Amenazadores, los muros bermejos de la Alhambra recortaban el cielo en la altura del monte. Abajo, los amantes, acodados en el pretil de un puentecillo de piedra sobre el Darro, que corre a los mismos pies de La Roja, no miraban en redor. Soslayados por la luz verdosa del farol granadino, tampoco seguían sus ojos los espesos nubarrones encrespados en los torreones de la Alcazaba. Más allá, frente a ellos, cruzaban el río otros grises y vetustos puentes de piedra. De una taberna de vidrios ahumados escapaba el pespunteo de una guitarra.
Y ya no había luz en las ventanas de los caserones de tres pisos, levantados en la propia orilla del Darro, porque era muy entrada la noche. El río, bajo los arcos de piedra, zumbaba un acuático atorbellinamiento; a veces, al desplegarse el tejido de los nubarrones, se veía allá arriba la luna corriendo tumultuosamente sobre el bosque del Generalife.
Lenta y cautelosa pasó una pareja de la guardia civil. El hule de sus tricornios lució con luz verdosa al soslayo del farol, y ambos miraron de reojo el perfil atezado de la pareja, acodada en la piedra del puente. Ella era netamente del Albaicín, con una enjabonada mecha de pelo renegrido pintándole el signo de interrogación en el centro de la frente y arracadas de plata muerta junto a las mejillas aceitunadas. Él, con su sombrero de alas planas y la chaqueta corta, debía ser dueño de algún cortijo de los alrededores de Motril.
Por última vez, Pedro Antonio propuso:
—¿Quieres que vaya y le provoque?
Soledad apartó la mirada del río. Encendidos los ojos, repuso violenta:
—¡He dicho que no y no! ¡Vaya tu talento y el beneficio! Si él te mata, yo te pierdo; si tú le matas, te veré en el presidio.
Pedro Antonio volvió a cargarse de codos en el pretil. La luz verdosa del farol caía sobre su espalda y su sombra se deformaba en la lonja del río. La pasión enconaba su herida; el deseo estaba clavado en su entraña como el dardo de una banderilla. Soledad murmuró pensativa:
—Mira si er tené mala sombra. A Joselito le cogió un torete, y a este mandria ni los alamares le tocan los pitones. ¡Ay si la Virgen me escuchara! ¡Que le hecho una promesa, que vaya!...
Grave, repuso Pedro Antonio:
—No escucha la Virgen promesas de mala ley. Si yo estuviera sobrao de pesetas...
Soledad repuso:
—Donde fuéramos nos seguiría su coraje... Tú no lo conoces. Tienes más mala intención que un guardia civil.
Pedro Antonio volvió a la carga obtusa:
—Te digo que tengo que matarle. ¡Clavarle en la pared de la taberna como a un lagarto!
—¡Y tú a presidio, y yo llorándote! ¡Que estás loco, te digo! ¿Por qué presumes de hombría? ¿Qué me vale tu navaja, si tu navaja le da la mala puñalada a mi felicidad? ¿Por qué no piensas mejor en matarle sin riesgo, y que el día que nos vayamos de aquí sea bien casados, y tú con tu frente descubierta y la estima de la gente de provecho? ¿O es que prefieres verte esposado entre dos guardias y apaleado en el cuartelillo, y tu madre muriéndose de siete mil penas en la sala de la audiencia? ¿Por qué no piensas, Pedro Antonio?
—Pienso y no hallo.
—No, que no piensas, Pedro Antonio. Lo que tú llamas pensar es dar vueltas y más vueltas como la caballería de un malacate en redor del mismo pozo. Te enceguecen el coraje y la envidia...
—¿La envidia?
—Pedro Antonio, que te conozco y te quiero, y el quererte me da ciencia para conocerte.
—Si tú me quisieras...
—Pedro Antonio, antes de que le mates tú, le mataré yo, y entonces no serás tú quien irá a la trena, sino yo...
—¡No digas locuras!
—¡Has visto! Ahora soy yo la que te parezco loca. ¿Por qué no piensas?
Lenta y cautelosa pasó nuevamente la pareja de la guardia civil. La carabina cruzada a las espaldas, el hule de los tricornios luciendo con luz verdosa al soslayo del farol.
Soledad, en voz baja, insistió:
—Vete a tu casa y busca un arbitrio..., o no, no busques, Pedro Antonio. El coraje es mal consejero, tú no tienes na’ más que coraje. Piensa que te quiero entre mis brazos, así, sanico y guapo, no entre las rejas de la cárcel. Vete ahora. Pedro Antonio, y déjame. ¡Ay! que ya yo buscaré el cascabel para ese gato.
