El señor Perolet volvió la cabeza. Justamente tras la columna que soportaba el arco de entrada a la calle del Pez y la Manzana acababa de descubrir la silueta de su perseguidor. El señor Perolet echó la mano al bolsillo de su gabán, se cercioró de que su revólver permanecía aún allí y, haciendo un esfuerzo, se dirigió hacia la columna de piedra.
Su perseguidor había desaparecido. En su lugar, al pie de la columna, un chiquillo que vendía sardinas le señaló una línea escrita con tiza. Nuestro hombre se acercó y pudo leer: “Cruel Perolet, mañana o pasado te mataré.”
El señor Perolet jamás se había sentido obligado a tener arranques de héroe. En consecuencia, al pensar que su obstinado enemigo podía ser un irresponsable, sus piernas temblaron, sintió que se le aflojaban los goznes de las rodillas, un sudor frío inundaba su frente. Maquinalmente, en su chaleco rebuscó una moneda de cobre, que le arrojó al niño de las sardinas, a quien vio borrosamente a través de una neblina, y echó a caminar sin mirar el sol, que lucía en las calles laterales.
El señor Perolet estaba aterrorizado porque no era cruel.
Si tuviéramos que definirlo, diríamos que era un hombre bondadoso y anodino. Suizo francés, comerciaba en bibelotes de madera, que es una de las industrias más extendidas en la patria de Guillermo Tell. Radicado en París, desde donde inundaba las capitales de provincia con monigotes de cedro que los turistas compraban creyendo que se llevaban un recuerdo regional. Y de pronto, siniestra, llegó a él la primera amenaza de su misterioso enemigo, bajo la forma de una carta incomprensible:
“Perolet: sabemos que te dedicas al espionaje. Márchate a tu país o te matamos.”
Perolet echó la carta al canasto sin darle importancia. Tres días después recibió otra misiva:
“Perolet: sabemos que has echado nuestra primera carta al cesto de alambre. Estás jugando con fuego.”
El señor Perolet se estremeció. Él ocupaba una oficina
completamente independiente, en cuyo único cuarto estibaba los cajones
de monigotes. No tenía empleados. ¿Cómo diablos, entonces, el autor del
anónimo estaba informado de que él había arrojado la carta al cesto de
alambre? Si el autor se hubiera expresado con vaguedad, Perolet no
tomaría en serio este segundo anónimo, pero esa referencia absolutamente
concreta y exacta: “Sabemos que has echado nuestra primera carta al
cesto de alambre”, lo dejó pálido de terror. Efectivamente, en su
oficina utilizaba un cesto de alambre. ¡Se le vigilaba para matarlo!
Perolet se encaminó a la Dirección de Seguridad. Informó a un empleado de todo lo que le había ocurrido en aquellos últimos días. Agregó que se sospechaba vigilado por la policía, “pero que él en manera alguna era un espía”. Después de perder varias horas en una oficina oscura y cargada de hedor a tabaco y cuartel, el empleado que lo atendió un poco socarronamente lo despachó, diciéndole que no hiciera caso de las bromas de algún malintencionado o posible competidor comercial.
El señor Perolet resolvió tranquilizarse. Cuando llegó a su casa le comunicó a su esposa el resultado de sus diligencias. Isidora Perolet movió, consternada, la cabeza.
—Debías volverte a Berna. Yo me quedaría aquí con mis padres y atendería el negocio.
—Pero, ¿tú crees en esos valentones? —rugió, feroz, el señor Perolet, que se sentía peligroso en el interior de su casa.
Repiqueteó la campanilla. Isidora se asomó a la puerta y un mensajero le entregó un paquete. Era frecuente la llegada de paquetes. Isidora colocó la encomienda sobre la mesa del comedor y cortó las ligaduras. Entonces lanzó un grito. Al separar las envolturas dejó al descubierto un amenazador artefacto metálico. Era una bomba. Isidora retrocedió silenciosamente. El señor Perolet miró el instrumento infernal y, llevándose la mano al corazón, lanzó un grito. Después se desplomó sobre la alfombra. Acudieron vecinos, luego varios gendarmes. El señor Perolet fue conducido a una farmacia próxima y puesto fuera de trance mortal, mientras un equipo de policías especializados en explosivos se llevó el aparato infernal.
Algunas horas después llegó el informe de los técnicos: “La bomba consta de una envoltura ennegrecida, de hojalata, conteniendo una carga de crema de chocolate. En el interior de esta bomba de crema había una esquela, en la que se podía leer: ‘Perolet: prepárate a recibir una de acero y dinamita’.”
