El Templo Sin Dios

Ramón María Tenreiro


Cuento, teatro


(Tragedia)


Acto único

Bosque. Los gruesos troncos y el oscuro ramaje de los árboles centenarios piérdense en lo alto entre las sombras de la noche. Robustas raíces serpentean enmarañadas por el suelo. Al fondo, a la derecha, la playa del mar. A la izquierda, a media altura del ingente cantil de la costa, una gruta convertida en templo. Recias puertas de bronce cierran su entrada; una caterva de disformes monstruos, tallados en la roca, la guardan y defienden. Desigual escalera abierta en los peñascos sube hasta el templo.

Soledad y silencio. Sólo se escucha el apagado rumor de las hojas de los árboles movidas de la brisa y el blando alentar de las dormidas ondas.

TRES MUJERES, envueltas en oscuros mantos, buscan trabajosamente su camino en las tinieblas. Una de ellas lleva un niño en los brazos. Hablan acobardadas, en voz baja.

ANCIANA.—Creo que hemos llegado. Esos negros peñascos que se levantan hasta el cielo me parece que son los del templo.

MADRE JOVEN.—Sí; aquí es... Sentémonos en las raíces de este árbol. Tengo los brazos muertos. El peso del niño me ha rendido... ¿Faltará mucho para el día?

DONCELLA.—No; ya amanece. La estrella de la mañana brilla ya sobre las ondas.

ANCIANA.—Así, como la ansiada luz del día, llegarán por el mar los que esperamos.

DONCELLA.—¡Ay! ¡Tardan tanto!

MADRE.—Aún no has aprendido a esperar. Cuando te pase como a mí... Cinco veces se marchó ya mi esposo desde que nos hemos casado, ¡Y qué remedio! ¡Aquí no hay de qué vivir!

ANCIANA.—Vosotras quizá podáis esperar con calma. Yo no. Yo soy vieja y soy madre. Cada día le veo morir en las más espantosas muertes; sus lamentos en toda clase de suplicios resuenan en mi oído; su voz clama sin cesar dentro de mi corazón: ¡Madre! ¡Madre!... Cada ola que rompe en la playa me parece que arrastra su cuerpo sin vida.

DONCELLA.—¡Por Dios! ¡Madre!...

ANCIANA.—¡Oh! Perdóname. Olvidaba que tú también le quieres; que eres su novia... Las madres somos egoístas. Queremos todo el amor y todo el dolor para nosotras.

DONCELLA.—También a mí me atormentan visiones... pero no lo veo en el martirio. Es mucho peor. Lo contemplo en medio de delicias. ¡Oh! Ese Oriente, ese Oriente maldito... Esas tierras de sol que consumen toda voluntad... Esas mujeres perversas que saben hechizar con danzas... y con filtros... ¡Tantas veces pienso que ya no volverá!

ANCIANA.—Sí, sí; volverá... Aquí dejó a su madre. Pausa.

DONCELLA.—¿Por qué se fué a navegar? ¿No hubiera sido mejor ser pobres —¡juntos!—, pasar hambre y miseria —¡juntos!— que esta agonía perenne de desconfianza y temor?

MADRE.—¿De qué ibais a vivir entonces? Tú bien dices...; pero aquí, la tierra es tan pobre... Y después esta sequía... y la peste que mata los ganados... En nuestra tierra no hay más que miserias... Con lo que ellos nos traigan podremos vivir mucho tiempo. Ya verás... No te faltarán joyas, túnicas, mantos...

DONCELLA.—Joyas... túnicas... mantos... ¿Para qué todo eso?... Que venga él solo, aunque sea pobre. Que venga pronto y queriéndome como cuando se embarcó. Otra cosa no le pido a nuestro dios. Para alcanzarlo le traigo dos blancas palomitas cada luna nueva. Quince pares llevo traídos ya. ¡Y él que pensaba estar de vuelta antes del año!

