Los dos íbamos solos, encajonados en la tenebrosa berlina de la diligencia, toda llena de humo de tabaco, del agrio vaho de sudores, caballares y humanos, y del trepidante estrépito con que se movía el vehículo: ensordecedor traqueteo de herrajes y ventanillas, opaco y rítmico trote de las mulas, restallidos de tralla y, de cuando en cuando, dominándolo todo, la bronca voz del mayoral, que berreaba, pateando en el pescante casi hasta romper las tablas: —¡Arre! ¡Arre! ¡Vamos ya!... ¡Otro repechito!... ¡Beata! ¡Beata!
Por los minúsculos vidrios delanteros, entre los hierros que sostenían el pescante, descubríamos la danza de las orejudas cabezas de las mulas. Prestamente subían y bajaban, en la perezosa penumbra que derramaba el solitario farol, puesto en lo más alto del coche, a cuyos míseros destellos entreveíamos la parda silueta del postillón, que gobernaba las mulas de guía, cabalgando en una de ellas, blandiendo su látigo como pica de guerra. A ambos lados de la cenicienta carretera, los pinos y castaños de las lindes alzaban sus medrosas fantasmas, negras sobre el plácido cielo, todo temblor de luceros.
A la puerta de fosco caserón solitario paróse la diligencia para mudar de tiro. Abrimos las ventanillas. Al momento nos llenó de dulce bienestar la repentina quietud y silencio, junto con la nocturna fragancia de los pinares, que invadió la berlina. En el sereno espejo del aíre palpitó a lo lejos un largo y crispador aúllo de perro. Otro le respondió más próximo.
—¿Qué hora podrá ser ya? —preguntó cansadamente el paternal amigo que me acompañaba, luego de aspirar con fuerza el humo de su cigarro, cuya roja estrella brilló un momento entre las sombras de la berlina, semialumbrando la canosa barba y la pulida mano, ornada de anillos, del fumador.
—Ya lo oye usted —le respondí sonriente.— Media noche: pasan las ánimas, y se espantan los perros.
Había vuelto a arrancar el coche con su atronador estruendo, cuando mi compañero, acercándoseme cuanto pudo sobre los almohadones de gutapercha del coche, me dijo casi al oído:
—Bromeas con las supersticiones de nuestro pueblo. ¿Y si yo te dijera que a mí, hombre de tu educación y de tu tiempo, me han costado más de cinco mil duros las almas del otro mundo?
—¿Cómo pudo ser eso? —le pregunté, lleno de asombro.
—¡Oh! —dijo sonriéndose.— Es una larga historia; pero la noche y el viaje también lo son, y, ya que no dormimos, acaso podamos abreviarlos con ella.
Roguéle encarecidamente que así lo hiciera, y él, después de lanzar una bocanada del humo de su cigarro, fué diciéndome muy reposadamente, saboreando el placer de recordar cosas viejas:
—De fijo que no te es desconocido el origen de la fortuna de mi familia ni las leyendas que rodaron por ahí acerca de ella. Hubo un tiempo, cuando ni siquiera soñabas tú en nacer, en el cual, por todas las aldeas de la marina y la montaña, no había velada campesina, al calor del hogar, en que con sabroso terror de ancianos y mozos no se evocara la memoria del impío señor de Graña y de sus réprobos hijos. El caso no era para menos. Mi abuelo, hidalguillo de aldea con pocos pergaminos y menos rentas, liberalote y descreído, como gran parte de las gentes de su tiempo, luego de haber dilapidado en locas calaveradas el no muy sobrado pan de su mujer y de sus hijos, hizo una gran fortuna quedándose, casi por nada, con buena parte de las tierras y rentas de los monasterios de la región de Brigos, a la hora de la desamortización de los bienes de la Iglesia. Rico de la noche a la mañana, dióse de lleno al más descarado libertinaje. Era huésped perenne de todas las tabernas y garitos de Brigos. En pleno