Guele

Piedad

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.

La Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones pro botín.

En esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.

Murió el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.

Amthrarú (el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor ajeno.

Así era y por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.

El 24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo Amthrarú salió al medio.

Habló con impetuosidad guerrera, azuzando a todos para un copioso malón al cristiano. Él nunca había peleado a los célebres blancos y quería desmenuzar algún pueblo de aquel enemigo legendario, odiado vehemente en codicia de sus riquezas inagotables.

Cuando hubo concluido hizo rayar su pangaré favorito con gritos agudos. Parecía como querer firmar su vocerío ininteligible con las gambetas del flete más bruscas y ligeras que las del mismo ñandú enfurecido.

Al día siguiente salieron en son de guerra hollando campos, incendiando pajales, violando doncellas, agotando tesoros, sembrando muerte y espanto.

La furia de sangre llevoles lejos. Iban cansados los caballos, exhaustos los jinetes y falleciente la ira de combate.

—Veo, señor —dijo uno de sus secuaces—, blanquear el caserío de un pueblo cristiano.

Amthrarú miró ensañado el reverberar blancuzco acusador de populosa ciudad.

—¡Pues vamos! —dijo. Grano falta a nuestros caballos, sustento a nuestros cuerpos y hembras a nuestras virilidades. Bien nos surtirá de todo el que tales riquezas tiende al sol.

Subrayando esta arenga, un clarín desgarró su valiente alarido, los brazos alzaron al unísono las lanzas que despedazaban sol. Seguidamente cargaron erizados de mil puntas.

El caserío se agrandaba, distinguiéronse puertas y ventanas. Llegaban. Amthrarú enfiló una calle; nadie le salió al paso. Sólo mujeres y niños asomaban a las rejas estremecidos por aquella avalancha de tropeles.

Desembocaron en la plaza; un palacio relumbrante aguzaba hacia el cielo una superposición numerosa de piedra.

Amthrarú se apeó al tiempo que su montura, espumante de sudor y coloreada de espolazos, caía a muerte.

Los guerreros callaron. Algo extraño, debilitador y ferviente imponíales respeto ignorado.

Amthrarú avanzó por el atrio, interrogó la maciza puerta remachada de clavos, y adivinándola entrada principal, dio en ella un gran golpe con el revés de su lanza.

El golpe se propagó por ojivas y naves, rodando a ejemplo de truenos lejanos. Los batientes de la alta portada aletearon sobre sus goznes, y en la estrecha negra grieta de una abertura investigadora apareció un ensotanado de humilde encorvamiento.

El cacique le habló como a un siervo.

—Soy Vuta-Am-Thrarú; mi nombre es en el alma de los cobardes un desgarramiento terrorífico. Invencibles son mis huestes, ricos los botines de mi lanza; el que no se dobla en mis manos, se rompe, y si no quisiera tu señor darnos vinos, manjares, hembras y presentes, nos bañaremos en su sangre, beberemos el quejido de las violadas sobre sus bocas y nos vestiremos con sus estandartes.

Una bondadosa sonrisa se diluyó en las cansadas arrugas del fraile.

—Oye —dijo—, y no se inflame tu saña contra esta miserable carroña, sólo abierta al dolor e indiferente a otra salud que la de su alma. Yo soy un humilde; mi Señor murió hace muchos años, no insultes su memoria, sígueme más bien y, en la paz claustral del recuerdo evocado por mi amor infinito, te diré su historia.

Extraño fue a Amthrarú aquel exordio. Gustábanle los relatos, frecuente pasatiempo en los momentos de inacción, allá en el aduar paterno.

—Anda —dijo. Y fue por la grieta negra tras el hombre negro.

Entraba en una nube; un mareo de incienso le flotó en el cráneo. Luces, colores imprecisos vagaron en espesa sombra fresca. Imitando a su conductor, metió la mano en una concha de mármol pegada al muro pasósela mojada por la frente y sintió alivio al asegurar sus sensaciones imprecisas.

Sombras colgaban en harapos por rincones y techos. Los ventanales destilaban color a cataratas sobre grandes telas rojas, violáceas, cobaltos, púrpuras.

De pronto, todo vibró en un sonido quieto. Otro se unió, pareció esquivarse, buscando su tonalidad relativa hasta que un acorde levantó el templo, que vagó inseguro por los espacios.