MADRE.—Esas navegaciones se sabe cuándo empiezan, pero no se puede calcular jamás cuándo habrán de terminar: hay tanto de imprevisto en ellas... Yo, la verdad, no sé por qué te apuras así. Bien sabes que en la misma nave que tu novio va también mi marido... ¡Ya ves si estoy tranquila!... Es que ya estoy hecha a esperar... En el penúltimo viaje tardó casi dos años. Marchó antes de que naciera nuestro hijo, y cuando regresó, el niño sabía ya pronunciar algunas palabras... ¡Ay! ¡Si nuestro dios escuchara mis angustiadas súplicas y me lo sanara!... Eso le pido siempre al presentar mi ofrenda.

ANCIANA.—Ofrenda de madre es también la mía. A la doncella. Pido lo que tú... Que vuelva, aunque sea pobre; que os caséis; que vivamos los tres, juntos, felices...

DONCELLA.—¡Madre, madre mía!

ANCIANA.—Aún no lo soy... Quiera nuestro dios que pronto lo sea. Pausa.

MADRE.—¡Cuánto tarda el día!... El ansia nos sacó demasiado pronto de nuestras moradas. ¡Y mi pobre niño se me enfría entre los brazos!...

DONCELLA.—Toma mi manto... cúbrelo con él...

Se arrodilla al pie de la MADRE y le ayuda a envolver el niño. Así... Así... Abrígalo bien... Apriétalo contra tu pecho... ¡Cómo duerme!... ¡Con qué paz respira!... ¿Qué mejor música que el aliento de un niño?

MADRE.—Tú la tendrás esa música... Y más feliz que yo... ¡Está tan enfermo mi hijo!

DONCELLA.—¿Qué tiene?

MADRE.—Nadie lo sabe... Nadie sabe curarlo... ¡Pobrecito de mi alma! ¡Si lo hubieras visto antes!... Risueño y hermoso como un amanecer de primavera... Siempre gorjeando, como si llevara un nido de alondras en su pecho.

DONCELLA.—¡Pobrecito!

MADRE.—Un día llegó a mi puerta un mendigo extraño... Yo no había visto jamás tal figura ni tal traje... —Mujer —me dijo — hermoso es tu niño.— Y lo miraba... y lo acariciaba... A mí, de pronto, me entró un miedo tan singular... y el niño rompió en llanto... Le di a aquel hombre, para que se fuera en seguida, todo cuanto había en mi casa... pan, ropa, dinero... Luego, el niño fue palideciendo... no se volvió a reír... cada vez más triste, más amarillo, más flaco...

DONCELLA.—Pero ¿le hizo daño el hombre?

MADRE.—No lo sé,.. No lo sabe nadie... Mi marido se burla de mí: los hombres no comprenden ciertas cosas... Pero el mal es tan profundo que nadie puede librarle de él... Acudí a todos los hechiceros, a todos los santuarios... Esta es ya la cuarta vez que vengo a este templo. El sacerdote me dice que el dios ha de escucharme.

DONCELLA.—¿Y el niño? ¿Mejora?

MADRE.—No sé... Tose; se queja; respira a veces como si una mano invisible le apretara la garganta.

Van llegando gentes que se colocan en grupos diversos al pie de los árboles. Algunos se acercan a las tres mujeres.

UN HOMBRE, que ha escuchado parte de su conversación.—¡El dios no tiene piedad de nosotros!

MADRE.—Es que no hacemos bastantes sacrificios, dice el sacerdote.

EL HOMBRE.—¿Qué otra cosa hemos de hacer si somos tan pobres?

ANCIANA.—Eso digo yo... El dios lo tiene todo... lo puede todo... ¿Qué añadirá a su dicha el que nosotros carezcamos de lo indispensable para nuestra vida?

DONCELLA.—¡No hables así, madre!...

EL HOMBRE.—¡Si parece que se goza en nuestra miseria!... ¡El dios no tiene piedad de nosotros!

