La Cascada

Ramón María Tenreiro


Cuento


Vieja imagen es la de la hermandad de nuestras vidas y los ríos “que van a dar en el mar, que es el morir”. Así, el Ume, nacido de clara fuente en un repliegue bravo de la sierra, juguetea primero como niño, entre risas y balbuceos, con las pulidas guijas de su arroyada; aduérmese en lagunares donde los cielos ven espejado su puro azul. Después, loco, frenético, como arrebatado de juveniles pasiones, hirviendo en espumas, precipítase ciegamente de cascada en cascada por las medrosas hoces de los montes, llenándolas con sus bramidos trágicos. Encaramados en riscos y penedos, robles, castaños y pinos contemplan sesudamente su desenfrenada carrera, y si la brisa los orea, sacuden con gravedad su verde frente, al tiempo que musitan: —No puede acabar bien... Es un mala cabeza.— Esto opina también el propio río, curso adelante, cuando, sosegados sus ánimos, como en la madurez humana, trocada en blandura de colinas el aspereza de las montañas, abre su cauce en plácidos meandros, se empereza en la paz de los remansos, y, todo ojos para los encantos del mundo, copia en su fugitivo cristal el perfil de lomas y collados, el suave verdor de los maizales, la albura de los caseríos, el brillo de las praderas, el intrincado ramaje de los alisos que crecen a hilo del agua. Los reproduce, no ya por deleitarse en su hermosura, sino queriendo retrasar su necesario acabamiento en los salobres senos del mar, agarrándose a la inmovilidad de las cosas. Todo en vano: doblada una postrer revuelta, dale en rostro el fiero aliento de su insaciable enemigo; entre las dunas áridas del arenal de la barra, columbra espantado la despiadada inmensidad cerúlea...

Aguas arriba, arriba, en la quebrada más escondida, donde mayor es la fragosidad de la montaña y más horrísono el estruendo del río, en la cima de ingente riscal, que se yergue sobre las espumas rápidas, habían construido una minúscula abadía los monjes de San Benito, olvidado refugio perdido entre breñas, al cual difícilmente llegaban los piratas normandos, crudo azote de aquellas tierras, y los señores feudales semibandoleros, no más humanos ni menos temidos que aquéllos. Apenas había cosa que revelara la existencia del monasterio en la bárbara magnitud de las sierras: como corona de la roca, sobre la confusa masa de arbustos y malezas, que crecían en sus grietas cubriéndola casi totalmente, asomaba un humildillo ábside de granito, en cuyos tres tambores se abrían finas aspilleras; en medio del fragor de las cascadas, llamando a coro a los monjes en las horas canónicas, alzaba su cándido retiñir la esquila de la iglesuela.

El rezo y la meditación ocupaban santamente los suaves instantes del vivir de aquellos religiosos. Una sola angustia pesaba sobre ellos; para subir hasta la abadía no había otro camino sino el que cruzaba el rio por desiguales pasaderas al borde de la cascada más rauda y profunda de las de aquellos alfoces, y la cascada era sanguinaria y feroz como loba de la sierra; anhelaba humanas presas en que cebar sus hambres, tibia carne cristiana que destrozar contra las peñas punzantes, tiñéndose en rubíes. No perdonaba artificio para alcanzar sus víctimas; en las riadas del invierno pulía las pasaderas hasta dejarlas lisas como porcelana; tendía después sobre ellas un escurridizo tapiz de musgos; encendía cegadores diamantes en el torbellino de sus espumas, que atrajeran al vertiginoso abismo la vista del caminante, y, por vahído de la cabeza o resbalón de los pies, no era raro que, ora un boyero de las vacadas abaciales, ora un campesino de la vecina aldea, ora un hermano lego del convento, se despeñaran por la cascada dejando en cada saliente de la roca un bermejo jirón de su cuerpo. Los religiosos vivían apenadísimos; y desde una vez en que había rodado al precipicio un monje profeso, rezaban una estación cada sábado, al término de completas, para que Dios domara la bravura del torrente.

Mas de la salvaje crueldad del río nadie se afligía tanto como el bendito Amaro, el religioso más joven del monasterio, en cuya alma las virtudes humanas y las de la gracia florecían lozanas como lirios en pradera. Entre ellas, su caridad y su amor a las criaturas eran rosa de fuego que a todas las otras flores vencía en esplendor y fragancia. Por todo extremo miserable era la aldehuela puesta a la otra orilla del río. frente a la abadía, cuyas casas se acurrucaban a la falda de la montaña, como polluelos en torno a la gallina, asustadas de los clamores del agua. Nunca habían estado cerradas las huchas y alcancías conventuales para las carencias de aquellos montañeses; pero desde que Amaro residía en el monasterio, no había huérfanos o viudas que de él no recibieran su pan; res perniquebrada en los barrancos del monte que no fuera sustituida por otra, procedente de los rebaños monacales; enfermo no asistido por el monje santo, cuya sola visita era ensalmo que alejaba las dolencias y remediaba las necesidades.

