“Entonces le hablaron algunos de los escribas y fariseos, diciendo: Maestro, deseamos que nos hagas ver algún milagro.”
—San Mateo, XII, 38.
Jesús había predicado sobre la montaña y desde una barca, en la
orilla del lago de su patria. Y el lago y la montaña se habían
estremecido al són de sus palabras, más duraderas que los cielos y la
tierra.
Como la selva al primer soplo de primavera preñado de promesas, así había palpitado el alma anhelante de los pueblos, malparados y decaídos, rebaño sin pastor que seguía a Jesús por los polvorientos caminos de las caravanas, en el abrasado yermo de la patria. Era una gente miserable y hambrienta, mordida de lepra, señoreada por demonios, que incubaba la gran esperanza de un destino inmortal en su ignorado espíritu.
Y la voz de Jesús, sus ejemplos, sus amenazas, eran sobre ella como resplandores de aurora en el desierto. Las tormentas que se levantaron antaño al clamor de los viejos profetas bramaban otra vez en los corazones. Por los caminos extendíase el grito. —¡He aquí que un gran profeta ha vuelto a nosotros! ¡He aquí que Elías está de nuevo con su pueblo!— Y las gentes salían a buscarlo, mostrando al sol sus podres, hambrientas de la palabra de vida. Jesús temblaba, angustiado de no poder realizar toda la obra.
—¡Ay de mí! ¡Que las mieses son muchas y pocos los obreros!
En la melancolía de un atardecer, cuando Jesús marchaba hacia Jerusalén, mustia la frente, sintiendo que su vida, como el día, se acercaba al ocaso, un joven salió a su encuentro en despoblado:
—Maestro bueno —le dijo,— ¿qué obras debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Jesús se quedó contemplándolo. Bajo su vestido humilde adivinaba un varón de la clase señoril y gobernante. No era ya el primero que se le había acercado.
—¿Por qué me llamas bueno? —respondió Jesús.— Uno solo hay bueno, que es Dios. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.
—¿Cuáles? —preguntó ávidamente e! joven.
Y Jesús le dijo:
—No matarás; no cometerás adulterio; no hurtarás; no dirás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre; ama a tu prójimo como a ti mismo.
Entonces aquel joven habló desencantado:
—Todas estas cosas las he cumplido desde mi juventud, y no encuentro la vida. ¿Qué más me falta?
Jesús lo miró ansioso, con ojos que registraban las entrañas, y en voz baja, apasionada, le dijo:
—Sí quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme. Tendrás un tesoro en el cielo.
Pero habiéndolo oído, el joven se fué triste; “porque tenía muchas posesiones”, añade el evangelista.
* * *
El hombre aquel —no sabemos su nombre— había suspirado desde la
niñez por un destino de gloria para su pueblo. Había forjado su espíritu
en el estudio de los libros santos, y se enorgullecía de su sangre, la
primera del mundo; la que pactó, una vez, con el Señor; aquella para la
cual se abrieron caminos entre las ondas del mar y manaron agua las
rocas del desierto. Mas después habían venido días de abyección y
vergüenza; el pueblo único había soportado cautiverios; con el
extranjero dominio había decaído su espíritu, en vano reanimado, un
momento, por las frases de fuego de los profetas. Y ahora, en la máxima
vileza, muerto para su fe, olvidado de su historia, fraternizaba en la
ciudad sagrada con los enemigos del Señor; al lado del templo
administraba justicia el legado del César; las águilas romanas se
alzaban al cielo, soberbias e insultantes.
El joven soñaba con volver a los tiempos de la leyenda santa; rechazar al extranjero; despertar al pueblo de Dios para imponer su ley al mundo. Uno había de venir, elegido del Señor, armado de todo poder, que restauraría el reino y daría vida a la vieja fe; de su promesa estaban llenos los libros. Y el joven suspiraba: —¡Señor, que no se agoste mi juventud antes de que yo vea al Enviado!— Anhelaba servir en la restauración del reino, sacrificarse por su pueblo. Pasaba su vida entre vanas delicias, pero ansiaba siempre aquel goce supremo, celestialmente amargo, del sacrificio.
Una vez creyó que era llegado el que había de venir. Había un huraño profeta, áspero de palabra, que bautizaba a los pueblos en el Jordán. Pero sólo se hacía pasar por precursor.
—Yo os bautizo con agua —decía;— otro vendrá que os bautice con fuego.
Más tarde, de los confines del país, allá por el Norte, vinieron oscuras noticias de otro profeta. Contaban que una noche había caminado sobre las aguas; que varias veces, en lugar desierto, había calmado con un pan milagroso el hambre de todo el pueblo que le seguía; que en las cimas de la montaña, cambiado en cuerpo de luz, conversaba con Moisés y Elías, los maestros de la raza. Y el joven quiso ir a su encuentro para saber si era él, el Enviado. ¡Oh, si lo fuera! Cómo se abrasaría su alma en un acto de adoración, cómo se postraría a sus pies, clamando: —¡Señor, Señor, he aquí a tu esclavo! ¡Haz que yo sea el último de tus obreros para restaurar el Reino!
