Descargar ePub «Un Bastardo de Narizotas», de Ramón María del Valle-Inclán

Novela corta


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  Novela corta.
17 págs. / 30 minutos / 183 KB.
9 de enero de 2020.


Fragmento de Un Bastardo de Narizotas

El Príncipe, con arrogante decisión de aventurero, respondió imperturbable:

—Yo me dirijo también al Bristol Hotel.

—¡Oh, qué buena ventura tenerle por compañero! ¿Ha oído usted, Miss Mery? El Príncipe también se hospeda en el Bristol Hotel.

Miss Mery saludó con una cortesía desgarbada. La diligencia trompicaba por la plaza de España.

V

El Bristol Hotel —Vía de los Santos Mártires— ocupaba el palacio Foscarine. Era frecuentado de obispos y monseñores en viaje, rancias damas católicas y aristócratas legitimistas emigrados en Roma. La Vía de los Santos Mártires es una de las más solitarias. Apenas, de tiempo en tiempo, un clérigo, una beata, la infantil bandada de un colegio de monjas, la fugitiva hopalanda de un judío, el arqueológico landó de un cardenal, con lacayos de peluca blanca, medias de seda y protocolario paraguas rojo. La murmuración popular susurraba que aquel hospedaje, poblado de sombras talares y ecos santurrones, era propiedad de los Padres Ignacianos. De la noble decoración antigua conservaba un patio de mármol con bella columnata, y el jardín con fuentes en el estilo de Bernini. Bajo sacrílegos revoques, desaparecían los frisos de la gran escalera y de la lucerna. El Príncipe, encerrado en su aposento —echada la llave y cubierta la cerradura con el fez—, examinaba con un lente los pliegos que traía de España. Estaba bajo la lámpara con una sonrisa de cautela. Había vuelto a colocar los sellos, y no se traicionaba la menor señal de fractura. Sin embargo, le acudía más fuerte la tentación de jugarle una burla al cardenal Antonelli. El deseo furbo y maligno de sentirse canalla, se agrandaba en su alma de aventurero. Volvió a poner los pliegos en la valija, apagó la luz y, disimulándose bajo una menguada capa de hombre de pueblo, salió a la escalera de criados. La calle estaba obscura. En la Roma Pontificia, cuando el calendario anunciaba luna, no se encendían los faroles. El Príncipe, recatado en el embozo, se entró por una calleja que bajaba al Ponte Vecchio. La luna entre nubarrones no disipaba las sombras. El viento, la llovizna, el marullo del río, los pasos de una ronda, la puerta iluminada de una taberna, se escalonaban como motivos de la ciudad dormida. Los muros de iglesias, palacios y conventos cerraban todos sus ojos de piedra. Arcos, obeliscos, estatuas, cúpulas, tenían una insinuación ceñuda, en perspectivas llenas de sombra. Una potencia ciega y geomántica, cargada de siglos, aboliéndose en la gran taciturnidad de un sueño de piedra. El Príncipe bajó al Trastevere. Buscó una puerta, y cuando se disponía a llamar, vio venir una procesión de gente del pueblo con faroles. Rumor confuso de rezos jaquelado a intervalos por el repique de una campanilla que invadió la callejuela. El viento y el aguacero estremecían los farolillos. Las devotas luces tenían el temblor de vidas efímeras, zozobrantes en un naufragio sin orillas, entregándose a la noche inexorable con arrebujo angustiado. Bajo enorme paraguas, en medio del cortejo, venía un clérigo revestido de sotana y roquete, y delante repicaba la campanilla del monago. El Príncipe, que se había recogido en el quicio de la puerta, sintió rechinar la cerradura. La puerta se abría lentamente y un retablo de mujerucas, con luces y mantos, aparecía en las tenebrosidades del zaguanejo. Las figuras perfilaban su bulto arrodilladas, entre el temblor de las velillas, en el cerco de sombras.


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