“La provincia delta Marca d’ Ancona fu anticamente, a modo che ’l cielo di stelle, adornata di santi ed esemlari frati; i quali, a modo che luminari di cielo, hanno alluminato e adornato 1’ Ordine di santo Francesco e il mondo con esempli e con dot trina.”
—Fioretti di San Francesco.
¡Oh tú, Marca de Ancona, dichosa tierra entre la montaña y el
mar, luce tu fama de santidad, como el cielo de estrellas! Cuando en
Asís se encendió en pecho humano aquella hoguera de caridad divina que
se llamó Francisco, a cuya palabra prendía el fuego de amor en los
corazones, como en maduras mieses por agosto, fuiste tú, Marca de
Ancona, la tierra que más se abrasó en aquel incendio, la que más
apóstoles trajo para la santidad nueva y la que dió más enamorados
amadores a la Virgen Pobreza. En tu ribera, se congregaron los peces de
tu mar y de tus ríos, al mandato de la voz del hermano Antonio, y a su
modo, reverentes, adoraron al Creador. Al pie de los pinos de tus
selvas, y entre las quiebras de tus peñascales, hubo franciscanas
colmenas, de donde manaba, gota a gota, la miel de la plegaria. ¡Cuántas
veces, alguno de aquellos santos ermitaños, arrebatado de un éxtasis,
fué suspendido corporalmente en los aires a más de cinco brazas del
suelo! ¡Cuántas, los pájaros del bosque venían a posarse domésticamente
sobre los hombros y el pecho de los enajenados penitentes, cantando
cánticos de mucha maravilla! ¡Cuántas, en fin, los ángeles del Señor,
pisaron tus breñales, por templar, con la dulzura de su presencia, la
mortificación huraña de los solitarios! ¡Oh, tú, Marca de Ancona,
dichosa tierra, luce tu fama de santidad, como el cielo de estrellas!
De la vida de uno de aquellos insignes varones de virtud y fortaleza arranqué yo esta tierna florecilla. Ojalá no pierda su fragancia al ser tratada entre mis manos indignas.
En el conventillo humilde de Forano, cuya esquila cantaba las litúrgicas horas, colgada entre peñascos y canchales, como una golondrina al borde de su nido, no había fraile más santo que el hermano Conrado. Bastaba verlo. Sus combas espaldas, su paso incierto, el temblor de sus manos rugosas, que mostraban crudamente la traza recia de venas y tendones, la hondura de las cuencas en que se perdían sus ojos entre ceniza de ojeras, las graves arrugas que abrían surcos de dolor en su cara y en su frente, las mejillas sumidas bajo los nudos crueles de los pómulos, contaban de privaciones y de penitencia. Pero la alteza secreta de su santidad era murmurada por la sonrisa niña, fresca como chorro de fuente, que sin cesar apuntaba en su boca, entre la nieve luenga de las barbas, y por la clara ingenuidad de sus pupilas, limpios lagos donde los serafines se miraban.
No siempre residía en el convento, que su anhelo de Dios más reclamaba la libre soledad de las cumbres, donde se anega el alma en la gloria del Señor, que no la estrecha penumbra de la ermita, ni los prescritos y monotonos rezos del coro. Tan sólo para oír la mañanera misa bajaba cada fiesta al monasterio, y se retiraba a sus solitarios riscos luego de acabado el sacrificio.
El día de mi relato, el santo fray Conrado iba trepando penosamente por el áspero sendero de la montaña, de vuelta de la misa del convento. En la misa había recibido al Señor. Mas en este día no sonaban en su pecho aquellos ardientes cánticos de alondra con que otras veces su alma comulgaba en Jesús. Ascendía con trabajo por el camino roqueño, inclinados los hombros, vacilantes las piernas, entrecortado el aliento, más por la pena que por la fatiga: allá dentro, en lo oscuro del alma, parecíale sentir el astuto aliento de una tentación y temblaba de sentirlo. Que no era la suya, santidad de ignorancia, sino de victoria, y harto crueles horas de lucha quedaban atrás, en su dilatada vida, en las que el Malo había tendido ante su vista el amplio tapiz de los turbadores encantos de la tierra, o se le había metido, a lo ladrón. en el espíritu, tornándole áridas las fuentes del amor de los cielos.
