Siglo tras siglo, guiados por el lácteo resplandor estelar, protegidos por piadosas hermandades de caballeros, los peregrinos llegaban en devota muchedumbre desde los más remotos términos europeos. Sin dejar el bordón ni quitarse los harapientos hábitos de camino, cuyos desgarrones y mugre proclaman los trabajos de las luengas jornadas, derramando su alegría en ardorosos himnos, cantados en las hablas más diversas, una feliz mañana penetraban bajo las húmedas bóvedas que cobijan las reliquias del protoevangelizador de las Españas.
Puestos ánimo y ojos en descubrir lo antes posible el sedente simulacro del Apóstol, revestido de plata, cuajado de gemas, que bendice a la cristiandad desde el sagrado recogimiento de su camarín, al trepar anhelante por el suave alcor, en cuya altura media asiéntase la basílica, apenas entreveía el piadoso viajero la robusta faz de la sagrada fábrica, defendida por macizas torres, recias como fortalezas; casi no tenía miradas para la soberbia “Gloria” que da acceso al templo, arquitectónica alegoría del triunfo de la Iglesia; no paraba atención en las semivivientes esculturas de apóstoles y profetas, sostén y fundamento de la comunión cristiana, que consideran impasibles el azaroso curso de las generaciones peregrinas desde los fustes de las columnas del pórtico; no admiraba el coro de ancianos músicos, arrobados en celestial coloquio, que orna la archivolta; ni aun se espantaba de la exangüe fantasma gigantesca del tremendo Cristo-Juez, coronado emperador del universo, que en el tímpano muestra las llagas de su cuerpo y exige virtudes en reparación de ellas.
No mirando semejantes maravillas, mucho menos podría advertir el viajero la vil criatura humana, ciega, muda, sorda y paralítica, hirviente de pústulas y llagas, arrumbada al pie de uno de los pilares del pórtico, desde tiempo inmemorial, como apestoso montón de carne y trapos. Sólo por el sonoro jadeo que sacudía su pecho diferenciábase de las grotescas máscaras de pecados esculpidas en el oscuro granito del basamento de las arcadas, con cincel despiadado y sarcástico.
Nadie sabía cómo ni cuándo había venido a posar en tal sitio. Los más ancianos recordaban haberlo visto allí siempre; parecía tan antiguo como los húmedos sillares del edificio. Era la imagen de la suprema degradación infrabestial, colocada donde los hombres acudían implorando remedio en sus necesidades, para que, por grande que fuera su angustia, siempre comenzaran su plegaria con un acto de gracias:
—¡Gracias te doy, Señor, porque no me hiciste como al mísero fray Roquiño!
Y sólo de considerarlo, no había corazón dolorido que no saliera consolado.
Dignidades de la curia episcopal, vecinos de la ciudad y foráneos rivalizaban en celo para cuidar de aquel hijo de Dios sin ventura; no había manjar apetitoso servido en monacal refectorio o en mesa de hidalgo, de que no fuera apartada una porción para el babeante hocico de Roquiño, tan infeliz, que ni de sus manos acertaba a servirse, y de algún prelado santo se contaba que en noche glacial habíase erguido de su lecho para ir a cubrir con una de sus propias mantas, suaves y esponjosas, el cuerpo del monstruo, que roncaba a la intemperie sobre las losas de la entrada del templo, jamás cerrado.
Corrían así los años y los años, y fray Roquiño seguía siempre tan inconmovible como las estatuas del pórtico. Mil veces a su alrededor había vibrado la segur de la muerte, que a hecho corta vidas de mozos y ancianos, sin que la Segadora encontrara manera de llevárselo entre sus terribles haces.
