Lunes antes del alba...
A Azorín
“Lunes antes del alba comencé mi camino.”
—Arcipreste de Hita.
Claro y de noble color rayaba el sol por el transparente cielo
azul de la mañana. Las gayas aves, calandrias y ruiseñores, lo recibían
con cantos placenteros; a su luz, los árboles frutales aparecían
cubiertos de flores blancas y grana y de hojuelas tiernas; abríanse
rosas bermejas en las huertas y doradas margaritas en los prados, y,
movidos del fresco y suave viento, crecían en los pegujares los tallos
nuevos de trigo y de centeno.
En una charca, ribera de Henares, las cantaderas ranas, bien solteras, croaban y jugaban. Paso a paso llegóse allí un escolar, que holgaba señero por los campos llenos de flor.
—¿Con que esas vanas voces son para demandarle rey a don Júpiter? —exclamó con risa, al recordar un ejemplo de su Isopete.
Y lanzando con mano ágil un redondo guijarro que, al caer en medio de la laguna, alzó violentos surtidores de agua y cieno y sembró medroso silencio entre las ranas, prosiguió diciendo:
—Tomad, tomad rey que os castigue, bausanas parladeras, y dejadme oír el canto de las chicas aves.
Arredróse de la charca el escolar y continuó su solitario paseo, orillas del río, bajo los sauces lozanos. Al caminar enhiesto, declamaba un pasaje de poesía latina, con voz tumbal y solemne, golpeando los aires con una cañavera a compás del verso:
Unica spes vite nostre, Venus inclita, salve,
Que facis imperio cuneta subiré tuo,
¡Quam timet alta Ducum servitque potentia Regum!
Supplicibus votis, tu pía, parce meis...
Fastidio de los estudios de clerecía y amorosos desvelos habíanlo
sacado, antes de amanecer, de su posada en busca de la dulce paz
campesina. Allá quedaban los mamotretos canónicos cuyo estudio era enojo
de sus vigilias; las Decretales y el Espéculo, el Inocencio IV, el
Rosario de Guido, el Ostiense, Novela y Directorio; pero las angustias
de amor aumentaban con la soledad y la poesía, ya que no hay doliente a
quien sanen dulces cantares: el dolor crece, no mengua, con ellos.
Dueña principal, vecina suya, de andar manso y ledo, apuesta de talle, amorosa de gestos, señoril, placentera, lozana, cortés, mesurada, hermosa, criada en las noblezas del oro y de la seda y mucho más guardada de hombre que entre los judíos la Tora, habíale herido el corazón, con enarbolada saeta de amor, al alzar una vez a él la candela de sus ojos. El escolar quedó preso de ellos, dañada el alma y lleno de suspiros el pecho. Mas no era de esperar remedio alguno: tanta era la calidad de la dueña, tan vil la del estudiante de Cánones y tan imposible que la voz de sus cuitas se abriera camino hasta ella. Para lograrlo, con dulces palabras y decires sabrosos, había hecho cantares tan tristes como su triste amor. Mas la dueña, sin querer leerlos, había rechazado los pliegos en que iban escritos.
De este modo, el dolorido escolar vagaba con paso incierto por la vega florida, y más de una vez, interrumpiendo su recitación de Pánfilo, entre sí suspiraba y decía:
—¡Ay ojos, los mis ojos! ¿Por qué os fuisteis a poner en quien no quiere veros?... —Y proseguía:— Pero ¿cómo me hubiera guardado de adorarla? Nacido soy en el signo de Venus y amar las mujeres nunca se me olvida. Mi vecina era ella, mí muerte y mi salud. Sólo con verla: —¡Hela!— decía suspirando mi corazón; entrábanme miedos y temblores; mis pies y mis manos no eran señores de si... ¡Ay! ¡Que soy llagado y perdido de un dardo que se esconde en mi pecho!
A una revuelta del camino, en risueña pradera besada por las ondas del río, dió en medio de la más amena tropa que cabe imaginarse: una compañía de mendigos, buhoneros y juglares, de los que van por los pueblos haciendo alegrías, disponíase a comenzar la jornada con un bocado de pan y un sorbo de vino, tomados bajo la deleitosa sombra de los olmos. Y si la refección pecaba de magra, no menguaban burletas y cantares entre trago y trago.
El entristecido ánimo del escolar no estaba para tales solaces, y, a paso de buey, se retiraba del prado, no bien hubo visto que gente en él posaba, cuando los otros, advertidos de su presencia, prorrumpieron en alegres y reiterados llamamientos:
—¡Eh!, ¡eh! ¡Venid aquí, señor clérigo! ¡Ayudadnos a sangrar estos odres! ¡Que no se diga de un escolar de Alcalá que huye de la honrada sociedad de juglares como gazmoña hazañera!
Y dos ciegos, que juntos se asentaban, al son de sus sinfonías, rompieron a cantar:
Cristianos, de Dios amigos,
A estos ciegos mendigos
Querednos acorrer...
No habría parado pie el escolar si una vieja buhona (de esas
correderas que andan de casa en casa tañendo su harnero de cascabeles,
con polvos, hierbas, afeites, joyas, hilados y pintadas palabrillas de
perdición para las lindas mozas), saliéndose del grupo, no le hubiera
trabado de las manos y dicho de esta manera:
—¡Ten el paso, así Dios te dé salud, mozuelo! ¿Dónde se ha visto mancebillo apostado y lozano como tú, que vague solitario por las florestas, como gafo lacerado? Ven acá, galán, que un ave sola ni bien canta ni bien llora; quédate en nuestra compañía y goza de nuestro regocijo, que el alegría hace al hombre apuesto, sutil, osado, franco y donoso. Y porque me veas vieja y sin dineros no me has de despreciar ni negarme una cortés palabra, que si el buen callar cien sueldos val, el buen decir no cuesta más que la necedad y de chica habla, viene grande holgura. Tanto más, que con bien poquilla cosa de tu haber que me dieres, te serviré lealmente y te cobraré enamoradas; con arte se quebrantan los corazones duros.
—Nada quiero con el amor —respondió, ceñudo, el escolar,— ni con el suspiro, su hijo: sus afanes son sombra de la luna, y sus vanaglorias no valen más que vil grano de mijo,
—¡Oh, penillas de amor tenemos! —exclamó la artera vieja—. No maldigas de él en verdad ni en juego, que por santo ni santa que sea no sé quien no codicie su compañía si se mantiene solo. En la mujer lozana, hermosa y cortés guárdase todo el bien y todo el placer del mundo, Pero si acaso de desdenes de amor estuvieres llagado, quédate con nosotros, por tu vida, que antes de mucho otearás medicina capaz de curarte de todo encendimiento que por ella no sea, aunque la propia doña Venus te tuviera hurtado el corazón. Segura estoy de que luego de haberla visto nos pedirás que no te separemos de nuestro lado y trocarás por la de juglar tu condición de clérigo.
Ya a este tiempo habían hecho sitio en el corro para que se sentara el escolar entre la parladora buhonera, que de la mano lo había traído, y un peregrino luengo de barbas, mucha concha marina y calabaza bermeja en el bordón.
—Sabrosos manjares no os podemos ofrecer —dijéronle—, que entre nosotros, camineros, las ganas de comer son la sola especia que adoba los guisados. A pan de quince días, hambre de tres semanas, es ley nuestra. Pero la voluntad no será escasa.
—¿Cuál es tu nombre, lozano mancebillo? —preguntó la vieja, tendiéndole la bota del vino, luego de haber acariciado gravemente su brocal con su sumida boca de desaparejados dientes, largos y negros.— Mejor podremos holgamos sabiendo a quién tenemos por huésped. Yo me llamo Urraca.
—Di más bien Trotaconventos —barbotó el peregrino, en medio de una estrepitosa carcajada de toda la asistencia.
—Cállate, Hurón —gruñó la buhona—, si no quieres que diga las catorce cosas que menguan tu andariega santidad.
—Mi nombre es Juan Ruiz —dijo el escolar cuando hubo cedido un tanto la gozosa greguería.
—¿En qué trabajas? —asegundó la vieja.
—En clerecía.
—¿Patria?
—Alcalá.
—Hermosa mancebía mora en aquesa villa. Pero siendo escolar y enamorado, ¿no sabrás hablar por trovas a modo de juglaría?
—La tristeza me hizo ser rudo trovador.
—¡Ah! Pues templad, templad las vihuelas y guitarras —gritó alborozada la vieja,— y oigamos una cántica de nuestro escolar. No hay solaz más grande. Muchos dejan la cena por hermoso cantar.
Comenzaban los instrumentos a derramar sus blandos sones, cuando de un cañaveral de la margen del río, con regocijado retiñir de cascabeles y sonajas, surgió corriendo la más graciosa criatura que Juan Ruiz había alcanzado a ver en sus mozos días.
—¡Cómo! ¿Qué es eso? —gritaba ella agitando en alto su pandero; y su clara voz se le metió en el alma al escolar como filtro embrujado.— ¿Música tenemos cuando yo me baño y no puedo danzarla?
Era menudilla y garrida, con someros ojos relucientes, que encendían sombrío y ardoroso resplandor sobre su semblante moreno. La melena, de ébano, enjoyelada con las líquidas perlas que entre sus hebras habían dejado las ondas del río, rodaba libremente por los hombros y espalda. Un juboncillo bermejo, mal ajustado sobre la camisa de cuello por la prisa con que había sido vestido, era tibia cárcel de las diminutas lozanías del seno. Roja era también la saya, que se abombaba suavemente en las anchetas caderas, y descubría, bajo su fimbria deshilachada, los más chicos pies de trotera que jamás hayan bailado dulces bailadas.
—¡Eh, tú, Endrina! —gritóle a la moza el peregrino.— Déjate de dar voces y ven a mi lado a beber un trago de vino.
—¡Quita allá, gargantón! —respondió ella con desparpajo—, que sólo en glotonía y bebería piensas. El vino más mata que cuchillo; no es bueno sino en cubas y tinajas.
Juan Ruiz, embelesado de las palabras y gestos de la moza, la contemplaba y oía, trémulo y demudado, incapaz de moverse ni de hablar. Era como sí por la vez primera descubriera el turbador hechizo de la mujer y las ásperas agonías del amor. Antes todo había sido burla y juego; ahora sí que le dolía el corazón. Y suspiraba:
—¡Qué talle! ¡Qué cabellos! ¡Qué color! ¡Qué donaire! ¡Qué cuello de garza! ¡Qué boca fresca de grana!...
Con mirada sabia, la vieja de amor. Urraca, observaba la suspensión del escolar; llegóse a la moza, que se prendía una caperuza de cascabeles sobre los negros cabellos, y, señalando al embebecido mancebo:
—Hija, salúdate amor nuevo —le dijo.
—¿Quién? ¡Don Melón! —respondió la zahareña Endrina haciendo al escolar una mueca de mofa que le espinó el alma.
Volvióse luego a la buhona y añadió con ira:
—Vete de aquí, falsa corredera, que no soy necia ni bellaca para no conocer tus raposías. Bien sé que bajo la piel de oveja traes dientes de lobo, y que más traidoras lisonjas hay en tu lengua que hojas en viña. No cuides que me perderás, como a Horabuena, con tus parlas engañosas. No quiero doñeos con mancebos; sólo por bailar me pierdo.
Y como de oír la sabrosa música los pies le bullían y mal paraba en sus manos el pandero, con gesto desembarazado y gentil plantóse de un brinco en mitad del corro; sacudió la cabeza para echar hacia atrás las guedejas que mariposeaban sobre su frente; alzó al aire los morenos brazos, con regocijado repique de sonajas, y toda su personilla, vibrando al ritmo de la danza en el rojo revuelo de las sayas, fue como una ardiente llama de alegría sobre la menuda hierba del prado.
El escolar consideraba, fascinado, la gracia y gallardía con que la trotera meneaba sus ágiles miembros, y veía cómo se le iba amapolando el lindo rostro pícaro, abierto en sonrisas por la delicia del baile. Su corazón palpitaba a compás de los veloces pies de la moza, y su alma, como aturdido pajarillo, volaba arrebatada en los rápidos giros de la danza; de lo escondido del pecho, siguiendo el aire saltarín de la música, le brotaba un desacostumbrado hervor de versos, que ascendían hasta sus labios, ansiosos de ensartarse en el hilo melódico que brotaba de vihuelas, bandurrias y guitarras.
En voz baja le adoctrinaba así la experta Urraca:
—Cautivo estás, mancebillo. Bien proclaman las brasas de tus ojos y tu angustiado anhelar que verdad te anuncié antes al decirte lo que te acaecería; olvidados están los viejos tormentos y penas por amor nuevo. No te espantes por los desdenes de la dueña, que talante de mujeres es despreciar aquello en que más piensan y sueñan. Cuenta con el ayuda del tiempo, y vente en nuestra compañía a la feria de Segovia por la sierra enhiesta. Sirve a la moza en lo más que pudieres, que servir a dueñas es la mejor escuela de mancebía; habíale en locura siempre que hubiere lugar; peca más de osado que de prudente, si te favoreciere la ocasión; sé dadivoso y liberal con ella y con quien bien te sirviere para haberla, y, sobre todo, confía en las artes de Urraca, que, como tú no seas avaro ni desagradecido, no te habrán de abandonar. Y canta ahora, mancebillo afortunado; canta el prometido cantar y alaba en él las gracias de la dueña chica que baila.
Alzóse en pie Juan Ruiz, ardiendo en amor y entusiasmo, y al dulce son de danza que hacían los acordados instrumentos, cantó como aquí se dice:
—De las chicas, que bien diga, el amor me fizo ruego,
Que diga de sus noblezas e quiérolas decir luego:
Direvos de dueñas chicas, que lo tenedes en juego,
Son frías como la nieve y arden más que el fuego.
Como en chica rosa está mucho color,
Y en oro muy poco gran precio y gran valor,
Como en poco bálsamo yace gran buen olor:
Así en chica dueña yace muy grande amor.
Como rubí pequeño tiene mucha bondad,
Color, virtud y precio, nobleza y claridad:
Así dueña pequeña tiene mucha beldad.
Hermosura y donaire, amor y lealtad.
Chica es la calandria y chico el ruiseñor,
Pero más dulce canta que otra ave mayor:
La mujer, por ser chica, por eso no es peor;
Con doñeo, es más dulce que azúcar ni flor.
En la mujer pequeña no hay comparación,
Terrenal paraíso es, y consolación,
Solaz y alegría, placer y bendición...
Aquí llegaba el cantar, cuando la gentil trotera, cortando
bruscamente su danza, acercóse en un vuelo al mancebo; anudó rauda sus
brazos sobre los hombros del mozo; alzó, hasta juntarlo con el de él, su
arrebolado semblante, y, con su fresca boca de grana, estampó en
aquellos labios, en que aún palpitaban las armonías de la canción, el
más valiente beso que hubiera restallado jamás por aquellas arboledas.
Tras de lo cual, antes de que el aturdido escolar pudiera comprender lo
que le acontecía, huyóse corriendo con la misma presteza con que había
llegado. Los ecos de valles y collados repitieron largamente los
clamorosos vítores de los juglares.
—¿Vendrás con nosotros? —preguntó Urraca,
—Hasta el fin de la tierra.
* * *
De esta manera, el escolar que andando los años había de cubrir
de gloria perennal la grave dignidad canónica de Arcipreste de Hita,
compuso su primera cántica de trotalla, lunes al alba, ribera de Henares
LAUS TIBI CHRISTE.
Cena de ánimas
Los dos íbamos solos, encajonados en la tenebrosa berlina de la diligencia, toda llena de humo de tabaco, del agrio vaho de sudores, caballares y humanos, y del trepidante estrépito con que se movía el vehículo: ensordecedor traqueteo de herrajes y ventanillas, opaco y rítmico trote de las mulas, restallidos de tralla y, de cuando en cuando, dominándolo todo, la bronca voz del mayoral, que berreaba, pateando en el pescante casi hasta romper las tablas: —¡Arre! ¡Arre! ¡Vamos ya!... ¡Otro repechito!... ¡Beata! ¡Beata!
Por los minúsculos vidrios delanteros, entre los hierros que sostenían el pescante, descubríamos la danza de las orejudas cabezas de las mulas. Prestamente subían y bajaban, en la perezosa penumbra que derramaba el solitario farol, puesto en lo más alto del coche, a cuyos míseros destellos entreveíamos la parda silueta del postillón, que gobernaba las mulas de guía, cabalgando en una de ellas, blandiendo su látigo como pica de guerra. A ambos lados de la cenicienta carretera, los pinos y castaños de las lindes alzaban sus medrosas fantasmas, negras sobre el plácido cielo, todo temblor de luceros.
A la puerta de fosco caserón solitario paróse la diligencia para mudar de tiro. Abrimos las ventanillas. Al momento nos llenó de dulce bienestar la repentina quietud y silencio, junto con la nocturna fragancia de los pinares, que invadió la berlina. En el sereno espejo del aíre palpitó a lo lejos un largo y crispador aúllo de perro. Otro le respondió más próximo.
—¿Qué hora podrá ser ya? —preguntó cansadamente el paternal amigo que me acompañaba, luego de aspirar con fuerza el humo de su cigarro, cuya roja estrella brilló un momento entre las sombras de la berlina, semialumbrando la canosa barba y la pulida mano, ornada de anillos, del fumador.
—Ya lo oye usted —le respondí sonriente.— Media noche: pasan las ánimas, y se espantan los perros.
Había vuelto a arrancar el coche con su atronador estruendo, cuando mi compañero, acercándoseme cuanto pudo sobre los almohadones de gutapercha del coche, me dijo casi al oído:
—Bromeas con las supersticiones de nuestro pueblo. ¿Y si yo te dijera que a mí, hombre de tu educación y de tu tiempo, me han costado más de cinco mil duros las almas del otro mundo?
—¿Cómo pudo ser eso? —le pregunté, lleno de asombro.
—¡Oh! —dijo sonriéndose.— Es una larga historia; pero la noche y el viaje también lo son, y, ya que no dormimos, acaso podamos abreviarlos con ella.
Roguéle encarecidamente que así lo hiciera, y él, después de lanzar una bocanada del humo de su cigarro, fué diciéndome muy reposadamente, saboreando el placer de recordar cosas viejas:
—De fijo que no te es desconocido el origen de la fortuna de mi familia ni las leyendas que rodaron por ahí acerca de ella. Hubo un tiempo, cuando ni siquiera soñabas tú en nacer, en el cual, por todas las aldeas de la marina y la montaña, no había velada campesina, al calor del hogar, en que con sabroso terror de ancianos y mozos no se evocara la memoria del impío señor de Graña y de sus réprobos hijos. El caso no era para menos. Mi abuelo, hidalguillo de aldea con pocos pergaminos y menos rentas, liberalote y descreído, como gran parte de las gentes de su tiempo, luego de haber dilapidado en locas calaveradas el no muy sobrado pan de su mujer y de sus hijos, hizo una gran fortuna quedándose, casi por nada, con buena parte de las tierras y rentas de los monasterios de la región de Brigos, a la hora de la desamortización de los bienes de la Iglesia. Rico de la noche a la mañana, dióse de lleno al más descarado libertinaje. Era huésped perenne de todas las tabernas y garitos de Brigos. En pleno día, montado en su yegua, cruzaba, borracho, las calles de la villa en compañía de los peor afamados bellacos. Sostenía mujeres hasta en su propia casa, aun en vida de su esposa; y, lo que es peor, en vez de buscar la remisión de las penas con que la Iglesia castigaba a los que habían adquirido sus bienes, alardeaba públicamente de su impiedad. Demolió varias iglesias y capillas para vender la piedra; abofeteó al abad de Sioy cierta vez que le afeaba su disoluta conducta; llevóse a su casa imágenes de santos, retablos, cruces, cálices, vestiduras, y en estancias llenas de sagrados objetos, como el tesoro de una catedral, entregábase con sus dos hijos mayores, y la turba de picaros y bribonas que a su costa vivían, a las más desenfrenadas bacanales. Era una orgía diabólica la vida en aquella hidalga casa de Graña, a orillas del retumbante curso del Ambroy. Decíase, entre espeluznos de terror, que nunca más habían vuelto a ser vistas algunas mozas que entraron por sus puertas. Contábase de un pastor que había descubierto un desnudo cadáver de mujer rodando entre las rápidas espumas del río. Los aldeanos de las parroquias vecinas, si por las noches tenían que pasar cerca de Graña, huían atemorizados al ver, en medio de la oscuridad, las ventanas del caserón tan lucientes como si todo él fuera de brasa por dentro y oír los endemoniados gritos, canciones, risotadas, junto con ayes y lamentos, que brotaban dé ellas como de la boca del infierno. Mi abuelo y mis tíos eran como la encarnación del demonio para toda la montaña y la mariña. Los predicadores aludían a los señores de Graña al hablar del extremo a que puede llegar la maldad humana, y anunciaban que no tardaría en caer sobre ellos la cólera del Cielo. No habría Dios, si sus culpas nefandas quedaran sin castigo. Y ahí tienes tú lo que son las cosas: cierta mañana en que mi abuelo no había vuelto a dormir a su casa, encontráronlo muerto al pie del alto puente que cruza el río a la entrada de la finca, con el cráneo aplastado contra los peñascos de la orilla. Al parecer, lo había derribado su caballo yendo él ebrio o dormido. Su hijo mayor, Marcos, quedó seco de un tiro que le descerrajaron a boca de jarro saliendo de madrugada de casa de una de sus queridas. El segundo, Honorio, desapareció de repente, sin dejar de sí rastro. Dijéronse muchas cosas, a cuál más terribles y fantásticas. Lo probable, aunque nunca probado, es que haya sido muerto en el monte por los gitanos de una cuadrilla, en la que había una mozuela por cuyos hechizos andaba frenético mi tío. Quedó sólo mi padre, el Benjamin de los Graña, aún casi un niño, débil y enfermizo, a quien mi abuelo había tenido siempre alejado de su casa, interno en colegios. Otra cosa no le había pedido su esposa en la hora de su muerte. ¡Siquiera aquél!... ¡Siquiera aquél que no se condenara! Su tutor, mi abuelo materno, llevólo a vivir a Brigos, poniendo orden, con dificultad, en la enmarañada aunque cuantiosa hacienda que su pupilo había heredado. Luego, como el muchacho se mostrara aficionado de la hija única de su protector, casólos como Dios manda, y vine al mundo yo aún no corrido un año. Muerto de allí a poco mi padre, críeme entre mí abuelo viejo y mi madre enlutada, en la poco envidiable situación de hijo y nieto único, rico y ultracuidado. De todo tuvo menos alegría mi niñez.
