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¿Y el jovencito?
¡Ay!... Escribía versos, rimando sus penas para aliviarse en actitudes interesantes, pero no tenía el genio de Musset, y su única lectora apenas si respondía ya a sus súplicas.
¡Pobre jovencito! Sufría oyendo con infinita ternura el canto de los pajaritos y lagrimeaba en los crepúsculos. El olor de los jazmines, que ella quería, le producía desfallecimientos. Su corazón se deshojaba como una flor, y vivía forjando romances tristes.
Eso no podía seguir.
Enflaqueció, perdió el gusto de comer y la afición de vestirse, era un lirio sin sol, concluyendo por tomar la fatal decisión de poner fin a su existencia.
¡Pobre jovencito! Escribió su último verso de amarga despedida, dijo que su sangre salpicaría el retrato ingrato y, sonriente ante su supremo dolor, dijo muchas, muchas, muchísimas cosas tristes, y, ¡pun!... se dio un tiro en el cerebro.
Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.
8 págs. / 15 minutos.
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Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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