Estaba Simbad el Marino sentado a la cabecera de la mesa que, a muy poca altura del suelo, permitía a sus invitados comer sentados en cuclillas sobre las preciosas esteras que cubrían el mosaico. Venerable barba le bajaba hasta el ombligo y un turbante de razonable grandor rodeaba su cabeza. Daba testimonio de cuán grande señor era él y qué innumerables sus riquezas un diamante prendido en la seda sobre su misma frente.
A un costado de él, honestamente vestido desde que el dueño de casa le había agasajado con una bolsa de cien cequíes, comía el mozo de cordel, llamado Hidbad, aquél que por haberse quejado un día bajo la ventana del palacio de Simbad fue invitado por éste a participar de su mesa y a escuchar la historia de sus riquezas y viajes. El mozo de cordel, modestamente sentado en cuclillas, seguía admirado el revoloteo de algunos pájaros maravillosos, prisioneros en una jaula de oro, mientras que los comensales, mirando el devastado rostro de Simbad, aguardaban a que el marino diera comienzo a otro de sus relatos, pues a ninguno consolaba que sus aventuras terminaran en aquel séptimo y famosísimo viaje, en el cual Simbad se dedicó a la caza de elefantes después que le hicieron esclavo.
Comprendiéndolo así, el marino, después de recibir de un mancebillo que estaba de pie a sus espaldas un frasco de agua de rosas y de salpicarse con ella la barba y también la barba de sus invitados, comenzó el relato de su octavo viaje, que no sé por qué razones ninguno de sus cronologistas ha insertado en Las mil y una noches. Y lo hizo con estas mismas palabras:
—Después de mis desdichadas aventuras en el País de los Elefantes, pensé que nunca más volvería a la mar. Mis huesos estaban fatigados, y yo hacía cerca de un año que en mi casa de Bagdad disfrutaba de mis riquezas, cuando una noche nuestro señor, el califa Abdala Harum Al Raschid, me hizo el alto honor de llamarme a su palacio.
"No demoré ni un minuto en correr a su presencia, y una vez que me hube prosternado ante él, pude escuchar que con toda benevolencia me decía:
"—Sábese, Simbad, que varios pescadores han recogido en la orilla del mar a un marinero moribundo. Éste les contó que había naufragado volviendo de visitar una isla donde todos los utensilios eran de oro, hasta aquéllos de uso más insignificante. Yo te mando que te lances a la mar y trates de averiguar qué hay de cierto en aquel relato, pues de existir tal isla, en mucho beneficio sería para nuestro califato y la gloria del Islam apoderarnos de ella.
"Después que el califa hubo hablado así, entrevisté al gran almirante del mar, quien me dio las adecuadas instrucciones y referencias donde se suponía que estaba emplazada la isla, así como un buque de buenas condiciones marineras, y una noche, en momentos que soplaba un muy favorable viento, nos lanzamos a la mar, guardando cuidadosamente secreto el motivo de nuestro viaje.
"Durante varios meses navegamos escrupulosamente todo el ancho del mar que media entre las costas del país de los perros cristianos y el de los piadosos musulmanes, hasta que llegamos al gran océano donde el misterio es infinito y el temor del creyente grande y duradero.
"Recuerdo que en aquellos días era verano, y yo tenía mi tienda de seda junto mismo al palo mayor. Una noche que alumbraba la luna y los galeotes dormían bajo los bancos, siendo ya pasada la primera guardia, desperté inquietado. Sin pensar en cubrirme, me lancé fuera de mi tienda y vi con horror que nuestro buque se precipitaba sobre una isla gigantesca y blanca, que en la lisa superficie del mar negro parecía avanzar a nuestro encuentro.
"Blanca como el mármol y alta como la más alta montaña era aquella isla. Y en la noche alunada causaban espanto su blancura y su elevación sobre las aguas negras y doradas. Aunque quise despertar al maldito piloto, culpable por su negligencia de nuestro próximo naufragio, no pude pronunciar una palabra porque el terror había paralizado la voz en mi garganta y, de pronto, nuestro buque se precipitó sobre la isla.
"Esperaba yo oír crujir aterradoramente su proa y ver saltar en pedazos todo su maderamen; pero como si aquella isla terrorífica por su blancura y elevación fuera de espuma, nuestro buque hundió su proa en ella, la isla crujió como jamás en mi vida he oído crujir ninguna isla y el buque se detuvo suavemente frenado, sin sufrir perjuicio en ninguna de sus piezas.
”Me quedé atónito y tirándome de la barba para saber si estaba soñando o despierto. Finalmente, no me quedó duda de que estaba despierto, porque el truhán del piloto, que se había quedado dormido, deteniéndose junto a mí, dijo:
”—¿Qué calidad de isla es ésta que no nos ha quebrado ni la barra del timón?
