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Allí, en el comedor del hotel, he visto por vez primera, una singular mujer, especie de Salambó, a quien sus criados indios, casi estoy por decir, sus siervos, llamaban dulcemente la Niña Chole. Almorzaba en una mesa próxima a la mía, con un inglés joven y buen mozo, al cual tuve por su marido. El contraste que ofrecía aquella pareja era por demás extraño: él atlético, de ojos azules y rubio ceño, de mejillas bermejas y frente blanquísima; ella una belleza bronceada, exótica, con esa gracia extraña y ondulante de las razas nómadas; una figura hierática y serpentina, cuya contemplación evocaba el recuerdo de aquellas princesas hijas del Sol, que en los poemas indios resplandecen con el doble encanto sacerdotal y voluptuoso. Vestía, como todas las criollas yucatecas, albo huipil, recamado con sedas de colores —vestidura indígena semejante a una tunicela antigua— y zagalejo andaluz, que en aquellas tierras, ayer españolas, llaman todavía con el castizo y jacaresco nombre de fustán. El negro cabello caíale suelto, el huipil jugaba sobre el clásico seno. Por desgracia, desde donde yo estaba, solamente podía verla el rostro aquellas raras veces que lo tornaba a mí: y la Niña Chole, tenía esas bellas actitudes de ídolo; esa quietud estática y sagrada de la raza maya; raza tan antigua, tan noble, tan misteriosa, que parece haber emigrado del fondo de la India. Pero a cambio del rostro, desquitábame en lo que no alcanzaba a velar el rebocillo, admirando, como se merecía, la tornátil morbidez de los hombros, y el contorno del cuello. ¡Válgame Dios! Parecíame que de aquel cuerpo, bruñido por el ardiente sol de Yucatán se exhalaban lánguidos efluvios, y que yo los aspiraba, los bebía, que me embriagaba con ellos…
22 págs. / 39 minutos.
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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