Restallaban los truenos con fragor horrísono, despertando los dormidos ecos de los montes, y a su voz estremecíase la decrépita techumbre de la casuca aldeana, cuyas vigas crujían como si fueran a derrumbarse al peso del miedo. El cegante fulgor de los relámpagos abríase paso por las mal unidas tejas y las carcomidas hojas de las ventanas, metíase violento en el mísero hogar e iluminaba, con su luz despiadada, el suelo de tierra de la vivienda, las desnudas paredes de oscura pizarra, el tosco maderamen del tejado, negro del hollín que, año tras año, habían ido depositando en él los humos del llar, que, a falta de chimenea, salían trabajosamente al cielo por las hendiduras de la teja vana, trocando la casa entera en incensario.
Apretujada contra su marido, temblorosa de frío y espanto, la tía Antona respiraba con angustia, gemía y rezaba bajo las mugrientas mantas de la yacija conyugal:
—Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita... ¿Pero tú oyes, hô, tú oyes?... ¡En mi vida toda!... Estos no son truenos. Es que el mundo se hunde y el Señor llama a juicio a sus criaturas.
Pero el tío Mingos gruñía sordamente para que el terror no se le asomara a los labios:
—¡Cállate, mujer! ¡Duérmete!... Es una tronada como todas...
—¡Qué ha de ser!... ¡Si habré visto yo tronadas en los setenta años que Dios ha querido tenerme hasta hoy en el mundo!... ¡Pero como ésta!... ¡Escucha, escucha!... ¡Dios me lo perdone! Es como si el enemigo anduviera levantando las tejas del tejado.
Caía a torrentes la lluvia; azotaba muros y techumbre con un estruendo tal, que por momentos perdíase en él el bronco retumbar de los truenos. Dentro de la casa llovía poco menos que fuera; hasta la propia cama llegaba el agua. El chorrear de las goteras y el fatigoso aliento de la anciana sonaban acompasados en medio del estrépito exterior. Y la vieja pensaba entre suspiros y oraciones:
—¡Si no se hubiera acabado la vela del Sacramento!... Ma ya se sabe... los pobres, gracias si podemos alumbrar al Señor con un cirio de los más pequeños..., y aun para eso sacándolo de la boca... Verdad que dice el cura que el Santísimo ve las intenciones, y sabe que no podemos más... Así es... Pero como era un cabito de nada lo que el sacristán le devolvió a mi marido el sábado de Gloria..., con un rato que lo tuve encendido la otra vez que hubo truenos, no quedó de él más que un montoncito de cera...
Sin embargo, cobijando una remota esperanza, ya que por tenerla clavada en el lecho su mal, poco sabía ella de las cosas de la casa, preguntóle al compañero, que se fingía dormido a su lado:
—¿Por qué no enciendes la vela del Señor, Minguiños ?
—Pero, mujer, ¿tú no sabes que se consumió toda?
—¡Vaya por Dios!... ¡Todos son trabajos en esta vida!
—¡Duérmete, duérmete..., que ya va pasando!
Una permanente ternura conyugal, mantenida viva más de medio siglo, vibraba en aquellas palabras. Dios no les había concedido hijos; pero en cambio nunca habían faltado enfermedades; no por parte de él, que era, ¡abofellas!, el viejo mejor plantado de toda la parroquia; pero la mujer, costurera de aldea, fina y adamada como una señorita, había agotado en su persona el catálogo de males y remedios conocidos de la recóndita ciencia médica rural. Desde cinco años atrás sus piernas ya no podían con el peso de su desvencijado cuerpo, y no se levantaba de la cama.
—¡Duérmete, duérmete..., que ya va pasando!
Y en aquel mismo instante un resplandor vivísimo penetró en la pobre vivienda, al tiempo que un trueno gigantesco bramaba sobre ella, haciéndola retemblar.
Gritó la mujer:
—¡Jesús! ¡Ave María!... ¡Arreniego!... ¡Allí está! ¡Allí está! ¡Allí lo he visto!...
Y el marido, con acento falsamente tranquilo, no queriendo parecer asustado:
—¿Tú que has visto, mujer? ¡Sé que loqueas!
—¡El Enemigo! ¡El Malo!... ¡Arreniego!... ¡Allí!... ¡Allí!... ¡Detrás de la artesa!... ¡Mira! ¡Mira cómo brillan sus ojos de fuego! ¡Cómo se clavan en nosotros!