UN ANCIANO.—Acércase a ellos. Así son los dioses... Ni buenos ni malos, que ni bien ni mal les alcanza. Inmortales, perfectos, poderosos, nada saben de nuestra muerte, de nuestros dolores, de nuestras miserias... Son como los señores de un pueblo de esclavos... Los esclavos trabajan hasta reventar de fatiga para proporcionar el más pequeño placer a su amo. Nosotros también sacrificamos en el misterioso festín de los dioses lo más precioso del fruto de nuestros sudores. Y ellos, con indiferencia divina, consumen en la alegría de un instante lo que hemos producido en largos años de dolorosa labor.

DONCELLA.—Pero si todo lo saben, ¿cómo no saben nuestras penas?

HOMBRE.—Las saben y no les importa...

ANCIANO.—O no las saben... Viven su existencia gloriosa en el inacabable espacio azul, en el mar infinito, en la purísima sierra... ¿Qué sabes tú de lo que sufren los gusanos que se arrastran bajo tus pies, en la tierra?

DONCELLA.—¡Si el dios nos viera!... ¡Si conociera nuestros dolores!... ¿Por qué no entráis en el templo y os mostráis a él? Acaso el sacerdote no sabe hacerlo comprender nuestras necesidades...

ANCIANO.—¡Qué locura!... El dios no quiere ser visto de ojos mortales... Nadie, fuera del sacerdote, penetró jamás en el templo... y aun de éste se guarda el dios con un tupido velo.

DONCELLA.—¿Un velo?

ANCIANO.—Sí. El dios mora en el sagrario, en lo más oculto del templo... Múltiples cortinajes cierran la entrada.

DONCELLA.—¿Y nadie los alzó nunca para verlo?

ANCIANO.—¡Oh! Si. Una vez... hace muchos años... Lo oí contar cuando niño... Decían que había habido una vez un sacerdote que más amaba que temía al dios. Ya esto era un pecado. Los dioses quieren que se les tema, y no que se les ame. Y fué tan desmedido aquel amor, que hizo nacer en el sacerdote el impío anhelo de contemplar la perfección del dios. Rogaba a cada momento: —Señor, señor, hazme este solo don... otórgame que una única vez, siquiera por brevísimo momento, pueda ver tu divina faz tremenda. Este es el solo afán de mi pecho. Si durante tantos años, mi vida entera, te he servido fielmente, alza tu velo para que tu esclavo te contemple... aunque perezca en el instante, señor... Otra recompensa no la quiero.— Así imploraba día tras día... Pero el dios no alzaba sus velos, y el sacerdote luchaba desesperadamente con la tentación de descorrer él mismo, con sus manos mortales, la cortina del augusto misterio. Aquélla era idea fija que no le daba paz ni un momento. Ni comía ni dormía. Una noche no pudo resistir más: loco de adoración, posó sus manos sacrílegas sobre el santísimo velo... Al otro día fué encontrado muerto en lo alto de la escalera, delante del templo.

DONCELLA.—¿Había visto al dios?

ANCIANO.—No lo supo nadie. El cadáver no presentaba daño alguno. Estaba como dormido. Sólo tenía los ojos abrasados.

DONCELLA.—¡Los ojos abrasados!... El dios no nos ama. Si nos amara se dejaría ver de nosotros...

HOMBRE.—No nos compadece... Se goza en nuestros dolores... en nuestro llanto...

DONCELLA.—No hables así... podría castigarnos.

HOMBRE.—¿Qué mayores males podemos sufrir de los que ya nos atormentan? Las mieses se mueren de sed sobre la tierra abrasada... los ganados, de hambre en los polvorientos prados... nosotros vamos pereciendo uno a uno de miseria y tristeza. ¿Qué nos falta ya por sufrir? ¿Que el dios fulmine sobre nosotros el fuego de su ira? ¡Mejor! Acabaríamos de una vez.

LAS MUJERES.—¡No blasfemes!

HOMBRE.—¡Si es la pura verdad!

ANCIANO.—Tratándose de poderosos no siempre debe decirse la verdad.

