Martes de Carnaval

Esperpentos

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro, Esperpento



ESPERPENTO DE LAS GALAS DEL DIFUNTO

DRAMATIS PERSONAE

LA BRUJA DE LOS MANDADOS EN LA CASA LLANA
UNA DAIFA Y JUANITO VENTOLERA, PISTOLO REPATRIADO
UN GALOPIN MANCEBO DE BOTICA
EL BOTICARIO DON SÓCRATES GALINDO Y DOÑA TERITA LA BOTICARIA
TRES SOLDADOS DE RAYADILLO: PEDRO MASIDE, FRANCO RICOTE Y EL BIZCO MALUENDA
UN SACRISTAN Y UN RAPISTA
LA MADRE CELESTINA Y LAS NIÑAS DEL PECADO

ESCENA PRIMERA

(LA CASA DEL PECADO, EN UN ENREDO DE CALLEJONES, CERCA DEL MUELLE VIEJO PRIMA NOCHE. LUCES DE LA MARINA. CANTOS REMOTOS EN UN CAFETIN. Guiños de las estrellas. Pisadas de zuecos. Brilla la luna en las losas mojadas de la acera: Tapadillo de la Carmelitana: Sala baja con papel floreado: Dos puertas azules, entornadas sobre dos alcobas: En el fondo, las camas tendidas con majas colchas portuguesas: En el reflejo del quinqué, la daifa pelinegra, con un lazo detonante en el moño, cierra el sobre de una carta: Luce en la mejilla el rizo de un lunar. A la bruja que se recose el zancajo en el fondo mal alumbrado de una escalerilla, hizo seña mostrando la carta. La coima muerde la hebra, y se prende la aguja en el pecho)

LA BRUJA.— ¡Vamos a ese fin del mundo! ¡Si siquiera de tantas idas se sacase algún provecho!...

LA DAIFA.— La carta va puesta como para conmover una peña.

LA BRUJA.— ¡Ay, qué viejo renegado! ¡Cuándo se lo llevará Satanás!...

LA DAIFA.— Es muy contraria mi suerte.

LA BRUJA.— ¡Sí que lo es! ¡El padre acaudalado y la hija arrastrada!

LA DAIFA.— ¡Y tener que desearle la muerte para mejorar de conducta!

LA BRUJA.— ¡Si te vieras con capitales, era el ponerte de ama y dorarte de monedas, que el negocio lo puede! ¡Y no ser ingrata con una vida que te dió refugio en tu desgracia!

LA DAIFA.— ¡No habrá una peste negra que se lo lleve!

LA BRUJA.— Tú llámale por la muerte, que mucho puede el deseo, y más si lo acompañas encendiéndole una vela a Patillas.

LA DAIFA.— ¡Renegado pensamiento! ¡Dejémosle vivir, que al fin es mi padre!

LA BRUJA.— Para ti ha sido un verdugo.

LA DAIFA.— ¡Se le puso una venda de sangre considerando la deshonra de sus canas!

LA BRUJA.— Pudo cubrirla, si tanto no le representase aflojar la mosca, pero la avaricia se lo come. ¿Espero respuesta de la carta?

LA DAIFA.— Si te la da la tomas. Tienes que correr para no hallar la puerta cerrada.

LA BRUJA.— Volaré.

(LA BRUJA encaperuzó el manto sobre las sienes y voló convertida en corneja. La daifa de la bata celeste y el lazo escarlata sale a la puerta haciendo la jarra, y permanece en el umbral mirando a la calle. Por la otra acera, un sorche repatriado, al que dicen Juanito Ventolera)

LA DAIFA.— ¡Chis!... ¡Chis!...

JUANITO VENTOLERA.— ¿Es para mí ese reclamo, paloma?

LA DAIFA.— ¿No te gusto?

JUANITO VENTOLERA.— ¡Un pasmo! ¿No me ve usted, niña, con las patas colgando?

LA DAIFA.— Pues atorníllate, pelmazo.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Quiere usted sacarme para fuera la llave de tuercas?

LA DAIFA.— Ese timo es habanero.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Conoce usted aquel país?

LA DAIFA.— No lo conozco, pero tiene usted todo el hablar de los repatriados. ¡La propia pinta! ¿No lo es usted?

JUANITO VENTOLERA.— No más hace que tres horas. A las seis tocamos puerto.

LA DAIFA.— ¿En qué Regimiento estaba usted?

JUANITO VENTOLERA.— Segunda Compañía de Lucena.

LA DAIFA.— ¡Segunda de Lucena! ¿Y usted, por un casual, habrá conocido a un punto practicante que llamaban Aureliano Iglesias.

JUANITO VENTOLERA.— Buen punto estaba ése.

LA DAIFA.— ¿Le ha conocido usted, por un acaso? ¿No es una trola? ¿Le ha conocido?

JUANITO VENTOLERA.— Bastante. Simpatizamos.

LA DAIFA.— Era mi novio. Estábamos para casar.

JUANITO VENTOLERA.— Pues aquí tiene usted su consuelo.

LA DAIFA.— ¿De verdad has conocido tú a Aureliano Iglesias?

JUANITO VENTOLERA.— Y tanta verdad.

LA DAIFA.— ¿Sabes cómo murió?

JUANITO VENTOLERA.— Como un valiente.

LA DAIFA.— ¡A los redaños que tenía, algunos mambises habrá tumbado!

JUANITO VENTOLERA.— Muchos no habrán sido... Siempre se tira de lejos.

LA DAIFA.— Pero alguno doblaría.

JUANITO VENTOLERA.— Pudiera...

LA DAIFA.— ¿Tú no crees?...

JUANITO VENTOLERA.— Allí solamente se busca el gasto de municiones. Es una cochina vergüenza aquella guerra. El soldado, si supiese su obligación y no fuese un paria, debería tirar sobre sus jefes.

LA DAIFA.— Todos volvéis con la misma polka, pero ello es que os llevan y os traen como a borregos. Y si fueseis solos a pasar las penalidades, os estaría muy bien puesto. Pero las consecuencias alcanzan a los más inocentes, y un hijo que hoy estaría criándose a mi lado, lo tengo en la Maternidad. Esta vida en que me ves, se la debo a esa maldita guerra que no sabéis acabar.

JUANITO VENTOLERA.— Porque no se quiere. La guerra es un negocio de los galones. El soldado sólo sabe morir.

LA DAIFA.— ¡Como el mío! ¿Oye, tú, le envolverían en la bandera?

JUANITO VENTOLERA.— No era para tanto. ¡La bandera! Pues no dice nada la gachí. La bandera es la oreja. ¡Esos honores se quedan para los jefes!

LA DAIFA.— ¿Y por eso tenéis todos tan mala voluntad a los galones?

JUANITO VENTOLERA.— De esas camamas, al soldado poco se le da. ¡No robaran ellos como roban en el rancho y en el haber!...

LA DAIFA.— Pues a tumbar galones. Pero todos lo dicen y ninguno lo hace.

JUANITO VENTOLERA.— Alguno hay que lo hizo.

LA DAIFA.— ¿Tú, por ventura?

JUANITO VENTOLERA.— Otro de mi cara.

LA DAIFA.— Mírame en este ojo. Tú te has aguantado las bofetadas igual que todos. ¿De verdad has conocido a Aureliano Iglesias?

JUANITO VENTOLERA.— ¡De verdad!

LA DAIFA.— ¿Y le has visto caer propiamente?

JUANITO VENTOLERA.— Propiamente.

LA DAIFA.— ¿En el campo?

JUANITO VENTOLERA.— A mi lado, en la misma trinchera.

LA DAIFA.— ¿Con redaños?

JUANITO VENTOLERA.— Cuando no queda otro remedio, todo quisque saca los redaños.

LA DAIFA.— Se fué dejándome embarazada de cinco meses. Pasado un poco más tiempo no pude tenerlo oculto, y al descubrirse, mi padre me echó al camino. Por donde también a mí me alcanza la guerra. ¿Tú de qué parte del mundo eres?

JUANITO VENTOLERA.— De esta tierra.

LA DAIFA.— No lo pareces.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Pues de dónde me das?

LA DAIFA.— Cuatro leguas arriba de los Infiernos. O mucho me engaño, o tú eres otro Ravachol.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Pues qué me ves?

LA DAIFA.— La punta del rabo.

JUANITO VENTOLERA.— Siento no agradarte, paloma. Lo siento de veras.

LA DAIFA.— ¿Quién te ha dicho que no me agradas? Tanto que me agradas, y si quieres convidar, puedes hacerlo.

JUANITO VENTOLERA.— Estoy sin plata.

LA DAIFA.— Algo tendrás.

JUANITO VENTOLERA.— El corazón para quererte, niña.

LA DAIFA.— ¿Ni siquiera tienes un duro romanonista?

JUANITO VENTOLERA.— Ni eso.

LA DAIFA.— ¿Ni una beata para convidar?

JUANITO VENTOLERA.— Pelado al cero, niña.

LA DAIFA.— ¡Más que pelado! ¡Calvorota!

JUANITO VENTOLERA.— Es el premio que hallamos al final de la campaña. ¡Y aun nos piden ser héroes!

LA DAIFA.— ¡Cabritos sois!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Y tan cabritos!

(LA MADRE del prostíbulo aparece por la escalerilla, llenándola con el ruedo de sus faldas: Trae en la mano una palmatoria que le entrecruza la cara de reflejos. Detrás, en revuelo, bajan dos palomas. La dueña es obesa, grandota, con muchos peines y rizos: Un erisipel le repela las cejas)

LA MADRE.— ¿Vas a pasarte la noche con ese pelma? Métete dentro.

LA DAIFA.— Ya has oído. ¡Que ahueques!

JUANITO VENTOLERA.— ¿Así me da usted boleta, morena? ¡Usted no quiere ver en mí al testamentario de Aureliano Iglesias!

LA DAIFA.— ¡Camelista! ¡Si al menos tuvieses para pagar la cama!

JUANITO VENTOLERA.— Nada tengo.

LA DAIFA.— Pues la cama es una beata. Dirás que no la tienes, con las cruces que llevas en el pecho. ¡Alguna será pensionada!

JUANITO VENTOLERA.— Te hago donación de todo el tinglado.

LA DAIFA.— Gracias.

JUANITO VENTOLERA.— Son las que me cuelgan.

LA MADRE.— Ernestina, basta de pelma.

LA DAIFA.— Es un amigo de mi Aureliano.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Hacemos changa, negra?

LA DAIFA.— ¿Y si te tomase la palabra?

JUANITO VENTOLERA.— Por tomada. Me das la dormida y te cuelgas este calvario.

LA DAIFA.— ¡Pss!... No me convence.

JUANITO VENTOLERA.— Te adornas la espetera.

LA DAIFA.— ¡Guasista!

JUANITO VENTOLERA.— Salte un paso que te lo cuelgo.

LA DAIFA.— El ama está alerta. ¿Qué medalla es ésta?

JUANITO VENTOLERA.— Sufrimientos por la Patria.

LA DAIFA.— ¡Hay que ver!... ¿Y ésta?

JUANITO VENTOLERA.— Del Mérito.

LA DAIFA.— ¡Has sido un héroe!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Un cabrón!

LA DAIFA.— ¡Me estás cayendo la mar simpático! ¿Y esta cruz?

JUANITO VENTOLERA.— De Doña Virtudes. El lilailo que te haga tilín, te lo cuelgas. Como si te apetece todo el tinglado. ¡Mi palabra es de Alfonso!

LA DAIFA.— Espera que nos conozcamos más.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Y cuándo va a ser ese conocimiento?

LA DAIFA.— Pásate por aquí la tarde del lunes, que me toca libre. Antes no vengas. Y aun mejor apaño será que me dejes la tarde libre. Ven por la noche, sobre esta hora... Si acaso te acuerdas.

JUANITO VENTOLERA.— Me has puesto cadena.

LA MADRE.— ¡Ernestina!

LA DAIFA.— El ama está echando café. Vete no más. Toma un recuerdo.

(LA DAIFA se saca una horquilla del moño y se la ofrece con guiño chunguero. Entrase, y desde el fondo de la sala se vuelve. El soldado todavía está en la acera. Alto, flaco, macilento, los ojos de fiebre, la manta terciada, el gorro en la oreja, la trasquila en la sien. El tinglado de cruces y medallas daba sus brillos buhoneros)

ESCENA SEGUNDA

(FARMACIA DEL LICENCIADO SOCRATES GALINDO. La bruja del tapadillo, con la carta de la daifa, posa el vuelo en el relumbre de la pupila mágica, que proyecta sobre la acera el ojo del boticario. Por una punta del rebozo, las uñas negras, los dedos rayados del iris, oprimen la carta de la manflota. La mandadera mete la cabeza curuja por el vano de la puerta, pegada a un canto. Maja en el mortero un virote de mandilón y alpargatas)

LA BRUJA.— Traigo una carta de aquella afligida para el viejo. Llámale.

EL GALOPÍN.— Ha salido.

LA BRUJA.— ¡Raro se me hace! De ser un aparente, mal harías negándomelo. Mira, hijo, para que te crea, pésame en un santimén dos onzas de cornezuelo.

EL GALOPÍN.— El cornezuelo no se despacha sin receta.

LA BRUJA.— ¡Adónde vas tú con ese miramiento! ¡Que no despacharéis pocas drogas sin receta! Anda, negro, y te guardas las perronas.

EL GALOPÍN.— ¡Y me busco un compromiso, si cuadra!

LA BRUJA.— ¿Tampoco tomarás a tu cargo entregarle la carta al viejo?

EL GALOPÍN.— Tampoco.

LA BRUJA.— ¡Hijo, eres propiamente una ortiga! La ley de los pobres es ayudarse.

EL GALOPÍN.— ¿Quiere usted encargarse del almirez y majar un rato?

LA BRUJA.— ¡Cuernos!

EL GALOPÍN.— ¡Los suyos!

LA BRUJA.— ¡Malhablado! ¿Adónde salió el patrón?

EL GALOPÍN.— A entrevistarse con el alcalde.

LA BRUJA.— ¿Anda en justicias?

EL GALOPÍN.— Le han puesto una brasa en el traste.

LA BRUJA.— Explica esa picardía.

EL GALOPÍN.— Le echaron un alojado, y anda en los pasos para que le rediman la carga.

LA BRUJA.— ¡Tío cicatero! ¿A qué hora cerráis?

EL GALOPÍN.— A las nueve.

LA BRUJA.— ¿Vendrá antes?

EL GALOPÍN.— Pudiera ser.

LA BRUJA.— ¿Por qué no te encargas tú de darle la carta? Me alargo a otro mandado, y vuelvo por la respuesta. Así la tiene meditada.

(LA trotaconventos entra a dejar la carta sobre el mostrador, y escapa arrebujándose: En la puerta, con arrecido de bruja zorrera, cruza por delante del boticario, que se queda suspenso, enarbolado el bastón sobre la encorujada, sin llegar a bajarlo)

EL BOTICARIO.— ¡Recoge esa carta! ¡No quiero recibirla! ¡Me mancharía las manos! ¡A la relajada que aquí te encamina, dile, de una vez para siempre, que no logrará conmover mi corazón! ¡Llévate ese papel, y remonta el vuelo, si no quieres que te queme las pezuñas! ¡Llévate ese papel, y no aparezcas más!

LA BRUJA.— ¡Esa carta suplica una respuesta!

(EL BOTICARIO recoge la carta, que con rara sugestión acusa su cuadrilátero encima del mostrador, y la tira al arroyo)

LA BRUJA.— ¡Iscariote!

EL BOTICARIO.— ¡Emplumada!

LA BRUJA.— ¡Perro avariento, es una hija necesitada la que te implora! ¡Tu hija! ¡Corazón perverso, no desoigas la voz de la sangre!

EL BOTICARIO.— Vienes mal guiada, serpiente. ¿De qué hija me hablas? Una tuve y se ha muerto. Los muertos no escriben cartas. ¡Retira ese papel de la calle, vieja maldita!

LA BRUJA.— ¡Guau! ¡Guau! Ahí se queda para tu sonrojo. Que lo recoja y lo lea el primero que pase.

(SE ALEJABA la voz. Se desvanecía la coruja por una esquina, con negro revuelo. Y por donde la bruja se ha ocultado aparece el sorche repatriado. Entra en el claro de luna, la manta terciada, el gorro ladeado, una tagarnina atravesada en los dientes: Recoge la carta: Saluda cuadrándose en la puerta: En los ojos las candelillas de dos copas)

JUANITO VENTOLERA.— ¿Qué arreglo tenemos, patrón? ¡Como una puñalada ha sido presentarle la boleta! ¿Soy o no soy su alojado, patrón? ¿Qué ha sacado usted del alcalde?

EL BOTICARIO.— Dormirás en la cuadra. No tengo mejor acomodo. Mi obligación es procurarte piso y fuego. De ahí no paso. Comes de tu cuenta. Dame esa carta. Me pertenece.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Tiene usted la estafeta en el arroyo?

EL BOTICARIO.— La tengo en el forro de los calzones. Dame esa carta.

JUANITO VENTOLERA.— Téngala usted.

(EL BOTICARIO, con rosma de gato maníaco, se esconde la carta en el bolsillo: Musita rehuso a leerla: Entrase en la rebotica. La cortineja suspensa de un clavo deja ver la figura soturna y huraña que tiene una abstracción gesticulante. Cantan dos grillos en el fondo de sus botas nuevas. Lentamente se desnuda del traje dominguero: Se reviste gorro, bata, pantuflas: Reaparece bajo la cortinilla con los ojos parados de través, y toda la cara sobre el mismo lado, torcida con una mueca. La coruja, con esquinado revuelo, ha vuelto a posarse en el iris mágico que abre sus círculos en la acera. El estafermo, gorro y pantuflas, con una espantada, se despega de la cortinilla. El desconcierto de la gambeta y el visaje que le sacude la cara, revierten la vida a una sensación de espejo convexo. La palabra se intuye por el gesto, el golpe de los pies por los ángulos de la zapateta. Es un instante donde todas las cosas se proyectan colmadas de mudez. Se explican plenamente con una angustiosa evidencia visual. La coruja, pegándose al quicio, mete los ojos deslumbrados por la puerta. El boticario se dobla como un fantoche)

LA BRUJA.— ¡Alma de Satanás!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Buena trupita!

EL GALOPÍN.— Es una alferecía que le da por veces.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Cayó fulminado!

EL GALOPÍN.— ¡Impone mirarle!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Animo, patrón!

LA BRUJA.— ¡Friegas de ortigas por bajo del rabo!

(SE ANGULIZA como un murciélago, clavado en los picos del manto: Desaparece en la noche de estrellas. Un gato fugitivo, los ojos en lumbre y el lomo en hopo sale en cohete por el canto de la cortinilla, rampa al mostrador, cruza de un salto por encima del fantoche aplastado: Huye con una sardina bajo los bigotes. Viene detrás la vieja, que grita con la escoba enarbolada)

LA BOTICARIA.— ¡Centellón, que se lleva la cena! ¡Ni el propio enemigo! ¡San Dios, qué retablo! ¡Otra alferecía!

EL GALOPÍN.— ¡Cayó fulminado!

JUANITO VENTOLERA.— Le pasó un aire.

LA BOTICARIA.— Hoy se cumple el año. ¡Sócrates, por qué me dejas viuda en este valle de lágrimas!

ESCENA TERCERA

(TRES PISTOLOS FAMELICOS, CON OJOS DE FIEBRE, MERODEAN POR LAS ERAS. Pedro Maside camina con dos palomos ocultos en el pecho. El Bizco Maluenda esconde los pepinos y tomates para un gazpacho. Franco Ricote, anda escotero. Llegan a las tapias del camposanto. Grillos nocturnos. Cruces y cipreses. Pisa las tumbas un bulto de hombre, que por tiempos se rasca la nalga, y saca una luz en la punta de los dedos para leer los epitafios. Vaga en un misterio de grillos y luceros)

PEDRO MASIDE.— ¡Tenemos a la vista un desertor del Purgatorio! Será conveniente echarle el alto.

EL BIZCO MALUENDA.— Parece que el difunto busca el alojamiento y no da con la puerta.

FRANCO RICOTE.— ¡Alto, amigo! ¡Toda la Compañía está roncando, amigo! ¡Se te ha pasado el toque de retreta, a lo que veo!

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Sales de la cantina? ¡Buena hembra es la Iñasi!

FRANCO RICOTE.— A lo que parece te gustan las gachís. ¿Por qué no respondes? ¿Te ha comido alguna niña la lengua? No más te hagas el muerto, pues yo te conozco, y sin que hables, he descubierto quién eres. Te diré más: El hallarte aquí es por haber venido acompañando al entierro de tu patrón. Sirves en la Segunda Compañía de Lucena.

EL BIZCO MALUENDA.— Escota y vente a cenar. Hay dos palomas y un gazpacho.

(EL BULTO remoto entre cruces y cipreses , se alumbra rascándose la nalga. La voz se hace desconocida en los ecos tumbales)

JUANITO VENTOLERA.— Parece que representáis El Juan Tenorio. Pero allí los muertos van a cenar de gorra.

FRANCO RICOTE.— Convidado quedas. No hemos de ser menos rumbosos que en el teatro.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Dónde es la cita?

FRANCO RICOTE.— ¡Bien conocido! A la vuelta del Mercado Viejo. Donde dicen Casa de la Sotera.

JUANITO VENTOLERA.— No faltaré.

FRANCO RICOTE.— ¿Aún te quedas?

JUANITO VENTOLERA.— El patrón me ha guiñado el ojo al despedirse, y estoy en que algo tiene que contarme. Le había caído simpático, y pudiera en su última voluntad acordarme alguna manda.

FRANCO RICOTE.— ¡Pues habrá que celebrarlo!

EL BIZCO MALUENDA.— ¿El difunto tiene aviso de que lo buscas?

JUANITO VENTOLERA.— Voy a pasárselo. Justamente aquí está enterrado. Patrón, vamos a vernos las caras. Vengo por la manda que usted me ha dejado.

FRANCO RICOTE.— ¡Las burlas con los muertos por veces salen caras!

PEDRO MASIDE.— ¡No apruebo lo que haces!

EL BIZCO MALUENDA.— Si un difunto se levanta, la valentía de nada vale. ¿Qué haces en riña con un difunto? ¿Volver a matarlo? Ya está muerto. Si ahora se levantase el boticario, por muchos viajes que le tirásemos puestos los cuatro en rueda, le veríamos siempre derecho.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Eso supuesto que se levantase!

FRANCO RICOTE.— Vamos, amigo, deja esa burla y vente a cenar.

JUANITO VENTOLERA.— Luego que recoja la manda.

PEDRO MASIDE.— ¡Ya pasa de desvarío!

EL BIZCO MALUENDA.— Ese atolondramiento no lo tuvo ni el propio Juan Tenorio.

PEDRO MASIDE.— Ya estás viendo que el muerto no sale de la sepultura. ¡Déjalo en paz!

JUANITO VENTOLERA.— Le pesa la losa y hay que ayudarle. ¿Por qué no os llegáis para echar una mano? ¡Vamos a ello, amigos!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡De locura pasa!

PEDRO MASIDE.— ¡Mucho has pimplado!

FRANCO RICOTE.— No se levanten a una todos los difuntos y nos puedan!

JUANITO VENTOLERA.— Para recoger la manda del patrón, me es preciso dejarle en cueros.

PEDRO MASIDE.— ¡Mira lo que intentas!

JUANITO VENTOLERA.— A eso he venido. ¿Quiere alguno ayudarme?

PEDRO MASIDE.— ¡Te digo ahora lo que antes te dije! ¡No hay burlas con los muertos!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Ni el caso es de burlas!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Ahí es nada!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Nada!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Gachó!

FRANCO RICOTE.— Cuando a tanto te pones, conjeturo que con prendas de mucho valor enterraron al difunto.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Un terno de primera! ¡Poco paquete que voy a ponerme! Flux completo, como dicen los habaneros.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Qué va! No será sólo eso.

JUANITO VENTOLERA.— Sólo eso. Esta noche tengo que sacar de ganchete a una furcia, y no quiero deslucir a su lado.

FRANCO RICOTE.— Camélala para que apoquine y te pague un terno de gala.

JUANITO VENTOLERA.— Todo se andará, con la ceguera que me muestra.

PEDRO MASIDE.— ¡La ocurrencia de vestirte la ropa del difunto te la sopló el Diablo!

JUANITO VENTOLERA.— ¿Tan mala os parece?

PEDRO MASIDE.— Tiene dos caras esa moneda.

EL BIZCO MALUENDA.— La ocurrencia no es para despreciada. Ahora que se requiere un corazón muy intrépido.

JUANITO VENTOLERA.— Yo lo tengo.

FRANCO RICOTE.— Si te falta, se te viene encima todo el batallón de los muertos.

JUANITO VENTOLERA.— No me faltará.

FRANCO RICOTE.— Me alegraré.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Ninguno quiere darme su ayuda?

EL BIZCO MALUENDA.— Me parece que ninguno.

PEDRO MASIDE.— Yo, por mi parte, no. Para pelear con hombres, cuenta conmigo, pero no para despojar muertos.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Pues qué otra cosa se hacía en campaña?

PEDRO MASIDE.— No es lo mismo.

FRANCO RICOTE.— Claramente que no. En un camposanto la sepultura es tierra sagrada.

JUANITO VENTOLERA.— ¡No se me había ocurrido este escrúpulo!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Que salgas avante!

FRANCO RICOTE.— Tienes plato en la cena.

ESCENA CUARTA

(CASA DE LA SOTERA: HUERTO CON EMPARRADOS. Luna y luceros, bajo los palios de la vid, conciertan penumbras moradas y verdosas. A la vera alba del pozo, fragante entre arriates de albahaca, está puesta una mesa con manteles. La camarada de los tres pistolos mata la espera con el vino chispón de aquel pago, y decora el triple gesto palurdo con perfiles flamencos)

PEDRO MASIDE.— Ese punto, no más parece. Filo de las doce tenemos. ¿Qué se hace?

EL BIZCO MALUENDA.— Pedir la cena.

FRANCO RICOTE.— Esperémosle un rato por si llega. Estaría divertido que el difunto se lo hubiese llevado de las orejas al Infierno.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Vaya un barbián!

FRANCO RICOTE.— ¿Tú de qué le conoces, Maside?

PEDRO MASIDE.— Somos de pueblos vecinos.

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Gallego es ese sujeto? No lo aparenta.

PEDRO MASIDE.— ¿Y por qué no? Galicia da hombres tan buenos como la mejor tierra.

EL BIZCO MALUENDA.— Para cargar fardos.

PEDRO MASIDE.— No sabes ni la media. Y con ese hablar descubres que tan siquiera estás al tanto de lo que ponen los papeles. ¿Tú has visto retratado el Ministerio? Este amigo que calla, lo ha visto y dirá si no vienen allí puestos cuatro gallegos.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Ladrones de la política!

PEDRO MASIDE.— ¡Tampoco te contradigo! Pero muy agudos y de mucho provecho.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Para sus casas!

PEDRO MASIDE.— Para ministros del Rey.

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Vas con eso a significar que sois los primeros?

PEDRO MASIDE.— ¡Tampoco somos los últimos!

FRANCO RICOTE.— La tierra más pelada puede dar hombres de mérito, amigos.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Gachó! ¡Tú has dicho la mejor sentencia!

FRANCO RICOTE.— Pues me beberé el chato del pelmazo que nos tiene enredados en la espera.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Y que se retarda!

PEDRO MASIDE.— ¡Si los difuntos se levantaron en batallón, ha de verse negro para salir del camposanto!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Ese toque de llamada se queda para el día del Juicio Final!

PEDRO MASIDE.— ¡Como le hagan la rueda, no se verá libre hasta la del alba! Cuantos han pasado por ello, tienen dicho haber peleado toda la noche, y que los muertos caían y se levantaban.

FRANCO RICOTE.— Ello está claro. A los muertos no se les mata.

EL BIZCO MALUENDA.— No creo una palabra de tales peteneras.

PEDRO MASIDE.— ¡La creencia no se enseña!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Que se pronuncien los difuntos me parece una pura camama! ¡Para tus luces, este mundo y el otro bailan en pareja!

PEDRO MASIDE.— Hay correspondencia.

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Y batallones sublevados?

PEDRO MASIDE.— Estoy pelado al cero.

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Y Capitanes Generales descontentos?

PEDRO MASIDE.— Vamos a dejarlo.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Panoli! ¡En el otro mundo no se reconocen los grados!

PEDRO MASIDE.— Poco se me da de tu pitorreo.

(APARECE Juanillo Ventolera, transfigurado con las galas del difunto. Camisa planchada, terno negro, botas nuevas con canto de grillos. Ninguna cobertura en la cabeza: Bajo la luna, tiene un halo verdoso)

JUANITO VENTOLERA.— ¡Salud, amigos! Hay que dispensar el retardo.

EL BIZCO MALUENDA.— A tiempo llegas.

PEDRO MASIDE.— Ya estábamos con algún recelo.

FRANCO RICOTE.— Te habíamos sospechado de orejas en el Infierno.

EL BIZCO MALUENDA.— Y alguno, con el batallón de muertos a la rueda rueda de pan y canela.

JUANITO VENTOLERA.— Ese ha sido mi paisano Pedro Maside.

PEDRO MASIDE.— Justamente. Tú habrás librado sin contratiempo , pero ello no desmiente lo que otros cuentan.

JUANITO VENTOLERA.— ¿No me oléis a chamusco? He visitado las calderas del rancho que atiza Pedro Botero.

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Y lo has probado?

JUANITO VENTOLERA.— Y me ha sabido a maná. En el cuartel lo quisiéramos.

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Bébete un chato, y cuenta por derecho! ¿El vestido que traes es la propia mortaja del fiambre?

JUANITO VENTOLERA.— ¡La propia!

FRANCO RICOTE.— ¿Lo has dejado en cueros?

JUANITO VENTOLERA.— Le propuse la changa con mi rayadillo, y no se mostró contrario.

EL BIZCO MALUENDA.— Visto lo cual, habéis changado.

JUANITO VENTOLERA.— Veo que lo entiendes.

EL BIZCO MALUENDA.— El terno es fino.

JUANITO VENTOLERA.— De primera.

EL BIZCO MALUENDA.— Y te va a la medida. Sólo te falta un bombín para ser un pollo petenera. El patrón se lo habrá olvidado en la percha, y debes reclamárselo a la viuda.

JUANITO VENTOLERA.— Me das una idea...

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Tendrías redaños?

