un escapado de presidio…

Víctor murmuró anonadado:

—¡No lo sabía!

Eleuterio continuó:

—Hace algunos años fue condenado a cadena perpetua.

—¿Por qué?

—Un caso como el de ahora… Robo con asesinato… Víctor interrogó casi sin voz:

—¿Cómo le han echado mano?

—Un cumplido de condena le ha conocido y le ha denunciado a la Guardia civil. Aquí me tienes, pues, al amigo Vellido puesto a la sombra.

Calló Eleuterio, y siguieron los dos antiguos amigos breves momentos en silencio.

Al fin, Víctor se decidió a preguntar:

—¿Cómo Vellido, tan ladino y tan prudente, te ha confiado el asunto de…?

Víctor se detuvo vacilante.

Eleuterio pronunció con gran naturalidad:

—¿El asunto de la vieja de Neira?

Víctor murmuró con la voz ronca y temblorosa:

—Sí.

—Pues muy sencillo. Porque ya no tiene nada que temer. ¿No ves que la condena anterior es presidio perpetuo? Y en el caso de la vieja de Neira, caso que hubiera de aplicarse la última pena, sería para ti y no para él.

—¡Si él ha sido quien la mató!

—Ya lo sé… Pero diría que fuiste tú. Y como tú eras el amigo de la casa, y como tú te has llevado el dinero…

Víctor bajó la cabeza anonadado.

—¡Yo aparecería siempre como el principal autor!…

—Naturalmente. ¡Por eso el otro no tiene reparo en contarlo!…

—¡Y te amenaza!…

—¿Cómo? ¿Me amenaza?…

—Sí, chico…

—¿A ti te ha dicho algo?

—A mí me ha dicho que te viera en cuanto llegase.

Víctor murmuró sombríamente:

—¡Y ya lo has hecho!

—Sí; pero más ha sido por servirte a ti, por prevenirte…

—Gracias.

—¿Parece que lo dudas?

—No, no lo dudo. ¡Nada! ¿Y qué te ha dicho Vellido?

—Que vieses de mandarle el dinero. Que no se contenta con la mitad, que lo quiere todo. Ahora tú verás lo que haces.

Víctor murmuró sombríamente:

—Yo no tengo ningún dinero que mandarle.

—Eso es asunto vuestro. Yo cumplo diciéndote lo que él me dijo. Sus palabras fueron estas: «Busca a Víctor. Dile que si antes de tres días no he recibido el dinero de la vieja, le denuncio».

Víctor repitió como si hablase consigo mismo:

—¡Le denuncio!… ¡Y lo hará!… ¡Sí, lo hará!…

Eleuterio le dijo a modo de consejo, poniéndole una mano en el hombro:

—Mira, chico: para ahorrarte disgustos, lo mejor que puedes hacer es enviarle ese dinero.

—¡No lo tengo!…

—¿Cómo no lo tienes?

—¡No!

—Vamos, hombre, no quieras hacerme creer que los sapos vuelan.

Entonces Víctor contó a Eleuterio cómo había confiado aquel dinero a Soledad y cómo esta lo había arrojado a las llamas.

Al terminar preguntó:

—¿Tú dudas de Soledad?

—¡Yo no! Es la única mujer de quien no dudo… Pero Vicente Vellido dudará de ti, y dudará de ella, y dudará de todos… Y lo que es peor, cumplirá su palabra de denunciarte.

Víctor se mordía el bigote con desesperación.

—¿Qué hacer?

Eleuterio exclamó de pronto:

—Tengo una idea. Le diré a Vellido que estás en la enfermería de la cárcel con una fiebre y que no podrás salir hasta dentro de seis o siete días…

Víctor murmuró con desaliento:

—¿Y qué se consigue con eso?

—Ganar tiempo. Hoy es 15; el 20 sale vapor para Buenos Aires; tienes tiempo de arreglar todo y de marcharte.

Víctor tuvo una sospecha.

Creyó que aquel era un lazo que se le tendía y contestó:

—¿Pero cómo pago el billete?

—Vas como emigrante, sin que te cueste nada.

—¿Puede irse de esa manera?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Hace algún tiempo yo pensé en hacer ese mismo viaje y estuve en el consulado a enterarme.

Víctor aparentó convencerse.

Su propósito era ocultar que poseía dinero.

Los cinco mil francos del Conde de Porta-Dei le parecían un depósito sagrado.

Con ellos era preciso labrar el porvenir de su hija.

Eleuterio, que no sospechaba nada, continuó explicándole las diligencias y requisitos que era preciso cumplir para embarcar como emigrante.

Cuando hubo concluido exclamó:

—Ya comprenderás que todo esto algo vale y algo cuesta.

—Ya te he dicho que estoy más pobre…

—No se trata de dinero.

—Habla entonces. ¿De qué se trata?

—De Soledad.

—¿De Soledad?

—Sí. ¿Te extraña?

—Y es natural.

—¡Tú continúas en relaciones con ella!

—No.

—Con franqueza, ¿te ha dejado ella?

—Sí… Soledad no es mujer para mantener relaciones con un ladrón.

—Sin embargo, ella parecía quererte.

—¡Mucho!

—¿Y habías llegado lejos?

—Sí.

—¿En toda regla?

—En toda regla.

—¿Tú tendrás cartas que la comprometan?

—Las he quemado.

Eleuterio murmuró cínicamente:

—Lo siento, porque era la única manera de arreglar el otro asunto.

—Explícate.

—Yo tengo mis miras respecto a Soledad. Es una mujer que me tiene loco. Esas cartas me hubieran servido de mucho; pero ya que las has quemado, no hablemos más… Eleuterio hizo ademán de alejarse.

Víctor le detuvo.

—¿Tú no crees que yo haya quemado esas cartas?

—No.

—¡Y sin embargo es la verdad!

Eleuterio dijo brutalmente:

—También es verdad que has robado a la vieja de Neira y que Vicente Vellido está allá en el penal de Zaragoza dispuesto a cantar la historia esa…

De nuevo Eleuterio hizo ademán de alejarse y de nuevo Víctor le detuvo.

—Oye, Eleuterio, ¿tú quieres una prueba que ponga a Soledad en tus manos?…

—Sí.

Víctor murmuró con un doloroso esfuerzo:

—Yo tengo esa prueba. No son sus cartas… Como antes te dije, las he quemado… Es un retrato… Yo pensaba devolvérselo… Mi mala suerte no me lo permite… Ese retrato tiene una dedicatoria.

Eleuterio le interrumpió:

—¿Y esa dedicatoria es bastante?…

—¡Es todo!…

—¿Y ese retrato cuándo me lo das?

—Ahora mismo. Mañana quizás me arrepentiría…

Y Víctor, al mismo tiempo que hablaba así, sacaba el retrato del bolsillo.

Antes de dárselo a Eleuterio le besó con respeto, murmurando:

—Al entregar este retrato cometo la acción más vil de mi vida.

