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El patio se grietaba en arborescencias confusas.
Sombreado por el alero escaso, don Rufino trenzaba sudoroso. Sus ojos agudos dejaron un momento el trabajo para enturbiarse sobre el campo, quemado de sol, ausente de pasto como un camino, que desconcertaba la mirada con la imprecisión de su reverberante amarilleo.
Tres meses de seca implacable habían carbonizado las más resistentes raíces, y sólo las osamentas puntuaban la desnudez del campo, irrefutables afirmaciones de ruina.
Don Rufino colgó el trenzao, fue hacia el pozo cercano, donde bebió, media cabeza sumida en el balde. Luego se encaminó hacia el dormitorio para escapar a la resolana y observar su virgencita milagrera, famosa en el partido.
Franqueada la puerta, se sintió dominarlo por aquella quietud mística.
El cuarto estaba obscuro, cerrado a toda influencia exterior, y le alumbraban un par de velas, puestas a cada lado de la virgen estática.
No se habría sabido decir si su actitud era de bendición o de ferviente rezo lo cierto es que las rígidas manitas inspiraban un plácido respeto, y hasta la frescura del cuarto, parecía sestear en su sombra, hubiérase dicho obra de ella.
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Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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