JUANITO VENTOLERA.— Aventúrate unas copas.

PEDRO MASIDE.— ¡Sobrepasaba el escarnio!

FRANCO RICOTE.— ¡Ni el tan mentado Juan Tenorio! ¡Y tú, gachó, no hables en verso!

EL BIZCO MALUENDA.— Te aventuro los cuatro cafeses.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Van! ¿Y vosotros no queréis jugaros la copa?

FRANCO RICOTE.— ¿Tú te la juegas?

JUANITO VENTOLERA.— ¡Dicho está!

EL BIZCO MALUENDA.— ¡Gachó! ¡Te hago la apuesta aun cuando me toque ser paduano! Vamos a ver hasta dónde llega tu rejo.

JUANITO VENTOLERA.— La visita a la viuda no pasa de ser un cumplimiento.

EL BIZCO MALUENDA.— ¿Qué plazo le pones?

JUANITO VENTOLERA.— Esta noche, después de la cena. ¿Tú no apuestas nada, paisano Maside? ¿Temes perder?

PEDRO MASIDE.— Tengo conciencia, y no quiero animarte por el camino que llevas.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Tan malo te parece, paisano?

PEDRO MASIDE.— De perdición completa.

JUANITO VENTOLERA.— Dando la cara no hay bueno ni malo.

PEDRO MASIDE.— Para vivir seguro, fuera de ley, se requieren muchos parneses. Das la cara, y te sepultan en presidio.

FRANCO RICOTE.— O te tullen para toda la vida con un solfeo.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Hay que ser soberbio y dar la cara contra el mundo entero! A mí me cae simpático el Diablo.

PEDRO MASIDE.— Con dar la cara no acallas la conciencia.

JUANITO VENTOLERA.— Yo respondo de todas mis acciones, y con esto sólo, ninguno me iguala. El hombre que no se pone fuera de la ley, es un cabra.

EL BIZCO MALUENDA.— Con otros chatos lo discutiremos.

ESCENA QUINTA

(LA BOTICA, CON DOS SOMBRAS EN LA ACERA, SOBRE LAS LUCES MAGICAS DEL OJO NIGROMANTE. Dentro, la viuda enlutada, con parches en las sienes, hace ganchillo tras el mostrador. Maja el galopín en el gran mortero. El Sacristán y el Rapista, aparejados, saludan en la puerta)

EL RAPISTA.— Está usted muy solitaria, Doña Terita. Las amigas debieran hacer más por acompañarla en estas tristes circunstancias.

LA BOTICARIA.— Y no me falta su consuelo. Ahora se fueron las de enfrente.

EL SACRISTÁN.— Visto como usted se había quedado tan sola, hemos entrado.

LA BOTICARIA.— Pasen ustedes. ¡Niño, deja esa matraca, que me quiebras la cabeza!

EL RAPISTA.— Doña Terita, usted siempre a la labor de ganchillo, sobreponiéndose a su acerba pena.

LA BOTICARIA.— Crea usted que me distrae. Niño, echa los cierres.

EL SACRISTÁN.— Da usted ejemplo a muchas vecinas.

LA BOTICARIA.— No faltará quien me moteje.

EL SACRISTÁN.— ¡Qué reputación no muerde la envidia, mi señora Doña Terita!

EL RAPISTA.— ¡Y en esta vecindad!

EL SACRISTÁN.— Por donde usted vaya verá los mismos ejemplos, Doña Terita. Toda la España es una demagogia. Esta disolución viene de la Prensa

EL RAPISTA.— Ahora le han puesto mordaza.

EL SACRISTÁN.— Cuando el mal no tiene cura.

EL RAPISTA.— ¡Y tampoco es unánime en el escalpelo toda la Prensa! La hay mala y la hay buena. Vean ustedes publicaciones como Blanco y Negro. Doña Terita, si usted desea distraerse algún rato, disponga usted de la colección completa. Es la vanagloria que tiene un servidor y el ornato de su establecimiento.

LA BOTICARIA.— Creo que trae muy buenas cosas esa publicación.

EL RAPISTA.— ¡De todo! Retratos de las celebridades más célebres. La Familia Real, Machaquito, La Imperio. ¡El célebre toro Coronel! ¡El fenómeno más grande de las plazas españolas, que tomó quince varas y mató once caballos! En bodas y bautizos publica fotografías de lo mejor. Un emporio de recetas: ¡Allí, culinarias! ¡Allí, composturas para toda clase de vidrios y porcelanas! ¡Allí, licorería! ¡Allí, quitamanchas!...

(EL RAPISTA, menudo, petulante, apologético, cachea en la petaca, sopla las hojas de un librillo, y una que arranca se la pega en el labio. El Sacristán, con aire cazurro, por las sisas de la sotana se registraba los calzones: Saca, envuelto en un pañuelo de yerbas, el cuaderno de la Cofradía del Santo Sepulcro: Con la uña anota una página y se la muestra a la viuda, que suspira, puestos los lentes en la punta de la nariz)

EL SACRISTÁN.— ¡Doña Terita, si no le sirve de molestia, quiere usted pasar la vista por esta anotación y firmar en ella su conforme? Siempre en el supuesto de que no le sirva de molestia!

LA BOTICARIA.— ¡Pero aquí, qué pones?

EL SACRISTÁN.— El pico del entierro.

LA BOTICARIA.— ¡Pero tú tienes conciencia?

EL SACRISTÁN Me parece.

LA BOTICARIA.— ¡Esta cuenta es un sacrilegio!

EL SACRISTÁN.— Doña Terita, es usted la mar de célebre.

LA BOTICARIA.— ¡Un robo escandaloso! ¡Siete duros de cera!

EL SACRISTÁN.— Y aun pierde siete reales la iglesia. La cera consumida sube ese pico. Siete reales que pierde la iglesia.

LA BOTICARIA.— ¡El armonio cinco duros! ¡Pero cuándo se ha visto?

EL SACRISTÁN.— El armonio y dos cantores. ¡Es la tarifa!

LA BOTICARIA.— ¡Con estos precios ahuyentáis la fe! ¡Las misas a once reales es un escándalo! ¡Pero adónde me van a subir las misas Gregorianas?...

EL SACRISTÁN.— ¡Y la rebaja de pena que usted puede llevar con esos sufragios al finado! ¡Todo hay que ponerlo en balanza, Doña Terita!

LA BOTICARIA.— Las indulgencias no debían cobrarse.

EL SACRISTÁN.— ¡Sin eso, a morir! Usted considere que no tiene otras aduanas la Santa Madre Iglesia!

EL RAPISTA.— Opino como Doña Terita. La Iglesia debía operar con mayor economía. No digamos de balde, pero casamientos, bautizos y sepelios están sobrecargados en un cincuenta por ciento.

LA BOTICARIA.— ¡Y eso no se llama usura!

EL SACRISTÁN.— ¡Que va usted degenerando en herética, Doña Terita!

LA BOTICARIA.— ¡Pues vele con el cuento al Nuncio Apostólico!

EL SACRISTÁN.— Usted está nerviosa.

LA BOTICARIA.— ¡Cómo no estarlo!

EL RAPISTA.— Doña Terita, visto el mal resultado de este amigo, yo me najo sin presentar mi factura.

LA BOTICARIA.— Puede usted hacerlo.

EL RAPISTA.— ¿No será demasiada jaqueca?

LA BOTICARIA.— ¡Ya que estoy en ello!... Niño, apaga los globos de la puerta.

(EL RAPISTA, con destreza de novillero, salta por encima del mostrador: Finústico y petulante, le presenta el papel a la viuda, que lo repasa alzándose los lentes, sin cabalgarlos: Gesto desdeñoso y resignado de pulcra Artemisa Boticaria)

EL RAPISTA.— Doña Terita, si le parece dejarlo para otra ocasión, no se hable más, y a sus órdenes.

LA BOTICARIA.— Liquidaremos ahora. ¿Qué ha puesto usted aquí? ¡Una peseta!

EL RAPISTA.— Pastilla jabón d’olor, para adecentamiento del finado.

LA BOTICARIA.— ¿Y esta partida?

EL RAPISTA.— De hacerle la barba.

LA BOTICARIA.— Mi finado tenía con usted un arreglo.

EL RAPISTA.— ¡Doña Terita, esa partida está rebajada en un cincuenta por ciento! Yo le hago la barba a un viviente por tres perras, pero usted no se representa lo que impone un muerto enjabonado. ¡Y su esposo no ha sido de los menos! También tenga usted por sabido que las barbas de los muertos son muy resistentes y mellan toda la herramienta.

LA BOTICARIA.— ¡Dos pesetas es un escándalo!

EL RAPISTA.— Pues pone usted aquello que tenga voluntad. Y si no quiere poner nada, borra el cargo de la factura.

LA BOTICARIA.— Naturalmente. ¿Quiere usted cobrar ahora?

EL RAPISTA.— Si lo tiene por bueno.

LA BOTICARIA.— Tres cincuenta. ¡Qué robo más escandaloso!

EL SACRISTÁN.— Doña Terita, es usted la mar de célebre.

LA BOTICARIA.— Niño, entorna la puerta.

EL SACRISTÁN.— Doña Terita, si acuerda que se digan las gregorianas, sírvase pasar un aviso a la Parroquia. Y no la molesto más, que usted desea retirarse a las sábanas.

EL RAPISTA.— Doña Terita, suscribo las palabras del amigo. En su situación de viuda nerviosa, la mejor medicina es el descanso.

(LA VIUDA suspira, aprieta la boca, se abstrae en la contemplación de sus manos con mitones. El galopín, al canto de la puerta, desdobla media hoja. Se enhebran por la abertura Sacristán y Rapabarbas)

ESCENA SEXTA

(EN EL CIELO RASO, UN GLOBO DE LUZ ALCOBA GRANDE Y PULCRA, CROMOS Y SANTICOS POR LAS PAREDES EL TALAMO DE HIERRO FUNDIDO Y BOLICHES DE CRISTAL TRANSLUCIDO, PERFILA BAJO LA LUZ, EL COSTADO DONDE RONCABA EL DIFUNTO. En la pila del agua bendita, un angelote toca el clarinete-alones azules, faldellín movido al viento, las rosadas pantorrillas en un cruce de bolero-Entra Doña Terita quitándose los postizos del moño: Se detiene en el círculo de luz, con una horquilla atravesada en la boca. Resuena la casa con fuertes aldabonazos. Doña Terita, soltándose las enaguas, retrocede a la puerta)

LA BOTICARIA.— Asómate, niño, a la ventana. Mira quién sea. No abras sin bien cerciorarte.

EL GALOPÍN.— ¡Qué más cercioro! Por el estruendo que mete es el punto alojado.

LA BOTICARIA.— Pues no le abras. Que duerma al sereno.

EL GALOPÍN.— Es muy capaz de apedrearnos las tejas.

LA BOTICARIA.— ¡Pues no se le abre! ¡Ese hombre me da miedo!

EL GALOPÍN.— ¡Tendremos escándalo toda la noche!

LA BOTICARIA.— ¡Ya se cansará de repicar!

EL GALOPÍN.— Viene de la taberna, y el vino es muy temoso.

(CESAN los golpes. La casa queda en silencio . Parpadea una mariposa en el globo de luz. La boticaria y el dependiente, en asustada mudez, alargan la oreja. Alguien ha rozado los hierros del balcón)

EL GALOPÍN.— ¡Ahí le tenemos!

LA BOTICARIA.— ¡Jesús, mil veces! ¡Artes de ladrón tiene el malvado!

EL GALOPÍN.— ¡Nada se sacó con dejarle fuera!

(SALTAN con fracaso de cristales, estremecidas, rebotantes, las puertas del balcón. Juanito Ventolera, entre los quicios, algarero y farsante, hace una reverencia)

JUANITO VENTOLERA.— Doña Terita, traigo para usted una visita de su finado.

LA BOTICARIA.— ¡A la falta de respeto une usted el escarnio!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Palabra, Doña Terita! El difunto me ha designado por su albacea, y usted puede comprobar que no digo mentira si se digna concederme una mirada de sus bellos ojos. ¿Teme usted enamorarse, Doña Terita? No lo deje usted por ese miramiento, que tendrá usted por mi parte una fina correspondencia.

LA BOTICARIA.— ¡Váyase usted, o alboroto la vecindad y la duerme usted en la cárcel.

JUANITO VENTOLERA.— Doña Terita, mejor le irá conservándose afónica.

(JUANITO VENTOLERA entra en la alcoba, haciendo piernas, mofador y chispón, los brazos en jarra. Doña Terita se desploma perlática: En el círculo de luz queda abierto el ruedo de las faldas. El galopín, revolante el mandilón, se acoge a la puerta. Doña Terita se dramatiza con un grito)

LA BOTICARIA.— ¡Niño, no me dejes!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Doña Terita, usted me ofende con ese recelo ! ¡No vea usted en mí al punto alojado! Es una visita del llorado cadáver la que le traigo, téngalo usted presente. Si entro por el balcón, usted lo ha impuesto no queriendo franquearme la puerta.

LA BOTICARIA.— Se irá usted a dormir fuera. Yo le pago la posada.

(DOÑA TERITA se tuerce sobre el regazo la faltriquera, y cuenta las perronas: Con ellas van saliendo el alfiletero, las llaves, un ovillo de lana)

JUANITO VENTOLERA.— Es poco el suelto, Doña Terita.

LA BOTICARIA.— ¡Dos pesetas! ¡Muy suficiente!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Una pringue! Menda se hospeda en los mejores hoteles. Ya lo discutiremos, si usted se obceca. Sepa usted que el llorado cadáver se ha conducido con un servidor para no olvidarlo en la vida. Si usted me otorgase alguna de sus dulces miradas, tendría el comprobante.

LA BOTICARIA.— ¡Respete usted la memoria de mi esposo! ¡No más escarnios!

JUANITO VENTOLERA.— Es usted una viuda por demás acalorada.

LA BOTICARIA.— ¡Váyase usted!

JUANITO VENTOLERA.— Estoy aquí para recoger el bombín y el bastón del difunto. ¡Me los ha legado! ¿Reconoce usted el terno? ¡Me lo ha legado! ¡Un barbián el patrón! ¡Se antojó disfrazarse con mi rayadillo, para darle una broma a San Pedro! Repare usted el terno que yo visto. Hemos changado y vengo por el bombín y el bastón de borlas. Va usted a dármelos. Se los pido en nombre del llorado cadáver. Levante usted la cabeza. Descúbrase los ojos. Irrádieme usted una mirada.

(HACE en torno de la boticaria un bordo de gallo pinturero con castañuelas y compases de baile. La boticaria aspa los brazos en el ruedo de las faldas, grita perlática)

LA BOTICARIA.— ¡Cristo bendito! ¡Noche de espantos! ¡Esto es un mal sueño! ¡Sueño renegado! ¡Niño! ¡Niño! ¿Dónde estás? ¡Mójame las sienes! ¡Echame agua en la cara! ¡El espasmódico! ¡No te vayas!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Doña Terita, deje usted esos formularios de novela! ¡Propios delirios gástricos! El finado difunto me ha solicitado el rayadillo, para no llevarse prendas de estima al Infierno. Los gritos de usted están por demás. ¡Delirios gástricos! ¡Bastón y bombín para irme de naja, que me espera una gachí de mistó! Usted tampoco está mala. ¡Bastón y bombín! ¡Doña Terita, va usted a recrearse mirándome!

LA BOTICARIA.— ¡Niño, dame el rosario! ¡Llévame a la cama! ¡Echale un aspergio de agua bendita! ¡Anda suelto el Maligno! ¡Me baila alrededor con negro revuelo! ¡Esposo mío, si estás enojado, desenójate! ¡Tendrás los mejores sufragios! ¡Aunque monten a la luna! ¡Niño, llévame a la cama!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Niño, vamos a ello y cachea un pañuelo para ponerle mordaza! ¡Vivo y sin atolondrarse! ¡Ya te llegará la tuya!

(DOÑA TERITA se desmaya, asomando un zancajo. El virote mandilón hipa turulato. Juanillo Ventolera le sacude por la nariz)

EL GALOPÍN.— ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Una soga!

EL GALOPÍN.— ¿Y de dónde la saco?

JUANITO VENTOLERA.— De la pelleja.

(LE ARRANCA el mandilón y lo hace tiras. El Galopín queda en almilla: Un mamarracho, con gran culera remendada, tirantes y alpargates: Se limpia los ojos)

EL GALOPÍN.— ¡Para eso un vendaje Barré!

JUANITO VENTOLERA.— Ese pío llega retrasado. Vamos con la patrona a tumbarla en el catre.

(EL GALOPÍN se mueve, obediente a la voluntad del soldado. Sacan a la desmayada del ruedo haldudo, y la llevan en volandas. Por la cinturilla del jubón negro, la camisa ondula su faldeta. Se apaga la luz oportunamente)

ESCENA SEPTIMA

(LA BORROSA SILUETA POR EL ENTREDIJO DE CALLEJONES, ENTREVISTA LA CASA DEL PECADO. Bastón y bombín, botas con grillos en las suelas: Esguinces de avinado. En la sala baja las manflotas-flores en el peinado, batas con lazos y volantes-cecean tras de las rejas a cuantos pasan. Juanito Ventolera, con un esguince en la puerta)

JUANITO VENTOLERA.— ¡Vengo a dejaros la plata! ¡Se me ha puesto convidaros a todas! Si no hay piano, se busca. ¡Aquí se responde con cartera! ¡Madre Priora, quiero llevarme una gachí! ¡Redimirla! ¿Dónde está esa garza enjaulada?

LA DAIFA.— ¡Buena la traes! ¡Te desconocía sin las cruces del pecho! ¿O tú no eres el punto que me habló la noche pasada?

JUANITO VENTOLERA.— ¡Juanillo Ventolera, repatriado de Cubita Libre!

LA DAIFA.— ¿Por qué no traes puestas las cruces?

JUANITO VENTOLERA.— Se las traspasé a un fiambre. ¡Con ellas podrá darse pisto entre las Benditas del Purgatorio!

LA DAIFA.— ¡No hagas escarnio! ¡Entre las Benditas hago cuenta que tengo a mi madre!

JUANITO VENTOLERA.— ¿Y tu papá, de dónde te escribe?

LA DAIFA.— A ése no lo quiere ni el Diablo.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Sujeto de mérito!

LA DAIFA.— ¡Mira qué ilusión! Cuando te vi llegar, se me ha representado! ¡Bombín y bastón! ¡Majo que te vienes!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Una hembra tan barbi no pide menos!

LA DAIFA.— ¡Algo más gordo era el finado!

JUANITO VENTOLERA.— Aciertas más de lo que sospechas, lo ha llevado antes un muerto. Se lo he pedido para venir a camelarte.

LA DAIFA.— Deja la guasa. ¡Vaya un terno! ¡Y los forros de primera!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Una ganga!

LA DAIFA.— ¡Pues si voy a decirte verdad, mejor me caías con el rayadillo y las cruces en el pecho!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Las mujeres os deslumbráis con apariencias panolis! ¡Todas al modo de mariposas! Las cruces, de paisano, no visten.

LA DAIFA.— ¡Me gustabas más con las cruces!

JUANITO VENTOLERA.— ¡No visten! ¡Vamos, niña, a ponerme los ojos tiernos!... ¡A mudar de tocata, y a darme el opio con tus miradas!

LA DAIFA.— ¡Y si me negase! ¿Me declaré por un acaso tu fiel esclava? ¡A mí no me chulea ni el rey de los ochos, para cuanti más Juanillo Ventolera.

JUANITO VENTOLERA.— Por achares no entro, paloma. Soy piloto de todos los mares y no me cogen de sobresalto cambios de veleta. Déjame paso, que me está haciendo tilín aquella morocha.

LA DAIFA.— Primero convida, y si te duele hacer la jarra, yo pago los cafeses.

JUANITO VENTOLERA.— ¿Con copa?

LA DAIFA.— Copa y cajetilla de habanos.

JUANITO VENTOLERA.— Dirás luego que te chuleo, cuando eres tú propia quien me busca las vueltas, como a Cristo la María Magdalena. ¡Yo pago los cafeses y cuanto se tercie! ¡Y si te hallo de mi gusto te redimo! ¡Se responde con cartera! ¡Madre Celeste, a cerrar las puertas! ¡Esta noche reina aquí Juanito Ventolera!

(EL BULTO encapuchado del farol y el chuzo aparece por la esquina. La Madre Celeste arruga el ruedo de las faldas, metiéndose por medio entre la daifa y el soldado)

LA MADRE.— ¡A no mover escándalo! ¡Niña, al adentro! ¡Basta de changüí, que palique en puerta sólo gana resfriados! Si este boquillero quiere juerga, que afloje los busiles.

JUANITO VENTOLERA.— Tengo en la bolsa un kilo de billetaje.

LA MADRE.— Con que saques un veragua...

JUANITO VENTOLERA.— ¡Voy a cegarte!

(SE DESABOTONA y palpa el pecho: Del bolsillo interior extrae una carta cerrada. Se mete por la sala de daifas con el sobre en la mano, buscando luz para leerlo: Queda en el círculo de la lámpara)

JUANITO VENTOLERA.— Correo de difuntos. Sin franqueo. Señor Don Sócrates Galindo.

LA DAIFA.— Deja las burlas. ¿De dónde conoces a ese sujeto?

JUANITO VENTOLERA.— ¡Mi expatrón!

LA DAIFA.— ¿El boticario de Calle Nueva?

JUANITO VENTOLERA.— El mismo.

LA DAIFA.— ¡Qué enredo malvado! ¿Te habló de mí? ¿Cómo averiguaste el lazo que conmigo tiene?

JUANITO VENTOLERA.— No entro por achares. De tu pasado, morena, no se me da nada.

LA DAIFA.— Pues tú me has tirado la pulla.

JUANITO VENTOLERA.— He leído el nombre que viene en el sobre.

LA DAIFA.— ¿Y esa carta, cómo está en tus manos? ¿Quieres aclarármelo?

JUANITO VENTOLERA.— Venía en el terno.

(LAS NIÑAS se acunan en las mecedoras: Fuman cigarrillos de soldado, deleitándose con pereza galocha, un hilo de humo en la raja pintada de la boca. La tía coruja, que se recose el zancajo bajo la escalerilla, susurra con guiño, quebrando la hebra)

LA BRUJA.— ¿Cuántos cafeses?

JUANITO VENTOLERA.— Para toda la concurrencia.

LA MADRE.— ¡Alumbra por delante el pago, moreno!

JUANITO VENTOLERA.— Madre Celeste, tengo para comprarte todo el ganado.

(JUANITO VENTOLERA posa la carta en el velador, entre la baraja y el plato de habichuelas: Torna a palparse los bolsillos, y muestra un fajo de billetes. Se guarda los billetes, rasga el sobre de la carta y saca un pliego de escritura torcida)

JUANITO VENTOLERA.— «Querido padre: Por la presente considere el arrepentimiento de esta su hija, que se reputa como la más desgraciada de las mujeres.»

LA DAIFA.— ¡Esa carta yo la escribí! ¡Mi carta! Juanillo Ventolera, rompe ese papel. ¡No leas más! ¡Si te pagan por venir a clavarme ese puñal, ya tienes cumplido! ¡Dame esa carta!

JUANITO VENTOLERA.— ¿Tú la escribiste?

LA DAIFA.— Yo misma.

JUANITO VENTOLERA.— ¡Miau! ¡Vas a darte por hija del difunto!

LA DAIFA.— ¡Difunto mi padre!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Qué enredo macanudo!

LA DAIFA.— ¡Responde! ¿Difunto mi padre?

JUANITO VENTOLERA.— ¿El boticario de Calle Nueva?

LA DAIFA.— ¡Justamente!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Mi expatrón! Hoy ha recibido tierra el autor de tus días. Ayer estiró el remo. ¡Niña, los dos heredamos!

LA DAIFA.— ¡Qué relajo de guasa!

JUANITO VENTOLERA.— ¡Este flux tan majo le ha servido de mortaja! Me propuso la changa para darle una broma a San Pedro. ¡Has heredado! ¡Eres huérfana! ¡Luz de donde el sol la toma, no te mires más para desmayarte!

LA DAIFA.— ¡Ay, mi padre!

LA MADRE.— ¡Sujetadle las manos para que no se arañe el físico! ¡Que huela vinagre! ¡Satanás de los Infiernos, estos son los cafeses a que convidabas!

(LA TIA CORUJA acude con un botellín. Dos niñas sujetan las manos de la desmayada: Enseña las ligas, se le suelta el moño, suspira con espasmo histérico. Juanillo Ventolera, en tanto la asisten, hace lectura de la carta)

JUANITO VENTOLERA.— «Querido padre: Por la presente considere usted el arrepentimiento de esta hija que se reputa como la más desgraciada de las mujeres . Una mujer abandonada, considere, padre mío, que es puesta en los brazos del pecado. Considere, padre mío, qué cosa tan triste buscar trabajo y hallar cerradas todas las puertas. Así que usted verá. Considere, padre mío, que, falta de recursos, muerta de hambre sin este trato de mi cuerpo aborrecido. Estuve en el hospital sacramentada, y todos allí me daban por muerta. ¡Vea, padre mío, cómo me veo castigada! Recibí el recado que me mandó por la asistenta, y debo decirle no ser verdad que yo arrastre su honra, pues con esa mira cambié mi nombre, y digo en todas partes que me llamo Ernestina. No tiene, pues, nada que recelar, que siempre fuí hija amantísima, y no iba ahora a dejar de serlo. En cuanto a lo otro que me manda decir, también lo haré. Conforme estoy en irme adonde no se sepa de mi vida. Pero tengo una deuda en la casa donde estoy, y el ama me retiene la ropa. Sin eso, ya me hubiese ido a Lisboa. Dicen que allí las españolas son muy estimadas. Las compañeras que conocen aquello lo ponen por cima de Barcelona. El viaje cuesta diez duros. Tocante a la deuda, con pagar la mitad ya me dejan sacar el baúl. Padre mío, levánteme su maldición, mire por esta hija. No volveré a molestarle. La cantidad que le señalo es la menos con que puedo arreglarme, y a su buen corazón se encomienda ésta su hija que lo es, Ernestina. Así es como deben preguntar. Casa de la Carmelitana. Entremuros, 37.

UNA NIÑA.— ¡Está bien puesta la carta!

OTRA NIÑA.— ¡La sacó del Manual!

LA MADRE.— Juanillo, hojea el billetaje. Después de este folletín los cafeses son obligados.

ESPERPENTO DE LOS CUERNOS DE DON FRIOLERA

DRAMATIS PERSONAE

DON ESTRAFALARIO Y DON MANOLITO, INTELECTUALES.
UN BULULÚ Y SUS CRISTOBILLAS.
EL TENIENTE DON FRIOLERA, DOÑA LORETA, SU MUJER Y MANOLITA FRUTO DE ESTA PAREJA.
PACHEQUIN, BARBERO MARCHOSO. DOÑA TADEA, BEATA COTILLONA.
NELO EL PENEQUE, EL NIÑO DEL MELONAR Y CURRO CADENAS, MATUTEROS.
DOÑA CALISTA LA DE LOS BILLARES. BARALLOCAS, MOZO DE LOS BILLARES.
LOS TENIENTES DON LAURO ROVIROSA, DON GABINO CAMPERO Y DON MATEO CARDONA, EL CORONEL Y LA CORONELA. UN CIEGO ROMANCISTA.
UN CARABINERO. MERLIN, PERRILLO DE LANAS.
UNA COTORRA

LA ACCION EN SAN FERNANDO DEL CABO, PERLA MARINA DE ESPAÑA

PROLOGO

(LAS FERIAS DE SANTIAGO EL VERDE, EN LA RAYA PORTUGUESA. EL CORRAL DE UNA POSADA, CON ENTRAR Y SALIR DE GENTES, TRATOS, OFERTAS Y PICARDEO. En el arambol del corredor, dos figuras asomadas: Boinas azules, vasto entrecejo, gozo contemplativo casi infantil y casi austero, todo acude a decir que aquellas cabezas son vascongadas. Y así es lo cierto. El viejo rasurado, expresión mínima y dulce de lego franciscano, es Don Manolito el Pintor: Su compañero, un espectro de antiparras y barbas, es el clérigo hereje que ahorcó los hábitos en Oñate:-La malicia ha dejado en olvido su nombre, para decirle Don Estrafalario-. Corren España por conocerla, y divagan alguna vez proyectando un libro de dibujos y comentos.)

DON ESTRAFALARIO.— ¿Qué ha hecho usted esta mañana, Don Manolito? ¡Tiene usted la expresión del hombre que ha mantenido una conversación con los ángeles!

DON MANOLITO.— ¡Qué gran descubrimiento, Don Estrafalario! ¡Un cuadro muy malo, con la emoción de Goya y del Greco!

DON ESTRAFALARIO.— ¿Ese pintor no habrá pasado por la Escuela de Bellas Artes?

DON MANOLITO.— No ha pasado por ninguna escuela. ¡Hace manos de seis dedos, y toda clase de diabluras con azul, albayalde y amarillo!

DON ESTRAFALARIO.— ¡Debe ser un genio!

DON MANOLITO.— ¡Un bárbaro!... ¡Da espanto!

DON ESTRAFALARIO.— ¿Y dónde está ese cuadro, Don Manolito?

DON MANOLITO.— Lo lleva un ciego.

DON ESTRAFALARIO.— Ya lo he visto.

DON MANOLITO.— ¿Y qué?

DON ESTRAFALARIO.— Que si usted quiere, lo compraremos a medias.

DON MANOLITO.— El tuno que lo lleva, no lo vende.

DON ESTRAFALARIO.— ¿Se lo ha puesto usted en precio?

DON MANOLITO.— ¡Naturalmente! ¡Y se lo pagaba bien! ¡Llegué a ofrecerle hasta tres duros!

DON ESTRAFALARIO.— En cinco puede ser que nos lo deje.

DON MANOLITO.— Vale ese dinero. ¡Hay un pecador que se ahorca, y un diablo que ríe, como no los ha soñado Goya!... Es la obra maestra de una pintura absurda. Un Orbaneja de genio. El Diablo que saca la lengua y guiña el ojo, es un prodigio. Se siente la carcajada. Resuena.

DON ESTRAFALARIO.— También a mí me ha preocupado la carantoña del Diablo frente al Pecador. La verdad es que tenía otra idea de las risas infernales, había pensado siempre que fuesen de desprecio, de un supremo desprecio, y no: Ese pintor absurdo me ha revelado que los pobres humanos le hacemos mucha gracia al Cornudo Monarca. ¡Ese Orbaneja me ha llenado de dudas, Don Manolito!

