Teatrillo de Enredo

Novela

Ramón María del Valle-Inclán


Novela corta



I

El “Baluarte del Betis”, diario liberal, tenía su redacción sobre la imprenta, en un piso obscuro. Resmas de papel escalonaban el zócalo de las alcobas. Por los altos de la escalera, al pie del pasamanos, nunca faltaba el servicio de café con colillas apagadas. A toda la longura del pasillo iba un jirón de estera, sucio de lodo, con boquetes y tropezones de rómpete el alma. La cocina acentuaba una expresión de cales áridas con los fríos vasares desiertos.

En el ventanillo un geranio, el fogón apagado, las telarañas en el hollín de la chimenea. El zángano pitañoso sube y baja las pruebas. La bruja, con un ramito verde en el moño, pasa la escoba por la escalera. En la mesa de redacción los tinteros, con plumas multicolores, brindan su adorno de caciques africanos al inspirado vate encargado de redactar los “Ecos del Planeta”, Don Olegario Botella, que los ingeniosos de la redacción llamaban alternativamente, Don Ole Botellín, Don Botellín y Don Ole.

II

Trifulca en la escalera. La vieja de la escoba, con el zangaño pitañoso y dos compadres, suben en volandas el madejón de un espectro con ojos de fiebre.

El Zurdo Montoya levantó la mano de cera al entrarle en la sala de redacción y dejarle arrimado a la mesa.

—¡Acallaivos todos y dejaime que hable!

Se dobló con la mano en el pecho, escupiendo sangre Don Olegario, con aire gili, le ofreció un vaso de agua. Con carrerilla oficiosa se lo tomó de las manos la madre de la escoba, moviendo los verdes del moñete.

—¡Bebe, hijo! Tú dirás si te la quiebro con unas gotas de vinagre.

Bebió el Zurdo. Se limpió con el cerillo de los artejos, y doblado con quebradura de huesos, abrió el cisma de proposiciones heréticas:

—¡La España, para los pobres que llevamos un trato por las ferias, se está poniendo al tino de una mazmorra de Orán!

Actuaron los compadres:

—¡Así sucede!

—¡Una mazmorra de Orán!

—¡Las autoridades no son tales autoridades! Por ahorrarse mandamientos de papel sellado, todo lo atropellan, con malos tratos y sin razones... En un olivar me han hallado estos dos apóstoles repartido en cuartos. ¡Menuda faena han tenido antes de ajuntarlos! Dicen cuando los tienen ajuntados: —¡Vamos, compadre, una copa de rapañí para acabar de encolarse! Con este remedio se libra usted de una cama en el hospital. ¿Qué vos dije cuando se mentó el hospital? Primero me lleváis a los que hacen los papeles, para que publiquen el atropello. ¿Es ley a un hombre maniatado llevarlo por fuera de camino y dejarlo en medio de un olivar, lisiado para toda la vida?

Don Ole Botellin, rascándose un fósforo en la nalga, apretaba el pitillo en los labios:

—¡No es nada el lío que ustedes me traen! Las autoridades, reducidas a los trámites legales, carecen de medios para mantener el orden y tener fila sobre la delincuencia. No soy el director. Eso lo primero. La Dirección resuelve en estas cuestiones... Pero, dada la sensatez del periódico, no puede acoger en sus páginas una denuncia tan grave. En ese respecto, nuestra doctrina es no crear dificultades a los órganos del Poder. No sé si ustedes me habrán comprendido. ¡Es indiferente! El director viene sobre las cuatro. Para verle antes, en el Café de la Perla. Tienen allí su reunión, a la mano del mostrador, entrando. Ustedes le presentan su queja, estudian la manera de llegarle al corazón. Es posible que le conmuevan. ¡Vayan con Dios! ¡Desalojen! ¡Tengo a mi cargo la confección del periódico! Ya saben ustedes que el director está a las cuatro. Salgo con ustedes. Unos minutos que le robo, con gusto, al trabajo embrutecedor del periódico. Tomaremos un refresco. Yo convido.

III

El inspirado vate y los prójimos del bronce se metieron a una tienda de techo bajo, con olores de Montilla. El coime del mostrador lavoteaba los vasos en una tinajilla pintada de verde. Venía la luz de costado a los cristales y á las aguas.

—¿Qué gustan de tomar, caballeros?

Don Ole pasó el dedo lleno de tinta rozando las fajas de los tres compadres:

—Estos amigos dirán.

Respondieron en terna:

—Usted es el primero.

Saludos por ambas partes.

—¡Un culito de ginebra, Nicandro!

El Zurdo Montoya, con los ojos encendidos de fiebre, se recostaba en el mostrador:

—A menda, una sangría de limonada y vino de la tierra.

Se dobló para caer. El coime, con las manos mojadas, le agarró por el cuello.

—¡Este hombre está privado! ¡Pronto, a sacármelo para fuera! ¡Aquí están por demás las visitas del Juzgado!

El inspirado vate achicó de un trago el vasete de ginebra, y lo asentó con fuerza en el mostrador:

—¡Haré constar tu conducta en el periódico!

—¿Para usted la buena conducta seria consentir que se viniese cualquier ruina sobre el establecimento? ¡Pues tiene luces para hacerse cargo!

Llenando la puerta se salían a la acera los dos compadres con el madejón del Zurdo Montoya. Doblaba la cabeza de cera, con los ojos vidriados, la sien sucia de sangre. Le dieron aire con los catites. Vino por la esquina un polizonte azul, sable de músico y bastón de autoridad.

—¡No están autorizados estos espectáculos en las calles céntricas! ¿Qué tiene ese hombre?

Se miraron zainos, alternando la misma tocata:

—¡Pues no sabemos lo que tiene!

—Cuando sea reconocido por un cirujano habrá dictamen. Nosotros, ¿cómo vamos a saber lo que tiene este roble? ¡Que lo era, y de los fuertes!... No podemos saberlo. Le descubrimos al paso por unas olivas, y nos pidió que le acompañásemos hasta Córdoba.

—¿Le conocisteis?

—¿Quién no conoce al Zurdo Montoya?

El polizonte tocó el hombro del espectro con el puño dorado del bastón.

—¡Te buscaba! Hay orden de ponerte un rato a la sombra! Conque, saca fuerzas, y echa p’alante.

Los dos compadres sostenían en el arca de los brazos el pelele negro y amarillo del Zurdo Montoya, sacaban contra el zurrado una sorna lagartona, adulando el aire del polizonte.

—¡Vamos, Currillo! ¡No es tanta la pena, que tienes a un paso la posada!

Gimió el Zurdo:

—¡No tiréis de mí, que tengo quebrantadas todas las costillas de ese rumbo!

Le habló, familiar, el guinda:

—¿En qué mala faena te cazaron, Currete?

—Eso, maestro, lo diré en estrados. Llevaime con tiento. ¡Meteime un pañuelo sobre la cara, que la luz me ciega!

—¡Fecha los ojos!

—¡No puedo!

—¡A este hombre se le acaba la vida!

Se volvió el polizonte con el bastón en alto.

—¡Vamos con él! ¿Sois tan flojos que no podéis tomarlo en suspenso?

—¡Son muchos huesos!

—Y los quebrados se cuentan por dobles. Guarda, saque usted cédula de autoridad y reclame la ayuda de dos vecinos.

El polizonte paseó los ojos por la calle, y a fin de cuentas levantó con el bastón el cortinillo de la taberna.

—¡Nicandrito, procúreme dos puntos que ayuden a llevar un pelma al Cuartelete!

