El Experimento del Doctor Gene

Roberto Arlt


Cuento



La noticia del primer acontecimiento de aquel día memorable entró calmosamente en el casino, embaulada en la corpulenta figura de Wein el Tranquilo. Deteniéndose frente a la mesa donde el Secretario del Ayuntamiento secreteaba con el veterinario sobre las próximas elecciones comunales, dijo cachazudamente:

—Acaban de encontrarlo ahorcado al doctor Gene. Ahorcado y bien abiertos sus ojos verdes.

Dijo esto de un tirón, en la sala alfombrada de aserrín, y hasta el perro, que dormitaba con el hocico apoyado en las patas delanteras, se desperezó y encapotilló las orejas, mientras que el cónclave de cuatro ciudadanos, cinco para ser exactos, dejando de husmear en los periódicos miraron con pausado interés a Wein el Tranquilo. Éste insistió:

—Está bien ahorcado. No se puede pedir nada mejor. Colgado de una flamante soga de tercio de pulgada.

Así era Wein el Tranquilo. Meticuloso. Su padre también había sido llamado Wein el Tranquilo, y la más profunda de sus virtudes consistía en cierta sesuda escrupulosidad.

—¿Lo has visto con tus propios ojos? —insistió el veterinario.

—Con los mismos. Ni mejor ni peor colgado que una trenza de cebollas en la verdulería.

Las bocas entreabiertas de los cinco hombres dejaban ver dientes de plata o de oro. Guillermo el Rentista, levantando los tres escalones de su papada de encima del nudo de la corbata, articuló fatigosamente:

—Se estaba enriqueciendo con la chifladura de nuestras mujeres.

Cipriano el Dentista rezongó:

—El capricho de mi mujer en hacerse teñir los ojos de verde me ha costado el importe de tres dentaduras decentes.

Octavio el Comisionista se arrimó despacio a la ventana. El sol le bañaba de pies a cabeza, y los hombres, con las manos cogidas por los dedos sobre las abotonaduras de los chalecos, cavilaban silenciosamente sobre el final del doctor Gene.

Descubrimiento del doctor Gene

Finalmente el Comisionista se volvió:

—El suicidio de Gene va a perjudicar a la ciudad. El doctor, con su descubrimiento, atraía a un montón de gente, que dejaba su dinero en nuestros establecimientos.

El Rentista asintió con doble movimiento de cabeza y papada.

—¿No ganaba el dinero que quería?

Nadie respondió una palabra. Miraban la mancha de sol y, en el espacio amarillo, les parecía ver extenderse la silueta negra del ahorcado. Alguien dijo:

—Gene había especulado excesivamente a la baja en estos últimos tiempos.

El secretario del ayuntamiento objetó con gesto barredor:

—Las especulaciones de Bolsa no pueden ser el motivo. En su determinación se descubrirá un motivo más grave. Ya lo verán ustedes.

Silver, el reportero de uno de los cuatro periódicos locales, confidenció:

—La semana pasada me dijo Gene que dentro de poco tiempo teñiría los ojos de las personas de color violeta crudo, aunque no tenía mucha confianza en el atractivo que pupilas de ese color pudieran ejercer sobre los hombres.

Wein el Tranquilo, después de palmetear el lomo del perro del conserje del club, que le miró con ojos acuáticos de agradecidos, recordó:

—También a mí me contó.

—¿También a usted?

—Sí.

—Yo le dije que tuviera confianza, porque las mujeres se avenían siempre con las modas más absurdas o disparatadas.

Silver volvió a meter la cuchara:

—Nunca me olvidaré de la llegada de Gene. Yo estaba en la estación curioseando la llegada del asesino Sain, que no llegó en ese tren ni en ningún otro, cuando de pronto un hombre que tiene los ojos verdes como el plumaje de un loro, me toma de un brazo preguntándome: “¿No hay un club de mujeres en esta ciudad? Soy el doctor Gene.”

Calló Silver y los otros, entrecerrando los ojos, con los dedos entrelazados en las abotonaduras del chaleco, recordaron el debut del extraño médico.

El salón de actos públicos del Club Femenino estaba de punta a punta ocupado por socias y vecinos conspicuos. Los hombres habían sido invitados por extraña excepción, pues las autoridades del club eran sumamente exclusivas.

En la tribuna, recostándose sobre el sonrosado mapa del Estado, de pie, peroraba el doctor Gene. Éste, señalando con el índice sus propios ojos verdes, decía:

"Señoras: Observen mis ojos. Son verdes como el plumaje de una cacatúa.

"Es la primera vez que en el planeta se ofrecen a la vista de los humanos unos ojos cuyo color verde es de tan noble calidad. Cuán atractivos son mis ojos, cuán extraordinaria es su belleza sólo ustedes pueden decirlo. (Murmullos de afirmación en la sala.) Pero yo no he solicitado de vuestra gentileza esta reunión para hacer el elogio de mis ojos, porque una actitud semejante sólo sería verosímil en un loco, sino para comunicarles que este color de mis ojos es artificial. (Murmullos de admiración.) Al nacer, el primitivo color de mis ojos era negro, pero desde pequeño, si me permitís la digresión, me apasionaron los ojos verdes. En los ojos verdes intuía un misterio; era como si encubrieran el máximo de pasión y de belleza que puede apetecer el alma del hombre. Naturalmente, entonces mis pensamientos no eran tan subjetivos ni claros, pero ya un certero instinto me encaminaba hacia ese concepto.