—¡Calla, calla, mujer, no digas locuras!
Pero el tío Mingos se bajó temblando de la cama y encendió un mixto. La roja estrella palpitó débilmente en la sórdida tiniebla de la cocina.
* * *
Mañana cristalina. Todas las cosas del campo alientan con
infantil alegría. Juguetean los claros rayos del sol en colinas,
arboledas, sembrados y brañas; limpio y profundo es el azul de los
cielos; corren bulliciosos los arroyos; ábrense fragantes corolas de
flores; cantan locamente las aves en la delicia de ver de nuevo la luz
después de la noche aterradora. “¡Otro día! ¡Otro dia!...” Y saludan al
sol como si debiera ser eterno.
Alboreaba apenas cuando salió por su puerta el tío Mingos, recio como corazón de roble. Su mujer quedaba adormecida entre las mantas, y él, aprovechando su sueño (ya que cuando se despertara no habría de faltarle quehacer en el hogar, entre cuidar a la enferma y atender a la casa), íbase a coger unas berzas para el caldo y ver, de paso, si la tormenta nocturna había producido mucho estrago en sus labrantíos. Costaneras eran sus tierras; el agua de la tempestuosa lluvia había rodado en cascadas monte abajo, y las matas de maíz bien pronto están arrancadas.
Llegó a los sembrados. ¡Sí era para gemir y desesperarse! Un maizal, que la víspera se enorgullecía con la lozanía de sus plantas, armadas ya del airón de la flor, estaba ahora mustio y destrozado; arrancados muchos de los pies, rotos por el tallo y caídos a tierra los restantes. Por mitad de él, arrastrando consigo tierra y matas, había descendido turbulenta arroyada.
El tío Mingos fue recorriendo despacio su heredad con ojos arrasados en llanto. —¡Señor! ¡Que la suerte nunca se había de cansar de serle contraria!... ¿No era bastante llegar a la extrema vejez sin poder confiar en los brazos de un hijo que le ganara el sustento cuando sus fuerzas se acabaran? ¿No era bastante tener a su mujer doliente e impedida, viéndose él obligado a hacer frente a todos los trabajos del campo y de la casa sin ayuda de nadie? Y ahora, el pan del año, sembrado y labrado a fuerza de desvelos, como quien cría a un hijo, se perdía en los ciegos furores de una tormentosa noche, condenando al hambre a un anciano y a una enferma. ¡Señor! ¡Señor!
Apenas le dejaban ver las lágrimas cuando llegó a lo más hondo del predio, allí donde la entraña peñascosa del monte había quedado casi desnuda al castigo del agua; ni una sola mata de maíz se conservaba en pie. Pero... ¿qué sería aquello que con tan claro resplandor brillaba en el improvisado cauce, entre dos guijarros? Presa de oscura ansiedad, bajóse a recogerlo...
¡Repucheta! En la vida había visto cosa más extraña. Era una barra de metal dorado, encorvada en redondo, limpia y brillante como si en aquel punto saliera del taller del artífice. Tenía en sus extremos dos pulidas esferas, y en la parte central un menudo adorno de espirales.
El tío Mingos daba vueltas entre sus manos al objeto encontrado; mirábalo y remirábalo, atraído por el misterio de su forma, fascinado por su brillo solar, abandonándose a una tibia sensación deleitosa que le invadía el alma. ¡Dios nos asista! ¡Si relumbraba como el oro! Y tal palabra resonábale en el oído como una maravillosa música sobrehumana. ¡Oro! ¡Oro!... Claro que el oro no anda así tirado por los sembrados... Pero ¡tantísimos tesoros como hay enterrados del tiempo de los moros!... Aunque él, tan desdichado en todo, no iba a tener la fortuna de dar con uno de ellos... ¡Quiá! ¡Imposible!... Pero yo no sé qué hechizo había en el claro fulgor de aquel metal, que cautivaba sus ojos y le metía por el alma adentro una irracional confianza en un porvenir dichoso, que casi le hacía mirar con desprecio el destrozado pan de la invernada. En vano sompesaba aquel objeto para calcular su valor, y se decía: —¡Phs! Valdrá unos diez reales!— La vista de lo hallado infundíale una risueña esperanza, envolvíale en suave caricia; era como si amistosamente le prometiera: —¡Ya verás, ya verás!... ¡Tonto!...