El Zurdo agitó una mano, volviendo los ojos, la lengua atravesada entre los dientes.

—Dejaime arrimado a la pared. ¡Avisai el santolio!

Le recostaron en la pared. El escarrio de comadres pilongas, galopines, maritornes y vagos de acera se corrió al atisbo de aquel romance carcelero. Sacó una silla la jamona del estanco, casabé, mitones, pelerina de estambre, el gato sobre el ovillo de la calceta.

—¿Qué le ha dado?

—¡Alferecía parece!...

Salían a la puerta del colmado los doctores del chato y del julepe. El cabo de polizonte levantaba el bastón metido al medio de la rueda, y embestía con el pecherín de botones dorados, abriendo plaza. Los dos compadres, movidos de la misma recelosa experiencia, se daban de ojo y salían de naja, para no verse en autos de Justicia.

IV

Un ómnibus destartalado, con viajeros del ferrocarril, se detuvo ante el parador de la Estrella. Con voces y ternos salió la escalera, que un galopín arrimó a la baca. Se apearon los viajeros, agachándose bajo la amenaza de los fardos que el mayoral arrojaba de las alturas. El Vicario de los Verdes descendió con un maletín de alfombra, y esperó a la sobrina, rezagada en el estribo: ojos bajos, rizos deshechos, un mantoncillo negro por la cabeza:

—Aviva, mala pécora.

La mozuela se limpió los ojos. Metía sobre el uno la punta del mantoncillo, y atisbaba con el otro las sombras del Parador. El clérigo la hizo caminar delante. Al pisar el umbral, la metió dentro con un empujón, y, clavándole las tenazas en el codo, se la llevó escaleras arriba. La mozuela, apenas fisgó un montón de equipajes, sombras de kepis y bufandas, lumbre de cigarros. La escalera, ocupada por el bamboleo de un curdela que subía las cajas de un viajante catalán, aumentó la quema del bonete:

—¡Vamos a estar aquí toda la mañana!

—¡No llevo una pluma!

Llegaron al piso. El curdela se arrimó a dejarles paso, y penetraron en una antesala con banquetas de hule. Salió un mozo en mangas de camisa, con zorros y mandílete. Por un pasillo lleno de puertas los guió hasta un alcobín claro, con cama de hierro:

—Por la explicación de su carta sacamos que sería esto lo que usted pedía.

La sobrina pasó la puerta, mirando las losetas. Sobre el pecho, ahogado de sollozos, cruzaba el mantoncillo, y en un nudo sostenía las cuatro puntas del toallón con la teja del clérigo. Arrinconada al pie del catre, escondía la cara en el pañuelo. El clérigo pulsaba la doblez de la reja, y medía el resguardo sobre la altura y circunstancias de la calle.

—¿No hay un cuarto sin ventana?

—Lo hay, pero cae propio encima de la escalera.

—¡Está bien! ¿Tiene llave la puerta?

—¡Téngala usted! Es de dos vueltas... Para mayor seguridad, tiene sonrojo por dentro. Para usted se le ha reservado una alcoba de la sala. Es buena habitación. Puede usted verla.

—Ya la conozco. ¿No hay otra más cerca?

—La tiene tomada don Segismundo Olmedilla.

—Ese amigo, hablándole, se hará cargo. ¿A ver su puerta? ¿Esa? ¡Pues llama! ¡Espera!... Si está, dile que desea comunicarle una palabra urgente el señor Vicario de los Verdes. ¿Contesta?

—Para mi que está fuera. Tiene una cuadrilla reparando las cales en el Palacio de Torre Mellada. Se anuncia que viene a ser madrina de una misa nueva la Infanta de San Telmo.

—¡El Palacio está hecho un cascajo! ¡Veremos que las ratas se comen a la señora Infanta!

—¿Traerá perrillos ratoneros!

—Perrillos ratoneros nunca faltan en el séquito de las personas reales. Muchacha, métete adentro, si no quieres que te meta de una vez para siempre.

La mozuela, que sacaba la corujilla. escapó para dentro. El clérigo vino detrás. Cerró las maderas de la reja, puso los tranquillos, rasgó un fósforo, encendió una vela.

—Comerás cuando yo regrese. Dame el canal. Esas maderas, como si estuvieran clavadas. ¡Ni llamar, ni moverse!

Llamó sobre sí la puerta, y cerró con dos vueltas de llave. Bajó a la plazoleta: Le sorprendió ver la gente en grupos, estacionada ante “La Flor Andaluza,—Vinos y licores.”

V

Un retablillo de viejas y mozuelas, con acentos populares y dramáticos, se encadillaba al ruedo del clérigo:

—¡Venga, señor capellán!

—¡Padre cura, que se va por la posta!

—¡Venga su merced, padre curita! ¡Una bendición con su latinillo para encaminarlo a la Divina Presencia!

El cura se sacudió los andularios:

—¡Basta de algazara! ¡Hable uno solo! ¿Qué casa está ardiendo? ¡Uno solo! ¡Que yo me entere!

Le tomó por los andularios la pilonga del ramito en el moñete.

—Señor capellancito de mi vida, venga por esta mano. Otri poco. ¡Hala, dejai paso al señor capellán!

El cabo de polizontes levantaba el bastón con los borlines de su cargo, y abría plaza sacando el pecherín de botones dorados. Se clareó la fila de curiosos, y enhebróse la pilonga tirando del manteo. El Zurdo Montoya, caído en la silla, desmadejado de zancas, volvió las pupilas vidriosas sobre la estampa del clérigo:

—¡Padre cura, es la de vámonos!

Abrevió el clérigo:

—¿Estás en disposición de confesarte?

—¡De cabo a rabo toda mi vida tengo a la vista!

La jamona del estanquillo le ofreció un sorbo de agua. Recomendó una ceceosa:

—¡No te canses hablando, Sinforoso!

Otra comadre entremetíase con un jarrico de Andújar.

—¡Aguardiente para fricciones!

Acudió la pilonga de carrerilla, aprontando el pergamino de las palmas.

—¡Vierta usted unas gotas, dona Rosita! Le refrescaré a este infeliz los pulsos y las sienes.

El clérigo, malhumorado, se quitó la teja e hizo la señal de la cruz. Don Ole Botellin asaltó al clérigo con un guiño misterioso.

—¡Se hace el cadáver!

Giró sobre los tacones torcidos, aleteando las manos en la sisa del chaleco. El Zurdo Montoya, todo un gemido, estiraba las cuerdas del gañote:

—¡A ese niño, mal ángel, que me sirva una copa de aguardiente, para dar calor a las entrañas!

El Vicario de los Verdes confundíase en la obscuridad de una sospecha. Aquel Montoya le sabía complicado en la trifulca de una capea. Le recordó en el tumulto de imágenes. Una brecha en la sien, tirando de faca, viniéndose ciego para cortarle la jeta al odioso don Adolfito, el Pollo Real de los fastos isabelinos. ¡En qué nada había tenido la muerte aquel pollo crápula! El Angel del Infierno le tenia defendido con sus alas.

El Zurdo apuró la copa de aguardiente, y tiró la cortina a los ojos de Nicandro:

—¡Toma, negra sangre! Para que te ricuerdes del moribundo a quien has negado un refresco de limonada. ¡Vamos, padre cura, que el alma tengo retenida en la nuez hasta soltar el último pecado! ¡Lo que más prisa me corre es el santolio!

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Conmigo no pintes la comedia! ¿Oué mal es el tuyo?

