Debajo del Agua

Roberto Arlt


Cuento


Mi padre deseaba que yo siguiera el oficio de carpintero, y durante un tiempo estuve tentado de conformarme con esta sugerencia, pues la visión de un pequeño taller oloroso a virutas, con tablas arrinconadas y un tarro de cola calentándose al bañomaría, ocupaba mi vista con su prestigiosa frescura de viñeta escolar, porque en la escuela, precisamente, yo había estudiado en un libro donde se veía a un carpintero semejante, contento de ganarse laboriosamente el pan con el sudor de su frente; pero luego comprendí que mi temperamento inquieto no se avenía con ese oficio, y me negué a iniciar el aprendizaje, y mi bondadoso padre, que jamás me violentó en ninguna dirección de mi capricho, me respondió:

—Está bien, Jim; está bien. ¿Y qué es lo que querrías ser?

—Quiero trabajar debajo del agua —respondí.

—Es decir, ¿quieres ser buzo?

—Sí.

—Perfectamente, hijo: serás buzo. —Y dicho esto salió para el café, donde trabajaba descansadamente de camarero, y yo me quedé nuevamente inclinado sobre una descabalada revista, que no sé cómo llegó a mis manos, donde en planchas de papel satinado se desplegaban las maravillosas irisaciones de la fauna submarina: peces de metálicas escamas verdes y pupilas de rubí; peces voladores como recortadas palomas de terciopelo violeta; peces globulosos, escarlatas, como la flor del geranio; peces monstruosos, semejantes a troncos de árbol color de tabaco, cuyas dentadas bocas entreabiertas parecían reír. En un fondo celeste se veía a un buzo, inmóvil en un jardín submarino formado por estrellas lilas y nudosos tallos huecos que se anaranjaban como bajo el resplandor de un incendio. Oscuros y sonámbulos cangrejos extendiendo las inseguras antenas, avanzaban en pedregosos fondos de coral y amatista.

Mi madre se enjugó una lágrima cuando conoció mi determinación, y pocas horas después todos los habitantes de la pequeña ciudad donde vivíamos supieron que yo iba a estudiar para buzo.

Y digo “estudiar” para buzo porque para poder seguir ese oficio tuve que ingresar en el Instituto de Tecnología de Cambridge, donde aprendí la que es mi profesión: buzo. Profesión complicada y grave.

No describiré aquí las etapas de mi aprendizaje ni la cuidadosa serie de conocimientos que hoy se exigen del hombre que ha de trabajar bajo las aguas del mar; pero diré que después de tres años de incesante y progresiva práctica, estaba en condiciones de descender hasta setenta metros de profundidad, y de luchar ventajosamente con el más feroz de los monstruos submarinos. A este propósito diré que durante unas vacaciones gané mucho dinero exhibiéndome en un circo, en el interior de una vitrina llena de agua, bajo cuya superficie yo luchaba con un enorme pulpo que había pescado en la costa sur de California. El pulpo, con sus tentáculos pesados de ventosas, se precipitaba sobre mí, me envolvía entre sus viscosos látigos, que durante un momento tenían el color de la naranja; luego, insensiblemente, pasaban al verde, y finalmente yo vencía al monstruo, entre la emocionada admiración de los mirones. Este pulpo fue una fuente de recursos para nosotros, y él creo que jamás se vio tan excelentemente alimentado como entonces, porque eran numerosos los curiosos que traían animales domésticos vivos para arrojárselos al pulpo y asistir a la dramática escena en que el monstruo los envolvía en sus tentáculos y comenzaba a absorberlos vivos.