día, montado en su yegua, cruzaba, borracho, las calles de la villa en compañía de los peor afamados bellacos. Sostenía mujeres hasta en su propia casa, aun en vida de su esposa; y, lo que es peor, en vez de buscar la remisión de las penas con que la Iglesia castigaba a los que habían adquirido sus bienes, alardeaba públicamente de su impiedad. Demolió varias iglesias y capillas para vender la piedra; abofeteó al abad de Sioy cierta vez que le afeaba su disoluta conducta; llevóse a su casa imágenes de santos, retablos, cruces, cálices, vestiduras, y en estancias llenas de sagrados objetos, como el tesoro de una catedral, entregábase con sus dos hijos mayores, y la turba de picaros y bribonas que a su costa vivían, a las más desenfrenadas bacanales. Era una orgía diabólica la vida en aquella hidalga casa de Graña, a orillas del retumbante curso del Ambroy. Decíase, entre espeluznos de terror, que nunca más habían vuelto a ser vistas algunas mozas que entraron por sus puertas. Contábase de un pastor que había descubierto un desnudo cadáver de mujer rodando entre las rápidas espumas del río. Los aldeanos de las parroquias vecinas, si por las noches tenían que pasar cerca de Graña, huían atemorizados al ver, en medio de la oscuridad, las ventanas del caserón tan lucientes como si todo él fuera de brasa por dentro y oír los endemoniados gritos, canciones, risotadas, junto con ayes y lamentos, que brotaban dé ellas como de la boca del infierno. Mi abuelo y mis tíos eran como la encarnación del demonio para toda la montaña y la mariña. Los predicadores aludían a los señores de Graña al hablar del extremo a que puede llegar la maldad humana, y anunciaban que no tardaría en caer sobre ellos la cólera del Cielo. No habría Dios, si sus culpas nefandas quedaran sin castigo. Y ahí tienes tú lo que son las cosas: cierta mañana en que mi abuelo no había vuelto a dormir a su casa, encontráronlo muerto al pie del alto puente que cruza el río a la entrada de la finca, con el cráneo aplastado contra los peñascos de la orilla. Al parecer, lo había derribado su caballo yendo él ebrio o dormido. Su hijo mayor, Marcos, quedó seco de un tiro que le descerrajaron a boca de jarro saliendo de madrugada de casa de una de sus queridas. El segundo, Honorio, desapareció de repente, sin dejar de sí rastro. Dijéronse muchas cosas, a cuál más terribles y fantásticas. Lo probable, aunque nunca probado, es que haya sido muerto en el monte por los gitanos de una cuadrilla, en la que había una mozuela por cuyos hechizos andaba frenético mi tío. Quedó sólo mi padre, el Benjamin de los Graña, aún casi un niño, débil y enfermizo, a quien mi abuelo había tenido siempre alejado de su casa, interno en colegios. Otra cosa no le había pedido su esposa en la hora de su muerte. ¡Siquiera aquél!... ¡Siquiera aquél que no se condenara! Su tutor, mi abuelo materno, llevólo a vivir a Brigos, poniendo orden, con dificultad, en la enmarañada aunque cuantiosa hacienda que su pupilo había heredado. Luego, como el muchacho se mostrara aficionado de la hija única de su protector, casólos como Dios manda, y vine al mundo yo aún no corrido un año. Muerto de allí a poco mi padre, críeme entre mí abuelo viejo y mi madre enlutada, en la poco envidiable situación de hijo y nieto único, rico y ultracuidado. De todo tuvo menos alegría mi niñez.
Encendió una cerilla para renovar la lumbre de su cigarro, y a su luz fué visible el sórdido interior de la berlina: el bajo techo de ennegrecidos listones, los despintados marcos de ventanillas y portezuelas, en los que las sucias manos de varias generaciones habían dejado su negruzca huella grasienta.