Y se lo dio a Eleuterio con una mirada llena de odio, acompañada de estas palabras:

—¡Toma, canalla!

Y volviéndole la espalda, se alejó casi corriendo.

Cuando Víctor volvió a casa de Luisa, encontrose a esta muy alarmada por su ausencia.

La niña salió a la puerta, recibiéndole con gritos llenos de alborozo.

Víctor la tomó en brazos y entró con ella en la casa.

Luisa vio sobre su frente una nube de tristeza, pero no se atrevió a interrogarle.

Víctor se sentó con la niña en brazos.

Una lágrima corría por su mejilla.

Después de un instante llamó a Luisa.

Luisa, que estaba en la cocina, acudió presurosa.

Con su habitual dulzura interrogó:

—¿Me llamabas?

—Sí, Luisa. Haz el favor de sentarte.

La pobre mujer obedeció.

Muy pálida, y con la voz un poco trémula, interrogó:

—¡Dios mío! ¿Qué pasa?

Víctor le tomó una mano con cariño:

—¡Nada!… No te asustes.

—¿Quién era ese hombre?

Víctor contestó evasivamente:

—Un antiguo amigo.

—Me había parecido un mal hombre.

Víctor repuso sombríamente:

—No te has equivocado, Luisa.

Y añadió animándose:

—Los consejos de ese y de otros como ese son los que me han llevado a la cárcel.

Luisa le miró intensamente.

Víctor al hablar así era sincero.

Después de una pausa, Víctor exclamó con el tono de un hombre que adopta una resolución:

—Una sola pregunta, Luisa. ¿Estás dispuesta a acompañarme con la niña a cualquier parte que vaya?

Luisa respondió con gran vehemencia:

—¡Adonde sea!

—¿Aun cuando tengas que salir de España?

—¡Aunque sea al fin del mundo!

Víctor repuso conmovido:

—¡Gracias, Luisa!

Y besó a la niña, que se había dormido sobre sus rodillas.

—¡Hija de mi alma, ya nunca te separarás de mí!

La niña sonrió en sueños.

Sus padres guardaban silencio.

Después de un momento, Víctor interrogó en voz baja, con miedo de despertar a la niña:

—¿De manera, Luisa, que no hay nada que te detenga aquí?

—¡Nada!

¿Y si yo te dijese que hoy mismo nos pusiésemos en camino?

—Obedecería muy gustosa.

Víctor concluyó levantándose.

—Es todo cuanto quería saber, Luisa…

Dio algunos paseos por la habitación y añadió luego: Puesto que no tienes inconveniente, hoy mismo nos pondremos en camino.

—¿Hoy?

—Sí.

Luisa no protestó.

Antes bien parecía que la resolución de Víctor la llenaba de júbilo.

Pero pasado algún tiempo tuvo una objeción que revelaba su corazón maternal:

—Este viaje, así tan precipitado, ¿no le hará daño a la niña, delicada como está todavía?

Víctor se apresuró a disipar los temores de Luisa, exclamando:

—¡Haremos el viaje con toda suerte de precauciones!…

Víctor se puso su sombrero y se dirigió a la puerta.

Luisa le detuvo con un gesto:

¿Pero a dónde vas? ¿No cenas?

No… Apenas queda tiempo…

Un reloj cercano dio las ocho.

Víctor las contó en voz alta.

Después, dirigiéndose a Luisa, exclamó:

—¡Ya ves! Son las ocho. El último tren sale a las ocho y treinta y cinco para Cádiz… Hoy estamos a 15, el 18 sale vapor para el Brasil.

Luisa interrogó:

—¿Pero a dónde vas ahora?

Víctor repuso ya desde la puerta:

—Voy en busca de un coche. Dentro de unos minutos estaré aquí de vuelta.

Salió apresuradamente.

No tardó en volver con un coche.

Luisa esperaba con la niña envuelta en un pañolón de abrigo.

La niña no se había despertado.

Víctor la tomó en sus brazos de los de Luisa e hizo montar a la madre en el coche la primera.

Después le entregó a la hija.

Luisa la estrechó contra su pecho sollozando.

Víctor montó en el coche, y cerrando la portezuela de golpe, gritó al cochero:

—A la estación del Mediodía… A escape, que te ganarás buena propina.

El cochero fustigó al caballo, que partió al trote largo.

Víctor miró instintivamente por la ventanilla; pero al cabo de un momento retiró con rapidez la cabeza y trató de ocultarse en el interior del coche.

¿Qué había visto? Eleuterio estaba en pie a un lado del camino.

Víctor no dudó que le había espiado.

Eleuterio observó el movimiento de Víctor para ocultarse, y al pasar el coche por su lado le gritó burlonamente:

—¡Buen viaje!

Víctor sentía una inquietud extraña.

Le parecía que aquel coche, en vez de conducirle a una estación para tomar el tren, le conducía nuevamente a la cárcel.

Luisa observaba la inquietud de Víctor, pero no se atrevía a interrogarle.

Al pasar por una calle llena de gente y de comercios iluminados le tocó suavemente en el hombro.

Víctor volvió hacia ella su rostro pálido, sonriendo tristemente:

—¿Qué quieres?

Luisa murmuró un poco cohibida:

—¿Quieres que pare un momento el coche?

—¿Para qué?

—Para comprar una manta de viaje… ¡Tengo miedo que la niña se me constipe!

Víctor, olvidado de sus temores, hizo detener el coche.

Se bajó apresuradamente y entró en un comercio, donde compró tres mantas de viaje.

Un momento después el coche volvía a rodar por las calles, llenas de barro.

Cuando llegaron a la estación del Mediodía aún faltaban siete minutos para la salida del tren.

Víctor tomó los billetes.

En aquel momento creía que iban a detenerle para conducirle de nuevo a la cárcel.

En el anchuroso andén reinaba esa animación característica que anuncia la próxima salida de los trenes.

El ir y venir de viajeros, mozos y empleados; el áspero chirrido de las carretillas que conducen los equipajes; la monótona canturía de los vendedores de guías y periódicos; el murmullo de cien conversaciones; los golpes de las portezuelas, y dominando los múltiples rumores el sordo y profundo del hervir del agua en las entrañas de la locomotora. Todo ello forma un conjunto armónico de movimiento y ruido reveladores de una verdadera exuberancia de vida.

Víctor no tenía tiempo que perder.

Los viajeros, en su mayor parte, ocupaban sus coches.

Algunos esperaban la señal de la partida al pie de las portezuelas.

Y los rezagados corrían de un lado a otro buscando asiento.

—¡Señores viajeros, al tren! —gritaban los empleados.

En este momento los ojos de Víctor se fijaron en una pareja de la Guardia civil que acababa de entrar en un coche de tercera.

Y al ver a los guardias se estremeció.

Detuvo su paso y quedó inmóvil.

Solo entonces se formuló en su cerebro una idea clara del peligro a que se exponía con aquel impremeditado viaje.

