El comerciante observaba al desconocido de anteojos negros que se paseaba por su escritorio con las manos tomadas atrás. El comerciante estaba ante un dilema, y su perplejidad se tradujo en estas palabras:
—Lo que yo no comprendo es cómo usted puede provocar un incendio sin utilizar aunque sea unos simples fósforos.
El desconocido, que se había detenido frente a un mapa de rutas marítimas, no se dignó volver la cabeza, pero respondió:
—Un fósforo sería suficiente para hacerlo encarcelar al autor del incendio. La policía o los químicos a su servicio encontrarían entre los escombros del siniestro las piezas del “mecanismo de tiempo” que se hubieran utilizado para cometer el atentado. Analizando las cenizas, descubrirían los líquidos inflamables que se habían empleado. Mi procedimiento es nuevo, enteramente nuevo, ¿comprende usted?
El comerciante insistió:
—Ésa es la razón que me tiene intrigado. ¿Cómo se las compone usted?
El desconocido replicó groseramente:
—Mi procedimiento me permite cobrar el 10 por ciento de la prima que los fabricantes defraudan a las compañías de seguros. ¿No pretenderá usted que le explique mi secreto?
El comerciante volvió a la carga.
—¿Usted puede provocar un incendio en el establecimiento de cualquier industria?
El incendiario arrancó una hoja del almanaque y la dobló en cuatro.
—No, en cualquier industria, no..., pero en ciertas fábricas, sí. Su fábrica está incluida entre las que yo puedo incendiar sin dejar rastros.
—¿Sin utilizar ningún mecanismo, ni cortocircuito, ni fósforos, ni cómplices?
—Sin utilizar absolutamente a nadie. Mágicamente, por decirlo así, se producirá el incendio. Usted cobrará su prima y me pagará el diez por ciento. ¡Ah!, y una advertencia: para mayor seguridad de su parte, me conviene que su fábrica esté convenientemente vigilada por un severo cuerpo de serenos.
—¿Sabe que todo eso es extraordinario?
—Me lo han dicho otros.
El comerciante se puso de pie. Luego:
—Venga esta noche a cenar a mi casa. Cerraremos el negocio.
El incendiario inclinó la cabeza y salió.
Este diálogo ocurrió más o menos a comienzos del año 1936. Al principiar el año 1937, en la gerencia de la Compañía de Seguros Intercontinental podíamos asistir a esta conferencia, que se desarrollaba entre el presidente de la compañía, míster Duald, el gerente Honorio Louis y el jefe de estadística de la compañía, Calixto Laguardia. Tenía la palabra el jefe de estadística:
—Este año pasado podemos registrar cuatro incendios importantísimos por sus características, cuyos seguros hemos debido pagar a pesar de estar convencidos de que han sido criminalmente provocados.
Míster Duald, que era un hombre frío, chupó su habano y comentó:
—Muy interesante.
El jefe de estadística continuó:
—Estos cuatro incendios ofrecen particularidades semejantes, que consisten:
“1°. Se producen en depósitos o fábricas que manipulan substancias inflamables de lícito uso industrial, y en locales donde nuestros reglamentos no autorizan la existencia de instalaciones eléctricas, cuyos cortocircuitos podrían provocar una deflagración. Las investigaciones policiales demuestran que esos lugares estaban tan estrictamente vigilados, que de todo punto era imposible que un hombre penetrara para provocar el siniestro.
”2°. En las cuatro fábricas donde se ha producido el incendio, éste ha estallado en depósitos o locales de planta alta; nunca en subsuelos o sótanos.
”3°. Estos cuatro incendios han estallado entre 11.30 y 12.30 del día.
”4°. Dichos incendios se han producido después de una temporada lluviosa.”
El gerente Honorio Louis interrumpió muy acertadamente:
—¿No pretenderá usted que es la lluvia la que provoca los incendios?
Mister Duald no sonrió. Escuchaba atentamente interesado al jefe de estadística.
El jefe de estadística prosiguió:
—He reunido esta suma de hechos no para llegar a la conclusión de que la lluvia o las nubes pueden provocar un incendio, lo cual sería disparatado, sino para demostrar que la existencia de unas repetidas particularidades semejantes revela la existencia de una industria del incendio y de un criminal; fíjense, de un criminal que trabaja aislado al servicio de comerciantes, cuyos beneficios se multiplican fraudulentamente mediante la cobranza del seguro.