HOMBRE.—¿Por qué no nos manda lluvia si con tan gran necesidad se la pedimos desde hace tantos meses? He perdido la mayor parte de las reses de mi vacada... No recogeré un grano de trigo de mis labrantíos... En casa, mi mujer, enferma, consumida, no tiene en su pecho ni una gota de leche para darle a nuestro hijito... Llevo sacrificados en el ara del dios mis mejores novillos, el pan de mis trojes, el vino de mis bodegas... Ya no me queda más que darle... ni de qué vivir. ¡Y no llueve!... ¡Y no llueve!... ¡No lloverá ya nunca más!... La tierra se reseca, se abrasa, se vuelve polvo, bajo el despiadado cielo azul... No conocerá ya nunca más la caricia del agua de las nubes.

ANCIANO.—Algún día tendrá piedad el dios.

HOMBRE.— Será tarde... Todos habremos muerto. Pausa.

DONCELLA.—¿No veis hacia el Oriente unas nubecillas doradas por la luz del alba?

HOMBRE.—¿Qué? ¿Qué dices? Se separa del grupo y mira ansiosamente hacia el lado indicado. Sí, sí; son nubes... ¡Bendito sea nuestro dios! Hay nubes en el cielo...

EL PUEBLO.—¡Nubes!... ¡Nubes!... ¡Nubes en el cielo!... ¡Lloverá!... ¡Nubes!... ¡Nubes!... ¡Se salvará nuestro pan!... ¡No moriremos de hambre!... ¡Nubes!... ¡Lloverá!... ¡El dios ha oído nuestras súplicas!... ¡Nubes en el cielo!...

Gran animación gritos de alegría. Muchos van corriendo a la playa para contemplar mejor el cielo. Comienza a amanecer.

LA MADRE del niño enfermo no se mueve de su asiento bajo el árbol.

DONCELLA, volviendo de la orilla del mar.— Mira mira... unas nubes avanzan sobre el agua, como navíos con velas desplegadas... Míralo; levántate.

MADRE.—No puedo... El niño tiene mucho frío. No logro hacerlo entrar en calor.

DONCELLA.—Te ayudaré a abrigarlo. Se arrodilla al pie de la MADRE, inclinándose sobre el niño. Si... ¡está tan frío!...

Pausa. Suenan largamente los gritos de los que celebran la aparición de las nubes.

DONCELLA.—¡Ay!... ¡Si parece que no respira!

MADRE.—¿Qué dices? ¿Que no respira?... Sí; sí; respira; respira... Ahora da un gran suspiro... ¡Ay, señor! ¡Qué enfermo se está poniendo mi niño!... ¡Y el sacerdote sin abrir el templo!... ¡Y el sol no sale!...

Entra una MUJER con un NIÑO.

NIÑO.— No puedo más... Madre, no puedo más... Llévame en tus brazos... Estoy tan cansado...

MADRE SEGUNDA.—Cállate... ¡Si ya hemos llegado! Siéntate al pie de este árbol... ¿Ves? Aquí hay también otro niño... ¿Tienes enfermo a tu hijo?

MADRE PRIMERA.—Sí; muy enfermo.

MADRE SEGUNDA.—¿Vienes a pedirle al dios su salud? También yo venía a rogar por la de mi marido... Dos años estuvo enfermo... Todas las fiestas traje mi presente... Tres meses hace que se me murió. ¡Ojalá tengas tú otra suerte!

MADRE PRIMERA.—¿Y cómo vienes ahora entonces?...

MADRE SEGUNDA.—¿Adonde ir, si no?... Duro es el dios para con nosotros, pero peor es no saber dónde volver los ojos... ¿Qué sería del pueblo si no tuviera a quién pedir el remedio de sus males?

DONCELLA.—¿Qué desgracia sufres?

MADRE SEGUNDA.—Nuestra vaca... nuestra única vaca que se está muriendo... Con su leche vivimos mi hijo y yo... Es ya lo único que nos queda.

NIÑO.—Madre, dame pan.

MADRE SEGUNDA.—No tengo pan. Cállate, hijo mío. Lo sienta en sus rodillas.

NIÑO.— Madrecita... tengo hambre. Dame pan... dame de ese pan que traes en el cesto.

MADRE SEGUNDA.—Cállate, cállate, niño... Ne puedo darte de este pan... Se lo traemos al dios... Para que sane a nuestra vaca...