”Más aún: no he olvidado que en todas las novelas que leí durante mi adolescencia, los protagonistas máximos eran siempre seres humanos embellecidos por un extraño par de ojos verdes. Los ojos verdes terminaron por constituir la obsesión de mi mocedad, por atormentar mis sueños, donde el color verde era la tonalidad predominante y subyugadora. Recuerdo que durante mucho tiempo la única particularidad que me interesaba de las personas a quienes me aproximaba era el color de los ojos, alcanzando esta obsesión una violencia tal, que llegué a efectuar pequeños viajes a ciudades vecinas, para comprobar si en esas ciudades no se encontraban los ojos que no descubría en mi ciudad. Llegué a especializarme en la determinación rapidísima del color de los ojos de los seres humanos, y comprobé que aquellas personas de quienes se decía que tenían ojos verdes no pasaban de tener pupilas grises con algunas mediocres estrías de color pardusco o azulenco; tres tonos que, entremezclados, producían una abominable coloración verde camaleón.

”Yo, en cambio, anhelaba encontrar unos ojos que tuvieran el verde del follaje al llegar la primavera, o un verde metálico; acentuadamente verde como son los tonos del verde rabioso en el plumaje de un papagayo. Pero inútiles resultaron mis investigaciones. Semejante color de ojos sólo existía en la fantasía de los escritores; la naturaleza no lo había producido jamás.

”En esa época cursaba los estudios secundarios, pero ya estaba resuelto a seguir la carrera de medicina y a especializarme en oftalmología para descubrir... un procedimiento que permitiera teñir los ojos con la misma facilidad con que las personas se tiñen hoy y entonces el cabello. Porque fue en aquellos mis primeros tiempos de estudiante cuando las mujeres honestas adquirieron la costumbre de teñirse el cabello. Y entonces yo me pregunté:

”—¿Por qué no se han de teñir los ojos como se tiñen el cabello?

(Suenan aplausos y voces de aprobación. El doctor Gene prosigue.)

”¿Se concibe contraste más seductor que el de una cabellera hilada en seda de oro y dos ojos verdes como las almendras de esmeralda que luce la cola de un pavo real?

(Nuevos aplausos.)

”Señoras:

”Cuando ingresé en la facultad de Medicina tenía un propósito determinado. Mi propósito era descubrir el procedimiento para teñir los ojos de color verde de papagayo. No fatigaré la exquisita atención de ustedes relatándoles la historia de mis experimentos, mis trabajos, mis insomnios y el primer sorprendente alborear del éxito cuando conseguí teñir de verde los ojos de un conejo de Indias. Luego trabajé sobre gatos, caballos, perros, vacas. Animal en el que inyectaba mi especialísima anilina aparecía con los ojos teñidos de verde al cabo de veinticuatro horas.

”Finalmente me trasladé al África, donde hice experimentos sobre mujeres negras. Sus ojos soportaron maravillosamente mi tratamiento, a tal punto, que terminé por inyectarme a mí mismo la anilina vital y mis ojos adquirieron el color verde que ustedes pueden apreciar.

”Ahora, señoras, terminaré. Deseo que nuestra ciudad en este extenso y próspero país sea la Meca de los Ojos Verdes, la base de donde arranque la moda de los ojos verdes. Y así, como se dice ‘un modelo de París’, yo deseo que mañana se diga ‘unos ojos de Wiscossin’ el nombre de vuestra hermosa ciudad. (Aplausos, reiterados.) Motivo por el cual estoy dispuesto a tratar gratuitamente a las diez primeras damas que me honren con su deseo de embellecerse tiñéndose los ojos de color verde.”

Al día siguiente un cordón de policías impedía que las damas de Wiscossin asaltaran el consultorio del doctor Gene, en su pretensión de ser las diez primeras dientas gratuitamente atendidas.

Comprobación del doctor Gene

A las once de la mañana, todos los pobladores de Wiscossin estaban enterados del suicidio del doctor Gene. Y a las once de la mañana, también el juez, Stribling, recibía en su despacho a Rumpler, el comisario. Los dos hombres no se estimaban, pero esta vez Stribling comprendió que el comisario estaba bajo la presión de un acontecimiento grave.

—¿Qué pasa, comisario?

—Es por el suicidio del doctor Gene, señor juez.

—¿Tanta importancia tiene?...

—Es gravísimo, señor.

—¿No es suicidio?

—Ojalá fuera un crimen, señor. Ojalá fuera el crimen más atroz de la tierra. Pero, para nuestra desgracia, es un suicidio.

El juez levantó los ojos de la cazoleta de la pipa que estaba cargando.

Le constaba que Rumpler era un poco latero; en sus buenos tiempos el hombre había actuado como orador del partido republicano. El comisario continuó:

—Pocas veces me he visto en un aprieto semejante, señor. Mucha gente de esta...

El juez lo interrumpió:

—El doctor Gene, ¿no ha dejado ninguna declaración escrita antes de matarse?

—Sí, señor. Aquí está.

El juez tomó la carta, comenzó a leerla; de pronto gritó, lívido de terror: “No, no es posible”, y cayó desvanecido sobre su sillón. La carta, apretada por su mano crispada, decía:

“Yo, Pompeyo Gene, me quito la vida porque he comprobado que me estoy quedando ciego, como quedarán todas las personas que se han sometido al tratamiento de teñirse los ojos. Me he equivocado.”

Rumpler se inclina sobre el juez:

—Señor Stribling...

Entonces el juez, levantando su rostro cubierto de un sudor plomizo, gimió, aterrado:

—¡Rumpler..., Rumpler..., mi hija se ha teñido los ojos de verde!...

A las doce del día, a un kilómetro de Wiscossin se podían escuchar los alaridos de centenares de mujeres que aullaban su terror de enceguecer a plazo fijo.


(El Hogar, 9 de septiembre de 1938)


Publicado el 13 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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