El gerente y el presidente de la compañía escuchaban atentamente al jefe de estadística. Éste continuó:
—En cuatro casos existe la semejanza de la hora, la semejanza de las aparentes precauciones para evitar el siniestro, la identidad de circunstancias climatéricas, lo parecido del paraje como foco del incendio. Más aún: sostengo lo siguiente: hace tres meses que no llueve, pero hoy tenemos cielo nublado, y seguramente esta noche o mañana a más tardar tengamos lluvia. Propongo al señor presidente de la compañía que mañana se presente en la división de Investigaciones Criminales y solicite la detención del primer dueño de fábrica asegurado en esta compañía y en cuyo establecimiento estalle un incendio el primer día despejado después de las lluvias. ¡Más aún: el incendio, no sé en dónde, pero estoy seguro que se producirá, estallará entre 11.30 y 12.30 del día!
Mister Duald, después que el jefe de estadística tomó asiento frente a su escritorio, respondió:
—Creo que ha propuesto usted una medida razonable. —Y dirigiéndose ahora al gerente:— ¿Qué opina usted?
El gerente no estimaba al jefe de estadística, pero tampoco entraba en su táctica el derrotismo sistemático. Respondió:
—Creo que conviene seguir ese procedimiento. Realmente, las circunstancias que enumera el señor jefe de estadística son raras.
Mister Duald quiso interrogar al jefe de estadística.
—¿Usted cree haber llegado a imaginar el procedimiento que utiliza el incendiario para producir el incendio?
—Sí.
—¿Puede comunicárnoslo?
—Por el momento, no.
El día 10 de marzo se iniciaron las copiosas lluvias que provocaron inundaciones en los suburbios de la capital. Mister Duald, en compañía del jefe de estadística, se dirigió a la división de Investigaciones Criminales y plantearon el caso al inspector Del Sacco.
El inspector Del Sacco no creía en teorías, pero frente al matemático escalonamiento de hechos que le planteó el jefe de estadística, no pudo menos que afirmar:
—Yo creo que usted lleva una parte de razón. Esos cuatro incendios son demasiado raros para que no exista la posibilidad de que vuelva a producirse uno semejante. Si cuando cesen estas lluvias se produce un siniestro encuadrado dentro de las características que usted nos ha dado, detendremos al hombre, y el hombre confesará. —Después de un intervalo de silencio:— ¿Cuál es su teoría respecto al procedimiento que usa el incendiario?
El jefe de estadística sonrió y dijo:
—Prefiero no hablar de eso.
El inspector Del Sacco se puso de pie. Sus visitantes se marchaban. Estaba seguro ahora de que no recogería el honor de la investigación, pero él cumpliría con su obligación.
Cuatro días después apareció el cielo despejado, y el presidente de la compañía, Mr. Duald, pudo comprobar que el jefe de estadística no se había equivocado. A la una de la tarde recibía una comunicación telefónica. En el distrito nueve, junto al río, en una importante fábrica de barnices y pinturas, había estallado un incendio acompañado de tremendas explosiones. La primera explosión había ocurrido a las 12; la segunda a las 12.15, y de la fábrica no restaba sino un montón de escombros. El dueño del establecimiento había sido detenido y se le condujo a la oficina del inspector Del Sacco, donde le aguardaba también el jefe de estadística. Éste, después que los polizontes salieron, se dirigió al dueño de la fábrica y le dijo:
—Deme inmediatamente la dirección del hombre que instaló una claraboya de cristales en su fábrica.
El inspector Del Sacco no necesitó más para darse cuenta de que el jefe de estadística había puesto el dedo en la llaga. El fabricante de pinturas y barnices quiso afectar que ignoraba lo que pretendían preguntarle, pero el inspector no le permitió continuar la comedia. Era necesario que él también tuviera su parte en la investigación; tocó el timbre y se presentaron dos mocetones. Del Sacco les señaló al acusado y dijo:
—No lo traigan hasta que no haya confesado la dirección del hombre que instaló una claraboya de vidrios en su fábrica.
El acusado comprendió que le tratarían violentamente. Él era hombre de negocios, no de interrogatorios. Especuló y había perdido. Hizo un gesto y dijo:
—Se llama Gunther. Tiene un taller de vitraux en la calle 7. El inspector Del Sacco insistió:
—¿Y cómo produjeron el incendio en su fábrica?