Finalmente, me aburrí de hacer el buzo de acuario. Mandé al diablo a mi empresario, y le aconsejé que con el pulpo preparara una buena sopa para toda la compañía; pero este hombre inescrupuloso, sin perder un minuto de tiempo, fue a un almacén de artículos navales, compró una escafandra, que vaya a saber cuánto tiempo hacía que estaba allí arrinconada como muestra, y después de seducir con el cebo de la ganancia a un pobre muchacho que limpiaba las jaulas de los leones, lo convenció de que se introdujera en la vitrina y luchara con el pulpo. Pero sucedió que este bárbaro, ignorante de todo aquello que se relaciona con nuestra profesión, no revisó la escafandra, y vistiéndose de buzo, se metió en la piscina. El pulpo, como de costumbre, se abalanzó sobre su enemigo, y aquí se produjo el drama. Un cristal que estaba flojo en la escafandra se desprendió de la montura de bronce, el agua se precipitó al interior del traje, y el peón de los leones murió simultáneamente ahogado y estrangulado por un tentáculo del pulpo.

Las consecuencias de esta desdichada y absurda aventura determinaron la comparencia del empresario del circo ante los tribunales de justicia. El pulpo, en cambio, terminó su existencia en la cocina del hotel local.

Cuando terminé con mis deposiciones de testigo, me enrolé en una compañía que se dedicaba a buscar tesoros de buques naufragados. Una tarde, encontrándome en el puerto de Losfarther, de regreso de una expedición, mientras me adecentaba en el cuarto del hotel, el mucamo me entregó una tarjeta, en la que se podía leer: “Jeny Darner”.

Intrigado, porque yo no conocía ninguna mujer de ese nombre, bajé hasta el hall, y, Dios mío, me encontré con la más preciosa criatura que los ojos de un buzo hayan podido ver. Se descubría a la legua que esta muchacha alta había hecho deportes; pero lo impresionante en ella era la carita ligeramente triangular, enmarcada por labrados rizos de oro que cubría un bonete de terciopelo azul. Sus ojos también eran, aunque diferentemente, azules, australes, tormentosos. Vestía un amarillento traje de sarga, porque recuerdo que estábamos a comienzos del otoño, y cuando ella me estrechó la mano, yo me quedé contemplándola francamente anonadado. Ella me dijo:

—¿Quiere que salgamos? Tengo que hablar con usted.

Salimos. Yo estaba intrigado. De pronto recordé que trabajaba en una compañía buscadora de tesoros sumergidos, y me dije: “¡Ojo, Jim, con lo que hablas!”, y finalmente, cuando llegamos a la avenida de las Palmeras, nos metimos bajo un toldo que tenía la forma de un paraguas sobre una mesita enmantelada, y Jeny Darner abrió la boca por fin:

—Soy escritora —y como posiblemente suponía que yo era un ignorante, aclaró:— Novelista. Escribo historias para los periódicos...

Yo asentí moviendo la cabeza, mientras que me repetía: “¡Ojo, Jim, con lo que hablas! No te olvides que la lengua corta la cabeza.” Ella prosiguió:

—La casa editorial para la cual trabajo me ha pedido que le escriba una novela cuyos principales protagonistas sean buzos.

Yo respondí:

—Es una bonita idea, porque la vida del buzo está llena de incidentes y relatos de aventuras de otros buzos, que pueden interesar a mucha gente.

Jeny Darner bebió su cóctel y prosiguió:

—Sin embargo, esta proposición de mis editores encierra muchas dificultades para mí. Como yo no he vivido jamás en el mar y menos he trabajado de buzo...

—Desea usted que yo la asesore...

Jeny Darner sonrió amablemente.

—De ninguna manera. Lo que yo quiero es hacer el aprendizaje de buzo.

Me quedé contemplándola con ojos desencajados.

—Pero, ¿usted sabe lo que se propone, señorita?

Jeny Darner me miró con gravedad. Repentinamente una sombra de voluntad difumó obstinación en su rostro y éste adquirió una expresión dura, pero tratando de dulcificar el tono, me respondió:

—¿Tendré que buscar otro buzo?

Si yo no hubiera sido un imbécil, en aquel mismísimo momento debí haberle respondido: “Sí, señorita; búsquese otro”, pero no le respondí de esta manera, porque estaba embobado por su bonete de terciopelo azul, por sus rizos, que parecían tallados en oro virgen, y por sus ojos, semejantes a dos almendras y duras piedras preciosas.

