Bajo la Encina Grave...

Ramón María Tenreiro


Cuento, diálogo


(Diálogo vulgar)


Bajo la encina grave, rostro a la sierra, tocada con las primicias de la nieve, siéntanse ambos interlocutores. Hay una larga pausa, durante la cual les penetra en el alma la adusta paz del paisaje. Luego rompen a hablar lentamente, hilando sus conceptos al dormido compás con que vibran las cosas —árboles, llano, sierra— bajo el dorado hechizo de la tarde otoñal. Así dicen:

EL UNO.—¡Bendita calma!... ¡Dulce reposo!... Huyen los instantes en vena suave y silenciosa... Corre la vida, y no sentimos su carrera en el ambiente de encanto que nos envuelve... Nadie dirá que la ciudad arde en todas sus impuras codicias a media hora de aquí. Parece que alentamos en un mundo ultraterreno, donde la necesidad ha aflojado las cadenas con que nos aprisiona, y ya no pesamos sobre el suelo ni sobre nosotros mismos; cada parte de nuestro ser álzase y espónjase bajo la caricia del aire como flor en mañana de sol... De estas inefables sensaciones gozarán esos árboles, si tienen una conciencia que advierta la dicha de su vida... ¡Bendita paz!...

EL OTRO.—Paz de muerte, de sepulcro. En este campo no se percibe el rodar de la vida, porque nada vive en él! ¡ni el viento!... Es un paisaje mineral, infraorgánico. Ni aun en los meses húmedos del año logra cubrir la hierba con su manto las amarillas desnudeces de los cerros. Aquí contemplamos la bancarrota de la vegetación. Imagen de la caducidad para uso de poetas es en nuestras latitudes la “verdura de las eras”. ¡Oh, eterno verdor de otras comarcas!... ¡Y los árboles!... Tal palabra evoca en nuestra fantasía frescas frondas, susurros de follaje, trinos de aves, y ¿qué hay de todo ello en estas encinas secas y grises, como forjadas en metal, que no se estremecen bajo la caricia de la brisa, ni esconden nidos tibios entre el aspereza de sus hojas, foscas y trágicas, como fantasmas de árboles atormentados en un purgatorio?

EL UNO.—¡No maldigas de las encinas! Levántanse en desesperadas contorsiones casi humanas, como esculpidas, por un Miguel Angel, llevas razón en ello; nada poseen de esa sonríente placidez que atribuimos al reino vegetal. Pero considéralas un momento y verás qué noble tragedia es la suya: el suelo es pura arena; como bien dices, apenas logra la hierba arraigar entre ella, a causa de la escasez de principios nutritivos. Y de tanta miseria, la encina, con infatigable terquedad, crea su tronco robusto, sus recias ramas, que se tienden al cielo suplicantes o maldicientes. ¿No ves en ello una afirmación heroica de la voluntad de existir, vencedora de todas las adversas condiciones? ¿Sus violentas actitudes no son imagen de la victoria del querer fuerte, sobreponiéndose y domeñando a las propias ineluctables leyes de la necesidad? Cada ramillo es una estrofa del himno triunfal de la individualidad potente sobre el medio hostil... Y además, en la encina que se alza enérgica sobre la tierra yerma, ¿no ves un símbolo de la historia del alma de nuestra raza? Ambiente miserable, individualidades poderosas y estériles, que se yerguen solitarias sobre la colectiva vileza sin juntar jamás su esfuerzo; hay árboles, pero no logran entremezclar sus ramas, fundirse en selva, que dé humedad y fertilidad al terreno; al pie de los troncos próceres no crece nunca un retoñuelo que asegure la continuidad de lo ganado sobre la pobreza del medio. Nuestra vida nacional, ¿qué fue siempre sino esto?

EL OTRO.—Misteriosas son las vías del Señor, llenos aquí parados a considerar los hondos problemas de la patria desde una ociosa discusión sobre las virtudes de este campo infecundo.

EL UNO.—Cada cosa engendra su semejante. Espiritual es el paisaje que tan graves consideraciones sugiere. Espíritu y sólo espíritu es lo que palpita en el llano y en los montes, bajo la luz agria que derraman los cielos. Y aquí tienes una provechosa lección de sobriedad estética: con la pobreza más grande de medios, una gris extensión de terreno, suavemente ondulado, cubierto a trozos de pardos encinares y unos redondos y foscos cabezos de acero enguirnaldados de nieve, prodúcese uno de los panoramas más ricos en lirismo, fuerte y austero, de cuantos guarda la Península ibérica, tan bien dotada de raros paisajes. ¡Ah! Si Madrid no ignorara las tierras que la rodean; si se asomara alguna vez al paseo de Rosales o bajo las arcadas de la plaza de la Armería con ojos limpios y penitentes, ¿no se curaría de su chabacana garrulería, de su frivolidad, de su achulamiento? ¡Qué habrá más opuesto que Madrid y su campo!

EL OTRO.—Acaso Barcelona y el suyo: paisaje clásico, sereno, mesurado, armonioso, sonriente, y ciudad barroca, desmedida, febril, excesiva en fachadas y en pasiones... Y después, ¿no será toda población antítesis de su campiña? ¿No nacerá la urbe del afán de sustraerse a un cierto ambiente natural que por cualquier oscura razón se ha hecho enojoso para los que en él habitan? El odio es el sentimiento espontáneo entre campo y ciudad... Pero una cosa hay entre las que has dicho, con la que no puedo estar conforme. Hablas de la sobriedad de elementos con que manifiesta su austeridad la tierra castellana, y, para mí, en ello, más que pobreza, hay despilfarro; despilfarro de leguas de tierra sin cultivo, entregadas a su espontaneidad, sin dar de sí otro fruto que tus selectas sensaciones estéticas. Y eso, amigo mío, es demasiado caro. Un Sáhara cuesta más que un Versalles. Con lo que deja de criarse en estas asoleadas llanuras, que podrían ser regadas por la nieve de la sierra, se remediaría esa hambre normal y endémica, elemento básico de la vida social española. Tus simbólicas encinas podrían trocarse en frutales para hartar de dulzuras la boca de todos los niños de España. Somos pobres, archipobres. ¿Cómo entusiasmarnos con tener un desierto a las puertas de casa?... ¿Qué dirías del mendigo que se extasiara contemplándose los piojos? Y, bien considerados, ¡sabe Dios los raudales de poesía austera que el santo Job descubriría en ellos!


Publicado el 9 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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