Trabajador gallego en campo americano. Mar bravo y montaña empinada. Reciedumbre gallega
Nuestro desapego por el trabajo físico, es tan evidente que de él ha nacido la desestima que cierto sector de nuestro pueblo experimenta hacia la actividad del gallego. Convertimos en síntoma de superioridad la falta de capacidad. Razonamos equivocadamente así: «Si el gallego trabaja tan brutalmente, y no le imitamos, es porque nosotros somos superiores a él». En este disparate, índice de nuestra supuesta superioridad, nos apoyamos para hacerle fama al gallego, de bruto y estólido, sin darnos cuenta que esa superioridad es, precisamente, síntoma de debilidad.
Visitemos una aldea gallega, de los alrededores de Vigo, Persibilleira, Panjon, La Bouza, Corujo.
El gallego trabaja en piedra. No en ladrillo. No en madera: piedra.
De piedra son los hórreos donde pone a orear el trigo. De piedra las casas. De piedra las piletas y las campanas bajo las cuales arde el fuego. De piedra los techos, de piedra las fuentes, de piedra los postes que sostienen las viñas, de piedra los muros que cercan los sembradíos, de piedra los puentes y los caminitos que corren entre los maizales y de piedra los troncos que sostienen las alambradas. Sin embargo, el monte gallego negrea de bosques. Le sobra madera. Levantemos la cabeza. Allá arriba, donde únicamente pueden andar las cabras, en la cima del monte, en un retazo de tierra, avanza la sembradura. Esto no es un juguete. Aquí, en Galicia, aunque se esté entrenado para subir pendientes, hay que hacer un alto cada cien metros.
Pero estas parcelas dificultosas, estas fincas gallegas, a pesar de estar construidas de piedra gris y negra, no son tristes, sino alegres. Se levantan entre golfos de verdura, sobrepasan los techadillos del viñedo, sesgan barrancos, permanecen en las alturas, a un costado de un cortinado de bosque, suspendidas misteriosamente frente a la montaña azul.
Cuando el gallego no trabaja la piedra o la tierra, se lanza al mar. Al Atlántico, al Cantábrico. En sus traineras y barcos de vela, llega hasta las costas de Irlanda por el llamado Mar del Gran Sol.
Pero ha de trabajar. O en la piedra, o en el océano. Su naturaleza aventurera, no le deja quieto. Ni la necesidad tampoco. La piedra o el océano. Estos reversos de medalla no son fiorituras de literatura impresionista sino el bajorrelieve de un hombre de acción.
El mar se mete en Galicia, como en los fiords noruegos. Con la diferencia, que en Galicia no se les llama fiords, sino «rías».
Adentramiento del mar en los valles terrestres. Superficies de agua en zig zag, en serpentina, que siguen la ley del flujo y reflujo. A tal punto que hasta la ría de Pontevedra, en otros siglos, llegaban ballenas. El océano va a buscar al gallego a su casa de piedra. De allí esas sorpresas maravillosas que reserva el litoral gallego al turista desprevenido. Corre el tren por entre los campos de viñedos, en el fondo de un valle y de pronto, en medio de los viñedos, el océano. Un puerto. Es la ría. El panorama es idílico, pero cuando el hombre se abandona en él, el monstruo muestra la cara. El Cantábrico y el Atlántico se tragan todos los años muchas vidas humanas. Razón dramática en la cual hay que buscar la reserva observadora del gallego, aun cuando éste se encuentre en presencia de formas de vida amables y seductoras. Doble género de vida, montaña y océano, que le han entrenado para los esfuerzos más recios.
De allí que en las Américas la vida sea fácil para el gallego. No se siembra sobre piedras. La tierra es tan tierna que en verano se la cruza en ferrocarril entre grandes nubes de polvo. Aquí, en España, la tierra es tan dura, que en pleno verano, cruzando la llanura de la Mancha, que no es llanura sino una sucesión de suaves colinas, después de seiscientos kilómetros de travesía, conservamos la ropa limpia.
El gallego trabaja en América con facilidad. Tierra llana y tierna, ríos quietos y anchos. ¿Qué significa el esfuerzo en la gran llanura, comparado con la lucha en la mar traidora o en la montaña empinadísima?
Nosotros no valoramos al gallego por una subconsciente razón de envidia. En las tierras donde nosotros continuamos siendo pobres, él se enriquece. Si nosotros, los argentinos, tuviéramos que emigrar a Galicia a ganarnos la vida, moriríamos de hambre. Y errónea mente definimos con estolidez lo que es temperamento de hombre de acción. Con un agregado curioso y emocionante.
Siendo el gallego, por su género de vida, un aventurero positivo, a quien le es indiferente combatir con la montaña o el océano, es, además, un hombre profundamente de hogar, de intimidad. Cádiz, en Andalucía, con la misma población que Vigo e idénticas características de puerto continental, tiene veinte veces más tabernas y cafés que Vigo. Pero en Cádiz el «standard» de vida proletaria es infinitamente más bajo que el del trabajador campesino o marítimo gallego. En los días de fiesta, en Vigo, se reconoce al trabajador por sus manos deformes, porque su vestir ciudadano es idéntico al del pequeño burgués.
Tal es el carácter del norte de España. Y tan bravoso, que Asturias hace una revolución y ella, a pesar de las ocultaciones oficiales, cuesta cinco mil muertos. ¡Y para sofocarla es menester poner en acción las más modernas armas de guerra!
A lo largo del Miño. Recuerdo a los gallegos de Buenos Aires. Paisajes puros, suaves y placidos
El tren corre entre un caos de montañas. Montañas verdes, azules, sonrosadas, violetas. De tanto en tanto, caseríos recios, de piedra gris. El gallego no encala su casa. Las tejas son de piedra negra. En los prados, «as vaquiñas». Me acuerdo de todos los gallegos de Buenos Aires evocando este paisaje y «as vaquiñas». El río corre formando meandros perezosos, los viñedos retrepan las montañas. Viñedos altos, bajo los cuales caminan mujeres con cestos en las cabezas. Las montañas tienen escalones de sembradío. Yo pienso con amargura cómo me las arreglaré para caminar por aquí. Porque una cosa es mirar el paisaje, y otra andarlo. Se necesitan para estas alturas piernas de acero. Y yo tengo piernas de hombre de ciudad. El Miño corre abajo. Caudaloso, formando en ciertos trechos espejos tan cristalinos que la montaña azul y las nubes sonrosadas se reflejan en él. Me acuerdo de los gallegos de Buenos Aires. Canturreo la «Alborada», de Veiga. Me acuerdo de los gallegos de Buenos Aires. «As vaquiñas». ¡Cómo se les debe apretar el corazón cuando recuerdan a su Galicia!
Estos valles frescos y profundos, empenachados de castaños y nogales. Pasan las estaciones, los pueblecillos… Pueblos de casas de piedra obscura de dos pisos, con tejado de piedra negra, estampados en manchas verdes. Porque éste es el paisaje más hermoso y más dulce de España. Panorama donde flota un velo de melancolía tierna, la misma ternura tan femenina y dulce de las mujeres gallegas. Y aunque mi cuerpo está aquí bloqueado por el paisaje gallego, mi pensamiento se destrenza allá en Buenos Aires, junto a todos los gallegos, junto a todas las mujeres gallegas que han cruzado el gran océano, y me digo:
—Cómo se les ha de encoger el corazón cuando, en un momento de soledad, se acuerdan de estas aldeas tan bonitas, tan envueltas en cortinados verdes, y cuando se acuerdan de la caída de la tarde, del sol en el río, y de las voces de las gaitas, y de los bailes en los calveros, y de las vacas que atadas con una cuerda llevaban a beber a un río, y de los viñedos tan tupidos, y de sus casonas suspendidas sobre los abismos…
El gallego es celta, y en los primeros tiempos del cristianismo, adoraba las piedras, una montaña misteriosa, que se cree sea el Pico Sacro y las cascadas de agua. Pertenece a la misma raza que los hombres de Bretaña, Irlanda, Cornualls y Armórica. Por eso tienen muchos los ojos verdes y el cabello rubio. Inmolaban víctimas humanas al dios de la guerra. Danzaban antes de entrar en batalla. Navegaban en barcos de cuero. Miles y miles de años han vivido siempre en estas montañas, en este paisaje dulce. El cristianismo no ha podido desterrar aún de ellos la creencia supersticiosa en el beneficio mágico de ciertas piedras. Son gente de montaña. De allí su naturaleza concentrada, ese perfil limpio y bárbaro, la mirada de un cristalino tan vitrificado que sería cruel, si la ternura vegetal, contagiada por el panorama verde, no pusiera en el fondo de la mirada de las mujeres esa dulzura tan ardientemente femenina. Ahora comprendo una palabra que me dijeron los andaluces de Granada:
—Las mujeres gallegas son de miel.
Sí; dulces como esa palabra que expresa nostalgia y langor: «morriña». Y bajo la miel, la nervadura de acero que ha estratificado la montaña: su voluntad, la voluntad decidida, que les permite dar el gran salto a las Américas.
Corre el tren por las orillas del Miño. Los viñedos retrepan las laderas, la montaña tiene escalones de verdura, los tejados de piedra negra sobre las casas de piedra gris, se amontonan defensivamente. Las aldeas pasan, se renuevan. Una chica baja hacia el río con una «vaquiña» atada a una cuerda. Y yo me acuerdo de todos los gallegos de Buenos Aires.
Galicia emociona como un dulcísimo llanto. Su paisaje es tan puro, que el corazón se arremansa en él. Su montaña no es brutal, sino idílica. Y yo sé cómo los seres humanos, que han nacido en la montaña, aman a la montaña. Es el amor de toda su vida. Yo sé que aquí el trabajo es rudo, más rudo que en ninguna otra parte de España; pero sé también que el ojo del varón o de la mujer, que han bebido el paisaje de montaña, lo llevan tan esculpido dentro del corazón, que todas las lágrimas que en la soledad vertieron en un momento, en Buenos Aires, los ojos gallegos tienen algo de la misma substancia que las aguas de estos ríos, el Sil, el Cabrera y el Miño. Y aunque quiero deshacerme del recuerdo de los gallegos de Buenos Aires, no puedo. Sé hasta qué profundidad tienen metido el amor de su Galicia, en los tuétanos y el paisaje, hermoso, en vez de serme agradable, se traduce en emoción, me siento gallego, pero gallego no en España sino en Buenos Aires, dependiente de almacén, peoncito de panadería, o gran señor comerciante, que para todos es lo mismo.
El tren corre a las orillas del Miño y entrecierro los ojos, me acuerdo del paisaje gallego que está a un paso de mi cuerpo, y me represento el sufrimiento de esta raza heroica y concentrada, en tierras extrañas, y me digo, que el gallego que abandonó sus montañas, debe sufrir bárbaramente.
Porque en Galicia el paisaje no es independiente del hombre. No es un decorado donde la vida se desliza, con prescindencia de la naturaleza. En Galicia, el hombre y la naturaleza forman una soldadura racial.
Apuntes marginales a Galicia. Finura de sensibilidad. Mujeres apasionadas y mimosas
He subido hasta el pueblecito de Bayona, por el tren eléctrico. Cordones de montañas y la ría, defendida por malecones, poblada de velámenes de barcas. Me dice un comerciante, a quien sus negocios no le fueron muy bien en Buenos Aires, y que ahora atiende un bar, frente a la playa:
—Lo que a nosotros los españoles nos choca en Buenos Aires, es esa palabra «gallego», que en vez de definir un origen provinciano, encierra un fondo despectivo.
Comprendo la razón de mi interlocutor. Los argentinos hemos sido tremendamente injustos (sin la intención de serlo) con los gallegos. No les conocemos. Ignorábamos el calado de su profunda sensibilidad, esa sensibilidad que hoy, por la tarde, le hace decir a la sombra de unos cipreses, a una campesina, que está rodeada de sus amigas:
—Eu adoexo por chorar. —Las otras, sonriendo, le responden:
—E chora, entón.
A esta mujer no le ocurre nada desagradable. La exuberancia de su emoción necesita verterse en lágrimas.
Me interno en aldehuelas gallegas. Tomo la precaución de cambiar una peseta en cobres, porque me acuerdo que en Andalucía, en las callejuelas pobres, los chicos en jauría asaltan al turista, pidiéndole limosna.
Pero los chicos gallegos no limosnean. Me siento en una plazuela, junto a la pileta común del pueblo, donde las mujeres van a lavar las ropas. Los pequeños salen tras de las piedras, me miran, forman grupos que cuchichean y se ríen entre ellos. Se me acercan con precaución, pero ninguno me pide absolutamente nada. Algunas mujeres se acercan; converso con ellas de América, unas tienen parientes trabajando en la tienda San Juan, otras en la Ciudad de Londres; una vieja me nombre Bragado, otra Chivilcoy, Laboulaye, Villa María. La Argentina es para ellas un mapa familiar, casi una continuación de Galicia. Son más los gallegos que conocen nuestro país de norte a sur, que aquéllos que han visitado Madrid. En el fondo, a los gallegos, España les interesa sentimentalmente, patrióticamente, pero su dinamismo les impide fijar largo tiempo la atención en parajes donde las formas de civilización no son susceptibles de evolucionar.
Visito la Playa América. En el balneario se mezcla en maillot, la pequeña burguesía con el proletariado. Mientras que en Andalucía, el llamado «bajo pueblo» no se mezcla jamás en los lugares de diversión con la burocracia y pequeña burguesía. En Galicia la convivencia es un hecho. Al menos en Vigo.
Anoto detalles diferenciales de multitud. Mientras que las ciudades andaluzas son excesivamente ruidosas, las ciudades gallegas resultan mortalmente silenciosas. Acercarse a la masa andaluza, es situarse sobre un volcán en erupción. El ruido es su primera exteriorización de satisfacción. La muchedumbre gallega es silenciosa, reposada. Se pasea, charla, pero lo hace con discreción. ¿Influencia de la montaña? No lo sé. En el café, nadie levanta la voz, ni canturrea. En los barandales de las cuestas que lindan con el mar, se detienen los obreros que salen de las fábricas. Conversan entre ellos, en idioma gallego, pero en voz baja, como si el no alborotar fuera una consigna que se ha extendido hasta la comprensión de los niños.
Anoto insistentemente estos detalles, porque la suma de ellos compone el semblante psicológico de la raza. La única definición que se me ocurre es ésta: «gente mayor de edad».