Encendió una cerilla para renovar la lumbre de su cigarro, y a su luz fué visible el sórdido interior de la berlina: el bajo techo de ennegrecidos listones, los despintados marcos de ventanillas y portezuelas, en los que las sucias manos de varias generaciones habían dejado su negruzca huella grasienta.
—Ni mi madre ni mi abuelo —continuó mi amigo— mentaron jamás delante de mí el nombre de Graña. Sólo mi madre, por las noches, después de acostarme, me hacía rezar un Padrenuestro por el alma del padre y de los hermanos de mi padre, después de haber orado por todos los demás muertos de la familia. Pero desde muy temprano, por cuentos de las criadas en la cocina, que luego me tenían desvelado, temblando de miedo, toda la noche, conocía la leyenda de infamia de mi casta. Había oído... yo qué sé. Hablaban de cenas sacrílegas, en que era servido el vino en cálices sagrados; de danzas bailadas por las mujerotas que pululaban en torno a los de Graña sin otro vestido que casullas y capas eclesiásticas sobre sus impúdicas carnes. Y lo más terrible de todo, la conseja de aquella mujer crucificada en la gran cruz de ébano que mi abuelo había llevado del refectorio de Monfero al comedor de su casa. Todas las noches se me erizaban de espanto los cabellos creyendo contemplar el desnudo cuerpo clavado en la cruz, semicubierto por la negra cascada de la suelta melena, desangrándose lentamente por pies y manos; pareciéndome oír aquellos clamores de dolor y angustia, capaces de cuajar la sangre de quien los oyera, que una noche, cerca de Grana, habían escuchado dos mozos aldeanos que andaban rondando... Nadie había vuelto por allí desde la trágica muerte de los dueños. El caserón estaba siempre cerrado, lleno de los eclesiásticos tesoros del abuelo. Un viejo casero, del tiempo de los antiguos señores, fiel depositario de los secretos del amo, ocupábase de la administración y cuidado de todo. Y muerto él, pasó el cargo a un hijo suyo, hombretón ceñudo, sombrío, silencioso, con cara de estar siempre tejiendo malos pensamientos. Muy de tarde en tarde, cuando se le antojaba, venía a Brigos a rendir cuentas de su administración. A nadie se le ocurrió jamás ir a la casa de Graña. Las tres leguas de camino, aguas arriba del tumultuoso Ambroy, eran para los míos una distancia infranqueable. Aquel era un lugar de infamia en el que ni pensar querían mi abuelo y mi madre. Y del solitario caserón ennegrecido y abandonado, lúgubre como guarida de criminales, corría por las aldeas vecinas la fama de que por las noches se encendían como ascuas sus ventanas y que, de sus cerradas estancias, llegaban ecos de cánticos, maldiciones, disputas, carcajadas, gritos de angustia que helaban de horror a quien los escuchara.
El narrador hizo una larga pausa, que, aunque lleno de curiosidad, no me atreví a quebrantar con mis preguntas. Después siguió diciendo:
—Tenía yo diez años cuando perdí a mi pobre madre. Mi abuelo, por miedo a que me echara a perder con la limitada vida de pueblo pequeño, mandóme en seguida a un colegio de jesuítas y, acabado el bachillerato, a Deusto, a seguir la carrera de abogado. Ni por soñación se me ocurría ocuparme en cosas del gobierno de la casa en los dos meses largos que pasaba en Brigos cada verano. Todo era andar de romería en romería con otros muchachos. Pero la muerte de mi abuelo y el término de mi carrera ocurrieron casi al mismo tiempo. El consejo de familia habilitóme de mayor edad. —Tengo que ver cómo andan mis bienes —me dije.— Y, metido en el despacho de mi abuelo, satisfecho de emplear mi flamante sabiduría jurídica, examiné títulos de propiedad y contratos de arriendo, revisé los libros de la administración de mis rentas y, encantado con el juego de echármelas de propietario, compré una jaquita para ir a conocer mis fincas y hablar con mis caseros. —¿Cómo estará la casa de Graña? —ocurríóseme un día al ver en los libros que eran pasados muchos años sin que el administrador rindiera cuentas. Y sin pensarlo más, cerca ya de las cuatro de la tarde, mandé ensillar mi jaca y emprendí el costanero camino de Graña, siguiendo el Ambroy. Espoleábame, no tanto el burgués afán de ver mis bienes, como no sé qué punzante curiosidad por penetrar en la pecaminosa existencia de mis antepasados, buscando con complacencia el rastro de sus culpas en la guarida que los había cobijado. Además, ponía cierta satisfacción pueril en visitar aquellos lugares reputados de infames por mi madre y mi abuelo. Sentía el miedo y orgullo de la primer desobediencia; cabalgaba azotado por áspera ansiedad, como si fuera a cometer el primer pecado de mi carne. Poníase el sol cuando descubrí el fosco caserón de Graña, enrojecido por la luz de Poniente al otro lado del Ambroy. Asomóme al pretil del puente y contemplé un momento las vertiginosas espumas teñidas una noche por la sangre de mi abuelo. Allí... sobre aquella pulida roca de la orilla, habría estado horas enteras su cadáver, trágico y ridículo como un muñeco de trapos... Recé un Padrenuestro. Luego seguí adelante por una abandonada alameda, cuyas hojas secas crujían tristemente bajo los cascos de mi cabalgadura. Algo inhóspito, medroso y repulsivo flotaba en el ambiente; tanto, que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para recorrer hasta el final la alameda y penetrar bajo el arco de sillería que daba ingreso al patio de la casa. Si me dejo llevar de mis sentimientos, vuelvo grupas sin acercarme a la puerta. En el patio, un hombretón gigantesco, en mangas de camisa, partía leña a hachazos. Lo recordé al momento. Volvióse bruscamente hacia mí al oír las pisadas del caballo sobre las losas del patio. —¿Qué se le ofrece? —preguntó clavándome una mirada tan penetrante e intranquilizadora como el filo de su hacha. —¿No me conoce? Soy el señorito Joaquín —le dije un poco cortado.— Y entonces él, esforzándose por sonreír, lo que daba a su rostro la más horrible expresión, se deshizo en falsas cortesías: —¡Ay, señorito! Gracias a Dios que se decide a venir a conocer lo suyo... Era como si nos tuvieran miedo... Estábamos aquí como si fuéramos gafos... Lo encontrará todo abandonadísimo. Porque yo, claro está, no era quién para disponer obras... A su abuelo, que en gloria esté, le mandaba recado tras recado... Que los tejados... que las ventanas... Como si nada. Ni sé cómo no se ha venido todo abajo.— Entramos en la cocina, en cuyo llar chisporroteaba alegremente un montón de leña, llenando de claros resplandores el negro recinto. —Aquí tenéis al señorito Joaquín —gritó mi acompañante al entrar.— Una moza, que estaba en cuclillas delante de la lumbre, alzóse prestamente, toda aturdida y amapolada, no sé si de la sorpresa o de la llama. Balbucía con blando acento: —¡Ay, el señorito Joaquín!... ¡Ay, el señorito Joaquín!...— Y trataba de cubrir sus morenos brazos gordezuelos con las arremangadas mangas. No sé si por el contraste de su tentadora frescura juvenil con la lúgubre tosquedad de la casa, quedáronseme presos los ojos en su carnosa figurilla, y apenas vi a la madre, semibaldada, que, para saludarme, luchaba por levantarse del asiento en que estaba derrumbada, toda envuelta en harapos, ni oí los hipócritas discursos con que mi administrador trataba de curarse en salud de las resultas de mi inesperada visita. Yo sólo pensaba:
—¡Caramba con la rapaza! No vi otra tal en mi vida entera...— Y no debía responder muy a derechas a lo que me preguntaban. Por fin el padre dijo que iba a acomodar mi jaca en la cuadra y bajar al rio a ver si había en el caneiro alguna trucha para mi cena, y le mandó a la muchacha que me enseñara la casa antes de que fuera noche, para que yo escogiera el cuarto en que quería dormir. Descolgó de un clavo la moza un recio manojo de llaves, y allá nos fuimos los dos escaleras arriba luego de haber atravesado un tenebroso zaguán, sobre cuyas piedras retumbaban nuestros pasos como sobre losas de sepulcros. Arriba, cerradas las ventanas, era completa la oscuridad. —Espérese, espérese, señor, que le voy a abrir las maderas... no se mueva... no se vaya a lastimar contra un mueble —murmuraba la rapaza, con una voz cortada y anhelante, no sé si de miedo, que era para mí como la más dulce caricia. A los ardientes reflejos del ocaso, fui viendo el extraño moblaje de las desiertas salas: grandes santos de talla, con rígidos ropajes dorados, que nos contemplaban fijamente con sus ojos de vidrio; trozos de retablo que alzaban hasta el techo sus columnas salomónicas cuajadas de pámpanos áureos; negros arcenes que semejaban ataúdes; camas con esculpidas cabeceras que parecían altares; en el comedor, un armario de cristales lleno de cálices de plata; un viejo relieve en madera, de pintada talla, en el que las ánimas del Purgatorio se retorcían de angustia, hundidas hasta el pecho en las rojas llamas que ascendían serpenteantes por sus desnudas carnes. En un blanco lienzo de pared, desde el suelo al techo, levantábase una negra cruz de ébano, mostrando como llagas, en su pulida madera, los agujeros de los clavos de la desaparecida efigie... —Mire, mire, señor —musitaba la moza, guiándome de estancia en estancia—, mire la riqueza que aquí tiene...— Los dos estábamos trémulos y acobardados de la sabrosa inquietud de sentirnos juntos y solos, palpitantes de vida, en medio de tan terribles cosas yertas. Quisimos abrir un arcón para buscar ropas con que cubrir mi lecho. Forcejeamos con la herrumbrosa cerradura, arrodillados ante el arca, y en mis sentidos, repentinamente agudizados, recibía yo las turbadoras impresiones de la inmediata vecindad de la moza; oía su anhelante respirar; percibía en todo mi ser el cálido vaho que de su persona emanaba, y, si por azar, mis manos rozaban las suyas, o mi brazo su pecho, un largo y congojoso escalofrío sacudía mis nervios. Cuando nos levantamos, abierto el arcón, estábamos avergonzados y temblorosos; no nos atrevíamos a mirarnos, como si entre nosotros pesara la complicidad de un crimen. Pero después, durante la cena, que me sirvió la rapaza bajo la inquisidora mirada de su padre, estuve alegre y dicharachero, en lo que quizás influyó el par de vasos de un fragante vino añejo —de tiempos de mi abuelo— que mi administrador me escanció de polvorienta botella sacada no sé de dónde, y mis osados ojos seguían con codicia todas las vueltas y giros de mi tentadora camarera. Y tan atrevidas debieron ser mis miradas, que mi ladino servidor, que estaría entre si cavilando cuál podría ser la mejor manera de que no se le secara la vaca de su administración, al hablar yo de retirarme a descansar, ordenó a su hija que me acompañara llevando la luz. Arriba, en los oscuros salones, llenos de rancio olor a humedad, nos esperaba la timidez de la tarde. Mis manos trémulas apenas acertaron a encender la bujía en el candil que traía la muchacha. No osé levantar los ojos a su cara, al tiempo dé balbucear las buenas noches, y ella se fué, también toda confusa, luego de haber murmurado: —Si algo le ocurre, no tenga duda en llamar... Mis padres duermen aquí debajo. Le basta un golpe en el suelo para que le oigan.— Quedéme solo, maldiciendo mi cobardía y me tendí en el lecho, todo encendido por el recuerdo de la moza, cuya voz, aliento y rudo perfume parecían palpitar en las tinieblas del cuarto... Veía su rostro, sus miradas; sentía otra vez en mi carne el angustioso y dulce temblor de su contacto... y me quedé dormido.
—¡Juventud! ¡Juventud! —dijo sonriéndose el narrador, tras una pausa. Y añadió luego: —No creas que te cuento todo esto por senil regodeo amoroso, ni para que sepas que tampoco yo fui un santo en mis años mozos. Sólo quiero hacerte observar que mi ánimo no podía estar más ligado al barro vil de la tierra, menos dispuesto a recibir la visita de las almas del otro mundo, que cuando me quedé dormido, todo tembloroso de carnales anhelos... Y sin embargo, no sé cuánto tiempo habría pasado cuando me despertó violentamente un grito desgarrador, que se me metió hasta el alma. —¿Qué es? ¿Qué pasa? —preguntéme aturdidamente, sentándome en la cama. Un resplandor rojo y ondulante, como de las llamas de un incendio, que salía de la puerta del comedor, llenaba la sala próxima a mi cuarto. Muerto de espanto, oí una enloquecedora confusión de voces, gritos de cólera, carcajadas, gemidos, entrechocar de cubiertos, vasos y platos, como si veinte o treinta energúmenos estuvieran allí cenando. Y sobre el ensordecedor bureo, alzábase, de momento en momento, aquel clamor espeluznante que me había helado la sangre. Yo estaba como clavado en la cama, sin poder respirar siquiera, sacudido del miedo como la hoja del árbol por el viento, bañado en un sudor de hielo, sintiendo los latidos de mi corazón en todas mis venas. No soñaba, no; estaba, como ahora, despierto. Entre los mezclados clamores, adivinaba palabras horrendas: —Clávala... clávala en la cruz... que no se escape... Esa mano izquierda... esa mano izquierda... La lanza por el costado... debajo del pecho...— Y una voz, más bronca que todas, bramaba: —¡Sangre!... ¡sangre!... ¡el cáliz lleno!...
Callóse un momento mi compañero, cuya voz se quebraba de emoción, como si otra vez escuchara los gritos tremendos. Después continuó, ya más sereno:
—No sé cuánto duró aquello, ni cómo terminó. Debí desmayarme de puro espanto. Cuando torné a recordar, la mortecina luz del alba entraba apagadamente por los maineles de las ventanas. Levantéme sin ruido. Descalzo y de puntillas fui a asomar la cabeza por la puerta del comedor. Nada. En el cerrado armario brillaba la argentina hilera de cálices; la gigantesca cruz sin efigie tendía sus desnudos brazos sobre el blanco muro; en el retablo tallado retorcíanse las ánimas en medio de las inmóviles rojas llamas. Pero al volverme a la cama, descubrí mi propia imagen borrosa en el fondo de un viejo espejo; apenas pude contener un grito al ver aquella figura de alma en pena, con palidez de muerte, erizados cabellos y ojos de locura ardiendo febrilmente en el fondo de lívidas ojeras... Aún no eran las seis, cuando ordené a mi administrador que me ensillara la jaca. Me obedeció asombrado. —¿Se va, señor? —suspiró la moza.— ¡Y yo que le había matado una gallina para la comida!— Pero en vano me acariciaba con su voz y sus miradas. Todo mi ser estaba lleno de los horrores de la noche y nada más percibía. —Volveré, volveré...— balbucí sin ánimos, al montar a caballo. Pero no volví jamás. Arreglé, como él quiso, las cuentas de mi administrador, y dos meses después, por lo que se le antojó pagarme, le vendí la casa de mis mayores con todos sus tesoros, dignos de una catedral, y los demás bienes del valle. Por eso te decía que las almas del otro mundo me habían costado más de cinco mil duros.
—Las almas y la buena moza —repuse yo, maliciosamente.— No habrá dejado de apoyar con muy eficaces razones, cerca de su corazón de veinte años, las solicitudes paternas.
—No, no... sólo las ánimas... A la rapaza no la volví a ver. Le había cobrado tanto horror como a todas las demás cosas de Graña.
Detúvose otra vez la diligencia para mudar de tiro. Abrimos las ventanillas. De nuevo se llenó la berlina de la fragancia de los campos. Lejos y cerca, por las dormidas aldeas, los vigilantes gallos anunciaban la aurora.
La codorniz
Jamás hubo forzados de galera maltratados con tan negra impiedad por desalmado cómitre como lo éramos aquella docena escasa de rapaces, pollada de Seminario, galeotes del latín, que aprendíamos letras divinas y humanas bajo el áspero azote de un dómine sin entrañas, en la cátedra humilde de la diminuta villa de Somonte. Invierno y verano, mañana y tarde, la angosta callejuela “de la cátedra” llenábase con el sabio zumbar de los pretéritos y supinos que mascullábamos a coro, a cuyo compás movían sus bolillos las niñas que urdían randas en los balcones de las casas fronteras. Mas no pasaba hora sin que sobre la salmodia dormilona de nuestro abejorreo no se alzara la áspera voz del preceptor reprendiéndonos con airados gritos, al tiempo que, con profundo estremecimiento piadoso de las encajeras, resonaban los restallidos de la penca, con que eran tundidas nuestras costillas, y los clamores medrosos del castigado. ¡Infame latín! ¡Malditos Cicerón y Horacio! ¿Qué déspota en el mundo habrá costado tantos sollozos a la humanidad como la infanda Epístola ad Pisones? Con tales procedimientos de enseñanza nuestros lomos eran un puro cardenal, y nuestra mollera, a golpes de puntero, llenábase de chichones por fuera y de gramática por dentro.
Masculino es fustis, axis,
Torris, caulis, sanguis, collis...
¡Horror! ¡Al cabo de sesenta años me escuecen aún los trastazos!
Pero no solamente las niñas vecinas se compadecían de nuestros trabajos en el purgatorio de la latinidad; allí mismo, en la propia guarida del verdugo (Catilina por mal nombre), había quien se estremecía al oír los golpes y lamentos, y lloraba por los malos tratos que soportábamos: Rosiña, la hija de la vieja que servía al dómine. Era blanca, rosada, carnosita, con un remolino de vedijas de oro que revolaban constantemente fuera del pañuelo con que cubría su cabeza, y unos ojos azules, lindos como estrellas, que se empañaban de lágrimas cuando cualquiera de nosotros iba a la cocina a que las mujeres le lavaran algún punterazo que sangraba más de la cuenta.
—¡Ay, Jesús! Mire cómo tiene la cabeza, señora madre... Sangra como un carnero... ¡Pobriño! Tratar así a la gente no es de cristianos.
—Vete de ahí, rapaza... Tú qué entiendes. No les pegaría si no fueran ellos unos Herodes... Bien le duele tener que tratarlos así... ¡Si es bueno como un santo!
¿Como un santo? Seríalo. Pero una sola criatura en todo el mundo hubiera podido alabar justamente la bondad de aquel vejete dispépsico y egoísta: la codorniz, que, hecha una bola de pluma, dormitaba todo el día en una jaula de madera colgada en la ventana inmediata al pupitre del déspota. Pero la codorniz no decía nada: sólo cuando en la cátedra era mayor el estrépito de los castigos abría sus ojillos mustios, erguíase en la jaula y lanzaba un triple grito de guerra (¡pas-pa-llás! ¡pas-pa-llás!), a cuyo són cobraba nuevos bríos el azote del dómine. Tenía éste para ella una mirada tierna, a través de las gafas doctorales, cada vez que alzaba la vista de las mugrientas páginas del libro de traducciones, y blanduras de afecto en la voz cuando se acercaba a la ventana y le ofrecía unas migajillas de pan, con sus sucios dedos, por entre los barrotes de madera de la jaula.
Había todos los días una hora en que nos parecía bañada en sol aquella mazmorra inhumana de las humanidades; tornábasenos grata la esquiva dureza de los bancos, antojabásenos placentera la fosca sordidez del templo de Minerva: después de comer íbase el dómine a digerir su pote dando un regalón paseíllo por el puente asoleado, y a las veces, si el día era de los de alabar a Dios, olvidábase de la latinidad hasta más de las dos y media. ¡Y en tanto nosotros éramos amos y señores de la cátedra y de nuestras maltrechas personas! ¡Habíais de vernos! La idea de la esclavitud que en tal cárcel sufríamos aumentaba nuestra necesidad de locuras, las que habían de ser ruidosas para afirmar ante el universo entero nuestra libertad de un segundo. ¡Al demonio gramáticas y calepinos! Surgían mugrientos naipes para deleite de los más modosicos, mientras otros saltábamos de banco en banco, haciendo retemblar las apolilladas tablas de castaño del porquísimo suelo, o nos encaramábamos sobre el pupitre magistral, blandiendo el puntero y lanzando contra las renegridas vigas del techo el pringoso gorro de terciopelo con que nuestro verdugo se cubría la cholla tupida de latines. Cuando era excesivo el estruendo, la criada vieja asomaba su huesuda jeta por la puerta y nos endilgaba una prédica iracunda amenazando con denunciar al dómine nuestras travesuras. Pero sabíamos su ánimo bonachón, tanto que corría desolada a avisarnos así que aparecía la gruñona figura del pedagogo por la boca de la calle, y metíamos a chacota su reprimenda. Si la madre no estaba en casa, acudía a amonestarnos Rosiña con la linda carucha encendida en vergüenzas. Mas nunca llegaba a decirnos palabra, porque antes de que abriera la cereza de sus labios, estallaba tremebundo escándalo en la sala:
—¡Eh! Rosiña... Rosiña... Ven acá, prenda querida... Grita conmigo: “¡Muera Catilina!...” Grítalo, rica.
Y la moza se iba toda atortolada, con los ojos clavados en el suelo, como monja de convento.
Pero cuando nos advertían la llegada del tirano desde el atalaya, rompíamos a cantar a voz en cuello:
—Mergo, mersi, mersum, sumergir.
Sporgo, sparsi, sparsum, esparcir.
Tergo, tersi, tersum, limpiar...
acompañados por los golpes de la codorniz.
Un día hubo, en que al oír el redoble del pájaro alzóse entre nosotros fiera discusión, que hizo cesar todo juego, dividiéndonos en dos bandos enemigos, que sostenían sus respectivas opiniones con teológico celo. El caso no era para menos: dilucidábase si la codorniz sería macho o hembra. A gritos aducía cada cual gravísimas razones en apoyo de su tesis, dispuestos a sostenerla con la elocuencia de media docena de injurias y hasta con un par de puñetazos si llegaba el caso.