Amthrarú se alzaba sobre sus pies. Nunca el pulcú le diera tal borrachera. Caminó unos pasos. Cruzando los rayos de un vitró, creyó vivir cristalizado en un diamante. Tambaleaba. Sintió un gran frío y cayó de bruces frente al altar mayor, donde el Cristo abría los brazos en cruz sufriendo y amando.

Una palabra tenue, de entonación ignota, columpiábase incierta por entre el acorde, el incienso y los colores. Todo lo percibido, sin comprender, se destilaba en el hablar cristalino.

—Fue hace muchos años... muchos años. En un país ardido de sol y sequía, una orden divina engendró el bien humano en madre pura. Pesado su destino... dijo amor en una sola grande palabra y llevó la cruz del Dios hecho Hombre. Había venido para resumir en su cuerpo, vasto al dolor, todos los sufrires humanos, todos los castigos, para así lavar las faltas.

Los hombres, en premio, lo crucificaron, escupiendo su rostro santo.

¡Oye, cacique! Muchos son tus pecados, grandes tus faltas, pero todo se lava en la sangre de Cristo, hijo de Dios!

Amthrarú sintió la copa en sus labios, vio el rubí de un líquido y el vino oloroso corrió por su garganta sedienta se evaporó en un intenso perfume por su paladar como el acorde en los claustros ojivales.

Sostenido por el fraile, salió hacia los suyos. Una extraña sensación de liviandad le hacía luminoso, parecíale por momentos iba a florecer.

El sol era frío, áspero como tiza. Amthrarú subía en un nuevo caballo, y sin aludirse de los suyos, encaminó su montura al aduar.

Los guerreros husmearon la derrota y siguieron cabizbajos, doloridos, como enterrando la gloria.

Un mes durante las armas del tolderío, arrinconadas, se enmohecían de inacción. Callaban los refranes de guerra. El suelo erizado de lanzas era inútil templo de un culto muerto.

Amthrarú estaba enfermo; un mal extraño le roía el alma, y deliraba, duende de sus vastos dominios. La soldadesca callaba a su paso, temblorosa ante una posible arremetida de su ira sanguinaria.

Pálido de encierro, los ojos alarmados de ojeras aceradas, la melena flácida, acompasaba pasos inciertos. No pensaba, sufría, y este estado le atormentaba como yugo que solía romper con brutales furias.

Entonces descolgaba su lanza, arremetía al primer siervo o embestía un árbol, contra el cual se ensañaba hasta tajear tan hondo en las fibras, que su brazo era impotente para arrancar el acero mordido. Cuando así le sucedía, largaba su cuerpo a muerto y quedaba al pie del tronco, desvanecido, media lanza en la mano, hasta que le transportaran a su toldo.

Otras veces corría entre los bosques desnudados por el huracán y bramaba con él, espantando al que lo viera; las manos entre el pelo, la cara levantada hacia las nubes, que pasaban volando como enormes ponchos arrancados por viento rabioso y tirados a través del cielo.

Amthrarú sufría el peor de los martirios. Dudaba. No tenía ya el reposo de su anterior egoísmo ni gozaba la beatitud de los fervientes cristianos. El desorden se revolcaba a su alma torturante como una preñez madura.

Y un día fue a su tropilla; enfrenó el mejor de sus caballos.

No admitió séquito.

Galopó, recorriendo pajonales, guaycos, médanos y llanuras. Las bolas le aseguraron sustento, y bebía en los charcos, evitando mirar su frente, desceñida del antiguo orgullo.

Fueron tres días de continuo andar; tres noches de desvelo, en indiferencia de todo lo que no fuese la atención del camino. A veces, un estremecimiento le castigaba el cuerpo. «Matar al ensotanado que lo embrujara».

Señaló su reverbero blancuzco la ciudad buscada. No en carga, sino al paso y recogido en sí mismo, enfiló la calle conocida hasta desembocar en la plaza. La misma iglesia, allá, a su frente, con sus mil aristas, recortes y puntas afiladas hacia el cielo.

Amthrarú sintiose henchido, sonoro como una cúpula, y cuando el fraile le abrió la puerta de templo, que irradió su incienso, humilde le besó la cruz del pecho.

Aprendió el Cristo, los rituales, la beatitud.

El padre Juan se esmeraba en convertir al salvaje, y no ponía mérito en su palabra, sino en la Omnipotencia de Dios, que obraba ese milagro inmenso en el indio sanguinario.