—Yo no sé.
Intervino el jefe de estadística:
—No lo interrogue, porque él no sabe cómo se ha producido el incendio. Debemos detener al incendiario. Salgamos.
Ya en el automóvil, el inspector Del Sacco exteriorizó su admiración.
—La investigación que usted ha realizado es notable. Dígame, ¿cómo se las compuso? Porque yo aún no entiendo una palabra de este asunto.
El jefe de estadística se explicó:
—El incendiario entraba en relaciones con dueños de fábricas que se encontraban ante dificultades económicas y les proponía el negocio del incendio, garantizándoles la más absoluta impunidad y de consiguiente el cobro del seguro. Una vez tratada la operación, el incendiario esperaba que se produjeran días nublados, y, aprovechando ese período en que el cielo está oscurecido, es decir, aprovechando la falta completa de sol pero no de luz, instalaba en el techo del lugar más expuesto a incendios de la fábrica una claraboya de vidrios.
El inspector Del Sacco no pudo contenerse:
—¿Qué relación guardan las nubes y la claraboya de vidrios?
El jefe de estadística no se impacientó.
—El incendiario instalaba una claraboya de vidrios redondos, pero uno de los cristales, fíjese bien, era un poderoso lente de aumento. ¿Usted habrá visto a los chicos jugar con pequeños lentes de aumento, concentrando los rayos del sol y encendiendo un cigarrillo? Usted sabrá que con lentes cóncavos Arquímedes incendió una escuadra que sitiaba a Siracusa. Pues bien: nuestro hombre...
—¡Formidable! —exclamó Del Sacco—. Ahora ya todo está claro.
—El incendiario instalaba la claraboya en los días nublados, de modo que el único lente destinado a concentrar los rayos del sol no trabajara de inmediato. Al mismo tiempo, apartaba la sospecha de que el único operario que había estado trabajando en la claraboya, y que era él, fuera culpable del incendio.
“La claraboya era instalada rápidamente durante el comienzo de una temporada de lluvia. Pasaban los días, y el lente, por la falta de sol, carecía de poder inflamatorio, pues estaba colocado en posición de recibir verticalmente los rayos solares en las horas que la fábrica queda vacía de operarios, es decir, entre las 11.30 y las 12.30 horas.
”Cuando el sol ocupaba en el espacio la posición vertical, incidiendo todos sus rayos sobre el lente, la temperatura concentrada por éste sobre las substancias inflamables de lícito uso industrial las hacía entrar en combustión, y como precisamente se había cuidado que el sitio donde estaba la claraboya estuviera totalmente ocupado por estas substancias, el incendio se producía, asumiendo rápidamente proporciones catastróficas. Además, el fuego resquebrajaba los cristales en tantos fragmentos que la investigación técnica en esa dirección era poco menos que imposible.
Del Sacco contempló un instante, admirado, el flaco rostro del jefe de estadística, y luego preguntó:
—¿Cómo llegó usted a esas conclusiones?...
—Con el auxilio de la estadística...
El automóvil frenó bruscamente. Habían llegado frente al taller del incendiario.
Entraron, forzando una puerta. No había nadie allí. En algunos bastidores se encontraban envoltorios de cristal común. El jefe de estadística abrió un cajón, y envueltos en papel de seda descubrió tres lentes redondos resplandecientes. Del Sacco se aproximó y dijo:
—¿Estos son los cristales de aumento?
—Éstos.
Un rayo de sol entraba en la habitación. Colocaron el lente en el foco solar, una mancha redonda incidió en el piso; al cabo de un minuto la mancha solar desprendía humo acre. El suelo estaba ardiendo.
—¿Dónde estará el hombre? —preguntó un empleado que acababa de registrar la casa inútilmente.
El jefe de estadística sonrió:
—No se preocupe en buscarle. El incendiario ha desaparecido. Posiblemente después de cada incendio abandona la casa, a la expectativa vigilante de ver si venía o no a buscarle la policía. Pero los incendios misteriosos se han terminado ya. Nuestra compañía encargará a sus ingenieros un reglamento sobre claraboyas de cristales.
(Mundo Argentino, 14 de abril de 1937)