—Ni mi madre ni mi abuelo —continuó mi amigo— mentaron jamás delante de mí el nombre de Graña. Sólo mi madre, por las noches, después de acostarme, me hacía rezar un Padrenuestro por el alma del padre y de los hermanos de mi padre, después de haber orado por todos los demás muertos de la familia. Pero desde muy temprano, por cuentos de las criadas en la cocina, que luego me tenían desvelado, temblando de miedo, toda la noche, conocía la leyenda de infamia de mi casta. Había oído... yo qué sé. Hablaban de cenas sacrílegas, en que era servido el vino en cálices sagrados; de danzas bailadas por las mujerotas que pululaban en torno a los de Graña sin otro vestido que casullas y capas eclesiásticas sobre sus impúdicas carnes. Y lo más terrible de todo, la conseja de aquella mujer crucificada en la gran cruz de ébano que mi abuelo había llevado del refectorio de Monfero al comedor de su casa. Todas las noches se me erizaban de espanto los cabellos creyendo contemplar el desnudo cuerpo clavado en la cruz, semicubierto por la negra cascada de la suelta melena, desangrándose lentamente por pies y manos; pareciéndome oír aquellos clamores de dolor y angustia, capaces de cuajar la sangre de quien los oyera, que una noche, cerca de Grana, habían escuchado dos mozos aldeanos que andaban rondando... Nadie había vuelto por allí desde la trágica muerte de los dueños. El caserón estaba siempre cerrado, lleno de los eclesiásticos tesoros del abuelo. Un viejo casero, del tiempo de los antiguos señores, fiel depositario de los secretos del amo, ocupábase de la administración y cuidado de todo. Y muerto él, pasó el cargo a un hijo suyo, hombretón ceñudo, sombrío, silencioso, con cara de estar siempre tejiendo malos pensamientos. Muy de tarde en tarde, cuando se le antojaba, venía a Brigos a rendir cuentas de su administración. A nadie se le ocurrió jamás ir a la casa de Graña. Las tres leguas de camino, aguas arriba del tumultuoso Ambroy, eran para los míos una distancia infranqueable. Aquel era un lugar de infamia en el que ni pensar querían mi abuelo y mi madre. Y del solitario caserón ennegrecido y abandonado, lúgubre como guarida de criminales, corría por las aldeas vecinas la fama de que por las noches se encendían como ascuas sus ventanas y que, de sus cerradas estancias, llegaban ecos de cánticos, maldiciones, disputas, carcajadas, gritos de angustia que helaban de horror a quien los escuchara.
El narrador hizo una larga pausa, que, aunque lleno de curiosidad, no me atreví a quebrantar con mis preguntas. Después siguió diciendo:
—Tenía yo diez años cuando perdí a mi pobre madre. Mi abuelo, por miedo a que me echara a perder con la limitada vida de pueblo pequeño, mandóme en seguida a un colegio de jesuítas y, acabado el bachillerato, a Deusto, a seguir la carrera de abogado. Ni por soñación se me ocurría ocuparme en cosas del gobierno de la casa en los dos meses largos que pasaba en Brigos cada verano. Todo era andar de romería en romería con otros muchachos. Pero la muerte de mi abuelo y el término de mi carrera ocurrieron casi al mismo tiempo. El consejo de familia habilitóme de mayor edad. —Tengo que ver cómo andan mis bienes —me dije.