La mujer gallega es una combinación de apasionada y mimosa. El drama calderoniano del honor sexual, es poco frecuente en Galicia. La vida se desplaza por cauces más humanos, predomina la sensatez. Mientras que Andalucía nos recuerda vehementemente el Islam, Galicia, con sus grupos de muchachas y muchachos sueltos en amistosa vagancia por las calles y playas, nos recuerda los cuadros de las costumbres americanas ofrecidos en las películas.
El gallego experimenta la atracción de lo moderno, con un empuje que espanta a los timoratos y reaccionarios. Hasta hace tres años, las playas eran poco concurridas. Actualmente, multitudes humanas se vuelcan en ellas, y la prensa mojigata pone el grito en el cielo, por la excesiva brevedad de los maillots.
Aspectos de la vida en La Coruña
Si un escritor escribiera una novela, cuyos personajes y acción revelaran la desigualdad de temperamento y geografía que descubrimos en España, posiblemente los críticos le aconsejaran que abandonara el ejercicio de las letras, para dedicarse a labores musculares más eficientes.
¡Menudas irregularidades descubren las sociedades provinciales en este país! No digo ya de región en región, que sería verosímil, sino de pueblo a pueblo notamos tales diferencias, que cuando pensé en Vigo y La Coruña, dos puertos gallegos, tuve la sensación que saltaba a dos países distintos.
Tomemos el mapa de España. De Vigo a Pontevedra, de Pontevedra a Compostela, de Compostela a Betanzos y de Betanzos a La Coruña, tenemos distancias aproximadas de setenta kilómetros, más o menos. Estamos en Galicia, y sin embargo en cada población anotamos diferencias substanciales. Veamos:
Vigo, activo y serio. Discreción y parsimonia de gente que rehuye frivolidades. Pontevedra: comercialmente, muerta. No se habla de negocios que no medran, sino de política… y nacional. Huele a incienso, tiene obscuridades de refugio para oración. Se enloquece allí. Betanzos: festivo, semimarinero y campesino. Bullanguero. La Coruña: cosmopolita, jovial, con gente que charla por los codos y que no se despega de las mesas de los cafés, como en Madrid.
¿Qué parangón se puede establecer ahora entre el puerto de Cádiz y el puerto de La Coruña?
En La Coruña, las muchachas salen solas con sus amigas y regresan a su casa a la una de la madrugada. O van en parejas a los bares, o a los bailes. Fuman. Hacerse de amigas entre ellas, es facilísimo. Mientras escribo estas líneas, me acuerdo del asombro con que miraba la gente de los cafés, en Cádiz, a las inglesas que fumaban. Me acuerdo de las ventanas acorazadas de Jerez de la Frontera, de la reclusión femenina de Sevilla y de la terminante afirmación de una muchacha gallega:
—En el Sur viven como en África.
¿Pero se detienen aquí las contradicciones de este país tan singular?
¡Oh, no! Continuamente se repite que España es un país católico, y es posible que lo sea, pues por la abundancia de los ministros de su religión, podría suponerse que un alto porcentaje de los varones de España se han enrolado en el ejército de Cristo, pero si entramos a las iglesias (y yo entro a todas), descubrimos que las tres cuartas partes de los asientos están vacíos y el resto ocupados por menguadas ancianas, algunas campesinas y señoras de clase media. El pueblo no frecuenta la Sagrada Mesa. Las fiestas religiosas tienen características de francachelas colectivas, complicadas con algunos actos de histerismo simpático.
No conozco Barcelona, pero ya intimada La Coruña, no me resulta audaz afirmar que debe ser este puerto, la piedra del escándalo de España. Si a La Coruña se le pregunta lo que hace, podría contestar como aquel diputado francés del 93, que respondía a quien le preguntaba qué es lo que había hecho durante los años del Terror. Y él contestó:
—Vivir. ¿Os parece poco?
La Coruña vive, y alegremente. El mañana, se le da una higa. Vive. Playa y café. Bailes y cines. Lo que ocurrirá mañana no parece importarle mucho. Un docto peluquero, erudito en estadísticas de metalurgia y desocupación universal, me dice:
—En Coruña es un poco dificultoso explicar de los medios que vive la mayoría de la gente que en las horas de trabajo y oficina se pasea por las calles. Hace muchos años que se vive así. Nadie se preocupa del mañana; se desea ávidamente vivir bien; es una de las ciudades donde más se edifican casas modernistas y, sin embargo, observe usted: las entradas del puerto en julio del año pasado, eran de 882 mil pesetas; en julio de este año han disminuido a 603 mil pesetas. La recaudación de las aduanas ha disminuido en un 40 por ciento. Nadie se preocupa. Sin embargo, la construcción está paralizada en casi toda España y aquí se edifica locamente. Y la vida es barata.
Claro, la vida no es cara. El café es barato. La gente se instala tres horas en un bar, frente a una taza de express. Cincuenta céntimos, incluido la propina. En Madrid, en un café donde el mozo no va vestido como un ladrón, el pocillo cuesta una peseta.
Las mujeres visten elegantemente, la burocracia se pavonea en camisas de sport. Se vive, incluso en los barrios pobres. Un alto porcentaje de población, está dispuesto a detenerse en cualquier paraje donde haya algo que ver. Las regatas locales extienden en los murallones del puerto negras cadenas de multitud. Los diarios de Madrid, traen titulares que dicen «La guerra» y la gente da vuelta la página para enterarse de lo que dijo el señor Azaña o el presidente de la CEDA. Las muchachas pasan tostadas de sol, fuer tes y alegres.
Se vive. En las bibliotecas, los bibliotecarios arman pitillos, y en las veredas se extienden hileras de sillas de paja para mirar pasar a los transeúntes. La banda municipal ejecuta pasodobles… y aquí. Aquí no ha pasado nada.
La torre de Hércules. Una atalaya del mar. Por el camino de las legiones de Julio César
En la Coruña, para ir a la Torre de Hércules, sigo el mismo derrotero que los legionarios de Julio César. Un promontorio de granito en cuyas escarpas la violencia de las olas es semejante al impulso de la garra romana clavando sus uñas en todas las geografias estratégicas del mundo antiguo.
Sigo el mismo camino de los legionarios de Julio César, pero canturreando para mis adentros con cierta jovialidad irónica. Él está bien muerto y yo estoy vivo. Las rocas emergen del agua. En un islote de los alrededores se desmorona un castillejo que posiblemente perteneció a una factoría, en las diminutas ensenadas se balancean cascos alquitranados de dos palos; una chiva amarrada ronda una piedra, su círculo monótono no es mucho mayor que el nuestro. Una fila de chalets como reclutas que bajan un sendero, se apelotonan sobre el océano. Los caminos se bifurcan hacia el Atlántico entre humildes tierras de sembrado. En el horizonte, sobre las colinas que están separadas de la tierra por una cuchilla de agua azul, se extiende un reflejo de nubes algodonosas. Este mar, estas casas y este paisaje es siniestro como una novela de Luis del Val, leída junto al lecho de un enfermo en una tarde de invierno.
La torre de Hércules. Respaldada por un horizonte iluminado en exceso, su superficie, a contraluz, se recorta oscurecida y geométrica. Atalaya del Mar, la llama Paulo Orosio.
Avanzo hacia ella por el mismo camino que siguieron los soldados de Julio César, en una carretera lindada por poyos de tierra, entre los maizales, cuyas cañas hace crujir el viento. Las vertientes de piedra se hunden en el océano. Las olas se estrellan allí rabiosamente y proyectan en los aires neblinas de oro que lentamente decoloran en un arcoiris. Los grandes rodillos de espuma roncan sordamente en el acantilado. «Él está bien muerto y yo estoy vivo».
Simple y dura, su rectángulo vertical de piedra gris hace, de la Atalaya del Mar, un centinela sordo y ciego. Aquí es tradición que se guardaba un espejo de Hércules, tan maravilloso que, mirándole, permitía ver todos los sucesos que acaecían en el mundo. A este propósito escribió muy gravemente don Florián de Ocampo: «Lo que dicen del espejo encantado que Hércules allí puso, fue tan grande desvarío que dejando aparte la burla del encantamiento, es averiguado que la torre no se hizo con otro fin que para que de noche pusieran en ella fuego para los maleantes».
Obra del emperador Augusto, sus gruesas paredes miden cuatro pies y medio de espesor y su altura es de treinta y seis varas castellanas. Subiendo la rampa que nos conduce a ella, nos detiene el bravío paisaje marítimo. Rompe con las proas de granito. Sus masas de agua compacta retrepan con hervorosos rollos de blancura verde, las escarpas, sus polvaredas cristalinas se las lleva el viento y la costa se extiende montuosa y sombría al otro lado del océano. De pronto vuelan unas rocas por el aire, escapa un abanico de humo negro y resuena un estampido. Son barrenos de una cantera frontera. Durante algunos minutos la tierra fermenta y se remueve, las rocas cruzan en ramilletes por los aires, las polvaredas negruzcas se arrastran lentamente, llueven cascotes y los truenos se suceden rítmicos.
Las puertas de la Torre de Hércules están cerradas. En el faro no vela ningún torrero. Algunos curiosos cuentan las ventanas que hay en cada una de las cuatro fachadas de la torre. Es una torre simple. En tiempos de Carlos III se revistió de un alud de hiladas de piedra la antigua atalaya.
En el poniente, el sol ha trastocado la llanura de agua en una concha de plata incandescente. Los montes embetunados, se recortan negros y siniestros en la orilla de este mar fúlgido. Me siento en una roca. No experimento esa melancolía romántica que es de rigor sufrir en presencia de antiguallas.
La torre se me importa un pepino. Florecillas cárdenas y amarillas crecen entre el pasto; la marea traza ríos de espuma en las zonas de agua azulenca. La torre recorta su musculosa piedra enjuta en un cielo quieto, semiverdoso, recorrido por huevos de algodón. Pienso en frío que hace veinte siglos, frente a este mismo horizonte y estas mismas colinas, que el tiempo no ha podido cambiar, se sentaban los legionarios a jugar a los dados y robarse mutuamente los dineros. Pienso que es reglamentario emocionarse frente a estas ruinas desabridas, pero permanezco indiferente.
Indudablemente, mi naturaleza íntima no es poética ni exquisita. Me digo, que por la noche se encenderían troncos recogidos en los bosques próximos, y que las llamas escarlatas y doradas se reflejarían en el océano y la piedra matizándolas de largas manchas anaranjadas.
Enfrente, estaba el Mar Tenebroso, donde la geografía antigua no sabe si situar el Jardín de las Hespérides o el Imperio del Terror, pero a pesar de estas remembranzas de Walter Scott no consigo emocionarme. Envidio al señor de Chateaubriand, que lloriqueaba frente a cada ruina.
Una embarcación ondula sobre las olas. Sube y baja, en su avance solitario, hacia el roquedal. Me acuerdo de Guillat el Maligno. Doy vuelta a la torre. Un robusto toro, amarrado con una cuerdecilla, pasta en la pendiente. Describo una amplia curva prudentísima, pensando en qué dirección me largaré a correr si la bestia embiste hacia mí, pero la fuerza de la naturaleza no se digna verme, tranquila, cuchichea con sus belfos junto a las piedras. Me marcho, al tiempo que me digo: Al diablo con las antigüedades.
Pontevedra la solitaria
Pontevedra es triste y solitaria, a pesar de sus recovas antiguas, en las que retumba el mazo de los toneleros, mientras los cordeleros, inclinados en sus cuevas, entretejen las mallas de las redes.
Pontevedra abre sus callejuelas en aportaladas plazuelas triangulares, embaldosadas de chapas de piedra, lindadas por fachadas de las que se desprenden horizontalmente anillos de piedra nobiliarios, rematando escudos de armas.
Sus calles bajan y suben desigualmente, se bifurcan. En algunos trechos, la casa antigua, de dos pisos, cargando el saledizo del primero en columnas románicas, chatas y panzudas, techan las veredas con losas encaladas. En estas aceras tortuosas, las gallinas picotean las hierbas que crecen en las juntas de las grandes losas de granito.
Pasan mujeres, cargando en la cabeza, en equilibrio estático, tonelillos verdes, llenos de agua. Vienen de la fuente. En alguna encrucijada, cuyos altos bardales de piedra gris conducen a las aldeas, se forman grupos de campesinas, con vestidura negra, manto tapizando la espalda y pañuelo a la cabeza. Bajo el pico del pañuelo, escapan gruesas trenzas.
Veo a una muchacha campesina, tan hermosa, que me explico cualquier pasión. Corregidores que pierden a veces la vida, por quitar el honor a la más hermosa aldeana del pueblo. Esta que miro, es tan bella como no he visto aun mujer alguna. Justifica los llamados pétalos de rosa, los párpados pestañudos y sombrosos, la mirada grave, perfecta, el continente honesto, pudoroso. Bajo el pico de su pañuelo bronceado, se escapan dos trenzas gruesas, doradas. Calza alpargatas, y al brazo lleva un cesto.
Cercan las tierras de viñedo, sombríos muros de piedra. Camino a lo largo de antiguas casas señoriales. Arcos sostenidos por columnas panzudas, rematando en primitivos capiteles, con escudos de armas en las fachadas, lises en los Maldonado, higuera de los Figueroa. El viento sacude las hierbas en los bardales, y a pesar de que a lo lejos resuena el martillo de los picapedreros, flota una soledad tan mortal, tan sin ruidos en esta hora siestera de lagartos que aunque batieran los badajos de todas las campanas de España, en este recinto de Pontevedra, continuaría pesando el silencio. La vida se ha paralizado aquí. Definitivamente. La ciudad está muerta.
Entro a portales ruinosos, para examinar las columnitas que en los descansillos rematan las escaleras. Cabezales de nogal, fantásticas piñas talladas a lo fino, lustradas por el roce de innumerables manos, orladas de dragones con cabezas de podenco y escamosos cuerpos de sirena.
Llego hasta la Iglesia de Santa María la Grande, que fue costeada en el siglo XVI por las hermandades de marineros gallegos. En el atrio encajonado de la iglesia, varios pollos se buscan la vida; una mujer de violeta cruza el atrio con un rosario en la mano, y el sol baña las gárgolas ennegrecidas, de verde lengua viperina.
