Jamás hubo forzados de galera maltratados con tan negra impiedad por desalmado cómitre como lo éramos aquella docena escasa de rapaces, pollada de Seminario, galeotes del latín, que aprendíamos letras divinas y humanas bajo el áspero azote de un dómine sin entrañas, en la cátedra humilde de la diminuta villa de Somonte. Invierno y verano, mañana y tarde, la angosta callejuela “de la cátedra” llenábase con el sabio zumbar de los pretéritos y supinos que mascullábamos a coro, a cuyo compás movían sus bolillos las niñas que urdían randas en los balcones de las casas fronteras. Mas no pasaba hora sin que sobre la salmodia dormilona de nuestro abejorreo no se alzara la áspera voz del preceptor reprendiéndonos con airados gritos, al tiempo que, con profundo estremecimiento piadoso de las encajeras, resonaban los restallidos de la penca, con que eran tundidas nuestras costillas, y los clamores medrosos del castigado. ¡Infame latín! ¡Malditos Cicerón y Horacio! ¿Qué déspota en el mundo habrá costado tantos sollozos a la humanidad como la infanda Epístola ad Pisones? Con tales procedimientos de enseñanza nuestros lomos eran un puro cardenal, y nuestra mollera, a golpes de puntero, llenábase de chichones por fuera y de gramática por dentro.
Masculino es fustis, axis,
Torris, caulis, sanguis, collis...
¡Horror! ¡Al cabo de sesenta años me escuecen aún los trastazos!
Pero no solamente las niñas vecinas se compadecían de nuestros trabajos en el purgatorio de la latinidad; allí mismo, en la propia guarida del verdugo (Catilina por mal nombre), había quien se estremecía al oír los golpes y lamentos, y lloraba por los malos tratos que soportábamos: Rosiña, la hija de la vieja que servía al dómine. Era blanca, rosada, carnosita, con un remolino de vedijas de oro que revolaban constantemente fuera del pañuelo con que cubría su cabeza, y unos ojos azules, lindos como estrellas, que se empañaban de lágrimas cuando cualquiera de nosotros iba a la cocina a que las mujeres le lavaran algún punterazo que sangraba más de la cuenta.
—¡Ay, Jesús! Mire cómo tiene la cabeza, señora madre... Sangra como un carnero... ¡Pobriño! Tratar así a la gente no es de cristianos.
—Vete de ahí, rapaza... Tú qué entiendes. No les pegaría si no fueran ellos unos Herodes... Bien le duele tener que tratarlos así... ¡Si es bueno como un santo!
¿Como un santo? Seríalo. Pero una sola criatura en todo el mundo hubiera podido alabar justamente la bondad de aquel vejete dispépsico y egoísta: la codorniz, que, hecha una bola de pluma, dormitaba todo el día en una jaula de madera colgada en la ventana inmediata al pupitre del déspota. Pero la codorniz no decía nada: sólo cuando en la cátedra era mayor el estrépito de los castigos abría sus ojillos mustios, erguíase en la jaula y lanzaba un triple grito de guerra (¡pas-pa-llás! ¡pas-pa-llás!), a cuyo són cobraba nuevos bríos el azote del dómine. Tenía éste para ella una mirada tierna, a través de las gafas doctorales, cada vez que alzaba la vista de las mugrientas páginas del libro de traducciones, y blanduras de afecto en la voz cuando se acercaba a la ventana y le ofrecía unas migajillas de pan, con sus sucios dedos, por entre los barrotes de madera de la jaula.
Había todos los días una hora en que nos parecía bañada en sol aquella mazmorra inhumana de las humanidades; tornábasenos grata la esquiva dureza de los bancos, antojabásenos placentera la fosca sordidez del templo de Minerva: después de comer íbase el dómine a digerir su pote dando un regalón paseíllo por el puente asoleado, y a las veces, si el día era de los de alabar a Dios, olvidábase de la latinidad hasta más de las dos y media. ¡Y en tanto nosotros éramos amos y señores de la cátedra y de nuestras maltrechas personas! ¡Habíais de vernos! La idea de la esclavitud que en tal cárcel sufríamos aumentaba nuestra necesidad de locuras, las que habían de ser ruidosas para afirmar ante el universo entero nuestra libertad de un segundo. ¡Al demonio gramáticas y calepinos! Surgían mugrientos naipes para deleite de los más modosicos, mientras otros saltábamos de banco en banco, haciendo retemblar las apolilladas tablas de castaño del porquísimo suelo, o nos encaramábamos sobre el pupitre magistral, blandiendo el puntero y lanzando contra las renegridas vigas del techo el pringoso gorro de terciopelo con que nuestro verdugo se cubría la cholla tupida de latines. Cuando era excesivo el estruendo, la criada vieja asomaba su huesuda jeta por la puerta y nos endilgaba una prédica iracunda amenazando con denunciar al dómine nuestras travesuras. Pero sabíamos su ánimo bonachón, tanto que corría desolada a avisarnos así que aparecía la gruñona figura del pedagogo por la boca de la calle, y metíamos a chacota su reprimenda. Si la madre no estaba en casa, acudía a amonestarnos Rosiña con la linda carucha encendida en vergüenzas. Mas nunca llegaba a decirnos palabra, porque antes de que abriera la cereza de sus labios, estallaba tremebundo escándalo en la sala:
—¡Eh! Rosiña... Rosiña... Ven acá, prenda querida... Grita conmigo: “¡Muera Catilina!...” Grítalo, rica.
