Un monje bendito consigue con su oración acabar con la amenaza que supone una cascada aledaña al convento y la aldea, pero pagará por ello un alto precio.
El rezo y la meditación ocupaban santamente los suaves instantes del
vivir de aquellos religiosos. Una sola angustia pesaba sobre ellos; para
subir hasta la abadía no había otro camino sino el que cruzaba el rio
por desiguales pasaderas al borde de la cascada más rauda y profunda de
las de aquellos alfoces, y la cascada era sanguinaria y feroz como loba
de la sierra; anhelaba humanas presas en que cebar sus hambres, tibia
carne cristiana que destrozar contra las peñas punzantes, tiñéndose en
rubíes. No perdonaba artificio para alcanzar sus víctimas; en las riadas
del invierno pulía las pasaderas hasta dejarlas lisas como porcelana;
tendía después sobre ellas un escurridizo tapiz de musgos; encendía
cegadores diamantes en el torbellino de sus espumas, que atrajeran al
vertiginoso abismo la vista del caminante, y, por vahído de la cabeza o
resbalón de los pies, no era raro que, ora un boyero de las vacadas
abaciales, ora un campesino de la vecina aldea, ora un hermano lego del
convento, se despeñaran por la cascada dejando en cada saliente de la
roca un bermejo jirón de su cuerpo. Los religiosos vivían apenadísimos; y
desde una vez en que había rodado al precipicio un monje profeso,
rezaban una estación cada sábado, al término de completas, para que Dios
domara la bravura del torrente.
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Publicado el 2 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
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