Alboreaba apenas cuando salió por su puerta el tío Mingos, recio como
corazón de roble. Su mujer quedaba adormecida entre las mantas, y él,
aprovechando su sueño (ya que cuando se despertara no habría de faltarle
quehacer en el hogar, entre cuidar a la enferma y atender a la casa),
íbase a coger unas berzas para el caldo y ver, de paso, si la tormenta
nocturna había producido mucho estrago en sus labrantíos. Costaneras
eran sus tierras; el agua de la tempestuosa lluvia había rodado en
cascadas monte abajo, y las matas de maíz bien pronto están arrancadas.
Llegó a los sembrados. ¡Sí era para gemir y desesperarse! Un maizal,
que la víspera se enorgullecía con la lozanía de sus plantas, armadas ya
del airón de la flor, estaba ahora mustio y destrozado; arrancados
muchos de los pies, rotos por el tallo y caídos a tierra los restantes.
Por mitad de él, arrastrando consigo tierra y matas, había descendido
turbulenta arroyada.
El tío Mingos fue recorriendo despacio su heredad con ojos arrasados
en llanto. —¡Señor! ¡Que la suerte nunca se había de cansar de serle
contraria!... ¿No era bastante llegar a la extrema vejez sin poder
confiar en los brazos de un hijo que le ganara el sustento cuando sus
fuerzas se acabaran? ¿No era bastante tener a su mujer doliente e
impedida, viéndose él obligado a hacer frente a todos los trabajos del
campo y de la casa sin ayuda de nadie? Y ahora, el pan del año, sembrado
y labrado a fuerza de desvelos, como quien cría a un hijo, se perdía en
los ciegos furores de una tormentosa noche, condenando al hambre a un
anciano y a una enferma. ¡Señor! ¡Señor!
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Publicado el 1 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
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