—¡Todos los huesos quebrantados!

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Un San Benito de Palermo que te han arrimado!... Poca cosa para irse de este mundo. ¡Que te bizmen en el Hospital!

Se ajustaba la teja. El Zurdo le asió del manteo, resbalándose de la silla.

—Padre cura, meta usted su empeño para que no me chimpen en el Cuartelete. Sáqueme usted para el Hospital!

El clérigo mudó de ánimo ante aquella lástima, con un sentimiento estoico y sombrío:

—Los auxilios espirituales te los prestaré cuando te halles en una cama del Provincial. ¡Cuatro hombres aquí! ¡Guardia, abra usted plaza!

El mayoral curda, con gorra de pellejos, se levantaba en el pescante:

—¡Venga! ¡De balde lo llevo!

El cabo de polizontes abrió filas.

—¡En marcha!

VI

El Zurdo Montoya quedó aislado en una cama del Hospital. Con paños de vinagre sobre la frente, recostado en las almohadas, percibía la blancura de la sala, el vuelo ratonil de las tocas la lumbre del cigarro, y la uña desmesurada con que el practicante, a los pies de la cama ponía ungüento en unas hilas. Para ver mejor, se levantó sobre la ceja un pico del paño vinagril; giro la mirilla a la faja del clérico.

—Padre cura, no se naje sin tomarme la cuenta de los pecados.

—¡Estoy con el chocolate!

—¡Despachamos en un bostezo.

Intervino el practicante:

—No la diñas, por la de ahora...

El clérigo reparó que por entre las sábanas salía la mano del pecador, con un desvergonzado garabato de tres dedos.

Barulló, echando sobre la cama su sombra negra.

—¡No te permito que me desacates la corona, con ese relajo malvado!

El clérigo trituraba la mano del pecador. Rechinaba los dientes. El Zurdo se volvió de costado:

—¡Afloje usted el dátil! ¡Una cherinoliya no es para condenarse!

Se acercaron unas tocas:

—¡Pobrecito, qué ejemplo para las otras camas!... ¡Así debían hacer todos al entrar en este santo establecimiento! ¡Confesarse y arreglar sus cuentas con el Divino Tribunal!

El Zurdo Montoya se ajusto el comprensil a las sienes:

—¡Un cigarrillo, para entonarme, y vamos con el Yo pecador!

Atropelló el clérigo, esparciendo los manteos al borde de la cama:

—¡Despacha, o tomo soleta!

Comenzó a santiguarse, con la teja sobre el pecho. Rumió el clérigo un rezo de latines y sacó el último amén sobre un bostezo.

La monja y el practicante se alejaron dándose achares.

—¡Vamos a levantar esa sobremanta de malas obras y malos pensamientos. ¡Por el primero! ¡La de siempre, el nombre de Dios, muy respetado entre ajos y barajos! Por delante todas las concupiscencias, y atrás, arreando palo de ciego, la Justicia Divina. ¡Chúpate ahora ésa! Ibas muy gallo y te dieron en la cresta. Para mí no ha sido mayor novedad. Estabas empupilado desde la feria de Solana. Mírate la conciencia, revuelve en ella, y hallarás el viaje que le tiraste al señorito madrileño en el zaragatón de la capea. ¿Sabes toda la gracia de aquel pollete? ¡Llevar el deshonor a los hogares! ¡Silbar de serpiente!... ¿Por qué no lo dejaste allí seco? ¡Tente, lengua! ¡Es una mala ejemplaridad la que te doy! ¡No la recibas! ¡Los santos, en el altar! ¡Que mis disparates no vayan a confirmarte en propósitos de venganza! Tenías la sentencia desde que le rozaste el viaje. ¡No hay castigo para los crímenes y desafueros de ese pollo!

—Muy al cabo lo cuenta usted, padre de almas. ¿Y si no hubiera venido la tormenta por ese lomazo? Menda rastrea otros vientos. Todo hay que decirlo, contando con que se recibe en confesión, para no publicarlo. ¿Conoce usted, padre vicario, las familias de Puente Genil? De Gálvez el viejo algo tendrá oído, que es muy personajote en la provincia. Me ha tomado palabra para un contrabando. Esta noche era la convenida para esperar con el carro fuera de puertas. De faltar, es mucho el compromiso que se apareja. Se restituye dinero y se restituye palabra. Usted, padre cura, no se complica en la menos. No más que poner en los autos al sujeto. Dónde hallarle, se lo pueden decir en el Parador de la Estrella.

—¿Que tratos eran los tuyos?

—Esperar esta noche, a hora fija, con un carro de mulas fuera de puertas...

—¿Nada más?

—Ninguna otra cosa.

Los vuelos del manteo cubrieron el catre, el borde de la teja rozó el paño vinagril del pecador.

—¿Dónde está escondido el yerno de Gálvez?

El Zurdo Montoya sacó una voz de ultratumba:

—¿Va usted a denunciarlo?

—¡Si una palabra de mi boca hubiese de conjurar el trueno gordo, no la pronunciarla! Primero arrancarme la lengua de cuajo! Venga lo que viniere, nunca será la pestilencia de lo presente. ¡Ojalá tuviese en su mano la mecha para volarlo todo el yerno de Gálvez! Pero no quiero ir a ciegas. Si hay gato, deseo saberlo. ¿Gálvez te ha buscado para sacar al yerno de Córdoba?

—Me habló de un alijo... El género de contrabando se lo ha reservado.

—Está bien. Veré lo que hago... Volveré para que confieses debidamente. Repasa el pozo negro de tu conciencia. Haz examen, con el más firme propósito de enmendar tu vida y servir mejor a Dios...

Atropellaba una bendición. El Zurdo Montoya, incorporándose con quebranto de huesos, le besó la .mano.

VII

El Vicario de los Verdes tenía una hermana, monja profesa, en la Cuesta de los Tres Clavitos —Madres Calzadas—. A la santa portería, en penumbra de cales, llevó su negro andulario. Pulsa en el torno.

—¡Ave María!

—¡Gracia plena! ¿Qué desea, hermano?

—¿Ya me desconoce, sor Pánfila?

—¡No se extrañe! La voz, al pronto, me hizo novedad. Tiene usted encima un pecado muy grande con el cacao que nos ha servido...

Interrumpió el clérigo:

—¡Cayó de un asno para subir a un camello! ¡Soy el Vicario de los Verdes! Mi deseo es saludar a sor María de la Divina Inmaculada.

—¡Y quería que le reconociese! ¡Tanto tiempo sin acordarse de estas monjitas! Sor María se alegrará mucho de saber que aún le vive el hermano. ¡Alabado sea el Señor!

—Pásele aviso.

—¡Volando!

El clérigo comenzó a pasear la portería. Vino un monago a ponérsele delante y a besarle la mano.

—Sor María le hablará en el coro bajo. Puede pasar por la sacristía... No hay alma en la iglesia... Acabadas las misas, se cierra...

Y enseñaba dos enormes llaves encadenadas. Salió por delante y sobre unas escalerillas se detuvo. Puerta verde, esquilón en el alero. Dejó paso y entró, cerrando la puerta. El Vicario sesgó la sacristía. Era ancha y obscura, con brillos de tallas, cornucopias y salvillas. En las cales del fondo, tres bultos que conversaban, volvían la cabeza, cortando el tema. El clérigo, con la teja sobre el pecho, desplegado el manteo, pasó a la iglesia, y con una genuflexión, en los limites del presbiterio, saludó el altar. Atravesó la nave desierta. Las claras luces de la cúpula, la arquería del coro alto. Tras la reja, con pinchos de carlanca, las tocas de una monja. Un suspiro.