—Perfectamente, señorita. Tendrá que comprarse todos los implementos de buzo, pagar al hombre que maneje la bomba de aire...

—¿Cuánto le parece que durará mi aprendizaje?

—Veamos. Lo que quiere hacer usted es un paseo debajo del agua, vestida de buzo, o...

Jeny Darner repuso:

—No. Quiero aprender medianamente el oficio. Después de mí, nadie podrá escribir una novela semejante.

—Entonces demorará dos o tres meses en estar al tanto.

—¿Cuánto me costará todo?

Yo me ruboricé y le dije:

—Alquiler de una embarcación, ayudante y mi trabajo: dos mil dólares. ¿Le parece excesivo?

—No. Yo había calculado gastar tres mil dólares.

Una semana después, para no excitar la curiosidad local, yo aguardaba a Jeny Darner no lejos de la costa, en un lanchón perteneciente al viejo Terry. El hijo de Terry era el encargado de darle aire a la bomba. Jeny Darner llegaba a bordo en una pequeña lancha de su propiedad. ¡Qué días maravillosos!

Jeny Darner, como todas las mujeres, estaba habituada a ir muy ligera de ropa, aun en invierno, y la primera vez que vino a bordo para vestir el traje de buzo tuve que enviarla nuevamente a tierra a comprarse gruesas camisetas de lana, porque debajo del agua hace un frío intenso, aunque en la superficie la temperatura sea excesivamente caliente. Comencé por enseñarle a vestir el traje, a cuidar escrupulosamente el detalle de acolcharse los hombros para que el peso de la escafandra, bajo la presión del agua, no la agobiara. Así, despaciosamente, le fui enseñando a bajar a grandes profundidades; le enseñé a caminar por los arenales submarinos, a aprovechar la dirección de las corrientes de agua; le enseñé a luchar con el pulpo y a matarlo volviéndole la cabeza al revés como un guante, lo cual es muy fácil.

Como lejos de la costa, debajo del agua, se distinguían ciertas fantasmales siluetas, la hice acercarse a ellas. Eran buques náufragos, cascos que en su lecho de arena se mecían lentamente bajo la acción de las corrientes. Le enseñé a trepar por ellos valiéndose de la diferencia de densidad que existe entre nuestro cuerpo y la profundidad, y, finalmente, le enseñé a abrirse camino en un casco haciendo en él una abertura con un soplete. Una vez, en un barco tumbado boca abajo, por decirlo así, es decir, con la cubierta aplastada sobre la arena, descubrimos en un camarote un esqueleto. Algunos cangrejos merodeaban por allí cuando nosotros penetramos en el camarote. La ondulación del agua puso en movimiento el esqueleto, cuyos huesos se derramaron en torno de nuestros pies.

A medida que aumentaban los conocimientos de Jeny, crecía mi amor por ella. En menos de tres meses le enseñé todas las particularidades del oficio, hasta el arte de suministrar los primeros auxilios al buzo que ha sido traído demasiado rápidamente a la superficie por la presencia de algún peligro inminente.

Una tarde Jeny Darner me llamó por teléfono. Nos encontramos en el bar de la avenida de las Palmeras.

—He querido despedirme de usted —dijo al verme—. Dentro de una hora salgo en el Saturnia para Marsella.

La cara se me quedó sin sangre, la copa en la mano, la boca entreabierta.

Prosiguió:

—Le estoy agradecida por todas sus atenciones y bondades. Usted ha sido un maestro paciente para mí y nunca lo olvidaré.

Yo estaba por echarme a llorar como un chiquillo.

Continuó:

—Nunca creí que bajo la chaqueta de cuero de un... —iba a decir rudo, pero no lo dijo— enérgico hombre de mar se escondiera un corazón tan sensible y noble.

Luego me apretó la mano entre sus manos y me dijo:

—¡Hasta pronto, Jim, hasta pronto! —Y salió corriendo.

