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—¿Vinieron los negros?
—¡Arrastrados se vean!
—¿A qué horas vinieron?
—Podrían ser las horas de yantar. ¡Tanto me sobresalté, que se me desvanece el acuerdo!
—¿Cuántos eran? ¿Qué les has dicho?
La molinera sollozó más fuerte. En vez de contestar, desatóse en denuestos contra aquellos enemigos malos que tan gran destrozo hacían en la casa de un pobre que con nadie del mundo se metía. El marido la miró con sus ojos cobrizos de gallego desconfiado:
—¡Ay, demonio! ¡No eres tú la gran condenada que a mí me engaña! Tú les has dicho dónde está la partida.
Ella seguía llorando sin consuelo:
—¡Arrepara, hombre, de qué hechura esos verdugos de Jerusalén me pusieron! ¡Atada mismamente como Nuestro Señor!
El guerrillero repitió blandiendo furioso la escopeta:
—¡A ver cómo respondes, puñela! ¿Qué les has dicho?
—¡Pero considera, hombre!
Calló dando un gran suspiro, sin atreverse a continuar, tanto la imponía la faz arrugada del viejo. Él no volvió a insistir. Sacó el cuchillo, y cuando ella creía que iba a matarla, cortó las ligaduras, y sin proferir una palabra, la empujó obligándola a que le siguiese. La molinera no cesaba de gimotear:
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Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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