Mas de pronto se apoderó del tío Mingos la idea de que alguien le estaba espiando. ¿Quién le miraba? ¿Quién había visto su hallazgo? Volvió los ojos a todos lados, temblando de angustia... Nadie; estaba solo en medio de los campos. Y él juraría, sin embargo... Guardóse presuroso la extraña cosa en el pecho, dentro de la camisa, a raíz de la carne.
* * *
En los cincuenta años largos de su matrimonio no había visto a su
marido la tía Antona con semblante tan singular como aquella mañana al
volver de las heredades. Tal gesto traía, con tal acento contestó a las
tímidas palabras con que la esposa preguntó por el estado en que se
encontraban los maizales, que la pobre mujer guardó un humilde silencio
en todo el resto de la mañana, contemplando desde su lecho, con asombro
creciente, las extrañas maneras con que el tío Mingos iba y venía por la
casa .
—¡En mi vida toda!... ¡Si hasta habla solo, y no siempre en voz baja!
Tampoco habían comido nunca un caldo menos apetitoso que el de aquella mañana: crudas las berzas, ahumado. Como que ya muy tarde el tío Mingos había encendido una descomunal hoguera en mitad del fogón, quemando la leña de media semana, y había plantado el pote sobre ella, sin volver a ocuparse del caldo hasta el instante de llenar las tazas. Apenas pudo tragar su ración la tía Antona. Mas su marido sorbióse estrepitosamente la suya; y no bien la hubo despachado, cuando, tras limpiarse los morros con dos violentas fricciones del dorso de la mano, levantóse del banco y salió de la casa sin decir palabra.
La tía Antona no salía de su pasmo; jamás había acaecido entre ellos nada semejante. ¡Aquel hombre, todo miel de cariño, que cuidaba de ella y de la casa con diligente paciencia!... ¿Quién se lo había mudado?... ¡Dios mío querido!
Y no fué ella la única a maravillarse del cambio: también las mujerucas del lugar, que hilaban su cerro acurrucadas en los umbrales de sus puertas, tuvieron chachareo para toda la tarde con que el tío Mingos cruzara por la aldea, camino de Somonte, fosco, ceñudo, sin saludar ni ver a nadie, él, tan festejero, que no había vieja ni moza para la cual no tuviera burlas y bromas.
Llegó a Somonte y se dirigió a la botica de Galvín (ya lo sabéis: calle Real, subiendo, a mano derecha, bajo los soportales). El boticario, solterón inconmovible, colorado y carirredondo como farolillo de verbena, terminada su meridiana refección, harto suculenta y copiosa, reforzaba sus estomacales energías con una taza de café y unos sorbos de coñac, tomados en la propia mesa de comer, contemplando los restos del cotidiano banquete, como general vencedor se goza en el campo de batalla con los gloriosos despojos de las huestes contrarias
No bien supo quién por él preguntaba, hizo pasar al tío Mingos hasta el propio santuario de sus funciones gástricas.
—¡Hola, tío Mingos! ¿Qué tripa se le ha roto a usted para venir a buscarme por la fresca canicular de las dos de la tarde?
Pero en seguida se llenó de asombro al ver cómo su visitante, sin atender a saludarlo, recorría la habitación inspeccionando los rincones, miraba a través de los vidrios de las ventanas, cerraba las puertas, se acercaba de puntillas al sillón del dueño de la casa, quedábase un buen rato mirándolo de arriba abajo y, por último, rompía a hablar con entrecortados sones:
—Don Prudencio..., ¿usted es mi amigo?...
—Sí, hombre, sí... ¿Qué te pasa?
—Don Prudencio..., ¿usted es mi amigo? ¿Usted es mi amigo como lo fué su padre? ¿Usted es capaz de guardarme un secreto y de no descubrirlo aunque le arranquen el pellejo, aunque lo maten?
El boticario íbase alarmando al ver los alucinados gestos del anciano, y se puso en pie por librarse mejor de cualquier agresión, juzgando ya al tío Mingos loco rematado. Sin embargo, quiso tomarlo a broma, por ver si de aquel modo alejaba de sí aquel nublado, y dijo con forzada risa:
—Sí, hombre... Acaba... ¿Es que vienes a pedirme unos polvos para deshacerte de tu mujer? Me parece muy razonable... ¿O quizá para alguna moza a quien tú...
—¡Déjese de bromas!... ¡Júreme que por nada de este mundo se lo dirá a nadie!