La bomba era siniestra. Se hacía constar en el informe que la crema de chocolate era “absolutamente comestible e inofensiva por lo tanto”.
El señor Perolet creyó enloquecer. En la gran ciudad se ocultaba un hombre que deseaba su muerte. ¿No le había dicho su médico: “Señor Perolet: cuídese de las emociones violentas. Su corazón es de cristal”?
En toda la calle la gente se indignó contra los autores de la broma. La hermosa Isidora recibió cumplimientos de vecinos por su valentía en afrontar la presencia del “explosivo”, pero ella no se limitó a encorajinarlo a su marido, sino que le introdujo un revólver en el bolsillo del gabán. Un empleado superior de policía los visitó aquella misma tarde, y los tres, alrededor de la mesa del comedor, comentaron minuciosamente el enigma de las tres cartas.
El señor Perolet no creía tener enemigos. Los intereses de sus cupones, sumados a la industria de la reventa de los monigotes de madera, le bastaba para vivir. No le había hecho daño jamás a nadie, razón de más para tentar a hombres de naturaleza perversa. Sus cincuenta años eran virtuosos y se limitaba amar a su esposa. Isidora, su esposa, veinte años más joven, movía sesudamente la cabeza frente al inspector de policía, que no se sintió insensible a sus encantos. Luego el hombre se marchó. Parecía preocupado. Sin duda alguna, alguien odiaba al señor Perolet.
Quince días después de estos acontecimientos el señor Perolet se encontró en su oficina con un paquete. Como se había vuelto sumamente precavido, llamó al portero, que era el que había traído el envoltorio, y le pidió que lo abriera; pero antes de que el otro cumpliera su pedido, Perolet salió al pasillo. Cuando regresó, encontró al hombre del plumero pálido y sin habla, apoyado de espaldas contra el muro.
He aquí lo que sucedió: al abrir el paquete, una serpiente se deslizó fuera del embalaje. El reptil se escurrió vertiginosamente hacia el corredor. Durante largo tiempo los ocupantes de las otras oficinas se dedicaron a buscar la serpiente, pero ésta había desaparecido. Entonces el encargado de la casa le pidió muy amablemente al señor Perolet que se mudara de casa. Perolet no contestó palabra, pero cuarenta y ocho horas después cargaba sus bártulos y muñecos en un camión.
Fue entonces cuando, al salir de su oficina, descubrió que alguien lo seguía. Y al acercarse a la columna de piedra descubrió al niño de las sardinas que le señaló el misterioso renglón escrito con yeso. Entonces echó la mano al bolsillo y extrajo una carta, en la que leyó: “La Agencia Juve ofrece sus servicios al señor Perolet. Precios módicos. Discreción absoluta.”
Nuestro perseguido se dirigió hacia la calle de Tiquetonne, en la que la Agencia Juve intentaba aliviar a la humanidad de sus preocupaciones con discreción absoluta.
La Agencia Juve, a pesar de su publicidad, era una covachuela oscura, con una gran mesa en su centro. En otros tiempos esa mesa debió estar consagrada a los menesteres de la fiambrería. Ahora, cubierta de papelotes, guías y planos, servía de parapeto a un señor pequeñín, calvo singularmente, porque la cabeza, monda en la cúpula como un huevo, estaba rodeada, a la altura de las orejas, de un cerco de pelos rizados como el flequillo sustraído a un perro faldero. El señor Perolet saludó, se sentó frente a la mesa y acusó recibo de la publicidad.
El hombrecillo de la cabeza de huevo replicó:
—Yo soy ei director de esta agencia y hago mi propaganda a base de circulares dirigidas a los comerciantes que figuran en la guía. No le extrañe mi módica instalación. El lujo exige erogaciones que fatalmente paga el cliente. ¿Qué prefiere usted: abonarnos una eficiente investigación o los intereses que absorbe la conservación de la librea de un gandul?
Aquello era lógico, comercial y honrado. El señor Perolet se sintió convencido y, con el tono de quien busca auxilio de un paño de lágrimas, comenzó su extraño relato. Cuando llegó al capítulo de la bomba, el director de la Agencia Juve preguntó:
—La tal bomba, ¿no era una cajita llena de arena?
Asombrado interrumpió el señor Perolet:
—No; llena de crema de chocolate. ¿Cómo ha supuesto usted que era un camouflage de bomba?
—Porque usted no estaría vivo.
