(Cuento para niños)
Negra noche tempestuosa en una selva del Norte. Fantasmas foscos
de abetos crujen y se retuercen al azote del viento. Un uniforme sudario
de nieves envuelve la tierra, borrando las veredas.
Las dos míseras sombras que caminan fatigadas bajo la fronda mugiente de los árboles son la madre y el niño. Van en silencio, cogidos de la mano, temblando de miedo entre la oscuridad y el estruendo. Llora el niño con callado llanto, que se hiela al rodar por sus mejillas, mordidas por el cierzo. Habla después con voz trémula; dice:
EL HIJO.—No puedo más..., no puedo más, madrecita... ¡Los pies no me sostienen!
LA MADRE.—¡Anda otro poco, valiente!... Verás qué pronto vemos entre los árboles la luz de nuestra ventana... ¡Si estamos ya llegando!
Tornan a caminar silenciosamente, sumido cada cual en su miedo. La tempestad, al castigar con furia las ramas de los abetos, finge bramidos de oleaje, fragores de rompiente, lamentos de náufrago.
EL HIJO.—Vamos fuera de camino, madrecita... Tanto andar, tanto andar, y no llegamos nunca al puente.
La madre sabe de sobra que andan extraviados, y se le erizan los cabellos de pensar que pueden agotárseles las fuerzas en medio del bosque, sin encontrar refugio: suspender la marcha en aquella noche glacial, es entregarse con los brazos cruzados a la muerte. Mas por dar ánimos a aquel trozo de sus entrañas, cuya angustia le duele infinitamente más que la propia, disimula piadosa, y le dice:
—¿El puente?... ¡Si ya queda atrás, hijo mío!... Lo hemos pasado sin que tú lo notaras. Estaba helado el arroyo, y cubierto el puente por la nieve de la última nevada.
EL HIJO.—No, no... No es nuestro camino éste... Estamos perdidos en medio del monte. La senda de nuestra casita va por los claros del bosque, de pradera en pradera, y aquí son cada vez más espesos los árboles.
LA MADRE.—Las tinieblas de la noche hacen que te parezca así, hijo mío.
EL HIJO.—No me engañas...; no me engañas... Bien veo que vamos descaminados.
LA MADRE.—Cállate..., cállate... ¡Pero si me parece que veo allí, por la derecha, la luz de nuestra casa!
EL HIJO (aterrado). — ¡Son los ojos del lobo!
LA MADRE (pretende bromear para dar bríos al niño, pero la risa se le hiela en la garganta).— ¡El lobo!... ¡Chiquillo! ¿Tú sabes lo que dices? ¡Si no hay lobos más que en los cuentos!... Será tu padre que viene con el farol a buscarnos... ¡Ven más de prisa! ¡Corramos!... Grita conmigo: “¡Padre, padre, aquí estamos!”
Su voz es ahogada por los recios clamores de la borrasca.
EL HIJO.—No veo ninguna luz... No puedo andar más... Es como si no tuviera pies; la nieve que se me metió en los zapatos me los ha dejado helados.
LA MADRE.—¡Ven!... ¡Si ya es muy cerca!... Unos pasos nada más... En seguida llegamos... Ya verás, ya verás... Tu padrecito nos abrirá la puerta..., y tendrá encendida una gran fogata en el hogar para que nos calentemos... ¡La lumbre amiga!... Y mientras entras en calor, guisaré yo la cena...; ya verás: una sopa de leche con canela..., bien caliente..., ¡más rica!..., y luego a dormir..., a dormir, bien abrigadito, en tu camita blanda... Y si por la noche oyes aullar al viento por la chimenea abajo, le dirás riéndote: “¡Eh, señor viento, mala alma, váyase de ahí, que ahora ya no le tengo a usted miedo!”
Pausa. Siguen caminando animados por la dulce visión suscitada por las palabras de la madre. Dicen después:
EL HIJO.—Nunca llegamos...
LA MADRE.—No seas tontín, mi alma... Dentro de nada encontraremos a padre... Me dijo que saldría a esperarnos con Leal... Verás cómo te va a saltar a los hombros y a lamerte la cara tu perrito... Me parece que oigo ya sus alegres ladridos al encontrarnos.
EL HIJO.—Es el lobo que aúlla...
LA MADRE.—Pero, niño, ¿no te acabo de decir que no hay lobos?
Vuelven a caminar silenciosos, arrastrando penosamente sus arrecidos pies sobre la nieve. La madre escudriña, anhelante, las tinieblas con ojos dilatados por el terror, buscando una señal que le indique el salvador sendero. Perdido afán: la nevada cubrió, con monotono manto de blancura, caminos, matorrales y peñas, y, sobre el suelo helado, los abetos alzan sus fraternas sombras gigantescas —apenas visibles en la noche negra— y se retuercen con idéntico trágico gesto, heridos del tempestuoso viento. Torna a llorar el niño:
—No puedo más, mi madre... ahora sí que no puedo...