— Y, metido en el despacho de mi abuelo, satisfecho de emplear mi flamante sabiduría jurídica, examiné títulos de propiedad y contratos de arriendo, revisé los libros de la administración de mis rentas y, encantado con el juego de echármelas de propietario, compré una jaquita para ir a conocer mis fincas y hablar con mis caseros. —¿Cómo estará la casa de Graña? —ocurríóseme un día al ver en los libros que eran pasados muchos años sin que el administrador rindiera cuentas. Y sin pensarlo más, cerca ya de las cuatro de la tarde, mandé ensillar mi jaca y emprendí el costanero camino de Graña, siguiendo el Ambroy. Espoleábame, no tanto el burgués afán de ver mis bienes, como no sé qué punzante curiosidad por penetrar en la pecaminosa existencia de mis antepasados, buscando con complacencia el rastro de sus culpas en la guarida que los había cobijado. Además, ponía cierta satisfacción pueril en visitar aquellos lugares reputados de infames por mi madre y mi abuelo. Sentía el miedo y orgullo de la primer desobediencia; cabalgaba azotado por áspera ansiedad, como si fuera a cometer el primer pecado de mi carne. Poníase el sol cuando descubrí el fosco caserón de Graña, enrojecido por la luz de Poniente al otro lado del Ambroy. Asomóme al pretil del puente y contemplé un momento las vertiginosas espumas teñidas una noche por la sangre de mi abuelo. Allí... sobre aquella pulida roca de la orilla, habría estado horas enteras su cadáver, trágico y ridículo como un muñeco de trapos... Recé un Padrenuestro. Luego seguí adelante por una abandonada alameda, cuyas hojas secas crujían tristemente bajo los cascos de mi cabalgadura. Algo inhóspito, medroso y repulsivo flotaba en el ambiente; tanto, que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para recorrer hasta el final la alameda y penetrar bajo el arco de sillería que daba ingreso al patio de la casa. Si me dejo llevar de mis sentimientos, vuelvo grupas sin acercarme a la puerta. En el patio, un hombretón gigantesco, en mangas de camisa, partía leña a hachazos. Lo recordé al momento. Volvióse bruscamente hacia mí al oír las pisadas del caballo sobre las losas del patio. —¿Qué se le ofrece? —preguntó clavándome una mirada tan penetrante e intranquilizadora como el filo de su hacha. —¿No me conoce? Soy el señorito Joaquín —le dije un poco cortado.— Y entonces él, esforzándose por sonreír, lo que daba a su rostro la más horrible expresión, se deshizo en falsas cortesías: —¡Ay, señorito! Gracias a Dios que se decide a venir a conocer lo suyo... Era como si nos tuvieran miedo... Estábamos aquí como si fuéramos gafos... Lo encontrará todo abandonadísimo. Porque yo, claro está, no era quién para disponer obras... A su abuelo, que en gloria esté, le mandaba recado tras recado... Que los tejados... que las ventanas... Como si nada. Ni sé cómo no se ha venido todo abajo.— Entramos en la cocina, en cuyo llar chisporroteaba alegremente un montón de leña, llenando de claros resplandores el negro recinto. —Aquí tenéis al señorito Joaquín —gritó mi acompañante al entrar.— Una moza, que estaba en cuclillas delante de la lumbre, alzóse prestamente, toda aturdida y amapolada, no sé si de la sorpresa o de la llama. Balbucía con blando acento: —¡Ay, el señorito Joaquín!... ¡Ay, el señorito Joaquín!...— Y trataba de cubrir sus morenos brazos gordezuelos con las arremangadas mangas. No sé si por el contraste de su tentadora frescura juvenil con la lúgubre tosquedad de la casa, quedáronseme presos los ojos en su carnosa figurilla, y apenas vi a la madre, semibaldada, que, para saludarme, luchaba por levantarse del asiento en que estaba derrumbada, toda envuelta en harapos, ni oí los hipócritas discursos con que mi administrador trataba de curarse en salud de las resultas de mi inesperada visita. Yo sólo pensaba:
—¡Caramba con la rapaza! No vi otra tal en mi vida entera...— Y no debía responder muy a derechas a lo que me preguntaban. Por fin el padre dijo que iba a acomodar mi jaca en la cuadra y bajar al rio a ver si había en el caneiro alguna trucha para mi cena, y le mandó a la muchacha que me enseñara la casa antes de que fuera noche, para que yo escogiera el cuarto en que quería dormir. Descolgó de un clavo la moza un recio manojo de llaves, y allá nos fuimos los dos escaleras arriba luego de haber atravesado un tenebroso zaguán, sobre cuyas piedras retumbaban nuestros pasos como sobre losas de sepulcros. Arriba, cerradas las ventanas, era completa la oscuridad. —Espérese, espérese, señor, que le voy a abrir las maderas... no se mueva... no se vaya a lastimar contra un mueble —murmuraba la rapaza, con una voz cortada y anhelante, no sé si de miedo, que era para mí como la más dulce caricia. A los ardientes reflejos del ocaso, fui viendo el extraño moblaje de las desiertas salas: grandes santos de talla, con rígidos ropajes dorados, que nos contemplaban fijamente con sus ojos de vidrio; trozos de retablo que alzaban hasta el techo sus columnas salomónicas cuajadas de pámpanos áureos; negros arcenes que semejaban ataúdes; camas con esculpidas cabeceras que parecían altares; en el comedor, un armario de cristales lleno de cálices de plata; un viejo relieve en madera, de pintada talla, en el que las ánimas del Purgatorio se retorcían de angustia, hundidas hasta el pecho en las rojas llamas que ascendían serpenteantes por sus desnudas carnes. En un blanco lienzo de pared, desde el suelo al techo, levantábase una negra cruz de ébano, mostrando como llagas, en su pulida madera, los agujeros de los clavos de la desaparecida efigie... —Mire, mire, señor —musitaba la moza, guiándome de estancia en estancia—, mire la riqueza que aquí tiene...— Los dos estábamos trémulos y acobardados de la sabrosa inquietud de sentirnos juntos y solos, palpitantes de vida, en medio de tan terribles cosas yertas. Quisimos abrir un arcón para buscar ropas con que cubrir mi lecho. Forcejeamos con la herrumbrosa cerradura, arrodillados ante el arca, y en mis sentidos, repentinamente agudizados, recibía yo las turbadoras impresiones de la inmediata vecindad de la moza; oía su anhelante respirar; percibía en todo mi ser el cálido vaho que de su persona emanaba, y, si por azar, mis manos rozaban las suyas, o mi brazo su pecho, un largo y congojoso escalofrío sacudía mis nervios. Cuando nos levantamos, abierto el arcón, estábamos avergonzados y temblorosos; no nos atrevíamos a mirarnos, como si entre nosotros pesara la complicidad de un crimen. Pero después, durante la cena, que me sirvió la rapaza bajo la inquisidora mirada de su padre, estuve alegre y dicharachero, en lo que quizás influyó el par de vasos de un fragante vino añejo —de tiempos de mi abuelo— que mi administrador me escanció de polvorienta botella sacada no sé de dónde, y mis osados ojos seguían con codicia todas las vueltas y giros de mi tentadora camarera. Y tan atrevidas debieron ser mis miradas, que mi ladino servidor, que estaría entre si cavilando cuál podría ser la mejor manera de que no se le secara la vaca de su administración, al hablar yo de retirarme a descansar, ordenó a su hija que me acompañara llevando la luz. Arriba, en los oscuros salones, llenos de rancio olor a humedad, nos esperaba la timidez de la tarde. Mis manos trémulas apenas acertaron a encender la bujía en el candil que traía la muchacha. No osé levantar los ojos a su cara, al tiempo dé balbucear las buenas noches, y ella se fué, también toda confusa, luego de haber murmurado: —Si algo le ocurre, no tenga duda en llamar... Mis padres duermen aquí debajo. Le basta un golpe en el suelo para que le oigan.— Quedéme solo, maldiciendo mi cobardía y me tendí en el lecho, todo encendido por el recuerdo de la moza, cuya voz, aliento y rudo perfume parecían palpitar en las tinieblas del cuarto... Veía su rostro, sus miradas; sentía otra vez en mi carne el angustioso y dulce temblor de su contacto... y me quedé dormido.