Desde la gradinata que mira a la «ría», se domina una cuchilla de agua azul; montes escarpados de bosquecillos ovalados. Desde el pie de la gradinata, la fachada principal del templo puede ser abarcada en su total altura, y marea los ojos su carga de patronas marinantes; las figuras de bulto representando el Misterio de la Trinidad y el Tránsito de la Virgen; los ángeles de piedra, y más arriba aún, la crestería tan afiligranada y cenicienta rematando el conjunto de figuras, espanta la vista con la suma de sus detalles, de manera que cuando el visitante se aleja, en su retina no queda sino un informe retorcimiento de piedra torturada, más nebulosa que el vago recuerdo de una pesadilla en gris mayor.
Entro a la iglesia, paso a lo largo de columnas funiculares, rematadas de bolas que soportan bóvedas nervadas, y tengo la sensación de encontrarme en el interior de una desmesurada casa de compra y venta de muebles usados.
Tablas pendientes de los muros, púlpitos deslucidos; el altar mayor borroso y polvoriento; a los costados de las capillas, con sepulcros ojivados, hay sillas de feligreses, sillas de tijera, sillas de playa, sillas de cocina, sillas de reclinatorio con cojines rojos y amarillos pegados a las garitas de los confesionarios; largos sofás de sala, lilas. Sobre una columna un reloj de comedor da tres campanadas; bajo el reloj, una chapa de bronce indica que el artefacto es regalo de un ex-rector de la parroquia. El enorme espesor de los muros abunda de blasones. Me acerco a un cura que termina de rezar y le pregunto qué significan esos escudos de armas en una iglesia, y me responde que adornan las sepulturas de antiguos nobles; aún sus familias y descendientes se reúnen a rezar al borde de las sepulturas de granito, sentados en los sofás, mirando las dos pesas del reloj de comedor. Salgo.
La ciudad está muerta. Definitivamente muerta. No la sustraen de su sopor ni los preparativos que se hacen para recibir y escuchar esta noche, en la plaza de toros, un discurso del señor Lerroux. Entro a los cafés. Figuras de bulto en los rincones soportan globos esmerilados. Pajes de madera con un laúd en la mano, cantándole a doncellas vestidas a la usanza romana. Las fichas de los jugadores de dominó tabletean en las mesas de mármol. Un vendedor de libros, libertario ambulante, diserta frente a unos monárquicos que apañan el enjuague que se trae el presidente del Consejo de Ministros:
—No me replique usted, don Celestino. Azaña y Lerroux son dos granujas con distinta careta y la misma garrota.
Los monárquicos, de tardía digestión, escuchan sin decir oeste ni moste. El libertario se aleja con su carga de librotes por la calle muerta. Pontevedra duerme.
El sepulcro de piedra. Hacia la sombria edad media. La fuerza oscura
Dos de la tarde. Camino al azar por las solitarias calles de Pontevedra. Altas chimeneas de piedra humean en los techados superpuestos.
A la vuelta de la esquina, enrejados, cinco ábsides de piedra festoneados por cortinas de hiedra, calados por largos ventanales sin cristales. Melancolía de muerte. No he visto jamás ruinas tan delicadas ni siniestras.
Las ojivas dentadas, cenicientas, se recortan finas en el obscuro terciopelo vertical. Un guardián me abre la puerta y entro a las ruinas del templo de Santo Domingo. Del ábside central, suspendido de larga cadena de hierro oxidado, se balancea un lampadario de hierro. En la tierra herbosa, enormes ataúdes de piedra. Me acerco despacio a los muros cenicientos, musgosos.
Los tallos de la hiedra, extendiendo sus retoños tiernos, oscilan siluetas de tinta china en la cremallera de las ojivas. Estoy junto a un descomunal ataúd de granito, en cuya cubierta duerme, tallada en la piedra, una mujer, con acanalada vestidura monjil, entre las grises manos un misal de piedra. Leo: «Aquí descansa doña María Gómez, hija de un infante de Hungría, mujer de don Payo Gómez de Sotomayor».
Enfrente, a dos pasos, en otro féretro de piedra, la cubierta con un relieve representando un caballero yacente, vestido con cota de mallas y yelmo de piedra. Me acerco y leo:
«Aquí descansa Don Payo Gómez de Sotomayor».
Jamás he tenido la sensación de la proximidad de la muerte, como en estos instantes, a la sombra de los ábsides del convento derruido. Se percibe la frialdad de los huesos de los antiguos muertos. Parece que en este paraje en ruinas se hubiera detenido la respiración del mundo. El sol filtrando sus rayos por los ventanales, baña los ataúdes de piedra; y allí abajo yacen los despojos de seres humanos que vivieron, amaron, trenzaron inquietudes, mataron, fueron temidos. Una mano de hielo nos empuja hacia la umbría edad media.
¡Ah! Estos rostros horizontales, duramente lapidados en las cubiertas de los féretros de piedra. Estas manos de dedos recuadrados, cruzadas para la eternidad, estas armaduras de granito escamadas. En otro rincón, frente a las columnas donde nace el medio huevo de los ábsides de ojiva dentada, cantos romanos. Inscripciones latinas juveniles. Nos encontramos en la infancia del planeta.
«Cayo Antonio Flovo, a las Ninfas». Más allá otro: «A los Dioses Manes de Severo, muerto a los cuarenta y cinco años». Más allá otro: «Severo Adriano, a los Dioses Manes de su mujer Corialis».
Aquí, austeros lechos de muerte; allí, recuerdos de graciosas formas. Inútil que el sol caliente y que la ojiva de los derruidos ventanales muestre el azul de baraja del cielo. Un aliento bárbaro escapa de la juntura de estos sepulcros de piedra, fuerza obscura que nos empuja hacia siglos lluviosos, batallas de peones en prados cuadrados como tableros de ajedrez, con castillejos obscuros y favorables a todas las penitencias.
«Cayo Antonio Flovo, a las Ninfas». Dos civilizaciones mezcladas en la fosa común de la arqueología. Mientras el canto romano, rústico, asoma en el verdor de los helechos, con circulares inscripciones de paganía tierna y confiada, los féretros de piedra, con sus moradores esculpidos en la tapa, con pétreos trajes de guerra o penitencia, dan elocuencia de posteridad terrible.
En siesta de las dos de la tarde, bajo el sol de España, la Edad Media se nos adentra en el alma. Golpe de crepúsculo. Castillos fríos. Coluda vestidura de castellanas recuadradas por la ojiva de los ventanales. Colinas que verdean. Tañido de campanas. Inútil es que el sol alumbre y los pájaros canten. Bajo las dentadas líneas de las bóvedas derrumbadas, los muertos de piedra, con espada de piedra, con yelmo de piedra, las muertas con dedos de granito entrelazados sobre misales de granito, asocian frente a la dulce paganía de «Cayo Antonio Flovo, a las Ninfas», un bárbaro contraste.
Las ojivas se pueblan de espectros. La cadena de hierro oxidada balancea al compás de la eternidad. Me siento en el canto de un ataúd de piedra. Toco despacio la escamosa armadura, el rostro del doble muerto de piedra y de hueso, y el terror sin miedo y el miedo sin espanto, la proximidad misteriosa que aparea entre las cosas vivas y las muertas un sentimiento indefinido de trasmundo, entra en mi corazón. Percibo el hedor carnicero de sus vidas bárbaras, la obscura línea de sus pensamientos geométricos e inflexibles.
Por un ventanal pasa la Muerte Católica y la Gracia Pagana.
«Cayo Antonio Flovo a las Ninfas». ¿Quién fue este Cayo Antonio Flovo? ¿Qué gracia recibió de los botánicos espíritus que pueblan las fuentes y los bosques? ¿Qué satisfacción profunda de amor sensual?
Camino soslayando las ruinas del convento. Cuarteles con torres dentadas, leones quiméricos, pájaros bifrontes de los escudos de armas. La Honra. Gárgolas carrilludas, de lengua viperina. Vírgenes campesinas, pequeñas como muñecas, con peto celeste y sayo marrón. En la cabeza, una corona desdorada por los cuatro vientos de los cruces en los caminos de las aldeas.
Por los ábsides de piedra, dentados, calados por largos ventanales, entra el sol de Pontevedra. El paralelogramo del cielo azul, es tan vertical, que niega toda esperanza.
La pesca del pulpo. Una maquina neumática natural. Curiosos cambios de color
En el mar cristalino, en redor de los peñascos pardos, a lo largo de los acantilados, muy espaciados, se mueven los pescadores de pulpos. Boquetes singulares, cuyos tripulantes, apoyados por los puños en la proa, con el cuerpo echado sobre el agua, inspeccionan el fondo.
El tiempo pasa y no descubrimos ningún pulpo. Vamos y volvemos, siempre sobre los mismos fondos de verdes arborescencias aterciopeladas. A veces, bajo el agua, resplandece una gema celeste, es una concha. Yo ya estoy perdiendo la paciencia, Gelmiro, imperturbable, empuja los remos y se inclina hacia el mar. Los roquedales quedan a nuestras espaldas. Levanto la vista; continuamente cambian de posición. De pronto, un grito de Gelmiro:
—¡Allí hay un pulpo!
—No ha terminado de lanzar la frase, cuando su bichero desciende vertiginosamente, escarba en el fondo de las aguas; el muchacho de la boina vuelve la cabeza y exclama:
—¡Se borró!
Es decir, el pulpo ha escapado enturbiando el agua con un chorro de sepia. Miro hacia la profundidad, donde el pescador me señala con un dedo. Se distingue una niebla carbonosa. El pulpo ha huido.
Vamos y venimos sobre rodillos de agua. Botes en la distancia, maniobrando como el nuestro. El alquitrán de las maderas se derrite; el sol requema, el resplandor ciega. Se distingue nítidamente el fondo de las aguas; la vegetación submarina exfoliando aterciopeladas carnosidades de verde manzana, desplegando crestas de verdes ciprés, ensanchando fungosidades verde loro. En una piedra se ha fijado un pólipo radiado, es una estrella lívida. El nácar de las conchas submarinas destella luces azules; la fauna submarina palpita tierna y fresca y obscura; el agua de cristal descompone prodigiosamente las formas alargando sombras en los lechos arenosos. Los roquedales ondulan sus cintas escalonadas. Gelmiro escudriña atentísimamente el fondo. Aquí hay tres metros de profundidad de agua, el pescador apenas mueve los remos, con gestos de sembrador lanza al mar gotas de aceite, y el agua matizada de puntos negruzcos se aquieta y aplana; la superficie se torna tersa como un espejo, y de pronto, sin volver sus espaldas inclinadas, me dice:
—Allí está el Pulpo. Esta vez no se me escapa. Mírelo.
Por primera vez, desde que he nacido, veo un pulpo real en su ambiente de agua. En un nido de arena fina, o ya entre gruesas piedras verdes, yace inmóvil un alargado huevo de cuero. Rojizo. Horizontal. Largo como una botella. Nada más. El agua inmóvil sobre él.
Un huevo de cuero rústico, incrustado en el fondo de un bloque de cristal.
Los movimientos de Gelmiro son rápidos, a pesar de que su cuerpo está casi pegado al mar. Introduce el bichero; quiero seguir el trayecto de la lanza, pero aquí la fantástica óptica del agua en movimiento, quiebra la lanza en trozos misteriosamente separados por franjas obscuras. Miro con asombro a Gelmiro, pensando cómo se las compondrá para seguir el vértice del gancho real. Los movimientos del pescador son vertiginosos; en su mano no queda nada más que un pequeño trozo de la larga lanza. De pronto forcejea con recia seguridad. Parece un dentista escarbando una muela. Oigo el ruido del gancho entre los raigones de piedra y súbitamente la lanza mojada sale de las aguas. Un huevo de cuero negro, enganchado en el bichero, irradia ocho tentáculos rígidos. Es el pulpo. Negro, espolvoreado de limadura azul. En los tentáculos rectos, se recortan las llagas de las ventosas. Gelmiro coge por la cabeza al pulpo, estrangulando el huevo por la base donde nacen los tentáculos. Las vergas del molusco se arrollan a sus brazos.
—Cójale un tentáculo —me dice.
Con miedo y repugnancia, me acerco al cefalópodo, y alargo una mano.
Una lengua babosa y fría se me adhiere a la palma de la mano, con succión de ventosa. Trato de pellizcarla pero las uñas resbalan y se mojan en esta gelatina nerviosa, blanduzca y rígida. Los dos ojillos negros del pulpo, situados en lo bajo de su cabeza, me miran fijos. No puedo creer en lo que veo. El pulpo se ha teñido ahora de un hermoso color naranja. Estrangulando el huevo, Gelmiro se arranca el molusco del brazo, que se desprende pesadamente con chasquido de película de celuloide. El ruido característico del despegamiento es sorprendente, inesperado.
Nuevamente un tentáculo del pulpo se pega a mi mano. Cada radio del animal tiene autonomía propia, individual. Su carga nerviosa es potentísima, persistente. Toca y adhiere. Es la más perfecta máquina neumática creada por la naturaleza. El pulpo se encoge y contrae; ahora es una verde hoja de higuera. Ha cerrado los ojos y sus tentáculos se condensan. Gelmiro, para que no muera, le arroja al charco de agua que por filtración se forma en el fondo del bote. El animal, al contacto del agua, reacciona, se dilata. Le toco con la punta del zapato, y de pronto la cabeza del huevo se infla encolerizada, y cuando instintivamente retrocedo, el pulpo estalla en un chorro líquido negro, su proyección de tinta me moja el saco, los pantalones. Lavo inmediatamente las manchas de sepia con el agua salada. Vamos hacia la costa. En un estanque formado en el arenal, Gelmiro arroja al pulpo. Le veo nadar. El molusco enrigidece, sus tentáculos se pegan en una cola de cometa, rígida, horizontal: expele el aire por las ventosas y retrocede vertiginosamente. No puedo fotografiarle, porque se me han terminado las películas. El pescador toma al pulpo para matarle, introduce los dedos bajo el repliegue del huevo, y vuelve al revés la cabeza, como un bolsillo. Aparece una pulpa con blancura de vejiga de marrano, y la azulenca bolsa de su tinta. Éste es el pulpo. El harapo cambia nuevamente de color. Ha tomado el gris de acero. Para ablandarle, Gelmiro aplasta treinta veces el molusco contra la piedra, hasta que toma una consistencia mantecosa. Después de esta operación se le pone a secar al sol, y cuando ha tomado la apariencia de un trozo de cuero, se le empaqueta y despacha, vendiéndole a cinco pesetas el kilo, a los exportadores.