Recordó el tono zumbón con que Eleuterio le saludara al verle pasar en el coche.

En aquel saludo iba envuelta una terrible amenaza.

Era posible que Eleuterio formulara la denuncia contra él sin esperar a que Vicente Vellido lo hiciera desde Zaragoza.

Sabiendo que pensaba emigrar, seguramente no le daría tiempo.

Por otra parte, no era posible que en dos días pudiera arreglar en Cádiz todos los requisitos que a los emigrantes se exigen.

Él no tenía ningún documento.

Nunca se había cuidado del padrón ni de la quinta.

Y estaba sujeto a esta responsabilidad.

No había entrado en sorteo.

Realmente era un prófugo.

Iba, pues, a encontrar serios inconvenientes para el embarque.

Y si perdía el vapor que estaba próximo a salir, tendría que esperar al siguiente, con tiempo sobrado para que la policía le buscara.

Además, la salida de los vapores debía estar muy vigilada, precisamente para evitar la fuga de los prófugos y de los criminales.

Y Víctor pensó con horror que él estaba comprendido dentro de las dos categorías.

En suma, que si Eleuterio le hacía traición sería detenido al llegar a Cádiz.

Y de todos modos, antes de que pudiera embarcar, si el presidiario cumplía su amenaza, se vería perdido.

Aquella fuga precipitada era una torpeza.

En Madrid estaba más seguro, sobre todo creyendo Eleuterio que había partido.

Entonces se felicitó de aquel encuentro que tanto sobrecogió su ánimo, cuando su antiguo camarada le gritó:

—¡Buen viaje!

Envuelto su espíritu en estas dudas, Víctor permanecía inmóvil, sin decidirse a nada.

Luisa le contemplaba con pena, aunque no podía adivinar aquella espantosa lucha de ideas que producía vértigos en el cerebro de Víctor.

Por fin se atrevió a decir tímidamente:

—¿Vamos?

—No, espera —contestó Víctor con voz temblorosa.

En aquel momento dio la señal el jefe de estación.

La locomotora dejó escapar un silbido estridente.

Cerráronse las últimas portezuelas con ruidosos golpes, y con paso majestuoso se puso el tren en movimiento.

Y Víctor quedó allí, de pie en el andén, inmóvil, casi rígido.

Luisa seguía contemplándole, cada vez más apenada.

Su instinto de mujer amante le decía que Víctor sufría mucho.

Por fin este, que había inclinado la cabeza sobre el pecho, pareció reaccionar.

Irguiose con cierta altivez, como hombre dispuesto a sostener la lucha, y dijo:

—Volvamos a Madrid.

—Como quieras —contestó Luisa, que no discutía nunca la voluntad de su amante.

Salieron del andén, y en la explanada de la estación tuvieron la fortuna de encontrar un coche.

Víctor hizo entrar a Luisa y la niña, y antes de subir él dio al cochero las señas de la casa.

—Por esta noche —dijo a Luisa— estamos allí seguros, puesto que Eleuterio me cree camino de Cádiz. Mañana nos mudaremos a otro barrio.

Luisa, aunque nada comprendía, asintió a todo.

Durante el trayecto, Víctor volvió a encerrarse en sus meditaciones.

Entonces calculó que era más fácil salvar la frontera de Francia que embarcar en un puerto de España como emigrante.

De este modo, mientras la policía le buscaba en Cádiz, él podría llegar a París sin el menor peligro.

Allí buscaría a Carlos; con su protección encontraría manera de vivir, y en último caso, saldría para América: pero ya sin los riesgos que ofrecía el embarque en un puerto de España.

Estas nuevas soluciones llevaron alguna calma a su espíritu.

El coche se detuvo.

Habían llegado.

Víctor pagó y despidió al cochero, y antes de entrar en la casa dirigió una mirada investigadora en torno suyo.

No había nadie.

Esto le tranquilizó.

Luisa colocó a la niña en la cuna.

Víctor se acercó, y después de contemplar largo rato a su hija con infinita ternura, depositó un beso en su frente, murmurando:

—Este ángel me salvará.

Luisa, que contemplaba la escena, que veía la incertidumbre de Víctor y adivinaba sus terrores, no se atrevía a pedir una explicación.

Y menos pudo entender las últimas frases de Víctor al recogerse, que fueron estas:

—Después de todo, bueno es saber dónde está Vicente Vellido.

XVII. Desasosiegos

Terrible fue aquella noche para Víctor.

Ni pudo conciliar el sueño ni lo intentó siquiera.

La inquietud de su espíritu tenía que reflejarse en una tensión nerviosa extraordinaria.

Y en la excitación de su cerebro, se sucedían en él las ideas en rápido torbellino, confundiéndose unas con otras; pero presentándose con lucidez los peligros del presente, los recuerdos del pasado y las incertidumbres del porvenir.

La aspiración a la felicidad es innata en el hombre; la persigue siempre, como objeto y como ideal de la vida.

Víctor la había perseguido también, buscando primero el bienestar material, después la satisfacción de sus pasiones, que vino a encarnar en Paca la Gallarda.

Esto fue el principio de su perdición.

Se lanzó a la senda del crimen.

Y había rodado hasta el abismo.

Y en el abismo del crimen no puede encontrarse la felicidad. Después, como todos los desgraciados y como todos los criminales, creyó posible su regeneración.

Libre de responsabilidad por el crimen de asesinato y robo, cumplida su condena por el desfalco, podría emprender nuevos derroteros, dar nuevos rumbos a su vida, rehabilitarse en sociedad.

Para emprender este camino tenía dinero: aquellos cinco mil francos que le envió su compañero de la niñez.

Además, no estaba solo.

Había encontrado en su camino una mujer que con su abnegación consiguiera despertar en su alma sentimientos íntimos de gratitud que se transformaban en un amor plácido y verdadero.

No era el sacudimiento pasional, la ceguedad de los sentidos, como el que le inspiró un día Paca la Gallarda, ni el mero capricho o pasatiempo como el que le llevó al lado de Soledad para hacerla su víctima. Era algo más dulce y más tranquilo, pero más profundo.

Aquella mujer, aquella pobre Luisa, a la que un día encontró en la calle, pobre harapo social, barrido de un lado a otro, como la hoja caída del árbol y arrastrada por el viento; flor marchita y deshojada antes de que abriera su capullo; la pobre Luisa, al cabo de los años, había venido a buscarle, y cuando todos le abandonaban, ella le tendía su mano generosa, perdonándolo todo para recordar únicamente aquel sentimiento de atracción que los uniera un día.

Tres mujeres habían ejercido influencia en la vida de Víctor: Paca, Soledad y Luisa.

Por Paca la Gallarda, hija de un asesino, y que le había lanzado al crimen, sentía una repulsión parecida al odio.

De Soledad, que había sido su víctima, se sentía olvidado.

