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Este texto forma parte del libro «Aventuras Grotescas».
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En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.
Una lengüita de granadina.
La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.
Se dejó amar.
Rolando paseose los domingos empaquetado en un traje estrecho y botines dolorosamente puntiagudos, por la vereda de quien le concedía, en calidad limosna, una que otra sonrisa (deliciosa sonrisa) de su boca de frutilla.
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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