De pequeña ocasión brotaba aquella vez su desconsuelo. Al salir de la iglesia, en el atrio, había sorprendido una geórgica escena de humilde paz: una aldeana joven, sentada bajo la gran cruz franciscana de madera, levantaba en sus brazos un florecido niño, presentándoselo, risueña y feliz, a un campesino anciano que estaba en pie ante ella. Chillaba:
—¡Anda!... ¡frailecito mío!... ¡santico de tu madre!... ¡rey de la tierra!..., dale un beso al abuelo... Anda, con tu boquita rica... A ver cómo sabe mi nene darle un beso al abuelito...
El viejo se inclinaba amoroso, acercando su semblante mustio a las húmedas guindas de los labios del chicuelo, cuyas manos acariciadoras revolaban como mariposa por las blancas barbas y la cabellera cana del anciano, al tiempo que cantaba con voz de avecilla:
—¡Abelo!... ¡Abelito!...
Ahora, mientras el fraile iba subiendo por la montañosa senda, la clara voz del niño volvía a sonar en sus entrañas, amarga como un remordimiento. —¡Abelo!... ¡Abelito!...— Jamás criatura alguna habría de decirle a él eso... Jamás las arrugas de su frente, quemada por el sol de las sierras, sabrían del halago de un beso de nieto... Y aquel varón espejo de virtudes, que, año tras año, había vencido tercamente todas las tentaciones de la tierra, sentía una angustia nueva que le apretaba el pecho, y por su garganta arriba ascendía una bandada negra de sollozos. —¡Abelo!... ¡Abelito!...— El santo ermitaño lloraba.
Vencido de las lágrimas, cayó de rodillas bajo la fronda austera de un pino.
—¡Oh, corazón liviano!... ¡Después de una vida entera de agria lucha!... ¡Señor! ¡Señor! ¡Socórreme!... ¡Ni aun ahora, en la última vejez, en vísperas de comparecer ante la Justicia suprema, logro arrancarme a los deleznables afectos terrenos!... ¡Voluntad miserable!... ¡Quién podrá decirse en paz y seguro sobre la tierra!...
Así se lamentaba. Y los dedos del viento, agitando la ramazón sonora de los pinos, ponían a sus quejas un comentario lúgubre. Mas entre la angustia de sus ruegos, el ermitaño seguía siempre escuchando en su pecho el tierno gorjear del niño:
—¡Abelo!... ¡Abelito!...
Acudió entonces a buscar auxilio en un manuscrito del Nuevo Testamento, único bagaje de que no se desprendían aquellos compañeros del Pobrecillo de Dios de Asís, que, como los enviados de Jesús en el Evangelio, nada llevaban de viático en su peregrinar por la existencia, ni dobladas túnicas, ni alforja, ni pan, ni báculo. Abriólo al azar, como solía el seráfico padre en sus necesidades, y el libro santo le señaló un pasaje de San Lucas: el de la presentación en el Templo, cuando el anciano Simeón estrecha al Redentor divino entre sus brazos.
Fray Conrado fue leyendo despacio, con ojos turbios de llanto, y, según leía, las benditas palabras iban purificando la pasión de su alma, como abrileña brisa, de nubes, el cielo. Sus ansias no desaparecían; mas ya no suspiraba por la caricia de criatura humana, sino que quería sentir algo de la dulcedumbre de que gozó aquel justo anciano de Jerusalén cuando pudo apretar contra su pecho al Salvador de los pueblos.
Devotísimamente, con grandes suspiros, impetraba aquella gracia de la Virgen María. La misericordiosa Señora escuchó su angustiado ruego y quiso darle consuelo. Allí, a dos pasos del postrado ermitaño, entre esplendor de luces y suavidad de aromas, se apareció la Reina de los Cielos tendiendo hacia el fraile las azucenas de sus manos, que le presentaban su divino Hijo. Y el solitario creyó morir de dicha cuando los bracitos desnudos del rosado infante se anudaron a su flaco y negro cuello; y luego aquella encendida boca, que predicó el amor, más fragante que una primavera de flores, le fue besando las arrugas penitentes del rostro, y entre beso y beso, con voz de avecilla, le arrullaba:
—¡Abelo!... ¡Abelito!...
Que todos, alguna vez, en lo escondido del corazón, sintamos la
suave caricia de sus manos y que a su halago se torne niña nuestra alma.
Para alabanza y gloria de Cristo. Amén.