"Efectivamente: estaba nuestro buque empotrado en la isla como un cuchillo en un queso, y nosotros, aterrorizados, no sabíamos qué pensar de tamaño prodigio, pues éste superaba a todos aquellos otros que, de diversos modos, todos habíamos conocido en distintas oportunidades.
—Convendrá que esperemos al alba —dijo el piloto responsable de nuestra encalladura.
"Y, de pronto, haciendo una señal a los remeros, les ordenó que empujaran las aguas con los remos, y no bien se movieron los remos, nuestro buque se retiró de la isla sin ningún daño para su timón.
"A todo esto, los marineros habían recogido sus arcos y flechas y, repartidos a lo largo del buque vigilaban, cuidadosamente, la isla silenciosa. Las aguas negras y doradas entrechocaban los flancos del velero, y salvo aquel ruido acuático, el silencio de la noche era infinito. Algunos hombres estaban evidentemente atemorizados y otros recordaban mis viajes a la isla del Cíclope, y otros mis aventuras en el país donde se enterraba vivos a los viudos, pero ningún signo de vida vegetal ni animal se descubría en la orilla de aquel islote, en casi todas sus partes vertical como un pan de azúcar.
”—¿Será la isla de Oro? —preguntó mi piloto.
”—No lo creo —repuse—, porque si fuera la isla de Oro luciría en medio de las aguas como un turbante de oro y, en cambio, ésta permanece blanca como torre de cal.
”En tanto, un grupo de marineros bajó por popa un bote al mar y audazmente se dirigió a la isla. Bien quisiera yo impedir aquella temeridad y pensaba de qué modo castigaría a aquellos imprudentes al regresar de su aventura, cuando algunos minutos después ocurría la catástrofe.
”Aquel grupo de audaces, después de desembarcar en la isla, se introdujo en el bosque, que avanzaba hacia la playa. Esgrimían, alegremente, sus espadas y se alumbraban con antorchas. De pronto, algunas chispas de sus antorchas alcanzaron a los árboles verdes. El bosque, como si estuviera untado de fuego griego, comenzó a quemarse velozmente.
”En menos tiempo del que demoro en contarlo, los infortunados marineros estaban rodeados de un círculo de llamas. Inútil pensar en acudir en su auxilio. El incendio avanzó, fulmíneo, a todo lo largo de la isla. En pocos momentos aquella tierra era hoguera viviente en medio del mar. Nuestros compañeros saltaban en medio de las llamaradas como enloquecidos. Sus ropas ardían, y también sus brazos y sus cabellos. Horrorizados, nos cubrimos el rostro. Cuando levantamos la vista habían desaparecido consumidos por la hoguera.
”Y todos comprendimos que nos encontrábamos frente a las islas de Papel. Muchos incendios había visto yo, pero ninguno como aquél.
”Las llamaradas se levantaban como torres, desmoronándose al mar en cataratas de chispas. En grandes extensiones, las aguas se tiñeron de anaranjado, pero con tanta vivacidad, que terminaron por espantarse los monstruos marinos. Mucho trabajo nos dio huir de la cólera de gigantescas ballenas, cuyos golpes de cola levantaban verdaderas trombas de agua. Nuestros remeros tuvieron harto trabajo en alejarse de los islotes, cuyos surtidores de chispas, gracias a la benevolencia de Alá, no alcanzaron nuestros velámenes; pero un marinero que perdió pie y cayó a las aguas fue dividido en dos pedazos por el golpe de cola de un monstruo.
”Atemorizados, conseguimos ponernos a razonable distancia de las islas de Papel. Durante toda la noche se consumieron en inextinguible hoguera. Las llamaradas, semejantes a colas de pavos reales, llenaban el espacio de chisporroteos verdes, rojos, azules y amarillos. Era tal el calor reinante allí, que el alquitrán del buque corría derretido a lo largo de los maderos.
”Cuando el sol salió del fondo del mar, no quedaba otro rastro de las islas de Papel que una inmensa llanura aterciopelada de hollín. Todos estábamos silenciosos de presagios, porque jamás habíamos navegado en un mar tan negro, y muchos, al contemplar el funesto aspecto de las aguas, lo consideraron augurio de próximos y sangrientos trabajos. Ni un solo hombre de la tripulación dejó de lamentarse de estar tan lejos de Bagdad.
”Anocheció, y no tardaron en confirmarse nuestros temores. Entrados en la oscuridad del mar desconocido, nos vimos rodeados de varios farolones aproados y, antes que tuviéramos tiempo de ponernos en condición de defensa, cayeron sobre nosotros tan innumerables bandas de piratas, que terminábamos de echar manos a las espadas cuando nos encontramos cargados de cadenas en la sentina de un junco.
