Los Tres Reyes de Oriente

Ricardo León


Cuento


Es la Nochebuena de 1916; una noche glacial, obscura y lúgubre, sin villancicos ni serenatas, sin risas ni crótalos, sin panderetas ni albogues. En el silencio de la tierra triste sólo se escucha, de tarde en tarde, un zumbido lejano, un ronco tremor que se extiende con aciaga pesadumbre en el aire gélido y sonoro.

Por un camino, en la desierta llanura, viene de Oriente una caravana. Bajo el cielo adusto, huérfano de sus claros luminares, sólo se ven o se adivinan las siluetas: unos caballos vigorosos, unos dromedarios de robusta joroba, tres jinetes, unos bultos informes arrebozados en las tinieblas.

Llegando a cierto lugar donde se juntan otros caminos, la caravana vacila y se detiene. El cielo parece de ébano; la tierra, de bronce; el aire, un afilado puñal; y es el silencio tan hondo, que se oye el latir del corazón en las entrañas.

Una luz, verde y cruda, rasga de súbito el horizonte lejano, cunde como una centella, se abre al modo de una rosa, y cae deshecha en lágrimas sobre el manto sombrío de la noche. A esta luz, siguen muchas semejantes, y a las luces, unos retumbos pavorosos que hacen temblar la tierra, y a los retumbos, el silencio otra vez.

Y, entonces, la caravana sigue su ruta en las tinieblas…

* * *

Un fuerte resplandor alumbra todo el cielo en Occidente; la llanura se tiñe de roja claridad; los ámbitos se pueblan de voces y tronidos. Es la guerra que cabalga en su negro corcel por los campos europeos; es la Muerte, que, en plena Navidad cristiana, viene a arrullar las cunas con el bárbaro son del hierro y de la pólvora, a encender sus infames hogueras en la noche, en la bendita Noche en que se dijo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad…»

Y arden las casas de los hombres, como antorchas de Luzbel, bajo los rayos de la implacable artillería; a la luz de los incendios, pasan las muchedumbres de soldados con un fragor de tempestad. Son legiones innumerables de todas las razas y banderas: aquí, la cruz, allí la media luna, acá las lises, más allá las águilas y, juntos en la hueste, el casco y el turbante, el capote y el alquicel, los rostros de ébano y de nieve, todos estremecidos por la misma cólera infernal.

Y al paso de estas ciegas multitudes se abren los senos de la tierra, se conmueven las montañas, crujen los bosques, enrojecen los ríos, flamean los aires y caen las vidas de los hombres como las mieses al golpe de la hoz.

* * *

La caravana que venía de Oriente, para otra vez ante el desfile trágico. Rojas lenguas de fuego tiemblan al borde del camino. Una ciudad arde en la noche.

A su siniestro fulgor, se descubre la calidad y riqueza de los tres peregrinos viajeros.

Son tres Reyes. El uno es persa: venerable la figura, verdes los ojos, la barba de nieve, majestuosa la actitud. Viste una túnica de púrpura y de oro; ciñe un alfanje, con un topacio sobre el puño, y trae sobre la túnica un rico manto de armiño.

El otro Rey es árabe: tiene la barba negra y ensortijada, los labios gruesos, la nariz de fino dibujo, los ojos negros, grandes y hermosos, en figura de almendra. El sayo es bermejo, bordado con áureas labores; rojo también el turbante; preciosa la espada, con puño de oro y de rubíes; el manto, azul.

Y el otro Rey, etíope. Es negra su tez como la endrina, pero elegante el cuerpo y nobles las facciones, alta la frente, aguileña la nariz, muy rojos los labios, puntiaguda la barba, muy blancos los ojos y los dientes, rizo y menudo el cabello, como granos de pimienta. Ciñe un vestido blanco, de graciosos pliegues, y es nevada también la xema o toga que luce, con tornasoles de oro. Trae al cuello desnudo una sarta de corales, y a la cintura, en el verde tahalí, un cuchillo con el puño de oro y esmeraldas.

Vienen los tres Reyes en sendos caballos, negro, blanco y alazán. Sígueles larga servidumbre, con camellos y acémilas, y un carro, lleno de pródigos caudales.

* * *

Como en el ancho desierto, cuando sopla el simún, se levantan las arenas y, en espantosos torbellinos, giran ardientes, azotan el aire, obscurecen el sol y caen sobre las pobres caravanas que, unidas en un haz, esperan temblando hallar en las arenas sepultura, así, de pronto, una nube de soldados, hirviente y clamorosa, con ímpetus de simún, llega por trochas y veredas a la ciudad en llamas y cae sobre los tres Reyes peregrinos.

Cercados por la tropa, que ya husmea el regio botín, presa de un ejército alegre y victorioso, van, con mengua de su noble majestad, cautivos entre lanzas y fusiles, a las tiendas del vencedor.

El cual, un viejo adusto y orgulloso, de recios bigotes blancos, y envuelto en una capa gris, los recibe, sin grande cortesía, en su habitación de campaña, toda llena de planos y mapas de colores, erizados de banderitas y alfileres.