DON MANOLITO.— Esta mañana apuró usted del frasco, Don Estrafalario. Está usted algo calamocano.

DON ESTRAFALARIO.— ¡Alma de Dios, para usted lo estoy siempre! ¿No comprende usted que si al Diablo le hacemos gracia los pecadores, la consecuencia es que se regocija con la Obra Divina?

DON MANOLITO.— En sus defectos, Don Estrafalario.

DON ESTRAFALARIO.— ¡Que cae usted en el error de Manes! La Obra Divina está exenta de defectos. No crea usted en la realidad de ese Diablo que se interesa por el sainete humano, y se divierte como un tendero. Las lágrimas y la risa nacen de la contemplación de cosas parejas a nosotros mismos, y el diablo es de naturaleza angélica. ¿Está usted conforme, Don Manolito?

DON MANOLITO.— Póngamelo usted más claro, Don Estrafalario. ¡Explíquese!

DON ESTRAFALARIO.— Los sentimentales que en los toros se duelen de la agonía de los caballos, son incapaces para la emoción estética de la lidia: Su sensibilidad se revela pareja de la sensibilidad equina, y por caso de cerebración inconsciente, llegan a suponer para ellos una suerte igual a la de aquellos rocines destripados. Si no supieran que guardan treinta varas de morcillas en el arca del cenar, crea usted que no se conmovían. ¿Por ventura los ha visto usted llorar cuando un barreno destripa una cantera?

DON MANOLITO.— ¿Y usted supone que no se conmueven por estar más lejos sensiblemente de las rocas que de los caballos?

DON ESTRAFALARIO.— Así es. Y paralelamente ocurre lo mismo con las cosas que nos regocijan: Reservamos nuestras burlas para aquello que nos es semejante.

DON MANOLITO.— Hay que amar, Don Estrafalario: La risa y las lágrimas son los caminos de Dios. Esa es mi estética, y la de usted.

DON ESTRAFALARIO.— La mía no. Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos.

DON MANOLITO.— ¿Y por qué sospecha usted que sea así el recordar de los muertos?

DON ESTRAFALARIO.— Porque ya son inmortales. Todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos: Ese saber iguala a los hombres mucho más que la Revolución Francesa.

DON MANOLITO.— ¡Usted, Don Estrafalario quiere ser como Dios!

DON ESTRAFALARIO.— Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel mi pariente que usted conoció, y que una vez, al preguntarle el cacique, qué deseaba ser, contestó: Yo, difunto.

(EN EL CORRAL de la posada, y al cobijo del corredor, se ha juntado un corro de feriantes.-Bajo la capa parda de un viejo ladino revelan sus bultos los muñecos de un teatro rudimentario y popular. El Bululú teclea un aire de fandango en su desvencijada zanfoña, y el acólito, rapaz lleno de malicias, se le esconde bajo la capa, para mover los muñecos. Comienza la representación.)

EL BULULÚ.— ¡Mi Teniente Don Friolera, saque usted la cabeza de fuera!

VOZ DE FANTOCHE.— Estoy de guardia en el cuartel.

EL BULULÚ.— ¡Pícara guardia! La bolichera, mi Teniente Don Friolera, le asciende a usted a coronel.

VOZ DE FANTOCHE.— ¡Mentira!

EL BULULÚ.— No miente el Ciego Fidel.

(EL FANTOCHE, con los brazos aspados y el ros en la oreja, hace su aparición sobre un hombro del compadre que guiña el ojo cantando al son de la zanfoña.)

EL BULULÚ.— ¡A la jota jota, y más a la jota, que Santa Lilaila parió una marmota! ¡Y la marmota parió un escribano con pluma y tintero de cuerno, en la mano! ¡Y el escribano parió un escribiente con pluma y tintero de cuerno, en la frente!

EL FANTOCHE.— ¡Calla, renegado perro de Moisés! Tú buscas morir degollado por mi cuchillo portugués.

EL BULULÚ.— ¡Sóoo! No camine tan agudo, mi Teniente Don Friolera, y mate usted a la bolichera, si no se aviene con ser cornudo.

EL FANTOCHE.— ¡Repara, Fidel, que no soy su marido, y al no serlo no puedo ser juez!

EL BULULÚ.— Pues será usted un cabrón consentido.

EL FANTOCHE.— Antes que eso le pico la nuez. ¿Quién mi honra escarnece?

EL BULULÚ.— Pedro Mal-Casado.

EL FANTOCHE.— ¿Qué pena merece?

EL BULULÚ.— Morir degollado.

EL FANTOCHE.— ¿En qué oficio trata?

EL BULULÚ.— Burros aceiteros conduce en reata, ganando dineros. Mi Teniente Don Friolera, llame usted a la bolichera.

EL FANTOCHE.— ¡Comparece, mujer deshonesta!

UN GRITO CHILLÓN ¿Amor mío, por qué así me injurias?

EL FANTOCHE.— ¡A este puñal pide respuesta!

EL GRITO CHILLÓN ¡Amor mío, calma tus furias!

(POR EL OTRO hombro del compadre, hace su aparición una moña, cara de luna y pelo de estopa: En el rodete una rosa de papel. Grita aspando los brazos. Manotea. Se azota con rabioso tableteo la cara de madera.)

EL BULULÚ.— Si la camisa de la bolichera huele a aceite, mátela usted.

LA MOÑA.— ¡Ciego piojoso, no encismes a un hombre celoso!

EL BULULÚ.— Si pringa de aceite, dele usted mulé. Levántele usted el refajo, sáquele usted el faldón para fuera, y olisquee a qué huele el pispajo, mi Teniente Don Friolera. ¿Mi Teniente qué dice el faldón?

EL FANTOCHE.— ¡Válgame Dios, que soy un cabrón!

EL BULULÚ.— Dele usted, mi Teniente, baqueta. Zúrrela usted, mi Teniente, el pandero. Abrala usted con la bayoneta, en la pelleja un agujero. ¡Mátela usted si huele a aceitero!

LA MOÑA.— Vertióseme anoche el candil al meterme en los cobertores: ¡De eso me huele el fogaril, no de andar en otros amores! ¡Ciego mentiroso, mira tú de no ser más cabrón, y no encismes el corazón de un enamorado celoso!

EL BULULÚ.— ¡Ande usted, mi Teniente, con ella! ¡Cósala usted con un puñal! Tiene usted, por su buena estrella, vecina la raya de Portugal.

EL FANTOCHE.— ¡Me comeré en albondiguillas el tasajo de esta bribona, y haré de su sangre morcillas!

EL FANTOCHE.— Convide usted a la comilona.

LA MOÑA.— ¡Derramas mi sangre inocente, cruel enamorado! ¡No dicta sentencia el hombre prudente, por murmuraciones de un malvado!

EL FANTOCHE.— ¡Muere, ingrata! ¡Guiña el ojo y estira la pata!

LA MOÑA.— ¡Muerta soy! ¡El Teniente me mata!

(EL FANTOCHE reparte tajos y cuchilladas con la cimitarra de Otelo: La corva hoja reluce terrible sobre la cabeza del compadre. La Moña cae soltando las horquillas y enseñando las calcetas. Remolino de gritos y brazos aspados.)

EL BULULÚ.— ¡Mi Teniente, alerta, que con los fusiles están los civiles llamando a la puerta. Del Burgo, Cabrejas, Medina y Valduero, las cuatro parejas, con el aceitero!

EL FANTOCHE.— ¡San Cristo, qué apuro!

EL BULULÚ.— Al pie de la muerta, suene usted, mi Teniente, un duro por ver si despierta. ¿Mi Teniente, cómo responde?

EL FANTOCHE.— ¿Cómo responde? Con una higa, y el duro esconde bajo la liga.

EL BULULÚ.— ¿Mi Teniente, es alta la media?

EL FANTOCHE.— ¡Si es alta la media! Media conejera.

EL BULULÚ.— ¡Olé la Trigedia de los Cuernos de Don Friolera!

(TERMINA la representación. Aire de fandango en la zanfoña del Compadre. El acólito deja el socaire de la capa, y da vuelta al corro, haciendo saltar cuatro perronas en un platillo de peltre. En lo alto del mirador, las cabezas vascongadas sonríen ingenuamente.)

DON MANOLITO.— Parece teatro napolitano.

DON ESTRAFALARIO.— Pudiera acaso ser latino. Indudablemente la comprensión de este humor y esta moral, no es de tradición castellana. Es portuguesa y cántabra, y tal vez de la montaña de Cataluña. Las otras regiones, literariamente, no saben nada de estas burlas de cornudos, y este donoso buen sentido, tan contrario al honor teatral y africano de Castilla. Ese tabanque de muñecos sobre la espalda de un viejo prosero, para mí, es más sugestivo que todo el retórico teatro español. Y no digo esto por amor a las formas populares de la literatura... ¡Ahí están las abominables coplas de Joselito!

DON MANOLITO.— A usted le gustan las del Espartero.

DON ESTRAFALARIO.— Todas son abominables. Don Manolito, cada cual tiene el poeta que se merece.

DON MANOLITO.— Las otras notabilidades nacionales, no pasan de la gacetilla.

DON ESTRAFALARIO.— Esas coplas de toreros, asesinos y ladrones, son periodismo ramplón.

DON MANOLITO.— Usted, con ser tan sabio, las juzga por lectura, y de ahí no pasa. ¡Pero cuando se cantan con acompañamiento de guitarra, adquieren una gran emoción! No me negará usted que el romance de ciego, hiperbólico, truculento y sanguinario, es una forma popular.

DON ESTRAFALARIO.— Una forma popular judaica, como el honor calderoniano. La crueldad y el dogmatismo del drama español, solamente se encuentra en la Biblia. La crueldad sespiriana es magnífica, porque es ciega, con la grandeza de las fuerzas naturales. Shakespeare, es violento, pero no dogmático. La crueldad española, tiene toda la bárbara liturgia de los Autos de Fe. Es fría y antipática. Nada más lejos de la furia ciega de los elementos, que Torquemada: Es una furia escolástica. Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico: Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada. A falta de eso, tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática.

DON MANOLITO.— Porque usted es anarquista.

DON ESTRAFALARIO.— ¡Tal vez!

DON MANOLITO.— ¿Y de dónde nos vendrá la redención, Don Estrafalario?

DON ESTRAFALARIO.— Del Compadre Fidel. ¡Don Manolito, el retablo de este tuno, vale más que su Orbaneja!

DON MANOLITO.— ¿Por qué?

DON ESTRAFALARIO.— Está más lleno de posibilidades.

DON MANOLITO.— No admito esa respuesta. Usted no es filósofo, y no tiene derecho a responderme con pedanterías. Usted no es más que hereje, como Don Miguel de Unamuno.

DON ESTRAFALARIO.— ¡A Dios gracias! Pero alguna vez hay que ser pedante. El Compadre Fidel es superior a Yago. Yago, cuando desata aquel conflicto de celos, quiere vengarse, mientras que ese otro tuno, espíritu mucho más cultivado, sólo trata de divertirse a costa de Don Friolera. Shakespeare rima con el latido de su corazón, el corazón de Otelo: Se desdobla en los celos del Moro: Creador y criatura son del mismo barro humano. En tanto ese Bululú, ni un solo momento deja de considerarse superior por naturaleza, a los muñecos de su tabanque. Tiene una dignidad demiùrgica.

DON MANOLITO.— Lo que usted echaba de menos en el Diablo de mi Orbaneja.

DON ESTRAFALARIO.— Cabalmente, alma de Dios.

DON MANOLITO.— ¿Qué haría usted viendo ahorcarse a un pecador?

DON ESTRAFALARIO.— Preguntarle por qué no lo había hecho antes. El Diablo es un intelectual, un filósofo, en su significación etimológica de amor y saber. El Deseo de Conocimiento, se llama Diablo.

DON MANOLITO.— El Diablo de usted es demasiado universitario.

DON ESTRAFALARIO.— Fué estudiante en Maguncia, e inventó allí, el arte funesto de la Imprenta.

ESCENA PRIMERA

(SAN FERNANDO DE CABO ESTRIVEL: UNA CIUDAD EMPINGOROTADA SOBRE CANTILES. En los cristales de los miradores, el sol enciende los mismos cabrilleos que en la turquesa del mar. A lo largo de los muelles, un mecerse de arboladuras, velámenes y chimeneas. En la punta, estremecida por bocanas de aire, la garita del Resguardo. Olor de caña quemada. Olor de tabaco. Olor de brea. Levante fresco. El himno inglés en las remotas cornetas de un barco de guerra. A la puerta de la garita con el fusil terciado, un carabinero, y en el marco azul del ventanillo, la gorra de cuartel, una oreja y la pipa del Teniente Don Pascual Astete -Don Friolera-. Una sombra, raposa, cautelosa, ronda la garita: Por el ventanillo asesta una piedra y escapa agachada. La piedra trae atado un papel con un escrito. Don Friolera lo recoge turulato, y espanta los ojos leyendo el papel.)

DON FRIOLERA.— Tu mujer piedra de escándalo. ¡Esto es un rayo a mis pies! ¡Loreta con sentencia de muerte! ¡Friolera! Si fuese verdad tendría que degollarla! ¡Irremisiblemente condenada! En el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones. ¡Friolera! ¿Y quién será el carajuelo que le ha trastornado los cascos a esa Putifar!... Afortunadamente no pasará de una vil calumnia: Este pueblo, es un pueblo de canallas. Pero hay que andarse con pupila. A Loreta me la solivianta ese pendejo de Pachequín. Ya me tenía la mosca en la oreja. Caer, no ha caído. ¡Friolera! Si supiese qué vainípedo escribió este papel, se lo comía. Para algunos canallas no hay mujer honrada... Solicitaré el traslado por si tiene algún fundamento esta infame calumnia... Cualquier ligereza, una imprudencia, las mujeres no reflexionan. ¡Pueblo de canallas! Yo no me divorcio por una denuncia anónima. ¡La desprecio! Loreta seguirá siendo mi compañera, el ángel de mi hogar. Nos casamos enamorados, y eso nunca se olvida. Matrimonio de ilusión. Matrimonio de puro amor. ¡Friolera!

(SE ENTERNECE contemplando un guardapelo colgante en la cadena del reloj, suspira y enjuga una lágrima. Pasa por su voz el trémolo de un sollozo, y se le arruga la voz, con las mismas arrugas que la caras.)

DON FRIOLERA.— ¿Y si esta infamia fuese verdad? La mujer es frágil. ¿Quién le iba con el soplo al Teniente Capriles?... ¡Friolera! ¡Y era público que su esposa le coronaba! No era un cabrón consentido. No lo era... Se lo achacaban. Y cuando lo supo mató como un héroe a la mujer, al asistente y al gato. Amigos de toda la vida. Compañeros de campaña. Los dos con la Medalla de Joló. Estábamos llamados a una suerte pareja. El oficial pundonoroso, jamás perdona a la esposa adúltera. Es una barbaridad. Para muchos lo es. Yo no lo admito: A la mujer que sale mala, pena capital. El paisano, y el propio oficial retirado, en algunas ocasiones, muy contadas, pueden perdonar: Se dan circunstancias: La mujer que violan contra su voluntad, la que atropellan acostada durmiendo, la mareada con alguna bebida: Solamente en estos casos admito yo la caída de Loreta. Y en estos casos tampoco podría perdonarla. Sirvo en activo. Pudiera hacerlo retirado del servicio. ¡Friolera!

(VUELVE a deletrear con las cejas torcidas sobre el papel: Lo escudriña al trasluz, se lo pasa por la nariz, olfateando: Al cabo lo pliega y esconde en el fondo de la petaca.)

DON FRIOLERA.— ¡Mi mujer piedra de escándalo! El torcedor ya lo tengo. Si es verdad quisiera no haberlo sabido. Me reconozco un calzonazos. ¿A dónde voy yo con mis cincuenta y tres años averiados? ¡Una vida rota! En qué poco está la felicidad, en que la mujer te salga cabra. ¡Qué mal ángel, destruir con una denuncia anónima la paz conyugal! ¡Canallas! De buena gana quisiera atrapar una enfermedad y morirme en tres días. ¡Soy un mandria! ¡A mis años andar a tiros!... ¿Y si cerrase los ojos para ese contrabando? ¿Y si resolviese no saber nada ? ¡Este mundo es una solfa! ¿Qué culpa tiene el marido de que la mujer le salga rana? ¡Y no basta una honrosa separación! ¡Friolera! ¡Si bastase!... La galería no se conforma con eso. El principio del honor ordena matar. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!... El mundo nunca se cansa de ver títeres y agradece el espectáculo de balde. ¡Formulismos!... ¡Bastante tiene con su pena el ciudadano que ve deshecha su casa! ¡Ya lo creo! La mujer por un camino, el marido por otro, los hijos sin calor, desamparados. Y al sujeto en estas circunstancias, le piden que degüelle, y se satisfaga con sangre como si no tuviese otra cosa que rencor en el alma. ¡Friolera! Y todos somos unos botarates. Yo mataré como el primero. ¡Friolera! Soy un militar español y no tengo derecho a filosofar como en Francia. ¡En el Cuerpo de Carabineros no hay maridos cabrones! ¡Friolera!

(ACALORADO, se quita el gorro y mete la cabeza por el ventanillo, respirando en las ráfagas del mar. Los cuatro pelos de su calva bailan un baile fatuo. En el fondo del muelle, sobre un grupo de mujeres y rapaces bambolea el ataúd destinado a un capitán mercante, fallecido a bordo de su barco. Pachequín el Barbero, que fué llamado para raparle las barbas, cojea detrás, pisándose la punta de la capa. Don Friolera, al verle, se recoge en la garita. Le tiembla el bigote como a los gatos cuando estornudan.)

DON FRIOLERA.— ¡Era feliz sin saberlo, y ha venido ese pata coja a robarme la dicha!... Y acaso no... Esta sospecha debo desecharla. ¿Qué fundamento tiene? ¡Ninguno! ¡El canalla que escribió el anónimo es el verdadero canalla! Si esa calumnia fuese verdad, ateo como soy, falto de los consuelos religiosos, náufrago en la vida... En estas ocasiones, sin un amigo con quien manifestarse, y alguna creencia, el hombre lo pasa mal. ¡Amigo! ¡No hay amigos! ¡Tú eres un ejemplo, Juanito Pacheco!

(CAMBIA el gorro por el ros y sale de la garita. El carabinero de la puerta se cuadra, y el teniente le mira enigmático.)

DON FRIOLERA.— ¿Qué haría usted si le engañase su mujer, Cabo Alegría?

EL CARABINERO.— Mi teniente, matarla como manda Dios.

DON FRIOLERA.— ¡Y después!...

EL CARABINERO.— ¡Después, pedir el traslado!

ESCENA SEGUNDA

(COSTANILLA DE SANTIAGO EL VERDE, SUBIENDO DEL PUERTO.-Casas encaladas, patios floridos, morunos canceles.-Juanito Pacheco, Pachequín el barbero, cuarentón cojo y narigudo, con capa torera y kepis azul, rasguea la guitarra sentado bajo el jaulote de la cotorra, chillón y cromático. Doña Loreta, la señora tenienta, en la reja de una casa fronteriza, se prende un clavel en el rodete. Pachequín canta con los ojos en blanco.)

PACHEQUÍN.—
A tus pies, gachona mía,
Pongo todo mi caudal:
Una jaca terciopelo.
Un trabuco y un puñal...

LA COTORRA.— ¡Olé! ¡Viva tu madre!

DOÑA LORETA.— ¡Hasta la cotorra le jalea a usted, Pachequín!

PACHEQUÍN.— ¡Tiene un gusto muy refinado!

DOÑA LORETA.— Le adula.

PACHEQUÍN.— No sea usted satírica, Doña Loreta. Concédame que algo se chanela.

DOÑA LORETA.— ¿Qué toma usted para tener esa voz perlada?

PACHEQUÍN.— Rejalgares que me da una vecina muy flamenca.

DOÑA LORETA.— Serán rejalgares, pero a usted se le convierten en jarabe de pico.

PACHEQUÍN.— ¡Usted no me ha oído suspirar! ¡Pues va a ser preciso que usted me oiga!

DOÑA LORETA.— Me he quedado sorda de un aire.

PACHEQUÍN.— Son rejalgares, Doña Loreta.

DOÑA LORETA.— Pero no los recibirá usted de mano de vecina, pues toda la tarde se la pasó el amigo de bureo.

PACHEQUÍN.— Le debo una explicación, Doña Loreta.

DOÑA LORETA.— ¡Qué miramiento! ¡A mí no me debe usted nada!

PACHEQUÍN.— Han reclamado mis servicios para rapar las barbas de un muerto.

DOÑA LORETA.— ¡Mala sombra!

PACHEQUÍN.— Un servidor no cree en agüeros. Falleció a bordo el Capitán de la Joven Pepita.

DOÑA LORETA.— ¡Por eso hacía señal la campana de Santiago el Verde!

PACHEQUÍN.— A las siete es el sepelio.

DOÑA LORETA.— ¿Falleció de su muerte?

PACHEQUÍN.— Falleció de unas calenturas, y lo propio del marino es morir ahogado.

DOÑA LORETA.— Y lo propio de un barbero, morir de pelmazo.

PACHEQUÍN.— ¡Doña Loreta, es usted más rica que una ciruela!

DOÑA LORETA.— Y usted un vivales.

PACHEQUÍN.— Yo un pipi sin papeles, que está por usted ventolera.

DOÑA LORETA.— ¡Que se busca usted un compromiso con mi esposo!

PACHEQUÍN.— Ya andaríamos con pupila, llegado el caso, Doña Loreta.

DOÑA LORETA.— No hay pecado sellado.

PACHEQUÍN.— ¿Y de saberse, qué haría el Teniente?

DOÑA LORETA.— ¡Matarnos!

PACHEQUÍN.— No llame usted a esa puerta tan negra. ¡Sería un por de más!

DOÑA LORETA.— ¡Ay, Pachequín, la esposa del militar, si cae, ya sabe lo que la espera!

PACHEQUÍN.— ¿No le agradaría a usted morir como una celebridad, y que su retrato saliese en la Prensa?

DOÑA LORETA.— ¡La vida es muy rica, Pachequín! A mí me va muy bien en ella.

PACHEQUÍN.— ¿Es posible que no la camele a usted salir retratada en A B C?

DOÑA LORETA.— ¡Tío guasa!

PACHEQUÍN.— ¿Quiere decirse que le es a usted inverosímil?

DOÑA LORETA.— ¡Completamente!

PACHEQUÍN.— No paso a creerlo.

DOÑA LORETA.— Como sus murgas esta servidora.

PACHEQUÍN.— No es caso parejo. ¿Qué prueba de amor me pide usted, Doña Loreta?

DOÑA LORETA.— Ninguna. Tenga usted juicio y no me sofoque.

PACHEQUÍN.— ¿Va usted a quererme?

DOÑA LORETA.— Ha hecho usted muchas picardías en el mundo, y pudiera suceder que las pagase todas juntas.

PACHEQUÍN.— Si había de aplicarme usted el castigo, lo celebraría.

DOÑA LORETA.— Usted se olvida de mi esposo.

PACHEQUÍN.— Quiérame usted, que para ese toro tengo yo la muleta de Juan Belmonte.

DOÑA LORETA.— No puedo quererle, Pachequín.

PACHEQUÍN.— ¿Y tampoco puede usted darme el clavel que luce en el moño?

DOÑA LORETA.— ¿Me va mal?

PACHEQUÍN.— Le irá a usted mejor este reventón de mi solapa. ¿Cambiamos?

DOÑA LORETA.— Como una fineza, Pachequín. Sin otra significación.

PACHEQUÍN.— Un día la rapto, Doña Loreta.

DOÑA LORETA.— Peso mucho, Pachequín.

PACHEQUÍN.— ¡Levanto yo más quintales que San Cristóbal!

DOÑA LORETA.— Con el pico.

(DOÑA LORETA ríe, haciendo escalas buchonas, y se desprende el clavel del rodete. Las mangas del peinador escurren por los brazos desnudos de la Tenienta. En el silencio expresivo del cambio de miradas, una beata con manto de merinillo, asoma por el atrio de Santiago: Doña Tadea Calderón, que adusta y espantadiza, viendo el trueque de claveles, se santigua con la cruz del rosario: La tarasca, retirándose de la reja, toca hierro.)

DOÑA LORETA.— ¡Lagarto! ¡Lagarto! ¡Esa bruja me da espeluznos!

(DOÑA TADEA pasa atisbando. El garabato de su silueta se recorta sobre el destello cegador y moruno de las casas encaladas. Se desvanece bajo un porche, y a poco su cabeza de lechuza, asoma en el ventano de una guardilla.)

ESCENA TERCERA

(EL CEMENTERIO DE SANTIAGO EL VERDE: UNA TAPIA BLANCA CON CIPRESES, Y CANCEL NEGRO CON UNA CRUZ.- Sobre la tierra removida, el capellán reza atropellado un responso, y el cortejo de mujerucas y marineros se dispersa. Al socaire de la tapia, como una sombra, va el Teniente Don Friolera, que se cruza con algunos acompañantes del entierro. Juanito Pacheco, cojeando, pingona la capa, se le empareja.)

PACHEQUÍN.— ¡Salud, mi Teniente!

DON FRIOLERA.— Apártate, Pachequín.

PACHEQUÍN.— ¡Tiene usted la color mudada! ¡A usted le ocurre algún contratiempo!

DON FRIOLERA.— No me interrogues.

PACHEQUÍN.— Manifiéstese usted con un amigo leal, mi Teniente.

DON FRIOLERA.— Pachequín, ya llegará ocasión de que hablemos. Ahora sigue tu camino.

PACHEQUÍN.— Conforme, no quiero serle molesto, mi Teniente.

DON FRIOLERA.— ¡Oye! ¿Por qué sales del cementerio?

PACHEQUÍN.— He venido dando convoy al cadáver de un parroquiano.

DON FRIOLERA.— ¡Poca cosa!...

PACHEQUÍN.— ¡Y tan poca!

DON FRIOLERA.— No hablemos más. ¡Adiós!

PACHEQUÍN.— Todavía una palabra.

DON FRIOLERA.— ¡Suéltala!

PACHEQUÍN.— ¿Qué le ocurre a usted, mi Teniente? ¡Abra usted su pecho a un amigo!

DON FRIOLERA.— Verías el Infierno.

PACHEQUÍN.— ¡Le hallo a usted como estrafalario!

DON FRIOLERA.— Estás en tu derecho.

(DON FRIOLERA, haciendo gestos, se aleja pegado al blanco tapial de cipreses, y el barbero, contoneándose con el ritmo desigual de la cojera, aborda un grupo de tres sujetos marchosos, que conversan en el campillo, frente a la negra cancela. Aquel de la bufanda, calzones de odalisca y pedales amarillos, muy pinturero, es el Niño del Melonar: Aquel pomposo pato azul con cresta roja, Curro Cadenas: Y el que dogmatiza con el fagot bajo el carrik y el kepis sobre la oreja, Nelo el Peneque.)

PACHEQUÍN.— ¡Salud, caballeros!

EL PENEQUE.— ¡Salud, y pesetas!

PACHEQUÍN.— De eso hay poco.

EL PENEQUE.— Pues son las mejores razones en este mundo.

CURRO.— Esas ladronas nunca dejan de andar de por medio: Ellas y las mujeres son nuestra condenación.

EL NIÑO ¿Tú qué dices, Pachequín?

PACHEQUÍN.— Aprendo la doctrina.

EL NIÑO Cultivando a la Tenienta.

CURRO.— ¡No es mala mujer!

EL PENEQUE.— Cartagenera y esposa de militar, pues dicho se está que buen pico, buen garbo y buena pierna.

PACHEQUÍN.— En ese respecto, un servidor se declara incompetente.

EL NIÑO ¿Todavía no le has regalado unas ligas a la Tenienta?

PACHEQUÍN.— Caballeros, con tanta risa van ustedes a sentir disnea.

EL PENEQUE.— No te ofendas, ninche.

PACHEQUÍN.— Doña Loreta es una esposa fiel a sus deberes. La amistad que me une con su esposo, es la filarmonía. Don Pascual es un fenómeno de los buenos haciendo sonar la guitarra.

EL PENEQUE.— ¡La mejor guitarra está hoy en el Presidio de Cartagena!

EL NIÑO ¿A quién señalas?

EL PENEQUE.— Al Pollo de Triana.

PACHEQUÍN.— Don Pascual tiene un estilo parejo.

EL PENEQUE.— No le conocía yo esa gracia.

PACHEQUÍN.— ¡Un coloso!

CURRO.— No miente el amigo. A Don Friolera vengo yo tratándole hace muchos años. En la Plaza de Algeciras le he conocido sirviendo en clase de sargento, y tuve ocasión de oírle algunos conciertos. ¡Es una guitarra de las buenas! Entonces Don Friolera estaba tenido por sujeto mirado y servicial, de lo más razonable y decente del Cuerpo de Carabineros.

EL NIÑO ¡Menudo cambiazo el que ha dado! Hoy pone la cucaña en el Pico de Teide.

EL PENEQUE.— Pues la mucha familia no le obliga a ese rigor.

EL NIÑO Es la obra de los galones. Se ha desvanecido. En una pacotilla de cien duros, a lo presente, te pide un quiñón de veinticinco.

PACHEQUÍN.— Hoy los duros son pesetas. No están las cosas como hace algunos años.

EL PENEQUE.— ¡Y todo este desavío nos lo trajo el Káiser!

CURRO.— ¡Y aún ha de tardar el arreglo! La España de cabo a cabo hemos de verla como está Barcelona. Y el que honradamente juntó cuatro cuartos, tendrá que suicidarse.

(SE alejan haciendo estaciones. Sobre las cuatro figuras en hilera ondula una ráfaga de viento. Anochece. El Teniente, con gestos de maníaco, viene bordeando la tapia, pasa bajo la sombra de los cipreses, y continúa la ronda del cementerio. Bultos negros de mujerucas con rebozos salpican el campillo. El Teniente se cruza con una vieja que le clava los ojos de pajarraco: Pequeña, cetrina, ratonil, va cubierta con un manto de merinillo. Don Friolera siente el peso de aquella mirada, y una súbita iluminación. Se vuelve y atrapa a la beata por el moño.)

DON FRIOLERA.— ¡Doña Tadea, merece usted morir quemada!

DOÑA TADEA.— ¡Está usted loco!

DON FRIOLERA.— ¡Quemada por bruja!