Luisa, solo Luisa le amaba.

Y de aquella mujer tenía una hija.

Y aquella niña despertaba en él sentimientos desconocidos, de una ternura infinita.

Al pensar en ella se estremecía todo su ser.

¿Habría venido al mundo aquella criatura para ser víctima de las faltas de su padre?

Era preciso impedirlo.

Era preciso hacer su felicidad.

Por eso Víctor perseguía ahora la felicidad, con anhelo inmenso, casi con rabia.

La perseguía para su hija.

Por un momento creyó fácil realizarla.

Huir lejos, muy lejos, con aquella mujer y con aquella niña. El problema, contando con recursos, era sencillísimo.

Y de repente, sin darle tiempo para su solución, le salían al paso las consecuencias de su crimen.

Su cómplice se interponía en su camino.

Y la amenaza era terrible.

¿La cumpliría?

El terror de Víctor estaba justificado.

Aunque Vicente Vellido fuera, cuando cometió el crimen, un fugado del presidio, un reincidente, y preso entonces no hubiera escapado del patíbulo, ahora, denunciado el crimen por él, se aminoraría la pena. Y no podían imponerle más de la que ya sufría. Nada arriesgaba; nada tenía que perder.

Y aún había otro peligro. Eleuterio conocía el secreto.

Víctor quedaba a merced de aquellos dos hombres.

La única manera de conjurar los peligros del momento era despistarlos.

Después, con más tiempo y más calma, prepararía la fuga.

Todas estas ideas, recuerdos y propósitos se amontonaban, se atropellaban en su imaginación.

Y al cabo de muchas horas de esta tortura moral, cuando ya los primeros albores del día, penetrando por las rendijas de la ventana, disipaban las tinieblas, sintió Víctor la reacción de aplanamiento que era forzoso siguiera a tan prolongada tensión nerviosa.

Entonces vino a caer en una especie de sopor que, sin hacerle perder la conciencia, anulaba su voluntad.

En esta situación lo encontró Luisa al abandonar el lecho.

No se atrevió a molestarle, y se dedicó a preparar el desayuno y a vestir a su hija.

Víctor, en medio de su postración profunda, oía, como se oye una música lejana, el ir y venir de aquella pobre mujer y los balbuceos de la niña.

Entonces sintió impulsos de llorar.

Moralmente, Víctor estaba regenerado.

Sentía horror de sí mismo.

Con un poderoso esfuerzo de voluntad, consiguió incorporarse.

Luisita corrió hacia él, tendiéndole los brazos y balbuceando:

—Papá, papá.

Víctor sintió algo así como el sacudimiento de una descarga eléctrica.

Tomó a su hija en brazos, la apretó contra su corazón y besó con frenesí aquel rostro de ángel, aquella cabecita rubia, cubierta de sedosos y enmarañados bucles.

Luisa se acercó también, y también Víctor besó sus manos, diciendo:

—Todo, todo por vosotras.

Y como si se hubieran despertado en su alma nuevas energías, se lanzó fuera del lecho.

Su aspecto era el de un hombre decidido a no dejarse abatir, resuelto a sostener la lucha y a triunfar.

Luisa sirvió el desayuno.

—Óyeme bien —dijo Víctor.

—Soy toda oídos —contestó Luisa sonriendo, como para dar ánimos a su amante.

—Vas a salir inmediatamente con la niña: buscas una casa lejos, muy lejos de aquí, allá por los barrios bajos. Haces esto por la mañana: por la tarde trasladas los muebles, y a las nueve de la noche vas a buscarme a la Plaza del Progreso a la taberna de los Andaluces.

—Allí caeré a las nueve, y todo estará arreglado.

—En ti confío. ¿Qué dinero necesitas?

—No lo sé.

—Toma veinte duros.

Con esto, Víctor se puso en pie, besó de nuevo a la madre y a la hija, y salió.

Su primer cuidado fue hacerse afeitar en una barbería, haciendo desaparecer su bigote.

En seguida se dirigió a Madrid.

Calculando que si volvía a encontrarse con Eleuterio podría convenirle estar prevenido, compró en una casa de préstamos un buen revólver, que guardó en el bolsillo de su cazadora.

Después, como si se complaciera en buscar los peligros, o como si quisiera adquirir la convicción de que no corría ninguno, se dirigió a la Plaza de las Salesas y entró en la casa llamada de Canónigos.

Allí están establecidos los juzgados de instrucción.

Allí están los jueces, los escribanos, los alguaciles, los perseguidores de los criminales.

Víctor pasó media hora recorriendo las galerías.

Nadie se fijó en él.

Recordaba aquellos tiempos de su primera juventud, cuando sin casa, sin hogar, sin recursos, a merced del acaso, veía también transcurrir las horas sin otra ocupación que recorrer calles y plazas, sufriendo el hambre, el frío, las inclemencias todas de la Naturaleza y las torturas de su propio organismo.

Entonces fue cuando conoció a Luisa, pobre niña, arrojada también a la vía pública por obra de la brutalidad.

Con esto reconstituyó todo su pasado, toda la historia de sus amores casuales con aquella mujer.

Y se horrorizó de que su hija pudiera correr aquellas vicisitudes, pudiera caer en el fango, en la ciénaga social donde se agitan los desgraciados y los criminales sin esperanzas de redención.

—No —se dijo—. He sido ladrón, he sido cómplice de un asesinato, pero no seré parricida… Y abandonar a un hijo es criminal, más repugnante que darle muerte.

Su espíritu había reaccionado.

Sentíase con fuerzas.

Y estaba seguro de triunfar.

Él borraría su pasado y prepararía un nuevo porvenir.

Poco antes de las nueve se dirigió a la Plaza del Progreso y entró en una tienda llamada de los Andaluces, modesto colmado, que viene a ser algo más que una taberna y algo menos que un restaurante.

A la derecha hay una habitación cuadrada, con reja a la calle.

Algunas mesas de pino pintado y las necesarias banquetas componen el ajuar.

Al entrar Víctor no había más parroquianos que cinco o seis cigarreras, que comían chicharrones, bromeaban, cantaban y palmoteaban con el clásico buen humor de las hijas del pueblo de Madrid.

Luisa no había llegado aún.

Pero no se hizo esperar muchos minutos.

Entró poco después, llevando a la niña de la mano.

Ni la madre ni la hija conocieron a Víctor, tan desfigurado estaba sin el bigote.

Víctor las llamó, sonriendo satisfecho.

Podía estar seguro de no ser conocido si la casualidad le hacía tropezar con alguna de sus antiguas relaciones.

—Pareces otro —dijo Luisa.

—Eso es lo que deseo. ¿Habéis cenado?

—No.

—Cenaremos aquí.

—Como quieras.

—¿Qué has hecho?

—Lo que me dijiste. Todo está arreglado.

—¿Dónde vivimos?

—Muy cerca. En la calle de Juanelo.