Secretamente, con las vestiduras de un siervo, salióse a pie por los caminos, atraído de la fama del profeta. Llegó a un lugar por donde Jesús había pasado. Quedaba ahí un murmullo de bendiciones, como el eco de los tambores y clarines cuando el vencedor ha pasado. Veían los ciegos, andaban los cojos, estaban limpios los leprosos y libres los endemoniados; todos tenían una singular sonrisa, una mirada, como si cada cual viviera según una divina melodía que entonara un arpa en lo escondido de su pecho.
De allí a otro día fué cuando encontró a Jesús. Y habiendo hablado con él, se alejó con tristeza. Era rico y acaso le doliera desprenderse de sus posesiones, como malicia el evangelista; pero más le dolía no haber hallado en Jesús las señales celestes que esperara. La voz del Enviado habría de ser de trueno; de huracán, el gesto; de llama, la mirada, con todo el ardor necesario para fundir el alma purísima de la raza librándola de su ganga de corrupciones y miserias. Pero Jesús le había hablado de moral y no de heroísmo; de pequeñas virtudes, no de hazañas enormes, y el joven se volvió a Jerusalén con la pena de no haber topado aún con el redentor del pueblo.
En la ciudad, desengañado, volvióse a su liviana vida de delicias. Los sacerdotes y los príncipes le llamaban su amigo. Vivía en una gran casa, con deleitosos jardines y patios frescos y sombríos, donde cantaban surtidores. A las veces, en lo secreto de las estancias, unas esclavas de Occidente trenzaban sobre tapices, con los morenos pies descalzos, la guirnalda letal de sus danzas. Mas ningún placer colmaba la íntima angustia del joven señor.
* * *
Era llegada la Pascua, cuando la fama de un hecho escandaloso e
inaudito vino a sonar en sus oídos. Sus amigos, los sacerdotes, estaban
espantados. Un galileo, acaso aquel Jesús, había entrado en el patio del
templo, lleno de vendedores de ofrendas para la gran fiesta, y
excitando al populacho contra ellos, en un gran tumulto había expulsado a
los que compraban y vendían, volcando las mesas de los cambiantes de
moneda y las jaulas de los mercaderes de aves. Y había dicho:
—Escrito está: mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.
Al otro día le contaron más de sus sediciosas arengas. Un fosco espíritu de destructora elocuencia parecía haber anidado en sus labios, otro tiempo tan dulces. Ahora se complacía en ásperos augurios; el Hijo de Dios vendría a juzgar a su pueblo, revestido de majestad, en su trono de gloria sobre las nubes del cielo. ¡Ay de los que hubiesen caído en su desgracia! Otras veces eran sangrientas befas de los sacerdotes, hipócritas avaros que devoraban las casas de las viudas a pretexto de largas oraciones por los muertos, guías ciegos que se detenían ante un mosquito y tragaban un camello.
La plebe oía con deleite sus palabras. Quizá no las comprendía del todo; pero había allí escarnio de los grandes, profecías de males que trastornarían el orden establecido, y los miserables divertían su sufrir con las burlas a los poderosos y los anuncios de males ajenos. Predicaba siempre en el patio del templo, sostenido por el pueblo. Vanamente pretendía expulsarlo de allí el sacerdocio, privado de toda fuerza. Y el daño de su propaganda era inmenso. No sólo corrompía al populacho urbano, ya de suyo muy descreído y dañado, sino a los sencillos creyentes del campo, venidos en peregrinación de todos lados del reino. En ninguna Pascua se habían recibido tan pocas ofrendas. Con otro año como aquél habría que cerrar el templo por falta de recursos para los diarios sacrificios. ¡Cómo podía consentir el Señor tales ofensas!
Y el joven quiso oír, con su propio oído, la palabra del temible galileo, dominador de muchedumbres. Al llegar al templo, lo vió que hablaba en el esplendor del sol, llenando el gran patío con los arrebatos de su ademán y de su acento. Tronaba:
—Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a aquellos que te fueron enviados, ¿cuántas veces quise juntar tus hijos, como una gallina junta sus pollos debajo de las alas, y tú no quisiste?
Su voz sonaba como clarín de guerra; la luz de su rostro cegaba como la del sol, y el joven ya no dudó. Era Él: era el Enviado, el restaurador del reino. El pueblo volvería a ser el predilecto de Dios; de nuevo se le abrirían caminos en los mares; caería para él maná en los desiertos; los muros de las ciudades enemigas se arruinarían al són de sus trompetas; el sol se detendría para ser luminaria de sus victorias, y en la montaña, entre rayos que surcaran el cielo de Oriente a Occidente, celebraría el Señor nuevo pacto con sus hijos redivivos.
Mientras el joven galopaba en sus sueños por aquel porvenir de gloria, lanzaba Jesús contra el templo la máquina destructora de sus invectivas.
—¿Veis todas estas cosas? —clamaba el Redentor.— En verdad os digo; no quedará aquí piedra sobre piedra; todo será destruido.