Vigo, ciudad. Gente cordial, seria y reflexiva. Un contraste con Andalucía
Creo conocer las principales ciudades de España, con excepción de Barcelona, y en ninguna me he sentido cohibido, como aquí, en Vigo. Tan seria es la gente.
En Andalucía, uno puede echarle un piropo a una muchacha, o seguirla o hablar y reír a gritos en la mesa de un café, sin que nadie se sienta molesto por ello, pero aquí, en Vigo, la atmósfera es tan naturalmente contenida y mesurada, que nadie se atreve a desentonar. Me acuerdo de Gibraltar. Las mismas características.
Vagabundeo por todas partes. Curioso, pregunto, observo. Esta ciudad gallega, es una sorpresa para nosotros los argentinos. Quizá la más violenta.
Las mujeres de la pequeña burguesía visten tan elegantemente como en Buenos Aires. Son bonitas.
La gente es cordial, pero seria. Hablan de Buenos Aires como de Galicia. No hay casi familia gallega que no tenga parientes en la Argentina. Pero el gallego, más que enorgullecerse de su ciudad, se enorgullece de su tipo humano. «La ciudad es moderna», dicen, y no insisten más en ello. Pero a mí, esta ciudad moderna de calles anchas, limpias, de comercios holgados, de edificios de seis pisos de altura, construidos con bloques de piedra, me intriga. Ambulo, doy vueltas, paso al Vigo antiguo; observo cómo la gente charla, y en realidad estoy buscando la razón de ese contraste social tan enorme que Galicia ofrece con Andalucía. Porque la ciudad andaluza, en sus barrios obreros, está atestada de basura, y aquí, en Galicia, los barrios obreros son limpios. Porque el andaluz se embriaga y el gallego no bebe. Porque el café andaluz, a pesar de su nutrida concurrencia, carece de orquesta, y en Vigo, los cafés un poco importantes, con menos clientela, costean una orquesta. ¿Por qué los niños andaluces son tan bullangueros y atrevidos y el niño gallego es seriecito, o sus formas de alegría se desenvuelven en relación a su medio?
Aquí, en la pensión donde vivo, hay un centro artístico. Se reúnen en él muchachas y varones. Tiene piano. Ensayan coros. Cualquier día de estos concurriré a una fiesta que organizan, porque una noche me detuve en la puerta para observarlos ensayar y me invitaron a pasar, y pienso asistir al primer canto coral que den.
Vigo, ciudad. Vigo, ciudad. Y ciudad puerto. Bajo por las callecitas de piedra hacia la Lonja del Pescado. De las ventanas, por las cuerdas, cuelgan ropas lavadas puestas a secar. Pasan mujeres con sus cestos sobre la cabeza. Limpias. Me detengo junto a un barco que está cargando. Hay varias cargadoras limpias. Quiero fotografiar a una, y me dice que espere. Se quita los cajones de la cabeza y se peina. Le digo que por los cajones no se distinguirá el peinado, pero la cargadora sonríe y continúa peinándose. Gasta buenas medias.
Los cines son pequeños y modernos. Nada de sillas de paja de cocina. El público trabajador es muy asiduo de los espectáculos públicos. La función se desarrolla en silencio. Me acuerdo de los «gallineros» andaluces y de la algarabía que se arma allí. Aquí se observan las ordenanzas. No se fuma.
Hay un teatro, el Rosalía de Castro. Monumental.
Doy vuelta en torno de las fábricas de conservas de pescado. Limpio todo. Lavado. Por la tarde la gente baja a la orilla del mar y se pasea por la cinta asfaltada que corre entre el puerto y las fábricas. Las mujeres, con su cochecillos donde llevan los niños, los veraneantes, los obreros. Lo único molesto para el que no está acostumbrado, es el permanente olor a sardina. La gente de Vigo está habituada a él, y se pasea por allí. Pasan las traineras de vela por la ríspida llanura de agua azul, y lentamente se ilumina el caserío del monte de la Guía.
La gente es ferozmente honrada. Las casas de pensión dejan la puerta abierta, de modo que por la noche, uno puede entrar a la hora que llega sin necesidad de cuestionar con el sereno.
Varias líneas de tranvías cruzan la ciudad que, semejante al lomo de un caballo, está poblada de caserío en sus dos vertientes opuestas. Muchas calles son gradinatas de piedra. Todo es recio y sólido. Los edificios de seis y siete pisos, están construidos con bloques de piedra. Las campanas de las chimeneas, aquí, en la ciudad, como las piletas, son de granito. Nada se construye de ladrillo, como no ser los tabiques.
Mientras escribo estas líneas, me pregunto a qué hora limpiarán los barrenderos la ciudad, porque aún no les he visto las caras, y las calles tan limpias y pulidas.
Una aclaración, he insistido en que me llamaba la atención la seriedad del gallego, pero la seriedad a que me refiero, no es la del ceño fruncido, sino a esa gravedad reflexiva, disuelta en la expresión del semblante, por el hábito de la meditación. Es decir, gente franca y con la preocupación del ser humano, y para el cual la naturaleza es una permanente incitación al combate. Las mujeres, terriblemente femeninas, aún las que se ocupan de trabajos pesados. Digo esto, porque uno ha conformado el pensamiento al falso concepto de que la mujer que trabaja en labores masculinas se torna hombruna.
Y observo aquí que hablo más de la gente de Galicia que de sus ciudades… en compensación de ello, en Andalucía he hablado más de las ciudades, que de los seres humanos.
La campesina gallega. Rudas jornadas en el campo. La tarea bajo la lluvia
La literatura española no nos permite formarnos una idea de cuan ruda es la vida de la campesina gallega. El literato que más leemos en América, don Ramón del Valle Inclán, famoso por sus pinturas de ambiente gallego, nos ha transmitido de Galicia un paisaje grotesco, con personas y atmósfera de leyenda y milagrerío, tan despojado de realidad y tan abundante de chocarrería tabernaria, que uno aquí, en estas ciudades gallegas, no puede menos de preguntarse a qué Galicia se refiere el señor Valle Inclán.
No mencionemos a los poetas. Todos, sin distinción, han mentado el paisaje gallego, encajando en el panorama, al campesino, como un eficiente elemento decorativo, y en cuanto al paisaje, tenemos que convenir que parece confeccionado por un técnico en jardines, para regalo de la mirada. El turista que cruza Galicia, no puede menos de pensar que los más famosos jardines de la tierra, palidecen junto a esta natural disposición del bosque, del prado, del cortijo y de la casona de piedra, que con su chimenea que humea entre un cortinado de árboles, muestra ante los troncos lagunas de cielo y serpenteantes caminos de ensueño.
¿Pero, y el elemento humano? Pareciera que en la poesía de «buen gusto» el elemento humano está condenado a un simple y humillante papel decorativo, a semejanza de las gárgolas que disimulan los desagües de los techados con sus bárbaras apariencias. Salgo hoy, caminando hacia el pueblo de Rojo, a pocos kilómetros de Santiago de Compostela. Camino entre tierras de sembradío, por una cinta de camino festoneada de cercas de rosas silvestres y murallones bajos de piedra, con galería natural formada por el encañizado de la viña, y doquier miro, no veo en el campo sino a mujeres que trabajan. Las provincias gallegas, se puede afirmar sin quedarse largo en el cálculo, son trabajadas en el setenta y cinco por ciento de su extensión, por mujeres. Hablar del campesino gallego es casi inventar al campesino. El hombre, en Galicia, trabaja el campo en un porcentaje mínimo. El hombre está afuera, buscándose la vida en Perú, Cuba, la Argentina, California o en el mar.
Converso con campesinas. Me responden irónicas, apesadumbradas. ¿Es vida la que ellas hacen? Maridos ausentes hace cinco años, diez, quince. Escribiendo. Nada más que escribiendo, girando escasas pesetiñas. ¡Sus tierras! Apenas para vivir malamente. En Galicia, las extensiones de tierra han quedado reducidas a parcelas tan mínimas que dudo sea cierto lo que me dice una campesina: el predio en el cual ella está trabajando, mide seis pasos de ancho por treinta de largo. Más tarde, conversando con un abogado confirmo este dato, con el agregado siguiente, sumamente curioso: hubo en Redondela una tentativa de pleito, en la cual los catorce propietarios de catorce terrenos, cuyos vértices incidían en un árbol medianero, se disputaban la posesión del mismo. Aquí encontramos que ciertas tierras están afectadas de servidumbre de carro por sus tierras; en cambio, otros terrenos, disfrutan únicamente de servidumbre de persona, y toda carga que hay que pasar por él, por ejemplo el estiércol de abono, debe efectuarse en cestas cargadas sobre la cabeza. Los odios y las rencillas que provocan estos privilegios, son incontables.
Mientras camino a lo largo de los sembradíos de hortalizas, patatas y maíz, comienza a llover. Me refugio bajo un soportal, y me quedo mirando cómo a través del agua se difuma el paisaje de colinas y cortinas de bosque. Las campesinas no abandonan el campo. Continúan trabajando bajo la lluvia. Yo, de caminar cien metros bajo la lluvia, tengo el traje calado, y desde allí, bajo el soportal de piedra, a cuyo pie hoza un cerdo sonrosado, miro a las mujeres. Descargan un carro de estiércol. Una desunce los bueyes, otra, arriba del monte negro del carro, con una horquilla descarga el abono, se las ve caminar borrosas a través de los hilos de agua, distribuir en la lonja achocolatada de tierra, montecillos de guano. Pienso que deben tener las ropas completamente empapadas, porque la poca lluvia que he recibido me ha calado la ropa, y bajo el soportal de piedra, mirando de mal humor el cerdo rosado, que gruñe y escarba la tierra con su hocico, me sacudo de los escalofríos. Las campesinas continúan en el campo. Algunas recolectan patatas, y otras siegan con una guadaña, una tercera avanza por el camino, la cabeza cargada de un monte de hierba, otra, al frente de un carro de bueyes, se pierde por el camino, que se hunde en la tierra, serpentea en los maizales y se tuerce hacia una casona de piedra.
El invierno gallego es cruel. A veces llueve dos meses continuos, y las campesinas no por eso interrumpen sus labores agrícolas. Examinándolas de cerca, cubiertas de tierra, las manos callosas, el rostro avellanado, surcado de tremendas arrugas, es imposible atribuirles edad. Hasta las viejas, trajinan en el campo. Cierro los ojos y recuerdo La Tierra, de Emilio Zola. ¡Qué grande, qué verídico era el maestro de Medán!
Por la tarde, cuando vienen a la ciudad, estas campesinas entran a la iglesia, y entonces es un espectáculo curioso verlas sentadas gravemente en los bancos, con la cabeza cubierta por pañuelos reticulados de mosaicos de colores. Sus botas suenan en las losas de piedra, y con continente taciturno, van a ocupar sus puestos. Todas estas mujeres tienen una expresión dolorosa, sus cuerpos y sus brazos son recios, fortísimos, pero sus rostros reflejan un cansancio doloroso, que me recuerda el poema de Rosalía de Castro:
Este vaise e aquel vaise
e todos, todos se van:
Galicia, sin homes quedas
que te poidan traballar.
Tes, en cambio, orfos i orfas
e campos de soledad;
e nais que non teñen fillos,
e fillos que non tén pais.
E tes corazós que sufren
longas ausencias mortás.
Viudas de vivos e mortos
que ninguén consolará.
Es el grito más dramáticamente verdadero que ha engendrado el corazón de una mujer.
Santiago de Compostela. Ciudad triste, sin arboles, que se alegra en invierno bajo la lluvia
La Edad Media. Sí; la Edad Media con sus vastos lienzos de sombra y de piedra, tal la imaginamos, después de leer un cronicón y cerrar los ojos.
Invernal, ascética.
Galicia la bucólica, se borra en los extramuros pétreos de Santiago de Compostela. La violenta presencia de la ciudad medieval es tan intensa, que de pronto se experimenta el terror de olvidar que aún existen ciudades alegres en la tierra. Se gira la cabeza, con medrosidad, como si el mundo acabara aquí, en este confinamiento granítico, en el cual, a las tres de la tarde, podemos salir desnudos a la calle sin que nadie se entere. Las grises casonas de piedra, de tres pisos con vastas escaleras obscuras, parecen un pretexto para rellenar el espacio que dejan entre sí los cuarenta y seis edificios religiosos, monumentales y siniestros. Los comercios, bajo las torcidas recovas, cobran apariencia de madrigueras, muchos mostradores son de granito, y es inútil buscar muchedumbres caminando bajo sus arcadas pulidas por el viento o artesonadas. Soledad. Soledad de muerte, de despoblamiento, de tedio y de penitencia.
Digo que Santiago de Compostela enfría el corazón. Calles oblicuas y en pendiente, con nombres taciturnos: Angustia, Lagarto, Pescadería Vieja, Animas, Sal-si-puedes, Calderería. Monstruosos cubos de piedra, lisos, con altos ventanales enjaulados por cestones de hierro, puertas verdes, escudos de armas en las fachadas, retablos con niños desconchados, radiando saetas de oro muerto, vírgenes desteñidas a la grupa de un borrico, iluminadas a los costados, por fanales de hierro, suspendidos como ahorcados, de cadenas de hierro, y una mariposa ardiendo al sol en un vaso de aceite. Blasones, campanas que resuenan, truenos, pilares de piedra en el centro de las calzadas, desniveladas, rejas mordidas por el óxido de los siglos. En los huecos de los muros ciclópeos, imágenes de tortura y sufrimiento, atalayando una puerta verde. Frente a un fanal de hierro, un santo con una daga clavada a la garganta y la palma del martirio en una mano. Las gárgolas asoman horizontalmente de altísimos muros de piedra, cabezas de hiena en busto de mujer. Donde se mira, figuras abominables, enclaustradas, enrejadas como en leoneras, ataúdes de piedra, relieves de monjes con barbas anilladas que los asemejan a reyes asirios.