DOÑA TADEA.— ¡No me falte usted!

DON FRIOLERA.— ¡Usted ha escrito el anónimo!

DOÑA TADEA.— ¡Respete usted que soy una anciana!

DON FRIOLERA.— ¡Usted lo ha escrito!

DOÑA TADEA.— ¡Mentira!

DON FRIOLERA.— ¿Sabe usted a lo que me refiero?

DOÑA TADEA.— No sé nada, ni me importa.

DON FRIOLERA.— Va usted a escupir esa lengua de serpiente. ¡Usted me ha robado el sosiego!

DOÑA TADEA.— Piense usted si otros no le robaron algo más.

DON FRIOLERA.— ¡Perra!

DOÑA TADEA.— ¡Suélteme usted! ¡Ay! ¡Ay!

DON FRIOLERA.— ¡Bruja! ¡Me ha mordido la mano!

DOÑA TADEA.— ¡Asesino! Devuélveme el postizo del moño.

DON FRIOLERA.— ¡Arpía! ¿Por qué has escrito esa infamia?

DOÑA TADEA.— ¡Se atreve usted con una pobre vieja, y con quien debe atreverse, mucha ceremonia!

DON FRIOLERA.— ¡Mujer infernal!

DOÑA TADEA.— ¡Grosero!

DON FRIOLERA.— ¡Usted ha escrito el papel!

DOÑA TADEA.— ¡Chiflado!

DON FRIOLERA.— ¡Pero usted sabe que soy un cabrón!

DOÑA TADEA.— DOÑA TADEA

Lo sabe el pueblo entero. ¡Suélteme usted! Debe usted sangrarse.

DON FRIOLERA.— ¡Aborto infernal!

DOÑA TADEA.— ¡Me da usted lástima!

DON FRIOLERA.— ¿Con quién me la pega mi mujer?

DOÑA TADEA.— Eso le incumbe a usted averiguarlo. Vigile usted.

DON FRIOLERA.— ¿Y para qué, si no puedo volver a ser feliz?

DOÑA TADEA.— Tiene usted una hija, edúquela usted, sin malos ejemplos. Viva usted para ella.

DON FRIOLERA.— ¿El ladrón de mi honra, es Pachequín?

DOÑA TADEA.— ¿A qué pregunta, Señor Teniente? Usted puede sorprender el adulterio, si disimula y anda alertado.

DON FRIOLERA.— ¿Y para qué?

DOÑA TADEA.— Para dar a los culpables su merecido.

DON FRIOLERA.— ¡La muerte!

DOÑA TADEA.— ¡Virgen Santa!

(LA vieja gazmoña huye enseñando las canillas. Don Friolera se sienta al pie del negro cancel, y dando un suspiro, a media voz, inicia su monólogo de cornudo.)

ESCENA CUARTA

(LA COSTANILLA DE SANTIAGO EL VERDE, CUANDO LAS ESTRELLAS HACEN GUIÑOS SOMBRE LOS TEJADOS. Un borracho sale bailando a la puerta del Billar de doña Calixta. La última beata vuelve de la novena: Arrebujada en su manto de merinillo, pasa fisgona metiendo el hocico por rejas y puertas: En el claro de luna, el garabato de su sombra tiene reminiscencias de vulpeja: Escurridiza, desaparece bajo los porches y reaparece sobre la banda de luz que vierte la reja de una sala baja y dominguera, alumbrada por quinqué de porcelana azul. Se detiene a espiar. Don Friolera, sentado ante el velador con tapete de malla, sostiene abierto un álbum de retratos: Se percibe el pueril y cristalino punteado de su caja de música. Don Friolera, en el reflejo amarillo del quinqué, es un fantoche trágico. La beata se acerca, y pega a la reja su perfil de lechuza. El Teniente levanta la cabeza, y los dos se miran un instante.)

DOÑA TADEA.— ¡Esta tarde me ha dado usted un susto! Podía haberle denunciado.

DON FRIOLERA.— ¡Antes había recibido una puñalada en el corazón!

DOÑA TADEA.— ¡Es usted maniático, Señor Teniente!

DON FRIOLERA.— Doña Tadea, usted está siempre como una lechuza en la ventana de su guardilla, usted sabe quién entra y sale en cada casa... ¡Doña Tadea maldita, usted ha escrito el anónimo!

DOÑA TADEA.— ¡Jesús María!

DON FRIOLERA.— ¡Aún conserva la tinta en las uñas!

DOÑA TADEA.— ¡Falsario!

DON FRIOLERA.— ¿Por qué ha encendido usted esta hoguera en mi alma?

DOÑA TADEA.— ¡Calumniador!

DON FRIOLERA.— ¡Sólo usted conocía mi deshonra!

DOÑA TADEA.— ¡Papanatas!

DON FRIOLERA.— ¡Doña Tadea, merecía usted ser quemada!

DOÑA TADEA.— ¡Y usted llevar la corona que lleva!

DON FRIOLERA.— Yo soy militar y haré un disparate.

DOÑA TADEA.— ¡Ave María! ¡Por culpa de dos réprobos una tragedia en nuestra calle!

DON FRIOLERA.— ¡Considere usted el caso!

DOÑA TADEA.— ¡Porque lo considero, Señor Teniente!

DON FRIOLERA.— ¡El honor se lava con sangre!

DOÑA TADEA.— ¡Eso decían antaño!...

DON FRIOLERA.— ¡Cuando quemaban a las brujas!

DOÑA TADEA.— ¡Señor Teniente, no tenga usted para mí tan negra entraña!... Pudiera ser que no hubiese fornicio. Usted, guarde a su esposa.

DON FRIOLERA.— ¿Quién ha escrito el anónimo, Doña Tadea?

DOÑA TADEA.— ¡Yo sólo sé mis pecados!

(LA vieja se arrebuja en el manto, desaparece en la sombra de la callejuela, reaparece en el ventano de su guardilla, y bajo la luna, espía con ojos de lechuza: Santiguándose oye el cisma de los mal casados. Don Friolera y Doña Loreta, riñen a gritos, baten las puertas, entran y salen con los brazos abiertos. Sobre el velador con tapete de malla, el quinqué de porcelana azul alumbra la sala dominguera. El movimiento de las figuras, aquel entrar y salir con los brazos abiertos, tienen la sugestión de una tragedia de fantoches.)

DON FRIOLERA.— ¡Es inaudito!

DOÑA LORETA.— ¡Palabrotas, no!

DON FRIOLERA.— ¡Dejarte cortejar!

DOÑA LORETA.— ¡Una fineza no es un cortejo!

DON FRIOLERA.— ¡Has abierto un abismo entre nosotros! ¡Un abismo de los llamados insondables!

DOÑA LORETA.— ¡Farolón!

DON FRIOLERA.— ¡Estás buscando que te mate, Loreta! ¡Que lave mi honor con tu sangre!

DOÑA LORETA.— ¡Hazlo! ¡Solamente por verte subir al patíbulo lo estoy deseando!

DON FRIOLERA.— ¡Disipada!

DOÑA LORETA.— ¡Verdugo!

(DON FRIOLERA blande un pistolón. Doña Loreta, con los brazos en aspa y el moño colgando, sale de la casa dando gritos. Don Friolera la persigue, y en el umbral de la puerta, al pisar la calle, la sujeta por los pelos.)

DON FRIOLERA.— ¡Vas a morir!

DOÑA LORETA.— ¡Asesino!

DON FRIOLERA.— ¡Encomiéndate a Dios!

DOÑA LORETA.— ¡Criminal! ¡Que con las armas de fuego no hay bromas!

(ABRESE repentinamente la ventana del barbero, y éste asoma en jubón de franela amarilla, el pescuezo todo nuez.)

PACHEQUÍN.— ¡Va el pueblo a consentir este mal trato! Si otro no se interpone, yo me interpongo, porque la mata.

(EMPUÑANDO un estoque de bastón, salta a la calle, y con su zanco desigual, se dirige a la casa de la tragedia.)

DON FRIOLERA.— ¡Traidor! Te alojaré una bala en la cabeza.

PACHEQUÍN.— ¡Verdugo de su señora, que no se la merece!

DON FRIOLERA.— ¡Ladrón de mi honor!

PACHEQUÍN.— ¡A las mujeres se las respeta!

DON FRIOLERA.— ¡No admito lecciones!

DOÑA LORETA.— ¡Pascualín!

DON FRIOLERA.— ¡Pascual! ¡Para la esposa adúltera, Pascual!

DOÑA LORETA.— ¡No te ofusques!

DON FRIOLERA.— ¡Os mataré a los dos!

DOÑA LORETA.— ¡No des una campanada, Pascual!

DON FRIOLERA.— ¡Pido cuentas de mi honor!

DOÑA LORETA.— ¡Pascualín!

DON FRIOLERA.— ¡Exijo que me llames Pascual!

PACHEQUÍN.— ¡No lleva usted razón, mi Teniente!

DON FRIOLERA.— ¡Falso amigo, esa mujer debiera ser sagrada para ti!

PACHEQUÍN.— ¡Así la he considerado siempre!

DON FRIOLERA.— ¿Loreta, quién te dió esa flor que llevas en el rodete?

DOÑA LORETA.— Una fineza.

PACHEQUÍN.— No vea usted en ello mala intención, mi Teniente.

DOÑA LORETA.— ¡Pascualín!

DON FRIOLERA.— ¡Pascual! ¡Para ti ya no soy Pascualín!

DOÑA LORETA.— ¡Rechazas un mimo, ya no me quieres!

DON FRIOLERA.— ¡No puedo quererte!

PACHEQUÍN.— Perdone que se lo diga, pero no merece usted la perla que tiene, mi Teniente.

DON FRIOLERA.— Con vuestra sangre, lavaré mi honra. Vais a morir los dos.

PACHEQUÍN.— Mi Teniente, oiga razones.

DOÑA LORETA.— ¡Ciego! ¿No ves resplandecer nuestra inocencia?

DON FRIOLERA.— ¡Encomiéndense ustedes a Dios!

PACHEQUÍN.— ¿Doña Loreta, qué hacemos?

DOÑA LORETA.— ¡Rezar, Pachequín!

PACHEQUÍN.— ¿Vamos a dejar que nos mate como perros? ¡Don Loreta, no puede ser!

DOÑA LORETA.— ¡Pachequín, tenga usted esta flor culpa de los celos de mi esposo!

(DOÑA LORETA, con ademán trágico, se desprende el clavel que baila al extremo del moño colgante. Pachequín alarga la mano. Don Friolera, se interpone, arrebata la flor y la pisotea. La tarasca cae de rodillas, abre los brazos y ofrece el pecho a las furias del pistolón.)

DOÑA LORETA.— ¡Mátame! ¡Moriré inocente!

DON FRIOLERA.— ¡Morirás cuando yo lo ordene!

(UNA niña, como moña de feria, descalza, en camisa, con el pelo suelto, aparece dando gritos en la reja.)

LA NIÑA ¡Papito! ¡Papín!

DOÑA LORETA.— ¡Hija mía, acabas de perder a tu madre!

(DON FRIOLERA arroja el pistolón, se oprime las sienes, y arrebatado entra en la casa, cerrando la puerta. Se le ve aparecer en la reja, tomar en brazos a la niña y besarla llorando, ridículo y viejo.)

DON FRIOLERA.— ¡Manolita, pon un bálsamo en el corazón de tu papá!

(DOÑA LORETA, caída sobre las rodillas, golpea la puerta, grita sofocada, se araña y se mesa.)

DOÑA LORETA.— ¡Pascual, mira lo que haces! ¡Limpia estoy de toda culpa! ¡En adelante, quizá no pueda decirlo, pues me abandonas, y la mujer abandonada, santa ha de ser para no escuchar al diablo! ¡Abreme la puerta, mal hombre!... ¡Dame tu ayuda, Reina y Madre!

(LA tarasca bate con la frente en la puerta y se desmaya. Pachequín mira de reojo al fondo de la sala silenciosa, y acude a tenerla. La tarasca suspira transportada.)

DOÑA LORETA.— ¡Peso mucho!

PACHEQUÍN.— ¡No importa! Mientras no pasa este nublado, acepte usted el abrigo de mis tejas.

(SE abren algunas ventanas, y asoman en retablo figuras en camisa, con un gesto escandalizado. Pachequín se vuelve y hace un corte de mangas.)

PACHEQUÍN.— ¡El mundo me la da, pues yo la tomo, como dice el eminente Echegaray!

DOÑA TADEA.— ¡Piedra de escándalo!

ESCENA QUINTA

(LA ALCOBA DEL BARBERO: PEGADA A LA PARED, LA CAMA ANGOSTA Y HOPADA, CON UNA COLCHA VISTOSA DE PAJAROS Y RAMAJES, UN PARAISO PORTUGUES. Tras de la puerta, la capa y la gorra colgadas con la guitarra, fingen un bulto viviente. Por el ventano abierto penetra con el claro de luna, el ventalle silencioso y nocturno de un huerto de luceros. Y la brisa y la luna parecen conducir un diálogo entre el vestiglo de la puerta, y el pelele, que abre la cruz de los brazos sobre la copa negra de una higuera, en la redoma azul del huerto. Entra el galán con la raptada, encendida, pomposa y con suspiros de soponcio. La luna infla los carrillos en la ventana.)

DOÑA LORETA.— ¡Demonio tentador, adonde me conduces?

PACHEQUÍN.— ¡A tu casa, prenda!

DOÑA LORETA.— ¡Buscas la perdición de los dos! ¡Tú eres un falso! ¡Déjame volver honrada al lado de mi esposo! ¡Demonio tentador, no te interpongas!

PACHEQUÍN.— ¿Ya nada no soy para ti, mujer fatal? ¿Ya no dicto ninguna palabra a tu corazón? ¡Juntos hemos arrostrado la sentencia de ese hombre bárbaro que no te merece!

DOÑA LORETA.— Yo lo elegí libremente.

PACHEQUÍN.— ¡Estabas ofuscada!

DOÑA LORETA.— ¿Y ahora no es ofuscación dejar mi casa, dejar un ser nacido de mis entrañas? ¡Considera que soy esposa y madre!

PACHEQUÍN.— ¡Todo lo considero...! Y también que tu vida peligra al lado de ese hombre celoso!

DOÑA LORETA.— ¡No me ciegues y ábreme la puerta!

PACHEQUÍN.— ¡Olvidas que una misma bala pudo matarnos!

DOÑA LORETA.— ¡No me ciegues! ¡Ten un buen proceder, y ábreme la puerta!

PACHEQUÍN.— ¿Olvidas que nuestra sangre estuvo a pique de correr emparejada?

DOÑA LORETA.— ¡No me ciegues!

PACHEQUÍN.— ¿Olvidas que ese hombre bárbaro, a los dos nos tuvo encañonados con su pistola? ¿Qué mayor lazo para enlazar corazones?

DOÑA LORETA.— ¡No pretendo romperlo! ¡Pero déjame volver al lado de mi hija, que estoy en el mundo para mirar por ella!

PACHEQUÍN.— ¿Y para nada más?

DOÑA LORETA.— ¡Y para quererte, demonio tentador!

PACHEQUÍN.— ¿Por qué entonces huyes de mi lado?

DOÑA LORETA.— ¡Porque me das miedo!

PACHEQUÍN.— ¡No paso a creerlo! ¡Tú buscas verme desesperado!

DOÑA LORETA.— ¡Calla, traidor!

PACHEQUÍN.— Si me amases, estarías recogida en mis brazos, como una paloma.

DOÑA LORETA.— ¿Por qué así me hablas, cuando sabes que soy tuya?

PACHEQUÍN.— ¡Aún no lo has sido!

DOÑA LORETA.— Lo seré y te cansarás de tenerme, pero ahora no me pidas cosa ninguna.

PACHEQUÍN.— Me pondré de rodillas.

DOÑA LORETA.— ¡Pachequín, respétame! ¡Yo soy una romántica!

PACHEQUÍN.— En ese achaque, no me superas. Cuando te contemplo, amor mío, me entra como éxtasis.

DOÑA LORETA.— ¡Qué noche de luceros!

PACHEQUÍN.— ¡La propia para un idilio!

DOÑA LORETA.— ¡Dame una prueba de amor puro!

PACHEQUÍN.— ¡La que me pidas!

DOÑA LORETA.— ¡Permite que me vaya! ¡Ten un noble proceder, y ábreme la puerta!

PACHEQUÍN.— ¡Franca la tienes!

DOÑA LORETA.— ¡Adiós, Juanito!

PACHEQUÍN.— ¡Adiós, Loreta!

DOÑA LORETA.— ¿No quiere usted mirarme?

PACHEQUÍN.— ¡No puedo! ¡Temo perder el juicio y olvidarme de que soy un caballero! ¡Ahí son nada tus miradas, Loreta!

DOÑA LORETA.— ¡Es de rosas y espinas nuestra cadena!

PACHEQUÍN.— ¡Tú la rompes!

DOÑA LORETA.— ¡No me ciegues!

PACHEQUÍN.— ¿Adonde vas? Cortemos, Loreta, ese nudo gordiano.

DOÑA LORETA.— ¡Soy esposa y madre!

PACHEQUÍN.— Temo que te asesine ese hombre.

DOÑA LORETA.— Siempre la inocencia resplandece.

PACHEQUÍN.— Pudiera no querer darte acogida: En tal caso, prométeme ser mía.

DOÑA LORETA.— ¡Tuya, hasta la muerte!

PACHEQUÍN.— Te acompañaré para prevenir un arrebato de ese hombre demente.

DOÑA LORETA.— ¡No expongas la vida por mí!...

PACHEQUÍN.— Es deber que tengo.

(PACHEQUIN, muy jaque, se pone la gorra en la oreja y empuña el estoque. La tarasca sale delante con el pañuelo en los ojos. Sobre la copa negra de la higuera, se espatarra el pelele en un círculo de luceros.)

ESCENA SEXTA

(EN LA SALA DOMINGUERA, SOBRE EL VELADOR CON TAPETE DE GANCHILLO, EL QUINQUE DE PORCELANA AZUL ILUMINA EL ALBUM DE RETRATOS. Pasa por la pared, gesticulante, la sombra de Don Friolera. Un ratón, a la boca de su agujero, arruga el hocico y curiosea la vitola de aquel adefesio con gorrilla de cuartel, babuchas moras, bragas azules de un uniforme viejo, y rayado chaleco de Bayona. El quinqué de porcelana translúcida tiene un temblor enclenque.)

DON FRIOLERA.— ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!... ¡No me tiembla a mí la mano! Hecha justicia me presento a mi Coronel: - ¿Mi Coronel, cómo se lava la honra?- Ya sé su respuesta. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡Listos! En el honor no puede haber nubes. Me presento voluntario a cumplir condena. ¡Mi Coronel, soy otro Teniente Capriles! Eran culpables, no soy un asesino. Si me corresponde pena de ser fusilado, pido gracia para mandar el fuego: ¡Muchachos, firmes y a la cabeza! ¡Adiós, mis queridos compañeros! Tenéis esposas honradas, y debéis estimarlas: ¡No consintáis nunca el adulterio en el Cuerpo de Carabineros! ¡Friolera! ¡Eran culpables! ¡Pagaron con su sangre! ¡No soy un asesino!

(RECHINA la puerta y en el umbral aparece Doña Loreta. Tras ella, en la sombra del pasillo, se apunta la figura del barbero con el kepis sobre una ceja, y la capa acandilada por el estoque. Doña Loreta cae de rodillas juntando las manos.)

DOÑA LORETA.— ¡Pascual!

DON FRIOLERA.— ¿Conoces tu sentencia?

DOÑA LORETA.— Pascualín, si dudas de mi inocencia, si me repudias de esposa, que sea de una manera decente, y sin escándalo.

DON FRIOLERA.— En España, la mujer que falta, tiene pena de la vida.

DOÑA LORETA.— Pascual, nunca tu esposa dejó de guardarte le debida fidelidad.

DON FRIOLERA.— ¡Pruebas! ¡Pruebas!

DOÑA LORETA.— ¡También yo las pido, Pascual!

DON FRIOLERA.— ¡Loreta, es preciso que resplandezca tu inocencia!

DOÑA LORETA.— Como el propio sol resplandece. ¿Quién me acusa? ¡Un hombre bárbaro! ¡Un celoso demente! ¡Un turco sanguinario! ¡Mátame, pero no me calumnies!

DON FRIOLERA.— ¿De dónde vienes? ¿Y ese hombre por qué te acompaña?

PACHEQUÍN.— Para testificar que tiene usted una perla por esposa. ¡Una heroína!

DON FRIOLERA.— ¡Pruebas! ¡Pruebas!

PACHEQUÍN.— ¿No le satisface a usted el hecho de que un servidor se constituya en su domicilio, para hacerle entrega de su señora?

DOÑA LORETA.— ¿Qué respondes?

PACHEQUÍN.— Déjele usted que lo medite, Doña Loreta.

DOÑA LORETA.— Ten un impulso generoso, Pascualín.

PACHEQUÍN.— Comprenda usted, mi Teniente, la razón de las cosas.

DON FRIOLERA.— Pachequín, sal de esta casa. No puedo soportar tu presencia. Te concedo un plazo de cinco minutos.

PACHEQUÍN.— ¡Mi Teniente, es usted un dramático sempiterno!

DON FRIOLERA.— Pachequín, dudo si eres un cínico, o el primer caballero de España.

PACHEQUÍN.— Soy un romántico, mi Teniente.

DON FRIOLERA.— Yo también, y te propongo un duelo a dos pasos en el cementerio.

DOÑA LORETA.— ¿Vuelves a tus dudas?

DON FRIOLERA.— Llámales garfios infernales.

PACHEQUÍN.— Yo me retiro.

DON FRIOLERA.— ¡El demonio te lleve!

DOÑA LORETA.— ¡Qué proceder el de ese amigo, Pascual!

DON FRIOLERA.— ¡No me subleves!

DOÑA LORETA.— ¡Rencoroso!

DON FRIOLERA.— ¡Es inaudito!

DOÑA LORETA.— ¡Palabrotas, no, Pascual! ¡Eres un soldadote y no me respetas!

DON FRIOLERA.— Me avistaré con ese hombre y le propondré un arreglo a tiros. Es la solución más honrosa.

DOÑA LORETA.— ¡Y si te mata!

DON FRIOLERA.— Te quedas viuda y libre.

DOÑA LORETA.— Pascual, esas palabras son puñales que me traspasan. Pascual, yo jamás consentiré que expongas tu vida por una demencia.

DON FRIOLERA.— No sé cómo podrás impedirlo.

DOÑA LORETA.— ¡Me tomaré una pastilla de sublimado!

DON FRIOLERA.— El sublimado de las boticas, no mata.

DOÑA LORETA.— ¡Una caja de cerillas!

DON FRIOLERA.— Serán inútiles todos tus histerismos.

DOÑA LORETA.— ¿Sigues de mala data para mí, Pascual? ¡Necesitas reposo!

DON FRIOLERA.— ¡Déjame!

DOÑA LORETA.— ¡Pascual, tendremos que divorciarnos si persistes en tus dudas! Estás haciendo de mi la Esposa Mártir.

DON FRIOLERA.— ¡Quieres la libertad para volver al lado de ese hombre! Nos divorciaremos, pero entrarás en un convento de arrepentidas.

DOÑA LORETA.— ¡Tirano!

DON FRIOLERA.— ¡Has destruído mi vida!

DOÑA LORETA.— ¿Pascual, por qué me haces desgraciada? Recógete, Pascual. Procura conciliar el sueño.

DON FRIOLERA.— El sueño huyó de mis párpados.

DOÑA LORETA.— ¡Pascual, ten juicio!

DON FRIOLERA.— ¡Mi vida está acabada!

DOÑA LORETA.— Pascual, tienes una hija, me tienes a mí...

DON FRIOLERA.— ¡Loreta, me has hecho dudar de todo!

DOÑA LORETA.— Pascual, no seas injusto.

DON FRIOLERA.— ¡Quisiera serlo!

(DOÑA LORETA, desgarrado el gesto, temblona y rebotada el anca, flojo el corsé, sueltas las jaretas de las enaguas, sale corretona, y reaparece con una botella de anisete escarchado.)

DOÑA LORETA.— ¡Vaya, esto se acabó! Pascual, vamos a beber una copa juntos: Es el regalo de Curro Cadenas.

DON FRIOLERA.— Yo no bebo.

DOÑA LORETA.— Bebes, y vas a emborracharte conmigo.

DON FRIOLERA.— ¡Contigo, jamás! ¡Te aborrezco!

DOÑA LORETA.— Pues te emborrachas solo.

DON FRIOLERA.— ¿Para olvidar?

DOÑA LORETA.— Naturaca. ¡Bebe!

DON FRIOLERA.— ¡No bebo!

DOÑA LORETA.— ¡Te lo vierto por la cabeza!

DON FRIOLERA.— ¡Espera!

(EL TENIENTE recibe la copa con mano temblona, y al apurarla, derrama un hilo de la mosca a la nuez.)

DOÑA LORETA.— ¡Otra!

DON FRIOLERA.— ¿Intentas embriagarme?

DOÑA LORETA.— Te hará bien.

DON FRIOLERA.— Rechazo ese expediente.

DOÑA LORETA.— ¡Otra, digo!

DON FRIOLERA.— ¡Si con esto olvidase!

DOÑA LORETA.— A lo menos te dormirás y descansaremos.

DON FRIOLERA.— No me dormiré. ¡No puedo!

DOÑA LORETA.— ¡Bebe!

DON FRIOLERA.— ¿Cuántas van?

DOÑA LORETA.— ¡No lo sé, bebe!

DON FRIOLERA.— ¿Quién está oculto en aquella puerta?

DOÑA LORETA.— ¡El gato!

DON FRIOLERA.— ¿Cuántas van?

DOÑA LORETA.— ¡Bebe!

DON FRIOLERA.— Enciende una cerilla, Loreta. ¿Quién está oculto en aquella puerta? ¡No te escondas, miserable!

DOÑA LORETA.— ¡Bebe!

DON FRIOLERA.— ¡Es Pachequín! ¡Loreta, pon una sartén a la lumbre! ¡Vas a freírme los hígados de ese pendejo!

DOÑA LORETA.— ¡No me asustes, Pascual!

DON FRIOLERA.— ¡Y no tendrás más remedio que probar una tajada!

DOÑA LORETA.— ¡Ya la cogiste!

DON FRIOLERA.— ¡Ese Pachequín es un busca pendencias! ¿A qué fué ponerse tan gallo? ¿Duermes, Loreta? Responde. ¿Duermes?

DOÑA LORETA.— Duermo.

DON FRIOLERA.— Tú, con tu actitud, le diste alas. Responde, Loreta.

DOÑA LORETA.— Me he quedado sorda de un aire.

DON FRIOLERA.— ¡Impúdica!

DOÑA LORETA.— ¡Mierda!

(DOÑA LORETA toma el quinqué, y dejando la sala a oscuras, se mete por la puerta de escape pintada de azul, recogidas sobre una cadera las sueltas enaguas.)

DON FRIOLERA.— Si tú ocupas la cama matrimonial, yo dormiré en la esterilla.

DOÑA LORETA.— ¡Duerme debajo de la escalera, como San Alejo!

DON FRIOLERA.— ¡Loretita! Donde hay amor, hay celos. No te enojes, pichona, con tu pichón. ¿Duermes, Loretita?

ESCENA SEPTIMA

(EL BILLAR DE DOÑA CALIXTA: SALA BAJA CON PINTURAS ABSURDAS, DE UN SENTIMIENTO POPULAR Y DRAMATICO:- Contrabandistas de trabuco y manta jerezana; manolas de bolero y calañés, con ojos asesinos; picadores y toros, alaridos del rojo y del amarillo.- Curro Cadenas, toma café en la mesa más cercana al mostrador, y conversa con la dueña, que sobre un fondo de botillería, destaca su busto propincuo, de cuarentona.)

DOÑA CALIXTA.— ¿Currillo, ha oído usted esa voz de que expulsan de la milicia a Don Friolera?

CURRO.— Usted siempre estará mejor enterada, Doña Calixta.

DOÑA CALIXTA.— Pues no lo estoy.

CURRO.— Como tiene usted de huésped al Teniente Rovirosa.

DOÑA CALIXTA.— Ese señor, para guardar un secreto, es la rúbrica de un escribano.

CURRO.— ¿No están reunidos en el piso de arriba los tres Tenientes.

DOÑA CALIXTA.— Con dos barajas.

CURRO.— De ahí saldrá la bomba.

DOÑA CALIXTA.— Sentiré la desgracia de Don Friolera. ¡Era un sujeto muy decente!

CURRO.— Había dado un cambiazo.

DOÑA CALIXTA.— Otro vendrá que le haga bueno.

CURRO.— En general, la clase de oficiales es decente. El mal está en los altos espacios. ¡Allí no entienden si no es por miles de pesetas! ¡La parranda de los guarismos es aquello!

DOÑA CALIXTA.— ¡Si usted no pisa por esos suelos alfombrados!

CURRO.— ¡Qué sabe usted los palacios donde yo entro! Un servidor ha dejado por las alturas más pápiros que tiene el Banco de España.

DOÑA CALIXTA.— Currillo, es usted un telescopio contando.

CURRO.— Tómelo usted a guasa.

DOÑA CALIXTA.— ¿Tiene usted fábrica de moneda?

CURRO.— ¡Así es! El Gobierno me ha concedido el monopolio de los duros sevillanos.

DOÑA CALIXTA.— ¡Para hacerse rico!

CURRO.— No tanto. La flor del negocio se la llevan las acciones liberadas.

DOÑA CALIXTA.— ¡Guasista! Cállese un momento. ¡Arriba hablan recio!

CURRO.— Me parece que disputan por una jugada.

(EL Teniente Don Friolera, escoltado por un perrillo con borla en la punta del rabo, entra en la sala de los billares. Zancudo, amarillento y flaco, se llega al mostrador, bordeando las grandes mesas verdes, y saluda, alzada la mano a la visera del ros.)

DON FRIOLERA.— Doña Calixta, una copa de aguardiente, que no voy a pagar.

DOÑA CALIXTA.— Tiene usted crédito.

DON FRIOLERA.— Salí de casa sin tabaco y sin numerario. Tuvimos una nube en el matrimonio, y no he querido pedirle a mi señora la llave de la gaveta.

CURRO.— Doña Calixta, si aquí me autoriza, esta copa la paga un servidor.

DON FRIOLERA.— Currillo, no te subas a la gavia, pero ésta, prefiero debérsela a Doña Calixta.