Amthrarú palpó su fe y desde entonces marchó, como los magos, tras la estela luminosa que le indicaba el camino de redención. Quería expiar sus pasadas violencias, e hincado por esa espuela, despertó una noche a la orden de una voz que le decía: «Has gozado en ti, ahora levántate, sufre y sé de los otros».

Obedeció, y el camino de su desierto volvió a verlo siempre disminuido, sin armas, a pie como un mendigo.

Tardó, tardó en llegar, sediento, haraposo, la boca sucia de comer raíces, pastos y bulbos.

No le reconocieron en el aduar. Amthrarú entró a su toldo; sus lujos y holganzas estaban allí en su espera. El cansancio, la sed, el hambre, un despertar de recuerdos sensuales, le tentó agudamente, pero volvió a oír la voz: «Has gozado en ti, ahora sufre y sé de los otros...».

Fue entre la chusma, eligió al más decrépito y, llevándole en brazos humildemente, le acostó en su propio lecho, tapolo con sus más ricos cobertores, diole sus mejores prendas y púsole en la diestra su gran lanza de comando; la que tantas veces cimbrara, horizontal, pendiendo de su hombro en la mano potente, al correr descoyuntado de su pangaré.

Estaba libre; tiró su chamal, último lujo, y siguiendo el hilo invisible de su vocación de mártir, andando anduvo por campos, pajales, guaycos, lagunas y playas, incansablemente, tras el rescate de su alma pecadora, en expiación doliente.

Así se fue; y malgrado su antigua pericia del desierto, perdiose en la igualdad eterna de la pampa. Parecíale, en su fiebre, ganar alma, por lo que iba perdiendo de fuerzas.

Sufrió sed. Sus flancos se chupaban, astringidos. La nuca, floja por un cansancio aumentado, los ojos en tierra, algo le sorprendió... ¡un rastro!... por instinto y costumbre, siguió el andar desparejo de un caballo.

El animal parecía cansado, tropezaba a veces, y adivinó otro sediento como él. El jinete iría perdido rumbo al Sur, buscando agua, y el converso trotó sin vacilar sobre la pista, clara para él como una confesión de dolor.

Pronto divisó tal un punto sobre la uniformidad arenosa, la bestia caída.

Muerto, sumido, el caballo estaba solo. Amthrarú estiró la vista. —Allá —dijo, y apresuró su paso hasta llegar junto a un hombre tendido boca abajo. Había éste cavado un hoyo, hondo como su brazo, y estaba envarado.

Amthrarú le dio vuelta. Tenía la boca llena de barro, que había estado chupando en su delirio de frescura. Ayudole a escupir para que hallara, pero tenía la lengua como un aspa y farfulló confusamente.

—Agua, hermano, allí... río...

Amthrarú corrió olvidado de sí mismo.

El suelo se poblaba de escasas matas de esparto y paja brava. Chuciábase las piernas que se salpicaban de poros sanguíneos.

Iba sin sentir su cuerpo, llevado por el instinto hacia el agua que intuía cercana. Evitaba las pajas cuando podía, otras, tropezaba, cortándose en las espadañas.

Un quejido ronco se exhalaba por sus labios, costrudos de sequedad.

Llegó al río, el fresco vivificó su piel, metiose en el agua, cuchareó en la corriente e iba a beber cuando tuvo una visión.

El paisano de hoy, tendido tal le viera, pero con el semblante auroleado, como sucede en las estampas sagradas, era el Cristo.

Entonces alejó de sus labios la vida, vio solo la divina imagen y volvió lo andado, roncando más fuerte, cayendo entre espinas. El resuello era en sus oídos como algo ajeno. Poco a poco fuese haciendo musical, recordó el órgano el primer día que entrara al templo; sintiose, como entonces, divinamente, enajenado, y deliró sin perder el rumbo con claridades, sonidos y beatitudes, siempre musicadas por su gemido.

Llegó hacia el moribundo, arrodillose y, al entregarle el agua, creyó tomar la hostia. El paisano se incorporó.

Dios se lo pague, compañero.

Amthrarú oía:

—Tu asiento tendrás en el cielo.

Sus párpados caían; el paisano se alejaba. Amthrarú vio a Cristo, elevándose por los espacios.

Unas alas le rozaron la frente, era un chimango y Amthrarú, de pronto vuelto en sí, vio la muerte, sintió hervir la gusanera en su vientre aterrorizado.

Pero oyó la voz que le musitaba:

—«Sufre y sé de los otros». Levantó los párpados e hizo limosna de sus ojos.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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