Tranquilamente cenaban, hablando en voz muy baja, y teniendo Víctor a su hija sobre sus rodillas, cuando resonó en la tienda una voz de mujer que decía con acento imperioso:

—Chico, una botella de manzanilla y unas ruedas de salchichón.

Víctor, al oír aquella voz, se estremeció violentamente y miró con terror hacia la puerta.

Tres mujeres entraron con risas y alboroto.

Una de ellas era Paca la Gallarda, fresca aún y como siempre arrogante.

Dirigió una mirada a los concurrentes, hizo un gesto desdeñoso y fue a tomar asiento con sus amigas en una mesa inmediata a la que ocupaban las cigarreras.

Víctor no sabía cómo interpretar el gesto de Paca.

¿Era que le había reconocido y quería manifestarle su desdén?

¿Era, por el contrario, que no había encontrado allí la gente que tal vez esperaba?

De todos modos, la presencia de aquella mujer desasosegaba a Víctor.

Esta impresión no pasó desapercibida para Luisa.

—¿La conoces? —preguntó a Víctor.

—Sí, por desgracia.

—Yo también.

—¡Tú!

—Es muy conocida en Madrid.

—¿Por qué?

—Por sus escándalos.

—Es verdad.

—¿Has tenido algo que ver con ella?

—Luisa, no quieras saber historias del pasado.

—Contesta; no he de tener celos.

—Te diré solo que esa mujer ha ejercido en mi vida una influencia perniciosa. Conviene que no me vea, que no me conozca.

—Vámonos.

—Yo saldré primero. Tú te quedas a observar.

—Muy bien.

Y Víctor, sin terminar su cena, se levantó y salió, tal vez con más apresuramiento del que convenía.

Paca se fijó en él y le siguió con la mirada.

Después dijo con descaro, dirigiéndose a Luisa:

—Oiga usted, señora, ¿es su hombre de usted?

—Es mi marido —contestó la joven con altivez—. ¿Por qué es la pregunta?

—Por nada, creí conocerle; pero no tema usted, hija, que no se lo vamos a robar.

—Muchas gracias.

Paca se encogió de hombros, y palmoteando con fuerza, llamó al chico, que aún no les había servido.

Luisa continuó en su puesto algunos minutos; se puso en pie lentamente, y cogiendo a la niña, salió.

Desde la tienda oyó reír a Paca.

Luisa se reunió en la plaza con Víctor, que la esperaba impaciente, y le dio cuenta de lo ocurrido.

A Víctor le disgustó aquel encuentro.

Quedaba en la duda de si le había o no conocido Paca la Gallarda.

Le tranquilizaba que no hubiera intentado acercarse a él, ni detenerle ni seguirle.

Pero si aquella mujer, como era probable, veía a Eleuterio, le diría que Víctor estaba en Madrid.

Y a este le convenía que aquel le creyera muy lejos.

Víctor delante, y Luisa detrás guardándole las espaldas, se dirigieron a su nueva vivienda.

Allí Víctor se juzgó seguro por el momento.

Y aunque le preocupaba su encuentro con Paca la Gallarda, acabó por convencerse de que no tendría ulteriores consecuencias, y rendido por el insomnio de la noche anterior, acabó por conciliar un sueño relativamente tranquilo.

XVIII.

Sigamos los pasos de Eleuterio para reanudar el drama que pendiente quedó en los comienzos de esta historia, y que había de complicar la situación de todos los personajes.

Digamos, ante todo, que ni por un momento pensara Eleuterio en delatar a Víctor.

Nada ganaba con ello.

Creía que Víctor estaba exhausto de recursos.

De otro modo hubiera procurado explotarle.

Cuando le vio pasar en el coche, camino de la estación, le gritó con sorna:

—¡Buen viaje!

Y después murmuró:

—Allá se entiendan él y Vicente Vellido. Ni entro ni salgo. Yo he conseguido lo que deseaba.

Y al decir esto acariciaba con su mano en el bolsillo el retrato de Soledad.

Continuó su camino, entró en Madrid y pasó aquella noche en una posada.

Al día siguiente fue su primer cuidado comprar en la Plaza Mayor un traje más decoroso que el que llevaba. Eleuterio estaba en fondos.

Ya transformado, y resuelto a buscar a Soledad, cuyo recuerdo constituía para él una especie de obsesión, se dirigió a casa de Doroteo.

Pero este hacía mucho tiempo que se trasladara de domicilio, y no daban razón de él.

Los vecinos de Madrid son muy dados a cambiar de casas.

Son los menos los que viven algunos años en un mismo sitio.

Pero Eleuterio no se desanimó.

Tenía trazado su plan.

Conviene recordar que Vicente Vellido era el primer esposo de Gabina, la portera de la casa de Madrid Moderno. El segundo marido era Doroteo, el tío de Soledad.

Eleuterio conocía esta historia.

Sabía que Doroteo visitaba con frecuencia a su primera mujer.

Esta le daría noticias.

Dirigiose, pues, a Madrid Moderno, habló con Gabina y supo que Doroteo habitaba en el barrio del Pacífico, a corta distancia del Cuartel de los Docks.

Por la calle de Atocha bajaba Eleuterio al caer la tarde, pensando en la manera de encontrarse a solas con Soledad, cuando un encuentro no esperado vino a torcer su camino, y tal vez a retrasar sus proyectos.

Fue el caso que una voz de mujer exclamó con alegría:

—¡Si es Eleuterio!

Y al mismo tiempo sintió este que una mano se posaba sobre su hombro.

Tenía delante a una mujer de unos veinticinco años, bastante agraciada, aunque de maneras sobrado desenvueltas, que a las claras revelaban una vida y unas costumbres harto libres.

—¡Encarna! —exclamó Eleuterio.

Eran antiguos conocidos.

—¿De dónde sales? —preguntó la mujer—. ¡Tanto tiempo sin verte!

—He viajado.

—¿Por Ceuta y por Melilla?

—No, hija; no he pasado de Zaragoza.

—Más vale así. ¿Vienes en fondos?

—¿Por qué lo preguntas?

—Para que convides y hablemos.

—Andando.

—Pues, mira, aquí está el café de Zaragoza. Figúrate que no has salido de allí.

Y, en efecto, estaban a dos pasos del café que lleva el nombre de la invicta ciudad, y en él entraron.

—¿Hasta dónde te corres? —preguntó Encarna.

—Hasta donde quieras. Vamos a cenar.

—No eres tú nadie cuando quieres ser rumboso.

Por largo rato la conversación fue indiferente, hasta que Encarna preguntó:

—Y ahora, ¿cómo vives? ¿Qué piensas hacer?

—No lo he pensado aún. Estoy en una posada; tengo dinero para algún tiempo, y después buscaré trabajo.

—¿En qué oficio?

—En el que salga.

—Con tal que no vuelvas a Zaragoza.

—No quisiera.

—¿Sabes lo que te digo?

—Di.