NIÑO, llorando.—Dame pan... dame pan...

MADRE SEGUNDA, a las mujeres.—¿Qué ofrenda recibirá el dios igual a la mía? El pan de un niño que llora de hambre... Tendrá que compadecerse de nosotros.

DONCELLA.—¡Oh, sí! Sólo un monstruo no se compadecería.

El sol naciente enciende con su roja luz los peñascos del templo, arranca metálicas refulgencias de las hojas de la puerta, presta vida a las gigantescas tallas de temerosos endriagos que la rodean. Una abigarrada muchedumbre, que habla y grita, llena la escena; todos vienen cargados de presentes: corderos, aves, pan, vino, frutos...

Abrese la puerta del templo. Aparece EL SACERDOTE. Cierra la puerta y luego desciende lentamente por la gran escalera. Silencio solemne. EL SACERDOTE comienza a recibir las ofrendas. Poco a poco renace la animación y vuelven los gritos.

ANCIANA.—Ya bajó el sacerdote... Vamos, hija mía.

DONCELLA.—Vamos... ¡Confío tanto en que el dios ha de atendernos!... A la Madre. ¿Tú no vienes?

MADRE.—¿Y el niño? No puedo meterlo entre el gentío. Vuelve tú aquí así que entregues tu ofrenda. Te quedarás con él mientras me acerco yo al sacerdote.

DONCELLA.—Eso haré.

LA DONCELLA Y LA ANCIANA desaparecen entre la muchedumbre. Gritos, tumulto. Todos quieren ser los primeros en entregar su ofrenda. El SACERDOTE apenas consigue mantener el orden.

Por el camino de la aldea llega un NAVEGANTE. Detiénese un momento contemplando la confusa masa de gentes. Luego avanza hasta los árboles del primer término, donde descubre a la MADRE con el niño enfermo en los brazos. Acércase con cautela, sin ser visto de la mujer. Le pone una mano sobre el hombro.

MADRE.—¿Qué es?... ¡Ah! Tú... tú... esposo mío... ¡Qué sorpresa!... ¡Qué dicha!... Pero ¿cómo estás aquí? ¿Cómo has venido?...

NAVEGANTE.—Llegamos ayer noche. En seguida corrí a la aldea... Una vecina me dijo que habías venido aquí con una ofrenda. ¿Qué buscas tú en el templo?

MADRE.—El niño... Descubre la carita del niño envuelto en el manto.

NAVEGANTE, se inclina y lo besa.—¡Hijo mío!... ¡Hijo mío!... En voz más baja. ¡Qué pálido está!... ¿Estuvo siempre mal mientras estuve fuera?

MADRE.—Siempre... Peor cada día. ¡Por más sacrificios que llevo hechos, el dios no quiere sanárnoslo!

NAVEGANTE.—¡Como si el dios pudiera hacerlo!

MADRE.— El dios lo puede todo... ¿Cuándo has de creerlo?

NAVEGANTE.—No, no lo creo... Llevo recorrido todos los mares... Cada pueblo adora a dioses distintos... pero el dolor y la miseria son en todas partes idénticos. Tantos dioses conozco, que en ninguno creo.

MADRE.—¿A quién pedir entonces el remedio de nuestras necesidades?

NAVEGANTE.—¿De qué sirve el pedirlo?... Ven. Vámonos a casa... El niño tiene mucho frío... Yo tampoco he dormido esta noche.

MADRE.—No, no. Espérate un momento. Déjame que entregue antes la ofrenda... El dios ha de curar a nuestro hijo.

NAVEGANTE.—¿Sabes tú de alguien a quien haya curado? ¿Sabes de algún bien que haya hecho?... ¡Qué ha de hacer, si no existe!

MADRE.—¡Cállate! ¡No blasfemes!... ¡En sus manos está la vida de tu hijo!

NAVEGANTE.—¡Qué simpleza! Vámonos.