Ardía en toda su plenitud la controversia cuando alguien tuvo la maldita idea de reconocer al pajarraco para averiguar prácticamente su sexo. Uno de nosotros descolgó la jaula, metió otro la mano por la puertecilla y sacó al atemorizado avechucho, que revolvía los ojillos a todos lados buscando dónde ocultarse. Los demás nos echamos sobre el poseedor del pájaro, anhelando también ser instrumentos de la grave averiguación... Rápida disputa y cuando menos lo pensábamos, sin saber cómo ni por dónde, he aquí al avecilla que iba dando torpes aleteos bajo el ennegrecido techo de la cátedra. El espanto nos dejó congelados. Y gracias a que alguno, más dueño de sí que los otros, acudió prestamente a cerrar las ventanas, que si no, hubiéramos perdido a la fugitiva desde aquel mismo momento. Vueltos a la realidad por el acto de nuestro compañero, comenzamos la persecución del ave, la cual, después de algunos inciertos aletazos, se encontraba en el aire como en propio elemento y volaba lindamente de viga en viga sin que las boinas que le tirábamos lograran hacerla caer a tierra. Y en una de tales escaramuzas, deslizóse por la puerta de la sala, recorrió velozmente las negruras del pasillo, y en menos que se cuenta levantaba su atemorizado vuelo por el cañón de la escalera.
Mudos de terror subimos todos por los crujientes peldaños. El pájaro se golpea contra los vidrios telarañosos de la claraboya. Una gorra lo alcanza: parece derribarlo; pero el ave endereza otra vez su vuelo y se mete por la puerta de la buhardilla, donde tienen su dormitorio las dos mujeres. Seguimos tras él con silencioso paso, por evitar que alguien nos sorprenda en nuestra angustiosa cacería, y... ¿cómo decir ahora nuestro pavor? Sentada en un escabel, cosiendo delante de la ventana, descubrimos a Rosiña, que con mucha burla en los ojos y algún rubor en las mejillas, contempla a un hombre que se yergue en pie a dos pasos de la niña y le habla con acento entrecortado, apretando nerviosamente, una contra otra, sus ansiosas manos. ¡Catilina!
Canta la moza con risas en la voz:
—Por Dios... váyase de allí, señor, váyase de ahí... ¿No le da vergüenza?... Arreniego... Mire que tentarle el enemigo a sus años...
De pronto nos ve y lanza un grito, al tiempo que la codorniz, con aturdido vuelo, se precipita hacia el cielo azul por la ventana. El dómine se vuelve rápidamente con un rayo de ira tras las gafas, pero, al descubrirnos, se turba todo y nada acierta a decir. Uno tras otro vamos saliendo del desván en un silencio tal que oímos cómo golpean nuestros corazones contra las paredes del pecho. Bajamos la escalera y nos dejamos caer sobre los bancos del aula con el ánimo del condenado que espera la hora de la muerte. ¿Qué nuevo suplicio inventará el sañudo tirano para castigar la doble ofensa de la pérdida del ave querida y el descubrimiento de sus escarceos eróticos? Las carnes nos duelen de pensarlo. Tan abrumados estamos que ni fuerzas tenemos para escaparnos. Pasa un tiempo indefinible, señoreado por el terror. Todos permanecemos clavados en los bancos con los ojos en el libro y el alma llena de espanto.
Suenan por fin en la escalera los pesados pasos del monstruo... luego en el pasillo... ahora entra por la puerta de la sala... pasa entre los bancos... se acerca a la mesa, donde aún se muestra la jaula vacía. Todos seguimos inmóviles, sin resollar apenas, sintiendo como si el corazón se nos quisiera escapar por la boca. Ahora empuñará el puntero y... ¡Virgen Santísima! Pero no: coge la jaula y la cuelga de su clavo. Luego se acerca pausadamente a la mesa, encasquétase el gorro de terciopelo, se limpia las gafas con el pañuelo de hierbas, arrellánase en el sillón de enea, abre el libro y con voz un tanto temblorosa dice:
—Vamos a ver: Figuras de construcción.
Y al tiempo en que todos prorrumpimos a coro, con tono en que aún palpita la emoción pasada: —Hipérbaton, enálage, elipsis, zeugma...—nos miramos unos a otros con un secreto gesto de victoria.
¡Catilina nos tenía miedo!
Florecilla
“La provincia delta Marca d’ Ancona fu anticamente, a modo che ’l cielo di stelle, adornata di santi ed esemlari frati; i quali, a modo che luminari di cielo, hanno alluminato e adornato 1’ Ordine di santo Francesco e il mondo con esempli e con dot trina.”
—Fioretti di San Francesco.
¡Oh tú, Marca de Ancona, dichosa tierra entre la montaña y el
mar, luce tu fama de santidad, como el cielo de estrellas! Cuando en
Asís se encendió en pecho humano aquella hoguera de caridad divina que
se llamó Francisco, a cuya palabra prendía el fuego de amor en los
corazones, como en maduras mieses por agosto, fuiste tú, Marca de
Ancona, la tierra que más se abrasó en aquel incendio, la que más
apóstoles trajo para la santidad nueva y la que dió más enamorados
amadores a la Virgen Pobreza. En tu ribera, se congregaron los peces de
tu mar y de tus ríos, al mandato de la voz del hermano Antonio, y a su
modo, reverentes, adoraron al Creador. Al pie de los pinos de tus
selvas, y entre las quiebras de tus peñascales, hubo franciscanas
colmenas, de donde manaba, gota a gota, la miel de la plegaria. ¡Cuántas
veces, alguno de aquellos santos ermitaños, arrebatado de un éxtasis,
fué suspendido corporalmente en los aires a más de cinco brazas del
suelo! ¡Cuántas, los pájaros del bosque venían a posarse domésticamente
sobre los hombros y el pecho de los enajenados penitentes, cantando
cánticos de mucha maravilla! ¡Cuántas, en fin, los ángeles del Señor,
pisaron tus breñales, por templar, con la dulzura de su presencia, la
mortificación huraña de los solitarios! ¡Oh, tú, Marca de Ancona,
dichosa tierra, luce tu fama de santidad, como el cielo de estrellas!
De la vida de uno de aquellos insignes varones de virtud y fortaleza arranqué yo esta tierna florecilla. Ojalá no pierda su fragancia al ser tratada entre mis manos indignas.
En el conventillo humilde de Forano, cuya esquila cantaba las litúrgicas horas, colgada entre peñascos y canchales, como una golondrina al borde de su nido, no había fraile más santo que el hermano Conrado. Bastaba verlo. Sus combas espaldas, su paso incierto, el temblor de sus manos rugosas, que mostraban crudamente la traza recia de venas y tendones, la hondura de las cuencas en que se perdían sus ojos entre ceniza de ojeras, las graves arrugas que abrían surcos de dolor en su cara y en su frente, las mejillas sumidas bajo los nudos crueles de los pómulos, contaban de privaciones y de penitencia. Pero la alteza secreta de su santidad era murmurada por la sonrisa niña, fresca como chorro de fuente, que sin cesar apuntaba en su boca, entre la nieve luenga de las barbas, y por la clara ingenuidad de sus pupilas, limpios lagos donde los serafines se miraban.
No siempre residía en el convento, que su anhelo de Dios más reclamaba la libre soledad de las cumbres, donde se anega el alma en la gloria del Señor, que no la estrecha penumbra de la ermita, ni los prescritos y monotonos rezos del coro. Tan sólo para oír la mañanera misa bajaba cada fiesta al monasterio, y se retiraba a sus solitarios riscos luego de acabado el sacrificio.
El día de mi relato, el santo fray Conrado iba trepando penosamente por el áspero sendero de la montaña, de vuelta de la misa del convento. En la misa había recibido al Señor. Mas en este día no sonaban en su pecho aquellos ardientes cánticos de alondra con que otras veces su alma comulgaba en Jesús. Ascendía con trabajo por el camino roqueño, inclinados los hombros, vacilantes las piernas, entrecortado el aliento, más por la pena que por la fatiga: allá dentro, en lo oscuro del alma, parecíale sentir el astuto aliento de una tentación y temblaba de sentirlo. Que no era la suya, santidad de ignorancia, sino de victoria, y harto crueles horas de lucha quedaban atrás, en su dilatada vida, en las que el Malo había tendido ante su vista el amplio tapiz de los turbadores encantos de la tierra, o se le había metido, a lo ladrón. en el espíritu, tornándole áridas las fuentes del amor de los cielos.
De pequeña ocasión brotaba aquella vez su desconsuelo. Al salir de la iglesia, en el atrio, había sorprendido una geórgica escena de humilde paz: una aldeana joven, sentada bajo la gran cruz franciscana de madera, levantaba en sus brazos un florecido niño, presentándoselo, risueña y feliz, a un campesino anciano que estaba en pie ante ella. Chillaba:
—¡Anda!... ¡frailecito mío!... ¡santico de tu madre!... ¡rey de la tierra!..., dale un beso al abuelo... Anda, con tu boquita rica... A ver cómo sabe mi nene darle un beso al abuelito...
El viejo se inclinaba amoroso, acercando su semblante mustio a las húmedas guindas de los labios del chicuelo, cuyas manos acariciadoras revolaban como mariposa por las blancas barbas y la cabellera cana del anciano, al tiempo que cantaba con voz de avecilla:
—¡Abelo!... ¡Abelito!...
Ahora, mientras el fraile iba subiendo por la montañosa senda, la clara voz del niño volvía a sonar en sus entrañas, amarga como un remordimiento. —¡Abelo!... ¡Abelito!...— Jamás criatura alguna habría de decirle a él eso... Jamás las arrugas de su frente, quemada por el sol de las sierras, sabrían del halago de un beso de nieto... Y aquel varón espejo de virtudes, que, año tras año, había vencido tercamente todas las tentaciones de la tierra, sentía una angustia nueva que le apretaba el pecho, y por su garganta arriba ascendía una bandada negra de sollozos. —¡Abelo!... ¡Abelito!...— El santo ermitaño lloraba.
Vencido de las lágrimas, cayó de rodillas bajo la fronda austera de un pino.
—¡Oh, corazón liviano!... ¡Después de una vida entera de agria lucha!... ¡Señor! ¡Señor! ¡Socórreme!... ¡Ni aun ahora, en la última vejez, en vísperas de comparecer ante la Justicia suprema, logro arrancarme a los deleznables afectos terrenos!... ¡Voluntad miserable!... ¡Quién podrá decirse en paz y seguro sobre la tierra!...
Así se lamentaba. Y los dedos del viento, agitando la ramazón sonora de los pinos, ponían a sus quejas un comentario lúgubre. Mas entre la angustia de sus ruegos, el ermitaño seguía siempre escuchando en su pecho el tierno gorjear del niño:
—¡Abelo!... ¡Abelito!...
Acudió entonces a buscar auxilio en un manuscrito del Nuevo Testamento, único bagaje de que no se desprendían aquellos compañeros del Pobrecillo de Dios de Asís, que, como los enviados de Jesús en el Evangelio, nada llevaban de viático en su peregrinar por la existencia, ni dobladas túnicas, ni alforja, ni pan, ni báculo. Abriólo al azar, como solía el seráfico padre en sus necesidades, y el libro santo le señaló un pasaje de San Lucas: el de la presentación en el Templo, cuando el anciano Simeón estrecha al Redentor divino entre sus brazos.
Fray Conrado fue leyendo despacio, con ojos turbios de llanto, y, según leía, las benditas palabras iban purificando la pasión de su alma, como abrileña brisa, de nubes, el cielo. Sus ansias no desaparecían; mas ya no suspiraba por la caricia de criatura humana, sino que quería sentir algo de la dulcedumbre de que gozó aquel justo anciano de Jerusalén cuando pudo apretar contra su pecho al Salvador de los pueblos.
Devotísimamente, con grandes suspiros, impetraba aquella gracia de la Virgen María. La misericordiosa Señora escuchó su angustiado ruego y quiso darle consuelo. Allí, a dos pasos del postrado ermitaño, entre esplendor de luces y suavidad de aromas, se apareció la Reina de los Cielos tendiendo hacia el fraile las azucenas de sus manos, que le presentaban su divino Hijo. Y el solitario creyó morir de dicha cuando los bracitos desnudos del rosado infante se anudaron a su flaco y negro cuello; y luego aquella encendida boca, que predicó el amor, más fragante que una primavera de flores, le fue besando las arrugas penitentes del rostro, y entre beso y beso, con voz de avecilla, le arrullaba:
—¡Abelo!... ¡Abelito!...
Que todos, alguna vez, en lo escondido del corazón, sintamos la
suave caricia de sus manos y que a su halago se torne niña nuestra alma.
Para alabanza y gloria de Cristo. Amén.
Maleficio
Restallaban los truenos con fragor horrísono, despertando los dormidos ecos de los montes, y a su voz estremecíase la decrépita techumbre de la casuca aldeana, cuyas vigas crujían como si fueran a derrumbarse al peso del miedo. El cegante fulgor de los relámpagos abríase paso por las mal unidas tejas y las carcomidas hojas de las ventanas, metíase violento en el mísero hogar e iluminaba, con su luz despiadada, el suelo de tierra de la vivienda, las desnudas paredes de oscura pizarra, el tosco maderamen del tejado, negro del hollín que, año tras año, habían ido depositando en él los humos del llar, que, a falta de chimenea, salían trabajosamente al cielo por las hendiduras de la teja vana, trocando la casa entera en incensario.
Apretujada contra su marido, temblorosa de frío y espanto, la tía Antona respiraba con angustia, gemía y rezaba bajo las mugrientas mantas de la yacija conyugal:
—Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita... ¿Pero tú oyes, hô, tú oyes?... ¡En mi vida toda!... Estos no son truenos. Es que el mundo se hunde y el Señor llama a juicio a sus criaturas.
Pero el tío Mingos gruñía sordamente para que el terror no se le asomara a los labios:
—¡Cállate, mujer! ¡Duérmete!... Es una tronada como todas...
—¡Qué ha de ser!... ¡Si habré visto yo tronadas en los setenta años que Dios ha querido tenerme hasta hoy en el mundo!... ¡Pero como ésta!... ¡Escucha, escucha!... ¡Dios me lo perdone! Es como si el enemigo anduviera levantando las tejas del tejado.
Caía a torrentes la lluvia; azotaba muros y techumbre con un estruendo tal, que por momentos perdíase en él el bronco retumbar de los truenos. Dentro de la casa llovía poco menos que fuera; hasta la propia cama llegaba el agua. El chorrear de las goteras y el fatigoso aliento de la anciana sonaban acompasados en medio del estrépito exterior. Y la vieja pensaba entre suspiros y oraciones:
—¡Si no se hubiera acabado la vela del Sacramento!... Ma ya se sabe... los pobres, gracias si podemos alumbrar al Señor con un cirio de los más pequeños..., y aun para eso sacándolo de la boca... Verdad que dice el cura que el Santísimo ve las intenciones, y sabe que no podemos más... Así es... Pero como era un cabito de nada lo que el sacristán le devolvió a mi marido el sábado de Gloria..., con un rato que lo tuve encendido la otra vez que hubo truenos, no quedó de él más que un montoncito de cera...
Sin embargo, cobijando una remota esperanza, ya que por tenerla clavada en el lecho su mal, poco sabía ella de las cosas de la casa, preguntóle al compañero, que se fingía dormido a su lado:
—¿Por qué no enciendes la vela del Señor, Minguiños ?
—Pero, mujer, ¿tú no sabes que se consumió toda?
—¡Vaya por Dios!... ¡Todos son trabajos en esta vida!
—¡Duérmete, duérmete..., que ya va pasando!
Una permanente ternura conyugal, mantenida viva más de medio siglo, vibraba en aquellas palabras. Dios no les había concedido hijos; pero en cambio nunca habían faltado enfermedades; no por parte de él, que era, ¡abofellas!, el viejo mejor plantado de toda la parroquia; pero la mujer, costurera de aldea, fina y adamada como una señorita, había agotado en su persona el catálogo de males y remedios conocidos de la recóndita ciencia médica rural. Desde cinco años atrás sus piernas ya no podían con el peso de su desvencijado cuerpo, y no se levantaba de la cama.
—¡Duérmete, duérmete..., que ya va pasando!
Y en aquel mismo instante un resplandor vivísimo penetró en la pobre vivienda, al tiempo que un trueno gigantesco bramaba sobre ella, haciéndola retemblar.
Gritó la mujer:
—¡Jesús! ¡Ave María!... ¡Arreniego!... ¡Allí está! ¡Allí está! ¡Allí lo he visto!...
Y el marido, con acento falsamente tranquilo, no queriendo parecer asustado:
—¿Tú que has visto, mujer? ¡Sé que loqueas!
—¡El Enemigo! ¡El Malo!... ¡Arreniego!... ¡Allí!... ¡Allí!... ¡Detrás de la artesa!... ¡Mira! ¡Mira cómo brillan sus ojos de fuego! ¡Cómo se clavan en nosotros!
—¡Calla, calla, mujer, no digas locuras!
Pero el tío Mingos se bajó temblando de la cama y encendió un mixto. La roja estrella palpitó débilmente en la sórdida tiniebla de la cocina.
* * *
Mañana cristalina. Todas las cosas del campo alientan con
infantil alegría. Juguetean los claros rayos del sol en colinas,
arboledas, sembrados y brañas; limpio y profundo es el azul de los
cielos; corren bulliciosos los arroyos; ábrense fragantes corolas de
flores; cantan locamente las aves en la delicia de ver de nuevo la luz
después de la noche aterradora. “¡Otro día! ¡Otro dia!...” Y saludan al
sol como si debiera ser eterno.
Alboreaba apenas cuando salió por su puerta el tío Mingos, recio como corazón de roble. Su mujer quedaba adormecida entre las mantas, y él, aprovechando su sueño (ya que cuando se despertara no habría de faltarle quehacer en el hogar, entre cuidar a la enferma y atender a la casa), íbase a coger unas berzas para el caldo y ver, de paso, si la tormenta nocturna había producido mucho estrago en sus labrantíos. Costaneras eran sus tierras; el agua de la tempestuosa lluvia había rodado en cascadas monte abajo, y las matas de maíz bien pronto están arrancadas.
Llegó a los sembrados. ¡Sí era para gemir y desesperarse! Un maizal, que la víspera se enorgullecía con la lozanía de sus plantas, armadas ya del airón de la flor, estaba ahora mustio y destrozado; arrancados muchos de los pies, rotos por el tallo y caídos a tierra los restantes. Por mitad de él, arrastrando consigo tierra y matas, había descendido turbulenta arroyada.
El tío Mingos fue recorriendo despacio su heredad con ojos arrasados en llanto. —¡Señor! ¡Que la suerte nunca se había de cansar de serle contraria!... ¿No era bastante llegar a la extrema vejez sin poder confiar en los brazos de un hijo que le ganara el sustento cuando sus fuerzas se acabaran? ¿No era bastante tener a su mujer doliente e impedida, viéndose él obligado a hacer frente a todos los trabajos del campo y de la casa sin ayuda de nadie? Y ahora, el pan del año, sembrado y labrado a fuerza de desvelos, como quien cría a un hijo, se perdía en los ciegos furores de una tormentosa noche, condenando al hambre a un anciano y a una enferma. ¡Señor! ¡Señor!
Apenas le dejaban ver las lágrimas cuando llegó a lo más hondo del predio, allí donde la entraña peñascosa del monte había quedado casi desnuda al castigo del agua; ni una sola mata de maíz se conservaba en pie. Pero... ¿qué sería aquello que con tan claro resplandor brillaba en el improvisado cauce, entre dos guijarros? Presa de oscura ansiedad, bajóse a recogerlo...
¡Repucheta! En la vida había visto cosa más extraña. Era una barra de metal dorado, encorvada en redondo, limpia y brillante como si en aquel punto saliera del taller del artífice. Tenía en sus extremos dos pulidas esferas, y en la parte central un menudo adorno de espirales.
El tío Mingos daba vueltas entre sus manos al objeto encontrado; mirábalo y remirábalo, atraído por el misterio de su forma, fascinado por su brillo solar, abandonándose a una tibia sensación deleitosa que le invadía el alma. ¡Dios nos asista! ¡Si relumbraba como el oro! Y tal palabra resonábale en el oído como una maravillosa música sobrehumana. ¡Oro! ¡Oro!... Claro que el oro no anda así tirado por los sembrados... Pero ¡tantísimos tesoros como hay enterrados del tiempo de los moros!... Aunque él, tan desdichado en todo, no iba a tener la fortuna de dar con uno de ellos... ¡Quiá! ¡Imposible!... Pero yo no sé qué hechizo había en el claro fulgor de aquel metal, que cautivaba sus ojos y le metía por el alma adentro una irracional confianza en un porvenir dichoso, que casi le hacía mirar con desprecio el destrozado pan de la invernada. En vano sompesaba aquel objeto para calcular su valor, y se decía: —¡Phs! Valdrá unos diez reales!— La vista de lo hallado infundíale una risueña esperanza, envolvíale en suave caricia; era como si amistosamente le prometiera: —¡Ya verás, ya verás!... ¡Tonto!...
Mas de pronto se apoderó del tío Mingos la idea de que alguien le estaba espiando. ¿Quién le miraba? ¿Quién había visto su hallazgo? Volvió los ojos a todos lados, temblando de angustia... Nadie; estaba solo en medio de los campos. Y él juraría, sin embargo... Guardóse presuroso la extraña cosa en el pecho, dentro de la camisa, a raíz de la carne.
* * *
En los cincuenta años largos de su matrimonio no había visto a su
marido la tía Antona con semblante tan singular como aquella mañana al
volver de las heredades. Tal gesto traía, con tal acento contestó a las
tímidas palabras con que la esposa preguntó por el estado en que se
encontraban los maizales, que la pobre mujer guardó un humilde silencio
en todo el resto de la mañana, contemplando desde su lecho, con asombro
creciente, las extrañas maneras con que el tío Mingos iba y venía por la
casa .
—¡En mi vida toda!... ¡Si hasta habla solo, y no siempre en voz baja!