—¡A nadie, hombre!... ¡Caray! Acaba de una vez, que ya tengo ganas de irme a dormir la siesta.
Nueva mirada inquisitiva en torno a la estancia. Después, lentamente desabrochóse la camisa el tío Mingos, se metió la mano en el seno y, con aire misterioso y solemne, sacó la extraña cosa hallada en los maizales.
Al boticario no le faltaban sus ribetes de arqueólogo, y, sobre todo, era señor de un formidable caudal de entusiasmos cuando había comido bien, y así, tomó el objeto entre sus manos y comenzó a dar ruidosas muestras del más desmedido asombro.
—¡Cómo!... Pero ¿dónde has encontrado esto?... ¡Qué maravilla!... ¡Qué pasmo!... ¡Qué adornos!... ¡Qué perfecta conservación!... ¡No hay Museo de Europa que posea su igual!... Esta es la torques más hermosa de todo el arte céltico!
El tío Mingos intentaba pescar positivas verdades en medio de aquella espumeante catarata de exclamaciones.
—Pero diga, señor, y luego: ¿es de oro?
—¡De oro! ¿Y de qué ha de ser?... ¿No lo estás viendo? ¿Qué otro metal se habría conservado más de dos mil años bajo la tierra sin perder su brillo?
Apretó más en sus preguntas el inventor de la joya, y el boticario, olvidado de su siesta, acabó trayendo piedra de toque y balanza para valorar lo hallado.
—Tendrá unos cinco mil reales de oro—acabó diciendo;— pero el oro en ella es lo que menos vale. Lo que importa es la forma, la perfección del trabajo... Si fuera mía, no la daba ni por dos mil pesos. ¡Ya vendrían a bandadas los ingleses y americanos a querer comprármela!
Mientras tanto, se había enterado detalladamente de dónde había sido el hallazgo.
—¡Oh ¡No había duda alguna!...—decía ardiendo en entusiasmo.— Allí, en aquella heredad del tío Mingos, tenía que haber sepulturas antiguas!... ¡Ya alguna vez le había sorprendido la configuración del terreno!... ¡Sí! En cuanto recogieran la cosecha harían excavaciones... El se iría a París y Londres a vender los tesoros... Para los dos habría riquezas inacabables...
Largo tiempo siguió fantaseando por tan rosada senda, y terminó con este consejo:
—Ni una palabra a nadie de la aldea..., no vaya a correrse la noticia y venga alguien, registre el terreno y nos robe lo que es nuestro.
* * *
Aquella tarde, cuando el tío Mingos llegó a su casuca miserable,
no veía ante sus ojos más que montones de oro, cuyo brillo cegaba. ¿Cómo
había de ocuparse de encender la lumbre y calentar el caldo para la
cena? Nada le dijo a su mujer; nada se atrevió ella a indicarle. Y así,
la noche del día en que la fortuna se les había entrado por las puertas,
se quedaron sin cenar ambos cónyuges.
Una cuestión gravísima preocupaba al tío Mingos: dónde esconder su tesoro de modo que no diera con él nadie. Cierto que el boticario se había ofrecido a custodiarlo; pero por nada del mundo lo habría confiado ni a él ni a nadie. ¡Desprenderse de su oro!... ¡Ni un instante!... Ocultólo primero en la hucha, entre las viejas galas de su mujer. Pero por la mañana no le pareció ya seguro el escondrijo y lo metió en la corte de los becerrillos, entre la paja. Otro día lo tuvo en el horno; después, entre la hoja de maíz del jergón de la cama; levantó una piedra del llar, por último, y lo escondió debajo.
Perdió por completo el sueño; cada uno de los indefinibles ruidos de la noche antojábasele el cauto andar del ladrón codicioso de su fortuna. De día tampoco osaba dejar la casa, no fueran a robárselo en su ausencia. Estábase sentado en un rincón, fosco, silencioso y huraño. Olvidaba la antigua ternura, las dulces palabras con que antes trataba de entretener las inacabables horas de la uniforme existencia de la enferma; olvidaba los cariñosos cuidados que antes le dispensaba, dejándola ahora abandonada en su jergón como a una bestia enferma, fuera el alma; olvidaba preparar los yantares con el pulcro celo de antes: olvidaba cortar hierba en los prados para los ternerillos, que pasaban los días mugiendo tristemente ante el pesebre vacío... Esto último era lo que provocaba la indignación de la tía Antona; aquello era de lo que se lamentaba con las vecinas cuando, a escondidas del tío Mingos, que a nadie quería ver en la casa, venían un instante a compadecerla y consolarla. Que no se ocupara de ella... bueno... estaba bien... en cincuenta años de matrimonio no había tenido cosa de qué quejarse... Nunca había habido mujer más considerada... Si ahora estaba cansado de cuidarla, buena paciencia había mostrado antes... ¡Pero no atender a los pobres animaliños de Dios!... ¡Eso, eso sí que era pecado!
