(Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche y la luna naciente brilla entre los cipreses. Don Juan Manuel Montenegro, que vuelve borracho de la feria, cruza por el camino jinete en un potro que se muestra inquieto y no acostumbrado a la silla. El hidalgo, que se tambalea de borrén a borrén, le gobierno sin cordura, y tan pronto le castiga con la espuela como le recoge las riendas. Cuando el caballo se encabrita, luce una gran destreza y reniega como un condenado.)
EL CABALLERO.—¡Maldecido animal...! ¡Tiene todos los demonios en el cuerpo...! ¡Un rayo me parta y me confunda!
UNA VOZ.—¡No maldigas, pecador!
OTRA VOZ.—¡Tu alma es negra como un tizón del infierno, pecador!
OTRA VOZ.—¡Piensa en la hora de la muerte, pecador!
OTRA VOZ.—¡Siete diablos hierven aceite en una gran caldera para achicharrar tu cuerpo mortal, pecador!
EL CABALLERO.—¿Quién me habla? ¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena o sois hijos de...
(Un gran trueno retiembla en el aire, y el potro se encabrita con
amenaza de desarzonar al jinete. Entre los maizales brillan las luces de
la Santa Compaña. El caballero siente erizarse los cabellos de su
frente, y disipados los vapores del mosto. Se oyen gemidos de agonía y
herrumbroso son de cadenas que arrastran en la noche oscura las ánimas
en pena que vienen al mundo para cumplir penitencias. La blanca
procesión pasa como una niebla sobre los maizales.)
UNA VOZ.—¡Sigue con nosotros, pecador!
OTRA VOZ.—¡Toma un cirio encendido, pecador!
OTRA VOZ.—¡Alumbra el camino de la muerte, pecador!
(El caballero siente el escalofrío del otro mundo viendo en su
diestra oscilar la llama de un cirio. La procesión de las ánimas le
rodea, y un aire frío, aliento de sepultura, le arrastra en el
giro de los blancos fantasmas que marchan al son de las cadenas y
salmodian en latín.)
UNA VOZ.—¡Reza con los muertos por los que van a morir!
OTRA VOZ.—¡Sigue con las ánimas hasta que cante el gallo negro!
OTRA VOZ.—¡Eres nuestro hermano y todos somos hijos de Satanás!
OTRA VOZ.—¡El pecado es sangre y hace hermanos a los hombres como la sangre de los padres!
OTRA VOZ.—¡A todos nos dió la leche de sus tetas peludas la Madre Diablesa!
MUCHAS VOCES.—...¡La madre coja, coja y bisoja que rompe los pucheros! ¡La madre morueca que hila en su rueca los cordones de los frailes putañeros, y la cuerda del ajusticiado que nació de un bandullo embrujado! ¡La madre bisoja, bisoja, corneja, que se espioja con los dientes de una vieja! ¡La madre tiñosa, tiñosa raposa, que se mea en la hoguera y guarda el cuerno del carnero en la faltriquera, y del cuerno hizo el alfiletero! ¡Madre bruja, que con la aguja que lleva en el cuerno cose los virgos en el Infierno, y los calzones de los maridos cabrones.!
(El caballero siente que una ráfaga le arrebata de la silla, y
ve desaparecer a su caballo echando lumbre por los ojos, en una carrera
infernal. Mira temblar la luz del cirio sobre su puño cerrado, y
advierte con espanto que sólo oprime un hueso de muerto. Cierra los
ojos, y la tierra le falta bajo el pie y se siente llevado por los
aires; cuando de nuevo se atreve a mirar, las procesión de los blancos
fantasmas se detiene a la orilla de un río, donde las brujas departen
sentadas en rueda. Por otra orilla va un entierro. Canta un gallo.)
LAS BRUJAS.—¡Cantó el gallo blanco, pico al canto!
(Los fantasmas han desaparecido en una niebla. Las brujas
comienzan a levantar un puente y parecen murciélagos revoloteando sobre
el río, ancho como un mar. En la orilla opuesta está detenido el
entierro. Canta otro gallo.)
LAS BRUJAS.—¡Canta el gallo pinto, ande el pico!
(Los arcos del puente empiezan a surgir en la noche. Las
aguas negras y siniestras espuman bajo ellos con el hervor de las
calderas del Infierno. Ya sólo falta colocar una piedra, y las brujas se
apresuran porque se acerca el día inmóvil en la orilla opuesta, el
entierro espera el puente para pasar. Canta otro gallo.)
LAS BRUJAS.—¡Canto el gallo negro, pico quedo!
(Las brujas dejan caer en el fondo de la corriente la piedra que todas en un remolino llevaban por el aire, y huyen
convertidas en murciélagos. El entierro se vuelve hacia la aldea y
desaparece en una niebla. El caballero, como si despertase de un sueño,
se halla tendido en medio le la vereda. La luna ha trasmontado los
cipreses del cementerio y los nimba de oro. El caballo pace la hierba
olorosa y lozana que crece en el rocío de la tapia. El caballero vuelve a
montar y emprende el camino de su casa, de la cual halla francas las
puertas. Congregadas en la cocina están cuatro viejas de la aldea y
muerta y amortajada en su lecho la moza con quien vivía en pecado
mortal.)