Tampoco habían comido nunca un caldo menos apetitoso que el de aquella mañana: crudas las berzas, ahumado. Como que ya muy tarde el tío Mingos había encendido una descomunal hoguera en mitad del fogón, quemando la leña de media semana, y había plantado el pote sobre ella, sin volver a ocuparse del caldo hasta el instante de llenar las tazas. Apenas pudo tragar su ración la tía Antona. Mas su marido sorbióse estrepitosamente la suya; y no bien la hubo despachado, cuando, tras limpiarse los morros con dos violentas fricciones del dorso de la mano, levantóse del banco y salió de la casa sin decir palabra.
La tía Antona no salía de su pasmo; jamás había acaecido entre ellos nada semejante. ¡Aquel hombre, todo miel de cariño, que cuidaba de ella y de la casa con diligente paciencia!... ¿Quién se lo había mudado?... ¡Dios mío querido!
Y no fué ella la única a maravillarse del cambio: también las mujerucas del lugar, que hilaban su cerro acurrucadas en los umbrales de sus puertas, tuvieron chachareo para toda la tarde con que el tío Mingos cruzara por la aldea, camino de Somonte, fosco, ceñudo, sin saludar ni ver a nadie, él, tan festejero, que no había vieja ni moza para la cual no tuviera burlas y bromas.
Llegó a Somonte y se dirigió a la botica de Galvín (ya lo sabéis: calle Real, subiendo, a mano derecha, bajo los soportales). El boticario, solterón inconmovible, colorado y carirredondo como farolillo de verbena, terminada su meridiana refección, harto suculenta y copiosa, reforzaba sus estomacales energías con una taza de café y unos sorbos de coñac, tomados en la propia mesa de comer, contemplando los restos del cotidiano banquete, como general vencedor se goza en el campo de batalla con los gloriosos despojos de las huestes contrarias
No bien supo quién por él preguntaba, hizo pasar al tío Mingos hasta el propio santuario de sus funciones gástricas.
—¡Hola, tío Mingos! ¿Qué tripa se le ha roto a usted para venir a buscarme por la fresca canicular de las dos de la tarde?
Pero en seguida se llenó de asombro al ver cómo su visitante, sin atender a saludarlo, recorría la habitación inspeccionando los rincones, miraba a través de los vidrios de las ventanas, cerraba las puertas, se acercaba de puntillas al sillón del dueño de la casa, quedábase un buen rato mirándolo de arriba abajo y, por último, rompía a hablar con entrecortados sones:
—Don Prudencio..., ¿usted es mi amigo?...
—Sí, hombre, sí... ¿Qué te pasa?
—Don Prudencio..., ¿usted es mi amigo? ¿Usted es mi amigo como lo fué su padre? ¿Usted es capaz de guardarme un secreto y de no descubrirlo aunque le arranquen el pellejo, aunque lo maten?
El boticario íbase alarmando al ver los alucinados gestos del anciano, y se puso en pie por librarse mejor de cualquier agresión, juzgando ya al tío Mingos loco rematado. Sin embargo, quiso tomarlo a broma, por ver si de aquel modo alejaba de sí aquel nublado, y dijo con forzada risa:
—Sí, hombre... Acaba... ¿Es que vienes a pedirme unos polvos para deshacerte de tu mujer? Me parece muy razonable... ¿O quizá para alguna moza a quien tú...
—¡Déjese de bromas!... ¡Júreme que por nada de este mundo se lo dirá a nadie!
—¡A nadie, hombre!... ¡Caray! Acaba de una vez, que ya tengo ganas de irme a dormir la siesta.
Nueva mirada inquisitiva en torno a la estancia. Después, lentamente desabrochóse la camisa el tío Mingos, se metió la mano en el seno y, con aire misterioso y solemne, sacó la extraña cosa hallada en los maizales.
Al boticario no le faltaban sus ribetes de arqueólogo, y, sobre todo, era señor de un formidable caudal de entusiasmos cuando había comido bien, y así, tomó el objeto entre sus manos y comenzó a dar ruidosas muestras del más desmedido asombro.
—¡Cómo!... Pero ¿dónde has encontrado esto?... ¡Qué maravilla!... ¡Qué pasmo!... ¡Qué adornos!... ¡Qué perfecta conservación!... ¡No hay Museo de Europa que posea su igual!... Esta es la torques más hermosa de todo el arte céltico!
El tío Mingos intentaba pescar positivas verdades en medio de aquella espumeante catarata de exclamaciones.
—Pero diga, señor, y luego: ¿es de oro?
—¡De oro! ¿Y de qué ha de ser?... ¿No lo estás viendo? ¿Qué otro metal se habría conservado más de dos mil años bajo la tierra sin perder su brillo?
Apretó más en sus preguntas el inventor de la joya, y el boticario, olvidado de su siesta, acabó trayendo piedra de toque y balanza para valorar lo hallado.
—Tendrá unos cinco mil reales de oro—acabó diciendo;— pero el oro en ella es lo que menos vale. Lo que importa es la forma, la perfección del trabajo... Si fuera mía, no la daba ni por dos mil pesos. ¡Ya vendrían a bandadas los ingleses y americanos a querer comprármela!
Mientras tanto, se había enterado detalladamente de dónde había sido el hallazgo.
—¡Oh ¡No había duda alguna!...—decía ardiendo en entusiasmo.— Allí, en aquella heredad del tío Mingos, tenía que haber sepulturas antiguas!... ¡Ya alguna vez le había sorprendido la configuración del terreno!... ¡Sí! En cuanto recogieran la cosecha harían excavaciones... El se iría a París y Londres a vender los tesoros... Para los dos habría riquezas inacabables...
Largo tiempo siguió fantaseando por tan rosada senda, y terminó con este consejo:
—Ni una palabra a nadie de la aldea..., no vaya a correrse la noticia y venga alguien, registre el terreno y nos robe lo que es nuestro.
* * *
Aquella tarde, cuando el tío Mingos llegó a su casuca miserable,
no veía ante sus ojos más que montones de oro, cuyo brillo cegaba. ¿Cómo
había de ocuparse de encender la lumbre y calentar el caldo para la
cena? Nada le dijo a su mujer; nada se atrevió ella a indicarle. Y así,
la noche del día en que la fortuna se les había entrado por las puertas,
se quedaron sin cenar ambos cónyuges.
Una cuestión gravísima preocupaba al tío Mingos: dónde esconder su tesoro de modo que no diera con él nadie. Cierto que el boticario se había ofrecido a custodiarlo; pero por nada del mundo lo habría confiado ni a él ni a nadie. ¡Desprenderse de su oro!... ¡Ni un instante!... Ocultólo primero en la hucha, entre las viejas galas de su mujer. Pero por la mañana no le pareció ya seguro el escondrijo y lo metió en la corte de los becerrillos, entre la paja. Otro día lo tuvo en el horno; después, entre la hoja de maíz del jergón de la cama; levantó una piedra del llar, por último, y lo escondió debajo.
Perdió por completo el sueño; cada uno de los indefinibles ruidos de la noche antojábasele el cauto andar del ladrón codicioso de su fortuna. De día tampoco osaba dejar la casa, no fueran a robárselo en su ausencia. Estábase sentado en un rincón, fosco, silencioso y huraño. Olvidaba la antigua ternura, las dulces palabras con que antes trataba de entretener las inacabables horas de la uniforme existencia de la enferma; olvidaba los cariñosos cuidados que antes le dispensaba, dejándola ahora abandonada en su jergón como a una bestia enferma, fuera el alma; olvidaba preparar los yantares con el pulcro celo de antes: olvidaba cortar hierba en los prados para los ternerillos, que pasaban los días mugiendo tristemente ante el pesebre vacío... Esto último era lo que provocaba la indignación de la tía Antona; aquello era de lo que se lamentaba con las vecinas cuando, a escondidas del tío Mingos, que a nadie quería ver en la casa, venían un instante a compadecerla y consolarla. Que no se ocupara de ella... bueno... estaba bien... en cincuenta años de matrimonio no había tenido cosa de qué quejarse... Nunca había habido mujer más considerada... Si ahora estaba cansado de cuidarla, buena paciencia había mostrado antes... ¡Pero no atender a los pobres animaliños de Dios!... ¡Eso, eso sí que era pecado!
Y las vecinas salían haciéndose cruces. ¡Quién lo había de decir, Señor Todopoderoso! ¡Un hombre sin un vicio! ¡Ni jugador, ni mocero, ni borracho! ¡Sólo mediando un sortilegio!... ¡Sólo estando embrujado!
* * *
Una idea, entre tanto, iba abriéndose paso por la mente del tío
Mingos: ¿Qué necesidad tenía él de andar en tratos con el boticario
pildorero para desenterrar el tesoro de su heredad? ¿No era suya la
tierra? ¿No le bastaba con sus propios puños para cavar hasta el corazón
del monte, ya que por desdicha no sabía él los conjuros que, sin
trabajo, arrancan las riquezas de lo profundo?... ¿Para qué había de
esperar a recoger el maíz como le aconsejaba el otro?... ¡Por cuatro
espigas miserables!... ¡No fuera a adelantarse el tio aquel y le dejara
sin nada! Y ahora iba a la heredad varias veces al día; recorríala de
arriba abajo, temiendo encontrar removida la tierra y robado el tesoro.
Pero una noche no pudo reprimir por más tiempo sus deseos de buscar aquella riqueza. Levantóse de la cama, se armó de pico y azadón y fué a cavar su terreno a la incierta luz de las estrellas. Las matas de maíz, con sus ya casi maduras mazorcas, eran arrancadas sin duelo por sus azadonazos. Cavó la noche entera, y tan encendido estaba en el entusiasmo de su tarea, que siguió dando golpes de pico después de rayar la alborada. Los madrugadores de la aldea vieron, maravillados, cómo destrozaba los frutos de su sembrado. En toda la semana no se habló de otra cosa en media parroquia. ¡Jesús! ¡Mi madre! ¡Jamás se había sabido de locura semejante! ¡Arrancar el pan que da nuestro Señor a los pobres! ¡Que lo regalara si estaba de él tan sobrado!
Y una vecina caritativa, en un momento en que el tio Mingos salió a vigilar el campo del oro, entró en la casa y le refirió todo a la desventurada tía Antona...
Ante la magnitud del mal, formóse un heroico propósito en el pecho de la impedida. Había callado hasta aquel momento porque para ella sola era el daño, y para eso estaba casada, para aceptar pacíficamente todo el bien o el mal que de su marido le viniera. Pero ahora, el insensato se condenaba a sí propio a morir de hambre, y eso no lo podía consentir una mujer como Dios manda. Que la matase a ella, si le venía en gana; pero él no había de quedarse sin un cacho de pan para la boca.
A las once de la noche, después de la mísera cena y la lúgubre velada, cuando el tío Mingos, creyéndola dormida, empuñaba sus herramientas para irse como la víspera al campo, la vieja se sentó de repente en la cama, y con voz resuelta le dijo:
—Oye, Mingos... ¡Se acabó!... Esta noche no sales.
Volvióse a mirarla el marido, pasmado de aquellas palabras, dichas en un tono que en cincuenta años de matrimonio no había nunca escuchado.
—¿Tú qué dices, mujer?
—Lo que oyes... ¡Que no sales, y que no sales! Y tendía los brazos desde lejos como queriendo agarrarle.
—Sé que has loqueado...
—No sería raro con la vida que me das...
—Eso; quéjate ahora...
—No, si yo no me quejo. Para vivir como vivo, prefiero que me trates mal, y así me moriré antes. Pero es que sé lo que tú vas a hacer a estas horas; sé que vas a arrancar el fruto que había de darte pan para el año, y eso no te lo consiento... ¿Oyes?... No te lo consiento.
El marido se sentía dominado por una cólera ciega, bárbara, nunca hasta entonces conocida, que era fuego abrasador en su frente y nudo que estrangulaba en su garganta. Gritó fuera de sí:
—¡Cállate, mujer!... Hago eso porque me da la gana..., y ni tú ni nadie...
Pero la tía Antona cobraba ánimos al oír sus descompasados gritos. Le interrumpió chillando:
—¡Pues no lo has de hacer!... ¡No lo harás!... Me iré detrás de ti por el camino..., arrastrándome..., y con mi cuerpo cubriré las plantas... Llamaré a los vecinos, que todos saben que estás loco, para que te cojan y te aten.
—¡Hazlo y verás! —bramó el tío Mingos, enloquecido de furia homicida, mientras su puño apretaba rabioso el mango de la azada. —¡Anda, hazlo!
Y la tía Antona clamó, presa de pánico:
—¡Socorro!... ¡Socorro, vecinos!... ¡Mi marido me mata!
Ya tenía el arma levantada sobre la cabeza de la infeliz, cuando le detuvieron aquellas tremendas palabras. Tiró al suelo la herramienta, se apartó corriendo de la cama y salió de la casa gritando:
—¡Lo que iba a hacer, Virgen Santa!... ¡Esta mujer me pierde!... ¡Esta mujer me pierde!...
Cerró la puerta con recio portazo.
A la noche siguiente, la tía Antona, cubierta con el negro traje de merino de sus tiempos de novia, cruzadas sobre el pecho las amarillas manos sarmentosas, yacía en un féretro en medio de la cocina. Cuatro cirios chisporroteaban a su lado.
Al regresar a casa de madrugada, después de haberse pasado la noche, como can sin amo, vagando por los campos, su marido había encontrado próximo a la puerta su ya frío cadáver.
A sus gritos habían venido los vecinos de la aldea, y ellos habían amortajado a la difunta, habían adquirido velas y ataúd, revolviendo toda la casa en busca de ropas y dinero, ya que con el tío Mingos, sumido en el más completo estupor en un rincón del llar, para nada podía contarse. No había modo de arrancarle palabra; ni siquiera oír parecía.
Llegó la noche y fueron retirándose los vecinos, que no era de las de holgorio, vino y rosquillas la velación de aquel cadáver. Dos mujeres solas, con sus oscuros mantones echados sobre la cabeza, quedáronse adormiladas en un banco...
En la soledad y el silencio, contemplando al resplandor de los cirios la demacrada faz de la difunta, fué haciéndose luz en el espíritu del tío Mingos; comprendía el abominable abandono en que había dejado a la infeliz mujer; dolíase de sus durezas, de sus crueldades. Al reconocer su culpa, se fundían en convulsivo llanto los hielos de su corazón. Y más lloraba aún al parangonar su vil conducta con la resignada paciencia con que su mujer la había soportado.
—¡Perdón!... ¡Perdón!... ¡Mi santa!
Meditando en su infame proceder, se preguntaba:
—Pero ¿cómo, cómo habré podido portarme así al cabo de una vida entera de cariño? ¿Cómo habré caído en esas locuras?
Y cavilando, cavilando, recordó que todo había comenzado al encontrar aquel objeto misterioso, una mañana, en los maizales; el fulgor de aquel oro le había envenenado el alma.
—¡Sí! ¡No cabe duda! ¡Eso es! ¡Aquel Judas de cosa me ha maleficiado!
Y tomó una determinación repentina. ¡Fuera! ¡No la quería! ¡No la quería! ¡Por ella había estado a punto de matar a su mujer!... ¿De matarla?... Pero ¿no la había matado? ¡Sí! ¡Por ella, por aquella cosa del demonio la había matado! ¿Y qué otros crímenes no habría de hacer ¡Dios mío! si la conservaba? ¡Aquella cosa lo enloquecía, cerrábale para todo bien las puertas del alma! ¡Fuera! ¡Fuera! Que su difuntiña, que ya gozaba de la paz de Dios y ningún daño podía recibir de aquel oro maldito, le hiciera la merced de librarlo del enemigo, siendo buena para él hasta después de muerta. Con ella había de enterrarlo.
Levantóse de su rincón, observó el sueño de las mujeres, y viéndolas profundamente dormidas, acercóse calladamente al escondrijo de su tesoro, sacólo de él, y sin mirarlo, por miedo a que otra vez lo hechizara su resplandor diabólico, lo colocó como collar sobre el escuálido pecho de su mujer, escondiéndolo entre la mortaja. Después, deshecho en sollozos, puso un largo beso de paz en la frente del cadáver.
El mayor de los milagros
“Entonces le hablaron algunos de los escribas y fariseos, diciendo: Maestro, deseamos que nos hagas ver algún milagro.”
—San Mateo, XII, 38.
Jesús había predicado sobre la montaña y desde una barca, en la
orilla del lago de su patria. Y el lago y la montaña se habían
estremecido al són de sus palabras, más duraderas que los cielos y la
tierra.
Como la selva al primer soplo de primavera preñado de promesas, así había palpitado el alma anhelante de los pueblos, malparados y decaídos, rebaño sin pastor que seguía a Jesús por los polvorientos caminos de las caravanas, en el abrasado yermo de la patria. Era una gente miserable y hambrienta, mordida de lepra, señoreada por demonios, que incubaba la gran esperanza de un destino inmortal en su ignorado espíritu.
Y la voz de Jesús, sus ejemplos, sus amenazas, eran sobre ella como resplandores de aurora en el desierto. Las tormentas que se levantaron antaño al clamor de los viejos profetas bramaban otra vez en los corazones. Por los caminos extendíase el grito. —¡He aquí que un gran profeta ha vuelto a nosotros! ¡He aquí que Elías está de nuevo con su pueblo!— Y las gentes salían a buscarlo, mostrando al sol sus podres, hambrientas de la palabra de vida. Jesús temblaba, angustiado de no poder realizar toda la obra.
—¡Ay de mí! ¡Que las mieses son muchas y pocos los obreros!
En la melancolía de un atardecer, cuando Jesús marchaba hacia Jerusalén, mustia la frente, sintiendo que su vida, como el día, se acercaba al ocaso, un joven salió a su encuentro en despoblado:
—Maestro bueno —le dijo,— ¿qué obras debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Jesús se quedó contemplándolo. Bajo su vestido humilde adivinaba un varón de la clase señoril y gobernante. No era ya el primero que se le había acercado.
—¿Por qué me llamas bueno? —respondió Jesús.— Uno solo hay bueno, que es Dios. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.
—¿Cuáles? —preguntó ávidamente e! joven.
Y Jesús le dijo:
—No matarás; no cometerás adulterio; no hurtarás; no dirás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre; ama a tu prójimo como a ti mismo.
Entonces aquel joven habló desencantado:
—Todas estas cosas las he cumplido desde mi juventud, y no encuentro la vida. ¿Qué más me falta?
Jesús lo miró ansioso, con ojos que registraban las entrañas, y en voz baja, apasionada, le dijo:
—Sí quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme. Tendrás un tesoro en el cielo.
Pero habiéndolo oído, el joven se fué triste; “porque tenía muchas posesiones”, añade el evangelista.
* * *
El hombre aquel —no sabemos su nombre— había suspirado desde la
niñez por un destino de gloria para su pueblo. Había forjado su espíritu
en el estudio de los libros santos, y se enorgullecía de su sangre, la
primera del mundo; la que pactó, una vez, con el Señor; aquella para la
cual se abrieron caminos entre las ondas del mar y manaron agua las
rocas del desierto. Mas después habían venido días de abyección y
vergüenza; el pueblo único había soportado cautiverios; con el
extranjero dominio había decaído su espíritu, en vano reanimado, un
momento, por las frases de fuego de los profetas. Y ahora, en la máxima
vileza, muerto para su fe, olvidado de su historia, fraternizaba en la
ciudad sagrada con los enemigos del Señor; al lado del templo
administraba justicia el legado del César; las águilas romanas se
alzaban al cielo, soberbias e insultantes.
El joven soñaba con volver a los tiempos de la leyenda santa; rechazar al extranjero; despertar al pueblo de Dios para imponer su ley al mundo. Uno había de venir, elegido del Señor, armado de todo poder, que restauraría el reino y daría vida a la vieja fe; de su promesa estaban llenos los libros. Y el joven suspiraba: —¡Señor, que no se agoste mi juventud antes de que yo vea al Enviado!— Anhelaba servir en la restauración del reino, sacrificarse por su pueblo. Pasaba su vida entre vanas delicias, pero ansiaba siempre aquel goce supremo, celestialmente amargo, del sacrificio.
Una vez creyó que era llegado el que había de venir. Había un huraño profeta, áspero de palabra, que bautizaba a los pueblos en el Jordán. Pero sólo se hacía pasar por precursor.
—Yo os bautizo con agua —decía;— otro vendrá que os bautice con fuego.
Más tarde, de los confines del país, allá por el Norte, vinieron oscuras noticias de otro profeta. Contaban que una noche había caminado sobre las aguas; que varias veces, en lugar desierto, había calmado con un pan milagroso el hambre de todo el pueblo que le seguía; que en las cimas de la montaña, cambiado en cuerpo de luz, conversaba con Moisés y Elías, los maestros de la raza. Y el joven quiso ir a su encuentro para saber si era él, el Enviado. ¡Oh, si lo fuera! Cómo se abrasaría su alma en un acto de adoración, cómo se postraría a sus pies, clamando: —¡Señor, Señor, he aquí a tu esclavo! ¡Haz que yo sea el último de tus obreros para restaurar el Reino!
Secretamente, con las vestiduras de un siervo, salióse a pie por los caminos, atraído de la fama del profeta. Llegó a un lugar por donde Jesús había pasado. Quedaba ahí un murmullo de bendiciones, como el eco de los tambores y clarines cuando el vencedor ha pasado. Veían los ciegos, andaban los cojos, estaban limpios los leprosos y libres los endemoniados; todos tenían una singular sonrisa, una mirada, como si cada cual viviera según una divina melodía que entonara un arpa en lo escondido de su pecho.
De allí a otro día fué cuando encontró a Jesús. Y habiendo hablado con él, se alejó con tristeza. Era rico y acaso le doliera desprenderse de sus posesiones, como malicia el evangelista; pero más le dolía no haber hallado en Jesús las señales celestes que esperara. La voz del Enviado habría de ser de trueno; de huracán, el gesto; de llama, la mirada, con todo el ardor necesario para fundir el alma purísima de la raza librándola de su ganga de corrupciones y miserias. Pero Jesús le había hablado de moral y no de heroísmo; de pequeñas virtudes, no de hazañas enormes, y el joven se volvió a Jerusalén con la pena de no haber topado aún con el redentor del pueblo.