—Tengo recibida la carta que me puso, ¡Vaya sobresalto! Comuniqué el caso con la madre superiora. El depósito de la dote no puede dispensarse, porque se hace ante el notario eclesiástico... Solamente que persona de solvencia se aviniera a suscribir un compromiso, sujetándose con parte suficiente de sus bienes... La madre superiora no puede resolver... ¿Qué arrepentimiento muestra ese árbol torcido?

—La cabeza baja.

—¡Menos mal!

—¡Sumisión ciega!

—¿No dará guerra?

—¡Se la encalaboza, hermana!

—¡Hermano, ése no es arreglo!

—¡El mejor!

—¡El que una vez haya sido expediente, con otra menos culpada, no lo considere!

—¡No amolemos con aguas pasadas!...

—¡Ni a ese arbusto torcido, ni al mayor criminal le doy yo mi pasado!

Se fue la monja algo lejos, descomulgándose en el aire del hábito. Volvió más encismada:

—¡Guardada estaba la niña!

—¡Le faltaron las rejas!

—¿De dónde sacó esos ejemplos?

—¡Un crápula, que la levantó de cabeza!

—¡Antes se había desviado de la recta conducta! Usted propio me lo ha venido a declarar.

—Es muy pajaritera. Si no se mete bajo rejas, no acaba en el escándalo de ahora.

—Su orgullo, hermano, se ve ahora bien castigado.

—¡En ninguna familia honesta debían nacer mujeres!

La monja se echó el velo y gangueó, haciendo papeles:

—¡Hermano, para todos los trámites, en la Secretaría del Obispado! ¡Hoy cayeron así las pesas, hermano. Mañana, otro día, puede encontrar más expedito el camino de sus deseos. ¡Cismas del mundo, hermano! ¡No basta con el duende del fayado! ¡Ave María, esperanza nuestra!

El clérigo advertía que a los anejos resquemores llevaba, aquella su hermana, el deliberado propósito de entorpecer la reclusión de la sobrina. No penetraba la causa del malvado capricho, ni discernía todas las alusiones. Las encubiertas palabras con que la monja se fué de la reja le complicaban el enigma. El Vicario de los Verdes atravesó la nave clara y pulcra, con los altares de rizados manteles, llenos de velillas y floreros. En la sacristía, los tres bultos del coloquio reservado, con el mismo ritmo de la vez pasada, cortaron la plática y volvieron la cabeza. El clérigo, largo y zancudo, el canal sobre el pecho, sesgó hacia la puerta. Al abrirla, quedaron en la ráfaga de luz los tres del misterio. El Vicario de los Verdes se detuvo ensalmando si era ocasión de cumplimentar el ruego del Zurdo Montoya. ¡Tenia ante los ojos al Gálvez de Puente Geni!! Tampoco le eran desconocidos los otros dos: el Vicario de las Monjas y el marchoso administrador del Marqués de Torre Mellada.

VIII

Volvió desde la puerta el Vicario de los Verdes.

—¡Don Pedro Gálvez, de Puente Genil!

Salióse del trío un señorón buen mozo, caña, levitin y chistera. Empaque de mayor contribuyente, señorón de pueblo, juez de paz unas veces, otras alcalde, cacique con votos y olivas.

—¡A sus órdenes! Usted, si no me engaño, es el Vicario de los Verdes.

—¡Ya veo que no me desmiente, al cabo de tantos años! Tengo una comisión para usted, señor don Pedro... Lamento hacer de domingo siete cortando la reunión. ¡Una palabra, y despacho! ¿Le parece que pasemos a la iglesia, señor don Pedro? Estaremos más a gusto.

Pasaron a la iglesia. El vicario de las monjas, con un gesto, ordenó al monago que arrimase la puerta, en franquía sobre el costanil enunciaba una tapia con enredadera de pasionarias, cimada y corrida por un verde de limonero. Con el golpe de luz desapareció el teloncete, prendido de emoción cordobesa. En la penumbra de la sacristía, el capellán de las sores sacó un gran aspaviento inflado de preguntas:

—¿Usted podría explicarme, don Segismundo? ¡Yo no lo entiendo! ¿Qué papel juega el Vicario de los Verdes? ¿Le buscó usted? ¡No alcanzo que ayuda nos traiga!

Don Segis asumía un gesto perplejo:

—¡Estoy en albis!... ¡Lo que sea sonará! ¡Algún pleito en el Supremo! Tiene la pinta. Al Párroco de Solana —a mí me da eso— le trae una recomendación para Ulloa.

El capellán de las monjas extraviábase por otro laberinto de suspicacias.

—He visto unos tipos sospechosos rondando... ¿No ha reparado usted?... Policía disfrazada me ha parecido...

—No he visto nada...

—Pues sí, señor... Tipos muy raros.

El Vicario de los Verdes y don Pedro Gálvez tornaban a repasar la puerta del presbiterio y se despedían alternando protestas corteses con formularios de pan ranciado:

—¡Señor don Pedro, excuse las gracias!

—¡Le agradezco la molestia, y me obliga a una recíproca! ¡Me manda usted, señor Vicario! ¡Me manda usted!

Levantaba la voz con aparatosa solfa. El Niño y el otro manteo se allegaban con saludos al Vicario de los Verdes. El Niño le observaba:

—¿Qué novedad verle a usted en Córdoba, padre Verdín?

—La novedad usted la hace, don Segismundo. A este lugar me trajo la indispensable visita a una hermana carnal que es aquí monja.

El capellán sacó un gesto perplejo, de curioso olvidadizo:

—La madre Adelina de la Cruz de Mayo...

Por el borde del otro manteo salió una mano de cordobán, diciendo nones:

—Diga sor María de la Divina Inmaculada.

—¡Cabal! ¡Cabal! .Cómo encontró a la madre?

—¡Una gata histérica!

—¡Qué buen humor gasta!

—Si me doy a morder contagio la rabia. Don Segismundo, de verme con usted, ya tenia pensamiento. Podemos ahora quedar citados. Después de comer, ¿usted no toma café? ¿Le parece que nos citemos en la Perla?

Don Segis asintió:

—¡Corriente, padre Verdín! De dos a tres, en la Perla.

—Supongo que no estará mal visto. La Perla no es un café de cante...

—Todas las tardes está lleno de clérigos.

Explicó el capellán de las monjas:

—Sacerdotes de los pueblos, que vienen por sus asuntos a la capital. Los residentes no frecuentan esos lugares...

El Vicario de los Verdes torció el hilo de sus cavilaciones:

—¡Estoy aquí con la sobrina! Al cabo, hubo que reducirse a cumplirle el gusto de que sea monja. Tanta vocación y tanto ruego era por demás. El propósito que allá hicimos era ponerla en la regla de estas seráficas. Y el camino que yo me pensaba tan ancho, lo encuentro cerrado. De todo hablaremos, don Segismundo. No molesto más.

Se fué, y los tres del secreto volvieron a juntarse bajo las dobles miradas del monaguillo y del gato, que acaricia en la nota encendida del ropón.