* * *
No puedo seguir adelante sin descubriros un recóndito misterio de
los más hondos y tremendos que rigen nuestra existencia humana. Cuidad
de no divulgarlo. Sólo entre elegidos pueden ser tratadas estas verdades
fundamentales y eternas. El secreto es éste: nadie se muere sin estar
en sazón para ello, sin que en lo más escondido de su alma haya
suspirado por la liberación de la cárcel de la existencia. La vida
entera no es más que una lección de muerte: aprender a renunciar
sintiendo el vacío que ocultan las falsas delicias del mundo. Por eso
tienen esa dolorosa prudencia precoz los niños destinados a desaparición
prematura; cuando debían embriagarse con el brillo de las apariencias
saben ya la yerta vanidad de todas ellas.
* * *
Mas el mísero fray Roquiño, cerrado a piedra y lodo a toda
sensación del universo, a nada podía renunciar porque no conocía cosa
alguna, y la Muerte rondaba en torno suyo sin encontrar en él punto
vulnerable.
La Vida misma hartóse de contar entre su gente aquel despreciable guiñapo de humanidad, y cierta vez que topó con su hermana la Muerte, escondida tras el sillón del coro en que dormía un prebendado del capítulo, hubo de amonestarla por dejar aquel ser a su cargo por tan larguísimo tiempo. No habría lengua humana capaz de traducir el coloquio de las dos espantables mellizas; coloquio tierno y afectuoso, pues jamás existieron hermanas tan bien avenidas como la Vida y la Muerte. Confesó la segunda su impotencia ante quien no estuviera adobado para la paz eterna, y entonces la primera, cruel como la Muerte, ¿qué digo? mil veces más cruel que ella, ya que la Segadora devuelve los hijos al reposo del seno del Padre, mientras que la Nutriz sólo aspira a alejarlos de él, acercóse cauta al hediondo rincón donde dormitaba Roquiño en su permanente inconsciencia; tocó con sus vivificadoras manos, ojos, boca y oídos del durmiente; apoyólas sobre su corazón, suscitando la tempestad de las pasiones; sobre su frente, evocando el pensamiento, y...
—¡Despierta! —le dijo.— ¡En un punto serás maduro para presa de muerte!
* * *
Amanecía. Fray Roquiño abrió por primera vez sus ojos a la rosada
luz de la aurora... (Nuestra pobre vida es un decaer perenne que
comienza en la cuna; cuando nos damos cuenta de ellas, ya nuestras
sensaciones han perdido aquella prístina limpieza virginal del sentir
primero, y, en adelante, según vamos viviendo, no sentimos las cosas,
sino que heladamente recordamos haberlas sentido en otro tiempo. Por eso
no sabré yo explicar, ni comprender vosotros, las deliciosas
sensaciones que en aquel instante dilataron el pecho de Roquiño: sólo el
padre Adán podría darnos razón de ellas.) ¡Santo Dios! ¡El esplendor de
las nubes de brasa sobre el pálido espejo de los cielos! ¡La suavidad
de la línea de cumbres de los montes, la frescura de bosques y praderas!
De pronto alzaron las campanas su solemne coro sobre la basílica, llamando a los fieles para la misa primera. ¡Qué oleada de celestes vibraciones que se metían carne adentro, haciendo palpitar las entrañas con su són, como follaje de árbol con el viento! Alzó Roquiño la vista en busca de la causa de aquel deleite, y sus ojos se encantaron en la contemplación de bóvedas y arcos, esculturas y ventanales.
Un tenue rumor arrancólo a su éxtasis; una menuda figurilla de mujer, con pesado rebociño oscuro sobre la frente, avanzaba hacia el templo. Al pasar por su lado, puso los ojos en el infeliz fray Roquiño, cuyo corazón comenzó a latir inquieto, como fiera enjaulada. ¡Qué tendría aquel ser, que con su sola vista le llenaba de sabrosa angustia el alma! Exhalaba en un suspiro el monstruo la opresión de su pecho, cuando descubrió un personaje masculino que llegaba raudo detrás de la doncella. Alcanzóla en el pórtico, antes de que penetrara en el templo, y allí, al pie de Daniel y de Elías, a dos pasos del atormentado Roquiño, fue un breve diálogo ardiente, rematado por un inacabable beso que el mancebo depositó en la mano que le tendía al partir la doncella. Roquiño se ahogaba; deseos monstruosos, contradictorios, frenéticos, surcaban como relámpagos su espíritu.
