A Azorín
“Lunes antes del alba comencé mi camino.”
—Arcipreste de Hita.
Claro y de noble color rayaba el sol por el transparente cielo
azul de la mañana. Las gayas aves, calandrias y ruiseñores, lo recibían
con cantos placenteros; a su luz, los árboles frutales aparecían
cubiertos de flores blancas y grana y de hojuelas tiernas; abríanse
rosas bermejas en las huertas y doradas margaritas en los prados, y,
movidos del fresco y suave viento, crecían en los pegujares los tallos
nuevos de trigo y de centeno.
En una charca, ribera de Henares, las cantaderas ranas, bien solteras, croaban y jugaban. Paso a paso llegóse allí un escolar, que holgaba señero por los campos llenos de flor.
—¿Con que esas vanas voces son para demandarle rey a don Júpiter? —exclamó con risa, al recordar un ejemplo de su Isopete.
Y lanzando con mano ágil un redondo guijarro que, al caer en medio de la laguna, alzó violentos surtidores de agua y cieno y sembró medroso silencio entre las ranas, prosiguió diciendo:
—Tomad, tomad rey que os castigue, bausanas parladeras, y dejadme oír el canto de las chicas aves.
Arredróse de la charca el escolar y continuó su solitario paseo, orillas del río, bajo los sauces lozanos. Al caminar enhiesto, declamaba un pasaje de poesía latina, con voz tumbal y solemne, golpeando los aires con una cañavera a compás del verso:
Unica spes vite nostre, Venus inclita, salve,
Que facis imperio cuneta subiré tuo,
¡Quam timet alta Ducum servitque potentia Regum!
Supplicibus votis, tu pía, parce meis...
Fastidio de los estudios de clerecía y amorosos desvelos habíanlo
sacado, antes de amanecer, de su posada en busca de la dulce paz
campesina. Allá quedaban los mamotretos canónicos cuyo estudio era enojo
de sus vigilias; las Decretales y el Espéculo, el Inocencio IV, el
Rosario de Guido, el Ostiense, Novela y Directorio; pero las angustias
de amor aumentaban con la soledad y la poesía, ya que no hay doliente a
quien sanen dulces cantares: el dolor crece, no mengua, con ellos.
Dueña principal, vecina suya, de andar manso y ledo, apuesta de talle, amorosa de gestos, señoril, placentera, lozana, cortés, mesurada, hermosa, criada en las noblezas del oro y de la seda y mucho más guardada de hombre que entre los judíos la Tora, habíale herido el corazón, con enarbolada saeta de amor, al alzar una vez a él la candela de sus ojos. El escolar quedó preso de ellos, dañada el alma y lleno de suspiros el pecho. Mas no era de esperar remedio alguno: tanta era la calidad de la dueña, tan vil la del estudiante de Cánones y tan imposible que la voz de sus cuitas se abriera camino hasta ella. Para lograrlo, con dulces palabras y decires sabrosos, había hecho cantares tan tristes como su triste amor. Mas la dueña, sin querer leerlos, había rechazado los pliegos en que iban escritos.
De este modo, el dolorido escolar vagaba con paso incierto por la vega florida, y más de una vez, interrumpiendo su recitación de Pánfilo, entre sí suspiraba y decía:
—¡Ay ojos, los mis ojos! ¿Por qué os fuisteis a poner en quien no quiere veros?... —Y proseguía:— Pero ¿cómo me hubiera guardado de adorarla? Nacido soy en el signo de Venus y amar las mujeres nunca se me olvida. Mi vecina era ella, mí muerte y mi salud. Sólo con verla: —¡Hela!— decía suspirando mi corazón; entrábanme miedos y temblores; mis pies y mis manos no eran señores de si... ¡Ay! ¡Que soy llagado y perdido de un dardo que se esconde en mi pecho!