Y la moza se iba toda atortolada, con los ojos clavados en el suelo, como monja de convento.
Pero cuando nos advertían la llegada del tirano desde el atalaya, rompíamos a cantar a voz en cuello:
—Mergo, mersi, mersum, sumergir.
Sporgo, sparsi, sparsum, esparcir.
Tergo, tersi, tersum, limpiar...
acompañados por los golpes de la codorniz.
Un día hubo, en que al oír el redoble del pájaro alzóse entre nosotros fiera discusión, que hizo cesar todo juego, dividiéndonos en dos bandos enemigos, que sostenían sus respectivas opiniones con teológico celo. El caso no era para menos: dilucidábase si la codorniz sería macho o hembra. A gritos aducía cada cual gravísimas razones en apoyo de su tesis, dispuestos a sostenerla con la elocuencia de media docena de injurias y hasta con un par de puñetazos si llegaba el caso.
Ardía en toda su plenitud la controversia cuando alguien tuvo la maldita idea de reconocer al pajarraco para averiguar prácticamente su sexo. Uno de nosotros descolgó la jaula, metió otro la mano por la puertecilla y sacó al atemorizado avechucho, que revolvía los ojillos a todos lados buscando dónde ocultarse. Los demás nos echamos sobre el poseedor del pájaro, anhelando también ser instrumentos de la grave averiguación... Rápida disputa y cuando menos lo pensábamos, sin saber cómo ni por dónde, he aquí al avecilla que iba dando torpes aleteos bajo el ennegrecido techo de la cátedra. El espanto nos dejó congelados. Y gracias a que alguno, más dueño de sí que los otros, acudió prestamente a cerrar las ventanas, que si no, hubiéramos perdido a la fugitiva desde aquel mismo momento. Vueltos a la realidad por el acto de nuestro compañero, comenzamos la persecución del ave, la cual, después de algunos inciertos aletazos, se encontraba en el aire como en propio elemento y volaba lindamente de viga en viga sin que las boinas que le tirábamos lograran hacerla caer a tierra. Y en una de tales escaramuzas, deslizóse por la puerta de la sala, recorrió velozmente las negruras del pasillo, y en menos que se cuenta levantaba su atemorizado vuelo por el cañón de la escalera.
Mudos de terror subimos todos por los crujientes peldaños. El pájaro se golpea contra los vidrios telarañosos de la claraboya. Una gorra lo alcanza: parece derribarlo; pero el ave endereza otra vez su vuelo y se mete por la puerta de la buhardilla, donde tienen su dormitorio las dos mujeres. Seguimos tras él con silencioso paso, por evitar que alguien nos sorprenda en nuestra angustiosa cacería, y... ¿cómo decir ahora nuestro pavor? Sentada en un escabel, cosiendo delante de la ventana, descubrimos a Rosiña, que con mucha burla en los ojos y algún rubor en las mejillas, contempla a un hombre que se yergue en pie a dos pasos de la niña y le habla con acento entrecortado, apretando nerviosamente, una contra otra, sus ansiosas manos. ¡Catilina!
Canta la moza con risas en la voz:
—Por Dios... váyase de allí, señor, váyase de ahí... ¿No le da vergüenza?... Arreniego... Mire que tentarle el enemigo a sus años...
De pronto nos ve y lanza un grito, al tiempo que la codorniz, con aturdido vuelo, se precipita hacia el cielo azul por la ventana. El dómine se vuelve rápidamente con un rayo de ira tras las gafas, pero, al descubrirnos, se turba todo y nada acierta a decir. Uno tras otro vamos saliendo del desván en un silencio tal que oímos cómo golpean nuestros corazones contra las paredes del pecho. Bajamos la escalera y nos dejamos caer sobre los bancos del aula con el ánimo del condenado que espera la hora de la muerte. ¿Qué nuevo suplicio inventará el sañudo tirano para castigar la doble ofensa de la pérdida del ave querida y el descubrimiento de sus escarceos eróticos? Las carnes nos duelen de pensarlo. Tan abrumados estamos que ni fuerzas tenemos para escaparnos. Pasa un tiempo indefinible, señoreado por el terror. Todos permanecemos clavados en los bancos con los ojos en el libro y el alma llena de espanto.
Suenan por fin en la escalera los pesados pasos del monstruo... luego en el pasillo... ahora entra por la puerta de la sala... pasa entre los bancos... se acerca a la mesa, donde aún se muestra la jaula vacía. Todos seguimos inmóviles, sin resollar apenas, sintiendo como si el corazón se nos quisiera escapar por la boca. Ahora empuñará el puntero y... ¡Virgen Santísima! Pero no: coge la jaula y la cuelga de su clavo. Luego se acerca pausadamente a la mesa, encasquétase el gorro de terciopelo, se limpia las gafas con el pañuelo de hierbas, arrellánase en el sillón de enea, abre el libro y con voz un tanto temblorosa dice:
—Vamos a ver: Figuras de construcción.
Y al tiempo en que todos prorrumpimos a coro, con tono en que aún palpita la emoción pasada: —Hipérbaton, enálage, elipsis, zeugma...—nos miramos unos a otros con un secreto gesto de victoria.
¡Catilina nos tenía miedo!