—¡Juventud! ¡Juventud! —dijo sonriéndose el narrador, tras una pausa. Y añadió luego: —No creas que te cuento todo esto por senil regodeo amoroso, ni para que sepas que tampoco yo fui un santo en mis años mozos. Sólo quiero hacerte observar que mi ánimo no podía estar más ligado al barro vil de la tierra, menos dispuesto a recibir la visita de las almas del otro mundo, que cuando me quedé dormido, todo tembloroso de carnales anhelos... Y sin embargo, no sé cuánto tiempo habría pasado cuando me despertó violentamente un grito desgarrador, que se me metió hasta el alma. —¿Qué es? ¿Qué pasa? —preguntéme aturdidamente, sentándome en la cama. Un resplandor rojo y ondulante, como de las llamas de un incendio, que salía de la puerta del comedor, llenaba la sala próxima a mi cuarto. Muerto de espanto, oí una enloquecedora confusión de voces, gritos de cólera, carcajadas, gemidos, entrechocar de cubiertos, vasos y platos, como si veinte o treinta energúmenos estuvieran allí cenando. Y sobre el ensordecedor bureo, alzábase, de momento en momento, aquel clamor espeluznante que me había helado la sangre. Yo estaba como clavado en la cama, sin poder respirar siquiera, sacudido del miedo como la hoja del árbol por el viento, bañado en un sudor de hielo, sintiendo los latidos de mi corazón en todas mis venas. No soñaba, no; estaba, como ahora, despierto. Entre los mezclados clamores, adivinaba palabras horrendas: —Clávala... clávala en la cruz... que no se escape... Esa mano izquierda... esa mano izquierda... La lanza por el costado... debajo del pecho...— Y una voz, más bronca que todas, bramaba: —¡Sangre!... ¡sangre!... ¡el cáliz lleno!...
Callóse un momento mi compañero, cuya voz se quebraba de emoción, como si otra vez escuchara los gritos tremendos. Después continuó, ya más sereno:
—No sé cuánto duró aquello, ni cómo terminó. Debí desmayarme de puro espanto. Cuando torné a recordar, la mortecina luz del alba entraba apagadamente por los maineles de las ventanas. Levantéme sin ruido. Descalzo y de puntillas fui a asomar la cabeza por la puerta del comedor. Nada. En el cerrado armario brillaba la argentina hilera de cálices; la gigantesca cruz sin efigie tendía sus desnudos brazos sobre el blanco muro; en el retablo tallado retorcíanse las ánimas en medio de las inmóviles rojas llamas. Pero al volverme a la cama, descubrí mi propia imagen borrosa en el fondo de un viejo espejo; apenas pude contener un grito al ver aquella figura de alma en pena, con palidez de muerte, erizados cabellos y ojos de locura ardiendo febrilmente en el fondo de lívidas ojeras... Aún no eran las seis, cuando ordené a mi administrador que me ensillara la jaca. Me obedeció asombrado. —¿Se va, señor? —suspiró la moza.— ¡Y yo que le había matado una gallina para la comida!— Pero en vano me acariciaba con su voz y sus miradas. Todo mi ser estaba lleno de los horrores de la noche y nada más percibía. —Volveré, volveré...— balbucí sin ánimos, al montar a caballo. Pero no volví jamás. Arreglé, como él quiso, las cuentas de mi administrador, y dos meses después, por lo que se le antojó pagarme, le vendí la casa de mis mayores con todos sus tesoros, dignos de una catedral, y los demás bienes del valle. Por eso te decía que las almas del otro mundo me habían costado más de cinco mil duros.
—Las almas y la buena moza —repuse yo, maliciosamente.— No habrá dejado de apoyar con muy eficaces razones, cerca de su corazón de veinte años, las solicitudes paternas.
—No, no... sólo las ánimas... A la rapaza no la volví a ver. Le había cobrado tanto horror como a todas las demás cosas de Graña.
Detúvose otra vez la diligencia para mudar de tiro. Abrimos las ventanillas. De nuevo se llenó la berlina de la fragancia de los campos. Lejos y cerca, por las dormidas aldeas, los vigilantes gallos anunciaban la aurora.