—¡Goyo!
—¿Señor?
—Alargame la estribera derecha antes de subir, ¿querés?
En la noche callada, los sonidos eran claros. Hacía frío. El cebruno, inquieto, daba vueltas y revueltas, entorpeciendo al peón en su trabajo.
—A ver, pruebe aura.
El estribo caía justo.
—Bueno, alcanzame la valija y subí.
Salieron al paso. El rodar de las coscojas era única señal de vida en el sueño de todas cosas.
—¿Trais la yave?
—Sí, señor.
—¡Galopemos!
El viento hacía sufrir las manos. Intranquilo, el cebruno parecía mirar con las orejas, vueltas en giros bruscos a todo bulto turbio de obscuridad.
—¡Mancarrón sonso, le ha dao por loriar!
—Déjelo no más, que ya se asentará después de una legüita. ¡Encantador consuelo!
Lisandro estaba de mal humor. No se acomodaba su somnolencia con andar atento a los caprichos del caballo que cambiaba de galope o se espantaba sin que la obscuridad permitiera prever las causas.
Por otra parte, dejaba tras sí toda una vida simple: sus días luminosos, sus trabajos alegres en la alegría del peonaje, sus noches de buen sueño en aquella cama dura pero cariñosa. Noches de ermitaño, bañadas de soledad inmensa.
—¿Tardará mucho en amanecer?
—Aurita no más aclara.
Siguieron callados. La luz nacía imperceptible. Sólo el lucero vivía en la cúpula lejana y una que otra estrella se apagaba tiritando de frío.
Iban cortando campo.
—Recuéstese más a la derecha, don Lisandro; de no, vamos a salir frente a los tembladerales.
Pero el otro no hizo caso, objetando que si así lo hicieran darían sobre el remanso de los sauces.
Goyo no insistió por el tono malhumorado de las palabras. ¡Porfiarle a él, que conocía el camino como sus manos! En fin, ya se desengañaría.
Un amontonamiento de niebla, sinuosamente extendida sobre el campo, acusó la presencia del río. Breves minutos de galope y llegaban... pero llegaban equivocados. El peón había dicho cierto.
Costearon.
Lisandro, enervado por el contratiempo, miraba insistentemente la orilla. Tras breve andar, dio frente, adelantando con decisión.
—¡Si todavía falta mucho!
—No le hace, vamos a cruzar por aquí.
—¡Mire que va a hacer una temeridad!
—¡Qué temeridad, so flojo!
El cebruno resbaló hábilmente en las toscas húmedas; se detuvo.
A tres metros, el río deslizaba su masa densa y viscosa en manchas desiguales.
—¡Dé güelta... se le va a hundir el mancarrón!
En efecto, éste se negaba, pero fue apremiado por dos espuelas que dolorosamente penetraron en sus carnes; tomó envión y, las cuatro patas juntas, cayó en el barro, sumergiéndose hasta el pecho.
—No se hundirá más —pensaba el jinete, ansioso de ganar el agua cercana. Pero, en su voluntad de avanzar, el bruto agitó sus patas sin apoyo; perdió otra cuarta en el fango.
—¡El lazo! —gritó Lisandro, y éste, ya listo, cayó alrededor de su cintura.
Goyo temió por su resistencia; frescamente injerido, los tientos podían escurrirse.
El gatiadito dejó, hacia adelante, pasar su cuerpo en un esfuerzo que le arrugó las ancas.
El lazo se extendió vibrante como cuerda sonora, rompiose en silbido quejumbroso, y, volviendo sobre sí mismo, infirió en la mejilla del paisano un barbijo sanguinolento.
El caballo disparó; llegó a las casas como un presagio de malaventura.
Cuando los peones dieron con el lugar, el cuerpo de Goyo yacía inerte, vientre arriba.
En un manantial vecino, alguien humedeció un pañuelo que aplicó a la frente del herido. Fuste se incorporó, los ojos sin vida, fijos en un punto, y mientras todos esperaban su explicación tendió la derecha hacia el pantano.
No se veía nada.
Hacia la parte central, el barro, más claro, hacía mancha como removido con violencia... luego, nada...
Y el paisano, siempre en actitud de interrogación, ante el misterio cumplido balbuceó como un niño.
—Allí... ¡el patroncito!