En la ciudad, desengañado, volvióse a su liviana vida de delicias. Los sacerdotes y los príncipes le llamaban su amigo. Vivía en una gran casa, con deleitosos jardines y patios frescos y sombríos, donde cantaban surtidores. A las veces, en lo secreto de las estancias, unas esclavas de Occidente trenzaban sobre tapices, con los morenos pies descalzos, la guirnalda letal de sus danzas. Mas ningún placer colmaba la íntima angustia del joven señor.
* * *
Era llegada la Pascua, cuando la fama de un hecho escandaloso e
inaudito vino a sonar en sus oídos. Sus amigos, los sacerdotes, estaban
espantados. Un galileo, acaso aquel Jesús, había entrado en el patio del
templo, lleno de vendedores de ofrendas para la gran fiesta, y
excitando al populacho contra ellos, en un gran tumulto había expulsado a
los que compraban y vendían, volcando las mesas de los cambiantes de
moneda y las jaulas de los mercaderes de aves. Y había dicho:
—Escrito está: mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.
Al otro día le contaron más de sus sediciosas arengas. Un fosco espíritu de destructora elocuencia parecía haber anidado en sus labios, otro tiempo tan dulces. Ahora se complacía en ásperos augurios; el Hijo de Dios vendría a juzgar a su pueblo, revestido de majestad, en su trono de gloria sobre las nubes del cielo. ¡Ay de los que hubiesen caído en su desgracia! Otras veces eran sangrientas befas de los sacerdotes, hipócritas avaros que devoraban las casas de las viudas a pretexto de largas oraciones por los muertos, guías ciegos que se detenían ante un mosquito y tragaban un camello.
La plebe oía con deleite sus palabras. Quizá no las comprendía del todo; pero había allí escarnio de los grandes, profecías de males que trastornarían el orden establecido, y los miserables divertían su sufrir con las burlas a los poderosos y los anuncios de males ajenos. Predicaba siempre en el patio del templo, sostenido por el pueblo. Vanamente pretendía expulsarlo de allí el sacerdocio, privado de toda fuerza. Y el daño de su propaganda era inmenso. No sólo corrompía al populacho urbano, ya de suyo muy descreído y dañado, sino a los sencillos creyentes del campo, venidos en peregrinación de todos lados del reino. En ninguna Pascua se habían recibido tan pocas ofrendas. Con otro año como aquél habría que cerrar el templo por falta de recursos para los diarios sacrificios. ¡Cómo podía consentir el Señor tales ofensas!
Y el joven quiso oír, con su propio oído, la palabra del temible galileo, dominador de muchedumbres. Al llegar al templo, lo vió que hablaba en el esplendor del sol, llenando el gran patío con los arrebatos de su ademán y de su acento. Tronaba:
—Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a aquellos que te fueron enviados, ¿cuántas veces quise juntar tus hijos, como una gallina junta sus pollos debajo de las alas, y tú no quisiste?
Su voz sonaba como clarín de guerra; la luz de su rostro cegaba como la del sol, y el joven ya no dudó. Era Él: era el Enviado, el restaurador del reino. El pueblo volvería a ser el predilecto de Dios; de nuevo se le abrirían caminos en los mares; caería para él maná en los desiertos; los muros de las ciudades enemigas se arruinarían al són de sus trompetas; el sol se detendría para ser luminaria de sus victorias, y en la montaña, entre rayos que surcaran el cielo de Oriente a Occidente, celebraría el Señor nuevo pacto con sus hijos redivivos.
Mientras el joven galopaba en sus sueños por aquel porvenir de gloria, lanzaba Jesús contra el templo la máquina destructora de sus invectivas.
—¿Veis todas estas cosas? —clamaba el Redentor.— En verdad os digo; no quedará aquí piedra sobre piedra; todo será destruido.
El joven se marchó creyendo en Él. Mas no osó acercársele en pleno día. En la ciudad no era como en la soledad de los campos. Ya lo buscaría en las horas nocturnas, como a una cortesana. ¿Cómo iba a mezclarse con las apestosas bandas del populacho? Como otros muchos, que también creyeron en Jesús y no lo confesaron, amaba más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.
Mas la noche en que decidió ir a Él supo que lo andaban buscando para prenderlo. En su pecho sonreía una gran esperanza: —No pondrán mano en Él. Lo encontrarán, cambiado en cuerpo de luz, entre Moisés y Elías, y caerán por tierra cegados.
A la otra mañana le dijeron que había sido preso. En casa del príncipe de los sacerdotes había sido interrogado por ministros del Señor y ancianos conocedores de la ley. Ahora, como reo de traición, estaba juzgándolo el magistrado romano. El joven se angustió. ¿Cómo? ¿No se había realizado el milagro? ¿No se había abierto el techo entre sones de clarines de ángeles y no había ascendido al cielo el Salvador en su trono de gloria? El joven dejó la pereza de su casa y fuese al pretorio. Pero la ciudad ardía en fiestas, las calles hervían de gentes y tuvo veinte encuentros de conocidos y de deudos que retrasaron sus pasos. Cuando allá llegó, la casa del magistrado estaba solitaria y tranquila. La guardia paseaba ante la puerta. El juez descansaba después de haber juzgado según ley.
El joven entró en el palacio, preguntó a un esclavo adormilado en una fresca estancia:
—¿El profeta nazareno?...
—No sé... ¡Como no sea uno que llevaron ahora a crucificar al Gólgota!
—¡A crucificarlo!
Salió de allí corriendo. ¡Oh! Lo comprendía ahora. Allí, allí sería el milagro; sobre la montaña de ignominia, a la vista de Jerusalén entero, resplandecería el Enviado de Dios en medio de su corte de ángeles, en la maravilla de su gloria. Y entre músicas inmortales iría escogiendo sus ovejas, los hombres dignos de formar el nuevo reino. Y los otros gemirían para siempre en las tinieblas sin término.
Corrió en loca carrera. Desde los aledaños de la ciudad descubríase el cerro de muerte. Miró ansiosamente. Pero el esplendor despiadado del sol y su mucha fatiga no le dejaban ver; sólo descubría ante sí como una niebla roja. Sin pararse ni a respirar, siguió corriendo. Y cuando llegó a la cumbre de la colina, estallándole el pecho, reconoció a Jesús en uno de los tres crucificados que se alzaban sobre el azul cegador de los cielos. Tuvo que apoyarse en una roca para tomar aliento. Todo estaba tranquilo en el lugar de muerte. A un lado, unos guardias, echados en el suelo, jugaban a los dados con grandes risotadas; otros se paseaban marciales abrazando su lanza; cerca de las cruces sollozaba un grupo de mujeres, y dos o tres borrachos divertían su embriaguez injuriando a los moribundos. A lo lejos, la santa ciudad dormía indiferente bajo el cielo de llama. Los borrachos decían:
—¿Eh? Tú que destruyes el templo de Dios y lo reedificas en tres días, sálvate a ti mismo.
Y otro:
—Si eres hijo de Dios, baja de la cruz.
—Eso es —barbotaba un tercero entre estúpidas carcajadas;— si eres el Rey de Israel, baja de la cruz y sálvate.
Y con pesadez de beodos, repetían una y otra vez las mismas injurias. Mas Jesús, caída la cabeza sobre el hombro, como flor que se marchita, cerrados los párpados, no los veía.
El joven palpitó de anhelo. ¿Sería engañosa su esperanza en el milagro? ¿Moriría el Redentor? ¿Su ansia de salvación seria vana?
Se puso al pie de la cruz, clamó ardientemente:
—¡Señor! ¡Señor!... Haz el milagro... desciende de la cruz... manifiéstatenos en tu gloria, Rey de Israel... sálvate y salva a tu pueblo.
Jesús abrió los ojos y lo miró. ¡Pobres ojos de muerte, que ya no llevaban tras sí las muchedumbres enloquecidas en su sueño de vida, que ya no registraban los corazones expulsando demonios, ni secaban árboles con su fuego! El amargor de la agonía pintábase en ellos. Lejana y glacial era su mirada. El joven se quedó petrificado al verla. No habría milagro... el Enviado no había venido... no se restauraría el Reino...
Mientras él rumiaba su desencanto, el Crucificado lanzó un gran suspiro. Clamó:
—Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?
Y expiró.
El joven fue bajando despacio del monte del suplicio. La hiel del desengaño apretábale la garganta.
Una vez se volvió para mirar hacia la cima. En el calvo lomo del cerro, sobre los oros de Poniente, se dibujaban, como aves fatídicas, las negras fantasmas de las tres cruces con sus tres cuerpos. Con la noche entró en la ciudad.
* * *
Y aquel hombre vivió y murió oscura y vanamente sin sospechar
siquiera que una vez, allá en su juventud, había sido testigo del mayor
de los milagros.
La cascada
Vieja imagen es la de la hermandad de nuestras vidas y los ríos “que van a dar en el mar, que es el morir”. Así, el Ume, nacido de clara fuente en un repliegue bravo de la sierra, juguetea primero como niño, entre risas y balbuceos, con las pulidas guijas de su arroyada; aduérmese en lagunares donde los cielos ven espejado su puro azul. Después, loco, frenético, como arrebatado de juveniles pasiones, hirviendo en espumas, precipítase ciegamente de cascada en cascada por las medrosas hoces de los montes, llenándolas con sus bramidos trágicos. Encaramados en riscos y penedos, robles, castaños y pinos contemplan sesudamente su desenfrenada carrera, y si la brisa los orea, sacuden con gravedad su verde frente, al tiempo que musitan: —No puede acabar bien... Es un mala cabeza.— Esto opina también el propio río, curso adelante, cuando, sosegados sus ánimos, como en la madurez humana, trocada en blandura de colinas el aspereza de las montañas, abre su cauce en plácidos meandros, se empereza en la paz de los remansos, y, todo ojos para los encantos del mundo, copia en su fugitivo cristal el perfil de lomas y collados, el suave verdor de los maizales, la albura de los caseríos, el brillo de las praderas, el intrincado ramaje de los alisos que crecen a hilo del agua. Los reproduce, no ya por deleitarse en su hermosura, sino queriendo retrasar su necesario acabamiento en los salobres senos del mar, agarrándose a la inmovilidad de las cosas. Todo en vano: doblada una postrer revuelta, dale en rostro el fiero aliento de su insaciable enemigo; entre las dunas áridas del arenal de la barra, columbra espantado la despiadada inmensidad cerúlea...
Aguas arriba, arriba, en la quebrada más escondida, donde mayor es la fragosidad de la montaña y más horrísono el estruendo del río, en la cima de ingente riscal, que se yergue sobre las espumas rápidas, habían construido una minúscula abadía los monjes de San Benito, olvidado refugio perdido entre breñas, al cual difícilmente llegaban los piratas normandos, crudo azote de aquellas tierras, y los señores feudales semibandoleros, no más humanos ni menos temidos que aquéllos. Apenas había cosa que revelara la existencia del monasterio en la bárbara magnitud de las sierras: como corona de la roca, sobre la confusa masa de arbustos y malezas, que crecían en sus grietas cubriéndola casi totalmente, asomaba un humildillo ábside de granito, en cuyos tres tambores se abrían finas aspilleras; en medio del fragor de las cascadas, llamando a coro a los monjes en las horas canónicas, alzaba su cándido retiñir la esquila de la iglesuela.
El rezo y la meditación ocupaban santamente los suaves instantes del vivir de aquellos religiosos. Una sola angustia pesaba sobre ellos; para subir hasta la abadía no había otro camino sino el que cruzaba el rio por desiguales pasaderas al borde de la cascada más rauda y profunda de las de aquellos alfoces, y la cascada era sanguinaria y feroz como loba de la sierra; anhelaba humanas presas en que cebar sus hambres, tibia carne cristiana que destrozar contra las peñas punzantes, tiñéndose en rubíes. No perdonaba artificio para alcanzar sus víctimas; en las riadas del invierno pulía las pasaderas hasta dejarlas lisas como porcelana; tendía después sobre ellas un escurridizo tapiz de musgos; encendía cegadores diamantes en el torbellino de sus espumas, que atrajeran al vertiginoso abismo la vista del caminante, y, por vahído de la cabeza o resbalón de los pies, no era raro que, ora un boyero de las vacadas abaciales, ora un campesino de la vecina aldea, ora un hermano lego del convento, se despeñaran por la cascada dejando en cada saliente de la roca un bermejo jirón de su cuerpo. Los religiosos vivían apenadísimos; y desde una vez en que había rodado al precipicio un monje profeso, rezaban una estación cada sábado, al término de completas, para que Dios domara la bravura del torrente.
Mas de la salvaje crueldad del río nadie se afligía tanto como el bendito Amaro, el religioso más joven del monasterio, en cuya alma las virtudes humanas y las de la gracia florecían lozanas como lirios en pradera. Entre ellas, su caridad y su amor a las criaturas eran rosa de fuego que a todas las otras flores vencía en esplendor y fragancia. Por todo extremo miserable era la aldehuela puesta a la otra orilla del río. frente a la abadía, cuyas casas se acurrucaban a la falda de la montaña, como polluelos en torno a la gallina, asustadas de los clamores del agua. Nunca habían estado cerradas las huchas y alcancías conventuales para las carencias de aquellos montañeses; pero desde que Amaro residía en el monasterio, no había huérfanos o viudas que de él no recibieran su pan; res perniquebrada en los barrancos del monte que no fuera sustituida por otra, procedente de los rebaños monacales; enfermo no asistido por el monje santo, cuya sola visita era ensalmo que alejaba las dolencias y remediaba las necesidades.
Tan grande era el resplandor de sus perfecciones, que le había sido dado señorío, no ya sobre los corazones de los hombres, a los cuales limpiaba de pecado, dejándolos puros como al recibir las aguas bautismales, sino sobre las bestias domésticas y feroces. De las fauces del lobo había arrancado más de una vez a las ovejas con el solo poder de su palabra; el águila roquera dejaba en libertad a los pajarillos, cumpliendo el mandato de sus labios.
También en amansar al rio quiso el religioso emplear aquel poder de que era deudor al cielo. Tras largas semanas de rezo y penitencia, provisto de agua bendita y aspersorio, asomóse a lo alto de un cancho que dominaba la corriente, en una noche de plenilunio, tiempo en el cual los espíritus presos en las cosas sienten más liviana la cadena que los aherroja, y con mayor facilidad pueden comunicar con los mortales. La lucha fué larga y recia: la noche entera, bajo la impasible luz lunar, el bendito monje imploró, rogó, gimió, amenazó, ordenó; pero la cascada no cesaba en sus bramidos coléricos, escupía sus espumas hasta los propios pies del penitente. Tres lunaciones enteras empleó el religioso en vencer la obstinada ferocidad del río, a fuerza de plegarias e hisopazos, y en aquellos meses caváronse más hondas las ojeras de sus ojos, sumiéronse sus mejillas, estrióse en arrugas su frente, y en la negrura ardiente de su mirada vagaba un alucinado reflejo ultraterreno. No comía ni dormía; pasábase las noches a la margen del río, los días en el rincón más tenebroso de la capilla, orando encendidamente para que los cielos le otorgasen el poder de sujetar a tan descomunal y monstruosa criatura. Por fin, en la tercer luna llena, casi cuando rayaba la mañana, logró arrancar a la cascada la promesa de que respetaría las vidas de cuantos la atravesaran todos los días del año; pero una sola vez cada doce meses, en la fiesta de San Simón y San Judas, saciaría en una víctima humana sus ansias de carne y de sangre. No siéndole posible reducir a mejores términos al río, el monje hubo de suscribir horrorizado un pacto tan inicuo, esperando que en el tiempo que faltaba para la fecha fatal, la misericordia de Dios le concedería los medios de sojuzgar plenamente a aquella voluntad perversa.
Desde tal noche, la cascada abandonó su consueto aire amenazador: sus espumas brincaban alegres de piedra en piedra con risueño parloteo, y a la hora del poniente tintaba su pedrería en irisados tonos; los peñascos del salto entapizáronse de plantas acuáticas cuajadas de blancas florecillas, entre su fronda húmeda. No había ya peligro alguno en el paso: las gentes del país atravesábanlo sin el antiguo calofrío de terror que las invadía antes a la sola idea de tener que cruzarlo.
Corrían los meses, y con su carrera, a un mismo compás, crecía la confianza del pueblo y la angustia del bendito Amaro. No había noche de luna que no volviera a orillas del torrente a repetir ruegos y exorcismos; pero, por más que se esforzaba, no conseguía que el río renunciara a la pactada presa. Y el santo religioso se consumía pensando en aquella futura víctima sacrificada a la ferocidad de las aguas, de cuya muerte se sentía responsable. En unos meses había envejecido veinte años. En vano el abad y los otros monjes lo exhortaban constantemente a que moderara sus duras mortificaciones; su celo penitente medraba cada día, y desde que llegaron las pardas albadas del otoño, su vida fué una oración no interrumpida, una mortificación sin descanso, un clamor acongojado para que el Señor, exaudiendo su ruego, salvara aquella existencia, que, por sus pecados, había puesto él en sazón de perderse. ¡Y lo reputaban santo! ¡Oh¡ ¡Qué violencia tenía que hacer sobre sí mismo, cada vez que alguien le rendía una señal de respeto, para no gritar; —¡Despreciadme! ¡Soy el más vil de los hombres! ¡Una criatura de Dios ha de encontrar por mi culpa la muerte!
Y en tan recio combate, antes del tiempo de ánimas, amaneció el temido día de los Apóstoles, con un cielo denso, bajo, de lluvia, por el cual cruzaban a bandadas los negros nubarrones, como aves agoreras, mientras los vientos aullaban en las cañadas, azotando los árboles, arrancando a puñados las hojas amarillentas. El río, entre tanto, alzaba feroz sus ondas mugientes, se precipitaba de peña en peña con infernal estruendo, lanzaba níveos espumarajos en el violento anhelo de su presa. La cuenca entera se estremecía con el retumbar de las aguas; sus rugidos coléricos metíanse por las arcadas del claustro, por los pórticos del templo, resonaban largamente bajo las bóvedas de granito, llenando de horror al pobre Amaro, quien, caído en tierra, con el rostro apoyado contra las losas, bajo las cuales los antiguos religiosos gozaban de la paz postrera, sacudido de sollozos, imploraba sin cesar el favor de los cielos. Llovía a torrentes, y el agua que, empujada por las ráfagas penetraba por las ventanas en aspillera, caía con restallar de tralla sobre el pavimento y calaba los hábitos del postrado penitente. Y así pasó la mañana, así la tarde, así el día entero. Varias veces los monjes elevaron sus graves voces en el coro, entonando los rezos canónicos, sin que ninguno se atreviera a acercarse al bendito Amaro, interrumpiendo su solitario llanto.
En la sonochada, cuando en la diminuta iglesuela no había otra luz sino el mortecino resplandor de la lampara, cuya llamilla se retorcía ante el altar, castigada del viento, supo de pronto el religioso con seguridad plena, como si en un relámpago lo viera, que la víctima se acercaba al torrente. Levantóse como loco del suelo, salió de la capilla, del monasterio; en las tinieblas retumbaba más medrosamente aún el clamor de la cascada, que reclamaba su presa. De vez en cuando, entre el confuso estrépito de las aguas, alzábase una voz de angustia, a cuyo són la sangre se helaba en las venas; hasta las lechuzas, que se refugiaban de la tempestad en las gárgolas de los tejados, sentían cómo se les erizaban de terror las plumas de su cuerpo.
—¡Plazo cúmplese, y hombre no llega!
Amaro oyó la voz al llegar a su riscosa atalaya, y se sintió arrastrado por ella hasta el mismo borde del despeñadero. A la indecisa luz de la luna, que desgarraba a veces el sudario de nubes, columbró el río a sus pies, trocado en hirviente sábana de espumas mugidoras, que rompían airadas contra el lecho de rocas. —¡Plazo cúmplese, y hombre no llega!— gemía la voz, y al oírla, Amaro tenía que agarrarse a las grietas del peñasco para no precipitarse al abismo, atraído por el remolino de las aguas y la queja del torrente, como el pajarillo por la sierpe. Un helado sudor bañaba sus miembros, una angustia mortal oprimía su pecho; inútil era que quisiera rezar; sólo vagos fragmentos de oraciones lograba arrancar de sus temblorosos labios.
Por el angosto sendero que bajaba a la cascada desde la aldea, entrevió una incierta forma humana, que se encaminaba hacia las pasaderas. Descubrióse más la luna y pudo conocer quién era: Cosmiño, un pobre rapaz, idiota, estevado, un alma de Dios, que a nadie tenía en el mundo fuera de los misericordiosos ojos de la caridad, que a ninguno abandona. Mal cubierto de harapos, casi in puribus, recorría las sendas montañesas por breñas y canchales, con una ruda cruz de palo a guisa de báculo en las manos, canturriando, en siempre idéntica salmodia, las únicas palabras que acertaba a pronunciar su lengua: —Ave María, gratia plena!... Ave María, gratia plena!...— Casi todas las noches invernales iba a dormir al monasterio.
Loco de espanto, colgado en la orilla del derrumbadero, veía Amaro cómo la criatura se iba acercando a la enfurecida corriente; hasta se figuraba oír su uniforme cantoría en medio del rabioso clamor de las aguas. Quería gritarle: —¡Vete! ¡Vete!—, pero no conseguía que la voz brotara de su garganta, ni, aunque lo hubiera alcanzado, habría podido su aviso advertir al inocente.
El cual, con su cruz enhiesta, iba a penetrar en los remolinos de las aguas, que ya le tendían sus brazos de espuma con un espantoso grito de victoria: —¡Plazo cúmplese, y hombre llega!—, cuando el bienaventurado Amaro, en un rapto de abnegación y caridad, abriendo sus santas manos, dejó de asirse a las hendiduras de la peña y rodó por la cascada, que lo arrastró en sus torbellinos como trofeo sangriento.
Apaciguóse el río de repente, sosegáronse los vientos, quedó en silencio la quebrada. En la nocturna calma alzó su pura voz la esquila, que tocaba a maitines. Cosmiño atravesó sin daño alguno las aguas serenas. Aún no se había extinguido el són de la campana, cuando a las puertas del monasterio entonó su uniforme canto:
—Ave María, gratia plena!...