CURRO.— Con lo cual quiere decirse que tomará usted otra, mi teniente.

DON FRIOLERA.— ¡Bueno!

(CON gesto confidencial, se aparta al fondo de una ventana, y hace señas al otro para que le siga. Curro Cadenas toma una expresión de sorna.)

DON FRIOLERA.— ¡Mira, hijo, bebo para sacarme un clavo del pensamiento!

CURRO.— ¡Ni una palabra más!

DON FRIOLERA.— ¿Tú me comprendes?

CURRO.— ¡Totalmente!

DON FRIOLERA.— ¡Tengo el corazón lacerado! ¡Mi mujer me ha salido rana!

CURRO.— ¡Siento la ocurrencia!

DON FRIOLERA.— ¿Ya lo sabías, verdad?

CURRO.— Andaba ese run-run. Fúmese usted ese tabaco, mi Teniente.

DON FRIOLERA.— Estoy en ayunas, y puede marearme. ¡Engañado por el amigo y por la depositaria de mi honor!

CURRO.— La vida está llena de esos casos. ¡Hay que tener otra conformidad, mi Teniente!

DON FRIOLERA.— ¿Para qué nacemos?

CURRO.— Para rabiar. Somos las consecuencias de los buenos ratos habidos entre nuestros padres. ¿No se fuma usted el veguero?

DON FRIOLERA.— Dame una cerilla. ¡Gracias! Mira cómo me tiembla la mano.

CURRO.— Eso son nervios.

DON FRIOLERA.— ¡Es el fruto del puñal que llevo en el corazón!

CURRO.— Mi Teniente, ande usted con pupila, que los señores oficiales están reunidos en el piso alto.

DON FRIOLERA.— Desprecio el vil metal, hijo mío. ¡Ya sabes que nunca he sido interesado! Déjalos a ellos que prevariquen, sin acordarse de este veterano.

CURRO.— A lo que se mienta, no va por ahí el motivo de esa reunión.

DON FRIOLERA.— ¡A mí, plin! Tengo el corazón lacerado.

CURRO.— De esa reunión pudiera salir para usted una novedad nada buena. Mi Teniente, se corre que le forman a usted Tribunal.

DON FRIOLERA.— ¡Friolera! ¿Que me forman Tribunal? ¿Y por qué?

CURRO.— ¡Me extraña verle tan ciego! Parece que por sus pleitos familiares.

DON FRIOLERA.— En ellos, solamente yo puedo ser juez.

CURRO.— Así debía ser. Una pregunta, mi Teniente.

DON FRIOLERA.— Venga.

CURRO.— ¿De tener que solicitar el retiro, cambiaría usted de residencia?

DON FRIOLERA.— No lo he pensado.

CURRO.— Le debo a usted una explicación, Don Pascual. La casa que usted habita, a mi señora le hace tilín. ¡Es una jaula muy alegre!

DON FRIOLERA.— ¡Maldita sea!

(DON FRIOLERA apura la copa servida en el mostrador, se encasqueta el ros y con las manos metidas en los bolsillos del capote, sale a la calle, silbando al perrillo que le sigue, moviendo la borla del rabo.)

DOÑA CALIXTA.— Parece mochales.

CURRO.— Completamente.

DOÑA CALIXTA.— Siento su desgracia. Era un apreciable sujeto.

CURRO.— Un viva la Virgen.

DOÑA CALIXTA.— Doña Loreta merecía ser emplumada.

(CURRO CADENAS se acerca al mostrador y pomposo deja caer un machacante haciéndolo saltar. Espera la vuelta dando lumbre a un habano, y bajo el reflejo de la cerilla, su cara es luna llena. Recibido el dinero, se lo guarda con un guiño.)

CURRO.— Doña Calixta, tengo en cierto lugar una pacotilla de género inglés, y cornea sobre esa querencia un toro marrajo. Doña Calixta, usted podría muletearlo.

DOÑA CALIXTA.— No me penetro.

CURRO.— En cuanto le apunte el nombre, está usted más que penetrada.

DOÑA CALIXTA.— Acaso.

CURRO.— Yo sabría corresponder...

DOÑA CALIXTA.— Puede.

CURRO.— No se ponga usted enigmática, Doña Calixta.

DOÑA CALIXTA.— ¡Currillo, usted anda en muy malos pasos!

CURRO.— Hay que ganarse el manró, y todos nos debemos ayuda mutua, Doña Calixta. Nosotros, los que con sudores y trabajos hemos sabido juntar unas pesetas, habíamos de sindicarnos como hace el proletariado.

DOÑA CALIXTA.— ¡Currillo, el buey suelto bien se lame!

CURRO.— Doña Calixta, hoy todo está cambiado, y hasta son mentira los refranes. Vea usted cómo el obrero se conchaba para subir los jornales. ¡Qué va! Hasta el propio Gobierno se conchaba para sacarnos los cuartos en contribuciones y Aduanas.

DOÑA CALIXTA.— Esas no son novedades.

CURRO.— ¿Doña Calixta, quiere usted que hablemos sin macaneos?

DOÑA CALIXTA.— Yo bailo al son que me tocan.

CURRO.— Pues oído al repique: Hay a la vista un negocio, si usted camela al Teniente Rovirosa. ¿Hace?

DOÑA CALIXTA.— Apenas llevamos trato. Buenos días. Buenas noches. El, arriba o en sus guardias. Yo, aquí. La cuenta a fin de mes. Viene usted, mal informado, Currillo.

CURRO.— Otra cosa me habían contado.

DOÑA CALIXTA.— Hay lenguas muy embusteras.

CURRO.— No ha sido en desdoro, Doña Calixta.

DOÑA CALIXTA.— ¿Qué le habían contado?

CURRO.— Que el Teniente es hombre de gusto.

DOÑA CALIXTA.— ¡Y que me deshace la cama!

CURRO.— No, señora. Que usted le da achares.

DOÑA CALIXTA.— Menos mal.

CURRO.— Y lo he creído, porque usted es muy inhumana.

DOÑA CALIXTA.— ¿Me juzgaba usted otra Doña Loreta?

CURRO.— Nunca sería el mismo caso. Usted es libre, Doña Calixta.

DOÑA CALIXTA.— Nunca se es libre para pecar.

CURRO.— Hacer hijos no es pecado.

DOÑA CALIXTA.— ¿Y quién los mantiene?

CURRO.— El Erario Público.

DOÑA CALIXTA.— Eso será en las Repúblicas.

CURRO.— En toda la Europa. Y por las señales, a pesar del oscurantismo, no tardará en España.

DOÑA CALIXTA.— Aquí no estamos para esas modas de extranjis.

CURRO.— Por de pronto, ya le han dado mulé a Dato.

DOÑA CALIXTA.— Unos asesinos.

CURRO.— Conforme. Mis ideas también son antirrevolucionarias. El que tiene un negocio, y cuatro patacones, no puede ser un ácrata. Pero se guipa alguna cosa, y comprendo que el orden social se tambalea. Doña Calixta, los negocios están muy malos. Ahora hablan de suprimir las Aduanas, y a nosotros es matarnos: Si todos los artículos entran libremente, se acabó el contrabando. ¿Qué hace usted? Poner una bomba.

DOÑA CALIXTA.— ¡Yo, no!

CURRO.— Porque usted ya se apaña retirada del matuteo.

DOÑA CALIXTA.— ¡A Dios gracias!

CURRO.— Acuérdese usted de cuando andaba en estos trotes, y saque un ánima del Purgatorio.

DOÑA CALIXTA.— Le rezaré un rosario.

CURRO.— ¿Quiere usted cegar a su alojado con dos veraguas?

DOÑA CALIXTA.— ¿Dos veraguas son cuarenta machacantes?

CURRO.— Propiamente.

DOÑA CALIXTA.— ¡Me los tira a la cara! ¡Ni que fuera un pelanas! Llegue usted a la corrida completa.

CURRO.— No da el negocio para tanto.

DOÑA CALIXTA.— ¡Miau!

(REAPARECE Don Friolera, el aire distraído, los ojos tristes, gesto y visajes de maniático: Entra furtivo, y se sienta en un rincón. El perrillo salta sobre el mugriento terciopelo del diván y se acomoda a su lado. Acude Barallocas, el mozo del cafetín.)

BARALLOCAS.— ¿Desea usted algo?

DON FRIOLERA.— ¡Un veneno!

(BARALLOCAS, con gesto conciliador, pone sobre la mesa un servicio de café, y con la punta de la servilleta ahuyenta al perrillo del refugio del diván. Se pega en el labio la colilla que lleva en la oreja, enciende, humea y ocupa el puesto del perrillo, al lado de Don Friolera.)

BARALLOCAS.— ¡Hay que ser filósofo!

DON FRIOLERA.— ¡Pues yo no lo soy!

BARALLOCAS.— ¡Mal hecho! En España vivimos muy atrasados. Somos víctimas del clero. No se inculca la filosofía en los matrimonios, como se hace en otros países.

DON FRIOLERA.— ¿Te refieres a la ley del divorcio?

BARALLOCAS.— ¡Ya nos hemos entendido!

(BARALLOCAS guiña un ojo, y se levanta para acudir a la mesa donde acaban de sentarse El Niño del Melonar, Curro Cadenas y Nelo el Peneque. El Perrillo recobra de un salto su puesto en el diván, y sacude el terciopelo con la borla del rabo.)

ESCENA OCTAVA

(UNA SALA CON MIRADORES QUE AVISTAN A LA MARINA. SOBRE LA CONSOLA, GRANDES CARACOLES SONOROS Y CONCHAS PERLERAS. El espejo, bajo un tul. En las paredes, papel con kioscos de mandarines, escalinatas y esquifes, lagos azules entre adormideras. La sierpe de un acordeón, al pie de la consola. En la cristalera del mirador, toman café y discuten tres señores oficiales: Levitines azules, pantalones potrosos, calvas lucientes, un feliz aspecto de relojeros. Conduce la discusión Don Lauro Rovirosa, que tiene un ojo de cristal, y cuando habla, solamente mueve un lado de la cara. Es teniente veterano graduado de capitán. Los otros dos, muy diversos de aspecto entre sí, son, sin embargo, de un parecido obsesionante, como acontece con esas parejas matrimoniales, de viejos un poco ridículos. Don Gabino Campero, filarmónico y orondo, está en el grupo de los gatos. Don Mateo Cardona, con sus ojos saltones y su boca de oreja a oreja, en el de las ranas.)

EL TENIENTE ROVIROSA.— Para formar juicio, hay que fiscalizar los hechos. Se trata de condenar a un compañero de armas, a un hermano, que podríamos decir. Acaso nos veamos en la obligación de formular una sentencia dura, pero justa. Comienzo por advertir a mis queridos compañeros que, en puntos de honor, me pronuncio contra todos los sentimentalismos.

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡En absoluto conforme! Pero, a mi ver, deseo constatar que la justicia no excluye la clemencia.

EL TENIENTE CARDONA.— Hay que obligarle a pedir la absoluta. El Ejército no quiere cabrones.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente!

(DON LAURO rubrica con un gesto tan terrible, que se le salta el ojo de cristal. De un zarpazo lo recoge rodante y trompicante en el mármol del velador, y se lo incrusta en la órbita.)

EL TENIENTE CARDONA.— Se trata del honor de todos los oficiales, puesto en entredicho por un teniente cuchara.

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Protesto! El cuartel es tan escuela de pundonor como las Academias. Yo procedo de la clase de tropa, y no toleraría que mi señora me adornase la frente. Se habla, sin recordar que las mejores cabezas militares siempre han salido de la clase de tropa: ¡Prim, pistolo! ¡Napoleón, pistolo!...

EL TENIENTE CARDONA.— ¡Sooo! Napoleón era procedente de la Academia de Artillería.

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Puede ser! Pero el General Morillo, que le dió en la cresta, procedía de la clase de tropa y había sido mozo en un molino.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Como el Rey de Nápoles, el famoso General Murat!

EL TENIENTE CAMPERO.— Tengo leído alguna cosa de ese General. ¡Un tío muy bragado! ¡Napoleón le tenía miedo!

EL TENIENTE CARDONA.— ¡Tanto como eso, Teniente Campero! ¡Miedo el Ogro de Córcega!

EL TENIENTE CAMPERO.— Viene en la Historia.

EL TENIENTE CARDONA.— No la he leído.

EL TENIENTE ROVIROSA.— A mí, personalmente, los franceses me empalagan.

EL TENIENTE CARDONA.— Demasiados cumplimientos.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Pero hay que reconocerles valentía. ¡Por algo son latinos, como nosotros!

EL TENIENTE CARDONA.— Desde que hay mundo, los españoles les hemos pegado siempre a los gabachos.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Y es natural! ¡Y se explica! ¡Y se comprende perfectamente! Nosotros somos moros y latinos. Los primeros soldados, según Lord Wellington. ¡Un inglés!

EL TENIENTE CAMPERO.— A mi parecer, lo que más tenemos es sangre mora. Se ve en los ataques a la bayoneta.

(EL Teniente Don Lauro Rovirosa alza y baja una ceja, la mano puesta sobre el ojo de cristal por si ocurre que se le antoje dispararse.)

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente! Somos muchas sangres, pero prepondera la africana. Siempre nos han mirado con envidia otros pueblos, y hemos tenido lluvia de invasores. Pero todos, al cabo de llevar algún tiempo viviendo bajo este hermoso sol, acabaron por hacerse españoles.

EL TENIENTE CARDONA.— Lo que está ocurriendo actualmente con los ingleses de Gibraltar.

EL TENIENTE CAMPERO.— Y en Marruecos. Allí no se oye hablar más que árabe y español.

EL TENIENTE CARDONA.— ¿Tagalo, no?

EL TENIENTE CAMPERO.— Algún moro del interior. Español es lo más que allí se habla.

EL TENIENTE CARDONA.— Yo había aprendido alguna cosa de tagalo en Joló. Ya lo llevo olvidado: Tanbú, que quiere decir puta. Nital budila: Hijo de mala madre. Bede tuki pan pan bata: Voy a romperte los cuernos!

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Al parecer, posee usted a la perfección el tagalo!

EL TENIENTE CARDONA.— ¡Lo más indispensable para la vida!

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente! A mí se me ha olvidado lo poco que sabía, e hice toda la campaña en Mindanao.

EL TENIENTE CARDONA.— Yo he pasado cinco años en Joló. ¡Los mejores de mi vida!

EL TENIENTE ROVIROSA.— No todos podemos decir lo mismo. Ultramar ha sido negocio para los altos mandos y para los sargentos de oficinas... Mindanao tiene para mí mal recuerdo: Enviudé, y he perdido el ojo derecho de la picadura de un mosquito.

EL TENIENTE CARDONA.— La Isla de Joló ha sido para mí un paraíso. Cinco años sin un mal dolor de cabeza y sin reservarme de comer, beber y lo que cuelga.

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Las batas de quince años son muy aceptables!

EL TENIENTE CARDONA.— ¡De primera! Yo las daba un baño, les ponía una camisa de nipis, y como si fuesen princesas.

(SU RISA estremece los cristales del mirador, la ceniza del cigarro le vuela sobre las barbas, la panza se infla con regocijo saturnal. Bailan en el velador las tazas del café, salta el canario en la jaula y se sujeta su ojo de cristal el Teniente Don Lauro Rovirosa.)

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Qué tío sibarita!

EL TENIENTE CARDONA.— ¡Aún de alegría me crispo al recordar su tesoro!

EL TENIENTE ROVIROSA.— Permítanme ustedes que les recuerde el objetivo que aquí nos reúne. Un primordial deber nos impone velar por el decoro de la familia militar, como ha dicho en cierta ocasión el heroico General Martínez Campos. Procedamos sin sentimentalismos, castiguemos el deshonor, exoneremos de la familia militar al compañero sin, sin, sin...

EL TENIENTE CARDONA.— Posturitas de gallina.

EL TENIENTE ROVIROSA.— La frase no es muy parlamentaria.

EL TENIENTE CARDONA.— ¿Queda o no queda admitida?

EL TENIENTE CAMPERO.— Admitida. No nos ruborizamos.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Meditemos un instante y puesta la mano sobre la conciencia, dictemos un fallo justo. El apuntamiento reza así:

EL TENIENTE CARDONA.— Prescindamos del cartapacio.

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Conforme!

EL TENIENTE ROVIROSA.— La cuestión está situada entre estos dos conceptos, que llamaremos de justicia y de gracia. Primero: ¿Al teniente Don Pascual Astete y Bargas, se le expulsa de las filas pronunciando sentencia un Tribunal de Honor? Segundo: ¿Se le llama y amonesta y conmina, de un cierto modo confidencial, para que solicite la absoluta? Yo creo haber declarado que me pronuncio contra todos los sentimentalismos.

EL TENIENTE CARDONA.— ¿Qué retiro le queda?

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡El máximo! No se muere de hambre. Todavía junta al retiro, dos pensionadas.

EL TENIENTE CARDONA.— ¡No hay como esos pipis para tener suerte! Este cura no tiene ni una pensionada. Y ha servido en Joló, en Cuba y en Africa.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Pero usted ha estado siempre en oficinas.

EL TENIENTE CARDONA.— Porque tengo buena letra. ¡No me haga usted de reír!

EL TENIENTE ROVIROSA.— Usted poco ha salido a campaña.

EL TENIENTE CARDONA.— ¿Es que solamente se ganan las cruces en campaña? ¡El Rey tiene todas las condecoraciones, y no ha estado nunca en campaña!

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Ha estado en maniobras!

EL TENIENTE ROVIROSA.— No es cuestión del Rey. El Rey es un símbolo, una representación de todas las glorias del Ejército.

EL TENIENTE CAMPERO.— ¡Naturaca!

EL TENIENTE ROVIROSA.— Nos hemos salido de la cuestión, sin haber llegado a un acuerdo. Recapitulemos. ¿Se conmina privadamente al supradicho oficial para que solicite el retiro? ¿Le exoneramos públicamente, constituidos en Tribunal de Honor?

EL TENIENTE CARDONA.— Propongo que se le llame, y cada uno de nosotros le atice un capón. ¿Es que vamos a tomar en serio los cuernos de Don Friolera?

EL TENIENTE ROVIROSA.— Yo creo que sí. Oigamos, sin embargo, lo que opina el Teniente Campero.

EL TENIENTE CAMPERO.— Es muy duro sentenciar sin apelación.

EL TENIENTE ROVIROSA.— El fallo iría en consulta a la Superioridad.

EL TENIENTE CAMPERO.— La justicia no excluye la clemencia.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente! ¿Quieren ustedes delegar en mí, para que visite al Teniente Don Pascual Astete?

EL TENIENTE CARDONA.— Por mí, delegado.

EL TENIENTE CAMPERO.— Por mí, tal y tal.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Profundamente agradecido a la confianza depositada en mí, creo que procede reunimos esta noche. Yo traeré un borrador del acta, y si ustedes están conformes, la firmaremos.

EL TENIENTE CAMPERO.— Hay que pagar el café.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Yo soy huésped en la casa, y les convido a ustedes.

(LOS tres están en pie: Se abotonan, se ciñen las espadas, se ladean el ros mirándose de reojo en el espejo de la consola.)

EL TENIENTE CARDONA.— ¡Partamos a la Guerra de los Treinta Años!

ESCENA NOVENA

(EL HUERTO DE DON FRIOLERA, A LA PUESTA DEL SOL.-LA TAPIA ROSADA, LOS NARANJOS ESMALTES DE VERDES PROFUNDOS, EL FRUTO DE ORO.-La estrella de una alberca entre azulejos. Bajo la luz verdosa del emparrado, medita la sombra de Don Friolera: Parches en las sienes, babuchas moras bragas azules de un uniforme viejo, y jubón amarillo de franela. El Teniente aparece sentado en una banqueta de campamento, tiene a la niña cabalgada y la contempla con ojos vidriados y lánguidos de perro cansino. Manolita lleva el pelo sujeto por un arillo de coralina, las medias caídas y las cintas de las alpargatas sueltas. Tiene el aire triste, la tristeza absurda de esas muñecas emigradas en los desvanes.)

MANOLITA.— ¡Papitolín, procura distraerte! ¡A serrín! ¡A serrán!... ¡Anda, papitolín!

DON FRIOLERA.— ¡No puedo! Tu tierna edad te dicta esas palabras. Serás mujer y comprenderás lo que entre tu padre y tu madre ahora se pasa. Tu padre, el que te dió el ser, no tiene honra, monina. La prenda más estimada, más que la hacienda, más que la vida!... ¡Friolera!

MANOLITA.— ¡Papitolín, no tengas malas ideas!

DON FRIOLERA.— ¡Me quemo en su infierno!

MANOLITA.— ¡Papitolín, alégrate!

DON FRIOLERA.— ¡No puedo!

MANOLITA.— ¡Ríete!

DON FRIOLERA.— ¡No puedo!

MANOLITA.— ¡Porque no quieres!

DON FRIOLERA.— ¡Porque no tengo honor!

MANOLITA.— ¿Papitolín, te traigo la guitarra para distraerte?

DON FRIOLERA.— ¡Para llorar mis penas!

(MANOLITA trae la guitarra. Don Friolera la saca de su funda de franela verde, y la templa con gesto lacrimatorio, que le estremece el bigote mal teñido. Los ojos de perro, vidriados y mortecinos, se alelan mirando a la niña.)

DON FRIOLERA.— ¡Eres la clavellina de mi existencia!

MANOLITA.— ¡Papitolín, cuánto te quiero!

DON FRIOLERA.— ¡Friolera!

(MANOLITA, repentinamente compungida, besa la mejilla del viejo, que le acaricia la cabeza, y suspira arrugando el pergamino del rostro con una mueca desconsolada.)

DON FRIOLERA.— ¡Lástima que seas tan niña!

MANOLITA.— ¡Ya seré grande!

DON FRIOLERA.— Yo no lo veré.

MANOLITA.— ¡Sí tal!

DON FRIOLERA.— ¿Tú no sabes que me he muerto esta noche? ¡Esta noche me han cantado el gorigori!

MANOLITA.— ¡Te vas a volver loco, papitolín!

DON FRIOLERA.— ¡Ya lo estoy!

MANOLITA.— Con la guitarra te distraes.

DON FRIOLERA.— ¡Se acabó el mundo para este viejo!

MANOLITA.— Toca «El Contrabandista».

DON FRIOLERA.— Veré si puedo.

(DON FRIOLERA recorre la guitarra con una falseta, y rasguea el acompañamiento de una copla, que canta con voz quebrada y jiponcios de mucho estilo.)

COPLA DE DON FRIOLERA
¡Ya se acabó mi ventura!
¡Ya se acabó mi consuelo!
¡Ya no tengo quien me diga
Mi niño, por ti me muero!

(EN una buharda, por encima de los tejados, aparece la cabeza pelona de Doña Tadea Calderón.)

DOÑA TADEA.— Después del tiberio nocturno, ahora esta juelga. ¡Tiene usted a todo el vecindario escandalizado, Señor Teniente!

DON FRIOLERA.— ¿Qué pide el honrado y cabrón vecindario, Doña Tadea?

DOÑA TADEA.— Para poner tachas, no es usted el más competente, Don Vihuela.

MANOLITA.— ¡Cotillona!

DOÑA TADEA.— ¡Mocosa! Con los ejemplos que recibes no puedes tener otra crianza.

DON FRIOLERA.— A usted la cazo yo de un tiro, como a un gorrión. ¡Friolera!

DOÑA TADEA.— Yo, saco la cara por mi pueblo. Adulterios y licencias, acá solamente ocurren entre familias de ciertos sujetos que vienen rodando la vida... ¡Falta de principios! Mengues y Dengues y Perendengues.

(FRESCA y pomposa, con peinador de muchos lazos, la escoba en la mano, y un clavel en el rodete, asoma en el huerto la Señora Tenienta.)

DOÑA LORETA.— ¿Qué picotea usted, Doña Tadea?

DOÑA TADEA.— Primero, son las buenas tardes, Señora Tenienta.

DOÑA LORETA.— Para usted serán buenas.

DOÑA TADEA.— Y para usted, pues tiene el bien de la salud.

DOÑA LORETA.— Para mí, son muy negras.

DOÑA TADEA.— ¡La compadezco!

MANOLITA.— ¡Cotillona!

DOÑA TADEA.— ¡Dele usted un revés a esa moña! ¡Edúquela usted, Señora Tenienta!

DOÑA LORETA.— Disimule usted, Doña Tadea.

DON FRIOLERA.— ¡Niños y locos pregonan verdades!

DOÑA TADEA.— ¡Chiflado! ¿Es conducta a la noche querer matar a la mujer, y ahora esta juelga?

DON FRIOLERA.— ¿Halla usted la guitarra desafinada? Voy a templarla, para cantarle a usted una petenera.

DOÑA TADEA.— ¡Insolente!

DON FRIOLERA.— Ya me saltó la prima.

DOÑA LORETA.— Mira si puedes empalmarla, Pascual.

DON FRIOLERA.— Voy a verlo. No tiene muy buen avío.

DOÑA LORETA.— ¡Son dos reales!

DON FRIOLERA.— Ya lo sé, Loreta.

DOÑA TADEA.— ¡Al cabo, son ustedes gente que viene rodando!

(DOÑA TADEA cierra de golpe el ventano, la Tenienta éntrase a la casa con un remangue, y el Teniente rasguea la guitarra con repique de los dedos en la madera.)

COPLA DE DON FRIOLERA
Una bruja al acostarse
se dió sebo a los bigotes,
y apareció a la mañana
comida de los ratones.

(DOÑA TADEA abre repentinamente el ventano, al final de la copla, y aparece con un guitarrillo, el perfil aguzado, los ojos encendidos y redondos, de pajarraco. Rasguea y canta con voz de clueca.)

COPLA DE DOÑA TADEA
¡Cuatro cuernos del toro!
¡Cuatro del ciervo!
¡Cuatro de mi vecino!
¡Son doce cuernos!

(MANOLITA corre por el huerto llenando el delantal de naranjas podres, y vuelve al lado de su padre. Don Friolera deja la guitarra sobre el banquillo, y pone en el ventano el blanco de un ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! Doña Tadea aparece y desaparece.)

DOÑA TADEA.— ¡Grosero!

DON FRIOLERA.— ¡Pim!

DOÑA TADEA.— ¡Papanatas!

DON FRIOLERA.— ¡Pam!

DOÑA TADEA.— ¡Buey!

DON FRIOLERA.— ¡Pum!

ESCENA DECIMA

(LA GARITA DE LOS CARABINEROS EN LA PUNTA DEL MUELLE, SIEMPRE BATIDA POR LA BOCANA DE AIRE: NOCHE DE LUCEROS EN EL RECUADRO DEL VENTANILLO. Un fondo divino de oro y azul para los aspavientos de un fantoche. Don Friolera se pasea. Tras de su sombra, va y viene el perrillo. Don Friolera mece la cabeza con mucho compás. De pronto se detiene, y cruzando las manos a la espalda, hinca la mirada en el ángulo de sus botas donde juega Merlín.)

DON FRIOLERA.— ¡Vamos a ver! ¿No puedes estarte quieto un momento con la borla del rabo?

(MERLIN bosteza, y entre los colmillos alarga la lengua blanca, como si se consultase de sus males. Don Friolera le aparta con un signo estrambótico de sabio maniático. El perrillo se levanta en dos patas y hace una escala de ladridos en la segunda octava. Una gracia que le enseñó la Tenienta. Don Friolera siente el alma cubierta de recuerdos: El canario, la gata, la niña, la escoba de Doña Loreta. ¡El guitarreo desafinado de Pachequín! El perfil de bruja de Doña Tadea.)

DON FRIOLERA.— ¡Era feliz! ¡Friolera! ¡Indudablemente era feliz sin haberme enterado! ¡Friolera! ¡Friolera! ¡Friolera! El mundo es engaño y apariencia: Se enteran los mirones, y uno no se entera: ¡Ni de lo bueno ni de lo malo!... ¡Uno nunca se entera! Yo me quejaba de mi suerte, y nada me faltaba. ¡Todo lo tenía dentro de mi jaula! ¿Cuándo me entero? ¡Cuando todo lo pierdo! ¡Cuando nada de aquello me resta! Estas trastadas no pueden ser obra de Dios. Al que las sufre, no puede pedírsele que colabore con el Papa. ¡Friolera! Este tinglado lo gobierna el Infierno. Dios no podría consentir estos dolores: ¡Ni Dios, ni ninguna persona de conciencia! ¡Friolera! ¡Todo lo tenía y no tengo nada! ¿Qué iba ganando con dejarme corito el Padre Eterno? Le estoy dando vueltas, y este cisma no es obra de ninguna cabeza superior: Puede ser que Dios y Satanás se laven las manos. Toda esta tragedia, la armó Doña Tadea Calderón. Con una palabra me echó al cuello la serpiente de los celos. ¡Maldita sea!

(ENTRA una ráfaga de viento marino, y se arrebatan las hojas del calendario, colgado en un ángulo. La llama del quinqué se abre en dos cuernos. En la puerta, con la mano ante el ojo de cristal está el Teniente Rovirosa.)

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Buenas noches, Pascual!

DON FRIOLERA.— ¡Buenas!

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¿Muerde ese perrillo?

DON FRIOLERA.— No tiene esa costumbre.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Sin embargo, podría usted llamarle.

DON FRIOLERA.— No hay inconveniente. ¡Ven acá, Merlín!

(DON FRIOLERA da palmadas en una silla. Merlín se encarama de un salto y, moviendo la borla del rabo, se acomoda.)

EL TENIENTE ROVIROSA.— Me trae un enojoso asunto.

DON FRIOLERA.— Lo adivino.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Mi visita tiene un carácter a la vez privado y oficial. Un hombre de ciencia le llamaría anfibio. Yo no lo soy, y tampoco me creo autorizado para emplear esos términos.

DON FRIOLERA.— ¿Quiere usted sentarse? Deja esa silla, Merlín.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Estoy más tranquilo con que la ocupe el perrito.

DON FRIOLERA.— ¡Bueno!

EL TENIENTE ROVIROSA.— Teniente Astete, un Tribunal compuesto de oficiales, me comisiona para conocer los antecedentes del enojoso contratiempo ocurrido entre usted y su señora.

DON FRIOLERA.— He resuelto no hablar de ese asunto.

EL TENIENTE ROVIROSA.— No puede usted contestar en esa forma a mi requerimiento.

DON FRIOLERA.— Pues así contesto.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Pascual, sea usted razonable.

DON FRIOLERA.— No quiero.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Se expone usted a que los oficiales adoptemos una resolución muy seria.