Tan grande era el resplandor de sus perfecciones, que le había sido dado señorío, no ya sobre los corazones de los hombres, a los cuales limpiaba de pecado, dejándolos puros como al recibir las aguas bautismales, sino sobre las bestias domésticas y feroces. De las fauces del lobo había arrancado más de una vez a las ovejas con el solo poder de su palabra; el águila roquera dejaba en libertad a los pajarillos, cumpliendo el mandato de sus labios.

También en amansar al rio quiso el religioso emplear aquel poder de que era deudor al cielo. Tras largas semanas de rezo y penitencia, provisto de agua bendita y aspersorio, asomóse a lo alto de un cancho que dominaba la corriente, en una noche de plenilunio, tiempo en el cual los espíritus presos en las cosas sienten más liviana la cadena que los aherroja, y con mayor facilidad pueden comunicar con los mortales. La lucha fué larga y recia: la noche entera, bajo la impasible luz lunar, el bendito monje imploró, rogó, gimió, amenazó, ordenó; pero la cascada no cesaba en sus bramidos coléricos, escupía sus espumas hasta los propios pies del penitente. Tres lunaciones enteras empleó el religioso en vencer la obstinada ferocidad del río, a fuerza de plegarias e hisopazos, y en aquellos meses caváronse más hondas las ojeras de sus ojos, sumiéronse sus mejillas, estrióse en arrugas su frente, y en la negrura ardiente de su mirada vagaba un alucinado reflejo ultraterreno. No comía ni dormía; pasábase las noches a la margen del río, los días en el rincón más tenebroso de la capilla, orando encendidamente para que los cielos le otorgasen el poder de sujetar a tan descomunal y monstruosa criatura. Por fin, en la tercer luna llena, casi cuando rayaba la mañana, logró arrancar a la cascada la promesa de que respetaría las vidas de cuantos la atravesaran todos los días del año; pero una sola vez cada doce meses, en la fiesta de San Simón y San Judas, saciaría en una víctima humana sus ansias de carne y de sangre. No siéndole posible reducir a mejores términos al río, el monje hubo de suscribir horrorizado un pacto tan inicuo, esperando que en el tiempo que faltaba para la fecha fatal, la misericordia de Dios le concedería los medios de sojuzgar plenamente a aquella voluntad perversa.

Desde tal noche, la cascada abandonó su consueto aire amenazador: sus espumas brincaban alegres de piedra en piedra con risueño parloteo, y a la hora del poniente tintaba su pedrería en irisados tonos; los peñascos del salto entapizáronse de plantas acuáticas cuajadas de blancas florecillas, entre su fronda húmeda. No había ya peligro alguno en el paso: las gentes del país atravesábanlo sin el antiguo calofrío de terror que las invadía antes a la sola idea de tener que cruzarlo.

Corrían los meses, y con su carrera, a un mismo compás, crecía la confianza del pueblo y la angustia del bendito Amaro. No había noche de luna que no volviera a orillas del torrente a repetir ruegos y exorcismos; pero, por más que se esforzaba, no conseguía que el río renunciara a la pactada presa. Y el santo religioso se consumía pensando en aquella futura víctima sacrificada a la ferocidad de las aguas, de cuya muerte se sentía responsable. En unos meses había envejecido veinte años. En vano el abad y los otros monjes lo exhortaban constantemente a que moderara sus duras mortificaciones; su celo penitente medraba cada día, y desde que llegaron las pardas albadas del otoño, su vida fué una oración no interrumpida, una mortificación sin descanso, un clamor acongojado para que el Señor, exaudiendo su ruego, salvara aquella existencia, que, por sus pecados, había puesto él en sazón de perderse. ¡Y lo reputaban santo! ¡Oh¡ ¡Qué violencia tenía que hacer sobre sí mismo, cada vez que alguien le rendía una señal de respeto, para no gritar; —¡Despreciadme! ¡Soy el más vil de los hombres! ¡Una criatura de Dios ha de encontrar por mi culpa la muerte!