La santa misión
Subido al tosco púlpito, rodeado de cruces y estandartes, el misionero hablaba de la muerte, en aquel soto umbroso, de próceres castaños, que hay a la izquierda de la carretera, antes de entrar en la villa de Somonte.
Los oblicuos rayos del sol, que, de trecho en trecho, penetraban por los huecos de la bóveda de follaje, trocaban en ascuas las cruces parroquiales, encendían las sedas de los estandartes y encerraban en luminoso nimbo la dolorida faz de la Madre de Dios, que, no lejos del predicador, abrumada con un pesado manto de terciopelo y oro, mostraba sobre su pecho santísimo un corazón de plata clavado de puñales.
Por uno de los lados del castañar, bajo las anchas copas de los árboles, descubríase un blando paisaje mariñán: minúsculos labrantíos, en los cuales, el ingenuo verdor de los maizales nuevos, se enlazaba con la cansada color amarillenta de las rastrojeras; suaves colinas, cubiertas de rumorosos pinares; un gran trozo de cielo, de un apagado azul, donde la tarde iba vertiendo tintas carminosas.
En lo más hondo del soto, estaba el púlpito. Campo arriba, por entre los troncos, habíanse colocado los oyentes: en primer término el señorío del pueblo, detrás los aldeanos; a un lado, los hombres, en mangas de camisa, con la cabeza descubierta, mostrando los morenos semblantes quemados por el sol de la siega; al otro, las mujeres, formando una risueña algarabía de claros colorines, con los floreados pañuelos que cubrían sus frentes, o se cruzaban en su pecho, sobre las chambras blancas.
El misionero hablaba de la muerte en el sollozante silencio de la multitud. Al hablar, su flaco cuerpo atormentado, se movía violentamente sobre el púlpito, como llama de cirio; parecía consumirse en una fe sin piedad, capaz de resistir la hoguera y de llevar a ella. Poco a poco, su palabra, mesurada al principio, íbase caldeando con lumbre de pasión, y el sonar de su voz levantaba tempestades en los corazones. Volviendo muchas veces sobre cada amarga idea, para hacerla penetrar en las rústicas mentes del auditorio, iba mostrando la vanidad de los bienes y afectos terrenos, el espanto de comparecer ante el Soberano Juez...
—Pero aún hay algo peor que la muerte —decía el misionero;— aún hay algo peor que la muerte, y es el no saber cuándo hemos de morir. ¡No sabemos cuándo hemos de morir! ¡No lo sabemos, hermanos míos! Y ahora estamos aquí, reunidos, al parecer sanos y llenos de vida, y antes de un año... ¿que digo? antes de un día, esta noche misma. Varios de los que están aquí tendrán que presentarse delante del implacable Tribunal del Señor. ¡Quién sabe cuántos de nosotros estarán ya señalados por el dedo de la muerte! ¡Cuántos la llevarán en este momento a su espalda, dispuesta a caer sobre ellos y ahogarlos!
La gente se revolvía acongojada, creyendo sentir en la nuca el acento glacial de la terrible compañera.
Entonces dos mujeres artesanas, de las más próximas al predicador, quisieron retirarse por huir de la creciente emoción. Pero no era fácil la salida; estaban aprisionadas entre vivas murallas de conmovidos pechos; sólo, en el lado de los hombres, hallaron un estrecho paso, y por él comenzaban a deslizarse, entre codazos, cuando el fraile exclamó indignado:
—Pero ¿hasta aquí venís a buscarlos para perderlos, hijas de Satanás?
Y añadió, con violento gesto, levantando sobre su frente una cruz de madera:
—¡Excomunión sobre esa mujer que se mezcla con los hombres!
Paráronse las fugitivas, y la más joven de ellas cayó de hinojos, hundiendo su semblante entre las manos, vencida por la vergüenza y el dolor. Iba envuelta en un suave mantón negro que, al ceñirse en la espalda y los hombros, dejaba adivinar un cuerpo, gallardo y gentil, estremecido por profundos sollozos; un buen pañuelo de seda le cubría la cabeza; entre los dedos de sus mimadas manos de ociosa, que, angustiada, se clavaba en el rostro, brillaban las piedras finas de unos cuantos anillos.
El predicador, con sombrío entusiasmo, como deleitándose con el sufrir de los malos, iba describiendo los castigos eternos.
Grandes pinceladas luminosas de bermellón y oro tendíanse desde el ocaso por el zarco cristal de los cielos. Aquella puesta de sol era como una milagrosa prueba de los tormentos anunciados por el evangelizador; un prodigio de Dios para conmover con la señal de su terrible poder los endurecidos corazones de sus hijos. Envolvióse el castañar en resplandores de hoguera, que doraban los troncos de los árboles y ponían ardientes reflejos en los emocionados rostros campesinos, como si ya padeciesen los suplicios sin término.
Y aquella muchacha decía entre gemidos a la mujer que la acompañaba:
—¡Estoy perdida, madre; estoy condenada!
Musitaba la madre:
—Cálmate... serénate... La gente te mira. Ya te decía yo que tú no debías venir.
Pero la joven tornaba a suspirar a cada ardorosa exclamación del misionero:
—¡Estoy perdida!... ¡Estoy condenada!... Usted... usted, mi madre, me ha dejado perder... ¡Usted me ha perdido!...
Detrás de ellas, en las primeras filas de los hombres era advertida aquella desesperación, y no faltaban sonrisas, guiños y palabras cambiadas en voz baja.
—Mira cómo se arrepiente la moza de don Paco—le decía un señorito del pueblo a otro.
—Dios le toca al corazón.
—También le tocaría yo.
—Calla, hombre, que si te mueres esta noche...
Y los dos cubrían con los sombreros sus silenciosas risas.
Proseguía en tanto el fraile su vehemente oración con palabras de fuego que solían terminar en sollozos. En la angustia general palpitaba el oscuro sentimiento de algo desconocido y terrible que se acercaba, erizando los cabellos de las aldeanas frentes y apretando, con un amargo nudo, las gargantas. Y de pronto sopló en el castañar un milenario viento de locura, brotó una delirante oleada de lloros, gritos y clamores: la gente, arrebatada de repentino espanto, huía por todas partes sin saber de qué; los que caían por tierra eran pisoteados; los más ágiles saltaban los zarzales que cerraban el soto y corrían chillando por los vecinos campos... Cerca del púlpito, en un gran espacio que el terror había dejado sin gente, lloraba un niñito abandonado en la fuga por su madre:
—¡Nanay!... ¡Nanay!...
Calladamente, a hombros de cuatro encapuchados, había entrado en el castañar un ataúd negro, coronado de tibias y calaveras.
La moza aquella, entonces, levantóse rápida del suelo, se desprendió de los brazos de su madre y fué a echarse a los pies de la Virgen, agarrándose como náufrago a sus ropajes.
—¡Sálvame! ¡Sálvame, Virgen Santísima!... ¡Estoy condenada! ¡Sálvame, Virgen Santísima!...
De repente se arrancó el pañuelo de la cabeza, el mantón de los hombros, las peinetas, los anillos, y todo lo arrojó por tierra mientras exclamaba:
—¡Nada de esto!... ¡No quiero nada de esto!... ¡Son los adornos de la perdición! ¡Por esto me he perdido!...
La masa sombría de la larga cabellera de la moza rodó sobre sus hombros, envolviendo, compasiva, en dulce y tibio manto, la angustiada figura de la arrepentida. Algunas mujeres, por curiosidad y lástima, vinieron a levantarla para llevársela hacia su casa; pero ella se resistía, gritando locamente:
—¡Dejadme!... ¡Dejadme con la Virgen!... ¡Mi única Madre!... ¡Apartaos de mí, que estoy condenada!...
En el pulpito, el misionero se enjugaba el sudor, quebrantado de fatiga y de emoción.
Renacía la calma. Tornaban al castañar los fugitivos. Entre sollozos y murmullos, comenzaron a oírse los cantos de la misión. Poco a poco, todos iban juntando su voz al coro; cantaban lentamente, alargando cada cadencia, con lo cual las adocenadas cancioncillas cobraban un noble aire melancólico.
“Viva María,
muera el pecado,
y viva Jesucristo
sacramentado.”
La muchacha penitente, casi sin poder tenerse en pie, salía del
soto, llevada por su madre, en medio de un corro parlanchín de mujeres.
Ya se habían apagado las luminarias de la puesta del sol; sólo en poniente, quedaba un gran resplandor dorado, que por suaves gradaciones, iba a morir en cristalinos tonos verdosos. Y en aquel celeste mar sereno, flotaban, como naves, algunas nubes grises, rosadas, de color violeta, con reflejos opalinos: promesas de un más allá de calma, asilos de bienaventuranza... Bajo los castaños, derramaba el crepúsculo su paz de ceniza.
Con la postrera luz de 1a tarde, regresan a su hogar los aldeanos, guiados por la cruz de su parroquia. Por los largos caminos, olvidados del infierno y de la muerte, retozan mozos y mozas, con lasciva alegría.
De cómo fray Roquiño dejó este mundo miserable
Siglo tras siglo, guiados por el lácteo resplandor estelar, protegidos por piadosas hermandades de caballeros, los peregrinos llegaban en devota muchedumbre desde los más remotos términos europeos. Sin dejar el bordón ni quitarse los harapientos hábitos de camino, cuyos desgarrones y mugre proclaman los trabajos de las luengas jornadas, derramando su alegría en ardorosos himnos, cantados en las hablas más diversas, una feliz mañana penetraban bajo las húmedas bóvedas que cobijan las reliquias del protoevangelizador de las Españas.
Puestos ánimo y ojos en descubrir lo antes posible el sedente simulacro del Apóstol, revestido de plata, cuajado de gemas, que bendice a la cristiandad desde el sagrado recogimiento de su camarín, al trepar anhelante por el suave alcor, en cuya altura media asiéntase la basílica, apenas entreveía el piadoso viajero la robusta faz de la sagrada fábrica, defendida por macizas torres, recias como fortalezas; casi no tenía miradas para la soberbia “Gloria” que da acceso al templo, arquitectónica alegoría del triunfo de la Iglesia; no paraba atención en las semivivientes esculturas de apóstoles y profetas, sostén y fundamento de la comunión cristiana, que consideran impasibles el azaroso curso de las generaciones peregrinas desde los fustes de las columnas del pórtico; no admiraba el coro de ancianos músicos, arrobados en celestial coloquio, que orna la archivolta; ni aun se espantaba de la exangüe fantasma gigantesca del tremendo Cristo-Juez, coronado emperador del universo, que en el tímpano muestra las llagas de su cuerpo y exige virtudes en reparación de ellas.
No mirando semejantes maravillas, mucho menos podría advertir el viajero la vil criatura humana, ciega, muda, sorda y paralítica, hirviente de pústulas y llagas, arrumbada al pie de uno de los pilares del pórtico, desde tiempo inmemorial, como apestoso montón de carne y trapos. Sólo por el sonoro jadeo que sacudía su pecho diferenciábase de las grotescas máscaras de pecados esculpidas en el oscuro granito del basamento de las arcadas, con cincel despiadado y sarcástico.
Nadie sabía cómo ni cuándo había venido a posar en tal sitio. Los más ancianos recordaban haberlo visto allí siempre; parecía tan antiguo como los húmedos sillares del edificio. Era la imagen de la suprema degradación infrabestial, colocada donde los hombres acudían implorando remedio en sus necesidades, para que, por grande que fuera su angustia, siempre comenzaran su plegaria con un acto de gracias:
—¡Gracias te doy, Señor, porque no me hiciste como al mísero fray Roquiño!
Y sólo de considerarlo, no había corazón dolorido que no saliera consolado.
Dignidades de la curia episcopal, vecinos de la ciudad y foráneos rivalizaban en celo para cuidar de aquel hijo de Dios sin ventura; no había manjar apetitoso servido en monacal refectorio o en mesa de hidalgo, de que no fuera apartada una porción para el babeante hocico de Roquiño, tan infeliz, que ni de sus manos acertaba a servirse, y de algún prelado santo se contaba que en noche glacial habíase erguido de su lecho para ir a cubrir con una de sus propias mantas, suaves y esponjosas, el cuerpo del monstruo, que roncaba a la intemperie sobre las losas de la entrada del templo, jamás cerrado.
Corrían así los años y los años, y fray Roquiño seguía siempre tan inconmovible como las estatuas del pórtico. Mil veces a su alrededor había vibrado la segur de la muerte, que a hecho corta vidas de mozos y ancianos, sin que la Segadora encontrara manera de llevárselo entre sus terribles haces.
* * *
No puedo seguir adelante sin descubriros un recóndito misterio de
los más hondos y tremendos que rigen nuestra existencia humana. Cuidad
de no divulgarlo. Sólo entre elegidos pueden ser tratadas estas verdades
fundamentales y eternas. El secreto es éste: nadie se muere sin estar
en sazón para ello, sin que en lo más escondido de su alma haya
suspirado por la liberación de la cárcel de la existencia. La vida
entera no es más que una lección de muerte: aprender a renunciar
sintiendo el vacío que ocultan las falsas delicias del mundo. Por eso
tienen esa dolorosa prudencia precoz los niños destinados a desaparición
prematura; cuando debían embriagarse con el brillo de las apariencias
saben ya la yerta vanidad de todas ellas.
* * *
Mas el mísero fray Roquiño, cerrado a piedra y lodo a toda
sensación del universo, a nada podía renunciar porque no conocía cosa
alguna, y la Muerte rondaba en torno suyo sin encontrar en él punto
vulnerable.
La Vida misma hartóse de contar entre su gente aquel despreciable guiñapo de humanidad, y cierta vez que topó con su hermana la Muerte, escondida tras el sillón del coro en que dormía un prebendado del capítulo, hubo de amonestarla por dejar aquel ser a su cargo por tan larguísimo tiempo. No habría lengua humana capaz de traducir el coloquio de las dos espantables mellizas; coloquio tierno y afectuoso, pues jamás existieron hermanas tan bien avenidas como la Vida y la Muerte. Confesó la segunda su impotencia ante quien no estuviera adobado para la paz eterna, y entonces la primera, cruel como la Muerte, ¿qué digo? mil veces más cruel que ella, ya que la Segadora devuelve los hijos al reposo del seno del Padre, mientras que la Nutriz sólo aspira a alejarlos de él, acercóse cauta al hediondo rincón donde dormitaba Roquiño en su permanente inconsciencia; tocó con sus vivificadoras manos, ojos, boca y oídos del durmiente; apoyólas sobre su corazón, suscitando la tempestad de las pasiones; sobre su frente, evocando el pensamiento, y...
—¡Despierta! —le dijo.— ¡En un punto serás maduro para presa de muerte!
* * *
Amanecía. Fray Roquiño abrió por primera vez sus ojos a la rosada
luz de la aurora... (Nuestra pobre vida es un decaer perenne que
comienza en la cuna; cuando nos damos cuenta de ellas, ya nuestras
sensaciones han perdido aquella prístina limpieza virginal del sentir
primero, y, en adelante, según vamos viviendo, no sentimos las cosas,
sino que heladamente recordamos haberlas sentido en otro tiempo. Por eso
no sabré yo explicar, ni comprender vosotros, las deliciosas
sensaciones que en aquel instante dilataron el pecho de Roquiño: sólo el
padre Adán podría darnos razón de ellas.) ¡Santo Dios! ¡El esplendor de
las nubes de brasa sobre el pálido espejo de los cielos! ¡La suavidad
de la línea de cumbres de los montes, la frescura de bosques y praderas!
De pronto alzaron las campanas su solemne coro sobre la basílica, llamando a los fieles para la misa primera. ¡Qué oleada de celestes vibraciones que se metían carne adentro, haciendo palpitar las entrañas con su són, como follaje de árbol con el viento! Alzó Roquiño la vista en busca de la causa de aquel deleite, y sus ojos se encantaron en la contemplación de bóvedas y arcos, esculturas y ventanales.
Un tenue rumor arrancólo a su éxtasis; una menuda figurilla de mujer, con pesado rebociño oscuro sobre la frente, avanzaba hacia el templo. Al pasar por su lado, puso los ojos en el infeliz fray Roquiño, cuyo corazón comenzó a latir inquieto, como fiera enjaulada. ¡Qué tendría aquel ser, que con su sola vista le llenaba de sabrosa angustia el alma! Exhalaba en un suspiro el monstruo la opresión de su pecho, cuando descubrió un personaje masculino que llegaba raudo detrás de la doncella. Alcanzóla en el pórtico, antes de que penetrara en el templo, y allí, al pie de Daniel y de Elías, a dos pasos del atormentado Roquiño, fue un breve diálogo ardiente, rematado por un inacabable beso que el mancebo depositó en la mano que le tendía al partir la doncella. Roquiño se ahogaba; deseos monstruosos, contradictorios, frenéticos, surcaban como relámpagos su espíritu.
Nada observó ya de cuanto le rodeaba: ni las turbas peregrinas que entonaban en bárbara canturia: —¡Santiago, hijo del trueno, acoge benigno el trueno de nuestros labios! —ni el firmamento de cirios que relucían en torno a la efigie del Apóstol, ni los densos vapores fragantes del incienso... ¡Oh! ¡Los ojos de la doncella!... ¡El miserable que había osado besar sus manos! Amor y odio confundíanse en un mismo hervor en el volcán de su pecho...
Tocaba a tercia la campana cuando la doncella se le presentó otra vez delante. Venía risueña, y fray Roquiño, al ver el resplandor que la sonrisa efundía por el semblante de la niña, sentía cómo todas sus turbulentas pasiones trocábanse en dulcísimo arrobo. En tanto ella se le acercaba, y, abriendo un canastillo que traía en el brazo, rompía a hablar cariciosa como madre con niño:
—¡Mira, Roquiño!... ¡Aquí te traigo cosas bien ricas!... Note faltará hambre, pobrecillo. Segura estoy de que en toda la mañana no habrá habido alma cristiana que se haya acordado de tu buche sin fondo.
Y sin asco ante el pestífero olor del pudridero en que Roquiño se encontraba, sacó de su cestillo pan y viandas, partiólas con sus manos, inclinóse sobre el monstruo y llevó una porción de manjar a su repugnante belfo colgante. Roquiño creía morir de delicias. De los vestidos de la doncella desprendíanse embriagadores efluvios que lo aturdían como trago de mosto. Ansiaba coger aquellas pulidas manos y llevarlas como pan a su boca, como había visto hacer al aborrecido galán. Pero sus muertos brazos no obedecían a su voluntad, y sólo lograba suspirar.
La niña le miraba maravillada.
—¡Qué lindos ojos tienes en tu asquerosa cara, Roquiño!... ¡Qué lindos ojos!... Hasta hoy no te los había visto. ¡Cualquiera los encuentra entre tanta basura y pelambrera!... ¡Si alguno te lavara!... Aparte el alma cristiana, no hay bestia más abandonada que tú. ¿Qué tienes que lloras, fray Roquiño de mi alma?
Intentaba depositar porciones de alimento entre los labios del monstruo, quien, ahogado por su anhelo, no acertaba a deglutir lo que llenaba su boca. ¡Si lograra poner en sus manos un beso largo, largo!
Y de pronto fray Roquiño halló palabras en su garganta. Imploró:
—Niña... ¡Tus manos!... ¡Que yo las bese!...
La doncella se levantó toda espantada.
—¡Cómo!... ¿Sabes hablar?... ¿Qué dices?... ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Que en fray Roquiño se ha metido el demonio!
Y huyó veloz, dejando su cestillo abandonado.
Fray Roquiño se quedó yerto de asombro. ¿Tanto se asustaba de que él pretendiera lo que había otorgado gustosa al mozo madrugador? ¿Qué había en él para que así se horrorizara? Y entonces se miró... Se miró, y con creciente dolor fué descubriendo sus miserias hediondas.
—¡Oh! ¡No! ¡No era él como el otro! ¡Jamás podría verlo sin asco la doncella hermosa! ¡Mejor morir que vivir vida semejante!
Loco de angustia, prorrumpió en desesperados sollozos.
Violo llorar la Vida, y deteniendo a la Muerte, que se deslizaba fuera, después de haberse apoderado por sorpresa del soñoliento dignatario, díjole mostrando a fray Roquiño:
—¡Tómalo!... ¡Es tuyo!
El primer árbol de Navidad
(Cuento para niños)
Negra noche tempestuosa en una selva del Norte. Fantasmas foscos
de abetos crujen y se retuercen al azote del viento. Un uniforme sudario
de nieves envuelve la tierra, borrando las veredas.
EL HIJO.—No puedo más..., no puedo más, madrecita... ¡Los pies no me sostienen!
LA MADRE.—¡Anda otro poco, valiente!... Verás qué pronto vemos entre los árboles la luz de nuestra ventana... ¡Si estamos ya llegando!
Tornan a caminar silenciosamente, sumido cada cual en su miedo. La tempestad, al castigar con furia las ramas de los abetos, finge bramidos de oleaje, fragores de rompiente, lamentos de náufrago.
EL HIJO.—Vamos fuera de camino, madrecita... Tanto andar, tanto andar, y no llegamos nunca al puente.
La madre sabe de sobra que andan extraviados, y se le erizan los cabellos de pensar que pueden agotárseles las fuerzas en medio del bosque, sin encontrar refugio: suspender la marcha en aquella noche glacial, es entregarse con los brazos cruzados a la muerte. Mas por dar ánimos a aquel trozo de sus entrañas, cuya angustia le duele infinitamente más que la propia, disimula piadosa, y le dice:
—¿El puente?... ¡Si ya queda atrás, hijo mío!... Lo hemos pasado sin que tú lo notaras. Estaba helado el arroyo, y cubierto el puente por la nieve de la última nevada.
EL HIJO.—No, no... No es nuestro camino éste... Estamos perdidos en medio del monte. La senda de nuestra casita va por los claros del bosque, de pradera en pradera, y aquí son cada vez más espesos los árboles.
LA MADRE.—Las tinieblas de la noche hacen que te parezca así, hijo mío.
EL HIJO.—No me engañas...; no me engañas... Bien veo que vamos descaminados.