NI UN ÁRBOL
Entre la junta de los bloques de piedra, a veces una mancha, lila y violeta. Pompón siniestro que nace de una hierba. A los flancos de la catedral, se abre una plaza con una gradinata tan ancha, que parece entrar a un mar, y el mar es una llanura de piedra, y no hay un sólo árbol en este corazón de la ciudad señorial, y esta plaza, toda enlosada de piedra, y bloqueada por un largo muro de piedra, y por recovas en su frente: es la Plaza de los Plateros, con vidrieritas donde lucen sombrías talladuras de plata, relieves de motivos religiosos, y en lo muy alto del muy largo muro de piedra, ventanas tapiadas de puntiagudas mallas de hierro, y después que se baja una escalera de piedra, como cruzando un corredor, se descubre otra plazuela, también embalosada de losas de piedra, y no hay un sólo árbol en ella, que lo verde pareciera sacrilegio aquí, que todo es de piedra, y en su centro una fuente de piedra con caballos de piedra, y las palomas picotean en la junta de las grandes losas, o en los ojos de las estatuas. Doquier se fija la mirada, hierro y piedra, y si se levanta la cabeza, no se distinguen copas de árboles, sino torres piramidales de piedra, ennegrecidas por el musgo y los detritos de los pájaros, y blasones cuarteados, de piedra, con horizontales coronas. Y el viento corre en este desierto de piedra, siniestro como si soplara en la ciudad de los espectros, que aquí los debe haber, entubándose bajo las bóvedas que techan las veredas, y las mismas personas se pierden como fantasmas bajo los arcos de piedra, porque las columnas, redondas o cuadradas, y los arcos de las columnas son de piedra, y el sol parece un sol de lluvia, un sol mojado y triste, venido quizá del purgatorio, de tan cruel manera, que los hierros verdes, y los faroles esquinados, y los monjes que se pierden tras las arcadas, y las manchas de sol lívido y el tañido de las campanas, nos hacen pensar en una humanidad consagrada exclusivamente a los trabajos de la penitencia religiosa, arrodillada, únicamente arrodillada.
LA CIUDAD SILENCIOSA
Y es inútil que los niños rían enmarcados por las ciclópeas arcadas, y es inútil que las mujeres pasen luciendo floreados vestidos; la muerte ha extendido de tal manera su imperio en Santiago de Compostela que las voces humanas resuenan extemporáneas, como la de los pájaros enjaulados, que cada vez que pían, desde su cárcel, nos recuerdan que no debían estar allí.
Silencio. No resuenan las bocinas de los automóviles, ni los altoparlantes de las radios, ni las membranas de victrolas, tampoco el shotis madrileño, ni el canto de los ciegos en las guitarras, ni las orquestas callejeras de judíos alemanes. Silencio, apagamiento, muerte. Dicen que Santiago, en invierno, se anima con la bulla de los estudiantes; pero es invierno, cuando en esta ciudad llueve días y días, hasta que la piedra de gris se torna negra, de manera que sí Santiago, ahora, en verano, es tan sombrío como un purgatorio, en invierno debe parecer un sepulcro, el sepulcro de los vivos.
Fortalezas de la desesperación. Una ciudad en la que impera el sentimiento de la muerte
Yo denominaría a Santiago de Compostela, fortaleza de la desesperación. Ausencia de alegría.
Anticipo del invierno. Callejuela de la muerte.
No se vive en Santiago, se perece. Agoniza el alma, frente a estas murallas de bloques grises, amarillentos otros, oscuros en mosaico de antigüedad y acabamiento. No se vive en Santiago, que se muere. ¡Oh, esos faroles encendidos en el ángulo de piedra de una iglesia, esas campanas inmóviles incrustadas en gruesos troncos, esas imágenes de piedra, en nichos de piedra, que extienden una mano!
Como un alma en pena se anda por aquí. Las calles juntan en confines próximos la altura de sus fachadas, la noche gris cae sobre la ciudad silenciosa en estrecho crepúsculo de piedra, los ojos giran, buscando un aliciente, un motivo de alegría o de sonrisa, y siempre, siempre esta tiesura señorial y tétrica.
Cada cuarenta pasos la muralla de un templo, una torre en cuyas cornisas crece la hierba; un ángulo de piedra con un farol encendido, que mancha la piedra de luz. Y mientras el resto se dibuja severo en la obscuridad, y esto es hermoso y fúnebre, os persigue por donde camináis, como un castigo. ¿Dónde ir por dentro de estos laberintos, que no se tropiece con esta vida condenada, con esta negación de la existencia feliz? Porque aquí todo niega a la vida. La piedra es fría y rugosa como las paredes del sepulcro; la luz de los fanales de hierro, lúgubre como las que lucen en torno a los ataúdes; las imágenes de piedra, cubiertas de ropas talares, con los brazos extendidos, con instrumentos de martirio a los costados, os recuerdan constantemente que morir habemos, y allí hacia donde se avanza está la advertencia de la muerte carnal; una es el frontispicio del templo de las Animas, con su dintel de mármol, donde entre llamas de mármol, arden despeinadas almas de mármol, mujeres de rostro fino, con el cabello de mármol suelto sobre las espaldas. Y si entráis en una plaza, es una plaza vasta como un mar muerto de piedra, desierta, bloqueada de murallas crestadas, con cimborrios que recortan su silueta negra en un gris cielo de atardecer, y el doble frío de la piedra y del hierro os cala el tuétano, como una llovizna de muerte os empapa el alma, y aunque se quiera resistir a tan terrible melancolía, no se puede. La ciudad, que es fortaleza de la desesperación, se os adentra con sus almenas en el alma, las callejuelas por donde camina la muerte os agotan el ánimo.
¿Es posible sustraerse a tamaña incitación a morir? El Greco, que era un temperamento armonioso, que se formó en una escuela de pintura luminosa bajo la influencia de Tiziano, se identificó, contra su voluntad, tan fielmente con el siniestro panorama de Toledo, absorbió tan profundamente la taciturna atmósfera española, que quizá nadie como él ha pintado dentro de sus trajes negros, a hombres, mujeres y niños, recios de convicción religiosa y sombríos de vivir, casi lacerados por austeridades monásticas.
Y es que este siniestro aparato de ciudad española, elevando la piedra en murallas hasta las nubes, dejándola oscura para que su oscuridad ciña más naturalmente el cuerpo con negruras de la muerte; esta ciudad española es tan fuerte, que dentro de ella, o se aniquila el alma en la desesperación o, si sobrevive, queda apartada para siempre de los goces de la tierra.
Porque no hay aquí una sola concesión al placer, ni a la felicidad. Es inútil buscar un detalle tierno, una calle, una sola, donde la alegría esté pintada en la arquitectura. Pareciera que un gesto terminante, ha barrido de la piedra la posibilidad del jardín, que una voz ha gritado en el horizonte su orden de callar y morir, y aquí se calla y se muere. Sólo por la mañana, cuando el sol alumbra, la piedra aparece mojada de una cierta luz de ingenuidad, pero en cuanto el sol traspone el cenit, y los grandes lienzos de sombras comienzan a caer a lo largo de las fachadas, y algunas luces se encienden tras de los ventanales, el alma se llena de horror al vivir, el entendimiento se cubre de telarañas de meditación, abiertas de par en par, las tremendas puertas de las iglesias, más obscuras abajo que si anocheciera, con los vitrales altos, con las pinturas de pasión color bermejo, y se sale…
Aquí, en Santiago de Compostela, la muerte está presente. Aquí, en Santiago de Compostela, el lúgubre panorama de piedra incita al aniquilamiento de todo impulso. La` ciudad misma es un templo de cada uno de cuyos muros se escapa la terrible voz de «Morir habemos».
Y si uno, siguiendo melancólicamente una larga calle, llega al deslinde de la ciudad, donde se distinguen colinas verdes y azules en cielos que comienzan a estrellarse, es menester esforzarse para no gritar de alegría. Parece que sólo entonces descubrimos que el campo y las colinas que tienen la forma del seno de una mujer, y la luna como una uña plateada, y los caminos que serpentean en cuesta, son alegres. Y respiramos, respiramos como si saliéramos de una cárcel.
«El Pórtico de la Gloria». Un prodigio de arte en veinte años de trabajo
Hace 767 años, es decir en el año 1168, un humilde escultor, en Santiago, llamado el maestro Mateo, comienza a tallar los troncos de mármol de aquel que denominará El Pórtico de la Gloria, y durante veinte inviernos, veinte veranos, veinte primaveras y veinte otoños, durante veinte años ciegos y obstinados, labra un árbol bíblico, que luce ciento treinta y cinco figuras, bosque de piedra y encantamiento, que lega su nombre a la posteridad, con grandeza tal, que en «Apolo», Salomón Reinach, escribirá siete siglos después:
«Cuando se compara El Pórtico de la Gloria, no sólo con las mejores obras del románico español, sino con aquellas excelentes que produjo Francia en el siglo XII y aun en el XIII, la inferioridad de todas ellas es palpable».
Sermón de piedra, imprevista creación, que espanta por la potencia humana que revela, valiosa ella sola por toda la Catedral de Santiago.
Para el caminante que ha visitado Andalucía, y se ha sentido perdido en esa tremenda ciudad de piedra que es la Catedral de Sevilla, el templo compostelano no deja de ser una iglesia más. En cambio, el Pórtico de la Gloria, abriendo la entrada de una nave que sostienen catorce columnas, reflejándose en un piso como un tablero de ajedrez, y en cuyo fondo se levantan las molduras de oro muerto de los órganos laterales, y abajo, en un altar, sobre fondo escarlata, un cuadro de Cristo, y otro de la Virgen. El Pórtico de la Gloria sorprende tan inesperadamente al visitante, que éste se detiene, dudando si es posible que dos manos de carne terrestre hayan labrado tal masa de mármol. El Pórtico…
Tres arcos. El central simboliza la Iglesia Católica, el de la izquierda la Iglesia de los paganos, y el de la derecha la Iglesia de los judíos. El aviejado mármol de las columnas ha tomado un lívido color de carne de pulpo, y está bordado hasta el zócalo de figuras de alucinación.
El eje de esta humanidad de mármol es un Cristo de tres metros de estatura, cuya triple dimensión, con las restantes figuras que le rodean, responde a los fines didácticos del sermón de piedra. Este Cristo labrado y enorme yace sentado, mostrando sus miembros taladrados por los clavos. Le rodean los cuatro evangelistas, tiesos en el lomo de sus bestias emblemáticas, el águila, el toro y el león, a excepción de San Mateo, que, sentado, escribe sobre un pergamino de piedra.
Cuando se levanta la vista de este conjunto, sumergido en claridad crepuscular, y se la deja moverse en torno a las nervaduras de los arcos, donde se encuentran distribuidas las ciento treinta y cinco figuras de mármol, conservando algunas el rastro borroso de los colores en que fueron teñidas estrellas de oro en pliegues de mármol negro, el abultamiento disforme se entra de tal manera por los ojos, que aunque la altura de las bóvedas aojivadas resulta escasa, se torna dificultoso seguir ordenadamente el perfil de aquella multitud de figuras, acopladas e injertadas unas en otras como los monstruos de un templo indio. Es menester un dominio poco común de la historia sagrada para penetrar en la simbología de este apeñuscamiento lívido, en la intención simbólica de estas figuras enredadas, con cabezas de negro y barbas asirias, que nos recuerdan las extraordinarias multitudes grises que se revuelcan en el fondo de las cavernas de pesadilla.
Ya es Daniel, mirando irónicamente a una matrona; ya es Isaac, con el hacha de su padre sobre la nuca, y ni los capiteles se han librado del delirio del maestro Mateo, cuyo cincel ha bordado en la piedra escenas de edificación y monstruosidad. Ya es un señor que está por meterse a la cama y conversa con un jovencito que se supone es su criado; en otra, un doncel imperativo, y si nos detenemos en el arco que representa la Iglesia de los paganos, vemos a la Trinidad con tarjetas de visita en la mano, que cada una de ellas representa los Evangelios, y a partir de aquí el panorama tórnase sombrío. La Violencia, la Crueldad, la Rapiña, la Gula y la Lascivia están representadas por reptiles enredados, por demonios con cabezas de negro, cuyos hocicos de hipopótamos trituran el cráneo de terrestres penitentes; del cuello de un monstruo penden cuatro ahorcados. La locura ha soldado aquí cabezas de aves con troncos de perros, dos águilas con los cuellos trenzados se destrozan los ojos; algunas gallinas con cabeza de toro devoran unas calabazas; un diablo le ofrece piedras a Jesús para que las convierta en panes; una mujer, con cabeza de hombre, le hace muecas indecentes a dos ancianos; cuatro cabezas lanudas en un solo cuello devoran simultáneamente una empanada; dos serpientes estrangulan los senos de una desdichada; un demonio le tira con una tenaza la lengua a un penitente; un hombre lucha cuerpo a cuerpo con un león, y en un fuste, dos palomas picotean un racimo de uvas. En el arco central, que corona la estatua del apóstol Santiago, están representados los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, con instrumentos musicales apoyados en las rodillas, y excelentes caras de prestamistas. Los instrumentos de la Pasión, el Angel con la corona de espinas, el otro con la lanza y los clavos, el tercero con los azotes y el cuarto con la caña y la esponja, enfilan sus curvaturas en el capitel de la columna central.
El visitante contempla el Pórtico de la Gloria y piensa en el maestro Mateo, en su laboriosidad infinita, en su genio demoníaco, atormentado y sensual, que en la ciudad de piedra, hace siete siglos, sembró la semilla de un árbol de mármol, cuyo fruto invulnerable a los dientes de todos los demonios, es su genio.
Reminiscencias de Compostela. Ciudad de milagro y veneración
Jerusalén, Roma y Santiago, tres vías que en la Edad Media, canalizan los rumbos de las multitudes penitentes.
Desde el año 844, en que el Papa León III, da conocimiento a todos los obispos de la cristiandad, que en Compostela se han descubierto los restos de Santiago Apóstol, predicador de las Españas y mártir de Herodes Agrippa, las peregrinaciones se suceden tan copiosas, que en el término de cien años, Santiago compite con Roma. En Valcárcel se levanta un monasterio para atender exclusivamente a los peregrinos ingleses; en Compostela, los Reyes Católicos, dolidos de los peregrinos que duermen bajo los pórticos, muchos enfermos de los trabajos sufridos en su romería, ordenan que se levante un hospital; masas de viajeros desembarcan de las carabelas en Muros, Finisterre, la Mugia y Coruña; las peregrinaciones terrestres cruzan por Aspes y Roncesvalles, siguiendo las veredas de quebradas losas, restos de la dominación romana. Con un bordón en la mano, ancho sombrero de paja y manto caído sobre las espaldas, hombres de naciones extrañas y bárbaras, cruzan los caminos hacia Compostela.