—Que necesitas casa y mujer, que vas siendo mayor de edad y no has de vivir hecho un golfo.

—¿Y dónde está todo eso?

—Casa, la mía… Y mujer…

—Gracias, Encarna. Acepto.

Cerraron trato.

A los dos les convenía.

A Encarna, porque Eleuterio estaba en fondos, y a este, por no vivir aislado.

—Vaya —dijo—, no puedo quejarme. Entré en Madrid con buen pie.

En otros tiempos, Encarna y Eleuterio se habían amado, si puede darse este nombre a la unión de dos seres que junta un día la casualidad y otro día los separa.

—¿A dónde te dirigías cuando te encontré? —preguntó Encarna.

—Al barrio del Pacífico, en busca de Doroteo.

—¿Le buscabas a él o a Soledad?

—Quería reanudar amistades.

—Pues la de Soledad no la reanudas.

—Nunca he tenido relaciones con ella.

—No por falta de deseos.

—Si yo hubiera querido…

—No quieras más.

—¿Te opones tú?

—Puede ser; pero, en fin, no es por eso.

—¿Por qué entonces?

—Porque Soledad se ha casado.

—¡Imposible! ¿Quién iba a recoger lo que otro desperdicia?

—Ahí verás; hay hombres para todo.

—¿Y quién ha sido ese mandria?

—Ramón.

—¿El albañil?

—El mismo.

—Pero, ¿sabe la historia de Soledad y Víctor?

—Digo yo que no debe saber nada.

—¡Tanto mejor! —exclamó Eleuterio.

Encarna no pudo comprender el doble sentido de estas frases, y prosiguió:

—Cuando Víctor estaba en la cárcel y todas creíamos que Soledad iría a verle, porque para las ocasiones son los amigos, y las amigas, ella, como si tal cosa, y si te he visto no me acuerdo. Mira tú, para que a ti, sabiéndolo yo, te hubiera faltado nunca una cajetilla.

—Es que tú eres tú.

—Y que lo digas. En fin, que de la noche a la mañana, Ramón, que es muy amigo de Doroteo, empieza a entrar, y que en un dos por tres arreglan los papeles y se casan por la iglesia y por lo civil.

Haciendo comentarios sobre este tema pasaron algún tiempo, hasta que salieron del café, dirigiéndose a la calle del Fúcar, donde Encarna tenía su domicilio.

Las intenciones de Eleuterio no podían ser más traidoras.

Lejos de sentir el casamiento de Soledad, se regocijaba de él.

Ella, libre, hubiera podido resistir.

Ante el temor de que su marido llegara a conocer el secreto, tendría que ceder.

Eleuterio tenía en sus manos un arma terrible para amenazarla y vencerla.

Sin embargo, decidió esperar algún tiempo.

Encarna, que se había interpuesto en su camino, podía crearle complicaciones y desbaratarle su plan.

Algunos días transcurrieron.

Aquella improvisada pareja se llevaba en la mejor armonía.

Eleuterio pasaba la mitad de la vida en la taberna jugando al mus.

Vida deliciosa para él.

Una noche le dijo Encarna:

—Vamos al Café del Gallo, donde aún encontrarás antiguos amigos.

Y así lo hicieron.

Allí estaban Paca la Gallarda y Pepe el Extremeño, que, acostumbrados una a otro, cien veces se habían separado y otras tantas se habían vuelto a reunir, y gastaban y triunfaban con otros conocidos de Eleuterio, que fue recibido en la reunión, después de una larga ausencia, con grandes muestras de regocijo.

—Oye, Pepe —dijo Eleuterio, después de haber apurado algunas copas de cognac—. Necesito hablar con Paca. ¿Lo permites?

—¿Por qué no?

—Pues, oye tú, que hay cosas que no deben decirse en voz alta.

Paca y Eleuterio se retiraron a otra mesa.

—¿Qué significa este misterio? —preguntó la Gallarda.

—Tengo que darte noticias de personas de tu aprecio.

—¿De Víctor tal vez? Juraría haberle visto la otra noche.

—No es posible.

—¿Por qué?

—Porque ha salido para América.

—Habrá sido después, porque era él, no tengo duda. Va afeitado, como si quisiera no ser conocido; pero a mí no se me despinta.

—Pues bien, no son de Víctor las noticias que te traigo.

—¿De quién entonces?

—De tu padre.

Paca palideció ligeramente.

—¿Y tú sabes quién es mi padre? —preguntó con extrañeza.

—Lo he sabido en el presidio de Zaragoza.

—¿Quién te lo ha contado?

—El mismo.

Paca pareció un momento conmovida.

Una nube de tristeza empañó sus ojos.

Pero se repuso, y murmuró:

—Ha hecho mal.

—¿Es que te avergüenza ser su hija?

—Por lo menos no hay motivos para sentirse orgullosa.

—Vicente Vellido vale mucho.

—Bien, no hablemos de eso. ¿Cómo está?

—Mejor que nunca. Solo te diré que es el amo del establecimiento. Todos le temen y le respetan.

—Si tan considerado está allí…

—¿Qué?

—Conviene que no salga.

—No digas eso. La libertad es muy hermosa. Desgraciadamente, tu padre no volverá a disfrutar de ella.

—Te engañas —dijo una voz ronca a espaldas de Eleuterio.

Paca dejó escapar un grito de sorpresa.

Eleuterio se volvió y quedó sorprendido también.

Vicente Vellido estaba allí.


* * *
 

Vivía Soledad en una modesta casita, a poca distancia de la que ocupaba su tío, y era tan dichosa cuanto puede serlo la mujer que tiene que ocultar a su marido un secreto vergonzoso.

Sentíase amada por Ramón con amor vehemente, profundo, casi idolátrico.

Y ella le correspondía con la misma sinceridad.

Había arrancado de su alma hasta las reminiscencias de aquella primera ilusión de su vida que la llevó a caer en brazos de Víctor.

Una mañana, Ramón había salido temprano, como de costumbre, para ir a su trabajo.

Soledad había hecho su compra, y se ocupaba en preparar la comida que había de llevar a Ramón, cuando oyó que llamaban a la puerta.

—Adelante quien sea —dijo, suponiendo que no podía tratarse más que de alguna vecina.

Un hombre entró en la pequeña estancia, amueblada con sencillez, pero con cierto gusto.

Soledad reconoció a Eleuterio, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa y un gesto de desagrado.

—Soledad —dijo Eleuterio—, ¿así recibes a un amigo?

—Como hace tanto tiempo que no nos vemos, es posible que ignores…

—Sé que te has casado. Ramón y yo nos apreciamos, hemos corrido juntos muchas juergas y puedo venir a su casa.

—Ven entonces cuando él esté.

—Pero es el caso que tengo que hablar contigo, y puede no convenirte que él se entere.

—¿Qué puedes decirme que él no pueda oír?

—Todo lo que se refiere a Víctor.

—¡Ah!