A una revuelta del camino, en risueña pradera besada por las ondas del río, dió en medio de la más amena tropa que cabe imaginarse: una compañía de mendigos, buhoneros y juglares, de los que van por los pueblos haciendo alegrías, disponíase a comenzar la jornada con un bocado de pan y un sorbo de vino, tomados bajo la deleitosa sombra de los olmos. Y si la refección pecaba de magra, no menguaban burletas y cantares entre trago y trago.
El entristecido ánimo del escolar no estaba para tales solaces, y, a paso de buey, se retiraba del prado, no bien hubo visto que gente en él posaba, cuando los otros, advertidos de su presencia, prorrumpieron en alegres y reiterados llamamientos:
—¡Eh!, ¡eh! ¡Venid aquí, señor clérigo! ¡Ayudadnos a sangrar estos odres! ¡Que no se diga de un escolar de Alcalá que huye de la honrada sociedad de juglares como gazmoña hazañera!
Y dos ciegos, que juntos se asentaban, al son de sus sinfonías, rompieron a cantar:
Cristianos, de Dios amigos,
A estos ciegos mendigos
Querednos acorrer...
No habría parado pie el escolar si una vieja buhona (de esas
correderas que andan de casa en casa tañendo su harnero de cascabeles,
con polvos, hierbas, afeites, joyas, hilados y pintadas palabrillas de
perdición para las lindas mozas), saliéndose del grupo, no le hubiera
trabado de las manos y dicho de esta manera:
—¡Ten el paso, así Dios te dé salud, mozuelo! ¿Dónde se ha visto mancebillo apostado y lozano como tú, que vague solitario por las florestas, como gafo lacerado? Ven acá, galán, que un ave sola ni bien canta ni bien llora; quédate en nuestra compañía y goza de nuestro regocijo, que el alegría hace al hombre apuesto, sutil, osado, franco y donoso. Y porque me veas vieja y sin dineros no me has de despreciar ni negarme una cortés palabra, que si el buen callar cien sueldos val, el buen decir no cuesta más que la necedad y de chica habla, viene grande holgura. Tanto más, que con bien poquilla cosa de tu haber que me dieres, te serviré lealmente y te cobraré enamoradas; con arte se quebrantan los corazones duros.
—Nada quiero con el amor —respondió, ceñudo, el escolar,— ni con el suspiro, su hijo: sus afanes son sombra de la luna, y sus vanaglorias no valen más que vil grano de mijo,
—¡Oh, penillas de amor tenemos! —exclamó la artera vieja—. No maldigas de él en verdad ni en juego, que por santo ni santa que sea no sé quien no codicie su compañía si se mantiene solo. En la mujer lozana, hermosa y cortés guárdase todo el bien y todo el placer del mundo, Pero si acaso de desdenes de amor estuvieres llagado, quédate con nosotros, por tu vida, que antes de mucho otearás medicina capaz de curarte de todo encendimiento que por ella no sea, aunque la propia doña Venus te tuviera hurtado el corazón. Segura estoy de que luego de haberla visto nos pedirás que no te separemos de nuestro lado y trocarás por la de juglar tu condición de clérigo.
Ya a este tiempo habían hecho sitio en el corro para que se sentara el escolar entre la parladora buhonera, que de la mano lo había traído, y un peregrino luengo de barbas, mucha concha marina y calabaza bermeja en el bordón.
—Sabrosos manjares no os podemos ofrecer —dijéronle—, que entre nosotros, camineros, las ganas de comer son la sola especia que adoba los guisados. A pan de quince días, hambre de tres semanas, es ley nuestra. Pero la voluntad no será escasa.
—¿Cuál es tu nombre, lozano mancebillo? —preguntó la vieja, tendiéndole la bota del vino, luego de haber acariciado gravemente su brocal con su sumida boca de desaparejados dientes, largos y negros.— Mejor podremos holgamos sabiendo a quién tenemos por huésped. Yo me llamo Urraca.
—Di más bien Trotaconventos —barbotó el peregrino, en medio de una estrepitosa carcajada de toda la asistencia.