Se escuchan los dialectos más disonantes, el de los francos, aquitanos, frisones, sardos, chipriotas, elamitas, capadocios, navarros, armenios, flamencos, eslavones, paflagenios, milaneses, africanos. La nobleza de toda Europa, los barones forajidos, los duques gerifaltes, los marqueses rampantes, los capitanes de aventura y riesgo, los príncipes que detentan un reinado, los criminales arrepentidos, los ciegos y las damas de tierras nebulosas, cruzan las veredas romanas; los santos y fundadores de órdenes religiosas se encaminan a Compostela, San Evermaro, San Teobaldo, Santa Brígida de Suecia con su marido Ulf Gdmarson, Santa Isabel de Hungría, Santo Domingo tostador de herejes, San Francisco, abogado de pobres, todos ellos cruzan las calles enlosadas de piedra de Compostela, a lo largo de las bóvedas donde hay caminos huraños. Y, con cirios encendidos en las manos, van a caer de rodillas frente al Sepulcro de la Catedral. El arzobispo Gelmírez, nervio del renacimiento compostelano, hace fabricar el palacio arzobispal, para poder hospedar a los grandes señores. Siglo de milagrería y de fe encendida. Los culpables de tremendos delitos, los enfermos de dolencias incurables, se arrastran por los caminos, para poder llegar a Compostela. El Duque de Aquitania, cruza tan maltrecho Santiago, que un bardo de rúa, al verle pasar, improvisa esta copla:
A onde irá aquel romeiro,
meu romeiro a onde irá.
Caminho de Compostela.
Non seis s’alí chegará
El Duque de Aquitania alcanza a entrar a la catedral y muere frente al altar mayor.
El Papa Calixto, que visita Compostela, se maravilla de la diversidad de lenguas y cánticos de extranjeros que se escuchan.
En el interior de la Catedral arden tantos cirios en manos de los romeros, que bajo sus bóvedas no se diferencia la noche del día. Muchos cantan en sus idiomas patrios, acompañándose de cítaras, de tímpanos, de pífanos, de trompetas y salterios. La afluencia de peregrinos es tan extraordinaria, que un sacerdote versado en lenguas, va llamando a los romeros por sus tribus. Éstos se acercan al altar mayor, y el sacerdote con una caña, golpea al penitente en las espaldas, exclamando al mismo tiempo:
«—Beton a trom San Giama. A atrom de labre», que expresa: «Bien toma el trueno Santiago, el trueno del labio». Otras veces, es menester instalar altares en los pórticos y placeta de la Catedral, porque las multitudes medievales sobrepujan todo cálculo. Y se explica. Una vez, en el Año Santo, en Santiago, pueden ser absueltos por cualquier confesor los delitos más atroces, aún aquéllos cuya indulgencia se reserva para sí la Silla Apostólica.
Los Caballeros de Santiago (guardiaciviles de la Edad Media) merodean por los caminos, con ceñido casquete de cuero a la cabeza, largo escudo y más larga lanza, y la enseña de la cruz bordada en la capa.
Se confeccionan guías para penitentes, algunas en verso, como la de Herman Kuening de Vach, editada en 1495, en inglés y en latín, y titulada «El Camino de Santiago».
La ciudad es rica, fuerte y arisca. La burguesía se disputa con la nobleza el gobierno comunal. El hermano del arzobispo muere apuñalado por la multitud de artesanos sublevados; doña Urraca, cuyo hijo Alfonso será más tarde coronado, tiene que huir desnuda por las calles y refugiarse en la iglesia de la Corticela; el arzobispo Gelmírez intriga y conspira; un Legado del Papa es degollado; los prelados ciñen cota de malla; las fiestas de las corporaciones llenan la ciudad de estrépito y de dolor; el oro y la plata se trabajan en los talleres de los Concheiros, artífices de las veneras que según bula de los Papas no pueden ser sino fabricadas en Compostela, y el día más glorioso de Gelmírez, es aquél en que corona al niño Alfonso, rodeado de su espléndido Cabildo Eclesiástico. La personalidad de Gelmírez resulta apasionante. Bajo su empuje, la ciudad prospera, las posadas son innumerables, los artesanos trabajan en barrios según su especialidad, se labra el azabache, la plata; los espaderos templan puñales y espadas para los caminantes; algunos siglos después ciento catorce campanarios se levantan en Compostela, cuando las campanas baten, las aves huyen de los cielos; frente a los doscientos ochenta y ocho altares de la ciudad se arrodillan hombres de todas las naciones, de los pórticos de sus cuarenta y seis edificios religiosos, entran y salen obispos, cardenales, coadjutores y los blasones, rampantes y feroces que decoran las fachadas, dan testimonio que la señoría de la ciudad es bravosa y opulenta.
Los benefactores de Galicia. Filántropos desconocidos. La Biblioteca América
El vizconde de Chateaubriand, que fue el hombre más fino de su época y el escritor de más significación entre los diplomáticos del siglo XVIII, dijo en el tomo VI de sus Memorias de ultratumba, que «todos los ingleses del siglo XVIII eran locos y si no lo eran lo parecían». Los ingleses sonrieron conviniendo en que el autor de Los mártires, posiblemente tenía razón. Supongo que los españoles imitando a los ingleses, no me contradirán si les digo que el desorden de la realización parece presidir a las mejores de sus intenciones. Viene a cuento este artículo donde parece quería ocuparme de los trabajos de filantropía realizados en Galicia, por sus hijos residentes en América, pero tendré que limitarme a anécdotas que dan la razón de mi cita y afirmación.
Hállase en Santiago de Compostela, en el mismo edificio de la Universidad, la llamada Biblioteca América, obra de un patriota gallego residente en Buenos Aires, don Gurmesindo Busto, quien tuvo la feliz idea de fundar la Universidad Libre Hispano Americana. De ese proyecto quedó la biblioteca, que don Gurmesido, durante muchos años de trabajo, reunió en su casa de Buenos Aires, remitiéndola luego a la Universidad. Encontramos en la biblioteca trabajos legislativos referentes al continente, colecciones de documentales, colecciones de revistas científicas, bustos de Bolívar, Rivadavia, Moreno, Rivera y otros políticos sudamericanos. ¿Pero se ha limitado a esto la obra de don Gurmesindo? No. En la Biblioteca América encontramos colecciones y fotografías de las principales muestras de nuestro país, un archivo fotográfico que se conceptúa el mejor de la península, colecciones de la fauna americana, de mineralogía y además… además gente que no puede informar absolutamente ni con una palabra de quien es el señor Gurmesindo Busto. El bibliotecario, no sólo ignora quién es el señor Busto, sino que, a pesar de mi pedido, no puede facilitarme estadísticas de los libros que se consultan en la biblioteca.
Converso con el vicerrector suplente de la Universidad, un señor que lleva su amabilidad al punto de regalarme una historia de la Universidad y varios libros con su dedicatoria. Tampoco sabe nada del señor Busto. Me presenta a los empleados de la administración para que me faciliten datos sobre el alumnado de la Universidad; los muchachos, amablemente, me facilitan cifras vagas. Les pregunto el porcentaje de alumnos que concurren a los estudios superiores, y me responden que «le pregunte al portero, él debe saberlo». Como no es posible fundamentar un artículo con la estadística bienintencionada que pudiera facilitar un bedel, me abstengo de escribir sobre la Universidad, sin extrañarme de lo que ocurre, pues en la Universidad de Sevilla, para obtener algunos datos, me hicieron esperar más de diez días.
En Betanzos tropieza uno con la obra de los hermanos Juan y Jesús García Naveira. Las donaciones que estos dos comerciantes (ya fallecidos y que se enriquecen en la R. Argentina) hicieron al pueblo de Betanzos, son asombrosas por la cifra en metálico que representan. Va aquí la lista:
Asilo para ancianos, con capacidad para ochenta personas.
Escuela García Hnos., concurrida por 400 alumnos.
Refugio de niños anormales. Capacidad para cien retardados.
Sanatorio de San Miguel (destinado a todas las monjas inválidas de España).
Un lavadero público de mampostería, sobre el río, para las mujeres del pueblo.
Escuelas en San Francisco. Concurridas por doscientas niñas.
Casa del Pueblo. Edificio social destinado para las organizaciones trabajadoras. Huerta del Pasatiempo. Diminuto Jardín Zoológico, cuyos ingresos se dedicaban al Asilo de Ancianos. El capital total de las escuelas, asciende a cerca de dos millones de pesetas… pues en Betanzos no encuentro a nadie que me pueda informar concretamente sobre la vida de estos dos señores don Juan y don Jesús García Naveira. Sus descendientes radican en Betanzos, pero se encuentran veraneando. Traté de entrevistarme con el presidente de la Junta de Patronato; se trata de un señor anciano, achacoso, que me remite una memoria de fundación por intermedio de un maestro de las escuelas.
Hablé con las hermanas de caridad, y las angélicas no saben nada de estos asuntos terrestres, ni tampoco están obligadas. Voy al Ayuntamiento para entrevistarme con el alcalde; éste está ausente y me recibe su secretario; le explico cuál es el objeto de mi visita; y lo único que sabe el señor secretario es que los edificios están aún en Betanzos. De los señores Juan y Jesús García Naveira, que descansen en paz. El escritor que certificó «el hombre es una máquina de olvidar» consiguió una verdad sobrehumana. Pero no me ha ocurrido lo mismo en Santiago de Compostela. ¿Por qué asombrarme?
Converso con mi hotelero del asunto. El hombre es sesudo y discreto. Me dice:
—Ha llegado usted en mal tiempo. Todo el mundo está veraneando. De los hermanos García, yo sé únicamente esto:
«Cuando eran pequeños, trabajaban en Betanzos, como arqueros. Arqueros es un oficio que casi se ha perdido, y consistía en fabricar aros de madera para los toneles. Un día se marcharon a la Argentina; creo que entraron de dependientes en una tienda del pueblo de Dorrego o Chivilcoy; trabajaron, juntaron unos pesos, pusieron una casa de ramos generales, compraron después campos, que una línea de ferrocarril valorizó; organizaron en la capital una gran casa, que creo que es la de Naveira y Sangrador, y uno de ellos murió en La Coruña al irse a embarcar». Éstos son los informes que he recibido; las fotografías son más elocuentes.
La vida paralizada. Carros primitivos arrastrados por bueyes. Los españoles y España
Siglo XX en Santiago de Compostela. Carros primitivos, con ejes de madera, arrastrados por yuntas de bueyes, siluetas en tinta china de monjes y sacerdotes, fachadas grises de templos.
Trabe usted amistad con un sacerdote, o con un burócrata, o con un hijo de campesinos acomodados, y pregúntele de España, y en cuanto le habéis nombrado el tópico, cualquiera de los tres, os hablará de la «misión providencial de España», sin darse cuenta que repite las palabras pronunciadas por el conde de Lemos, siglos atrás, os dirá que «España es aborrecida en el extranjero por ser la mejor provincia de Europa»; otro, os mentará la superioridad racial ibérica; el sacerdote, después de suspirar profundamente, os hablará de los perniciosos efectos de la «infección extranjerizante»; otros, como menciona Santos Oliver, os citarán una especie de «conjuro universal contra las glorias de España»; el liberal, pero orgulloso de ser Judas y Cristo al mismo tiempo, repetirá las palabras de Joaquín Costa: «Somos un pueblo de profetas que anuncian al Mesías del progreso, a reserva de desconocerlo, y tal vez crucificarle si luego aparece»; el hijo del campesino acomodado, responderá a vuestras conjeturas catastróficas: «El jefe ya piensa por nosotros. Dejarle». (El «jefe» es Gil Robles), confirmando con estas palabras la exactitud del perfil psicológico, que con tanta perfección ha diseñado Jiménez de Asúa: «La conciencia política, se reduce al sentimiento de lealtad al caudillo, y tiene como fin predominante, un imperio, una religión y una espada, que sirve a la crueldad y a la intolerancia, hija de la pobreza crítica y de ideas», mientras que el fascista madrileño, admirador del señor Ortega y Gasset, que se lamenta de la ausencia de una «aristocracia directora», os repetirá la frase de «España Invertebrada»: «Venimos, pues, a la conclusión de que la historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia».
Éstos son los juicios de las luminarias de España, sobre España, aunque por instantes se me ocurre que media una confusión de términos. En España no descubrimos decadencia, sino parálisis. Dilatadas franjas de pequeña burguesía y campesinado, estacionados en los ideales de la edad media. En cuanto nos alejamos unos pocos kilómetros de la costa atlántica o mediterránea, la rigidez de la parálisis social, se nos aparece tan impresionantemente fijada a la tierra, como los pétreos relieves de los templos. Y a la divagación palabrera en torno de cuáles serán los motivos de la parálisis, si el paisaje o la falta de misticismo, es lo que el intelectual español define como «temperamento soñador español».
Rarísimo es el intelectual español que no haga hincapié en esta decadencia o parálisis de España. Pero todos evitan, cuidadosamente, de poner el dedo en la llaga: las dos patriarcales formas de economía peninsular: la del sur y la del norte. El español cree (o finge creer) que la civilización es una realidad tan desconectada del progreso económico, que jamás se preocupa en pensar si la mentalidad de un campesino que conduce su cereal al mercado en un tractor, es distinta a la mentalidad del campesino que conduce su trigo a la estación en un carro arrastrado por bueyes. Y de esta dislocación brutal con la realidad del tractor, nace ese tipo de intelectual español, del cual Unamuno es su más brillante y anárquica expresión: un subjetivo, que por la noche piensa todo lo contrario de aquello que afirmó por la mañana.
Y si me detengo en Unamuno, es porque Unamuno expresa más fielmente que ningún intelectual español, la desesperación profunda de la clase media española, desorientada, invocando a Sancho y a don Quijote, traspasando su ideal de un hombre a otro hombre, porque con criterio estrecho, cree aún en el individuo-providencia, que ayer se llamó Azaña, hoy Lerroux, mañana Gil Robles y pasado mañana quizá Alfonso XIII.
¡El tractor! ¿Para qué pensar en el tractor? Es antipoético, ningún clásico le hubiera utilizado en sus comedias…
Se razona de tal manera, que los diarios derechistas afirman que si en la España de los bueyes existe crisis, también, y más aguda, la encontramos en el país de los tractores, sin reparar, quizá, que la crisis de un país industrial, financieramente ordenado al modo clásico, es una etapa inevitable a las funciones del capital, que se va concentrando paulatinamente, hasta determinar la rotura de viejos moldes. Mientras que las crisis europeas revelan el intenso movimiento centrípeto del capital financiero, la crisis español evidencia hasta la saciedad, horizontalmente, la parálisis del capital español, involuntaria en el Norte, voluntaria en el Sur.