Insensiblemente, ella se había arrimado tanto a él, que era como una llamarada olivácea y tibia que surgiera de la tierra morisca. Él le veía el atigrado fondo de los ojos, en los que se volcaba la luz verdosa del farol. Y aunque el rostro morenillo de ella era pequeño, estaba tan próximo al suyo, que ocupaba todo el espacio de la noche, y sus largos brazos amarillentos se cogieron por los dedos tras de su nuca, y cuando estuvo así, muy cerca de él, gimió:
—¡Ay, Pedro Antonio! ¡Qué desgracia tenerte y no tenerte! Que hasta en los altares te veo... Pero júrame que no le buscarás, que le vi a él y a ti la otra noche en un sueño de pesadumbre. Él estaba con traje de luces y echaba la mano a la navaja; yo, cuitada, me había arrodillada en la alcoba; tú, junto a la mesa, te ibas a él. Fue un sueño de agorería. Júrame que no le buscarás.
Los labios estaban tan juntos, que ya no podían dejar salir las palabras. Luego la sombra de él fue cuesta abajo, por la orilla del Darro; la de ella subió un camino retorcido entre las casas de piedra del Albaicín. En una hornacina excavada en una ochava, una candela encendida alumbraba tras de una malla de hierro el rostro de la Virgen. Soledad se persignó.
Llovía aquella tarde, y el cielo estaba tan oscuro, que toda Granada parecía cubierta por una ola de betún gris. Y los relámpagos alumbraban tras de los bosques de la Alhambra.
Embozada en un chal y arrinconada en el fondo de un carruaje derrengado, arrastrado por dos pencos, Soledad iba por el camino que conduce al Barranco del Abogao. Al llegar a la entrada que comienza en la calle de Antequeruela Alta, saltó del coche y echó a caminar rápidamente por una sierpe de tierra, bloqueada de altozanos blancos erizados de pencas de cactos. Finalmente, cuando dejó atrás la ermita de la Virgen del Carmen, excavada en la piedra, un relámpago iluminó en el costado del monte una puerta de tablas pintada de azul. Se detuvo y golpeó. La puerta demoró en abrirse. Finalmente, entre la roca y el interior se produjo una rendija, y alumbrándose con un velón, apareció una anciana.
—Vengo de parte de María Encarnación.
—Pase usted, niña.
Por un pasadizo excavado en la roca, como la entrada en las antiguas cavernas de bandidos, entró Soledad. Algunos platos de cobre lucían en los muros y el ajuar de la cueva era pobrísimo. En un rincón, bajo la bóveda constelada de facetas de sal gema, se veía un jergón, y más allá, un pasillo, también subterráneo, conducía a otra cueva convertida en establo. Cuando la anciana cruzó con el velón el pasillo, las orejas largas de un asno se reflejaron en la bóveda. Un cerdo gruñía sordamente y varias gallinas picoteaban las tablas del encierro.
La gitana le ofreció a Soledad un sillín de paja, ella agarró otro, y después de echar una mirada a su asnillo, dijo:
—¿La cogió a usted la lluvia en el camino?
—Llegando a Antequeruela Alta.
La vieja callaba. Tenía un rostro que parecía de hombre, por lo ancho, y tan arrugado como si lo hubieran tallado en la corteza de un alcornoque.
Abrigada en un chal, inspeccionaba la figura de la mal casada, imaginando el precio de sus vestidos de seda negra, de la manta con primorosas labores, de los zapatos y las medias. Finalmente, satisfecha, dijo:
—Yo estoy muy obligá con la señá María Encarnación.
Soledad suspiró. La vieja aguzaba el berbiquí de sus ojillos grises en el centro de su frente. La gitana, pausadamente, inició otra vez la conversación:
—Es deber de cristianos ayudarse contra el diablo. Hace mucho tiempo que no la veo a la señá María Encarnación.
Soledad no sabía cómo afrontar el asunto. Respondió:
—Saludable y contenta está María Encarnación.
La vieja continuó.
—Las mujeres estamos en este mundo para enmendar las faltas de los hombres. Bebedizos hay que les tornan más fieles que la uña a la yema.
Por fin, el paso dificultoso estaba dado. La gitana prosiguió:
—¿Necesita usted un bebedizo para un mozo desviado? ¿Para un casado o castigador? El deseo está en tus huesos, hija, y es inútil que pretendas esconderlo. A ver esa mano.
Soledad, temerosa, le alcanzó la mano. La vieja acercó el velón y escrutó la rayadura de la palma; luego, grave, repuso:
—No es bebedizo para soltero ni casado. Mucho más fuerte es tu deseo, porque aquí hay señal de muerte para alguien que está muy cerca de ti.