"Durante quince días navegamos en aquel sepulcro de mahometanos desdichados. Los menos resistentes morían amarrados a sus cadenas sin que nadie pensara en socorrerles, y eran dichosos. Nosotros teníamos que arrojar al mar a nuestros compañeros muertos y, como estaban encadenados, para librarnos de sus argollas, previamente, les cortábamos los pies, arrojándolos luego por el ventanillo.
"Finalmente, llegamos a la ciudad Eidulah-el-Kar, cuyas torres de porcelana esmaltada se distinguían desde muy lejos. Aquel era Día de Tortura, y le llamaban Día de Tortura porque el sultán de aquel país sufría de melancolía y, para distraerse de sus amarguras, un día por semana hacía torturar a un hombre en su presencia en la plaza de la ciudad. Como los habitantes de Eidulah-el-Kar observaban una conducta intachable, el sultán se hacía cazar esclavos para la tortura en los mares.
”No bien tocamos tierra, nuestros verdugos nos hicieron bañar en el mar, cubrieron nuestras cadenas de hermosas vestiduras de seda bordadas de oro y el capitán de la escuadra que nos había aprisionado nos dijo, después de hacernos poner en fila:
”—Este es el día de que deis gracias a Alá por vuestra buena suerte, que os ha escogido para que sirváis de consuelo amistoso a nuestro piadoso señor.
“Muchos de mis compañeros quedaron satisfechos con estas palabras, y yo me sentí más acongojado que nunca. El instinto me advertía que nada bueno podía provenir de la amabilidad de nuestro carcelero. Vestidos como dije, con los hermosos trajes para no ofender a la vista del sultán y escoltados por soldados a caballo armados de certeras ballestas de cabo de marfil, nos encaminamos hasta la Plaza de los Tormentos, y no hacía falta decirlo a qué estaba destinada, pues se veían las piedras del pavimento todas bañadas de sangre negra. Donde se fijaba la vista había potros, horcas, ruedas, tenazas, calderos con plomo y brea, y también había prensas y especies de colchones con grandes agujas y camas que se abrían y doblaban de un modo extraño, y había ruedas de acero con el borde afilado como el de una navaja barbera, y había pisones, y piedras enormes colgadas de juegos de caliles, y todo cuanto instrumento estaba allí se mostraba ennegrecido por el uso, lo que demostraba que los verdugos no descansaban.
”Varios cabos de vara nos hicieron arrodillar a palos y, de pronto, las puertas de un castillo negro que estaba frente a la plaza se abrieron de par en par. Primero salieron varios mozos de armas, bonitamente vestidos con estofas acuchilladas; luego aparecieron otros haciendo sonar grandes trompetas, timbales, añafiles y chirimías, y después un gran elefante. Este elefante, cubierto de una gualdrapa escarlata, soportaba sobre el lomo un trono de oro protegido por un quitasol de púrpura.
”Bajo el quitasol reposaba el sultán con los humores del cuerpo alterados por la melancolía.
”Una vez que el elefante se detuvo en medio de la plaza, varios peones arrimaron sus escaleras al animal y, sin la menor dificultad, retiraron el trono y colocáronlo en el pavimento de la plaza. En seguida un maestro de ceremonias ordenó que el tamborilero de torturas golpeara el parche de cierto modo, y de una poterna del castillo salió una brigada de verdugos. Algunos mantenían al prisionero inmóvil entre sus manos, otros cargaban a modo de carpinteros dos gruesas tablas. El sultán, graciosamente sentado en su trono, les miraba hacer.
"Inmediatamente, los verdugos acostaron al prisionero entre las dos tablas, amarrándole con tal habilidad que, sin poderse ver las ligaduras, se comprendía que el preso no podía moverse entre las dos tablas ni la cuarta parte de una pulgada.
"Estas dos tablas, con el preso adentro, fueron colocadas frente al trono del sultán, encima de varios caballetes. A continuación, un verdugo subió a las tablas y, armado de un afiladísimo serrucho, comenzó a serruchar las tablas a lo largo por los mismos sitios donde estaban los pies del prisionero, y un alarido tan grande se escapó de entre las tablas, un tan grande alarido, que el sultán sonrió débilmente, y muchos de nosotros envejecimos en un minuto treinta años y algunos, de robustos mozos que eran, por efecto del miedo, se convirtieron en cuerpos achacosos.