Y las vecinas salían haciéndose cruces. ¡Quién lo había de decir, Señor Todopoderoso! ¡Un hombre sin un vicio! ¡Ni jugador, ni mocero, ni borracho! ¡Sólo mediando un sortilegio!... ¡Sólo estando embrujado!
* * *
Una idea, entre tanto, iba abriéndose paso por la mente del tío
Mingos: ¿Qué necesidad tenía él de andar en tratos con el boticario
pildorero para desenterrar el tesoro de su heredad? ¿No era suya la
tierra? ¿No le bastaba con sus propios puños para cavar hasta el corazón
del monte, ya que por desdicha no sabía él los conjuros que, sin
trabajo, arrancan las riquezas de lo profundo?... ¿Para qué había de
esperar a recoger el maíz como le aconsejaba el otro?... ¡Por cuatro
espigas miserables!... ¡No fuera a adelantarse el tio aquel y le dejara
sin nada! Y ahora iba a la heredad varias veces al día; recorríala de
arriba abajo, temiendo encontrar removida la tierra y robado el tesoro.
Pero una noche no pudo reprimir por más tiempo sus deseos de buscar aquella riqueza. Levantóse de la cama, se armó de pico y azadón y fué a cavar su terreno a la incierta luz de las estrellas. Las matas de maíz, con sus ya casi maduras mazorcas, eran arrancadas sin duelo por sus azadonazos. Cavó la noche entera, y tan encendido estaba en el entusiasmo de su tarea, que siguió dando golpes de pico después de rayar la alborada. Los madrugadores de la aldea vieron, maravillados, cómo destrozaba los frutos de su sembrado. En toda la semana no se habló de otra cosa en media parroquia. ¡Jesús! ¡Mi madre! ¡Jamás se había sabido de locura semejante! ¡Arrancar el pan que da nuestro Señor a los pobres! ¡Que lo regalara si estaba de él tan sobrado!
Y una vecina caritativa, en un momento en que el tio Mingos salió a vigilar el campo del oro, entró en la casa y le refirió todo a la desventurada tía Antona...
Ante la magnitud del mal, formóse un heroico propósito en el pecho de la impedida. Había callado hasta aquel momento porque para ella sola era el daño, y para eso estaba casada, para aceptar pacíficamente todo el bien o el mal que de su marido le viniera. Pero ahora, el insensato se condenaba a sí propio a morir de hambre, y eso no lo podía consentir una mujer como Dios manda. Que la matase a ella, si le venía en gana; pero él no había de quedarse sin un cacho de pan para la boca.
A las once de la noche, después de la mísera cena y la lúgubre velada, cuando el tío Mingos, creyéndola dormida, empuñaba sus herramientas para irse como la víspera al campo, la vieja se sentó de repente en la cama, y con voz resuelta le dijo:
—Oye, Mingos... ¡Se acabó!... Esta noche no sales.
Volvióse a mirarla el marido, pasmado de aquellas palabras, dichas en un tono que en cincuenta años de matrimonio no había nunca escuchado.
—¿Tú qué dices, mujer?
—Lo que oyes... ¡Que no sales, y que no sales! Y tendía los brazos desde lejos como queriendo agarrarle.
—Sé que has loqueado...
—No sería raro con la vida que me das...
—Eso; quéjate ahora...
—No, si yo no me quejo. Para vivir como vivo, prefiero que me trates mal, y así me moriré antes. Pero es que sé lo que tú vas a hacer a estas horas; sé que vas a arrancar el fruto que había de darte pan para el año, y eso no te lo consiento... ¿Oyes?... No te lo consiento.
El marido se sentía dominado por una cólera ciega, bárbara, nunca hasta entonces conocida, que era fuego abrasador en su frente y nudo que estrangulaba en su garganta. Gritó fuera de sí:
—¡Cállate, mujer!... Hago eso porque me da la gana..., y ni tú ni nadie...