Soledad se estremeció, y la vieja percibió la ondulación del escalofrío a través del cuerpo de la mal casada. Pero ella no atinaba a separar su mano de la mano de la vieja, la otra la mantenía fuertemente tomada por la muñeca y una fatiga dulce entraba en su postración, y sin saber por qué, se sentía consolada. Quizá de haber descargado su secreto en otro.
Por fin, atinó a decir:
—Necesito un bebedizo para detener la suerte de un basilisco. Si no, terminará matándome a mí y a mi hombre.
—¿Es veneno, entonces?
—No puede ser, porque la justicia le revisaría las entrañas.
—¿Para tu marido?
—Sí.
—¿Quieres matarle?
—Quiero que muera, y no quiero matarle ni quiero que le maten. ¡Quiero que muera!
La vieja entrecerró los ojos.
—Pides un milagro. ¿En qué trajines anda tu marío?
—Es torero.
La vieja aguzó la mirada vidriosa en Soledad.
—¿El Niño del Clavel?
—El mismo.
Grave, repuso la anciana:
—Dios no juzga con ojos de agrado a los matadores de bestias inocentes. Son ellos gente de baja ralea. Viven quebrantando todos los mandamientos y escandalizando en las tabernas. ¿Te quiere tu marío?
—Me cela con porfía, que el suyo no es querer.
—¿Quién te quiere a ti?
—Pedro Antonio el Cortijero.
—¿Sería aquel que está en el camino de Motril?
—Sí.
—Hombre a carta cabal. ¿Y quiere honradamente casarse contigo?
—Quiere.
La anciana, satisfechos sus escrúpulos, calló durante algunos minutos. Sus ojos, entrecerrados, entreveían posibilidades.
—¿Tendría tu Pedro Antonio quinientas pesetas si ocurriera el milagro?
—Las tengo yo en estas alhajas. —Y Soledad retiró de su bolso algunos anillos.
La vieja miró un sencillo medallón que Soledad traía sobre el pecho, y en cuyo interior se veía una miniatura de ella. Sonrió, y luego dijo:
—Dame el medallón. Creo en ti.
Soledad le alcanzó el medallón de plata sobredorada, que carecía de valor, y preguntó:
—¿Para qué lo quiere?
La vieja se puso de pie.
—Servirá para el embrujo. El domingo hay corrida. Tu marío tiene la primera faena. Tienes que estar aquí con Pedro Antonio a las dos de la tarde, que a esa hora saldrá tu marío a la plaza, y se realizará el embrujo. Y ahora, déjame.
Soledad se levantó. De pronto, un temor entró en su corazón y, sin saber por qué, tomó la mano de la gitana y la besó. La otra ya no dijo una palabra. Su mirada había devenido dura y profunda. En silencio la acompañó hasta la puerta de tablas y la dejó marchar bajo la lluvia.
El Niño del Clavel, en traje de luces, iba a entrar en la capilla
de la plaza de toros, que está junto a la enfermería, para decir su
oración. Así lo acostumbran los bestiarios devotos antes de salir a la
arena y hacer el paseo ante el público, con sus compañeros de cuadrilla y
los otros espadas.
De pronto, una vieja que él no viera jamás y que de extraña manera había podido escurrirse hasta allí, se le acercó, y tomándolo de la manga de la casaquilla, le dijo:
—Luz de la lidia, toma este medallón que se orvidó tu mujé que vino a mi casa a pasá la tarde con un hombre.
El exabrupto fue tan inesperado, que el torero se quedó atónito, con el medallón de Soledad en la mano entreabierta. Cuando giró los ojos en redor, la vieja ya no estaba allí ni en ninguna parte. El medallón continuaba en su mano que, por efecto de la sorpresa, no atinaba a cerrarse.
Aún seguía sin comprender lo que había sucedido, cuando en el patio de la plaza de toros se incorporó a los otros espadas. Seguidos por las cuadrillas que formaban sus banderilleros y peones, comenzaron el paseo por el redondel de arena. El público los aclamaba. Dentro de algunos segundos lidiarían a los toros, de los cuales algunos mugían de furor o de miedo en sus encierros situados en los subsuelos de las tribunas.
Los bestiarios, con el capote arrollado al brazo, medias rojas, coleta y trajes tapizados de alamares de oro, pasaban frente a la multitud escalonada circularmente. La plaza redonda contenía un murmullo de tempestad. El Niño del Clavel apretaba el medallón de su mujer contra la palma de la mano y, aunque sus oídos escuchaban el pasodoble de la marcha, su mente estaba en otra cosa, y era la traición de Soledad, imposible de comprender. De la vieja que le había dejado el medallón no se acordaba. Si en aquel instante se la pusieran frente a los ojos, no la reconociera.