Soledad palideció.

—Ahora, elige tú —añadió Eleuterio—. ¿Prefieres que hablemos a solas o en su presencia?

—Siéntate y habla —dijo Soledad.

—Tú sabes, Soledad, que yo era el confidente de Víctor.

—Por desgracia suya.

—Sin embargo, el único asunto que le salió mal fue aquel que no me consultó. Con mi consejo nunca hubiera llegado al crimen.

—¡Ah!… ¿Sabes?…

—Lo sé todo, y como ha quedado pendiente un asunto de importancia que aún puede dar con tu antiguo amante en el patíbulo, y tú puedes verte comprometida, vengo a prevenirte. Ya ves cómo debes agradecérmelo.

—Explícate —dijo Soledad, que estaba pálida como una muerta.

—Víctor te hizo depositaria de la cantidad que él y otro robaron a la señora de Neira después de asesinarla.

—Es cierto.

—Hoy su cómplice le reclama su parte. Si no se la entrega, delatará el crimen. Es preciso que tú devuelvas ese depósito.

—Imposible. Lo arrojé al fuego.

—Eso cree Víctor; pero su cómplice no.

—Esa es la verdad.

—No habrá manera de convencer de esa verdad a Vicente Vellido; este cumplirá su amenaza, y tú, como depositaría, te verás envuelta por complicidad en las responsabilidades del crimen.

—¡Eso es horrible!

—Pues bien, yo vengo a salvarte a ti.

—¿Cómo?

—Si no consigo convencer a Vicente Vellido, por lo menos conseguiré detenerle.

—¡Quién sabe!

—Tengo suficiente influencia sobre él. Y en último caso, le quitaré de en medio.

—¡Un nuevo crimen!

—Mira, los crímenes se enredan unos con otros, lo mismo que las cerezas.

—Nunca, nunca. Yo no puedo consentirlo.

—Si ese hombre no cede, mientras viva, Víctor puede ir al patíbulo y tú a la galera de Alcalá.

—¡Qué horror! ¡Qué horror!

—Pero, en fin, no te apures. Yo intentaré que ceda.

—Eleuterio, si lo consigues…

—¿Qué?

—Puedes contar con mi gratitud para toda la vida.

—¿Con tu gratitud nada más?

—¿Qué más deseas?

—Que me quieras, así, como quisiste a Víctor.

—Eso es imposible, Eleuterio.

—¿Por qué?

—Yo entonces era soltera, disponía de mi persona. Hoy pertenezco a mi marido.

—¿Eres feliz con él?

—Muy feliz.

—Engañándole.

—¡Yo!

—Sí, porque seguramente le ocultas el secreto de tu vida.

—Por su propia tranquilidad.

—Por eso mismo debes ceder a mi súplica. De otro modo se aclarará el misterio si eres denunciada a los tribunales como cómplice de Víctor. Has engañado a Ramón una vez, le engañas otra… Todo por su felicidad.

Fueron dichas estas frases con tanto cinismo, que Soledad, en su indignación, sintió afluir a su rostro una oleada de sangre.

Su palidez fue sustituida por el rojo color de la vergüenza.

—Infamia por infamia —exclamó—; prefiero el desprecio de Ramón y la galera de Alcalá. Hemos concluido, Eleuterio.

Y al decir esto se puso en pie.

—¿Me despides?

—Sí.

—Quiero ser generoso. Tres días te doy de tiempo para pensarlo.

—Es inútil. Veo claro tu juego. Pretendes amenazarme y vencerme con una mentira, y no lo conseguirás.

Eleuterio desplegó una sonrisa de demonio, y dijo sacando de su bolsillo el retrato de Soledad:

—Y este retrato, por ti dedicado a Víctor, ¿es mentira también?

Soledad quedó anonadada.

—Ya ves —continuó Eleuterio— que tengo pruebas sobradas para perderte.

—Eres un infame.

—Ya lo sé; pero no es mía la culpa de que tú seas tan hermosa. Ya lo sabes, tienes tres días.

Eleuterio llegó hasta la puerta, y desde allí, mirando a Soledad, dijo con voz amenazadora:

—Volveré.

Soledad quedó presa de un profundo terror.

Por un momento, cuando vio claras las infames pretensiones de Eleuterio, creyó que toda la historia de la reclamación del depósito era una mentira.

Pero al ver su retrato en manos de aquel hombre tuvo que convencerse de que tenía, en verdad, pruebas acusadoras contra ella.

Transcurrieron los tres días fatales del plazo concedido por Eleuterio a Soledad.

La desdichada joven vivía en perpetua zozobra.

Sin embargo, hubo un momento en que llegó a alimentar una esperanza.

Transcurrió una semana sin que volviera a ver a Eleuterio.

Con esto llegó a creer que el miserable habría desistido de sus pretensiones.

Y era que Eleuterio, firme en su propósito de perseguir a Soledad, aprovechando la amistad que le unía con Ramón y Doroteo, que juntos trabajaban en la construcción de un hermoso edificio en el barrio de Salamanca, consiguió que en aquella obra le proporcionaran trabajo.

Llegó por fin el día en que aquella situación violenta había de tener su desenlace.

Eleuterio salió al encuentro de Soledad, como dijimos al comienzo de esta historia, y sus instancias fueron más vivas, sus amenazas más violentas.

La intervención de Doroteo, a quien la joven participó sus angustias, no dio resultado.

Eleuterio despreció sus amenazas, y por su parte cumplió la suya, haciendo que Ramón desconfiara de Soledad.

Y cuando aquel consiguió escapar de entre sus manos, y Ramón intentó perseguirle, gritando: —Canalla, di que es mentira—, presentose Soledad, diciendo:

—No, no es mentira, Ramón.

Y como si esta confesión terrible hubiera agotado sus fuerzas, cayó desplomada.

Inmóvil, perplejo, anonadado, Ramón no sabía qué determinación tomar, si perseguir al malvado o socorrer a Soledad, que estaba allí en el suelo, sin movimiento, sin voz, pálida como una muerta.

Doroteo se presentó.

—Viene usted a buena hora —dijo Ramón con voz reconcentrada—. Socorra a su sobrina.

—Deber es tuyo más que mío —replicó Doroteo, asiendo por un brazo a Ramón, que intentaba alejarse.

—Esa mujer me ha engañado, no es digna de mí.

—Cuando la hayas oído, podrás juzgarla.

—Déjeme usted, Sr. Doroteo. Si hoy la oyera, la mataría.

—¿Qué piensas hacer?

—Reclamarla nuestro hijo y dejarla en libertad para no volver a verla. Esa será mi resolución. Ahora, déjeme usted, le digo; no quiero oír nada.

Y rechazando bruscamente a Doroteo, se alejó presuroso.

—Esto tenía que llegar —murmuró el viejo.

Y al inclinarse para reconocer a lajoven, esta se incorporó.

—¿Has oído? —preguntó Doroteo.