El joven se marchó creyendo en Él. Mas no osó acercársele en pleno día. En la ciudad no era como en la soledad de los campos. Ya lo buscaría en las horas nocturnas, como a una cortesana. ¿Cómo iba a mezclarse con las apestosas bandas del populacho? Como otros muchos, que también creyeron en Jesús y no lo confesaron, amaba más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.
Mas la noche en que decidió ir a Él supo que lo andaban buscando para prenderlo. En su pecho sonreía una gran esperanza: —No pondrán mano en Él. Lo encontrarán, cambiado en cuerpo de luz, entre Moisés y Elías, y caerán por tierra cegados.
A la otra mañana le dijeron que había sido preso. En casa del príncipe de los sacerdotes había sido interrogado por ministros del Señor y ancianos conocedores de la ley. Ahora, como reo de traición, estaba juzgándolo el magistrado romano. El joven se angustió. ¿Cómo? ¿No se había realizado el milagro? ¿No se había abierto el techo entre sones de clarines de ángeles y no había ascendido al cielo el Salvador en su trono de gloria? El joven dejó la pereza de su casa y fuese al pretorio. Pero la ciudad ardía en fiestas, las calles hervían de gentes y tuvo veinte encuentros de conocidos y de deudos que retrasaron sus pasos. Cuando allá llegó, la casa del magistrado estaba solitaria y tranquila. La guardia paseaba ante la puerta. El juez descansaba después de haber juzgado según ley.
El joven entró en el palacio, preguntó a un esclavo adormilado en una fresca estancia:
—¿El profeta nazareno?...
—No sé... ¡Como no sea uno que llevaron ahora a crucificar al Gólgota!
—¡A crucificarlo!
Salió de allí corriendo. ¡Oh! Lo comprendía ahora. Allí, allí sería el milagro; sobre la montaña de ignominia, a la vista de Jerusalén entero, resplandecería el Enviado de Dios en medio de su corte de ángeles, en la maravilla de su gloria. Y entre músicas inmortales iría escogiendo sus ovejas, los hombres dignos de formar el nuevo reino. Y los otros gemirían para siempre en las tinieblas sin término.
Corrió en loca carrera. Desde los aledaños de la ciudad descubríase el cerro de muerte. Miró ansiosamente. Pero el esplendor despiadado del sol y su mucha fatiga no le dejaban ver; sólo descubría ante sí como una niebla roja. Sin pararse ni a respirar, siguió corriendo. Y cuando llegó a la cumbre de la colina, estallándole el pecho, reconoció a Jesús en uno de los tres crucificados que se alzaban sobre el azul cegador de los cielos. Tuvo que apoyarse en una roca para tomar aliento. Todo estaba tranquilo en el lugar de muerte. A un lado, unos guardias, echados en el suelo, jugaban a los dados con grandes risotadas; otros se paseaban marciales abrazando su lanza; cerca de las cruces sollozaba un grupo de mujeres, y dos o tres borrachos divertían su embriaguez injuriando a los moribundos. A lo lejos, la santa ciudad dormía indiferente bajo el cielo de llama. Los borrachos decían:
—¿Eh? Tú que destruyes el templo de Dios y lo reedificas en tres días, sálvate a ti mismo.
Y otro:
—Si eres hijo de Dios, baja de la cruz.
—Eso es —barbotaba un tercero entre estúpidas carcajadas;— si eres el Rey de Israel, baja de la cruz y sálvate.
Y con pesadez de beodos, repetían una y otra vez las mismas injurias. Mas Jesús, caída la cabeza sobre el hombro, como flor que se marchita, cerrados los párpados, no los veía.
El joven palpitó de anhelo. ¿Sería engañosa su esperanza en el milagro? ¿Moriría el Redentor? ¿Su ansia de salvación seria vana?
Se puso al pie de la cruz, clamó ardientemente:
—¡Señor! ¡Señor!... Haz el milagro... desciende de la cruz... manifiéstatenos en tu gloria, Rey de Israel... sálvate y salva a tu pueblo.
Jesús abrió los ojos y lo miró. ¡Pobres ojos de muerte, que ya no llevaban tras sí las muchedumbres enloquecidas en su sueño de vida, que ya no registraban los corazones expulsando demonios, ni secaban árboles con su fuego! El amargor de la agonía pintábase en ellos. Lejana y glacial era su mirada. El joven se quedó petrificado al verla. No habría milagro... el Enviado no había venido... no se restauraría el Reino...
Mientras él rumiaba su desencanto, el Crucificado lanzó un gran suspiro. Clamó:
—Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?
Y expiró.
El joven fue bajando despacio del monte del suplicio. La hiel del desengaño apretábale la garganta.
Una vez se volvió para mirar hacia la cima. En el calvo lomo del cerro, sobre los oros de Poniente, se dibujaban, como aves fatídicas, las negras fantasmas de las tres cruces con sus tres cuerpos. Con la noche entró en la ciudad.
* * *
Y aquel hombre vivió y murió oscura y vanamente sin sospechar
siquiera que una vez, allá en su juventud, había sido testigo del mayor
de los milagros.