Una sucesión de pequeñas manchas de colores era la multitud en sus ojos. La mitad de la plaza estaba en sombra, la otra mitad, amarilla de sol. Durante el paseo, únicamente pudo percibir los dos grupos opuestos de uniformes verdes y azules que formaban los piquetes de guardias de asalto y de guardias civiles sentados en las gradas con los fusiles entre las rodillas. Luego recayó en una inconsciencia, contra la cual no tenía fuerzas para combatir. Un ciclón lo destroncaba de la realidad. El Niño del Clavel estaba con su cuerpo en la plaza de toros y el pensamiento en ninguna parte; que el efecto de su desgracia era vaciarle la mollera de todo pensamiento. Maquinalmente apretaba el medallón entre sus dedos y sabía que Soledad lo había olvidado en casa de una celestina. Y probablemente mucha de la gente que estaba allí conocería su deshonor, y era quizá por ello que cuando toreaba estos últimos tiempos la multitud se encorajinaba contra él, injuriándolo:
—¡Arrímate al toro, cobardón! ¡Mandria! ¡Cuidado, que viene el toro! ¡Huy, huy, que te come! ¡Qué miedo!...
¡Oh! Había calculado acertadamente la gitana del Barranco del Abogao. Allí, en su cueva, la aguardaban Pedro Antonio y Soledad. El Cortijero, armando entre sus dedos un cigarrillo, decíale a Soledad, entre agrio y temeroso de que lo que él deseaba no ocurriera:
—¿Qué calidad de embrujo puedes creer que amañará una vieja que tan desmanteladamente vive?
Soledad se arrimó. Siempre que se aproximaba a él, la temperatura de su cuerpo y el olor de su piel la transformaban en una maléfica bestia invencible.
—Ten fe. Ella conoce su arte.
Pedro Antonio inquirió:
—¿Qué embrujo se trae entre manos?...
Soledad repuso:
—No quiso comunicármelo, que decírmelo fuera darme su oficio, y nadie aventa sus secretos.
Pedro Antonio bajó la cabeza y apretó los dientes. Despació acercó la yesca a su pitillo y se envolvió en una cortina de humo. Pero, insatisfecho, insistió:
—¿Y por qué no se beneficia con un embrujo que la haga ganar el gordo y salir de esta laceria?
Soledad terminó de arrimar su sillín al de Pedro Antonio, y dogmática repuso:
—¿Dónde has visto tú que una adivinadora pueda echarse la suerte a sí misma? Eso les está prohibido, para mantenerse frescas en su ciencia.
Pedro Antonio miró maquinalmente su reloj.
Las dos. Ya comienzan.
Callaron, deprimidos bajo la bóveda calina de la cueva. Por la puerta entreabierta, a pesar de ser verano, divisaban la nieve dorada de las laderas de Sierra Nevada. ¿Cuándo llegará la gitana ausente?
Sí, ya deben comenzar.
Efectivamente, en aquel instante, como una catapulta, salió del toril a la plaza un toro rojizo que le tocó en suerte al Niño del Clavel. Tan bravo que al encontrarse frente al sol embistió a cornadas la barrera roja de madera. Se ensañaba contra las tablas. Las astillas saltaban en torno de los cuernos como las virutas en torno de la garlopa de un carpintero loco. El Niño del Clavel se adelantó corriendo al centro de la plaza. Desplegando su capa bermeja llamó al toro con señales del trapo. El animal, sorprendido, levantó la cornamenta; y luego, a grandes saltos, fue en busca del torero. Parecía una catedral en marcha. El Niño se afirmó en la arena. El toro se abalanzó a él con un envión de pantera. El torero giró la capa, y la bestia, burlada, cayó de rodillas unos pasos más allá. Y así tres veces, las ovaciones del público, que hacía mucho tiempo no veía a un hombre arrimarse tanto a un toro todavía sin desbravar. Semejaban aquellos pases las figuras de un ballet en cada cruce, que arrancaba a la multitud un estruendoso “¡olé!”, se comprendía que la vida y la muerte levantaban ese remolino de arena y piedrecillas. Llegaban hasta las barreras proyectadas por las circulares platinadas del toro.
Por fin entraron los picadores. En caballejos estremecidos de ojos vendados, gigantescos, ellos con la lanza en ristre y yelmo de mambrino. Un minuto después un penco cruzaba vacilante la arena; de su vientre rajado se descolgaba un inmundo paquete de entrañas. En la cueva de la gitana, Pedro Antonio miró el reloj.