Y en tan recio combate, antes del tiempo de ánimas, amaneció el temido día de los Apóstoles, con un cielo denso, bajo, de lluvia, por el cual cruzaban a bandadas los negros nubarrones, como aves agoreras, mientras los vientos aullaban en las cañadas, azotando los árboles, arrancando a puñados las hojas amarillentas. El río, entre tanto, alzaba feroz sus ondas mugientes, se precipitaba de peña en peña con infernal estruendo, lanzaba níveos espumarajos en el violento anhelo de su presa. La cuenca entera se estremecía con el retumbar de las aguas; sus rugidos coléricos metíanse por las arcadas del claustro, por los pórticos del templo, resonaban largamente bajo las bóvedas de granito, llenando de horror al pobre Amaro, quien, caído en tierra, con el rostro apoyado contra las losas, bajo las cuales los antiguos religiosos gozaban de la paz postrera, sacudido de sollozos, imploraba sin cesar el favor de los cielos. Llovía a torrentes, y el agua que, empujada por las ráfagas penetraba por las ventanas en aspillera, caía con restallar de tralla sobre el pavimento y calaba los hábitos del postrado penitente. Y así pasó la mañana, así la tarde, así el día entero. Varias veces los monjes elevaron sus graves voces en el coro, entonando los rezos canónicos, sin que ninguno se atreviera a acercarse al bendito Amaro, interrumpiendo su solitario llanto.

En la sonochada, cuando en la diminuta iglesuela no había otra luz sino el mortecino resplandor de la lampara, cuya llamilla se retorcía ante el altar, castigada del viento, supo de pronto el religioso con seguridad plena, como si en un relámpago lo viera, que la víctima se acercaba al torrente. Levantóse como loco del suelo, salió de la capilla, del monasterio; en las tinieblas retumbaba más medrosamente aún el clamor de la cascada, que reclamaba su presa. De vez en cuando, entre el confuso estrépito de las aguas, alzábase una voz de angustia, a cuyo són la sangre se helaba en las venas; hasta las lechuzas, que se refugiaban de la tempestad en las gárgolas de los tejados, sentían cómo se les erizaban de terror las plumas de su cuerpo.

—¡Plazo cúmplese, y hombre no llega!

Amaro oyó la voz al llegar a su riscosa atalaya, y se sintió arrastrado por ella hasta el mismo borde del despeñadero. A la indecisa luz de la luna, que desgarraba a veces el sudario de nubes, columbró el río a sus pies, trocado en hirviente sábana de espumas mugidoras, que rompían airadas contra el lecho de rocas. —¡Plazo cúmplese, y hombre no llega!— gemía la voz, y al oírla, Amaro tenía que agarrarse a las grietas del peñasco para no precipitarse al abismo, atraído por el remolino de las aguas y la queja del torrente, como el pajarillo por la sierpe. Un helado sudor bañaba sus miembros, una angustia mortal oprimía su pecho; inútil era que quisiera rezar; sólo vagos fragmentos de oraciones lograba arrancar de sus temblorosos labios.

Por el angosto sendero que bajaba a la cascada desde la aldea, entrevió una incierta forma humana, que se encaminaba hacia las pasaderas. Descubrióse más la luna y pudo conocer quién era: Cosmiño, un pobre rapaz, idiota, estevado, un alma de Dios, que a nadie tenía en el mundo fuera de los misericordiosos ojos de la caridad, que a ninguno abandona. Mal cubierto de harapos, casi in puribus, recorría las sendas montañesas por breñas y canchales, con una ruda cruz de palo a guisa de báculo en las manos, canturriando, en siempre idéntica salmodia, las únicas palabras que acertaba a pronunciar su lengua: —Ave María, gratia plena!... Ave María, gratia plena!...— Casi todas las noches invernales iba a dormir al monasterio.

Loco de espanto, colgado en la orilla del derrumbadero, veía Amaro cómo la criatura se iba acercando a la enfurecida corriente; hasta se figuraba oír su uniforme cantoría en medio del rabioso clamor de las aguas. Quería gritarle: —¡Vete! ¡Vete!—, pero no conseguía que la voz brotara de su garganta, ni, aunque lo hubiera alcanzado, habría podido su aviso advertir al inocente.

El cual, con su cruz enhiesta, iba a penetrar en los remolinos de las aguas, que ya le tendían sus brazos de espuma con un espantoso grito de victoria: —¡Plazo cúmplese, y hombre llega!—, cuando el bienaventurado Amaro, en un rapto de abnegación y caridad, abriendo sus santas manos, dejó de asirse a las hendiduras de la peña y rodó por la cascada, que lo arrastró en sus torbellinos como trofeo sangriento.

Apaciguóse el río de repente, sosegáronse los vientos, quedó en silencio la quebrada. En la nocturna calma alzó su pura voz la esquila, que tocaba a maitines. Cosmiño atravesó sin daño alguno las aguas serenas. Aún no se había extinguido el són de la campana, cuando a las puertas del monasterio entonó su uniforme canto:

—Ave María, gratia plena!...


Publicado el 2 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
Leído 1 vez.