IX

El Vicario de los Verdes quedó un momento irresoluto, la negra silueta talar recortándose sobre el verde postigo, en lo alto de las escalerillas. Descendió reflexivo, jugando con los borlados cordones del manteo, y remontó la cuesta de los Tres Clavitos. Por Arco del Niño se metió en las luces y vocingles de un mercado: lozas andaluzas, frutas, gallinas, huevos, macetas, jaulas, romances de cordel, talabartes, clavos, herraduras. Sobre mesillas con mantelete, roscos y licores. Papeles picados, botillería fabulosa de ámbares, rosicleres y verdes. Un San Roquito de gubia popular tutela los alfajores de tal tenderete; una Santa Lucía, con los ojos en el plato, y manto celeste, que fue capote de paseo, da buen paladar a los refrescos y anisados de esta otra mesilla con lienzos caseros, pulcra y vistosa, a la sombra de un gran paraguas rojo. El Vicario de los Verdes caminaba con encontrados pensamientos, que iban desde la sobrina burlada al justo castigo que pudiera ser aquella tan anunciada revolución. La cólera divina estaba de manifiesto. ¿No era un signo de la subversión de los tiempos la demagogia laborando por la honra de España? El Vicario se abismaba en una dolorosa desolación de eclesiástico. La España con honra de aquellos murguistas era el manifiesto de que vivía sin ella. ¡Todos salpicados! ¡Una ola de fango! ¡Burladas las leyes! En la confusión de aquellos pensamientos levantaban expresiones pulpitables, que trascendían al torvo rencor del clérigo un eco de texto moral en latines de seminario. Se acercó a un tabanque de clavos, herraduras, cerrojos y bocados de freno, en el resguardo de una lonilla.

—¡Seis clavos, maestro!

Un vejete fuguillas, con pañuelo de flores a la sien, se corrió a servirle desde el otro cabo.

—¿De qué marca?

—¡Esos están buenos!

Señaló el clérigo unos clavos negros de fragua, con ancho remache. El fuguillas, jugando posturas, se los dió envueltos en la hoja rancia de un librote comprado a peso, en servicio de la parroquia.

—¿Alguna otra cosa?

—¡Un martillo!

—Vea usted el que le conviene.

—Un martillo con mango.

—¡Esos son ingleses! Quiebran todos. No tiene aceptación ese género. El mango, encarga usted que se lo pongan.

—¡Me urge emplearlo!

—¡No es nada el tiempo en aparejar un martillo!

—Aparéjalo y me lo llevo.

—¿Quiere su merced el martillo de que yo me valgo. Se lo lleva su merced, y me da dos pesetas.

—Una, y está pagado.

—¿No representa nada el recuerdo, padre de almas. En las dos beatas van puestos los seis cuartos de los clavos.

El Vicario, con desabrida avenencia, pagó las dos pesetas, y por las sisas de la sotana manipulo el escamoteo de clavos y martillo. Se fue por el sesgo del mercado. Mozuelas peripuestas acudían con alegres pinreles a besarle la mano. Una vieja curra, tras la mesilla de los alfajores, le saludaba levantando el San Roquito. La Santa Lucía del manto torero y la palma dorada, con el brindis de los ojos en el plato, le sugería, entre gulas ácimas, una sacrilega concordancia. Se santiguó para saludarse de aquella malvada ocurrencia y por el enredo de calles morunas encaminó las pisadas al Parador de la Estrella.

X

La sobrina, que escuchaba tras de la puerta, al rechinar la llave, corrió sus zapatos al refugio de un rincón, y allí se pegó haciendo de mojigata. Con la cabeza entre las manos, percibió la claridad de la puerta y el trasponer de la llave. Otra vez las tinieblas. El ras de una cerilla.

—¿Dónde has puesto la palmatoria, mala pécora?

Lamentó la descarriada:

—Sobre la cómoda.

Se levantó sujetándose las faldas, sueltas de las jaretas. El clérigo alumbró la vela. Miró a la sobrina:

—¡Toma la luz y tenla levantada!

Tanteó las contras de la ventana, arrimó una silla, y, de subido en ella, sacó el martillo y los clavos por las sisas la sotana. Se volvió. La sobrina, al pie de la cómoda, en se sujetaba las enaguas. La luz de la vela le bailaba en la cara. Los rizos negros y la vislumbre roja en los planos de la mejilla suscitaron en el clérigo, con un tumulto de sangre, dramáticas estampas de anacoretas, tentados por hembras lascivas, esclavas del Maligno. El clérigo desvió los ojos, puso un clavo en la madera y redobló encima con golpes de martillo. La sobrina, sujetas las enaguas y el corpiño flojo, levantó la luz:

—¡No era preciso de clavos!... Estaban lo mismo cerradas con sólo su mandato.

El clérigo levantó el martillo sobre la sobrina:

—¡Relajada! ¡Intentos me vienen de aplastarte!

Tanto vuelo metió al brazo, que la sobrina se espantó con un grito, dejando caer la palmatoria:

—¡Madre de mi alma!

El Vicario saltó de la silla y en la obscuridad persiguió a la despavorida.

—¡Aplastarte! ¡Aplastarte!

Tropezó con el cuerpo, escondido al pie del catre, y lo levantó por la mata del pelo.

—¿Qué le dió, para así ponerse? ¿No me conformo con su autoridad? ¿Voy acaso contra la suerte que me destina?

El Vicario bramó en la sombra:

—Adecéntate para salir al comedor... Luego nos dan las sobras...

Oyó a la mojigata que se metía los herretes del justillo, que se calzaba los zapatos. Le turbó el cateo y el ras de la meorica bajo el catre.

—¡Señor tío, vaya usted saliendo!

—¡Tú por delante!

—¡Pues cuando guste!

El clérigo tanteó la puerta y metió la llave. Mizo pasar a la sobrina. La miró de soslayo:

—¡Recógete esas greñas! ¡En no habiendo bateo, ni meterse un peine, ni pasarse el pico de una toalla por la cara.

La sobrina inclinaba el descolorido perfil, con ojeras de Dolorosa. La miró desconociéndola, y recordándola con los juegos rojizos de la vela en la cara. Contemplándola, el clérigo sentía todos sus pensamientos vueltos sobre la imagen anterior:

—¡Sierpe de dos cabezas!

XI

El comedor, lleno de bullicio en aquellas horas, era una sala baja de techo con luz de camarote. Tenía vigas azules, descoloridos papeles, donde alternaban quioscos, mandarines y piraguas.

El asombro de la sobrina fué el reloj de cuadro, donde un tigre movía los ojos de cristal al ritmo del péndulo. Después la mirada se fué al verdigualde de la cotorra, puesta en la reja con una alcántara, y a las furias litográficas del Vesubio. Lo había visto mejor en un panorama. El Vesubio vomita torrentes encendidos, de azufre hirviente sobre el aterrado puerto de Nápoles. Recordó las burlas del pollo madrileño en el panorama. El primer encuentro, el repentino cambio de miradas y el reconocerse perdida, si tal hombre con aquellos ojos se diese en seguirla. Sin embargo, no le había consentido que le pasase la mano por la cintura cuando miraban la toma de Sebastopol. ¡Qué filas de soldados! No se lo había consentido. Siguiendo la sombra del manteo, ocupó una silla al extremo de la mesa. Le pusieron delante un plato. Metió la cuchara con melindre. El punto de azafrán le conmovía como un refinamiento de elegancias, era una proyección del mundo soñado. Por todas partes, luces del mismo engaño, que traía en los ojos el tal hombre. La gente contaba que en bailes secretos bebía el vino con el zapato de raso de las mujeres. ¿Qué era aquello? Árida y desolada, como en otra ribera, intuía aquel tumulto de lances en una desgarradura de relámpago. Se asombraba de que pudiera parecerle tan lejana su noche de tormentas. Levantó los ojos para mirar al señor viejo que le pasaba un periódico al vecino capitán de la Guardia civil.