MADRE.—No... déjame. ¡Ah! ¡Si tú creyeras! ¡Si fueras capaz de fe! ¡Si te acercaras conmigo y entregaras humilde nuestra ofrenda!... ¡Entonces sí que el dios nos lo sanaba!... Vamos... haz un esfuerzo... se trata de la vida de tu hijo. Ven, ven conmigo.

NAVEGANTE.—Déjate de niñerías... Vámonos a casa. El niño se enfría con el aire de la madrugada.

MADRE.—¡Por favor!... Ven conmigo... ven conmigo...

DONCELLA, acércase la MADRE, con rostro radiante.—¡Ya está entregada la ofrenda!... Dame tu hijo... Ya verás cómo se te pone bueno. ¡Tengo una alegría en el alma! Mi corazón me dice que el dios ha oído mi súplica... Descubre al NAVEGANTE. ¡Ah!... ¡ese hombre!

MADRE.—Mi marido... Desembarcó esta misma noche.

DONCELLA.—¡Esta misma noche!... Mi novio habrá desembarcado también... Por eso me brincaba tan alegre el corazón dentro del pecho. Se sentía cerca de quien le ama... Dime, dime, navegante: ¿llegó mi novio contigo?

Marido y mujer hablan un momento en voz baja. Después los dos se quedan silenciosos, con grave semblante.

DONCELLA.—Dime que sí, que llegó contigo... Dímelo para que corra a mi casa a adornarme con mi más hermosa túnica... para que trence en mis cabellos jazmines y violetas... para que vuele en su busca al puerto... Dímelo, dímelo...

NAVEGANTE.—Tu novio... A su mujer. Yo no puedo. Díselo tú. Sólo las mujeres sabéis decir esas cosas.

DONCELLA.—Pero ¿qué es?... ¿Por qué guardáis silencio?... ¿Por qué me miráis tristemente?... Acaso él... No, no. ¡Es imposible!... ¡Decidme que es imposible!

MADRE, la atrae hacia sí y la abraza. Ven aquí... querida niña...

DONCELLA,—¿Por qué me besas de ese modo?... Me haces daño. Es como si me compadecieras... Dime, dime... ¿Es que no ha vuelto?

NAVEGANTE.—No; no ha vuelto.

MADRE.—No volverá.

DONCELLA, se desprende de los brazos de la MADRE y se pone en pie.—¡No volverá!... ¡Dices que no volverá!... ¿Es que se ha muerto?

NAVEGANTE.—No se ha muerto.

DONCELLA.—¿Y no volverá?... ¡Qué angustia, señor, qué angustia!... ¡Oh! ¡Ese maldito Oriente! Vase corriendo, por medio de las gentes del pueblo, en busca de la ANCIANA. ¡Madre ... ¡Madre!... ¡Tu hijo no vuelve!... ¡No vuelve!... ¡Yo me muero! Piérdense sus voces en el confuso vocerío de la muchedumbre.

NAVEGANTE.—¡Pobre niña!... No merecía él su cariño... Vámonos a casa. Ya ves tú lo que les da el dios a sus fieles.

MADRE.—Déjame siquiera que entregue mi ofrenda... ¡El niño está tan enfermo!...

NAVEGANTE.—Vámonos... vámonos... Coge el niño en sus brazos. Lo descubre. ¡Maldición!...

MADRE, levantándose precipitadamente.—¿Qué es?... ¿Qué tiene?...

NAVEGANTE, examina ansiosamente al niño. —¡Maldición!... ¿Lo ves?... ¡Se ha muerto!

MADRE.—No, no... ¿Qué dices?... ¡Dámelo!... Lo que tiene es frío... Yo le daré calor con mis besos... ¡Hijo mío!... ¡Hijito mío!... ¡Y tu padre que no me dejó llevar la ofrenda!

Se apodera del niño, lo besa, lo abraza Con locura, estrechándolo contra su pecho entre los pliegues de| manto. Quédase acurrucada al pie del árbol, sin advertir nada de lo que pasa a su alrededor, ni otra señal de vida que los mudos sollozos que agitan su persona.