LA MADRE.—Cállate..., cállate... ¡Pero si me parece que veo allí, por la derecha, la luz de nuestra casa!
EL HIJO (aterrado). — ¡Son los ojos del lobo!
LA MADRE (pretende bromear para dar bríos al niño, pero la risa se le hiela en la garganta).— ¡El lobo!... ¡Chiquillo! ¿Tú sabes lo que dices? ¡Si no hay lobos más que en los cuentos!... Será tu padre que viene con el farol a buscarnos... ¡Ven más de prisa! ¡Corramos!... Grita conmigo: “¡Padre, padre, aquí estamos!”
Su voz es ahogada por los recios clamores de la borrasca.
EL HIJO.—No veo ninguna luz... No puedo andar más... Es como si no tuviera pies; la nieve que se me metió en los zapatos me los ha dejado helados.
LA MADRE.—¡Ven!... ¡Si ya es muy cerca!... Unos pasos nada más... En seguida llegamos... Ya verás, ya verás... Tu padrecito nos abrirá la puerta..., y tendrá encendida una gran fogata en el hogar para que nos calentemos... ¡La lumbre amiga!... Y mientras entras en calor, guisaré yo la cena...; ya verás: una sopa de leche con canela..., bien caliente..., ¡más rica!..., y luego a dormir..., a dormir, bien abrigadito, en tu camita blanda... Y si por la noche oyes aullar al viento por la chimenea abajo, le dirás riéndote: “¡Eh, señor viento, mala alma, váyase de ahí, que ahora ya no le tengo a usted miedo!”
Pausa. Siguen caminando animados por la dulce visión suscitada por las palabras de la madre. Dicen después:
EL HIJO.—Nunca llegamos...
LA MADRE.—No seas tontín, mi alma... Dentro de nada encontraremos a padre... Me dijo que saldría a esperarnos con Leal... Verás cómo te va a saltar a los hombros y a lamerte la cara tu perrito... Me parece que oigo ya sus alegres ladridos al encontrarnos.
EL HIJO.—Es el lobo que aúlla...
LA MADRE.—Pero, niño, ¿no te acabo de decir que no hay lobos?
Vuelven a caminar silenciosos, arrastrando penosamente sus arrecidos pies sobre la nieve. La madre escudriña, anhelante, las tinieblas con ojos dilatados por el terror, buscando una señal que le indique el salvador sendero. Perdido afán: la nevada cubrió, con monotono manto de blancura, caminos, matorrales y peñas, y, sobre el suelo helado, los abetos alzan sus fraternas sombras gigantescas —apenas visibles en la noche negra— y se retuercen con idéntico trágico gesto, heridos del tempestuoso viento. Torna a llorar el niño:
—No puedo más, mi madre... ahora sí que no puedo...
LA MADRE.—Ven... sigue... no llores... No debemos pararnos... Nos haría daño el frío traidor.
EL HIJO.—No puedo... no puedo... ahora sí que no puedo...
LA MADRE.—Yo te llevaré en mis brazos... como cuando eras chiquitín... Ven que te coja...
EL HIJO (abrazando a la madre, besándola).— Sí... sí... llévame en brazos... ¡Mi madrecita buena!... ¡Mi madrecita rica!
Se pone en marcha la mujer con la carga del rapaz en los brazos. Al principio va con grandes bríos. Pronto flaquea. Se detiene, casi ahogándose.
LA MADRE.—No puedo contigo, hijo mío... ¡Ay! Ya no es como cuando eras chiquito... No puedo respirar... No tengo más remedio que descansar un poco... Así... de pie... sin sentarnos.
EL HIJO.—No, no, madre... Así no. Sentémonos en las raíces de este abeto... Mira... forman un asiento... Un momentito... sólo un momentito... Cuando haya descansado un poco, podré caminar de nuevo...
LA MADRE.—Bueno... Un momento...
Se sientan bajo el abeto, abrazados, y quedan silenciosos, sumergidos en un hondo estupor de miedo y de fatiga. Pausa larga.
LA MADRE (vence, aterrorizada, al pasmo que se apodera de ella, y sacude al niño, que se va quedando dormido).—¡No te duermas!... ¡Por Dios, no te duermas! Va en ello la vida...
EL HIJO.—No..., no me duermo, mi madre... Cierro los ojos para no ver la noche, que me da miedo... ¡Y si supieras qué cosas tan bonitas veo con los ojos cerrados!... Ahora estaba en nuestra casita... delante del fogón, sentado, con Leal dormido a mis pies. Miraba la lumbre. ¡Eran tan lindas, tan lindas las llamas!
LA MADRE (gritando).—Abre los ojos... Ábrelos... No mires esas cosas... Es la muerte de frío, la gran traidora, que quiere adormecerte con esas dulces visiones para matarte más pronto... Levántate... Vámonos...
Se pone en pie la mujer con poderoso impulso de amor maternal. Quiere imitarla el niño; pero no le sostienen sus ateridas pie mecidas, y cae sobre la nieve.
EL HIJO.—No puedo... No me sostengo... Los pies se me han helado.
LA MADRE (siéntase en el suelo y recoge en su regado al niño).—Ven... dámelos acá... te los calentaré sobre mi corazón... en mi seno... (Pausa.) ¿Tienes así menos frío, mi vida?
EL HIJO (semiadorinecidó).—Sí... estoy muy bien... madrecita rica... muy bien.
Y entonces la madre, loca de espanto, sintió que en la dulce voz de su hijo vibraban ya los helados acentos de la muerte. Quiso despertarlo. En vano. Apenas un apagado —¡Déjame!— se asomó a sus labios. ¡Señor! ¡Señor! ¡Morírsele así!... ¡de frío!... ¡entre sus brazos!... ¿Quién habrá pasado por un mayor dolor? ¡Y en aquella noche divina en que la gloriosa Madre de todas las madres conoció la infinita alegría de adorar a su Dios en el Hijo de sus entrañas! ¡Dios te salve, Reina y Madre!...
No podía ser. En la Nochebuena una madre no había de atravesar por martirio tan grande. Y por ello, un lucero se desprendió del más remoto confín de los cielos y vino a caer mansamente sobre el abeto a cuya planta se morían un niño de frío y de angustia una madre. Al contacto de la estrella, todo el árbol se convirtió en árbol de fuego: hojas, ramas, tronco, fueron tan luminosos, derramaron de sí tanto calor, como hechos de metal en fusión. Derritióse en derredor la nieve; las ateridas bestias del bosque, ciervos y lobos, olvidada ferocidad y temor, formaron un gran círculo en torno al árbol ardiente, bajo cuyas deslumbradoras frondas de cristal soñaba en paz la madre con su niño en los brazos.
Dormidos y sonriendo entre sueños, encontrólos a la otra mañana el padre, que registraba desesperado los últimos rincones de la nevada selva. Madre e hijo descansaban sobre la mullida y verde hierba, cuajada de margaritas de oro, que rodeaba el abeto. Más allá, por toda la comarca, el hosco invierno tendía la yerta blancura de sus nieves.
El templo sin dios
(Tragedia)
Acto único
Bosque. Los gruesos troncos y el oscuro ramaje de los árboles centenarios piérdense en lo alto entre las sombras de la noche. Robustas raíces serpentean enmarañadas por el suelo. Al fondo, a la derecha, la playa del mar. A la izquierda, a media altura del ingente cantil de la costa, una gruta convertida en templo. Recias puertas de bronce cierran su entrada; una caterva de disformes monstruos, tallados en la roca, la guardan y defienden. Desigual escalera abierta en los peñascos sube hasta el templo.
Soledad y silencio. Sólo se escucha el apagado rumor de las hojas de los árboles movidas de la brisa y el blando alentar de las dormidas ondas.
TRES MUJERES, envueltas en oscuros mantos, buscan trabajosamente su camino en las tinieblas. Una de ellas lleva un niño en los brazos. Hablan acobardadas, en voz baja.
ANCIANA.—Creo que hemos llegado. Esos negros peñascos que se levantan hasta el cielo me parece que son los del templo.
MADRE JOVEN.—Sí; aquí es... Sentémonos en las raíces de este árbol. Tengo los brazos muertos. El peso del niño me ha rendido... ¿Faltará mucho para el día?
DONCELLA.—No; ya amanece. La estrella de la mañana brilla ya sobre las ondas.
ANCIANA.—Así, como la ansiada luz del día, llegarán por el mar los que esperamos.
DONCELLA.—¡Ay! ¡Tardan tanto!
MADRE.—Aún no has aprendido a esperar. Cuando te pase como a mí... Cinco veces se marchó ya mi esposo desde que nos hemos casado, ¡Y qué remedio! ¡Aquí no hay de qué vivir!
ANCIANA.—Vosotras quizá podáis esperar con calma. Yo no. Yo soy vieja y soy madre. Cada día le veo morir en las más espantosas muertes; sus lamentos en toda clase de suplicios resuenan en mi oído; su voz clama sin cesar dentro de mi corazón: ¡Madre! ¡Madre!... Cada ola que rompe en la playa me parece que arrastra su cuerpo sin vida.
DONCELLA.—¡Por Dios! ¡Madre!...
ANCIANA.—¡Oh! Perdóname. Olvidaba que tú también le quieres; que eres su novia... Las madres somos egoístas. Queremos todo el amor y todo el dolor para nosotras.
DONCELLA.—También a mí me atormentan visiones... pero no lo veo en el martirio. Es mucho peor. Lo contemplo en medio de delicias. ¡Oh! Ese Oriente, ese Oriente maldito... Esas tierras de sol que consumen toda voluntad... Esas mujeres perversas que saben hechizar con danzas... y con filtros... ¡Tantas veces pienso que ya no volverá!
ANCIANA.—Sí, sí; volverá... Aquí dejó a su madre. Pausa.
DONCELLA.—¿Por qué se fué a navegar? ¿No hubiera sido mejor ser pobres —¡juntos!—, pasar hambre y miseria —¡juntos!— que esta agonía perenne de desconfianza y temor?
MADRE.—¿De qué ibais a vivir entonces? Tú bien dices...; pero aquí, la tierra es tan pobre... Y después esta sequía... y la peste que mata los ganados... En nuestra tierra no hay más que miserias... Con lo que ellos nos traigan podremos vivir mucho tiempo. Ya verás... No te faltarán joyas, túnicas, mantos...
DONCELLA.—Joyas... túnicas... mantos... ¿Para qué todo eso?... Que venga él solo, aunque sea pobre. Que venga pronto y queriéndome como cuando se embarcó. Otra cosa no le pido a nuestro dios. Para alcanzarlo le traigo dos blancas palomitas cada luna nueva. Quince pares llevo traídos ya. ¡Y él que pensaba estar de vuelta antes del año!
MADRE.—Esas navegaciones se sabe cuándo empiezan, pero no se puede calcular jamás cuándo habrán de terminar: hay tanto de imprevisto en ellas... Yo, la verdad, no sé por qué te apuras así. Bien sabes que en la misma nave que tu novio va también mi marido... ¡Ya ves si estoy tranquila!... Es que ya estoy hecha a esperar... En el penúltimo viaje tardó casi dos años. Marchó antes de que naciera nuestro hijo, y cuando regresó, el niño sabía ya pronunciar algunas palabras... ¡Ay! ¡Si nuestro dios escuchara mis angustiadas súplicas y me lo sanara!... Eso le pido siempre al presentar mi ofrenda.
ANCIANA.—Ofrenda de madre es también la mía. A la doncella. Pido lo que tú... Que vuelva, aunque sea pobre; que os caséis; que vivamos los tres, juntos, felices...
DONCELLA.—¡Madre, madre mía!
ANCIANA.—Aún no lo soy... Quiera nuestro dios que pronto lo sea. Pausa.
MADRE.—¡Cuánto tarda el día!... El ansia nos sacó demasiado pronto de nuestras moradas. ¡Y mi pobre niño se me enfría entre los brazos!...
DONCELLA.—Toma mi manto... cúbrelo con él...
Se arrodilla al pie de la MADRE y le ayuda a envolver el niño. Así... Así... Abrígalo bien... Apriétalo contra tu pecho... ¡Cómo duerme!... ¡Con qué paz respira!... ¿Qué mejor música que el aliento de un niño?
MADRE.—Tú la tendrás esa música... Y más feliz que yo... ¡Está tan enfermo mi hijo!
DONCELLA.—¿Qué tiene?
MADRE.—Nadie lo sabe... Nadie sabe curarlo... ¡Pobrecito de mi alma! ¡Si lo hubieras visto antes!... Risueño y hermoso como un amanecer de primavera... Siempre gorjeando, como si llevara un nido de alondras en su pecho.
DONCELLA.—¡Pobrecito!
MADRE.—Un día llegó a mi puerta un mendigo extraño... Yo no había visto jamás tal figura ni tal traje... —Mujer —me dijo — hermoso es tu niño.— Y lo miraba... y lo acariciaba... A mí, de pronto, me entró un miedo tan singular... y el niño rompió en llanto... Le di a aquel hombre, para que se fuera en seguida, todo cuanto había en mi casa... pan, ropa, dinero... Luego, el niño fue palideciendo... no se volvió a reír... cada vez más triste, más amarillo, más flaco...
DONCELLA.—Pero ¿le hizo daño el hombre?
MADRE.—No lo sé,.. No lo sabe nadie... Mi marido se burla de mí: los hombres no comprenden ciertas cosas... Pero el mal es tan profundo que nadie puede librarle de él... Acudí a todos los hechiceros, a todos los santuarios... Esta es ya la cuarta vez que vengo a este templo. El sacerdote me dice que el dios ha de escucharme.
DONCELLA.—¿Y el niño? ¿Mejora?
MADRE.—No sé... Tose; se queja; respira a veces como si una mano invisible le apretara la garganta.
Van llegando gentes que se colocan en grupos diversos al pie de los árboles. Algunos se acercan a las tres mujeres.
UN HOMBRE, que ha escuchado parte de su conversación.—¡El dios no tiene piedad de nosotros!
MADRE.—Es que no hacemos bastantes sacrificios, dice el sacerdote.
EL HOMBRE.—¿Qué otra cosa hemos de hacer si somos tan pobres?
ANCIANA.—Eso digo yo... El dios lo tiene todo... lo puede todo... ¿Qué añadirá a su dicha el que nosotros carezcamos de lo indispensable para nuestra vida?
DONCELLA.—¡No hables así, madre!...
EL HOMBRE.—¡Si parece que se goza en nuestra miseria!... ¡El dios no tiene piedad de nosotros!
UN ANCIANO.—Acércase a ellos. Así son los dioses... Ni buenos ni malos, que ni bien ni mal les alcanza. Inmortales, perfectos, poderosos, nada saben de nuestra muerte, de nuestros dolores, de nuestras miserias... Son como los señores de un pueblo de esclavos... Los esclavos trabajan hasta reventar de fatiga para proporcionar el más pequeño placer a su amo. Nosotros también sacrificamos en el misterioso festín de los dioses lo más precioso del fruto de nuestros sudores. Y ellos, con indiferencia divina, consumen en la alegría de un instante lo que hemos producido en largos años de dolorosa labor.
DONCELLA.—Pero si todo lo saben, ¿cómo no saben nuestras penas?
HOMBRE.—Las saben y no les importa...
ANCIANO.—O no las saben... Viven su existencia gloriosa en el inacabable espacio azul, en el mar infinito, en la purísima sierra... ¿Qué sabes tú de lo que sufren los gusanos que se arrastran bajo tus pies, en la tierra?
DONCELLA.—¡Si el dios nos viera!... ¡Si conociera nuestros dolores!... ¿Por qué no entráis en el templo y os mostráis a él? Acaso el sacerdote no sabe hacerlo comprender nuestras necesidades...
ANCIANO.—¡Qué locura!... El dios no quiere ser visto de ojos mortales... Nadie, fuera del sacerdote, penetró jamás en el templo... y aun de éste se guarda el dios con un tupido velo.
DONCELLA.—¿Un velo?
ANCIANO.—Sí. El dios mora en el sagrario, en lo más oculto del templo... Múltiples cortinajes cierran la entrada.
DONCELLA.—¿Y nadie los alzó nunca para verlo?
ANCIANO.—¡Oh! Si. Una vez... hace muchos años... Lo oí contar cuando niño... Decían que había habido una vez un sacerdote que más amaba que temía al dios. Ya esto era un pecado. Los dioses quieren que se les tema, y no que se les ame. Y fué tan desmedido aquel amor, que hizo nacer en el sacerdote el impío anhelo de contemplar la perfección del dios. Rogaba a cada momento: —Señor, señor, hazme este solo don... otórgame que una única vez, siquiera por brevísimo momento, pueda ver tu divina faz tremenda. Este es el solo afán de mi pecho. Si durante tantos años, mi vida entera, te he servido fielmente, alza tu velo para que tu esclavo te contemple... aunque perezca en el instante, señor... Otra recompensa no la quiero.— Así imploraba día tras día... Pero el dios no alzaba sus velos, y el sacerdote luchaba desesperadamente con la tentación de descorrer él mismo, con sus manos mortales, la cortina del augusto misterio. Aquélla era idea fija que no le daba paz ni un momento. Ni comía ni dormía. Una noche no pudo resistir más: loco de adoración, posó sus manos sacrílegas sobre el santísimo velo... Al otro día fué encontrado muerto en lo alto de la escalera, delante del templo.
DONCELLA.—¿Había visto al dios?
ANCIANO.—No lo supo nadie. El cadáver no presentaba daño alguno. Estaba como dormido. Sólo tenía los ojos abrasados.
DONCELLA.—¡Los ojos abrasados!... El dios no nos ama. Si nos amara se dejaría ver de nosotros...
HOMBRE.—No nos compadece... Se goza en nuestros dolores... en nuestro llanto...
DONCELLA.—No hables así... podría castigarnos.
HOMBRE.—¿Qué mayores males podemos sufrir de los que ya nos atormentan? Las mieses se mueren de sed sobre la tierra abrasada... los ganados, de hambre en los polvorientos prados... nosotros vamos pereciendo uno a uno de miseria y tristeza. ¿Qué nos falta ya por sufrir? ¿Que el dios fulmine sobre nosotros el fuego de su ira? ¡Mejor! Acabaríamos de una vez.
LAS MUJERES.—¡No blasfemes!
HOMBRE.—¡Si es la pura verdad!
ANCIANO.—Tratándose de poderosos no siempre debe decirse la verdad.
HOMBRE.—¿Por qué no nos manda lluvia si con tan gran necesidad se la pedimos desde hace tantos meses? He perdido la mayor parte de las reses de mi vacada... No recogeré un grano de trigo de mis labrantíos... En casa, mi mujer, enferma, consumida, no tiene en su pecho ni una gota de leche para darle a nuestro hijito... Llevo sacrificados en el ara del dios mis mejores novillos, el pan de mis trojes, el vino de mis bodegas... Ya no me queda más que darle... ni de qué vivir. ¡Y no llueve!... ¡Y no llueve!... ¡No lloverá ya nunca más!... La tierra se reseca, se abrasa, se vuelve polvo, bajo el despiadado cielo azul... No conocerá ya nunca más la caricia del agua de las nubes.
ANCIANO.—Algún día tendrá piedad el dios.
HOMBRE.— Será tarde... Todos habremos muerto. Pausa.
DONCELLA.—¿No veis hacia el Oriente unas nubecillas doradas por la luz del alba?
HOMBRE.—¿Qué? ¿Qué dices? Se separa del grupo y mira ansiosamente hacia el lado indicado. Sí, sí; son nubes... ¡Bendito sea nuestro dios! Hay nubes en el cielo...
EL PUEBLO.—¡Nubes!... ¡Nubes!... ¡Nubes en el cielo!... ¡Lloverá!... ¡Nubes!... ¡Nubes!... ¡Se salvará nuestro pan!... ¡No moriremos de hambre!... ¡Nubes!... ¡Lloverá!... ¡El dios ha oído nuestras súplicas!... ¡Nubes en el cielo!...
Gran animación gritos de alegría. Muchos van corriendo a la playa para contemplar mejor el cielo. Comienza a amanecer.
LA MADRE del niño enfermo no se mueve de su asiento bajo el árbol.
DONCELLA, volviendo de la orilla del mar.— Mira mira... unas nubes avanzan sobre el agua, como navíos con velas desplegadas... Míralo; levántate.
MADRE.—No puedo... El niño tiene mucho frío. No logro hacerlo entrar en calor.
DONCELLA.—Te ayudaré a abrigarlo. Se arrodilla al pie de la MADRE, inclinándose sobre el niño. Si... ¡está tan frío!...
Pausa. Suenan largamente los gritos de los que celebran la aparición de las nubes.
DONCELLA.—¡Ay!... ¡Si parece que no respira!
MADRE.—¿Qué dices? ¿Que no respira?... Sí; sí; respira; respira... Ahora da un gran suspiro... ¡Ay, señor! ¡Qué enfermo se está poniendo mi niño!... ¡Y el sacerdote sin abrir el templo!... ¡Y el sol no sale!...
Entra una MUJER con un NIÑO.
NIÑO.— No puedo más... Madre, no puedo más... Llévame en tus brazos... Estoy tan cansado...
MADRE SEGUNDA.—Cállate... ¡Si ya hemos llegado! Siéntate al pie de este árbol... ¿Ves? Aquí hay también otro niño... ¿Tienes enfermo a tu hijo?
MADRE PRIMERA.—Sí; muy enfermo.
MADRE SEGUNDA.—¿Vienes a pedirle al dios su salud? También yo venía a rogar por la de mi marido... Dos años estuvo enfermo... Todas las fiestas traje mi presente... Tres meses hace que se me murió. ¡Ojalá tengas tú otra suerte!
MADRE PRIMERA.—¿Y cómo vienes ahora entonces?...
MADRE SEGUNDA.—¿Adonde ir, si no?... Duro es el dios para con nosotros, pero peor es no saber dónde volver los ojos... ¿Qué sería del pueblo si no tuviera a quién pedir el remedio de sus males?
DONCELLA.—¿Qué desgracia sufres?
MADRE SEGUNDA.—Nuestra vaca... nuestra única vaca que se está muriendo... Con su leche vivimos mi hijo y yo... Es ya lo único que nos queda.
NIÑO.—Madre, dame pan.