"Y digo que era horrible aquel tormento, porque el hombre no moría de hemorragia, ni tampoco ninguna de sus partes vitales era atacada, como no ser los huesos de las piernas, que simultáneamente se los cortaban a lo largo, de modo que el hombre —eso le oí decir a un soldado— murió cuando el serrucho llegó a sus rodillas, aunque un cabo de varas juraba a quien quería oírle que otro hombre había resistido vivo el serruchamiento hasta que el acero le llegó a los huesos de la cadera.
”Más muertos que vivos, nos condujeron a la cárcel donde debíamos esperar nuestro turno para ser supliciados. Una vez que quedé solo en mi calabozo, me di a pensar de qué modo podríamos recuperar la libertad yo y mis compañeros. Estaba resuelto a quitarme la vida con mis propias manos antes de someterme a semejantes torturas, pero al amanecer varios carceleros entraron en nuestras celdas, nos metieron dentro de un traje de cuero que nos impedía herirnos; después de alimentarnos abundantemente, abriéndonos por la fuerza la boca, se marcharon, dejándonos abandonados en la oscuridad y acostados sobre una tabla gruesa encastrada en el muro.
”Tres veces al día entraban nuestros guardianes y nos alimentaban abundantemente para que tuviéramos fuerzas de soportar el suplicio, y nos servían manjares grasosos y tuétanos de aves, y confituras de azúcar y crema, y luego nos recostaban en la madera y se marchaban dejándonos en la más completa oscuridad. Y nuestro cuerpo crecía y engordaba en su terrible funda de cuero.
”Una noche, mientras que de este modo nos estaban alimentando nuestros verdugos, tuve la sensación de que la tabla se movía bajo mi cuerpo; se escuchó una especie de rugido subterráneo, los carceleros dejaron de darnos de comer y, de pronto, los muros se derrumbaron entre los innumerables gritos de los presos. La noche del terremoto sobrevino en el país de las torres de porcelana.
”Rodé por el suelo y quedé situado debajo de mi cama como debajo de un tejado.
”Muchas y grandes tempestades conocí en el mar, pero ninguna tan prodigiosa y terrible como la que devastó a esta ciudad en el término de una noche. El viento soplaba con tanta violencia, que las techumbres de los palacios se dislocaban en el espacio. Yo, bajo un monte de escombros, milagrosamente protegido, al amanecer, arrebatados por incesantes torbellinos, vi volar por los aires a los habitantes de Eidulah-el-Kar.
”Flotaban algunos instantes a la misma altura de las nubes; luego iban a pulverizarse en los abismos del mar o en los roquedales del suelo, y el mismo bosque, milenario pero inmenso, arqueado por todos sus troncos, rugía con tanto furor, que ponía miedo en las fieras más sanguinarias.
"Finalmente, la tempestad cesó al atardecer. De Eidulah-el-Kar y sus torres de porcelana no quedaban nada más que escombros.
”Me puse de pie, porque mi traje de cuero se había desgarrado. Debido a la abundante alimentación que me habían suministrado para torturarme más ventajosamente, estaba obeso y casi fuerte. Tomé una espada, la amarré al cinto; algunos pasos más allá, en una callejuela, encontré una ballesta y la eché a la espalda; súbitamente un fuego escarlata relumbró en mis ojos. Allí, en el suelo, en una arqueta reventada, se veía un puñado de rubíes y diamantes.
"Guardé los que pude entre mis andrajos, continué andando hasta llegar a la orilla del mar. De todos los barcos que se guarecían en el puerto no quedaban nada más que tablas astilladas flotando entre la resaca.
"Durante tres meses viví en compañía de algunos sobrevivientes que, como yo, ocultaban entre sus andrajos piedras preciosas como para comprar un reino. Desconfiábamos los unos de los otros y nos ocultábamos para dormir, pero la necesidad de comer nos obligaba a reunirnos. Finalmente, pude hacerme escuchar por ellos y, después que me escucharon, se inclinaron a obedecerme. Con innumerables trabajos construimos un buque, cargamos en él todas las joyas y piedras preciosas y metales finos que había entre los escombros, y nos lanzamos a la mar.
"Grandes trabajos tuvimos en el océano para escapar de los piratas y de las tempestades, pero después de veintitrés meses de navegación y de sortear innumerables peligros, llegamos nuevamente a Bagdad. Y aunque no descubrí para nuestro califa las islas de Oro, le traje tan crecidas riquezas que, después de verlas, exclamó:
"—Simbad, la mitad de estas riquezas serán para ti y la otra mitad para rus hombres.
"—¿Y tú con qué te quedas, señor? —repuse.
”—Yo me quedo con Simbad el Marino, el capitán más hábil del Islam —me respondió nuestro señor.
Y así terminó la historia del octavo viaje de Simbad, que no es tampoco el último, sino el anteúltimo.
(El Hogar, 3 de junio de 1938)