—Todo, todo —contestó Soledad con amargura—. Perdí las fuerzas, pero no el conocimiento… Tiene razón; procede como lo que es, como un nombre honrado; pero si yo lo consintiera, mi pobre hijo vendría a pagar las culpas de su madre.

—¿Qué piensas hacer?

—Nada. Ir a casa y esperar a Ramón.

—Yo iré contigo.

—De ningún modo. La explicación ha de ser a solas.

—Pero…

—Nada tema usted. Ramón es incapaz de un atropello.

Insistió Doroteo; pero Soledad se mantuvo firme.

No quería testigos.

Y como si hubiera reaccionado de su abatimiento, se dirigió a su casa con paso firme, después de recoger a su hijo, que estaba, según costumbre, en casa de Doroteo.

Una vez en su casa, quitose el mantón, los pendientes, el vestido de lana, todo lo que pudiera representar algún valor, murmurando:

—Todo esto le pertenece a él.

Después se vistió no ya humilde, sino pobremente, con el traje que solía usar para las faenas de la casa, y cogiendo en brazos a su hijo, volvió a salir a la calle.

Brillaba en sus ojos un extraño fuego.

Se adivinaba en sus movimientos nerviosos y en sus actitudes una resolución irrevocable.

En efecto, sin un solo instante de vacilación ni de duda, atravesando plazas y calles, sin fijar su atención en nada, llegó hasta el Viaducto.

Detúvose en su centro, encima de la calle de Segovia.

Miró entonces a su hijo, que dormía en sus brazos, y murmuró:

—Morir juntos y abrazados, esta es mi última felicidad.

Y con ánimo resuelto avanzó hacia la barandilla.

Su gesto entonces y su actitud eran los de una loca.

De pronto, Soledad se sintió asida por un brazo. Volvió la cabeza y se encontró frente a frente de un sacerdote, que le dijo con voz solemne:

—¡Solo Dios puede disponer de nuestra vida!

Una nueva reacción se operó en el espíritu de Soledad y rompió a llorar amargamente.

A este tiempo llegaron presurosos los guardias: pero el sacerdote les convenció de que no debían detener a aquella infeliz.

Don Benigno, que así se llamaba el sacerdote, se alejó con Soledad, haciéndola entrar en la próxima iglesia del Sacramento.

Y allí la oyó no en confesión vulgar, sino en una verdadera expansión del alma.

—Esa confesión —dijo D. Benigno— debes hacérsela a tu esposo. Yo estaré presente.

Dirigiéronse a casa de Soledad.

Allí estaba Ramón.

—Creí que no volverías —dijo con severidad—, y hubieras hecho bien.

—Antes de que esta señora conteste —interrumpió el sacerdote—, ¿me dispensará usted la honra de concederme una breve conferencia?

—No tengo inconveniente —contestó Ramón sorprendido.

Salieron a la calle.

Soledad dejose caer sobre una silla, y besando una y mil veces la frente de su hijo, se dispuso a esperar.

Media hora tardaron en volver.

Ramón parecía profundamente emocionado.

Soledad, al verle, cayó de rodillas, diciendo:

—Mátame o perdóname; pero no me desprecies, no me separes del hijo de mis entrañas.

—¡Pobre mártir! —exclamó Ramón besándola en la frente—; lo que has sufrido te redime. Querías morir por mí y yo quiero que vivas para mí y para nuestro hijo.

Y al decir esto confundió en un solo abrazo al hijo y a la madre.

El grupo era conmovedor.

—¡Que Dios os bendiga! —dijo el padre Benigno.

último. La Cara de Dios

Pocos días después la prensa de Madrid daba cuenta de un grave suceso ocurrido en un lujoso comercio de una calle céntrica.

El sereno oyó ruidos sospechosos a deshora de la noche, al tiempo que por allí pasaba casualmente una pareja de la Guardia civil.

Sereno y guardias entraron por el portal y vieron entornada una puerta que allí había de comunicación con la tienda.

Penetraron en esta resueltamente y sorprendieron a dos ladrones, que, lejos de rendirse, intentaron resistir, abriéndose paso con sus navajas.

Uno de los guardias fue herido ligeramente.

Entonces los guardias hicieron fuego. Uno de los ladrones murió en el acto, y el otro poco después en la casa de socorro.

Este era el suceso de que daban cuenta los periódicos, añadiendo que los muertos se llamaban Eleuterio F. de Incógnito y Vicente Vellido, licenciado aquel de presidio y fugado este.

La sociedad no se preocupó ni poco ni mucho con la pérdida de tales elementos.

Y nuestros lectores comprenderán que alguien había de alegrarse: Víctor y Ramón.


* * *
 

Era el día de Viernes Santo.

El pueblo de Madrid celebraba la romería de la Cara de Dios.

Y allá fueron en las primeras horas de la mañana Víctor, que ya vivía tranquilo, Luisa y la niña.

La animación era extraordinaria.

Las chulas de Madrid, envueltas en sus vistosos pañolones de Manila, con su gracia inimitable daban animación a la fiesta.

En un grupo Víctor vio a Paca la Gallarda, que, sin duda, no creyó conveniente guardar el duelo por la muerte de su padre.

—Aunque solo fuera por esta mujer —pensó Víctor—, quiero salir de España.

Poco después sentose Víctor con Luisa y Luisita en una de esas buñolerías improvisadas al aire libre, cuando en la mesa inmediata vio a Doroteo con su mujer, Ramón, Soledad y el niño.

Soledad se puso pálida.

Ramón frunció el ceño, y dirigiéndose a Víctor, exclamó:

—Por fin te encuentro. Tenemos que hablar.

—Yo lo deseo también —contestó Víctor.

Y retirándose algunos pasos, hablaron largamente.

Todos estaban pendientes de aquella conferencia, de la que no oyeron más que las últimas frases de Ramón, que fueron estas:

—Por mi hijo y por tu hija, te perdono. Ahora vamos a la Cara de Dios.

Reuniéronse todos, y entre la apiñada muchedumbre entraron en la capilla.

Cuando llegaron delante del altar mayor donde se venera la Sagrada religión que, según la tradición popular, es uno de los tres paños de la Verónica en los que quedó impresa la Santa Faz, Víctor, cogiendo una mano de Ramón, dijo solemnemente:

—Ante la Cara de Dios juro haberte dicho la verdad, y renuevo mi promesa de huir de España.

—Y yo te perdono ante la Cara de Dios.


* * *
 

Allá en América, Víctor encontró la redención en el trabajo. Solo el trabajo y la honradez pueden alcanzar la redención del culpable.

Aquí, en Madrid, Ramón y Soledad, después de dar el pasado al olvido, en su virtud y en su amor encontraron la ventura.

Y todos los años el día de Viernes Santo van a la capilla del Príncipe Pío a dar gracias a la Cara de Dios.


Publicado el 9 de enero de 2020 por Edu Robsy.
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