La Santa Misión

Ramón María Tenreiro


Cuento


Subido al tosco púlpito, rodeado de cruces y estandartes, el misionero hablaba de la muerte, en aquel soto umbroso, de próceres castaños, que hay a la izquierda de la carretera, antes de entrar en la villa de Somonte.

Los oblicuos rayos del sol, que, de trecho en trecho, penetraban por los huecos de la bóveda de follaje, trocaban en ascuas las cruces parroquiales, encendían las sedas de los estandartes y encerraban en luminoso nimbo la dolorida faz de la Madre de Dios, que, no lejos del predicador, abrumada con un pesado manto de terciopelo y oro, mostraba sobre su pecho santísimo un corazón de plata clavado de puñales.

Por uno de los lados del castañar, bajo las anchas copas de los árboles, descubríase un blando paisaje mariñán: minúsculos labrantíos, en los cuales, el ingenuo verdor de los maizales nuevos, se enlazaba con la cansada color amarillenta de las rastrojeras; suaves colinas, cubiertas de rumorosos pinares; un gran trozo de cielo, de un apagado azul, donde la tarde iba vertiendo tintas carminosas.

En lo más hondo del soto, estaba el púlpito. Campo arriba, por entre los troncos, habíanse colocado los oyentes: en primer término el señorío del pueblo, detrás los aldeanos; a un lado, los hombres, en mangas de camisa, con la cabeza descubierta, mostrando los morenos semblantes quemados por el sol de la siega; al otro, las mujeres, formando una risueña algarabía de claros colorines, con los floreados pañuelos que cubrían sus frentes, o se cruzaban en su pecho, sobre las chambras blancas.

El misionero hablaba de la muerte en el sollozante silencio de la multitud. Al hablar, su flaco cuerpo atormentado, se movía violentamente sobre el púlpito, como llama de cirio; parecía consumirse en una fe sin piedad, capaz de resistir la hoguera y de llevar a ella. Poco a poco, su palabra, mesurada al principio, íbase caldeando con lumbre de pasión, y el sonar de su voz levantaba tempestades en los corazones. Volviendo muchas veces sobre cada amarga idea, para hacerla penetrar en las rústicas mentes del auditorio, iba mostrando la vanidad de los bienes y afectos terrenos, el espanto de comparecer ante el Soberano Juez...

—Pero aún hay algo peor que la muerte —decía el misionero;— aún hay algo peor que la muerte, y es el no saber cuándo hemos de morir. ¡No sabemos cuándo hemos de morir! ¡No lo sabemos, hermanos míos! Y ahora estamos aquí, reunidos, al parecer sanos y llenos de vida, y antes de un año... ¿que digo? antes de un día, esta noche misma. Varios de los que están aquí tendrán que presentarse delante del implacable Tribunal del Señor. ¡Quién sabe cuántos de nosotros estarán ya señalados por el dedo de la muerte! ¡Cuántos la llevarán en este momento a su espalda, dispuesta a caer sobre ellos y ahogarlos!

La gente se revolvía acongojada, creyendo sentir en la nuca el acento glacial de la terrible compañera.

Entonces dos mujeres artesanas, de las más próximas al predicador, quisieron retirarse por huir de la creciente emoción. Pero no era fácil la salida; estaban aprisionadas entre vivas murallas de conmovidos pechos; sólo, en el lado de los hombres, hallaron un estrecho paso, y por él comenzaban a deslizarse, entre codazos, cuando el fraile exclamó indignado:

—Pero ¿hasta aquí venís a buscarlos para perderlos, hijas de Satanás?

Y añadió, con violento gesto, levantando sobre su frente una cruz de madera:

—¡Excomunión sobre esa mujer que se mezcla con los hombres!

Paráronse las fugitivas, y la más joven de ellas cayó de hinojos, hundiendo su semblante entre las manos, vencida por la vergüenza y el dolor. Iba envuelta en un suave mantón negro que, al ceñirse en la espalda y los hombros, dejaba adivinar un cuerpo, gallardo y gentil, estremecido por profundos sollozos; un buen pañuelo de seda le cubría la cabeza; entre los dedos de sus mimadas manos de ociosa, que, angustiada, se clavaba en el rostro, brillaban las piedras finas de unos cuantos anillos.

El predicador, con sombrío entusiasmo, como deleitándose con el sufrir de los malos, iba describiendo los castigos eternos.