LA MADRE.—Ven... sigue... no llores... No debemos pararnos... Nos haría daño el frío traidor.
EL HIJO.—No puedo... no puedo... ahora sí que no puedo...
LA MADRE.—Yo te llevaré en mis brazos... como cuando eras chiquitín... Ven que te coja...
EL HIJO (abrazando a la madre, besándola).— Sí... sí... llévame en brazos... ¡Mi madrecita buena!... ¡Mi madrecita rica!
Se pone en marcha la mujer con la carga del rapaz en los brazos. Al principio va con grandes bríos. Pronto flaquea. Se detiene, casi ahogándose.
LA MADRE.—No puedo contigo, hijo mío... ¡Ay! Ya no es como cuando eras chiquito... No puedo respirar... No tengo más remedio que descansar un poco... Así... de pie... sin sentarnos.
EL HIJO.—No, no, madre... Así no. Sentémonos en las raíces de este abeto... Mira... forman un asiento... Un momentito... sólo un momentito... Cuando haya descansado un poco, podré caminar de nuevo...
LA MADRE.—Bueno... Un momento...
Se sientan bajo el abeto, abrazados, y quedan silenciosos, sumergidos en un hondo estupor de miedo y de fatiga. Pausa larga.
LA MADRE (vence, aterrorizada, al pasmo que se apodera de ella, y sacude al niño, que se va quedando dormido).—¡No te duermas!... ¡Por Dios, no te duermas! Va en ello la vida...
EL HIJO.—No..., no me duermo, mi madre... Cierro los ojos para no ver la noche, que me da miedo... ¡Y si supieras qué cosas tan bonitas veo con los ojos cerrados!... Ahora estaba en nuestra casita... delante del fogón, sentado, con Leal dormido a mis pies. Miraba la lumbre. ¡Eran tan lindas, tan lindas las llamas!
LA MADRE (gritando).—Abre los ojos... Ábrelos... No mires esas cosas... Es la muerte de frío, la gran traidora, que quiere adormecerte con esas dulces visiones para matarte más pronto... Levántate... Vámonos...
Se pone en pie la mujer con poderoso impulso de amor maternal. Quiere imitarla el niño; pero no le sostienen sus ateridas pie mecidas, y cae sobre la nieve.
EL HIJO.—No puedo... No me sostengo... Los pies se me han helado.
LA MADRE (siéntase en el suelo y recoge en su regado al niño).—Ven... dámelos acá... te los calentaré sobre mi corazón... en mi seno... (Pausa.) ¿Tienes así menos frío, mi vida?
EL HIJO (semiadorinecidó).—Sí... estoy muy bien... madrecita rica... muy bien.
Y entonces la madre, loca de espanto, sintió que en la dulce voz de su hijo vibraban ya los helados acentos de la muerte. Quiso despertarlo. En vano. Apenas un apagado —¡Déjame!— se asomó a sus labios. ¡Señor! ¡Señor! ¡Morírsele así!... ¡de frío!... ¡entre sus brazos!... ¿Quién habrá pasado por un mayor dolor? ¡Y en aquella noche divina en que la gloriosa Madre de todas las madres conoció la infinita alegría de adorar a su Dios en el Hijo de sus entrañas! ¡Dios te salve, Reina y Madre!...
No podía ser. En la Nochebuena una madre no había de atravesar por martirio tan grande. Y por ello, un lucero se desprendió del más remoto confín de los cielos y vino a caer mansamente sobre el abeto a cuya planta se morían un niño de frío y de angustia una madre. Al contacto de la estrella, todo el árbol se convirtió en árbol de fuego: hojas, ramas, tronco, fueron tan luminosos, derramaron de sí tanto calor, como hechos de metal en fusión. Derritióse en derredor la nieve; las ateridas bestias del bosque, ciervos y lobos, olvidada ferocidad y temor, formaron un gran círculo en torno al árbol ardiente, bajo cuyas deslumbradoras frondas de cristal soñaba en paz la madre con su niño en los brazos.
Dormidos y sonriendo entre sueños, encontrólos a la otra mañana el padre, que registraba desesperado los últimos rincones de la nevada selva. Madre e hijo descansaban sobre la mullida y verde hierba, cuajada de margaritas de oro, que rodeaba el abeto. Más allá, por toda la comarca, el hosco invierno tendía la yerta blancura de sus nieves.