En torno de este estancamiento fisico, que refleja un apagamiento espiritual, el intelectual español entreteje conjeturas, que si no fueran ingenuas, parecieran burlerías. ¿A quién achacar la depresión psicológica? ¿Al árbol, a la montaña, a los ríos o a los mosquitos? Mientras que el derechista de la pequeña ciudad española, el honesto ciudadano de la clase media, se refugia desesperadamente en la religión, y mira hacia su catedral, buscando su salvación y lamentando que los tiempos del Santo Oficio hayan desaparecido, el izquierdista centrista español, se entrega a tal vergonzosa verborrea, que para estos universitarios se piensa que Joaquín Costa escribió las palabras que siguen:
«Si algún día hay que principiar la regeneración científica de este pobre país, no hay más remedio que tapar a cal y canto las Universidades».
La ciudad de Betanzos
Fue un día, la capital del reino de Galicia. Poco resta de su pasada gloria, pero la variedad que ofrece su paisaje, simultáneamente urbano, campesino y marítimo, es la razón de su encanto.
Se encuentra en ella, la callejuela tan empinada que es menester echarse atrás para descender; un edificio moderno, con tejas de pizarra, la calle ancha, la recova antigua, y un río, el Mandeu, que como una calzada de agua, moja, en las aceras que avanzan hasta él, los pies de las sillas de mujeres que haciendo calceta miran pasar los botes.
Calles de agua. Los rosales se contemplan en su espejo, el declive de la colina sembrada lo corta con su cuchilla verde, los muros del convento de los Agustinos, hunden sus cimientos en la corriente, mostrando negrosos agujeros que reflejan sus pinchudas rejas en el limpio cristal, muchas viviendas tapian sus fondos del río con murallones de granito, que tienen cancela y escalera, cuyos peldaños yacen sumergidos.
Los viñedos se extienden a lo largo del agua abandonándole sus pámpanos; los chicos juegan en los botes embreados, entran y salen del agua como ranas; los hombres, sentados en las traviesas o proas de sus botes, remiendan redes o trenzan cables o zurcen velas; el puente de tres arcos de piedra junta las dos orillas de la ciudad y sembradío; las gallinas picotean junto al agua; algunas barcas flotan olvidadas; patos negros se deslizan en triángulos a sus goces acuáticos; y el paisaje quieto y apacible, tiestos a la orilla, rejas y balcones sobre el agua, recuerdan los tiempos de las poblaciones lacustres.
Se abandona en veinte pasos la orilla y encontramos plazuelas formadas por martillos de casas «cul de sac» campesinas, que alejan el recuerdo del río en muchas leguas, patios vecinos con ventanillas negras, y grandes montes de heno. Los gatos duermen al sol; los niños juegan entre los arcos de los toneles vacíos; las gallinas, trepadas en lo alto de la media puerta, miran pasar al transeúnte sobre las piedras puntiagudas; las viejas, sentadas en troncos de árboles aserrados, apartan semilla en un cedazo, una bocacalle y el sol pone chapas de oro en un charco de agua; las colinas boscosas flotan en un halo violeta; los marinantes, con el pantalón remangado hasta las rodillas, achican el agua de sus botes; los patos graznando fisgonean con sus picos en el fango. Enfrente, la gente se pasea por una alameda. Bajo una ojiva de piedra maniobra un remero. Se sube la calle, un declive penoso. La ciudad asoma sus construcciones sobrepuestas, patios de madera sobre titánicos pilares de piedra, rejas torneadas, declives de techados en direcciones opuestas, chimeneas con cuatro persianas de humo.
Se camina por veredas a cuyo nivel los pies rozan las ramas de jardines tropicales que están abajo, en fincas situadas en otra rampa profunda. Las iglesias son tan viejas, tan viejas, que sus paredes de granito se tuercen, sus nichos en los pórticos muestran estatuas primitivas, amasijos de piedra con un agujero por boca y dos muñecas por manos.
Si se entra se comprueba que los juegos de columnas se han dislocado por el excesivo peso de la bóveda; el espacio que las separa de la base, es más estrecho que en la altura, de manera que se espera involuntariamente, verlas desplazarse de un momento a otro. La iglesia de Santiago data del siglo XV, y fue construida por el gremio de los sastres y edificada por la familia de los Andrade, cuyas armas, el oso y el jabalí, muerden la piedra con el testimonio de su poderío. No en vano la ciudad era denominada en los siglos pasados Betanzos de los Caballeros.
A veces, cuando menos se espera, en el recodo de una callejuela oscura, se tropieza con los blasones de los Figueroa, Mezquita, Bañobre, y no se puede menos de pensar irónicamente que la nobleza antañona, vivía con menos opulencia que un empleado de banco actual.
Mendigos color de cobre moreno, sobretodo hilachento, pies descalzos, la cabeza rizada descubierta, piden tendidos en los atrios. Mendigos que son obras de arte, la enjundia apostólica impresa en la señorial pedigüeñería, la mueca del rostro evocando artísticamente la agonía del Cristo.
Las paredes medianeras de algunas casas están separadas por tragaluces de veinte centímetros, y en la saetera reverdece una vegetación espinosa que aún sobrevive a los cambios y demoliciones. Algunas puertas de muralla, con arcos ligeramente ojivados y una lámpara de hierro colgada del ábside, mueven la admiración del paseante, que no puede menos de extasiarse frente a su airosa simetría. Las muchachas con sus cántaros de agua a la cabeza se dibujan en el marco y evocan un cuadro antiguo.
La ciudad pequeñísima está en el fondo de una taza, que rodean colinas verdes en el verano, blanqueadas de nieve en el invierno.
La ciudad vive del campo. La pesca escasea. Los boteros se dedican, con preferencia, al transporte de arena y materiales de construcción, que les reporta más beneficios.
Actualmente Betanzos está en reconstrucción. Sus calles con el pavimento levantado para la construcción de desagües, hace poco menos que imposible circular por ellas. Si se conversa con la gente os sorprende de hallaros en una de las ciudades más argentinizadas de Galicia. Se habla aquí de Buenos Aires como si fuera el pueblo de enfrente. Circulan modismos argentinos: «no sea globero», «macaneador», «ché». El tango para sorpresa mía, además de bailarse se canta con la letra. No en balde, cerca de tres mil habitantes de Betanzos trabajan en la República Argentina.
El ferial de Betanzos. Hormiguea la multitud bajo el sol. Ruido y color
No habrase visto tumulto igual, y tan desaforada algarabía de voces humanas y bestiales, y tan disparatado contraste de mercancías, y tan numeroso colorido, y variedad de figuras y presencia de gentes de aldeas, como aquí en Betanzos, ferial de San Roque.
Han venido gentes de todas las aldeas, de aquéllas que yacen en las montañas, y en las orillas de los ríos, y a la vera de los bosques, vecinos de Obre, sembradores de Paderne, pastores de Souto, Bergondo, Sada, Miño; aldeanas de Santa Cruz, Oza de los Ríos, Villade, Abegondo; campesinos de Crendes, San Tirso, Cortiñan, Guisemo; viejas de Infeste, San Roque, Limiñon, Uiña, Portomillo, Callobre y muchos otros cantones.
Ferial de San Roque de Betanzos de los Cabaleiros, de fiesta y granjería. La multitud, con sus fardos de verdura, con sus cofres a la cabeza, sus cestos de semilla, sus cajas de trebejos, sus bolsas de panes, sus carros de marranos, sus nidares de huevos, se ha desparramado a lo largo de todas las fachadas de las rúas de Betanzos, en la empinada de Sánchez Breguas, en la escalinata de Santa María, en el Campo de la Feria, a la sombra de los altos plátanos amurallados por rampas de piedra, bajo las bóvedas de acacia detrás del Archivo del Reyno de Galicia.
Hay prenderos, tahoneros, fotógrafos con trajes de luces de toreros, vinateros y vendedores de agua. El sol inunda de oro los obscuros de esta multitud, mientras truenan los estampidos de las bombas de pirotecnia, y las calzadas de la ciudad se ennegrecen y se tornan estrechas de anchas que son, para contener esta muchedumbre. Se la encuentra en torno de los troncos de los árboles, en redor de las fuentes, a los costados de los kioscos de los músicos.
Donde se pone el pie, se tropieza con la variedad de sus cestos, redondos o cuadrados, con cargas de patatas y cebollas, guardados por mujeres que tienen un pañuelo anudado bajo el mentón, o una toalla plegada en cuatro sobre la cabeza.
Se distingue a los aldeanos que han venido desde lejos, por sus cónicos sombreros abollados, sus regatones asidos por el gancho a los hombros, los pantalones con enormes remiendos de paño de distinto color y las botas cargadas de tierra.
Hacia donde se mira, no se ve nada más que campesinas tocadas con pañuelos de fondo metálico, como espolvoreados de limaduras y bordados de flores, vendedoras de semillas con cestillos chatos cargados de municiones violáceas y cuartillos de estaño al costado, aldeanas con quesos frescos, húmedos y amarillos, grandes como ruedas de carro, aplastados como galletas. Otras venden quesos que parecen trompos, enormes y cónicos. También hay viejitas albinas, de párpados inflamados, con huevos en el regazo de la saya, y caballitos lanudos, pequeños, de largo flequillo sobre el testuz; vendedoras de fruta, que cubren sus cestos de peras y manzanas con ropas viejas que humedecen de agua, mientras tañen las campanas y los bronces de las bandas rayan la mañana de un pasodoble torero.
Ferial de Betanzos, con aldeanas de Cortiñan, de Limiñon, de Bergondo; con mujeres que bajaron de las montañas, que subieron de las rías.
Permanecen a la sombra de las recovas medievales en la mañana, soleada, a la sombra de las torres muertas blasonadas de escudos de piedra, en cuyos yelmos crecen las ortigas, a la sombra verde de las acacias y plátanos, a lo largo de los balcones del Ayuntamiento en la sombra rojiza que reflejan las franjas de terciopelo escarlata frente a la hilera de magnolios lustrosos y enjutos.
Han acudido de todos los horizontes de Galicia. Vendedores de relojes de bolsillo, monstruosos relojes de caja de bronce que el sol recalienta, charlatanes parsimoniosos engalanados con pellejos de serpientes, tahoneras, prodigiosas tahoneras viejas, que como bucaneros, llevan la cabeza envuelta en piráticos pañuelos bermejos, cuya cola les cae a la espalda, y que venden panes primitivos de corteza dorada y miga gris, panes enormes, semejantes a ruedas de molino, ampulosos como roquedales, y junto a ellas, permanecen las aldeanas que han traído marranitos muy pequeños, arropados en bolsas y trapos, como recién nacidos en mantillas, y que cuando descubren el hocico rugoso, ellas amorosamente se lo vuelven a cubrir.
Esta multitud bañada de sol dorado, pregona su hacienda. Están allí, además, los vendedores de gruesos zapatos, los prenderos, aquellos que marcan chapas de hierro, y las señoritas de Betanzos, cogidas del brazo, bajo las flores de papel rojo y verde, que engalanan la plaza, se pasean tomadas del brazo.
Con el ferial de San Roque, han acudido catervas de mendigos, desarrapados prodigiosos con caras de Cristos de bronce mate, metidos en gabanes que pierden flecos y mostrando el pecho desnudo, ciegos monstruosos con ojos que son saltonas pelotas de vidrio blanco, que hacen resonar el regatón en la piedra. También los lisiados, aquellos que tienen las piernas tan encogidas que se pueden sentar sobre ellas, y algunos que llevan una pierna desnuda, enteca, con los dedos inertes en el pie muerto, otros de jeta barbuda y un hilo de baba corriendo por el vértice de los belfos, y unos con un muñón de brazo chamuscado, y otros sin piernas, tirados al sol, con la pierna de palo a un costado, para que se constate que no es mentira, ni adulteración, ni falso testimonio la pata de palo, y la gente hormiguea bajo las arcadas, en torno a los columpios, alrededor de los braseros de los churreros, al borde de las mesas, con frascos de refrescos, junto a las aspas con cestillos que levantan a los niños hasta las balconadas de los segundos pisos de ventanales con galerías de madera y vidrio, y en torno de la fuente con la estatua de Diana Cazadora y cuatro grifos, donde se pegan las bocas de la multitud. Y si se continúa caminando, se llega hasta el prodigioso mercado del ganado.
La fiesta de los «Caneiros». Bailes en el bosque y merienda en el río. Escenas de dore
Las fiestas del Ferial de San Roque, terminan en Betanzos con el paseo de la población a lo largo del río Mandeu, en botes adornados de máscaras, empavesados de ramas y alumbrados con faroles chinescos, hasta el campo de los Caneiros, en la parroquia de Armea, el día 18 de agosto.
Se baila en el bosque y se merienda en el centro del río.
La mañana del día, Betanzos, después de cuatro jornadas de baile, despierta furioso para el holgorio. Se tropieza en la calle con muchachas de veinte años, tomadas de la cintura. Van cantando. Muchos se cubren con campanudos sombreros de paja, y otros con sombreritos japoneses. El mercado instalado en las calles, se ha convertido en hormiguero de compradores de vituallas. A las dos de la tarde, es imposible encontrar en ninguna tahona de Betanzos un trozo de pan. Para atravesar la plaza, hay que zigzaguear entre los radiadores de los automóviles y camionetas, venidas de Santiago de Compostela, Ferrol, La Coruña, Lugo.
Los barandales del puente del Mandeu negrean de personas que miran partir las embarcaciones. Los botes van adornados con mascarones de cartón, engendros de nariz puntiaguda, o disfrazados de dragones celestes, con redondos pompones de hortensia. En algunos aún se están cargando meriendas. Nosotros llevamos para nueve personas, una damajuana de vino, nueve medias botellas de sidra, tres botellas de coñac, dos botellas de ponche gallego y un pastel de conejo de medio metro de diámetro. Preveo que al día siguiente estaremos enfermos. Suenan las guitarras, estallan cohetes, los botes se apartan lentamente de la orilla enlosada, avanzan por el río estrecho, a lo largo de las tapias de piedra cuya portezuela yace semisumergida, o al costado de veredas con jardines cuyas macetas rozan las ondas de agua. El Mandeu está poblado de embarcaciones. El eco de los cantos surge de todos los horizontes; mujeres ancianas, sentadas en las puertas de sus casas, con las patas de las sillas hundidas en el río, miran pasar.