MADRE SEGUNDA.—No tengo pan. Cállate, hijo mío. Lo sienta en sus rodillas.
NIÑO.— Madrecita... tengo hambre. Dame pan... dame de ese pan que traes en el cesto.
MADRE SEGUNDA.—Cállate, cállate, niño... Ne puedo darte de este pan... Se lo traemos al dios... Para que sane a nuestra vaca...
NIÑO, llorando.—Dame pan... dame pan...
MADRE SEGUNDA, a las mujeres.—¿Qué ofrenda recibirá el dios igual a la mía? El pan de un niño que llora de hambre... Tendrá que compadecerse de nosotros.
DONCELLA.—¡Oh, sí! Sólo un monstruo no se compadecería.
El sol naciente enciende con su roja luz los peñascos del templo, arranca metálicas refulgencias de las hojas de la puerta, presta vida a las gigantescas tallas de temerosos endriagos que la rodean. Una abigarrada muchedumbre, que habla y grita, llena la escena; todos vienen cargados de presentes: corderos, aves, pan, vino, frutos...
Abrese la puerta del templo. Aparece EL SACERDOTE. Cierra la puerta y luego desciende lentamente por la gran escalera. Silencio solemne. EL SACERDOTE comienza a recibir las ofrendas. Poco a poco renace la animación y vuelven los gritos.
ANCIANA.—Ya bajó el sacerdote... Vamos, hija mía.
DONCELLA.—Vamos... ¡Confío tanto en que el dios ha de atendernos!... A la Madre. ¿Tú no vienes?
MADRE.—¿Y el niño? No puedo meterlo entre el gentío. Vuelve tú aquí así que entregues tu ofrenda. Te quedarás con él mientras me acerco yo al sacerdote.
DONCELLA.—Eso haré.
LA DONCELLA Y LA ANCIANA desaparecen entre la muchedumbre. Gritos, tumulto. Todos quieren ser los primeros en entregar su ofrenda. El SACERDOTE apenas consigue mantener el orden.
Por el camino de la aldea llega un NAVEGANTE. Detiénese un momento contemplando la confusa masa de gentes. Luego avanza hasta los árboles del primer término, donde descubre a la MADRE con el niño enfermo en los brazos. Acércase con cautela, sin ser visto de la mujer. Le pone una mano sobre el hombro.
MADRE.—¿Qué es?... ¡Ah! Tú... tú... esposo mío... ¡Qué sorpresa!... ¡Qué dicha!... Pero ¿cómo estás aquí? ¿Cómo has venido?...
NAVEGANTE.—Llegamos ayer noche. En seguida corrí a la aldea... Una vecina me dijo que habías venido aquí con una ofrenda. ¿Qué buscas tú en el templo?
MADRE.—El niño... Descubre la carita del niño envuelto en el manto.
NAVEGANTE, se inclina y lo besa.—¡Hijo mío!... ¡Hijo mío!... En voz más baja. ¡Qué pálido está!... ¿Estuvo siempre mal mientras estuve fuera?
MADRE.—Siempre... Peor cada día. ¡Por más sacrificios que llevo hechos, el dios no quiere sanárnoslo!
NAVEGANTE.—¡Como si el dios pudiera hacerlo!
MADRE.— El dios lo puede todo... ¿Cuándo has de creerlo?
NAVEGANTE.—No, no lo creo... Llevo recorrido todos los mares... Cada pueblo adora a dioses distintos... pero el dolor y la miseria son en todas partes idénticos. Tantos dioses conozco, que en ninguno creo.
MADRE.—¿A quién pedir entonces el remedio de nuestras necesidades?
NAVEGANTE.—¿De qué sirve el pedirlo?... Ven. Vámonos a casa... El niño tiene mucho frío... Yo tampoco he dormido esta noche.
MADRE.—No, no. Espérate un momento. Déjame que entregue antes la ofrenda... El dios ha de curar a nuestro hijo.
NAVEGANTE.—¿Sabes tú de alguien a quien haya curado? ¿Sabes de algún bien que haya hecho?... ¡Qué ha de hacer, si no existe!
MADRE.—¡Cállate! ¡No blasfemes!... ¡En sus manos está la vida de tu hijo!
NAVEGANTE.—¡Qué simpleza! Vámonos.
MADRE.—No... déjame. ¡Ah! ¡Si tú creyeras! ¡Si fueras capaz de fe! ¡Si te acercaras conmigo y entregaras humilde nuestra ofrenda!... ¡Entonces sí que el dios nos lo sanaba!... Vamos... haz un esfuerzo... se trata de la vida de tu hijo. Ven, ven conmigo.
NAVEGANTE.—Déjate de niñerías... Vámonos a casa. El niño se enfría con el aire de la madrugada.
MADRE.—¡Por favor!... Ven conmigo... ven conmigo...
DONCELLA, acércase la MADRE, con rostro radiante.—¡Ya está entregada la ofrenda!... Dame tu hijo... Ya verás cómo se te pone bueno. ¡Tengo una alegría en el alma! Mi corazón me dice que el dios ha oído mi súplica... Descubre al NAVEGANTE. ¡Ah!... ¡ese hombre!
MADRE.—Mi marido... Desembarcó esta misma noche.
DONCELLA.—¡Esta misma noche!... Mi novio habrá desembarcado también... Por eso me brincaba tan alegre el corazón dentro del pecho. Se sentía cerca de quien le ama... Dime, dime, navegante: ¿llegó mi novio contigo?
Marido y mujer hablan un momento en voz baja. Después los dos se quedan silenciosos, con grave semblante.
DONCELLA.—Dime que sí, que llegó contigo... Dímelo para que corra a mi casa a adornarme con mi más hermosa túnica... para que trence en mis cabellos jazmines y violetas... para que vuele en su busca al puerto... Dímelo, dímelo...
NAVEGANTE.—Tu novio... A su mujer. Yo no puedo. Díselo tú. Sólo las mujeres sabéis decir esas cosas.
DONCELLA.—Pero ¿qué es?... ¿Por qué guardáis silencio?... ¿Por qué me miráis tristemente?... Acaso él... No, no. ¡Es imposible!... ¡Decidme que es imposible!
MADRE, la atrae hacia sí y la abraza. Ven aquí... querida niña...
DONCELLA,—¿Por qué me besas de ese modo?... Me haces daño. Es como si me compadecieras... Dime, dime... ¿Es que no ha vuelto?
NAVEGANTE.—No; no ha vuelto.
MADRE.—No volverá.
DONCELLA, se desprende de los brazos de la MADRE y se pone en pie.—¡No volverá!... ¡Dices que no volverá!... ¿Es que se ha muerto?
NAVEGANTE.—No se ha muerto.
DONCELLA.—¿Y no volverá?... ¡Qué angustia, señor, qué angustia!... ¡Oh! ¡Ese maldito Oriente! Vase corriendo, por medio de las gentes del pueblo, en busca de la ANCIANA. ¡Madre ... ¡Madre!... ¡Tu hijo no vuelve!... ¡No vuelve!... ¡Yo me muero! Piérdense sus voces en el confuso vocerío de la muchedumbre.
NAVEGANTE.—¡Pobre niña!... No merecía él su cariño... Vámonos a casa. Ya ves tú lo que les da el dios a sus fieles.
MADRE.—Déjame siquiera que entregue mi ofrenda... ¡El niño está tan enfermo!...
NAVEGANTE.—Vámonos... vámonos... Coge el niño en sus brazos. Lo descubre. ¡Maldición!...
MADRE, levantándose precipitadamente.—¿Qué es?... ¿Qué tiene?...
NAVEGANTE, examina ansiosamente al niño. —¡Maldición!... ¿Lo ves?... ¡Se ha muerto!
MADRE.—No, no... ¿Qué dices?... ¡Dámelo!... Lo que tiene es frío... Yo le daré calor con mis besos... ¡Hijo mío!... ¡Hijito mío!... ¡Y tu padre que no me dejó llevar la ofrenda!
Se apodera del niño, lo besa, lo abraza Con locura, estrechándolo contra su pecho entre los pliegues de| manto. Quédase acurrucada al pie del árbol, sin advertir nada de lo que pasa a su alrededor, ni otra señal de vida que los mudos sollozos que agitan su persona.
NAVEGANTE.—¡La ofrenda!... ¡El dios!... ¡Farsa, farsa maldita, farsa infame!... ¡Ella mató a mi hijo!... ¡Y esos imbéciles que siguen apretujándose en torno al sacerdote!... ¡Oídme!... ¡Oídme todos!... ¡todos!... ¡Volveos a vuestras casas!... ¡Llevaos los presentes que ibais a entregar a ese dios embustero!... ¡Lleváoslo todo!... ¡y comed!... ¡y bebed!... ¡No deis nada a quien nada necesita ni con nada ha de pagaros lo que le deis!... ¡Oídme, oídme todos!... ¡El dios no existe!... ¡El dios no existe!... ¡Entrad en el templo y veréis que está vacío!... ¡veréis que no hay dios!...
UN HOMBRE, que ha estado mirando al cielo ansiosamente.—¡Las nubes se disipan!... ¡Mirad!... ¡Mirad!... ¡El cielo vuelve a mostrarse azul y limpio hacia el Oriente!... ¡Los rayos del sol queman!... ¡El dios no atiende nuestros ruegos!
VOCES DIVERSAS DEL PUEBLO.—Es verdad... ya no hay nubes... un sol despiadado acaba de abrasar nuestras mieses...
NAVEGANTE.—Pero, ¿qué esperabais?... ¿No me habéis oído?... El dios no existe... Entrad, entrad en el templo y os convenceréis... ¡El templo está vacío!
VOCES DEL PUEBLO.—¡Sí! ¡Entremos en el templo!... ¡Lleguémonos al dios!... ¡Que oiga nuestras quejas!... ¡Que vea nuestros semblantes doloridos!... ¡Al templo! ¡AI templo!... ¡Que el dios conozca nuestra miseria!...
La muchedumbre se lanza hacia la escalera de las rocas.
SACERDOTE, de pie en uno de los primeros escalolones, alza los brazos y clama:—¡Atrás!... ¡Atrás!... ¡Quien se llegue a mí, quien me toque, quedará muerto!
Momento de vacilación en el pueblo.
NAVEGANTE.—¡Arriba!... ¿Y ése os detiene?... ¿ese bandido que os ha robado vuestras ofrendas? Bien sabe él que no hay dios en el templo. Por eso no quiere que entréis.
UNAS VOCES.—¡Miserable!... ¡Has robado nuestros presentes y has ocultado al dios nuestras miserias!...
EN PUEBLO.—¡Queremos ver al dios!... ¡Queremos ver al dios!... ¡Que el dios conozca, nuestras desventuras!...
SACERDOTE.—¡ Atrás!... ¡Temblad ante la cólera del cielo!...
EL PUEBLO.—¡Arriba!... ¡No os detengáis!... ¡Arriba!... ¡Arriba!... ¡Queremos ver al dios!...
EL SACERDOTE alza desesperadamente los brazos, lanzando gritos que se pierden en el universal clamor. La bramadora muchedumbre, amenazándolo con piedras y palos, se apelotona al pie de la escalera, contenida aún por el temor.
UNA VOZ.—¡Matadlo!... ¡Matadlo!... ¡Él es el culpable de nuestras desdichas!...
Vuela un guijarro que va a chocar con la frente del SACERDOTE, haciéndolo caer sobre las rocas, sin sentido y ensangrentado. Todos se precipitan ferozmente sobre él, dándole de palos y pisoteándolo. En brevísimo instante, toda la escalera, hasta la puerta del templo, queda invadida por la rugiente marea humana.
UN HOMBRE, en lo alto, al frente del pueblo.—¡Venid!... ¡Venid todos adentro!... ¡Mostrémosle al dios nuestras miserias!...
EL PUEBLO.—¡Adentro!... ¡Adentro!...
Empujan la puerta con los hombros.
VOCES.—¡Está cerrado!... ¡Está cerrado!...
EL QUE ESTÁ AL FRENTE DEL PUEBLO.—Llamemos... El propio dios nos abrirá su templo... Con la boca pegada a la puerta. ¡Señor!... ¡Señor!... ¡Aquí tienes a tu pueblo!... ¡a tu fiel pueblo que implora de ti el remedio de sus males!... ¡Señor!... ¡ábrenos tu puerta y escucha nuestra queja!...
Pausa larga. Silencio angustioso. Una loca esperanza agita todos los corazones.
VOCES AISLADAS.—No responde... no abre... no abre sus puertas...
EL PUEBLO.—¡Señor!... ¡Señor!... ¡Abrenos tus puertas!... ¡Tu pueblo sufre!... ¡Tu pueblo perece!... ¡Muéstrate a nosotros, señor! ¡Abrenos tus puertas!...
NAVEGANTE.—¡Qué ha de abrir!... ¡No hay nadie en el templo!...
VOCES.—¡Silencio!... ¡Fuera ese blasfemo!... ¡Matadlo!...
EL PUEBLO.—¡Señor!... ¡Abrele a tu pueblo!...
VOCES AISLADAS, que poco a poco se van convirtiendo en general clamor.—No responde... no abre... no quiere abrir... no quiere oírnos... no quiere ver las miserias de su pueblo...
UNA VOZ.—¡Romped la puerta!
EL PUEBLO.—¡Sí! ¡Forcemos la puerta!... ¡Entremos todos dentro!... ¡El dios, al vernos, se apiadará de nosotros!
EL QUE ESTÁ EN LO ALTO DE LA ESCALERA, AL FRENTE DEL PUEBLO.—¡Dadme un hacha!... ¡Romperé la puerta!
VOCES, de arriba abajo, a lo largo de la escalera. —¡Un hacha!... ¡Un hacha!... ¿Quién tiene un hacha?...
Confuso movimiento en las masas. Después, un hacha va pasando de mano en mano, hasta lo ALTO de la escalera.
EL HOMBRE de la puerta descarga fuertes golpes sobre las recias hojas de bronce. Retumban, lúgubres y huecamente como en un sepulcro, en el interior del templo.
VOCES.—No la abre... No es capaz de abrir... La puerta no cede... no cede... ¡Ah! Parece que se mueve... ¡Sí, sí! ¡Se mueve!... ¡Se mueve!... ¡Se abre!... ¡Se abre!... ¡Se abre!... ¡Adentro! ¡Adentro todos!
Abrese la puerta con fúnebre estrépito. La muchedumbre enloquecida se lanza hacia ella. Los que estaban en lo alto desaparecen en el negro recinto. Los otros se empujan y golpean por subir antes la escalera. Muchos caen y son pisoteados. Algunos se despeñan.
De repente todos se detienen espantados. En la gran boca del templo aparecen los que habían entrado primero, mostrando en su rostro y ademanes el terror más violento. Claman:
—El templo está vacío!... ¡No hay nadie en el templo!... ¡No hay nadie en el templo!...
Todos, despavoridos, se precipitan por la escalera de rocas. Es universal el grito:
—No tenemos dios!... ¡No tenemos dios!... ¡No hay nadie en el templo!...
Se empujan y atropellan en su frenética fuga. Huyen por todos lados, como arrebatados de repentina locura, gritando:
—¡No tenemos dios!... ¡No tenemos dios!... ¡No hay nadie en el templo!...
Vanse todos. Las voces llegan cada vez de más lejos. Después, total silencio. Al esplendoroso sol de la mañana, que refulge en el mar y los peñascos, muéstrase, negra y lúgubre, como sepultura violada, la entrada del templo. La guarda de temerosos monstruos de piedra tiene ahora un vano aire lamentable y grotesco. Al pie de la desierta escalera yace el cuerpo del SACERDOTE, ensangrentadas las albas vestiduras.
LA MADRE, ha seguido siempre inmóvil al pie del árbol, sin ver ni oír nada de cuanto ha ocurrido, abrazando el cadáver de su hijo, sacudida de mudos sollozos.—¡Niño mío!... ¡Niñito mío!.... ¿Cómo no respondes a los besos de tu madre?... ¡Señor! ¡Señor!... ¡sánamelo!
Va cayendo el telón lentamente.
Bajo la encina grave...
(Diálogo vulgar)
Bajo la encina grave, rostro a la sierra, tocada con las
primicias de la nieve, siéntanse ambos interlocutores. Hay una larga
pausa, durante la cual les penetra en el alma la adusta paz del paisaje.
Luego rompen a hablar lentamente, hilando sus conceptos al dormido
compás con que vibran las cosas —árboles, llano, sierra— bajo el dorado
hechizo de la tarde otoñal. Así dicen:
EL UNO.—¡Bendita calma!... ¡Dulce reposo!... Huyen los instantes en vena suave y silenciosa... Corre la vida, y no sentimos su carrera en el ambiente de encanto que nos envuelve... Nadie dirá que la ciudad arde en todas sus impuras codicias a media hora de aquí. Parece que alentamos en un mundo ultraterreno, donde la necesidad ha aflojado las cadenas con que nos aprisiona, y ya no pesamos sobre el suelo ni sobre nosotros mismos; cada parte de nuestro ser álzase y espónjase bajo la caricia del aire como flor en mañana de sol... De estas inefables sensaciones gozarán esos árboles, si tienen una conciencia que advierta la dicha de su vida... ¡Bendita paz!...
EL OTRO.—Paz de muerte, de sepulcro. En este campo no se percibe el rodar de la vida, porque nada vive en él! ¡ni el viento!... Es un paisaje mineral, infraorgánico. Ni aun en los meses húmedos del año logra cubrir la hierba con su manto las amarillas desnudeces de los cerros. Aquí contemplamos la bancarrota de la vegetación. Imagen de la caducidad para uso de poetas es en nuestras latitudes la “verdura de las eras”. ¡Oh, eterno verdor de otras comarcas!... ¡Y los árboles!... Tal palabra evoca en nuestra fantasía frescas frondas, susurros de follaje, trinos de aves, y ¿qué hay de todo ello en estas encinas secas y grises, como forjadas en metal, que no se estremecen bajo la caricia de la brisa, ni esconden nidos tibios entre el aspereza de sus hojas, foscas y trágicas, como fantasmas de árboles atormentados en un purgatorio?
EL UNO.—¡No maldigas de las encinas! Levántanse en desesperadas contorsiones casi humanas, como esculpidas, por un Miguel Angel, llevas razón en ello; nada poseen de esa sonríente placidez que atribuimos al reino vegetal. Pero considéralas un momento y verás qué noble tragedia es la suya: el suelo es pura arena; como bien dices, apenas logra la hierba arraigar entre ella, a causa de la escasez de principios nutritivos. Y de tanta miseria, la encina, con infatigable terquedad, crea su tronco robusto, sus recias ramas, que se tienden al cielo suplicantes o maldicientes. ¿No ves en ello una afirmación heroica de la voluntad de existir, vencedora de todas las adversas condiciones? ¿Sus violentas actitudes no son imagen de la victoria del querer fuerte, sobreponiéndose y domeñando a las propias ineluctables leyes de la necesidad? Cada ramillo es una estrofa del himno triunfal de la individualidad potente sobre el medio hostil... Y además, en la encina que se alza enérgica sobre la tierra yerma, ¿no ves un símbolo de la historia del alma de nuestra raza? Ambiente miserable, individualidades poderosas y estériles, que se yerguen solitarias sobre la colectiva vileza sin juntar jamás su esfuerzo; hay árboles, pero no logran entremezclar sus ramas, fundirse en selva, que dé humedad y fertilidad al terreno; al pie de los troncos próceres no crece nunca un retoñuelo que asegure la continuidad de lo ganado sobre la pobreza del medio. Nuestra vida nacional, ¿qué fue siempre sino esto?
EL OTRO.—Misteriosas son las vías del Señor, llenos aquí parados a considerar los hondos problemas de la patria desde una ociosa discusión sobre las virtudes de este campo infecundo.
EL UNO.—Cada cosa engendra su semejante. Espiritual es el paisaje que tan graves consideraciones sugiere. Espíritu y sólo espíritu es lo que palpita en el llano y en los montes, bajo la luz agria que derraman los cielos. Y aquí tienes una provechosa lección de sobriedad estética: con la pobreza más grande de medios, una gris extensión de terreno, suavemente ondulado, cubierto a trozos de pardos encinares y unos redondos y foscos cabezos de acero enguirnaldados de nieve, prodúcese uno de los panoramas más ricos en lirismo, fuerte y austero, de cuantos guarda la Península ibérica, tan bien dotada de raros paisajes. ¡Ah! Si Madrid no ignorara las tierras que la rodean; si se asomara alguna vez al paseo de Rosales o bajo las arcadas de la plaza de la Armería con ojos limpios y penitentes, ¿no se curaría de su chabacana garrulería, de su frivolidad, de su achulamiento? ¡Qué habrá más opuesto que Madrid y su campo!
EL OTRO.—Acaso Barcelona y el suyo: paisaje clásico, sereno, mesurado, armonioso, sonriente, y ciudad barroca, desmedida, febril, excesiva en fachadas y en pasiones... Y después, ¿no será toda población antítesis de su campiña? ¿No nacerá la urbe del afán de sustraerse a un cierto ambiente natural que por cualquier oscura razón se ha hecho enojoso para los que en él habitan? El odio es el sentimiento espontáneo entre campo y ciudad... Pero una cosa hay entre las que has dicho, con la que no puedo estar conforme. Hablas de la sobriedad de elementos con que manifiesta su austeridad la tierra castellana, y, para mí, en ello, más que pobreza, hay despilfarro; despilfarro de leguas de tierra sin cultivo, entregadas a su espontaneidad, sin dar de sí otro fruto que tus selectas sensaciones estéticas. Y eso, amigo mío, es demasiado caro. Un Sáhara cuesta más que un Versalles. Con lo que deja de criarse en estas asoleadas llanuras, que podrían ser regadas por la nieve de la sierra, se remediaría esa hambre normal y endémica, elemento básico de la vida social española. Tus simbólicas encinas podrían trocarse en frutales para hartar de dulzuras la boca de todos los niños de España. Somos pobres, archipobres. ¿Cómo entusiasmarnos con tener un desierto a las puertas de casa?... ¿Qué dirías del mendigo que se extasiara contemplándose los piojos? Y, bien considerados, ¡sabe Dios los raudales de poesía austera que el santo Job descubriría en ellos!