—Cállate, Hurón —gruñó la buhona—, si no quieres que diga las catorce cosas que menguan tu andariega santidad.
—Mi nombre es Juan Ruiz —dijo el escolar cuando hubo cedido un tanto la gozosa greguería.
—¿En qué trabajas? —asegundó la vieja.
—En clerecía.
—¿Patria?
—Alcalá.
—Hermosa mancebía mora en aquesa villa. Pero siendo escolar y enamorado, ¿no sabrás hablar por trovas a modo de juglaría?
—La tristeza me hizo ser rudo trovador.
—¡Ah! Pues templad, templad las vihuelas y guitarras —gritó alborozada la vieja,— y oigamos una cántica de nuestro escolar. No hay solaz más grande. Muchos dejan la cena por hermoso cantar.
Comenzaban los instrumentos a derramar sus blandos sones, cuando de un cañaveral de la margen del río, con regocijado retiñir de cascabeles y sonajas, surgió corriendo la más graciosa criatura que Juan Ruiz había alcanzado a ver en sus mozos días.
—¡Cómo! ¿Qué es eso? —gritaba ella agitando en alto su pandero; y su clara voz se le metió en el alma al escolar como filtro embrujado.— ¿Música tenemos cuando yo me baño y no puedo danzarla?
Era menudilla y garrida, con someros ojos relucientes, que encendían sombrío y ardoroso resplandor sobre su semblante moreno. La melena, de ébano, enjoyelada con las líquidas perlas que entre sus hebras habían dejado las ondas del río, rodaba libremente por los hombros y espalda. Un juboncillo bermejo, mal ajustado sobre la camisa de cuello por la prisa con que había sido vestido, era tibia cárcel de las diminutas lozanías del seno. Roja era también la saya, que se abombaba suavemente en las anchetas caderas, y descubría, bajo su fimbria deshilachada, los más chicos pies de trotera que jamás hayan bailado dulces bailadas.
—¡Eh, tú, Endrina! —gritóle a la moza el peregrino.— Déjate de dar voces y ven a mi lado a beber un trago de vino.
—¡Quita allá, gargantón! —respondió ella con desparpajo—, que sólo en glotonía y bebería piensas. El vino más mata que cuchillo; no es bueno sino en cubas y tinajas.
Juan Ruiz, embelesado de las palabras y gestos de la moza, la contemplaba y oía, trémulo y demudado, incapaz de moverse ni de hablar. Era como sí por la vez primera descubriera el turbador hechizo de la mujer y las ásperas agonías del amor. Antes todo había sido burla y juego; ahora sí que le dolía el corazón. Y suspiraba:
—¡Qué talle! ¡Qué cabellos! ¡Qué color! ¡Qué donaire! ¡Qué cuello de garza! ¡Qué boca fresca de grana!...
Con mirada sabia, la vieja de amor. Urraca, observaba la suspensión del escolar; llegóse a la moza, que se prendía una caperuza de cascabeles sobre los negros cabellos, y, señalando al embebecido mancebo:
—Hija, salúdate amor nuevo —le dijo.
—¿Quién? ¡Don Melón! —respondió la zahareña Endrina haciendo al escolar una mueca de mofa que le espinó el alma.
Volvióse luego a la buhona y añadió con ira:
—Vete de aquí, falsa corredera, que no soy necia ni bellaca para no conocer tus raposías. Bien sé que bajo la piel de oveja traes dientes de lobo, y que más traidoras lisonjas hay en tu lengua que hojas en viña. No cuides que me perderás, como a Horabuena, con tus parlas engañosas. No quiero doñeos con mancebos; sólo por bailar me pierdo.
Y como de oír la sabrosa música los pies le bullían y mal paraba en sus manos el pandero, con gesto desembarazado y gentil plantóse de un brinco en mitad del corro; sacudió la cabeza para echar hacia atrás las guedejas que mariposeaban sobre su frente; alzó al aire los morenos brazos, con regocijado repique de sonajas, y toda su personilla, vibrando al ritmo de la danza en el rojo revuelo de las sayas, fue como una ardiente llama de alegría sobre la menuda hierba del prado.