DON FRIOLERA.— Pueden ustedes cantarme el gori-gori.

EL TENIENTE ROVIROSA.— No adelantemos los sucesos. En la reunión de oficiales se ha acordado que usted solicite el retiro.

DON FRIOLERA.— ¿Y por qué? ¿Porque no tengo honor?

EL TENIENTE ROVIROSA.— Sobre nuestras decisiones no puedo admitir controversia.

DON FRIOLERA.— Mis cuernos no son una excepción en la milicia.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Respete usted el honor privado de nuestra gloriosa oficialidad.

DON FRIOLERA.— Ningún militar está libre de que su señora le engañe. ¡Friolera! En ese respecto, el fuero no hace diferencia de la gente civil, y al más pintado le sale rana la señora.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente! ¡Pero se impone no tolerarlo! Los militares nos debemos a la galería.

DON FRIOLERA.— ¿Y sabe usted mi intención oculta? ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!

EL TENIENTE ROVIROSA.— No sea usted guillado y solicite el retiro.

DON FRIOLERA.— ¿Usted qué haría en mis circunstancias?

EL TENIENTE ROVIROSA.— Si contestase a ese pregunta, contraería una gran responsabilidad.

DON FRIOLERA.— ¿Usted lavaría su honor?

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente!

DON FRIOLERA.— ¿Con sangre?

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente!

DON FRIOLERA.— Mañana recibirá usted en su casa dos cabezas ensangrentadas.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Real y verdaderamente, se impone un acto de demencia.

DON FRIOLERA.— ¡Y lo tendré!

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Chóquela usted, Pascual! Deploro que ese granuja no sea un caballero, porque me da el corazón que le hubiera usted pasado de parte a parte.

DON FRIOLERA.— ¡Friolera!

EL TENIENTE ROVIROSA.— Para mí, los desafíos representan un adelanto en las costumbres sociales. Otros opinan lo contrario, y los condenan como supervivencia del feudalismo. ¡Pero Alemania, pueblo de una superior cultura, sostiene en sus costumbres el duelo! ¡Para usted la desgracia ha sido la mala elección por parte de su señora!

DON FRIOLERA.— La cegó ese pendejo.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Evidente!

DON FRIOLERA.— Mañana recibirá usted las dos cabezas.

EL TENIENTE ROVIROSA.— ¡Deme usted un abrazo, Pascual! ¡Pulso firme! ¡Animo sereno! El Tribunal de Honor, fiado en la palabra de usted, suspenderá toda decisión.

DON FRIOLERA.— Hágale usted presente mi gratitud.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Será usted complacido en tan honroso deseo.

DON FRIOLERA.— Si hoy tengo perdida la estimación de mis queridos compañeros, espero que pronto me la devolverán.

EL TENIENTE ROVIROSA.— Yo también lo espero.

DON FRIOLERA.— ¡Pim! ¡Pam! |Pum!

(MERLIN endereza las orejas, y de un salto se arroja a la puerta de la garita, desatado en ladridos, terrible la borla del rabo. Don Friolera gesticula ajeno a los ladridos del faldero, y está, con una mano en el ojo de cristal y otra en el puño de la espada, el Teniente Don Lauro Rovirosa.)

ESCENA UNDECIMA

(NOCHE ESTRELLADA: FRAGANCIA SERENA DE UN HUERTO DE NARANJOS CON EL CLARO DE LUNA SOBRE LA TAPIA: ABRE LOS BRAZOS EL PELELE EN LA COPA DE LA HIGUERA. Cantan los grillos y se apagan las luces de algunas ventanas. El barbero, encaramado a un árbol, apunta el tajamar de la nariz acechando una reja vecina, en las frondas de otro huerto. Doña Loreta, con peinador lleno de lazos, sale a la reja, y el galán saca la figura sobre la copa del árbol, negro y torcido como un espantapájaros.)

DOÑA LORETA.— ¡Pachequín!

PACHEQUÍN.— ¡Prenda adorada!

DOÑA LORETA.— ¡Qué compromiso!

PACHEQUÍN.— ¿Te llegó mi mensaje?

DOÑA LORETA.— ¡Estoy volada! A mí poco me importa morir, pero me sobrecoge pensar que peligra la vida de un sujeto de las circunstancias de usted, Pachequín.

PACHEQUÍN.— ¡Así habla el amor! Por lo demás, un hombre es como otro, y servidorcito no le teme al Teniente.

DOÑA LORETA.— ¡Es un sanguinario!

PACHEQUÍN.— ¡Yo soy alicantino!

DOÑA LORETA.— ¡Ay, Pachequín, qué negra estrella! Si tomó una resolución de matarnos, la cumplirá, es muy temoso.

PACHEQUÍN.— Yo, donde le vea venir frente a mí, le madrugo.

DOÑA LORETA.— Y se pierde usted, Pachequín.

PACHEQUÍN.— Nada me importa, si salvo la vida de una esposa mártir.

DOÑA LORETA.— ¡Mi destino es morir degollada!

PACHEQUÍN.— ¡O de un tiro traidor...!

DOÑA LORETA.— Lleva una faca.

PACHEQUÍN.— Pues el sujeto que me avisó de andar con cautela le ha visto aceitar un pistolón.

DOÑA LORETA.— Morir, no me importa.

PACHEQUÍN.— Ahora digo yo lo que me dijeron en cierta ocasión. La vida es muy rica.

DOÑA LORETA.— Cuando hay felicidad, Pachequín.

PACHEQUÍN.— Tu felicidad es ser mi compañera.

DOÑA LORETA.— No puedo abandonar mi obligación de esposa y madre.

PACHEQUÍN.— ¿Eso quiere decir que al considerarme correspondido me equivocaba?

DOÑA LORETA.— Usted necesita una mujer sin compromisos.

PACHEQUÍN.— ¡Loretita, todo nos une!

DOÑA LORETA.— ¡Mi honra nos separa!

PACHEQUÍN.— ¿Y la vida?

DOÑA LORETA.— ¡Prefiero la honra a todo!

PACHEQUÍN.— ¡Mujer extraordinaria!

DOÑA LORETA.— Como debo de ser.

PACHEQUÍN.— Mi corazón enamorado no puede consentir que una esposa modelo sufra pena que no merece. Si ese hombre demente se satisface con beberse mi sangre, me avistaré con él. ¡Se la ofreceré en holocausto, a cambio de salvarte!

DOÑA LORETA.— ¡Yo soy quien debe morir!

PACHEQUÍN.— Morir o matar, a mí me sale por nada.

DOÑA LORETA.— ¿Y no vernos más? ¡Ay, Pachequín, esas no son palabras de un hombre que ama!

PACHEQUÍN.— Lo son de un hombre desesperado.

DOÑA LORETA.— ¡No me sobresaltes! ¿Qué pretendes?

PACHEQUÍN.— Que mires de salvar tu vida.

DOÑA LORETA.— ¡Dame tú el remedio!

PACHEQUÍN.— ¿Acaso no está manifiesto? ¡Pídele alas al amor! ¡Deja ese calabozo, deja esas tinieblas!

DOÑA LORETA.— Calla. ¿Qué hombre eres tú? ¡Si me amas, calla! ¡No me ofusques! ¡Soy una débil mujer enamorada!

PACHEQUÍN.— ¡Muéstralo!

DOÑA LORETA.— ¿Y tú sabes a lo que te obligas? ¿Por ventura lo sabes? ¡Una mujer es una carga muy grande!

PACHEQUÍN.— Una mujer, si media amor, es un peso muy dulce!

DOÑA LORETA.— Luego sentirás el empalago.

PACHEQUÍN.— ¡Me calumnias!

DOÑA LORETA.— ¡Tu desvío sería para mí una puñalada traidora!

PACHEQUÍN.— Juan Pacheco no da esas puñaladas.

DOÑA LORETA.— ¿No tendrás ese descarte conmigo?

PACHEQUÍN.— ¡Pídeme el juramento que te satisfaga!

DOÑA LORETA.— ¡Tirano! ¡Manifiesta claramente el sacrificio que pretendes de esta mujer ciega!

PACHEQUÍN.— ¡Que me sigas! ¡Te conduciré al fin del mundo! Lejos de aquí pasaremos por dos casados.

DOÑA LORETA.— ¡Tentador, mira mis lágrimas, ya que mirar no sabes en mi corazón! ¡Juan Pacheco, soy madre, no pretendas que abandone al ser de mis entrañas!

PACHEQUÍN.— Concédeme siquiera venir una hora a mi casa. Cumple la promesa que me hiciste. ¡Loretita, has encendido el fuego de un volcán en mi existencia!

DOÑA LORETA.— ¡Hombre fatal, no comprende que si te sigo, me pierdo para siempre!

PACHEQUÍN.— ¡No te retendré!

DOÑA LORETA.— Ni me harás tuya.

PACHEQUÍN.— Por la fuerza no apetezco yo cosa ninguna. ¡Recuerda mis procederes cuando te tuve en mis brazos! Baja al huerto, concédeme al menos hablarte con las manos enlazadas.

DOÑA LORETA.— ¡Ay, Pachequín, tú conseguirás perderme!

PACHEQUÍN.— ¡Concédeme la gracia que te pido!

DOÑA LORETA.— ¡Me pedirías la vida y no sabría negártela, hombre fatal!

(LA TENIENTA se retira de la reja y sale al huerto. Se anuncia sobre la arena del sendero, con rumor de enaguas almidonadas. El galán, negro y zancudo, salta del árbol a la tapia lunera, y de la tapia al huerto. Cae, abriendo las aspas de los brazos.)

PACHEQUÍN.— ¡Tormento!

DOÑA LORETA.— ¡Tirano!

(DOÑA LORETA, suspira llevándose las manos a las sienes y el galán la abraza por el talle, bizcando un ojo sobre los perifollos del peinador, por guipar en la vasta amplitud de los senos.)

DOÑA LORETA.— ¡La cabeza se me vuela!

PACHEQUÍN.— ¡Mujer adorada!

DOÑA LORETA.— ¡Casi no te veo!

PACHEQUÍN.— ¡Arrebato de sangre, confusión de nervios, Loretita!

DOÑA LORETA.— ¡Tendré que sangrarme!

PACHEQUÍN.— ¡Vida mía, me entra un escalofrío de pensar que te pinchen la vena!

DOÑA LORETA.— ¡Zaragatero!

PACHEQUÍN.— ¡Negrona!

DOÑA LORETA.— ¡Me pierdes!

PACHEQUÍN.— ¡Fea!

DOÑA LORETA.— ¡Déjeme usted, Pachequín!

PACHEQUÍN.— ¡No puedo!

DOÑA LORETA.— ¡Pero usted está siempre dispuesto!

PACHEQUÍN.— ¡Naturalmente!

DOÑA LORETA.— ¡Qué hombre!

PACHEQUÍN.— ¡El propio para tus fuegos!

DOÑA LORETA.— ¡Se engaña usted, Pachequín! Yo soy una mujer apática. Déjeme usted seguir mi suerte. Somos en el querer muy opuestos.

PACHEQUÍN.— ¡Me enciendes en una llama!

DOÑA LORETA.— ¡Calla!... ¡Pasos en la casa y abrir y cerrar de puertas! ¡Estamos perdidos!

(ESPANTO y aspavientos: Se desprende del abrazo amoroso y pone atención a los ventalles del huerto. Pachequin, de reojo, mide la tapia y tiende la oreja con el mismo gesto palpitante que Doña Loreta.)

PACHEQUÍN.— Me parece que ha sido un sobresalto inmotivado.

DOÑA LORETA.— ¡Calla!

PACHEQUÍN.— ¡No oigo nada!

DOÑA LORETA.— ¡La niña se ha despertado y llora de miedo! ¿No la oyes, tirano? ¿No te conmueve?

PACHEQUÍN.— ¡Vida mía, temí una tragedia! ¡Ya estaba con el revólver en la mano!

DOÑA LORETA.— ¡Tú me perderás!

PACHEQUÍN.— ¡Si me amas, sigúeme!

DOÑA LORETA.— ¿No te conmueve el llanto de ese ángel?

PACHEQUÍN.— ¡Es fruto de tus entrañas, y no puedo menos de conmoverme!

DOÑA LORETA.— ¿Y quieres que por seguirte desgarre mi corazón de madre?

PACHEQUÍN.— Loretita, no es caso de conflicto entre opuestos deberes. Este nudo gordiano lo corto yo con mi navaja barbera. Tú me sigues y ese ángel nos acompaña, Loreta. Ve por tu hija. ¡Tendrá en mí un padre, como si fuese huérfana!

DOÑA LORETA.— ¿Hombre funesto, sabes a lo que te comprometes?

PACHEQUÍN.— ¡No me hables más! Madre atormentada, ve a por tu hija!

DOÑA LORETA.— ¡Seré tu sierva!

PACHEQUÍN.— ¡Corre!

DOÑA LORETA.— ¡Vuelo!

(JAMONA, repolluda y gachona, con mucho bulle-bulle de las faldas, toda meneos, se aleja por el sendero morisco, blanco de luna y fragante de albahaca y claveles. Pachequín, finchado sobre la pata coja, negro y torcido, abre las aspas de los brazos, bajo el nocturno de luceros.)

PACHEQUÍN.— ¡San Antonio, si no me has dado esposa como es debido, me das una digna compañera!... Te lo agradezco igual, Divino Antonio, y solamente te pido en esta hora salud, y que no me falte trabajo. En adelante tendré que mantener dos bocas más. ¡Son obligaciones de casado! ¡Mírame como tal casado, Divino Antonio! ¡Me hago el cargo de una familia abandonada! Preserva mi vida de malos sucesos, donde se cuentan los acaloramientos de un hombre bárbaro!...

(CLARO morisco de luna, senderillo perfumado de verbena. Con la moña desnuda en los brazos, sofocada, surge la tarasca. Pachequín abre el compás desigual de las zancas y corre a su encuentro.)

PACHEQUÍN.— Yo te descargo del dulce peso.

DOÑA LORETA.— ¡Gracias!

(AL cambio de brazos, la moña pone los gritos en la luna. El raptor, negro y torcido, escala la tapia. Encaramado, alarga una mano al serpentón de la tarasca. Don Friolera, dando traspiés, irrumpe en el huerto, los pantalones potrosos, el ros sobre una oreja, en la mano un pistolón.)

DON FRIOLERA.— ¡Vengaré mi honra! ¡Pelones! ¡Villa de cabrones! ¡Un militar no es un paisano! ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡No me tiembla a mí el pulso! ¡Hecha justicia, me presento a mi Coronel!

(DISPARA el pistolón, y con un grito los fantoches luneros de la tapia se doblan sobre el otro huerto. Doña Loreta reaparece, los pelos de punta, los brazos levantados.)

DOÑA LORETA.— ¡Pantera!

(NUEVAMENTE se derrumba. Algunas estrellas se esconden asustadas. En su buharda, como una lechuza, acecha Doña Tadea. Y se aleja con una arenga embarullada el fantoche de Otelo.)

DON FRIOLERA.— ¡Vengué mi honra! ¡Pelones! ¡Villa de cabrones! ¡Un militar no es un paisano!

ESCENA ULTIMA

(SALA BAJA CON REJAS: ESTERILLAS DE JUNCO: UNA MAMPARA VERDE: LEGAJOS SOBRE LA MESA, Y SOBRE EL SILLON, CON FUNDA, EL RETRATO DEL REY NIÑO. El Coronel, Don Pancho Lamela, con las gafas de oro en la punta de la nariz, llora enternecido leyendo el folletín de «La Epoca». La coronela, en corsé y falda bajera, escucha la lectura un poco más consolada. Se abre la mampara. Aparece el Teniente Don Friolera, resuena un grito y se cubre el escote con las manos Doña Pepita la Coronela.)

EL CORONEL.— ¡Insolente!

DOÑA PEPITA.— ¡Cierre usted los ojos, Don Friolera!

EL CORONEL.— ¡Cúbrete con el periódico, Pepita!

DON FRIOLERA.— ¡Hay sangre en mis manos!

DOÑA PEPITA.— ¡Cierre usted los ojos, so pelma!

(EL Coronel aparta el sillón, y sale al centro de la sala luciendo las zapatillas de terciopelo, bordadas por su señora. Abierto el compás de las piernas, y un dedo alzado, se encara con Don Friolera.)

EL CORONEL.— ¡Cuádrese usted!

DON FRIOLERA.— ¡A la orden, mi Coronel!

EL CORONEL.— ¿Quién es usted?

DON FRIOLERA.— Teniente Astete, mi Coronel.

EL CORONEL.— ¿Con destino en la Ciudadela?

DON FRIOLERA.— Así es, mi Coronel.

EL CORONEL.— ¿Ha sido usted llamado?

DON FRIOLERA.— No, mi Coronel.

EL CORONEL.— ¿Qué permiso tiene usted?

DON FRIOLERA.— No tengo permiso, mi Coronel.

EL CORONEL.— ¡Pues a su puesto!

DON FRIOLERA.— Tengo, urgentemente, que hablar a vuecencia.

EL CORONEL.— ¡Teniente Astete, vuelva usted a su puesto y solicite con arreglo a ordenanza! ¡Y espere usted un arresto!

DON FRIOLERA.— ¡Envíeme vuecencia a prisiones, mi Coronel! ¡Vengo a entregarme! ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡He vengado mi honra! ¡La sangre del adulterio ha corrido a raudales! ¡Friolera! ¡Visto el uniforme del Cuerpo de Carabineros!

EL CORONEL.— ¡Que usted deshonra con el feo vicio de la borrachera!

DON FRIOLERA.— ¡Gotean sangre mis manos!

EL CORONEL.— ¡No la veo!

DOÑA PEPITA.— ¡Es un hablar figurado, Pancho!

(EL CORONEL dirige los ojos a la puerta de escape, donde se asoma la Coronela: Jugando a esconderse, enseña un hombro desnudo, y se encubre el resto del escote con “«La Epoca».)

EL CORONEL.— ¡Retírate, Pepita!

DOÑA PEPITA.— ¿A quién mató usted? ¡Dígalo usted de una vez, pelmazo!

DON FRIOLERA.— ¡Maté a mi señora, por adúltera!

LA CORONELA ¡Qué horror! ¿No tenían ustedes hijos?

DON FRIOLERA.— Una huérfana nos queda. Me la represento ahora abrazada al cadáver, y el corazón me duele. El padre, ya lo ve usted, camino de prisiones militares: La madre, mortal, con una bala en la sien.

DOÑA PEPITA.— ¿Tú crees esa historia, Pancho?

EL CORONEL.— Empiezo a creerla.

DOÑA PEPITA.— ¿No ves la papalina que se gasta?

EL CORONEL.— ¡Retírate, Pepita!

DOÑA PEPITA.— ¡Espera!

EL CORONEL.— ¡Pepita, te retiras o te recatas mejor con el periódico!

DOÑA PEPITA.— Si se ve algo, que lo lleven a la plaza.

EL CORONEL.— ¡Retírate!

DOÑA PEPITA.— ¡Turco!

DON FRIOLERA.— ¡Desde Teniente a General en todos los grados debe morir la esposa que falta a sus deberes!

DOÑA PEPITA.— ¡Papanatas!

(ARROJA el periódico al centro de la sala y desaparece con un remangue, batiendo la puerta. El Coronel tose, se cala las gafas y abre el compás de sus chinelas bordadas, alzando y bajando un dedo. Don Friolera, convertido en fantoche matasiete, rígido y cuadrado, la mano en la visera del ros, parece atender con la nariz.)

EL CORONEL.— ¿Qué barbaridad ha hecho usted?

DON FRIOLERA.— ¡Lavé mi honor!

EL CORONEL.— ¿No son absurdos del vino?

DON FRIOLERA.— ¡No, mi Coronel!

EL CORONEL.— ¿Está usted sin haberlo catado?

DON FRIOLERA.— Bebí después, para olvidar... Vengo a entregarme.

EL CORONEL.— Teniente Astete, si su declaración es verdad, ha procedido usted como un caballero. Excuso decirle que está interesado en salvarle el honor del Cuerpo. ¡Fúmese usted ese habano!

(LA CORONELA irrumpe en la sala, sofocada, con abanico y bata de lazos. Se derrumba en la mecedora. Enseña una liga.)

DOÑA PEPITA.— ¡Qué drama! ¡No mató a la mujer! ¡Mató a la hija!

DON FRIOLERA.— ¡Maté a mi mujer! ¡Mi hija es un ángel!

DOÑA PEPITA.— ¡Mató a su hija, Pancho!

EL CORONEL.— ¿Ha oído usted, desgraciado?

DON FRIOLERA.— ¡Sepúltate, alma, en los infiernos!

EL CORONEL.— Pepita, que le sirvan un vaso de agua.

DON FRIOLERA.— ¡Asesinos! ¡Cabrones! ¡Más cabrones que yo! ¡Maté a mi mujer! ¡Mate usted a la suya, mi Coronel! ¡Mátela usted, que también se la pega! ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!

DOÑA PEPITA.— ¡Idiota!

EL CORONEL.— ¡Teniente Astete, ha perdido usted la cabeza!

DOÑA PEPITA.— ¡Pancho, imponle un correctivo!

EL CORONEL.— ¡Pepita, la vida de un hijo es algo serio!

DOÑA PEPITA.— ¡Qué crimen horrendo!

EL CORONEL.— Teniente Astete, pase usted arrestado al Cuarto de Banderas.

DON FRIOLERA.— ¡Me estoy muriendo! ¿Podría pasar al Hospital?

EL CORONEL.— ¡Puede usted hacerlo!

DON FRIOLERA.— A la orden, mi Coronel!

EL CORONEL.— Indudablemente ha perdido la cabeza. Explícate tú, Pepita: ¿Quién te ha contado ese drama?

DOÑA PEPITA.— ¡El asistente!

EPILOGO

(LA PLAZA DEL MERCADO EN UNA CIUDAD BLANCA, DANDO VISTA A LA COSTA DE AFRICA. Furias del sol, cabrilleos del mar, velas de ámbar, parejas de barcas pesqueras. El ciego pregona romances en la esquina de un colmado, y las rapadas cabezas de los presos asoman en las rejas de la cárcel, un caserón destartalado que había sido convento de franciscanos antes de Mendizábal. El perrillo del ciego alza la pata al arrimo de una valla decorada con desgarrados carteles, postrer recuerdo de las ferias, cuando vino a llevarse los cuartos la María Guerrero.-El Gran Galeoto.-La Pasionaria. El Nudo Gordiano.-La Desequilibrada.)

ROMANCE DEL CIEGO

En San Fernando del Cabo,
perla marina de España,
residía un oficial
con dos cruces pensionadas,
recompensa a sus servicios
en guarnición y en campaña.
Sin escuchar el consejo
de amigos que le apreciaban,
casó con una coqueta,
piedra imán de su desgracia.
Al cabo de poco tiempo
-el pecado mal se guarda-
un anónimo le advierte
que su esposa le engañaba.
Aquel oficial valiente,
mirando en lenguas su fama,
rasga el papel con las uñas
como una fiera enjaulada,
y echando chispas los ojos,
vesubios de sangre humana,
en la cintura se esconde
un revólver de diez balas.
Esperando la ocasión,
a su esposa festejaba,
disimulando con ella
porque no se recelara.
Al cabo de pocos días
supo que se entrevistaba
en casa de una alcahueta
de solteras y casadas.
Allí dirige los pasos,
la puerta encuentra cerrada,
salta las tapias del huerto
la vuelta dando a la casa,
y oye pronunciar su nombre
entre risas y soflamas.
Sofocando un ronco grito,
propia pantera de Arabia,
en astillas, de los gonces,
hace saltar la ventana.
¡Sagrada Virgen María,
la voz tiembla en la garganta
al narrar el espantoso
desenlace de este drama!
Aquel oficial valiente,
su revólver de diez balas,
dispara ciego de ira
creyendo lavar la mancha
de su honor. ¡Ay, no sospecha
que la sangre derramaba
de su hija Manolita,
pues la madre se acompaña
de la niña, por hacer
salida disimulada,
y el cortejo la tenía
al resguardo de la capa!
Cuando el valiente oficial
reconoce su desgracia,
con los ayes de su pecho
estremece la Alpujarra.
A la mujer y al querido
los degüella con un hacha,
la cabezas ruedan juntas,
de los pelos las agarra,
y con ellas se presenta
al general de la plaza.
Tiene pena capital
el adulterio en España,
y el general Polavieja,
con arreglo a la Ordenanza,
el pecho le condecora
con una cruz pensionada.
En los campos de Melilla
hoy prosigue sus hazañas:
Él solo mató cien moros
en una campal batalla.
Le proclaman nuevo Prim
las kabilas africanas,
y el que fué Don Friolera
en lenguas de la canalla,
oye su nombre sonar
en las lenguas de la Fama.
El Rey le elige ayudante,
la Reina le da una banda,
la Infanta Doña Isabel
un alfiler de corbata,
y dan a luz su retrato
las Revistas Ilustradas.

(TRAS una reja de la cárcel están asomados Don Manolito y Don Estrafalario. Huelga decir que son huéspedes de la trena, por sospechosos de anarquistas, y haber hecho mal de ojo a un burro en la Alpujarra.)

DON ESTRAFALARIO.— Este es el contagio, el vil contagio, que baja de la literatura al pueblo.

DON MANOLITO.— De la mala literatura, Don Estrafalario.

DON ESTRAFALARIO.— Toda la literatura es mala.

DON MANOLITO.— No me opongo.

DON ESTRAFALARIO.— ¡Aún no hemos salido de los Libros de Caballerías!

DON MANOLITO.— ¿Cree usted que no ha servido de nada Don Quijote?

DON ESTRAFALARIO.— Ni Don Quijote, ni las guerras coloniales. ¿No le parece a usted ridícula esa literatura, jactanciosa como si hubiese pasado bajo los bigotes del Káiser?

DON MANOLITO.— Indudablemente, en la literatura aparecemos como unos bárbaros sanguinarios. Luego se nos trata, y se ve que somos unos borregos.

DON ESTRAFALARIO.— ¡Qué lejos de este vil romancero aquel paso ingenuo que hemos visto en la raya de Portugal! ¡Qué lejos aquel sentido malicioso y popular! ¿Recuerda usted lo que entonces le dije?

DON MANOLITO.— ¡Me dijo usted tantas cosas!

DON ESTRAFALARIO.— ¡Sólo pueden regenerarnos los muñecos del Compadre Fidel!

DON MANOLITO.— ¡Con decoraciones de Orbaneja! ¡Ya me acuerdo!

DON ESTRAFALARIO.— Don Manolito, gástese usted una perra y compre el romance del ciego.

DON MANOLITO.— ¿Para qué?

DON ESTRAFALARIO.— ¡Infeliz, para quemarlo!

ESPERPENTO DE LA HIJA DEL CAPITAN

DRAMATIS PERSONAE

EL GOLFANTE DEL ORGANILLO Y UNA MUCAMA NEGRA MANDINGA.
LA POCO GUSTO, EL COSMÉTICO Y EL TAPA BOCAS, PÍCAROS DE LAS AFUERAS.
UN HORCHATERO.
LA SINIBALDA, QUE ATIENDE POR LA SINI, Y SU PADRE EL CAPITÁN CHULETAS DE SARGENTO.
UN GENERAL GLORIOSO Y LOS CUATRO COMPADRES: EL POLLO DE CARTAGENA, EL BANQUERO TRAPISONDAS, EL EX MINISTRO MARCHOSO Y EL TANGUISTA DONOSTIARRA.
EL ASISTENTE DEL CAPITÁN.
UN CAMARERO DE CAFÉ.
EL SASTRE PENELA Y EL BATUCO, ACRÓBATAS DEL CÓDIGO.
UN CAMASTRÓN, UN QUITOLIS, UN CHULAPO ACREDITADO EN EL TAPETE VERDE, UN POLLO BABIECA Y UN REPÓRTER, SOCIOS DE BELLAS ARTES.
TOTÓ, OFICIAL DE HUSARES, AYUDANTE DEL GENERAL, Y OTRO AYUDANTE.
EL BRIGADIER FRONTAURA Y EL CORONEL CAMARASA. DOÑA SIMPLICIA, DAMA INTELECTUAL.
SU ILUSTRÍSIMA, OBISPO IN PARTIBUS.
UNA BEATA, UN PATRIOTA, UN PROFESOR DE HISTORIA.
EL MONARCA. UN LORITO DE ULTRAMAR. ORGANILLOS Y CHARANGAS

ESCENA PRIMERA

(MADRID MODERNO: EN UN MIRADOR ESPIOJA EL ALON VERDIGUALDA, UN LORO ULTRAMARINO: LA SIESTA: CALLE JAULERA DE MINUSCULOS HOTELES. Persianas verdes. Enredaderas. Resol en la calle. En yermos solares la barraca de horchata y melones, con el obeso levantino en mangas de camisa.-Un organillo.-Al golfante del manubrio, calzones de odalisca y andares presumidos de botas nuevas, le asoma un bucle fuera de la gorrilla, con estudiado estragalo, y sobre el hombro le hace morisquetas el pico verderol del pañolito gargantero.-Por la verja de un jardín se concierta con una negra mucama.)

EL LORO.— ¡Cubanita canela!

EL GOLFANTE.— Ese amigo me ha dado el primer quién vive. Oírlo y caer en la cuenta de que andaba por aquí el Capitán. Después he visto asomar el moño de la Sini. No sé si me habrá reconocido.

LA MUCAMA.— Es mucho el cambio. Si usted no se me descubre, yo no le saco. La niña, sin duda, tendrá más presente su imagen.

EL GOLFANTE.— ¡Cómo me la ha pegado! Esa se ha ido cegada por los pápiros del tío ladrón.

LA MUCAMA.— Más es el ruido.

EL GOLFANTE.— Ya sé que no pagáis una cuenta y que tu amo tira el pego en su casa. Otro Huerto del Francés estáis armando. ¡Buena fama os dan en el barrio!

LA MUCAMA.— ¡Qué chance! Estamos en un purito centro de comadreo.

EL LORO ¡Cubanita canela!

EL GOLFANTE.— Ese charlatán es un bando municipal sobre la ventana de la Sini. La andaba buscando loco por esas calles, y aquí estaba esperándome el lorito con su letrero. ¡Impensadamente volvía a ponerse en mi camino la condenada sombra de la Sini! ¡Aquí está mi perdición! Entra y dile que el punto organillero desea obsequiarla con un tango. Que salga, como es de política, a darme las gracias y proponer el más de su gusto. Y si no sale será que prefiere oír todo el repertorio. Recomiéndale que no sea tan filarmónica.