NAVEGANTE.—¡La ofrenda!... ¡El dios!... ¡Farsa, farsa maldita, farsa infame!... ¡Ella mató a mi hijo!... ¡Y esos imbéciles que siguen apretujándose en torno al sacerdote!... ¡Oídme!... ¡Oídme todos!... ¡todos!... ¡Volveos a vuestras casas!... ¡Llevaos los presentes que ibais a entregar a ese dios embustero!... ¡Lleváoslo todo!... ¡y comed!... ¡y bebed!... ¡No deis nada a quien nada necesita ni con nada ha de pagaros lo que le deis!... ¡Oídme, oídme todos!... ¡El dios no existe!... ¡El dios no existe!... ¡Entrad en el templo y veréis que está vacío!... ¡veréis que no hay dios!...

UN HOMBRE, que ha estado mirando al cielo ansiosamente.—¡Las nubes se disipan!... ¡Mirad!... ¡Mirad!... ¡El cielo vuelve a mostrarse azul y limpio hacia el Oriente!... ¡Los rayos del sol queman!... ¡El dios no atiende nuestros ruegos!

VOCES DIVERSAS DEL PUEBLO.—Es verdad... ya no hay nubes... un sol despiadado acaba de abrasar nuestras mieses...

NAVEGANTE.—Pero, ¿qué esperabais?... ¿No me habéis oído?... El dios no existe... Entrad, entrad en el templo y os convenceréis... ¡El templo está vacío!

VOCES DEL PUEBLO.—¡Sí! ¡Entremos en el templo!... ¡Lleguémonos al dios!... ¡Que oiga nuestras quejas!... ¡Que vea nuestros semblantes doloridos!... ¡Al templo! ¡AI templo!... ¡Que el dios conozca nuestra miseria!...

La muchedumbre se lanza hacia la escalera de las rocas.

SACERDOTE, de pie en uno de los primeros escalolones, alza los brazos y clama:—¡Atrás!... ¡Atrás!... ¡Quien se llegue a mí, quien me toque, quedará muerto!

Momento de vacilación en el pueblo.

NAVEGANTE.—¡Arriba!... ¿Y ése os detiene?... ¿ese bandido que os ha robado vuestras ofrendas? Bien sabe él que no hay dios en el templo. Por eso no quiere que entréis.

UNAS VOCES.—¡Miserable!... ¡Has robado nuestros presentes y has ocultado al dios nuestras miserias!...

EN PUEBLO.—¡Queremos ver al dios!... ¡Queremos ver al dios!... ¡Que el dios conozca, nuestras desventuras!...

SACERDOTE.—¡ Atrás!... ¡Temblad ante la cólera del cielo!...

EL PUEBLO.—¡Arriba!... ¡No os detengáis!... ¡Arriba!... ¡Arriba!... ¡Queremos ver al dios!...

EL SACERDOTE alza desesperadamente los brazos, lanzando gritos que se pierden en el universal clamor. La bramadora muchedumbre, amenazándolo con piedras y palos, se apelotona al pie de la escalera, contenida aún por el temor.

UNA VOZ.—¡Matadlo!... ¡Matadlo!... ¡Él es el culpable de nuestras desdichas!...

Vuela un guijarro que va a chocar con la frente del SACERDOTE, haciéndolo caer sobre las rocas, sin sentido y ensangrentado. Todos se precipitan ferozmente sobre él, dándole de palos y pisoteándolo. En brevísimo instante, toda la escalera, hasta la puerta del templo, queda invadida por la rugiente marea humana.

UN HOMBRE, en lo alto, al frente del pueblo.—¡Venid!... ¡Venid todos adentro!... ¡Mostrémosle al dios nuestras miserias!...

EL PUEBLO.—¡Adentro!... ¡Adentro!...

Empujan la puerta con los hombros.

VOCES.—¡Está cerrado!... ¡Está cerrado!...

EL QUE ESTÁ AL FRENTE DEL PUEBLO.—Llamemos... El propio dios nos abrirá su templo... Con la boca pegada a la puerta. ¡Señor!... ¡Señor!... ¡Aquí tienes a tu pueblo!... ¡a tu fiel pueblo que implora de ti el remedio de sus males!... ¡Señor!... ¡ábrenos tu puerta y escucha nuestra queja!...