Yo me quedé durante algunos minutos alelado frente a la mesa del bar. Algunas lágrimas se deslizaban por mis mejillas, y repentinamente quise proporcionarle una satisfacción a Jeny, y a pesar de que la mar estaba muy picada, fui a lo de Terry y le dije que saliéramos a la barra a despedir a Jeny, que partía en el Saturnia.

Una hora después el Saturnia llegaba a la barra.

—¡Mírala, allí está!

Busqué con la vista. Apoyada en la pasarela, tomando melancólicamente las manos de un hombre que nos daba las espaldas, estaba Jeny Darner. El hombre le hablaba persuasivamente a Jeny, que con los ojos clavados en las aguas no reparaba en nuestro saludo. Y nunca me imaginé que Jeny pudiera tener un rostro tan triste mirando las aguas del mar. Entonces, sintiendo que el corazón dentro del pecho se me rajaba, le dije a Terry:

—Volvamos, viejo, volvamos. ¡Todo esto es muy triste!

La falta de Jeny me sumergió en la desesperación. La recordaba a toda hora. Como un sonámbulo visité los paisajes submarinos donde la había amado, el jardín de algas, los cascos meciéndose entre las tinieblas de la profundidad acuática, los sonrosados y violáceos campos de coral, en los que flotaban espectrales los pulpos cubiertos de limaduras fosforescentes.

Un día fui contratado por una compañía de seguros para investigar el hundimiento de un buque en el canal de San Macario. El Esturión III había salido en perfecto estado del puerto de Losfharder. El canal de San Macario estaba a una hora de allí. Se suponía que el naufragio era anormal porque la noche anterior la policía marítima se había visto obligada a disparar su ametralladora contra una lancha que en las tinieblas evolucionaba sospechosamente sobre el paraje del naufragio. El buque desaparecido llevaba un cargamento de barras de oro y varios pasajeros de primera clase, que no tuvieron tiempo de salvarse, tan repentino fue el hundimiento del Esturión III.

El Esturión se encontraba a catorce metros de profundidad debajo de la línea del agua. Yo lo encontré calzado sobre un banco de arena; se balanceaba suavemente, mecido por las corrientes submarinas. Enormes cangrejos y rápidos peces se movían en torno del casco, que encerraba un pesado cargamento de tasajo. Mi primera investigación tenía que ser efectuada en el compartimiento de máquinas y calderas. Moviéndome pesadamente, me encaminé entre las masas de agua hacia el compartimiento de máquinas, cuando en el pasillo descubrí un tubo de goma y un cabo, propios del que usan los buzos. Con la lámpara encendida me metí en el compartimiento de máquinas. Tendidos sobre un montecillo de carbón descubrí tres cadáveres verdosos, inmensos. El movimiento que yo imprimía a las aguas los hizo flotar inertes dentro de su cárcel de acero. Cosa curiosa: los más mínimos movimientos que yo efectuaba en esa atmósfera líquida determinaban ondulaciones que los cadáveres hinchados reproducían con su volumen esponjoso. Pero lo más sorprendente consistía en esto; un buzo muerto mantenía sus brazos enganchados a los peldaños de hierro de la escalerilla de escape. ¿Qué hacía aquel buzo allí? ¿Qué buscaba?

Amarrándolo a un cabo, hice señas de que lo subieran, y cambiando de idea, resolví subir yo también a la superficie, porque me había olvidado el pico largo para la combustión del soplete.

Cuando yo llegué, media hora después, a la superficie, mi hallazgo había provocado un extraordinario revuelo. Se esperaba al jefe de investigaciones criminales para presenciar el examen del cadáver, y finalmente, cuando llegó, procedimos a despojar al muerto de su escafandra.

Entonces yo lancé un grito. ¡El buzo era Jeny Darner!

—¿La conoce usted? —me preguntó el jefe de investigaciones.

—Sí —respondí.

—¡Pues ésta es Betty, la ladrona!

Entonces yo sentí que el suelo giraba bajo mis pies.


(Mundo Argentino, sin fecha)


Publicado el 25 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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