El señor Perolet movió la cabeza asombrado. Aquel sentido común del hombrecillo era simple y resuelto. Continuó el relato de sus penurias. El ciudadano de la cabeza de huevo tomaba ahora apuntes muy rápidamente. De pronto se puso de pie, como un fantoche que se escapa de una caja de sorpresas, se inclinó hacia Perolet señalándole con un dedo rígido, y afirmó casi:
—Usted es enfermo del corazón. ¿No?
El señor Perolet, tartamudeando atónito:
—Sí; soy enfermo. ¿Cómo adivinó usted?
El director de la Agencia Juve sonrió pedantemente y luego explicó su deducción:
—El asunto que lo trae a usted es sencillo. Salta a la vista que en ningún momento de los atentados que usted sufrió ha existido la intención directamente de maltratarlo o matarlo. Primero le enviaron a usted anónimos, después una bomba de chocolate, después una serpiente que debió ser una inofensiva culebra de tierra. Consecuencia: el suyo puede ser definido como un caso de agresión “indirecta”. ¿Contra quién se intenta una agresión “indirecta”? Contra un hombre que está enfermo de órganos vitales a quien una conmoción intensa puede llevar a la muerte.
El señor Perolet movía la cara asintiendo embobado. Tenía la impresión de encontrarse frente al más lógico de los hombres. ¡Qué simple y profundo era todo! El hombrecillo de la cabeza de huevo prosiguió:
—Ahora bien: ¿a quién beneficia vuestra muerte? ¿Quién heredará vuestros bienes?
—Mi esposa —balbuceó el señor Perolet.
—Ella tiene veinte años menos que usted. En consecuencia el hombre que lo sigue a usted, que escribió la amenaza con tiza en la columna de piedra, debe ser el amante de vuestra esposa. Señor Perolet, la investigación completa os costará dos mil francos. Mil al contado y mil al entregar el culpable a la policía.
Perolet dejó caer la cabeza sobre el pecho. Estaba anonadado, no esperaba tal desenlace: ¡su esposa la culpable! Apretándose el corazón, que parecía querer escapársele del pecho, miró desesperado al director de la Agencia Juve y, con un soplo de voz, murmuró:
—No esperaba esto. ¡Isidora! Pero ¿usted está en lo cierto?
Luego sacó una libreta, llenó un cheque y lo entregó al hombre de la cabeza de huevo.
Entonces ocurrió algo asombroso.
La puerta de la oficina quedó desencajada de un puntapié, y aparecieron en escena tres polizontes y el inspector de policía que había interrogado a Perolet el día del atentado. Y el inspector, dirigiéndose al director de la Agencia Juve, exclamó:
—¡Te hemos pescado, Girolamo Lenescu! ¡Esta vez no te escaparás!
El hombrecillo era sensato. No intentó fugarse, sino que, tomando el cheque, se lo devolvió al señor Perolet, que contemplaba la escena asombrado, mientras que el inspector explicaba:
—Señor Perolet, tengo el gusto de comunicarle que hemos descubierto a su misterioso enemigo y a uno de los géneros de estafa más hábiles que pueda imaginarse. Este hombre, Girolamo Lenescu, rumano de nacimiento y vagabundo internacional, estuvo empleado durante cierto tiempo en una compañía de seguros. En dicha compañía tuvo oportunidad de informarse de todas las solicitudes que eran rechazadas por estar los candidatos enfermos del corazón. Entonces inventó el ardid de la persecución y de la “agresión indirecta”, ofreciendo sus servicios de detective privado a las mismas personas a quienes previamente atemorizaba con sus seudoatentados. Claro está que sus víctimas, al escuchar las interpretaciones lógicas que este hombre hacía de los seudoatentados, creían encontrarse frente a un extraordinario investigador, y no tenían inconveniente en abonarle un servicio que en el fondo era una estafa.
El señor Perolet suspiró, aliviado.
Luego:
—¿Y cómo lo descubrieron?
—Simplemente, hicimos interceptar en el correo toda correspondencia dirigida a usted, de manera que cuando leímos el ofrecimiento de la Agencia Juve tuvimos la certeza que estábamos en presencia de los autores de la “agresión indirecta”. Una discreta vigilancia completó lo demás.
El señor Perolet le entregó el cheque al oficial y dijo:
—Señor inspector, si no he muerto hasta ahora a consecuencia de las emociones creo que...
Girolamo Lenescu, que hasta ahora había permanecido silencioso, intervino:
—Señor Perolet, permanezca tranquilo: los hombres de corazón de cristal son los que más prolongada vida tienen.
(Mundo Argentino, 8 de noviembre de 1939)