Pausa larga. Silencio angustioso. Una loca esperanza agita todos los corazones.

VOCES AISLADAS.—No responde... no abre... no abre sus puertas...

EL PUEBLO.—¡Señor!... ¡Señor!... ¡Abrenos tus puertas!... ¡Tu pueblo sufre!... ¡Tu pueblo perece!... ¡Muéstrate a nosotros, señor! ¡Abrenos tus puertas!...

NAVEGANTE.—¡Qué ha de abrir!... ¡No hay nadie en el templo!...

VOCES.—¡Silencio!... ¡Fuera ese blasfemo!... ¡Matadlo!...

EL PUEBLO.—¡Señor!... ¡Abrele a tu pueblo!...

VOCES AISLADAS, que poco a poco se van convirtiendo en general clamor.—No responde... no abre... no quiere abrir... no quiere oírnos... no quiere ver las miserias de su pueblo...

UNA VOZ.—¡Romped la puerta!

EL PUEBLO.—¡Sí! ¡Forcemos la puerta!... ¡Entremos todos dentro!... ¡El dios, al vernos, se apiadará de nosotros!

EL QUE ESTÁ EN LO ALTO DE LA ESCALERA, AL FRENTE DEL PUEBLO.—¡Dadme un hacha!... ¡Romperé la puerta!

VOCES, de arriba abajo, a lo largo de la escalera. —¡Un hacha!... ¡Un hacha!... ¿Quién tiene un hacha?...

Confuso movimiento en las masas. Después, un hacha va pasando de mano en mano, hasta lo ALTO de la escalera.

EL HOMBRE de la puerta descarga fuertes golpes sobre las recias hojas de bronce. Retumban, lúgubres y huecamente como en un sepulcro, en el interior del templo.

VOCES.—No la abre... No es capaz de abrir... La puerta no cede... no cede... ¡Ah! Parece que se mueve... ¡Sí, sí! ¡Se mueve!... ¡Se mueve!... ¡Se abre!... ¡Se abre!... ¡Se abre!... ¡Adentro! ¡Adentro todos!

Abrese la puerta con fúnebre estrépito. La muchedumbre enloquecida se lanza hacia ella. Los que estaban en lo alto desaparecen en el negro recinto. Los otros se empujan y golpean por subir antes la escalera. Muchos caen y son pisoteados. Algunos se despeñan.

De repente todos se detienen espantados. En la gran boca del templo aparecen los que habían entrado primero, mostrando en su rostro y ademanes el terror más violento. Claman:

—El templo está vacío!... ¡No hay nadie en el templo!... ¡No hay nadie en el templo!...

Todos, despavoridos, se precipitan por la escalera de rocas. Es universal el grito:

—No tenemos dios!... ¡No tenemos dios!... ¡No hay nadie en el templo!...

Se empujan y atropellan en su frenética fuga. Huyen por todos lados, como arrebatados de repentina locura, gritando:

—¡No tenemos dios!... ¡No tenemos dios!... ¡No hay nadie en el templo!...

Vanse todos. Las voces llegan cada vez de más lejos. Después, total silencio. Al esplendoroso sol de la mañana, que refulge en el mar y los peñascos, muéstrase, negra y lúgubre, como sepultura violada, la entrada del templo. La guarda de temerosos monstruos de piedra tiene ahora un vano aire lamentable y grotesco. Al pie de la desierta escalera yace el cuerpo del SACERDOTE, ensangrentadas las albas vestiduras.

LA MADRE, ha seguido siempre inmóvil al pie del árbol, sin ver ni oír nada de cuanto ha ocurrido, abrazando el cadáver de su hijo, sacudida de mudos sollozos.—¡Niño mío!... ¡Niñito mío!.... ¿Cómo no respondes a los besos de tu madre?... ¡Señor! ¡Señor!... ¡sánamelo!

Va cayendo el telón lentamente.


Publicado el 17 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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