El panorama cautiva por la pureza de sus líneas. La calle del río aparece cortada por colinas verdes. Las ramas festonean el vidrio líquido, en algunas embarcaciones, de pie en la popa, un mozo toca el violín; los sembradíos descienden sus tapices verdes sumergiéndolos en el agua; el céfiro dobla las hierbas; se distingue gente con el saco bajo el brazo, caminando por altísimas veredas paralelas a la hilera de árboles de los bosques de la sierra. De las embarcaciones parte tumultuosa diversidad de cantos. A medida que nos acercamos al bosque de Armea, se encuentran familias recostadas en los prados de la orilla, bebiendo en círculo, durmiendo cara al cielo, batas rojas se mueven entre los troncos. Un hombre nada desnudo, con una botella en la mano, su cabeza sale del agua como una bola negra.
La orilla abunda de muchachas despeinadas. Los botes ahora van y vienen. El aire está impregnado de intenso olor a orégano. Cuando llegamos al campo de los Caneiros, en la orilla encontramos tendido un muchacho con el torso desnudo, que duerme con los pies en el agua. Un círculo de gente comenta la escena.
La multitud baila entre los troncos de los plátanos, pasea a lo largo de los caminillos que bordean los montes, se recuesta fatigada a la orilla de los maizales. Hay sonido de gaitas, de guitarras, de mandolinas, de tamboril, de trompetas y violines. Cada instrumento está cercado de grupos humanos que bailan desaforadamente. Se ríe, se grita, se llama a las personas por su nombre; la multitud se apretuja y tropieza en las ramas caídas.
Al anochecer comienza la fiesta en el río. El sol torna violetas las moteadas crestas de los montes de piedra; los árboles de los bosques cimeros aparecen sonrosados; la multitud obscurecida camina a lo largo del río, salta dentro de los botes, estallan petardos; un vocerío inmenso cubre las dos orillas; el agua bajo las enramadas parece un óleo verde; los botes se deslizan con los remos inmóviles; en muchas mesas de las embarcaciones, los tripulantes arrojan papel picado, hortensias mojadas, serpentinas. El papel picado borronea el aire de cárdenas neblinas; la gente se tira rabiosamente ramos de flores, vánse encendiendo los esféricos faroles japoneses y dibujan en el agua verticales acordeones de luz.
El papel picado cae en las ánforas de tierra cocida, llenas de vino. Algunos botes, excesivamente cargados, amenazan zozobrar entre carcajadas y gritos; los barqueros maniobran amostazados. En un recodo del río, ocho embarcaciones oscilan violentamente, juntan sus proas, entrechocan sus flancos, no se distingue nada más que un confuso amontonamiento humano braceando, forcejeando, mientras los chinescos globos de luz saltan en los cordeles que los amarran.
En la anochecida, el espectáculo cobra tintes infernales. Las multitudes humanas, deslizándose en las orillas y moviéndose como fantasmas al pie de los altos montes que cierran con su muralla dentada y negra la lívida tersura del río, los gritos de las mujeres arrojando ramilletes, las flores muertas deslizando cárdenos manchones por la corriente, los farolillos chinos avanzando y retrocediendo, las castañuelas que tabletean, y de pronto aquella cancioncilla triste, colectiva:
El vino que tiene Asunción
no es blanco, ni tinto,
ni tiene color.
nos transportan a los paisajes dantescos que Doré ha ilustrado en la Divina Comedia.
Finalmente, cuando los jugadores han agotado el papel y las flores, comienzan a cenar.
Los botes, con sus mesitas rústicas cargadas de vituallas y rodeadas de comensales, se deslizan por el río. De una banda a otra resuenan los gritos de «que aproveche»; las botellas, las garrafas, los cántaros, las tazas circulan de boca en boca; se bebe tan desaforadamente, que de la vuelta sólo guardo este recuerdo. Con medio cuerpo fuera de la barca, voy tendido en la popa, cara al agua que platea un reguero de luna entre montes de tinta china.
La alegría de Betanzos. Mitad América, mitad España. Reminiscencias de la Argentina
¡Oh, alegría de Betanzos! ¡Quién te encarecerá con palabras suficientes, después de morir de antigüedad, en aquel sepulcro de piedra barrido por el viento y que se llama Santiago de Compostela!
Alegría de Betanzos, empavesada por la fiesta de San Roque, con el cielo de las diez de la mañana rayando de bombas pirotécnicas; y las muchachas de las aldeas y del pueblo, bailando, tomadas de la cintura, bajo los árboles de los paseos, y las calesitas azules, girando en la plaza; y las comparsas de niños, con pantalón blanco y boina roja, bailando bajo los aros de los toneles, que sostienen sus manos, la danza de los «mariñeiros», mientras tabletea sordo el tamboril, y pone melancolía de montaña la bolsa inflada de los gaiteros, paseando con pantalón blanco y polainas de terciopelo negro.
Alegría de Betanzos, pastoril y marinera, las muchachas caminando desde temprano por la plaza, los vasos de cerveza desbordando en las mesas de mármol, donde se mueven las siluetas de las hojas de los plátanos, la torre de piedra de la iglesia, entre el verdor de los árboles, poniendo la jovialidad de su reloj campanero y los niños meciéndose en los botes de los columpios, y las bombas retumbando en el espacio, y las aldeanas haciendo círculos con los tonelillos en torno de la fuente comunal, rematada con la estatua de Diana Cazadora.
Betanzos, pueblo verde. Betanzos con hoteles, donde encuentro en los frescos comedores cuadros criollos, parejas en tres colores, bailando el pericón, un resero enseñándole a un chico (el hijo del estanciero) sentado en una cabeza de buey, el manejo de las boleadoras, un paisano junto a una palmera, hablándole de amor a una gauchita.
¡Gente, gente, que me habla de la calle Caracas, de la calle San Juan, de la calle Jonte! Betanzos, mitad América, mitad España. Los hombres que cruzaron el mar, reuniéndose al caer de la tarde, poniendo en hilera sus sillones de esterilla, frente al Hotel Comercio, o al Archivo del Reyno de Galicia. Buenos Aires, Cuba…
Fenomenales algunas de estas ciudades gallegas. Fenomenales por su proximidad con la Argentina. Por momentos se duda. En una de cada tres casas se nombra la Argentina con una proximidad que hace absurda la noción de un viaje real de quince días de océano. En cada una de estas casas gallegas, la República Argentina no es una nación geográfica, sino un país tan concreto en el conocimiento popular, que son familiares los nombres de calles, los derroteros de sus líneas de ómnibus, la numeración de sus casas. La exactitud de las menciones es tan asombrosa, que el entendimiento vacila. ¿No encontraremos al salir a la calle, en vez del Archivo del Reyno de Galicia, la Torre de los Ingleses?
La República Argentina es la segunda patria del gallego. Porque la patria sentimental, la de morriña, es Galicia. Con sus mujeres tan apasionadas y dulces, que sólo el dialecto gallego puede reproducir ese susurro mimoso que requiere la inquietud amorosa.
Por la ventana entreabierta, sobre la plaza, mientras escribo, llega un tango, que ejecuta la banda municipal venida de La Coruña. Parejas de chicas bailan junto a una calesita azul. La música popular argentina ha penetrado tan profundamente aquí en Galicia, que en cualquier pueblo, a la hora de la siesta, escucharéis a la muchacha del hotel que lava los platos, canturrear un tango. Los gallegos que han estado en la Argentina, con la vista en América, los otros, esperando de España.
Baten las campanas en Betanzos de los Cabaleiros. Paz aldeana. El sol baña las recovas de piedra; las golondrinas detienen su vuelo en el campanario de piedra, con caracoles en cuyas volutas crece la hierba. Callejuelas truncas con escaleritas de piedra, mujeres que pasan con un tonelillo de agua cargado a la cabeza. Betanzos con su río, sus barqueros, comienzan a humear las calderas de las churrerías montadas en la plaza. Algunos hombres de guardapolvo blanco, clavan los postes para los fuegos nocturnos de artificio. Cuando me asomo al balcón, casi podría tocar con la punta de los dedos la torre de piedra de la iglesia, de tres pisos, y un bonito reloj que por la noche muestra su esfera iluminada.
Sones de gaita. Espaldas de terciopelo negro de los gaiteros, con gatos, gallos o lobos, cosidos en las camisas. Redobles de tamboril, danzas de campesinos con sables napoleónicos, tañido de cuarto de hora en el campanario. Desde mi balcón miro los tejados rojos, las fachadas encajonadas de madera blanca y vidrio. Bajo los arcos de piedra de las recovas se pasean parejas; salen de las tahonas mujeres con la cabeza cargada de un cesto, viejas con la cabeza envuelta en un pañuelo y un nieto de la mano se detienen frente a los hombres que clavan los postes de los fuegos de artificio, y la banda, con trompas de bronce, tocando un pasodoble, pasa hacia el Archivo del Reyno de Galicia, mientras la gente se aproxima a los cestos cargados de racimos de uva, que en torno a las casillas rojas de los churreros, han alineado las campesinas que han venido a la Feria de San Roque de Betanzos.
Los fantasmas en el paisaje gallego. Supersticiones, leyendas y maleficios. El ensueño es inevitable
El brumoso temperamento gallego es inexplicable sin el paisaje, como la dulzona psicología andaluza es ininterpretable, si no acudimos a las raíces moriscas, salvadas de los rescoldos de todas las hogueras inquisitoriales.
El folklore gallego es tan rico como el nórdico. Y, además, semejantísimo. El paisaje quebrado, agreste, delicado, horizontalmente recortado por el mar que se mete entre hendiduras y verticalmente penetrado por honduras de cielo y de bosque, es el origen de la astral espiritualidad galaica, que en el campesino se traduce en numerosas leyendas y supersticiones de carácter poético para el civilizado, y místico para el que las vive.
La escenografía gallega está poblada de espíritus. Si no existieran leyendas habría que inventarlas. En determinadas circunstancias, la espiritualidad es una consecuencia de las exigencias estéticas del temperamento. Y el temperamento, producto del medio ambiente.
Tan es así, que el campesino gallego ha poblado las «veigas», los «soutos», los «piñeiros» de hadas y espíritus benéficos y maléficos. Los espejismos y misteriosos recovecos del paisaje, para el imaginativo trabajador de la montaña boscosa, son transitados por espíritus de muertos. El mismo reino animal no se libra de su concepto panteísta y demoníaco de la existencia. En la romería al santuario de San Andrés de Teixido, los peregrinantes jamás matan las serpientes que encuentran en el camino, porque para ellos son almas de muertos que van a cumplir «seu romaxe». Ya lo dice el verso popular:
A San Andrés de Teixido
o que non vai de morto
vai de vivo.
La imaginación del campesino no se ha detenido en este umbral.
Los espíritus de los muertos revisten múltiples apariencias. A veces no
son serpientes, sino mariposas blancas, si han recibido el perdón de sus
pecados; negras si aún viven en penitencia. Otra es la abeja. «Mataches
unha abella. Tes sete anos de penitencia». El que mata una abeja tiene
siete años de penitencia.
En este panorama de montañita, coronada de bosques ovalados, con cascadas de agua, las almas de los muertos merodean como en vida. Las encrucijadas, los bardales, el camino hacia los viñedos, el sendero que se abre en el bosque, el fondo de los lagos que reflejan ciudades lacustres o las ciudades de nubes del espacio, están poblados de almas de muertos. Por la noche no se barre el fuego que arde en la losa de granito, bajo la campana de piedra de la enorme cocina, porque en la obscuridad acuden las almas de los muertos a calentarse. Los ruidos misteriosos que producen la polilla en los muebles, la madera reseca, las juntas de las vigas, son voces de almas de muertos.
Los aerolitos que pasan, las estrellas fugaces, son también almas de muertos.
La «meiga» o sea la bruja, es un ser malvado, de cuidado. En los bosques viven hadas, «boas fadas», «malas fadas». El campesino a la que más teme es a la «meiga zugona», la que chupa la sangre de los niños, la vampiro. Para evitar su embrujo, es necesario quemar el pelo de la criatura que se teme atacada por la «zugona» en una encrucijada, a media noche.
Las fuentes de aguas también están pobladas de espíritus. En el día de San Juan, el que no tema «a os encantos» y beba agua de nueve fuentes distintas, a media noche, podrá curar el bocio.
¿Se ha detenido aquí la imaginación del campesino gallego rodeado de una naturaleza sustantivamente poética, y que puebla su imaginación de medias luces wagnerianas? No. Los espíritus se encuentran en todas partes. Pueblan la casa, merodean en torno de la «eira», se meten en el «alpendre», merodean al amor de la lumbre, a «carón do lume»; revolotean en torno de la «gramalleira», la cadena que pende en el centro del hogar y de la cual se suspende la marmita sobre el fuego. Unos, como los demonios de Hoffmann, lo echan todo a perder, hacen diabluras y se denominan «perello», o sea el trasgo clásico; otros, como «o tardo», acuden al durmiente, le sugieren pesadillas o sueños desagradables.
Los castillos de piedra, de las montañas; los menhires levantados por los primitivos gallegos, las ruinas romanas y druídicas, íntegramente el paisaje gallego, está poblado de espíritus y de hechizos. Estéticamente, psicológicamente, el espíritu, los hechizos, los demonios, son las formas humanas, en que el ser viviente puede traducir con palabras la emoción de belleza que le produce el paisaje, la «fontela», el bosque, el valle obscuro, la montaña, el castillo donde merodea la «dama Gelda».
El ensueño es inevitable en el fondo del paisaje gallego. El prodigio, su razón de ser. Hay curas que gozan fama para exorcizar las terribles tempestades, participan de condiciones del brujo cristiano. Cuando amenaza una gran tormenta, se les va a buscar a las aldeas, donde ejercen su curato.
Y es que en este paisaje diabólicamente fantástico, el temperamento más razonable y frío termina por dejarse captar por los espíritus de la naturaleza, y termina por creer en ellos. Yo diría, parodiando las palabras de otro escritor, que este paisaje es un secreto que no se puede comunicar a nadie. En cuanto se abandona la ciudad, y se entra en él, el prodigio comienza, al punto que uno piensa que las primitivas fuerzas de la tierra están aún en la superficie del panorama gallego.