—¡Es un escándalo! Las alusiones del articulista son bien claras.

Levantó la voz por el otro lado un energúmeno:

—¿Qué novedad cuenta el periódico? ¡Ninguna! ¡La que todos sabemos! ¡Lo que es público desde el primer día! Al yerno de Gálvez, si quieren cazarle, que metan los sabuesos en los Tres Clavitos.

El clérigo levantó la cabeza y sorprendió la atención de la sobrina, puesta sobre aquel badulaque. Al pronto le pareció absurdo cuanto el sujeto decía; pero como ninguno al escucharle mostraba extrañeza, se avino de golpe sobre una sobresaltada certidumbre y sacó en claro los enigmas de la monja, su hermana: ¡Las madres de los Tres Clavitos amparando conspiradores! ¡Buenas estaban las seráficas! Miró a la sobrina con adusto aleteo del pensamiento:

—¡Me repudro de que hayas puesto atención a tales calumnias! ¡Esos son huesos para los perros! Poner atención a ciertos dichos es ponerse a comer bajo la mesa con los perros. Come, sin mirar a parte ninguna.

El capitán de la Guardia civil se pasaba la servilleta peinando el bigote.

—¡Tiene mano la Nicolasa! ¡Estaban de gusto los callos!

XII

El Vicario de los Verdes, con el último bocado puso a la sobrina en cierres y bajó al café de la Perla.

—Café y copa.

Al mozo que le sirvió preguntó por don Segis.

—Véalo usted. A la mano del mostrador.

Le descubrió en una tertulia de astros coletudos y señoritos jaques. Prefirió enviarle recado:

—A don Segis Olmedilla dígale usted que tiene el mayor gusto en invitarle a una copa el Vicario de los Verdes.

Vino don Segis con el cigarro atravesado en la boca.

—¿Qué hay, amigo?

—¡Poco bueno, don Segis! ¿Usted qué gusta de tomar?

—¡Cualquier veneno! Dame cazalla, Pepe.

Aprovechando el espacio del recado, con el mozo ausente, atropelló el clérigo:

—¿Qué pasa en el convento de los Tres Clavitos?

El Niño de Benamejí dió una vuelta al cigarro en la boca:

—Sé lo que dice la Prensa.

—¡Don Segis, no me haga comedias! En los Tres Clavitos hay gatuperio. Hoy he visitado a mi hermana... Daba por llano que más no era preciso para meter a la sobrina en clausura. ¡Usted ya está en antecedentes! ¡Si llano! ¡Como una montaña! ¡Aquella comunidad anda revuelta con el gatuperio del yerno de Gálvez! ¡La aberración de ocultar a un sectario de las logias no es concebible!

—Fernando Vallín es uno de los hombres más religiosos que corozco. Ha estado a punto de profesar en Loyola.

—¡Ah! ¡Que me perdone!

Vallín media entre unionistas y moderados, para sacar la abdicación en el Principe Alfonso.

—¿Y la Regencia?

—La nombrarían las Cámaras.

Se sacudió los manteos el clérigo.

—¿Y qué falta hacen Cámaras? ¡Hogueras es lo que hace falta! ¡Hogueras y patíbulos! ¡Usted me mira asombrado! ¡Asómbrese usted más todavía! ¡Si solamente la voluntad bastase! ¡Si fuese posible el deseo, no dude usted, que todo rodaba hasta estrellarse! ¡El mal ejemplo cunde por toda España! ¿Que no soy el que era? ¡Cierto que no lo soy! Me mudé en otro. Tanicuanto deje a la sobrina en el convento —y usted puede ayudarme— renuncio el beneficio, compro un trabuco y me echo al campo.

—¿Para qué?

—¡Para derribar lo existente! La España se abrasa de enconos. ¡Se consume de envidia! Que me pongan delante, sin valimiento, al gallete de Madrid... ¿Que no le muerdo la nuez? ¡Vaya si se la muerdo! ¡Por quitarme de una cadena para toda la vida, y por respeto a las sagradas Órdenes, no me lo he merendado!

—Padre cura, le veo a usted con el gorro colorado y una tea de petróleo.

—¡Hace falta que estalle el trueno gordo!

El Niño de Benamejí, aparatoso y marchoso, echando humo, encaró clérigo:

—Padre Verdín, tanta franqueza de su parte bien merece que un servidor no guarde con usted secretos. Estaba todo dispuesto para sacar esta noche al yerno de Gálvez. Sosegado el convento, juzgo cosa llana que usted dejase allí a la sobrina. Nos valdríamos de doña Juana Albuerne.

—¡Conozco la tecla! Y a ese proposito quería hablar con usted.

—En eso, y en todo, completamente a sus órdenes, padre Verdín. Decía a usted que todo estaba corriente para sacar esta noche el contrabando... El Zurdo Montoya debía hallarse con el carro... ¡La noticia de usted nos ha dejado yertos! Vamos a precisar. El Zurdo, ¿ha entrado en el hospital?

—Allí lo he dejado.

—Gálvez sospecha que nuestro complot ha sido descubierto... Yo me guío por otro cuadrante.

—Y un servidor.

—El Zurdo tenía sobre su cabeza una tormenta de palos... ¡Nosotros dos sabemos algo!...

—¡Qué lástima no haberle partido el corazón al pollo mal ángel! .

—¡Luto nacional! Vamos a cuentas. ¿Quiere usted servirnos, y verse con el Zurdo Montoya? Sacarle dónde encierra el carro. A un hombre se le sustituye por otro. El carro y la reata son distinto cantar...

El clérigo asentía amontonando el ceño:

—Veré a ese... Habrá carro y habrá reata y mayoral, si es necesario.

Llamó don Segis con un duro en el marmol. Disputa y manoteo sobre quién paga:

—¡Otra vez!

—¡No! Pepe, devuelve esa moneda.

—¡Qué importa!

—¡Pero hombre!

—¡Vámonos!

XIII

Aceras angostas. Triangulados azoquejos. Lumbres de cales. El Arcángel San Rafael, levanta el estoque sobre el concurso vocinglero de las fuentes. Brisas de azahares, callejones morados ondulando por tapias de huertos y conventos. Labrados canceles. Motivos del moro. Patios de naranjos y arrayanes, arquerías y persianas. En el verde silencio, el espejo de la alberca. La tarde acendrada en el azul remoto, una cristalina claridad de sierra. Llegaba con remusgado cabrilleo hasta el catre del Zurdo Montoya —Montoya el Mozo—. Tenía el cuerpo una pavorida quietud, y el doblez de la sábana le tapaba la cabeza. Sobre el pecho cruzaba las manos con un ramito de oliva. En el encendido remusgo de la tarde, las moscas, que le recorrían el haz amarillo de las manos, parecían más negras. El Vicario de los Verdes se detuvo, santiguándose. Luego alzó el doblez de la sábana y miró la cabeza yerta del Zurdo Montoya.

—¡Has acabado!

Volvió a cubrirle con el lienzo. Leyó el papel que el médico había puesto en la cabecera. En el catre vecino, un viejo con gafas, que enhebraba una aguja, le interrogó con afectada prosodia:

—Señor sacerdote, ¿quiere usted decirme el dictamen del tío matasanos?

El tonsurado barullo:

—¡Ataque de alcoholismo!

Sacó la voz por otras almohadas un espectro con la cabeza entre vendas:

—¿Ataque de alcoholismo pone? ¿Qué viene a ser eso?