Nada observó ya de cuanto le rodeaba: ni las turbas peregrinas que entonaban en bárbara canturia: —¡Santiago, hijo del trueno, acoge benigno el trueno de nuestros labios! —ni el firmamento de cirios que relucían en torno a la efigie del Apóstol, ni los densos vapores fragantes del incienso... ¡Oh! ¡Los ojos de la doncella!... ¡El miserable que había osado besar sus manos! Amor y odio confundíanse en un mismo hervor en el volcán de su pecho...
Tocaba a tercia la campana cuando la doncella se le presentó otra vez delante. Venía risueña, y fray Roquiño, al ver el resplandor que la sonrisa efundía por el semblante de la niña, sentía cómo todas sus turbulentas pasiones trocábanse en dulcísimo arrobo. En tanto ella se le acercaba, y, abriendo un canastillo que traía en el brazo, rompía a hablar cariciosa como madre con niño:
—¡Mira, Roquiño!... ¡Aquí te traigo cosas bien ricas!... Note faltará hambre, pobrecillo. Segura estoy de que en toda la mañana no habrá habido alma cristiana que se haya acordado de tu buche sin fondo.
Y sin asco ante el pestífero olor del pudridero en que Roquiño se encontraba, sacó de su cestillo pan y viandas, partiólas con sus manos, inclinóse sobre el monstruo y llevó una porción de manjar a su repugnante belfo colgante. Roquiño creía morir de delicias. De los vestidos de la doncella desprendíanse embriagadores efluvios que lo aturdían como trago de mosto. Ansiaba coger aquellas pulidas manos y llevarlas como pan a su boca, como había visto hacer al aborrecido galán. Pero sus muertos brazos no obedecían a su voluntad, y sólo lograba suspirar.
La niña le miraba maravillada.
—¡Qué lindos ojos tienes en tu asquerosa cara, Roquiño!... ¡Qué lindos ojos!... Hasta hoy no te los había visto. ¡Cualquiera los encuentra entre tanta basura y pelambrera!... ¡Si alguno te lavara!... Aparte el alma cristiana, no hay bestia más abandonada que tú. ¿Qué tienes que lloras, fray Roquiño de mi alma?
Intentaba depositar porciones de alimento entre los labios del monstruo, quien, ahogado por su anhelo, no acertaba a deglutir lo que llenaba su boca. ¡Si lograra poner en sus manos un beso largo, largo!
Y de pronto fray Roquiño halló palabras en su garganta. Imploró:
—Niña... ¡Tus manos!... ¡Que yo las bese!...
La doncella se levantó toda espantada.
—¡Cómo!... ¿Sabes hablar?... ¿Qué dices?... ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Que en fray Roquiño se ha metido el demonio!
Y huyó veloz, dejando su cestillo abandonado.
Fray Roquiño se quedó yerto de asombro. ¿Tanto se asustaba de que él pretendiera lo que había otorgado gustosa al mozo madrugador? ¿Qué había en él para que así se horrorizara? Y entonces se miró... Se miró, y con creciente dolor fué descubriendo sus miserias hediondas.
—¡Oh! ¡No! ¡No era él como el otro! ¡Jamás podría verlo sin asco la doncella hermosa! ¡Mejor morir que vivir vida semejante!
Loco de angustia, prorrumpió en desesperados sollozos.
Violo llorar la Vida, y deteniendo a la Muerte, que se deslizaba fuera, después de haberse apoderado por sorpresa del soñoliento dignatario, díjole mostrando a fray Roquiño:
—¡Tómalo!... ¡Es tuyo!