Grandes pinceladas luminosas de bermellón y oro tendíanse desde el ocaso por el zarco cristal de los cielos. Aquella puesta de sol era como una milagrosa prueba de los tormentos anunciados por el evangelizador; un prodigio de Dios para conmover con la señal de su terrible poder los endurecidos corazones de sus hijos. Envolvióse el castañar en resplandores de hoguera, que doraban los troncos de los árboles y ponían ardientes reflejos en los emocionados rostros campesinos, como si ya padeciesen los suplicios sin término.

Y aquella muchacha decía entre gemidos a la mujer que la acompañaba:

—¡Estoy perdida, madre; estoy condenada!

Musitaba la madre:

—Cálmate... serénate... La gente te mira. Ya te decía yo que tú no debías venir.

Pero la joven tornaba a suspirar a cada ardorosa exclamación del misionero:

—¡Estoy perdida!... ¡Estoy condenada!... Usted... usted, mi madre, me ha dejado perder... ¡Usted me ha perdido!...

Detrás de ellas, en las primeras filas de los hombres era advertida aquella desesperación, y no faltaban sonrisas, guiños y palabras cambiadas en voz baja.

—Mira cómo se arrepiente la moza de don Paco—le decía un señorito del pueblo a otro.

—Dios le toca al corazón.

—También le tocaría yo.

—Calla, hombre, que si te mueres esta noche...

Y los dos cubrían con los sombreros sus silenciosas risas.

Proseguía en tanto el fraile su vehemente oración con palabras de fuego que solían terminar en sollozos. En la angustia general palpitaba el oscuro sentimiento de algo desconocido y terrible que se acercaba, erizando los cabellos de las aldeanas frentes y apretando, con un amargo nudo, las gargantas. Y de pronto sopló en el castañar un milenario viento de locura, brotó una delirante oleada de lloros, gritos y clamores: la gente, arrebatada de repentino espanto, huía por todas partes sin saber de qué; los que caían por tierra eran pisoteados; los más ágiles saltaban los zarzales que cerraban el soto y corrían chillando por los vecinos campos... Cerca del púlpito, en un gran espacio que el terror había dejado sin gente, lloraba un niñito abandonado en la fuga por su madre:

—¡Nanay!... ¡Nanay!...

Calladamente, a hombros de cuatro encapuchados, había entrado en el castañar un ataúd negro, coronado de tibias y calaveras.

La moza aquella, entonces, levantóse rápida del suelo, se desprendió de los brazos de su madre y fué a echarse a los pies de la Virgen, agarrándose como náufrago a sus ropajes.

—¡Sálvame! ¡Sálvame, Virgen Santísima!... ¡Estoy condenada! ¡Sálvame, Virgen Santísima!...

De repente se arrancó el pañuelo de la cabeza, el mantón de los hombros, las peinetas, los anillos, y todo lo arrojó por tierra mientras exclamaba:

—¡Nada de esto!... ¡No quiero nada de esto!... ¡Son los adornos de la perdición! ¡Por esto me he perdido!...

La masa sombría de la larga cabellera de la moza rodó sobre sus hombros, envolviendo, compasiva, en dulce y tibio manto, la angustiada figura de la arrepentida. Algunas mujeres, por curiosidad y lástima, vinieron a levantarla para llevársela hacia su casa; pero ella se resistía, gritando locamente:

—¡Dejadme!... ¡Dejadme con la Virgen!... ¡Mi única Madre!... ¡Apartaos de mí, que estoy condenada!...

En el pulpito, el misionero se enjugaba el sudor, quebrantado de fatiga y de emoción.

Renacía la calma. Tornaban al castañar los fugitivos. Entre sollozos y murmullos, comenzaron a oírse los cantos de la misión. Poco a poco, todos iban juntando su voz al coro; cantaban lentamente, alargando cada cadencia, con lo cual las adocenadas cancioncillas cobraban un noble aire melancólico.


“Viva María,
muera el pecado,
y viva Jesucristo
sacramentado.”


La muchacha penitente, casi sin poder tenerse en pie, salía del soto, llevada por su madre, en medio de un corro parlanchín de mujeres.

Ya se habían apagado las luminarias de la puesta del sol; sólo en poniente, quedaba un gran resplandor dorado, que por suaves gradaciones, iba a morir en cristalinos tonos verdosos. Y en aquel celeste mar sereno, flotaban, como naves, algunas nubes grises, rosadas, de color violeta, con reflejos opalinos: promesas de un más allá de calma, asilos de bienaventuranza... Bajo los castaños, derramaba el crepúsculo su paz de ceniza.

Con la postrera luz de 1a tarde, regresan a su hogar los aldeanos, guiados por la cruz de su parroquia. Por los largos caminos, olvidados del infierno y de la muerte, retozan mozos y mozas, con lasciva alegría.


Publicado el 2 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
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