Pero la tía Antona cobraba ánimos al oír sus descompasados gritos. Le interrumpió chillando:
—¡Pues no lo has de hacer!... ¡No lo harás!... Me iré detrás de ti por el camino..., arrastrándome..., y con mi cuerpo cubriré las plantas... Llamaré a los vecinos, que todos saben que estás loco, para que te cojan y te aten.
—¡Hazlo y verás! —bramó el tío Mingos, enloquecido de furia homicida, mientras su puño apretaba rabioso el mango de la azada. —¡Anda, hazlo!
Y la tía Antona clamó, presa de pánico:
—¡Socorro!... ¡Socorro, vecinos!... ¡Mi marido me mata!
Ya tenía el arma levantada sobre la cabeza de la infeliz, cuando le detuvieron aquellas tremendas palabras. Tiró al suelo la herramienta, se apartó corriendo de la cama y salió de la casa gritando:
—¡Lo que iba a hacer, Virgen Santa!... ¡Esta mujer me pierde!... ¡Esta mujer me pierde!...
Cerró la puerta con recio portazo.
A la noche siguiente, la tía Antona, cubierta con el negro traje de merino de sus tiempos de novia, cruzadas sobre el pecho las amarillas manos sarmentosas, yacía en un féretro en medio de la cocina. Cuatro cirios chisporroteaban a su lado.
Al regresar a casa de madrugada, después de haberse pasado la noche, como can sin amo, vagando por los campos, su marido había encontrado próximo a la puerta su ya frío cadáver.
A sus gritos habían venido los vecinos de la aldea, y ellos habían amortajado a la difunta, habían adquirido velas y ataúd, revolviendo toda la casa en busca de ropas y dinero, ya que con el tío Mingos, sumido en el más completo estupor en un rincón del llar, para nada podía contarse. No había modo de arrancarle palabra; ni siquiera oír parecía.
Llegó la noche y fueron retirándose los vecinos, que no era de las de holgorio, vino y rosquillas la velación de aquel cadáver. Dos mujeres solas, con sus oscuros mantones echados sobre la cabeza, quedáronse adormiladas en un banco...
En la soledad y el silencio, contemplando al resplandor de los cirios la demacrada faz de la difunta, fué haciéndose luz en el espíritu del tío Mingos; comprendía el abominable abandono en que había dejado a la infeliz mujer; dolíase de sus durezas, de sus crueldades. Al reconocer su culpa, se fundían en convulsivo llanto los hielos de su corazón. Y más lloraba aún al parangonar su vil conducta con la resignada paciencia con que su mujer la había soportado.
—¡Perdón!... ¡Perdón!... ¡Mi santa!
Meditando en su infame proceder, se preguntaba:
—Pero ¿cómo, cómo habré podido portarme así al cabo de una vida entera de cariño? ¿Cómo habré caído en esas locuras?
Y cavilando, cavilando, recordó que todo había comenzado al encontrar aquel objeto misterioso, una mañana, en los maizales; el fulgor de aquel oro le había envenenado el alma.
—¡Sí! ¡No cabe duda! ¡Eso es! ¡Aquel Judas de cosa me ha maleficiado!
Y tomó una determinación repentina. ¡Fuera! ¡No la quería! ¡No la quería! ¡Por ella había estado a punto de matar a su mujer!... ¿De matarla?... Pero ¿no la había matado? ¡Sí! ¡Por ella, por aquella cosa del demonio la había matado! ¿Y qué otros crímenes no habría de hacer ¡Dios mío! si la conservaba? ¡Aquella cosa lo enloquecía, cerrábale para todo bien las puertas del alma! ¡Fuera! ¡Fuera! Que su difuntiña, que ya gozaba de la paz de Dios y ningún daño podía recibir de aquel oro maldito, le hiciera la merced de librarlo del enemigo, siendo buena para él hasta después de muerta. Con ella había de enterrarlo.
Levantóse de su rincón, observó el sueño de las mujeres, y viéndolas profundamente dormidas, acercóse calladamente al escondrijo de su tesoro, sacólo de él, y sin mirarlo, por miedo a que otra vez lo hechizara su resplandor diabólico, lo colocó como collar sobre el escuálido pecho de su mujer, escondiéndolo entre la mortaja. Después, deshecho en sollozos, puso un largo beso de paz en la frente del cadáver.