Explicó el viejo del otro costado:

—¡Beber intemperante!

El espectro se hundió en las almohadas.

—¡La cuera que le han arrimado!

El viejo, en el rayo de sol, levantaba la aguja y el hilo y guiñaba un ojo:

—¡No se hacen cargo de las circunstancias! Al tío matasanos, si le quitan la plaza, le ponen los gabrieles en el alero. ¡Ahora se llevan los ataques de alcoholismo! ¡El vino cuesta barato!... Todo hay que decirle! Hace falta palo, mucho palo. Sin ser doctrinario, señor sacerdote; sin ser doctrinario... Mire usted qué remiendo más bien puesto. En la vida tenemos que hacer de todo. Las Hermanas, unas grandísimas tarascas. Todo el día retozando con los practicantes. Yo lo veo. Todos roban... ¡Un presidio de África! ¡Todos se merecen un ataque de alcoholismo! ¡Je! ¡Je! Usted se hace cargo, señor sacerdote. ¿Cómo se pasa de la vida a la muerte? ¡Ahí está el beber intemperante! ¡Y bebe usted agua, y no le vale! ¡Ataque de alcoholismo, señor sacerdote! ¡Ataque sobreagudo alcohólico! Puede usted levantar la sabanita. Los huesos de las costillas le salen, por un costado. Tuvo el capricho de que todos lo viésemos. ¡Ataque de alcoholismo, señor sacerdote! ¡Pin, pan! ¡Tente tieso!

Acudieron los velos corretones de una monja, que se barrenaba la sien con el dedo.

—Señor vicario, apenas de haberse usted ido rindió el alma.

—¡Poco que barajó con sus fantasmas! ¡Je! ¡Je!

—Don Acisclito. usted oye y calla. Traiga que le enhebro la aguja. ¡A ver cómo se luce en ese remiendo!

El clérigo sacó una voz asombrada:

—Si ese cadáver no ha sido identificado, yo lo identífico; es Francisco Montoya —Montoya el Mozo, por unos lugares, y por otros, el Zurdo Montoya—. Tratante en caballería . Ha vivido, si no vivía al presente, por el Corral de la Pulgona.

Acalla con su ademán la réplica de la monja y se arrodilla al pie del catre, rezando en latín. El vejete de la cama vecina, con el sol en las gafas, estudia el remiendo y anuda la hebra, embebido en una canturía de turulato:


¡Se casó Moreno!
¡Bueno, bueno, bueno!
¡Mató a su mujer de un palo!
¡Malo, malo, malo!

XIV

Niño de Benamejí esperaba al clérigo en el Círculo del Recreo. El Recreo de Córdoba (billares, mesas de tresillo, veladores de dominó, mozos de librea con servicios de café y licores, humo de habanos, ceceos y rijos de los zánganos, que en el vestíbulo jalean a las mozas de garbo que cruzan la acera). Los del chamelo, golpeando la ficha, se juegan una ronda. Los calvos tresillistas, en las salas llenas de humo, la tarde en ciernes y velas encendidas, meditan el arduo problema del Basto y la Espada. Don Ole Botellin, los anteojos en la frente, el lazo de la chalina deshecho, pasa como una exhalación y recorre los corredores buscando al músico mayor. Agita un periódico:

—¿Qué signo es éste?

—Un “la”.

—¡Ya lo tengo! Llevaba la mano fuera... ¡Ya lo tengo! Me ha costado trabajo. Hasta luego. Aún me falta resolver el Salto del Caballo.

Se fue, con la chalina flotante, a sumirse en el sabio silencio de la biblioteca. En el velador del chamelo se hicieron comentarios:

—¡Vaya un tío guillé!

—¡Como todos los hombres de talento! Siempre le verán ustedes resolviendo problemas, consultando diccionarios, repasando la Prensa. En fin, ilustrándose... Lo que ninguno de nosotros hacemos. Yo paso.

Entre los señoritos del vestíbulo había tracas de gritos y carcajadas, con espaciados silencios de bostezo y galbana. En los medios de la calle tenían destacado a un jorobeta, que al asomo de las buenas mozas batía las manos y cantaba:

—¡Pájaro!

El coro de pollos, en tales ocasiones, salía de golpe a la puerta. Oles y rijos sin gracia. Otra vez las disputas de toros, las mentiras de naipes, los relatos de majezas con bordoncete de propósitos obscenos, declarados en alta voz.

—¡Esa hembra es para ir un rato a Panticosa!

Todos aquellos señoritos pelmas celebraron el Dictamen del Niño:

—¡Segis, muy flojo te hallas!

—¡O muy dispuesto!

—¿Qué harías tú si te vieses teniendo que dar gusto a toda la comunidad de los Tres Clavitos?

—El cubano quedará mal si no las deja a todas embarazadas.

—¡Quién te diera en su lugar!

—El convento está vigilado de día y de noche...

—Vallín no está en Córdoba. Yo puedo asegurarlo... A estas fechas navega con rumbo a Londres.

Opinó un gallo jaque:

—Siempre he creído que le haría la capa el propio Gobierno.

Y sacó la voz un aceituno con trazas de escribiente:

—Ese trapisonda, ¿qué va buscando? ¿Arruinarse?

—¡O redondearse!

—¿Tendremos jaleo, Segis? ¿Qué dicen las cornejas de Palacio?

—¡Poca cosa!

Mayo no acaba sin tremolina. Los anuncios son ésos.

Don Segis sonreía como si estuviese en el secreto:

—No me dan susto las revoluciones cantadas como la lotería...

—¡Hay trabajos!

—Paco Leiva y otros cuantos que se reunen a jugar el julepe y a beber montilla en los altos de La Perla.

—Las guarniciones están muy trabajadas.

—Se viene diciendo eso desde los tiempos de la Nana.

Cruzó muy de prisa don Ole. Se detuvo precipitado ante el músico mayor:

—¡Tenemos que ponernos de acuerdo!... Combinar una hora que usted tenga libre y que yo la tenga. Va usted a darme unas lecciones de solfeo. Me es indispensable.

El músico mayor hizo un gesto de asentimiento. El inspirado vate, la chalina flotante, la pechera fuelle, las manos abiertas, y haciendo garabitos con los dedos, se volvió al sabio silencio de la biblioteca. Obras de Julio Verne, diccionario geográfico de Madoz, colecciones encuadernadas de la “Gaceta”. La traca de risas duró mucho tiempo. Se contaron extravagancias de Don Ole. Se paseaba en pelo por las afueras. Llevaba los bolsillos llenos de hojas de eucaliptos. Se tragaba toda la Prensa. Rarezas del talento. Había resuelto ecuaciones que los primeros sabios del extranjero no habían podido resolver. Y los vagos del vestíbulo y los profesionales del chamelo reconocían que, aun cuando guillado, era una lumbrera don Olegario Botella.

—¡Pájaro!

Nuevo golpe de bigardones sobre la puerta:

—¡Mala sombra!

—¡A ver si te arranco las orejas!

—¡No te ganes una soba!

—¡Pelmazo!

El jorobeta, en al esquina, se apretaba los ijares y guiñaba un ojo tras el Vicario de los Verdes.

XV

Don Segis salió al encuentro del Vicario:

—¿Qué hay?

—¡Réquiem im pace!...

—¿Cómo?

—Justicias de África.

—¡Muerto!

—¡Ya sabe usted que estaba empupilado! Este crimen va sobre la conciencia del Pollo Real.