LA MUCAMA.— ¡Apártese! Tenemos bucaneros en la costa.

(DISIMULABASE la negra mandinga regando las macetas, y el pirante del organillero batió la «Marcha de Cádiz». Salta, en traje de paisano, el Capitán Sinibaldo Pérez: Flux de alpaca negra, camisa de azulinos almidones, las botas militares un abierto compás de charolados brillos, el bombín sobre la ceja, el manatí jugando en los dedos. Dos puntos holgazanes y una golfa andariega que refrescan en la barraca del levantino, hacen su comentario a espaldas del Capitán. La Poco-Gusto, le dicen a la mozuela, y a los dos pirantes, Pepe el Cosmético y Tono el Tapabocas.)

LA POCO-GUSTO.— ¡Qué postinero!

EL COSMÉTICO.— Por algo es Chuletas de Sargento.

EL HORCHATERO.— Esa machada, se la cuelgan.

EL COSMÉTICO.— ¿Que no es verdad, y está sumariado?

EL HORCHATERO.— Las Ordenanzas Militares son muy severas, y los ranchos con criadillas de prisioneros están más penados que entre moros comer tocino. Tocante al Capitán, yo no le creo hombre para darse esa manutención.

EL TAPABOCAS.— ¡Que no fuese guateque diario, estamos en ello! Pero él propio se alaba.

EL HORCHATERO.— ¡Boquerón que es el compadre!

LA POCO-GUSTO.— ¿Y el proceso?

EL HORCHATERO.— ¡Ché! Por tirar la descargada.

EL COSMÉTICO.— A mí no me representa un mérito tan alto, estando de buen paladar, comer chuletas. ¿Qué son de sargento? Como si fueran de cordero. ¡En estando de gusto!

EL TAPABOCAS.— ¿Y por qué razón no van a saber buenas las chuletas de sargento mambís?

LA POCO-GUSTO.— ¡Se podrán comer, pero buenas!...

EL TAPABOCAS.— Buenas. ¿Por qué no?

EL HORCHATERO.— Con mucho vino, con mucha guindilla, por una apuesta, limpias de grasas, lo magro magro, casi convengo.

EL COSMÉTICO.— Y así habrá sido.

EL HORCHATERO.— ¡Ni eso!

EL TAPABOCAS.— Pues se lo han acumulado como un guateque diario y tiene una sumaria a pique de salir expulsado de la Milicia.

EL HORCHATERO.— ¡Bien seguro se halla! Para que el proceso duerma, la hija se acuesta con el Gobernador Militar.

LA POCO-GUSTO.— La dormida de la hija por la dormida del expediente.

EL COSMÉTICO.— ¡Una baza de órdago a la grande!

EL HORCHATERO.— No llegan las pagas, hay mucho vicio y se cultiva la finca de las mujeres.

EL COSMÉTICO.— Quien tiene la suerte de esas fincas. Menda es huérfano.

EL HORCHATERO.— Te casas y pones la parienta al toreo.

EL COSMÉTICO.— ¿Y si no vale para la lidia?

LA POCO-GUSTO.— Búscala capeada. ¡Mira la Sini, al timoteo con el andoba del organillo!

(LA SINIBALDA, peinador con lazos, falda bajera, moñas en los zapatos, un clavel en el pelo, conversaba por la verja del jardinilio con el golfante del manubrio.)

LA SINI.— No te hubiera reconocido. Aquí no es sitio para que hablemos.

EL GOLFANTE.— ¿Temes comprometerte?

LA SINI.— La mujer en mi caso, con un amigo que nada la niega, está obligada a un miramiento que ni las casadas.

EL GOLFANTE.— ¿Que nada te niega? Quiere decirse que lo tienes todo con ese tío cabra.

LA SINI.— Todo lo que se tiene con guita.

EL GOLFANTE.— ¿Que lo pasas al pelo?

LA SINI.— Según se mire. Algo me falta, eso ya puedes comprenderlo. Tú has podido sacarme de la casa de mi padre. ¿Que no tenías modo de vida? Pues atente a las consecuencias. ¿Lo tienes ahora? Pronta estoy a seguirte. ¡Ya te veo empalmado, pero no te lo digo por miedo! ¿Qué traes? ¡Un organillo! Vienes a camelarme con música. ¿Vas a sostenerme con escalas y arpegios? Mírame. No seas loco. ¡Y tienes toda la vitola de un golfante!

EL GOLFANTE.— Tú dirás que venga a ser sino un golfo, ciego por la mayor golfa, peleado con toda mi casta.

LA SINI.— ¡Cuándo asentarás la cabeza! ¿Dejaste los estudios? Pues has hecho mal. ¡Y tienes toda la vitola de un organillero! ¿Qué tiempo llevas dando al manubrio?

EL GOLFANTE.— Tres meses. Desde que llegué.

LA SINI.— ¿Has venido siguiéndome?

EL GOLFANTE.— Como te lo prometí.

LA SINI.— Pero siempre pensé que no lo hicieses.

EL GOLFANTE.— Ya lo ves.

LA SINI.— ¡Vaya un folletín!

EL GOLFANTE.— Por ahí sacarás todo el mal que me has hecho.

LA SINI.— Te has puesto pálido. ¿De verdad tanto ciegas por mí?

EL GOLFANTE.— ¡Para perderme!

LA SINI.— Lo dices muy frío. No hay que hacerte caso. ¿Y qué ventolera te ha entrado de ponerte a organillero?

EL GOLFANTE.— Para el alpiste, y buscarte por las calles de Madrid. El lorito en tu ventana ha sido como un letrero.

LA SINI.— ¿Y qué intención traes? Empalmado lo estás. ¿Tú has venido con la intención de cortarme la cara?

EL GOLFANTE.— Al tío cebón es a quien tengo gana de cortarle alguna cosa.

LA SINI.— ¿Qué mal te hizo? Con éste o con otro había de caer. Estaba para eso.

EL GOLFANTE.— ¡El amor que tienes por el lujo!

LA SINI.— Tú nada podías ofrecerme. Pero con todo de no tener nada, de haber sido menos loco, por mi voluntad nunca hubiera dejado de verte. Te quise y te quiero. No seas loco. Apártate ahora.

EL GOLFANTE.— ¿Sin más?

LA SINI.— ¿Aquí qué más quieres?

EL GOLFANTE.— Dame la mano.

LA SINI.— ¡Adiós, y que me recuerdes!

EL GOLFANTE.— ¿Vuelvo esta noche?

LA SINI.— No sé.

EL GOLFANTE.— ¿Esperas al pachá?

LA SINI.— Pero no se queda.

EL GOLFANTE.— ¿Cuál es tu ventana?

LA SINI.— Te pones en aquella reja. Por allí te hablaré... Si puedo.

(HUYOSE la Sini, con bulle-bulle de almidones: Volvía la cabeza, guiñaba la pestaña: Sobre la escalinata se detuvo, sujetándose el clavel del pelo, sacó la lengua y se metió al adentro. El gachó del organillo, al arrimo de la verja, se ladea la gorra, estudiando la altura y disposición de las ventanas.)

EL LORO ¡Cubanita canela!

ESCENA SEGUNDA

(LACAS CHINESCAS Y CARACOLES MARINOS, CONCHAS PERLERAS, COQUITOS LABRADOS, RAMAS DE MADREPORA Y CORAL, DIFUNDEN EN LA SALA NOSTALGIAS COLONIALES DE ISLAS OPULENTAS: SOBRE LA CONSOLA Y POR LAS RINCONERAS VESTIDAS CON TAPETILLOS DE PRIMOR CASERO, ERAN FAUSTOS Y FABULAS DEL TROPICO. El loro dormita en su jaula abrigado con una manta vieja. A la mesa camilla le han puesto bragas verdes. Partida timbera. Donillea el naipe. Corre la pinta Chuletas de Sargento. Hacen la partida seis camastrones. Entorchados y calvas, lucios cogotes, lucias manos con tumbagas, humo de vegueros, prestigian el último albur. El Pollo de Cartagena, viejales pisaverde, se santigua con una ficha de nacaradas luces.)

EL POLLO.— ¡Apré! Esto me queda.

EL CAPITÁN.— ¿Quiere usted cambio?

EL POLLO.— Son cinco mil beatas.

EL CAPITÁN.— A tanta devoción no llego. Puedo hacerle un préstamo.

EL POLLO.— Gracias.

EL CAPITÁN.— ¿De dónde es la ficha?

EL POLLO.— De Bellas Artes.

EL CAPITÁN.— Puede usted disponer del asistente, si desea mandar a cambiarla. Si toma un coche, en media hora está de vuelta.

EL POLLO.— Por esta noche me abstengo. Me voy a la última de Apolo. ¡Salud, caballeros!

(VINOSO y risueño, con la bragueta desabrochada, levantó su corpulenta estampa el vencedor de Periquito Pérez: Saturnal y panzudo, veterano de toros y juergas, fumador de vegueros, siempre con luces alcohólicas en el campanario, marchoso, verboso, rijoso, abría los brazos el Pachá de la Sinibalda.)

EL GENERAL.— Pollo, vas a convidarnos.

EL POLLO.— No hay inconveniente.

EL GENERAL.— Chuletas, tira las tres últimas.

EL CAPITÁN.— ¡Ha cambiado el corte!

EL GENERAL.— Me es inverosímil, Chuletas. Peina ese naipe. ¡Tú te las arreglas siempre para tirar la descargada!

EL CAPITÁN.— ¡Mi General, esa broma!

EL GENERAL.— Rectificaré cuando gane.

EL CAPITÁN.— Caballeros, hagan juego.

(EL VENCEDOR DE PERIQUITO PEREZ se colgó el espadín, se puso el ros de medio lado, se ajustó la pelliza y recorrió la sala marcándose un tango: Bufo y marchoso, saca la lengua, guiña del ojo y mata la bicha a estilo de negro cubano. La Sinibalda, por detrás de un cortinillo, asoma los ojos colérica, y descubre la mano con una lezna zapatera, dispuesta a clavarle el nalgario. Detuvo el brazo de la enojada el Pollo de Cartagena. El General, asornado, vuelve a la mesa de juego, y el viejales pisaverde, en la puerta, templa con arrumacos y sermón los ímpetus de la Sini.)

EL POLLO.— ¡Vamos, niña, que estamos pasando un rato agradable entre amigos! Las diferencias que podáis tener, os las arregláis cuando estéis solos.

LA SINI.— Don Joselito, me aburre un tío tan ganso. ¿Dónde ha visto usted peor pata?

EL POLLO.— ¡Niña!

LA SINI.— Si se lo digo en su cochina cara. Y además está convencido de que lo siento. ¿Ha perdido?

EL POLLO.— Ya puedes comprender que no me entretuve siguiendo su juego.

LA SINI.— Ha perdido y se ha consolado como de costumbre.

EL POLLO.— Yo me hubiera consolado mejor contigo.

LA SINI.— Usted, sí, porque es un hombre de gusto y muy galante. ¿Ha perdido?

EL POLLO.— No sé.

LA SINI.— Ha perdido, y se ha puesto una trúpita para consolarse.

EL POLLO.— Vendría de fuera con ella, y será anterior al proyecto de cometer el crimen.

LA SINI.— ¿Qué crimen?

EL POLLO.— Una broma. Se ha consolado de la pérdida antes de la pérdida.

LA SINI.— ¿Y a qué ha dicho usted crimen?

EL POLLO.— Un texto del Código Penal. Erudición que uno tiene.

LA SINI.— ¡Vaya texto! ¿Y usted se lo sabe por sopas el Código?

EL POLLO.— Como el Credo.

LA SINI.— ¿Y dirá usted que se lo sabe?

EL POLLO.— ¿El Código?

LA SINI.— El Credo.

EL POLLO.— Para un caso de apuro.

LA SINI.— Parece usted pariente de aquel otro que estando encaminándole preguntaba si eran de confianza los Santos Olios.

EL POLLO.— Ese era mi abuelo.

LA SINI.— Con su permiso, Don José.

EL POLLO.— ¡Sini, ten cabeza!

(BRILLOS de cerillas, humo de vegueros. Los camastrones dejan la partida. Las cartas del último albur quedan sobre la mesa con un tuerto visaje. La mucama mandinga, delantal rayado, chancletas de charol, lipuda sonrisa, penetra en la sala y misteriosa toca la dorada bocamanga del General.)

LA MUCAMA.— Este papelito que horitita lo lea, Ño General.

EL GENERAL.— Lo leeré cuando me parezca.

LA MUCAMA.— Me ha dicho que horita y que me dé respuesta vucencia.

EL GENERAL.— Retírate y no me jorobes. Pollo, hágame usted el favor de quedarse. Le retengo a usted como peón de brega.

(SE DESPEDIAN los otros pelmazos. Eran cuatro: Un ricacho donostiarra, famoso empresario de frontones, un cabezudo ex ministro sagastino, y un catalán trapisondista, taurófilo y gran escopeta en las partidas de Su Majestad.)

EL TRAPISONDAS.— ¿Esa cena para cuándo, Don José?

EL POLLO.— Ustedes dirán.

EL EX MINISTRO.— Creo que no debe aplazarse.

EL TONGUISTA.— Cena en puerta, agua en espuerta.

EL POLLO.— Ustedes tienen la palabra.

EL TRAPISONDAS.— Esta noche, en lo de Morán.

EL POLLO.— ¿Hace, caballeros?

EL TONGUISTA.— ¡Al pelo!

EL EX MINISTRO.— ¡Naturaca!

EL TRAPISONDAS.— ¡Evident!

(SALE LA SINI. Chuletas, recomiéndose, cuenta las fichas y las distribuye por los registros chinescos de la caja.-Pagodas, mandarines, áureos parasoles.-El asistente, en brazado, saca abrigos, bastones, sombreros: Los reparte a tuertas, soñoliento, estúpido, pelado al cero. Chuletas de Sargento cierra la caja de fichas y naipes y, colocándosela bajo el brazo, se mete por una puerta oscura.)

LA SINI.— ¿Le sería a usted muy molesto oírme una palabra, General?

EL GENERAL.— Sini, no me hagas una escena. Sé mirada.

LA SINI.— ¡Vea usted de quedarse!

EL GENERAL.— Es intolerable esa actitud.

LA SINI.— Don Joselito, si a usted no le importan las vidas ajenas, ahueque.

EL POLLO.— Obedezco a las damas. ¡Que haya paz!

(EL POLLO DE CARTAGENA se tercia la capa a la torera y saluda marchoso en los límites de la puerta.)

EL GENERAL.— Pollo, si quedo con vida, caeré por casa de Morán.

LA SINI.— ¡Gorrista!

EL GENERAL.— No me alcanzan tus ofensas.

EL POLLO.— Si hay reconciliación, como espero, llévese usted a la niña.

EL GENERAL.— Sini, ya lo estás oyendo. Echate un abrigo y aplaza la bronca.

LA SINI.— Eso quisieras.

EL POLLO.— Mano izquierda, mi General.

EL GENERAL.— Esta quiere verme hacer la jarra.

LA SINI.— Miserable.

(EL POLLO DE CARTAGENA toma el olivo con espantada torera. El General se cruza de brazos con heroico alarde y ensaya una sonrisa despreciando a la Sinibalda.)

EL GENERAL.— Me quedo, pero serás razonable.

LA SINI.— ¿Has perdido?

EL GENERAL.— Hasta la palabra.

LA SINI.— Esa nunca la has tenido.

EL GENERAL.— El uso de la lengua.

LA SINI.— ¡Marrano!

EL GENERAL.— Ya sacaste las uñas. Deja que me vaya.

LA SINI.— ¿Irte? Toma asiento y pide algo. ¡Irte! Será después de habernos explicado.

EL GENERAL.— Tomo asiento. Y no hables muy alto.

LA SINI.— No será por escrúpulo de que oiga mi padre. Tú y él sois dos canallas. Me habéis perdido.

(EL CAPITAN entra despacio y avanza con los dientes apretados, la mano en perfil, levantada.)

EL CAPITÁN.— No te consiento juicios sobre la conducta de tu padre.

LA SINI.— ¿Cuándo has tenido para mí entrañas de padre? Mira lo que haces. Harta estoy de malos tratos. Si la mano dejas caer me tiro a rodar. ¡Ya para lo que falta!

EL GENERAL.— Sinibaldo, aquí estás sobrando.

EL CAPITÁN.— Tiene esa víbora mucho veneno.

LA SINI.— Las hieles que me has hecho tragar.

EL CAPITÁN.— Vas a escupirlas todas.

LA VOZ DEL POLLO ¡¡Socorro!!

(EL ECO angustiado de aquel grito paraliza el gesto de las tres figuras, suspende su acción: Quedan aprisionadas en una desgarradura lívida del tiempo, que alarga el instante y lo colma de dramática incertidumbre. La Sini rechina los dientes. Se rompe el encanto. El Capitán Chuletas, con brusca resolución, toma una luz y sale. El General le sigue con sobresalto taurino. En el marco de la ventana vestida de luna, sobre el fondo estrellado de la noche, aparece el Golfante del Organillo.)

EL GOLFANTE.— ¡Ya está despachado!

LA SINI.— ¡Mal sabes lo que has hecho! Darle pasaporte a Don Joselito.

EL GOLFANTE.— ¿Al Pollo?

LA SINI.— ¡A ese desgraciado!

EL GOLFANTE.— ¡Vaya una sombra negra!

LA SINI.— ¡Por obrar ciego! ¡Ya ves lo que sacas! ¡Meterte en presidio cargado con la muerte de un infeliz!

EL GOLFANTE.— ¡Ya no tiene remedio!

LA SINI.— ¿Y ahora?

EL GOLFANTE.— Tu anuncio... ¡El presidio!

LA SINI.— ¿Qué piensas hacer?

EL GOLFANTE.— ¡Entregarme!

LA SINI.— ¡Poco ánimo es el tuyo!

EL GOLFANTE.— Me ha enfriado el planchazo.

LA SINI.— Pues no te entregues. Espérame. Ahora me voy contigo.

ESCENA TERCERA

(UNA PUERTA ABIERTA: FONDO DE JARDINILLO LUNERO: EL RODAR DE UN COCHE: EL RECHINAR DE UNA CANCELA: EL GLOGLOTEO DE UN ODRE QUE SE VIERTE: PASOS QUE BAJAN LA ESCALERA. Chuletas de Sargento levanta un quinqué y aparece caído de costado Don Joselito. El Capitán inclina la luz sobre el charco de sangre, que extiende por el mosaico catalán una mancha negra. Se ilumina el vestíbulo con rotario aleteo de sombras:-La cigüeña disecada, la sombrilla japonesa, las mecedoras de bambú.-Sobre un plano de pared, diluidos fugaces resplandores de un cuadro con todas las condecoraciones del Capitán.-Placas, medallas, cruces.-Al movimiento de la luz todo se desbarata. Chuletas de Sargento posa el quinqué en el tercer escalón, inclinándose sobre el busto yacente, que vierte la sangre por un tajo prolundo que tiene en el cuello. El General, por detrás de la luz, está suspenso.)

EL CAPITÁN.— No parece que el asesino se haya ensañado mucho. Con el primer viaje ha tenido bastante para enfriar a este amigo desventurado. ¡Y la cartera la tiene encima! Esto ha sido algún odio.

EL GENERAL.— Está intacto. No le falta ni el alfiler de corbata.

EL CAPITÁN.— Pues será que le mataron por una venganza.

EL GENERAL.— Habrá que dar parte.

EL CAPITÁN.— Dar parte trae consigo la explotación del crimen por los periódicos... ¡Y en verano, con censura y cerrada la Plazuela de las Cortes... Mi General, saldríamos todos en solfa.

EL GENERAL.— Es una aberración este régimen. ¡La Prensa en todas partes respeta la vida privada, menos en España! ¡La honra de una familia en la pluma de un grajo!

EL CAPITÁN.— Sería lo más atinente desprenderse del fiambre y borrar el rastro.

EL GENERAL.— ¿Cómo?

EL CAPITÁN.— Facturándolo.

EL GENERAL.— ¡Chuletas, no es ocasión de bromas!

EL CAPITÁN.— Mi General, propongo un expediente muy aceptado en Norte América.

EL GENERAL.— ¿Y enterrarlo en el jardín?

EL CAPITÁN.— Saldrán todos los vecinos con luces. Para eso mandas imprimir esquelas.

EL GENERAL.— ¿Y en el sótano?

EL CAPITÁN.— Mi General, para los gustos del finado nada mejor que tomarle un billete de turismo. Lo inmediato es bajarlo al sótano y lavar la sangre. Vamos a encajonarle.

EL GENERAL.— ¿Persistes en la machada de facturarlo?

EL CAPITÁN.— Aquí es un compromiso muy grande para todos, mi General. ¡Para todos!

EL GENERAL.— ¡Qué marrajo eres, Chuletas! Vamos a bajar el cadáver al sótano. Ya se verá lo que se hace.

EL CAPITÁN.— El trámite más expedito es facturarlo, a estilo de Norte América.

EL GENERAL.— ¡Y siempre en deuda con el extranjero!

EL CAPITÁN.— Si usted prefiere lo nacional, lo nacional es dárselo a la tropa en un rancho extraordinario, como hizo mi antiguo compañero el Capitán Sánchez.

(LA SINI, aciclonada, bajaba la escalera con un lío de ropa atado en cuatro puntas, revolante el velillo trotero.)

LA SINI.— ¡Infeliz! ¡Qué escarnio de vida! Me llevo una muda... Mandaré por el baúl... Aun no sé dónde voy. ¡Qué escarnio de vida! Mandaré un día de estos...

EL CAPITÁN.— Con un puntapié vas a subir y meterte en tu alcoba, grandísima maula. Mi General, permítame darle un zarandazo de los pelos. ¡No la acoja! Hay que ser con este ganado muy terne. Si se desmanda, romperle la cuerna.

LA SINI.— ¡Qué desvarío! Si mi papá se hace el cargo, puesta la niña en el caso de pedir socorro, alguno iba a enterarse.

EL CAPITÁN.— ¡Víbora!

(LA SINI saca un hombro con desprecio y se arrodilla a un lado del muerto por la cabecera, sobre el fondo nocturno de grillos y luciérnagas. El General y el Capitán cabildean bajo la sombrilla japonesa.)

EL GENERAL.— Sinibaldo, hay que ser prudentes. Si quiere irse, que se vaya. La Dirección de Seguridad se encargará de buscarla. Ahora no es posible una escena de nervios. ¡Sinibaldo, prudencia! Una escena de nervios nos perdería. Yo asumo el mando en Jefe.

LA SINI.— ¡Don Joselito, he de rezarle mucho por el alma! Me llevo su cartera, que ya no le hace falta. No iban esos marrajos a enterrarle con ella. ¡Qué va! ¡Pues que se remedie la Sini!

EL CAPITÁN.— ¡Mi General, no puede consentirse que esa insensata se fugue del domicilio paterno con una cartera de valores!

EL GENERAL.— Mañana se recupera. ¡Sería nuestra ruina una escena de nervios!

LA SINI.— Las alhajitas tampoco las precisa. ¡Qué va! Don Joselito, he de rezarle mucho por el alma. Adiós, Don Joselito. ¡No sé si voy manchada de sangre!

EL CAPITÁN.— Mi General, imposible para el honor de un padre tolerar esta pendonada.

LA SINI.— ¡Suéltame, Chuletas de Sargento!

EL CAPITÁN.— Te ahogo, si levantas la voz.

LA SINI.— ¡Asesino! ¡Chuletas de Sargento!

EL GENERAL.— ¿Sinibaldo, qué haces? ¡Otro crimen!

EL CAPITÁN.— ¡Hija malvada!

LA SINI.— ¡Hija de Chuletas de Sargento!

EL GENERAL.— Sini, no te desboques. Las paredes son de cartón. Todo se oye fuera. Sini, que el asistente te haga una taza de tila. Tienes afectados los nervios. No faltes a tu padre. Sini, no hagas que me avergüence de quererte.

LA SINI.— ¡Abur y divertirse! Si algún guinda se acerca para detenerme, tened seguro que todo lo canto. Voy libre. La Sini se ha fugado al extranjero con Don Joselito. ¡Abur, repito!

EL CAPITÁN.— ¡Las hay maulas! ¡Esa correspondencia tienes para tu padre, grandísimo pendón!

ESCENA CUARTA

(UNA RINCONADA EN EL CAFE UNIVERSAL: ESPEJOS, MESAS DE MARMOL, ROJOS DIVANES. MAMPARA CLANDESTINA. PAREJAS AMARTELADAS. En torno de un velador, rancho y bullanga, sombrerotes y zamarras: Tiazos del ruedo manchego, meleros, cereros, tratantes en granos. Una señora pensionista y un capellán castrense se saludan de mesa a mesa. Un señorito y un pirante maricuela se recriminan bajo la mirada comprensiva del mozo, prócer, calvo, gran nariz, noble empaque eclesiástico. La Sinibalda, con mantón de flecos y rasgados andares, penetra en el humo, entre alegres y salaces requiebros de la parroquia. Se acoge al rincón más oscuro y llama al mozo con palmas.)

LA SINI.— ¡Café!

EL MOZO.— ¿Solo?

LA SINI.— Con gotas.

EL MOZO.— Si usted quiere cambiar de mesa, me queda otra libre en el turno. Aquí, con la corriente de la puerta, estará usted mal a gusto.

LA SINI.— ¡Qué va! Con el calorazo que hace, la corriente se agradece.

EL MOZO.— Pues hay quien manda parar el ventilador. ¡Váaa!

(LLAMABAN de una peña marchosa. -Toreros, concejales, chamelistas y pelmas.-El mozo se acercó con majestad eclesiástica y estuvo algunos instantes atento a las chuscadas de los flamencos. Siempre entonado y macareno, luego de limpiar el mármol, se salió del corro para poner el servicio de café en la mesa de la Sini.)

EL MOZO.— Le ha caído usted en gracia al Manene. Me ha llamado porque disputan sobre quien usted sea. Les ha caído usted en gracia, y la quieren sacar por un retrato que enseñó en la mesa un parroquiano. ¿No será usted la misma?

LA SINI.— No, señor. Yo soy muy fea para retratarme. ¿Pero cuándo van a dejar de mirarme esos pelmazos?

EL MOZO.— Están de broma.

LA SINI.— ¡Como si en su vida hubieran visto una mujer!

EL MOZO.— ¡Que no estará usted acostumbrada a que la miren!

LA SINI.— ¡Asquerosos! Me parece que van a reírse de su mamasita.

EL MOZO.— No es para que usted se incomode. Son gente alegre pero que no falta. Están en que usted es la del retrato. ¡Verá usted qué jarro de agua fría cuando los desengañe el Pollo de Cartagena.

LA SINI.— ¿Es el parroquiano?

EL MOZO.— Contada la tarde que falta.

LA SINI.— A ver si asoma y concluye el choteo de esos puntos. Estoy esperando a un amigo que tiene la sangre muy caliente.

EL MOZO.— No habrá caso. Verá usted qué ducha cuando llegue el Pollo.

LA SINI.— ¿Y si ese sujeto hace novillos?

EL MOZO.— Combina de mucho pote había de tener para faltar esta tarde. ¡Raro que siendo usted una hembra tan de buten, no la haya seguido alguna vez por esas calles!

LA SINI.— ¿Y sacado la fotografía? El punto ése verá usted que por darse importancia, esta tarde no viene.

EL MOZO.— Aun no es su hora.

LA SINI.— Me gustaría conocerle.

EL MOZO.— Pues fijamente hoy no falta. Casual que al irse anoche mandaba al botones a cambiarle una ficha de cinco mil beatas en la caja del Círculo. Fué motivado que viendo el atortolo del chico, que es novato, mudase de idea, y me pidió sesenta duros, cuyamente me prestó un parroquiano. ¿Qué mozo tiene hoy sesenta duros? ¡Eso otros tiempos!

(ENTRAN el andoba del organillo y un vejete muy pulcro, vestido de negro: Afeminados ademanes pedagógicos, una afectada condescendencia de dómine escolástico: El peluquín, los anteojos, el pañuelo que lleva a la garganta y le oculta el blanco de la camisa como un alzacuello, le infligen un carácter santurrón y sospechoso de mandadero de monjas: Le dicen el Sastre Penela. En voz baja conversan con la Sini. El Golfante le muestra una fotografía entre cínico y amurriado.)

EL GOLFANTE.— El retrato de un pingo en camisa. ¡Mira si te reconoces! En la cartera del interfecto ha sido exhumado.

LA SINI.— ¡Se lo ha dado el canalla, sinvergüenza!

EL GOLFANTE.— Trabajaba el endoso.

LA SINI.— Anduvo un mes encaprichado por sacarme esa fotografía. ¡El aprecio que hizo el asqueroso! Entre unos y otros me habéis puesto en el pie de perderme. ¡Ya nada se me da! Hoy contigo... Mañana se acabó el conquis, pues a ganarlo para los dos con mi cuerpo. ¿Cómo estaba de parné la cartera?

EL GOLFANTE.— ¡Limpia! Este amigo me ha dado una ayuda muy superior para desmontar la pedrería del alfiler y los solitarios. Como que el hombre se maneja sin herramientas. ¡Es un águila! En nueve mil melopeas pignoramos el lote, en la calle de la Montera. Por cierto que voy a quemar la papeleta.

EL SASTRE.— ¡Aquí, no! ¡Prudencia! Pasa al evacuatorio.

EL GOLFANTE.— En la cartera había documentos que en unas buenas manos son sacadineros. Dos pagarés de veinte mil pesetas con la firma del Pachá Bum-Bum. Una carta del propio invicto sujeto solicitando demoras, y una ficha de juego.

LA SINI.— De Bellas Artes. ¡Cinco mil del ala! Dámela, que hay que cobrarla, y a no tardar.

EL GOLFANTE.— ¿Cómo se cobra?

LA SINI.— Presentándose en caja.

EL GOLFANTE.— ¡Es un paso comprometido!

LA SINI.— ¡Cinco mil beatas no son para dejarlas en el aire!

EL GOLFANTE.— ¡Conforme! Los documentos, estoy a vueltas... Hacerlos desaparecer es quemar un cheque al portador.

EL SASTRE.— Hay que operar con mucho quinqué. Los presentas tú al cobro, y te ponen a la sombra: Se requieren otras circunstancias. Los que actúan en esos negocios son sujetos con muy buenas relaciones, que visitan los Ministerios. ¡El Batuco, que estos tiempos ha dado los mejores golpes, tiene padrinos hasta en la Gran Peña! Una masonería como la de los sarasas. El Batuco ha puesto a modo de una Agencia: ¡Una oficina en toda regla! Si queréis entenderos con él, fijamente está en los billares.