—Ya deben salir los picadores. Estarían por banderillarle.
Soledad, involuntariamente, comenzó a rezar. Pedro Antonio se quitó el sombrero e instintivamente acompañó a la mujer. En aquel instante, ni él ni ella deseaban que el Niño del Clavel fuera cogido por el toro pero también se sentían débiles para neutralizar el embrujo ignorado. Ya nadie podría detenerlo, ni la misma gitana misteriosamente ausente. Y aunque parezca contradictorio, Pedro Antonio y Soledad rezaban simultáneamente para que el torero muriera y para que el torero se salvara. Que ambas cosas deseaban con la misma fuerza, porque ahora tenían la acendrada seguridad de que el embrujo se cumpliría. Ya no dudaban de la eficacia de los sortilegios de la gitana. El miedo que tenían en el cuerpo era señal de que el embrujo sería real.
—Ya deben haberle banderillado —murmuró Pedro Antonio.
Callaron y volvieron a rezar.
Efectivamente, en aquel instante el Niño del Clavel tomaba la muleta junto a la barrera. Se había olvidado totalmente de Soledad; pero al recoger el estoque que le alcanzaba un ayudante, reparó que aún conservaba en el fondo de la palma de la mano el medallón de Soledad.
Semejante a un corazón que bombea sangre, este medallón bombeaba en sus venas un filtro de ausencia. Volvía a olvidarse que estaba en la plaza de toros, frente a una multitud que lo aclamaba. El ruedo, la muchedumbre, los banderilleros acosando al toro, el peligrosísimo ajedrez de la bestia y los peones se borraron de sus ojos, y todo él quedó suspendido en una altura de inconsciencia: la traición de Soledad. La cabeza se le quedaba otra vez sin sesos que transmitían a su carne la noción del peligro que encerraba aquella abstracción: la traición de Soledad. Maquinalmente arregló el trapo rojo, disimuló el estoque entre sus pliegues y volvió otra vez a olvidarse de arrojar lejos de sí aquel medallón. Sin embargo, cuando se afirmó en la arena y luego, paso a paso, se fue acercando al toro, que con el testuz bajo y la pezuña delantera raspaba la arena echándosele al vientre, el Niño no recordaba a Soledad ni su traición. Al arrancarse el toro pasó tan rápidamente junto a él, que en la punta de sus acernos se llevó enganchados los alamares de su torero. Sin embargo, el Niño experimentó una alegría aguda y peligrosa. Era como si su mente se comunicara con los más instintivos designios del toro mediante una secreta intercomunicación. Apoyó el trapo en sus rodillas y, retrocediendo algunos pasos, volvió a llamar a la bestia. Cuando ésta casi le tuvo al alcance de sus cuernos, giró sobre sí mismo, y el toro quedó burlado, con los pitones embistiendo el aire. El Niño se alejó, dándole despectivamente la espalda, y la bestia quedó resollando un instante, el hocico babeando hilillos de plata junto a la arena. Un arroyo de sangre le corría desde la paletilla por los costillares. Las seis banderillas azules y amarillas, colgadas por garfios como varas de flores, transmitían el jadeo de su carne martirizada y cubierta de paños de sudor.
El Niño del Clavel se detuvo a algunos pasos del toro. Era hora de matar. En la faena se le había descompuesto la muleta. Volvió a acomodar el estoque entre los pliegues del trapo escarlata. En aquel instante le crispó los nervios de los dedos la arañadura del medallón de Soledad. Inexplicablemente continuaba manteniéndolo en su mano, y el roce del medallón le inyectó de abstracción, tan breve, que ningún reloj hubiera podido registrar, y fue quizás en aquel mismo instante de olvido en que el toro, libre del embrujo del hombre, se desprendió de la arena. Fue un relámpago. El torero sintió la quemadura de la cornada en el muslo, cayó al suelo y trató de mantenerse inmóvil para que la bestia le creyera muerto y no lo comeara; pero el toro volvió a engancharlo por el pecho. Esta vez la embestida fue tan tremenda que el cuerno traspasó la chaquetilla y su punta astillada asomó por la espalda. Durante algunos segundos se vio al toro furioso sacudir la levantada de cabeza para desprender de su cuerno un pelele cuyas piernas inertes le tapaban los ojos. Finalmente, lo arrojó por los aires y el muñeco de carne trazó una parábola en el espacio para caer pesadamente en la arena.
No se movió. Estaba muerto.
Cuando le recogieron, en su puño, aún cerrado, mantenía el medallón de Soledad.
(Mundo Argentino, 28 de julio de 1937)