El escolar consideraba, fascinado, la gracia y gallardía con que la trotera meneaba sus ágiles miembros, y veía cómo se le iba amapolando el lindo rostro pícaro, abierto en sonrisas por la delicia del baile. Su corazón palpitaba a compás de los veloces pies de la moza, y su alma, como aturdido pajarillo, volaba arrebatada en los rápidos giros de la danza; de lo escondido del pecho, siguiendo el aire saltarín de la música, le brotaba un desacostumbrado hervor de versos, que ascendían hasta sus labios, ansiosos de ensartarse en el hilo melódico que brotaba de vihuelas, bandurrias y guitarras.
En voz baja le adoctrinaba así la experta Urraca:
—Cautivo estás, mancebillo. Bien proclaman las brasas de tus ojos y tu angustiado anhelar que verdad te anuncié antes al decirte lo que te acaecería; olvidados están los viejos tormentos y penas por amor nuevo. No te espantes por los desdenes de la dueña, que talante de mujeres es despreciar aquello en que más piensan y sueñan. Cuenta con el ayuda del tiempo, y vente en nuestra compañía a la feria de Segovia por la sierra enhiesta. Sirve a la moza en lo más que pudieres, que servir a dueñas es la mejor escuela de mancebía; habíale en locura siempre que hubiere lugar; peca más de osado que de prudente, si te favoreciere la ocasión; sé dadivoso y liberal con ella y con quien bien te sirviere para haberla, y, sobre todo, confía en las artes de Urraca, que, como tú no seas avaro ni desagradecido, no te habrán de abandonar. Y canta ahora, mancebillo afortunado; canta el prometido cantar y alaba en él las gracias de la dueña chica que baila.
Alzóse en pie Juan Ruiz, ardiendo en amor y entusiasmo, y al dulce son de danza que hacían los acordados instrumentos, cantó como aquí se dice:
—De las chicas, que bien diga, el amor me fizo ruego,
Que diga de sus noblezas e quiérolas decir luego:
Direvos de dueñas chicas, que lo tenedes en juego,
Son frías como la nieve y arden más que el fuego.
Como en chica rosa está mucho color,
Y en oro muy poco gran precio y gran valor,
Como en poco bálsamo yace gran buen olor:
Así en chica dueña yace muy grande amor.
Como rubí pequeño tiene mucha bondad,
Color, virtud y precio, nobleza y claridad:
Así dueña pequeña tiene mucha beldad.
Hermosura y donaire, amor y lealtad.
Chica es la calandria y chico el ruiseñor,
Pero más dulce canta que otra ave mayor:
La mujer, por ser chica, por eso no es peor;
Con doñeo, es más dulce que azúcar ni flor.
En la mujer pequeña no hay comparación,
Terrenal paraíso es, y consolación,
Solaz y alegría, placer y bendición...
Aquí llegaba el cantar, cuando la gentil trotera, cortando
bruscamente su danza, acercóse en un vuelo al mancebo; anudó rauda sus
brazos sobre los hombros del mozo; alzó, hasta juntarlo con el de él, su
arrebolado semblante, y, con su fresca boca de grana, estampó en
aquellos labios, en que aún palpitaban las armonías de la canción, el
más valiente beso que hubiera restallado jamás por aquellas arboledas.
Tras de lo cual, antes de que el aturdido escolar pudiera comprender lo
que le acontecía, huyóse corriendo con la misma presteza con que había
llegado. Los ecos de valles y collados repitieron largamente los
clamorosos vítores de los juglares.
—¿Vendrás con nosotros? —preguntó Urraca,
—Hasta el fin de la tierra.
* * *
De esta manera, el escolar que andando los años había de cubrir
de gloria perennal la grave dignidad canónica de Arcipreste de Hita,
compuso su primera cántica de trotalla, lunes al alba, ribera de Henares
LAUS TIBI CHRISTE.