—¡Pues nos hemos hecho la santísima!

—¡Ya lo comprendo!

—El Zurdo era el pintado para pasar el contrabando al Peñón.

—¡Han escrito ustedes un compromiso en el agua! ¡Siempre la vida es un soplo, y en estos tiempos mucho más!...

—¡Se nos viene abajo todo el tinglado!

—¿No puede aplazarse y buscar otro sujeto?... A usted no le faltan obligados entre los tunos del bronce.

—¡El Zurdo era el pintado!

—Pues ése ya no vale...

—¡La tollina tuvo que ser bárbara!

—¡Para no contarlo!

—Realmente, se abusa un poco de los procedimientos extralegales!...

Barullo el clérigo:

—¡Se abusa tanto, que uno no sabe ya a qué carta quedarse! ¡Bandolerismo arriba, y bandolerismo abajo! Pobretes y potentados, ilustres personajes y tunos de presidio, operan con los mismos procedimientos. En todas las esferas se vive fuera de la ley. ¡Yo he sido de los más obcecados para no verlo! Y sin la bofetada recibida en mi honra, aún estaría con la tocata del orden con palo y tente tieso. ¡La España, estos tiempos, vive sin leyes! ¡Y barco sin timón naufraga! ¡Se estrella! ¡Se hunde! ¡No se salvan ni las ratas!

Calló y los hábitos tenían un brusco roce atropellado.

Se detuvo don Segis.

—¿Y qué se hace?

—¡Parece usted un doctrino! Se busca otro compadre en el Corral de la Pulgona.

—Si contásemos con el carro y la reata del Zurdo...

—Se ponen los medios.

—¿Quiere usted acompañarme?

—Dejaré los hábitos en el Parador. Don Segis, me engancho en la revolución. Si llega la hora de levantar patíbulos, no ha de escaparse del verdugo el Pollo Real. ¡Hace falta un escarmiento muy resonante! ¡Que se oiga el trueno en toda Europa! Más aún de lo que ha sido la revolución de Francia. ¡Sin aquellas impiedades! ¡Solamente ardiendo en una gran hoguera se purifica España! ¡Está roída de todas las miserias, y si para declararlo tuviese que ahorcar el alzacuello, por ahorcado! ¡Me alisto en las filas revolucionarias! ¡Me junto con los excomulgados! ¡Desoigo los mandatos de Roma! ¡Me futro en el “Syllabus”! ¡Relajo los votos! Mi conciencia no admite traiciones. ¡El Padre Santo no me quita el rubor que tengo en la cara! ¡Subo, dejo los hábitos y bajo!

El Vicario se metió en el Parador. Tuvo un repentino visaje de la sobrina. Se palpó la llave del encierro. La recordó en la luz roja, abrochándose el justillo. ¿Por dónde se le había metido aquel mal pensamiento? Palpando la llave se detuvo en la escalera y volvió a bajarla. Se reunió con el Niño. Explicó, aludiendo con el gesto a los hábitos:

—Después de todo, es indiferente. El caso es no perder tiempo.

XVI

Don Ole, la chistera de medio lado, las trabillas sueltas, un rollo de papeles saliéndole por las faldetas del levitín, se echó fuera del calé:

—¡Don Segis! ¡Don Segis!

El Niño intentó capearle:

—¡Luego! Voy con este amigo...

Don Ole corrió a cortarle los terrenos:

—He dejado la confección del periódico para darle a usted la noticia. Telegrama de Madrid. El yerno de Gálvez ha sido detenido al pasar la frontera...

Faroleó el Niño:

—¿Qué me cuenta usted, Don Ole? ¿Detenido al pasar frontera? ¿Y qué hacemos con la novela de los Tres Clavitos? El “Baluarte” debe seguir con ese folletín. Un periódico a la moderna sostiene siempre sus opiniones y jamás rectifica. Las madres de los Tres Clavitos, aún pueden dar mucho juego. ¡Ustedes de seguro no publicarán ese telegrama en el periódico!

—¡Naturalmente! ¡Sin estar confirmado!...

—Y cuando la confirmación llegue, tampoco... Para esas fechas la noticia ya es vieja. ¡Reconocer el planchazo, nunca!

—Son exigencias impuestas por conservar el buen nombre del periódico, su prestigio ante la opinión.

—¿Cuándo ha llegado el telegrama con la detención de Vallín?

—No hace una hora. He supuesto que a usted, dada su relación con el cubano, le interesaría la noticia.

—¡Es natural!... ¡Y muy agradecido, don Ole!

—¿No acepta usted una invitación? ¿Y el señor Vicario? Esta mañana he tenido el gusto de verle. ¡Pues no era broma lo del Zurdo Montoya! ¡Amigo, que la ha diñado! He recogido la versión en el Gobierno. Ataque de alcoholismo.

Cortó el Vicario:

—¡La versión oficial!

—¡Naturalmente! La más autorizada, la única que pueden acoger las columnas de un periódico, que tiene como deber primordial no extraviar la opinión de sus lectores. En ese punto me hago solidario del criterio sustentado por la Dirección. ¡Señores, vamos a tomar alguna cosa!

Se disculparon. Pisando con los tacones, el rollo de papeles saliéndole por las faldetas del levitín, se fue don Ole. Bajaron al Corral de la Pulgona don Segis y el Vicario, por callejuelas en luz de media tarde, calladas y solitarias, donde trota el borriquillo con aguaderas y ondula sus faralaes un pregón muy estilado.

—¡Agua de limonada!... ¡Fresca, de la fuente! ¡Agua!

Tapias con geranios. Cales. Volanderos cortinillos de puertas y rejas. En cuerdas al sol, vistosos tendales de ropas remendadas. Mata las pulgas de una manta amarilla la gitana de la greña untosa y el cuello de bruja, con corales. Un mulo morcillo se revuelca con las herraduras al aire. La vara del arriero lo levanta, y con el lomo sucio de polvo se mete por un portón con alfombra de paja trillada. Cuatro jaques, en una sombra, echados de bruces por tierra, tiran al naipe. Sobre una chumbera da luces un pingo de colorines. Carros de toldo, con las lanzas mirando al cielo y el perro atado a la galga, escombran el corral. La comadre espulgadora reconoció a don Segis:

—¡Tanto bueno por estos andurriales! ¡Y con un padre capellán! ¿Viene usted para avenir a algún mal casado?

El Niño no tuvo tiempo para la replica. Una gitana con muchas voces y batir de brazos se metió en el corral.

—¡Me lo han matado! ¡Perros asesinos! ¡Me lo han matado!

El Vicario nubló la cara:

—¡Sangre de Montoya!

El Niño asintió:

—¡Vámonos de naja! ¡Aquí no se hace nada!

Los del naipe se habían incorporado. Asomaban por las puertas algunas comadres. Dormilones zagales salían de las cuadras y pajales. Se echaba el pingo colorín por los hombros la vieja chamiza que espulgaba la manta:

—¿Dónde dices que fué la desgracia?

—¡En el santo hospital! Lo recogieron tendido en medio de un campo. ¡Perros asesinos!

—¡No hav más que tener conformidad, Belnaldina! ¡Al santo hospital me voy para darle la última despedida!

—¡Perros asesinos!

Bostezó un arriero dormilón, metiéndose por el vano amarillo de un pajar.

—Cállate la boca, oue bien estamos sin zaragatas.

El Corral de la Pulgona, con aquella advertencia, tornó más mudo que el “Baluarte del Betis”.


Publicado el 6 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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