EL GOLFANTE.— ¿No será venderse?

EL SASTRE.— Vosotros los pensáis y aluego resolvéis. El Batuco vive de esas operaciones y su crédito está en portarse con decencia. Conoce como nadie el compromiso de ciertos negocios y puede daros una luz. Hoy todo lo hace la organización. ¡Vierais la oficina, montada con teléfono y máquina de escribir!... ¡Propiamente una Agencia!

EL GOLFANTE.— ¡Mira, Penela, que la mucha gente es buena en las procesiones!

EL SASTRE.— Para sacarle lo suyo a esos papeles hace falta el organismo de una Agencia. ¡Son otros horizontes! ¡Ahí tienes las contratas del ramo de Guerra! Para ti, cero, ni pensar en ello. ¡Para un organismo, ponerse las botas! Es su función propia... Ahora, si vosotros tenéis otro pensamiento...

LA SINI.— ¡Tan incentiva pintura los sentidos me enajena! ¡Suba usted por el Batuco!

EL GOLFANTE.— ¿Se puede uno confiar?

EL SASTRE.— Hombre, yo siempre le he visto proceder como un caballero, y el asunto vuestro es un caso corriente.

EL GOLFANTE.— Pues a no tardar.

EL SASTRE.— Míralo, que baja de los billares. Don Arsenio, media palabra.

(EL BATUCO accede, saludando con el puro: Chato, renegrido, brisas de perfumería y anillos de jugador, caña de nudos, bombín, botas amarillas con primores: Un jastialote tosco, con hechura de picador.)

EL BATUCO.— ¿Qué cuenta el amigo Penela?

EL SASTRE.— Estaba con una pata en el aire para remontarme en su busca y captura. Me había comprometido a relacionarle con esta interesante pareja. Tienen algunos documentos que desean negociar: Cartas y pagarés de un personaje. ¿Qué dice usted?

EL BATUCO.— Acaso se pudiera intentar alguna travesura. ¡No sé! Sin conocer el asunto es imposible aventurar una opinión... Hay que estudiarlo. ¿Quién es el personaje?

EL SASTRE.— Un heroico príncipe de la Milicia.

EL BATUCO.— ¿Con mando?

EL SASTRE.— Con mando.

EL BATUCO.— ¿Quién negocia los papeles?

EL SASTRE.— Esta joven e inexperta pareja. Paseando, se han encontrado una cartera.

EL BATUCO.— El propietario habrá dado parte a la Poli. Esos documentos de crédito en nuestras manos son papeles mojados.

LA SINI.— El propietario no ha dado parte.

EL BATUCO.— ¿Seguro?

LA SINI.— Tomó el tren para un viaje que será largo, y a última hora le faltó el tiempo hasta para las despedidas.

EL BATUCO.— Entendido. ¿Pueden verse los documentos?

EL GOLFANTE.— ¡Naturaca!

(EL GOLFANTE saca del pecho un legajillo sujeto con una goma. El Batuco, disimulado, hace el ojeo: Se detiene sobre una carta, silabea reticente.)

EL BATUCO.— «La rubiales se alegrará de verle, Chuletas de Sargento cantará guajiras y tirará el pego.»

LA SINI.— El viaje del andoba saltó impensadamente.

EL BATUCO ¿Muy largo, ha dicho usted?

LA SINI.— Para una temporada.

EL BATUCO.— ¡Hablemos claro! ¡Esta carta es un lazo, una encerrona manifiesta! ¿Quién ha taladrado el billete al viajero? ¿No lo saben ustedes?

LA SINI.— Le dió un aire al quinqué y se apagó para no verlo.

EL BATUCO.— ¡Como siempre! Y algún vivales se adelantó a tomar la cartera. ¿He dado en el clavo?

LA SINI.— Ve usted más que un astrónomo. Usted debe predecir el tiempo.

EL BATUCO.— Me alegro de no haberme equivocado. Es caso para estudiarse y meditarse... De gran mompori si se sabe encauzar. Yo trabajo en una esfera más modesta. El negocio que ustedes traen es de los de Prensa y Parlamento. Yo soy un maleta, pero tengo buenas relaciones. Don Alfredo Toledano, el Director de El Constitucional, me aprecia y puedo hablarle. Verá el asunto, que es un águila, y de los primeros espadas. Un hombre tan travieso puede amenazar con una campaña. En manos de un hombre de pluma estos papeles son un río de oro, en las nuestras un compromiso. Ese es mi dictamen. Con la amenaza de una campaña de información periodística se puede sacar buena tajada. ¡Don Alfredo chanela como nadie la marcha de estos negocios! Cuando la repatriación, formó una Sociedad. ¡Un organismo de lo más genial, para la explotación de altos empleados! Si ustedes están conformes, me pondré al habla con el maestro.

LA SINI.— ¡A no dejarlo!

EL GOLFANTE.— ¿Dónde nos avistamos?

EL BATUCO.— Aquí. ¿Hace?

EL SASTRE.— Entiendo que aquí ya nos hemos lucido bastante. En todas las circunstancias de la vida conviene andarse con quinqué...

EL BATUCO.— Pues pasen ustedes por la Agencia. Pez, 31.

LA SINI.— ¡A ver si hacemos changa!

EL BATUCO.— ¡Seguramente! Huyo veloz como la corza herida.

EL SASTRE.— ¡Orégano sea!

EL GOLFANTE.— Sinibalda.

LA SINI.— ¿Qué se ofrece?

EL GOLFANTE.— ¿Y de la ficha, qué?

LA SINI.— ¡Cobrarla!

EL GOLFANTE.— ¿Estás en ello?

LA SINI.— ¡Naturaca!

EL GOLFANTE.— En tus manos la dejo. Yo me najo para cambiar de vitola en el Aguila.

ESCENA QUINTA

(UN MIRADOR EN EL CIRCULO DE BELLAS ARTES. Tumbados en mecedoras, luciendo los calcetines, fuman y bostezan tres señores socios:-Un viejales camastrón, un goma quitolis y el chulapo ayudante en el tapete verde.-Se oye la gresca del billar, el restallo de los tacos, las súbitas aclamaciones. El viejales camastrón, con los lentes de oro en la punta de la nariz, repasa los periódicos. Filo de la acera encienden sus faroles los simones. Pasa la calle el campaneo de los tranvías y el alarido de los pregones.)

PREGONES.— ¡Constitucional! ¡Constitucional! ¡Constitucional! ¡Clamor de la Noche! ¡Corres! ¡Heraldo! ¡El Constitucional, con los misterios de Madrid Moderno!

EL CAMASTRÓN.— ¡Cerrojazo de Cortes, crimen en puerta! ¡Señores, qué manera de hinchar el perro!

EL QUITOLIS.— ¿Cree usted una fantasía la información de El Constitucional?

EL CAMASTRÓN.— Completamente. ¡La serpiente de mar que se almuerza a un bañista todos los veranos! ¡Las orgías de Madrid Moderno! ¿Ustedes creen en esas saturnales con surtido de rubias y morenas?

EL CHULAPO.— No las llamemos saturnales, llamémoslas juergas. Ese antro de locura será alguna Villa-Laura o Villa-Ernestina.

EL CAMASTRÓN.— ¿Y ese personaje?

EL CHULAPO.— Cualquiera. Uno de tantos beneméritos carcamales que le paga a la querida un hotel a plazos.

EL QUITOLIS.— La información alude claramente a una ilustre figura, que ejerció altos mandos en Ultramar.

EL CHULAPO.— ¡Ultramar! Toda la baraja de Generales.

EL QUITOLIS.— No lo será, pero quien tiene un apaño en Madrid Moderno...

EL CAMASTRÓN.— ¿Con una rubia? Es indispensable el agua oxigenada. Vea usted los epígrafes: «La rubia opulenta.» ¿Corresponden las señas?

EL QUITOLIS.— Sí, señor, corresponden.

EL CAMASTRÓN.— Pues ya sólo falta el nombre del tío cachondo para que decretemos su fusilamiento.

EL QUITOLIS.— La alusión del periódico es diáfana.

EL CAMASTRÓN.— ¡Seré yo ciego!

EL CHULAPO.— Yo creo que todos menos usted la hemos entendido.

EL CAMASTRÓN.— Son ustedes unos linces.

EL CHULAPO.— Y usted un camándulas. Usted sabe más de lo que dice El Constitucional.

EL CAMASTRÓN.— Yo no sé nada. Oigo verdaderas aberraciones y me abstengo de darles crédito.

EL CHULAPO.— Sin darles crédito y como tales hablillas, usted no está tan en la higuera. Usted guarda un notición estupendo. ¡Tiemble usted que se lo pueden escacharrar! Se le ha visto en muy buena compañía. ¡Una rubia opulenta!

EL CAMASTRÓN.— Rubias opulentas hay muchas. La que yo saludé aquí esta tarde, sin duda lo es.

EL CHULAPO.— Parece que a esa gachí le rinde las armas un invicto Marte.

EL CAMASTRÓN.— ¡Es usted arbitrario!

EL CHULAPO.— ¡La chachipé!

EL CAMASTRÓN.— Y aun cuando así sea. ¿Qué consecuencias quiere usted deducir?

EL CHULAPO.— Ninguna. Señalar coincidencias.

EL CAMASTRÓN.— Muy malévolamente. Otros muchos están en el caso de Agustín Miranda. Un solterón con una querida rubia. ¡Van ustedes demasiado lejos!

(SE ACERCA un babieca fúnebre, alto, macilento: La nuez afirmativa, desnuda, impúdicamente despepitada, incrusta un movimiento de émbolo entre los foques del cuello: El lazo de la chalina, vejado, deshilachado, se abolia con murria de filósofo estoico, a lo largo de la pechera: La calva aparatosa con orla de melenas, las manos flacas, los dedos largos de organista, razonan su expresión anómala y como deformada, de músico fugado de una orquesta. Toda la figura diluye una melancolía de vals, chafada por el humo de los cafés, el roce de los divanes, las deudas con el mozo, las discusiones interminables.)

EL BABIECA.— ¡La gran noticia!

EL CHULAPO.— ¡Ya se la escacharraron a Don Paco! No hay nada secreto. ¡Ya se la escacharraron!

EL BABIECA.— ¿Han leído ustedes la información de El Constitucional? ¿Saben ustedes cuáles son los nombres verdaderos?

EL CHULAPO.— No es difícil ponerlos.

EL BABIECA.— ¿Saben ustedes que la rubia estuvo aquí esta tarde?

EL CHULAPO.— Ya lo sabemos.

EL BABIECA.— ¿Y que cobró en la caja una ficha de cinco mil beatas?

EL QUITOLIS.— ¿Pago de servicios? Yo no estaba tan enterado. ¡Cinco mil del ala!...

EL BABIECA.— Hay otra versión más truculenta.

EL CHULAPO.— ¡Ole!

EL BABIECA.— ¡Que le dieron pasaporte al Pollo de Cartagena!

EL CHULAPO.— ¿Don Joselito? ¡Si acabo de verle en los billares!

EL BABIECA.— Imposible. Nadie le ha visto desde ayer tarde.

EL CHULAPO.— ¿Está usted seguro? ¿A quién, entonces, he saludado yo en los billares?

EL BABIECA.— Don Joselito llevaba precisamente una ficha de cinco mil pesetas. La única que faltaba al hacer el recuento.

EL CHULAPO.— ¿Es la que cobró la rubia?

EL BABIECA.— Indudablemente.

EL CAMASTRÓN.— ¡Don Joselito estará con una trúpita!

EL QUITOLIS.— Eso no se me había ocurrido.

EL CAMASTRÓN.— El Constitucional le había sugestionado a usted la idea del crimen.

EL QUITOLIS.— ¡A ver si resulta todo ello una plancha periodística!

EL CAMASTRÓN.— Verán ustedes cómo nadie exige responsabilidades.

(ENTRA un chisgarabís: Frégoli, monóculo, abrigo al brazo, fuma afectadamente en pipa: Es meritorio en la Redacción de «El Diario Universal»: El Conde de Romanones, para premiar sus buenos oficios, le ha conseguido una plaza de ama de leche en la Inclusa.)

EL REPÓRTER.— ¡La gran bomba! Voy a telefonear a mi periódico. Se ha verificado un duelo en condiciones muy graves entre el General Miranda y Don Joselito Benegas.

EL CHULAPO.— ¿Por la rubia?

EL REPÓRTER.— Eso se cuenta.

EL CAMASTRÓN.— ¿Usted nos dirá quién es el muerto? ¿Porque, seguramente, habrá un muerto? ¡Acaso dos!

EL REPÓRTER.— ¡No se atufe usted conmigo! Soy eco opaco de un rumor.

EL CAMASTRÓN.— Acabe usted.

EL REPÓRTER.— En la timba decían algunos que Don Joselito estaba agonizando en un hotel de Vicálvaro.

EL CAMASTRÓN.— Esos ya quieren llevarse el suceso al distrito de Canillejas. ¡Señores, no hay derecho! ¡Formemos la liga Pro Madrid Moderno! Afirmemos el folletín del hombre descuartizado y la rubia opulenta. ¡Ese duelo es una comedia casera! No admitamos esa ñoñez. El descuartizado y la rubia se nos hacen indispensables para pasar el verano.

EL CHULAPO.— ¿Bachiller, qué dicen en Teléfonos de la información de El Constitucional?

EL REPÓRTER.— Para empezar, demasiado lanzada... De no resultar un éxito periodístico, pueden fácilmente tirarse una plancha... Sin embargo, algunos compañeros que han interrogado a los vecinos del hotel obtuvieron datos muy interesantes. Un vigilante de consumos asegura haber visto a la rubia, que escapaba con un gatera. Y son varios los vecinos que afirman haber oído voces pidiendo socorro.

EL CAMASTRÓN.— ¿Pero no sostenía a la rubia un Marte Ultramarino? Veo mucha laguna.

EL QUITOLIS.— Indudablemente.

EL CHULAPO.— ¿Y se cree que haya habido encerrona?

EL REPÓRTER.— Me abstengo de opinar... La maledicencia señala a un invicto Marte. Todo el barrio coincide en afirmarlo.

EL QUITOLIS.— Allí habrá caído como una bomba la información de El Constitucional.

EL REPÓRTER.— Allí saben mucho más de lo que cuenta el periódico.

EL CAMASTRÓN.— ¡El hombre descuartizado! ¡Se nos presenta un gran verano!

(IRRUMPE rodante y estruendosa la bola del mingo, y dos jugadores en mangas de camisa aparecen blandiendo los tacos: Vociferan , se increpan. Los pregones callejeros llegan en ráfagas.)

PREGONES.— ¡El Constitucional! ¡Constitucional! ¡Constitucional! ¡Clamor de la Noche! ¡Corres! ¡Heraldo! ¡El Constitucional!, con los misterios de Madrid Moderno.

ESCENA SEXTA

(UN SALON, CON GRANDES CORTINAJES DE TERCIOPELO ROJO, MOLDURONES Y DORADAS RIMBOMBANCIAS. Lujo oficial con cargo al presupuesto. Sobre una mesilla portátil, la botella de whisky, el sifón y dos copas. El Vencedor de Periquito Pérez, a medios pelos, en mangas de camisa, con pantalón de uniforme, fuma tumbado en una mecedora, y alterna algún requerimiento a la copa. Detrás, el asistente, inmóvil, sostiene por los hombros la guerrera de Su Excelencia. Asoma el Capitán Chuletas de Sargento.)

EL CAPITÁN.— ¿Hay permiso, mi general?

EL GENERAL.— Adelante.

EL CAPITÁN.— ¿Ha leído usted El Constitucional de esta noche? ¡Una infamia!

EL GENERAL.— Un chantage.

EL CAPITÁN.— Si usted me autoriza, yo breo de una paliza al Director.

EL GENERAL.— Sería aumentar el escándalo.

EL CAPITÁN.— ¿Y qué se hace?

EL GENERAL.— Arrojarle un mendrugo. En estos casos no puede hacerse otra cosa... Las leyes nos dejan indefensos ante los ataques de esos grajos inadaptados. Necesitamos un diplomático y usted no lo es. ¡Chuletas, estoy convencido de que vamos al caos! Esta intromisión de la gacetilla en el privado de nuestros hogares es intolerable.

EL CAPITÁN.— ¡La protesta viva del honor militar se deja oír en todas partes!

EL GENERAL.— Sinibaldo, saldremos al paso de esta acción deletérea. Las Cámaras y la Prensa son los dos focos de donde parte toda la insubordinación que aqueja, engañándole, al pueblo español. Siempre he sido enemigo de que los organismos armados actúen en política, sin embargo, en esta ocasión me siento impulsado a cambiar de propósito. Necesitamos un diplomático y usted no lo es. Toque usted el timbre. ¿Y el fiambre?

EL CAPITÁN.— Encajonado, pero sin decidirme a facturarlo.

(UN OFICIAL con divisas de ayudante asomó rompiendo cortinas, y quedó al canto, las acharoladas botas en compás de cuarenta y cinco grados.)

EL AYUDANTE.— ¡A la orden, mi General!

EL GENERAL.— A Totó necesitaba. ¿Qué hace Totó?

EL AYUDANTE.— Tomando café.

EL GENERAL.— Dígale usted que se digne molestarse.

EL AYUDANTE.— ¿Eso no más, mi General?

EL GENERAL.— Eso no más. Póngase usted al teléfono y pida comunicación con el Cuartel de San Gil. Que pase un momento a conferenciar conmigo el Coronel. Quedo esperando a Totó. Puede usted retirarse.

EL AYUDANTE.— ¡A la orden, mi General!

EL CAPITÁN.— ¡El fiambre en el sótano es un compromiso, mi General!

EL GENERAL.— ¡Y gordo!

EL CAPITÁN.— ¡Mi General, hay que decidirse, y montar a caballo!

EL GENERAL.— Redactaré un manifiesto al país. ¡Me sacrificaré una vez más por la Patria, por la Religión y por la Monarquía! Las figuras más ilustres del generalato y los jefes con mando de tropas, celebramos recientemente una asamblea... Faltó mi aquiescencia: ¡Con ella ya se hubiera dado el golpe!

EL CAPITÁN.— El golpe sólo puede darlo usted.

EL GENERAL.— Naturalmente, yo soy el único que inspira confianza en las altas esferas. Allí saben que puedo ser un viva la virgen, pero que soy un patriota y que sólo me mueve el amor a las Instituciones. Eso mismo de que soy un viva la virgen prueba que no me guía la ambición, sino el amor a España. Yo sé que esa frase ha sido pronunciada por una Augusta Persona. ¡Un viva la virgen, señora, va a salvar el Trono de San Fernando!

EL CAPITÁN.— Mi General, usted, si se decide y lo hace, tendrá estatuas en cada plaza.

EL GENERAL.— ¡Me decido, Chuletas! ¡Estoy decidido! Pero no quiero perturbar la vida normal del país con una algarada revolucionaria. No montaré a caballo. Nada de pronunciamientos con sargentos que ascienden a capitanes. Una acción consciente y orgánica de los cuadros de Jefes. Que actúen los núcleos profesionales de la Milicia. Hoy no puede contarse con el soldado ni con el pueblo!

EL CAPITÁN.— ¡El soldado y el pueblo están anarquizados!

(TOTO aparece en la puerta: Rubio oralino, pecoso, menudo: Un dije escarlata con el uniforme de los Húsares de Pavía.)

TOTÓ.— ¡A la orden, mi General!

EL GENERAL.— Totó, vas a lucirte en una comisión. Ponte al teléfono y pide comunicación con el Director de El Constitucional. ¿Estás enterado del derrote que me tiran?

TOTÓ.— ¡Y no me explico lo que van buscando!... Si no es una paliza...

EL GENERAL.— Dinero.

TOTÓ.— Pero usted los llevará a los Tribunales. Un proceso por difamación.

EL GENERAL.— ¿Un proceso ahora, cuando medito la salvación de España? En estos momentos me debo por entero a la Patria. Tengo un deber religioso que cumplir. ¡La Salud Pública reclama un Directorio Militar! Mi vida futura está en ese naipe. Hay que acallar esa campaña insidiosa. Ponte al habla con el Director de El Constitucional. Invítale a que conferencie conmigo.

TOTÓ.— El Brigadier Frontaura espera que usted le reciba, mi General.

EL GENERAL.— Que pase.

TOTÓ.— Mi Brigadier, puede usted pasar.

EL BRIGADIER.— ¡He leído El Constitucional! ¡Supongo que necesitas padrinos para esa cucaracha!

EL GENERAL.— Fede, yo no puedo batirme con un guiñapo. ¡Ladran por un mendrugo! ¡Se lo tiro!

EL BRIGADIER.— ¡Eres olímpico!

EL GENERAL.— Aprovecho la ocasión para decirte que he renunciado mi empleo de pararrayos del actual Gobierno.

EL BRIGADIER.— Algo sabía.

EL GENERAL.— Pues eres el primero a quien comunico esta resolución.

EL BRIGADIER.— Los acontecimientos están en el ambiente.

EL GENERAL.— Si ha de salvarse el país, si no hemos de ser una colonia extranjera, es fatal que tome las riendas el Ejército.

EL BRIGADIER.— No podías sustraerte. Me parece que más de una vez hemos discutido tu apoyo al actual Gobierno.

EL GENERAL.— Pero yo no quiero dar el espectáculo de un pronunciamiento isabelino.

(EL AYUDANTE asoma de nuevo entre cortinas, la mano levantada a los márgenes de la boca, las botas en ángulo.)

EL AYUDANTE.— Una Comisión de Jefes y Oficiales desea conferenciar con vuecencia.

EL GENERAL.— ¿Ha dicho usted una Comisión de Jefes y Oficiales? ¿Quién la preside?

EL AYUDANTE.— El Coronel Camarasa.

EL GENERAL.— ¿Por qué Camarasa?

EL AYUDANTE.— Acaso como más antiguo.

EL GENERAL.— ¿Viene sobre el pleito de recompensas?

EL AYUDANTE.— Seguramente, no. Paco Prendes, a medias palabras, me dijo que la idea surgió al leer la información de El Constitucional. Se pensó en un desfile de Jefes y Oficiales. Luego se desistió, acordándose que sólo viniese una representación.

EL GENERAL.— Hágalos usted pasar. Me conmueve profundamente este rasgo de la familia militar. ¡Mientras la honra de cada uno sea la honra de todos, seremos fuertes!

(EL GENERAL se abrochaba la guerrera, se ajustaba el fajín, se miraba las uñas y la punta brillante de las botas. El Ayudante, barbilindo, cuadrado, la mano en la sien, se incrustaba en un quicio de la puerta, dejando pasar a la Comisión. El Coronel Camarasa, que venía al frente, era pequeño, bizco, con un gesto avisado y chato de faldero con lentes: Se le caían a cada momento.)

EL CORONEL CAMARASA.— Mi General, la familia militar ha visto con dolor, pero sin asombro, removerse la sentina de víboras y asestar su veneno sobre la honra inmaculada de Su Excelencia. Se quiere distraer al país con campañas de escándalo. Mi General, la familia militar llora con viriles lágrimas de fuego la mengua de la Patria. Un Príncipe de la Milicia no puede ser ultrajado, porque son uno mismo su honor y el de la Bandera. El Gobierno, que no ha ordenado la recogida de ese papelucho inmundo...

EL GENERAL.— La ha ordenado, pero tarde, cuando se había agotado la tirada. No puede decirse que tenga mucho que agradecerle al Gobierno. ¡Si por ventura no es inspirador de esa campaña! El Presidente, con quien he conferenciado esta mañana, conocía mi resolución de dar un manifiesto al país. Entre ustedes, alguno sabe de este asunto tanto como yo. Señores, el Gobierno, calumniándome, cubriéndome de lodo, quiere anular el proyectado movimiento militar. Tengo que hablar con algunos elementos. Si los amigos son amigos, ésta será la última noche del Gobierno.

EL CORONEL CAMARASA.— ¡Mi General, mande usted ensillar el caballo!

ESCENA ULTIMA

(UNA ESTACION DE FERROCARRIL: SALA DE TERCERA. Sórdidas mugres. Un diván de gutapercha vomita el pelote del henchido. De un clavo cuelgan el quepis y la chaqueta galoneada de un empleado de la vía. Sórdido silencio turbado por estrépitos de carretillas y silbatadas, martillos y flejes. En un silo de sombra la pareja de dos bultos cuchichea. Son allí el Golfante del Organillo y la Sinibalda.)

LA SINI.— ¡Dos horas de retraso! ¡Hay que verlo!

EL GOLFANTE.— Presentaremos una demanda de daños a la Compañía.

LA SINI.— ¡Asadura!

EL GOLFANTE.— ¿Por qué no?

LA SINI.— ¡Te arrastra!

EL GOLFANTE.— ¡Dos horas dices!... ¡Pon cuatro!

LA SINI.— ¡Y eso se consiente!

EL GOLFANTE.— ¡Que acabarás por pedir el libro de reclamaciones!

LA SINI.— ¡Dale con la pelma! ¡Después de tantos afanes, que ahora nos echen el guante!... ¡Estaría bueno!

EL GOLFANTE.— ¡Y todo puede suceder!

LA SINI.— ¡Qué negras entrañas tienes!

(LLEGAN de fuera marciales acordes. Una compañía de pistolos con bandera y música penetra en el andén. Un zanganote de blusa azul, quepis y alpargatas abre las puertas de la sala de espera. El Coronel, que viste de gala, con guantes blancos, obeso y ramplón, besa el anillo a un Señor Obispo. Su Ilustrísima le bendice, agitanado y vistoso en el negro ruedo de sus familiares. Sonríe embobada la Comisión de Damas de la Cruz Roja. Pueblan el andén chisteras y levitas de personajes: Muchos manteos, fajines y bandas. Los repartidos corros promueven rumorosas mareas de encomio y plácemes. El humo de una locomotora que maniobra en agujas, infla todas las figuras alineadas al canto del andén, llena de aire los bélicos metales de figles y trombones, estremece platillos y bombos, despepita cornetines y clarinetes. Llega el tren Real.)

LA SINI.— ¡Si no pensé que todo este aparato era para nosotros!

EL GOLFANTE.— Demasiada goma. Hay que hacerse cargo.

LA SINI.— Ya me vi con esposas, entre bayonetas.

EL GOLFANTE.— Menudo pisto que ibas a darte. Nada menos que una compañía con bandera. ¡Ni que fueses la Chata!

LA SINI.— ¡Pues no has estado tú sin canguelo!

EL GOLFANTE.— ¡Qué va!

LA SINI.— Ver cómo perdías el rosicler fué lo que más me ha sobresaltado.

EL GOLFANTE.— ¿Que perdí el color?

LA SINI.— ¡Y tanto!

EL GOLFANTE.— ¡Habrá sido a causa de mis ideas! Las pompas monárquicas son un agravio a la dignidad ciudadana.

LA SINI.— ¡Ahora sales con esa petenera!

EL GOLFANTE.— ¡Mis principios!

LA SINI.— ¡Y un jamón!

EL GOLFANTE.— Vamos a verle la jeta al Monarca.

(EN EL ANDEN, una tarasca pechona y fondona, leía su discurso frente al vagón regio. Una Doña Simplicia, Delegada del Club Femina, Presidenta de las Señoras de San Vicente y de las Damas de la Cruz Roja, Hermana Mayor de las Beatas Catequistas de Orbaneja. La tarasca infla la pechuga buchona, resplandeciente de cruces y bandas, recoge el cordón de los lentes, tremola el fascículo de su discurso.)

DOÑA SIMPLICIA.— Señor: Las mujeres españolas nunca han sido ajenas a los dolores y angustias de la Patria. Somos hijas de Teresa de Jesús, María Pita, Agustina de Aragón y Mariana Pineda. Como ellas sentimos, e intérpretes de aquellos corazones acrisolados, no podemos menos de unirnos a la acción regeneradora iniciada por nuestro glorioso Ejército. ¡Un Príncipe de la Milicia levanta su espada victoriosa y sus luces inundan los corazones de las madres españolas! Nosotras, ángeles de los hogares, juntamos nuestras débiles voces al himno marcial de las Instituciones Militares. ¡Señor, en unánime coro os ofrecemos nuestras fervientes oraciones y los más cordiales impulsos de nuestras almas, fortalecidas por la bendición de la Iglesia, Madre Amantísima de Vuestra Dinastía! Como antaño el estudiante de las aulas salmantinas alfombraba con el roto manteo el paso de su dama, nosotras alfombramos vuestro paso con nuestros corazones. ¡Vuestros son, tomadlos! ¡Ungido por el derecho divino, simbolizáis y encarnáis todas las glorias patrias! ¿Cómo negaros nada, diga lo que quiera Calderón?

(EL MONARCA, asomado por la ventanilla del vagón, contraía con una sonrisa belfona la carátula de unto, y picardeaba los ojos pardillos sobre la delegación de beatas catequistas. Aplaudió, campechano, el final del discurso, sacando la figura alombrigada y una voz de caña hueca.)

EL MONARCA.— Ilustrísimo Señor Obispo: Señoras y Señores: Las muestras de amor que en esta hora recibo de mi pueblo son, sin duda, la expresión del sentimiento nacional, fielmente recogido por mi Ejército. Tened confianza en vuestro Rey. ¡El antiguo Régimen es un fiambre, y los fiambres no resucitan!

VOCES.— ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Viva el Ejército!

SU ILUSTRÍSIMA.— ¡Viva el Rey Católico de España!

UNA BETA.— ¡Católico y simpático!

DOÑA SIMPLICIA.— ¡Viva el Rey intelectual! ¡Muera el ateísmo universitario!

UN PATRIOTA.— ¡Viva el Rey con todos los atributos viriles!

EL PROFESOR DE HISTORIA.— ¡Viva el nieto de San Fernando!

EL GOLFANTE.— ¡Viva el regenerador de la sociedad!

LA SINI.— ¡Don Joselito de mi vida, le rezaré por el alma! ¡Carajeta, si usted no la diña, la hubiera diñado la Madre Patria! ¡De risa me escacho!

(EL TREN Real dejaba el andén, despedido con salvas de aplausos y vítores. Doña Simplicia derretíase recibiendo los plácemes del Señor Obispo. Un repórter metía la husma, solicitando las cuartillas del discurso para publicarlas en El Lábaro de Orbaneja.)


Publicado el 18 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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