—¿Quiénes sois vosotros—dice arrogante el general—que así os atrevéis a pasar las líneas de batalla? ¿Ignoráis, acaso, que en estas líneas no puede, sin grave riesgo, entrar gente forastera y civil? ¿Quiénes sois vosotros, simples o traidores, que con tanta llaneza osáis venir con armas y mercancías a estos lugares prohibidos? ¿Qué documentos, qué razones abonan vuestra audacia? ¿Sabéis el castigo que aquí se inflige a los espías? Hablad pronto, extranjeros; decidme quiénes sois y de dónde venís; mostradme pasaportes y papeles, y agradeced a esta cruz que llevo sobre el pecho que no os aplique, sin más preguntas ni demoras, el fallo inexorable de nuestra ley marcial…

* * *

—¿No me conocéis?—responde el rey anciano.—Es mi nombre Melchor. Soy del Irán, del antiguo y famoso imperio que abatió los orgullosos bríos de Babilonia, reina de las ciudades. Vengo del sacro Elburs, padre de los ríos terrestres, cuyas aguas vivas devuelven la juventud y resucitan a los difuntos. He llegado hasta aquí, al través de montañas y desiertos, cruzando las llanuras de la implacable soledad, las arenas crueles y los pantanos salobres, pero, merced a mis fatigas, traigo inciensos y bálsamos y perfumes de la Ciudad de las Rosas, de los jardines de Tiharán; paños de seda, más finos que el plumón de un ave, sembrados de arabescos y de flores, de leopardos y gacelas; perlas de Ormuz; tisúes de oro y plata, cojines y alcatifas de los bazares de Chiraz… Voy en busca de las tierras apacibles donde reina la paz del Señor, de Aquel que, niño y pobre, nació en un establo de Belén…

—Yo soy Gaspar—dice el segundo rey.—Vengo del Eufrates y el Tigris, de los bosques gigantes de palmeras, vecinas del mar y del desierto, de las tierras gloriosas y milenarias llenas de ruinas y sepulcros, de los osarios imponentes de la historia, de las ciudades muertas, que aun fatigan al mundo con el eco sonoro de sus nombres. Vengo de Basora y Bagdad, donde aprendí los cuentos de las Mil y una noches; puse a mi tienda entre los pálidos ladrillos de Khorsabad y de Nínive, de Babilonia y de Seleucia: cargué mis camellos de oro antiguo, de reliquias sagradas, magníficos despojos de los reyes de Siria; traje también yeguas de pura sangre arábiga y asnos blanquísimos, todos cargados de riquezas…

—Soy Baltasar—dice el rey negro.—Yo tengo mi palacio junto a las aguas del Nilo Azul que salta y corre entre lagos, volcanes y torrentes, al través del hielo de las cumbres y el fuego de los desiertos y los cráteres. Negro soy porque el sol me abrasó desde la cuna en las tierras bárbaras y esplendorosas de Etiopía. Crucé el Mar Rojo; pasé al Yemen, a la Arabia Feliz; seguí las rutas de la Meca, de Medina y Jerusalén; el camino glorioso de Damasco; hallé los tesoros de las antiguas reinas, la de Palmira y la de Saba; dormí a la sombra de los cedros del Líbano; bañé mi rostro en el Jordán, y vengo a Europa cargado de púrpuras y marfiles, de piedras y maderas preciosas, añejos licores, sándalos, mirras y cinamomos exquisitos, con ofrendas mil para los niños cristianos, para aquellos que aprendieron en la cuna el dulce nombre de Jesús…

* * *

Con muchas y siniestras carcajadas celebran en el campamento las razones de los Reyes Magos.

—Por fuerza sois—dice un príncipe grave y taciturno que acompaña al general—unos dementes o unos grandísimos socarrones cuando venís hogaño en disfraz de ingenuos y candorosos peregrinos, con aires de beatitud y de leyenda, a este mundo senil despedazado por el hierro y por el fuego. La culta, la cristiana Europa, maestra de cobardes hipocresías; la que destruye a sus propios hijos en nombre de la civilización, del derecho y de la libertad; la que puso una cruz en sus banderas y otra en el puño de sus espadas, hoy, ultrajando a Dios, se entrega a una furiosa bacanal de sangre. Ved las antorchas, las músicas y los cantos con que celebra la Navidad de Cristo: ciudades que arden, cañones que retumban, soldados que corren a la muerte lanzando gritos de odio. La paz del Señor sólo reina ya en los sepulcros. Los niños que aprendieron el nombre de Jesús, abandonan sus antiguos juegos y tienden las manos delicadas pidiendo el fusil, un fusil de veras que acierte a dar en un corazón. Ya todos saben que los Reyes de Oriente no han de venir, que aquellos Magos misteriosos y benévolos que en otras Pascuas apacibles colmaban de ofrendas los zapatitos del balcón, están ahora en las trincheras y reductos, temblorosos de frío y de nostalgia, deseando matar o morir. El acre incienso de la pólvora embriaga a los hombres, a las mujeres, a los niños; el oro se convierte en plomo, y la mirra en mortífero gas… Caminantes: si lo sois de buena fe, idos a vuestras montañas y desiertos, a los bosques de palmeras, al Nilo Azul, allá donde aun recitan al amor de la lumbre los cuentos de las Mil y una noches; huid a vuestras tierras bárbaras y remotas, y si es que allí, como creo, entraron también las Furias de la discordia y de la muerte, id a otras tierras todavía más salvajes, más escondidas y felices, donde jamás se oiga la palabra civilización, donde, a lo menos, se maten los hombres francamente, con el sano y desnudo valor de su barbarie, sin decir que se matan por la justicia y el derecho.

—Idos, sí—confirma el general,—pues a lo que veo sois hombres de bien. Pero quédense aquí vuestros bagajes y preseas, vuestros caballos y tesoros, a fin de que no caigan en manos del enemigo. Tornad a vuestras tierras, como Dios os diere a entender, que harto salváis con salvar vuestras vidas en estos infiernos de la Europa civilizada…

Y los Reyes Magos, pobres y desnudos, como el divino Infante de Belén, se van para siempre, tristes y cabizbajos, haciendo voto de no volver a este mundo por todos los siglos de los siglos.


Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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