Me llamo Albertina Halbert. A los quince años de edad asesiné a mi tía Eugenia. En la actualidad cuento cuarenta y cuatro años. El proceso de la muerte de mi cuerpo es cuestión de meses. Una enfermedad incurable da término a mi organismo. El relato de un crimen cometido en la edad pueril no tiende a expresar un remordimiento, sino a derramar un poco de luz, si es posible, sobre el oscuro relieve de lo que constituyen los móviles de la conducta humana.
Por mi modo de expresarme, nadie dudará de que soy una mujer culta. Mi difunto esposo solía decirme que jamás encontraría una mujer más ecuánime que yo. Como profesor de psicología, conocía lo suficientemente la naturaleza humana para no errar en sus afirmaciones. Creo que no exageraba. Siempre, instintivamente, traté que mis actos se desarrollaran dentro de los cuadros que se conforman con lo que consideramos la más estricta justicia.
¡Y, sin embargo, también instintivamente asesiné a mi tía!
Jamás he experimentado remordimientos por haber cometido aquel crimen. Tampoco en el día que siguió a la noche del delito. Aquel acto me pareció siempre natural y en consonancia con las enérgicas necesidades de mi infancia humillada. La justicia jamás sospechó mi intervención en un suceso terrible, en el cual mi tía perdió la vida, cocinándose viva, a fuego lento, durante varias horas. ¡Y yo que he cometido tamaño crimen tengo que reconocer que mi naturaleza no es cruel ni insensible! Así, jamás he podido tolerar que en mi presencia se sacrificara a un ave de corral o se castigara a un animal. Creo necesario añadir que ni antes ni después de aquel suceso me he comportado en ninguna circunstancia como una mujer hipócrita, incorrecta o malvada. Pero de haberse sospechado la auténtica naturaleza de aquel horrible accidente en que perdió la vida mi tía Eugenia, los adjetivos más retumbantes rodaran sobre mi cabeza. Los periódicos hubieran publicado numerosas columnas, demostrando que mi destino lógico era pudrirme en una cárcel por el resto de mi vida. Y nadie, a pesar de mis ojos celestes y trencitas rubias caídas sobre las espaldas, dudara que yo era un monstruo.
Analizando mi vida, salvo el asesinato de la tía Eugenia, no encuentro ningún acto que pueda agregarse a mi conducta de “monstruo”. A los quince años cometí aquel crimen, y a los veintiún años contraje matrimonio con un excelente joven que cursaba el profesorado... Nuestras relaciones dichosas, la comprensión mutua que nos ayudaba a tolerarnos, han sido la admiración de nuestros amigos... No me quedó ningún hijo de mi querido esposo. Espero tener pronto la dicha de reunirme con él, si existe la otra vida. Pero no deja de atribularme saber que mi fe en la otra vida no es lo suficiente firme como para permitirme aguardar con más ilusión el fin de mis días.
Ahora, volvamos la cabeza a las sucesivas etapas de mi infancia, que culmina con el asesinato de mi tía.
Ellas quizás expliquen el proceso subterráneo que fue desarrollándose en mi subconciencia, y que en el momento oportuno, en un gesto, se zafó hacia el homicidio, con la misma brusquedad que se escapa un resorte de la desgastada grampa que lo retiene.
Mi madre falleció cuando yo tenía diez años. Creo que de la misma enfermedad que me conduce a mí hacia la muerte. De mi madre conservo recuerdos contradictorios. Era una mujer alta, gruñona, malhumorada. Me cuidaba con la solicitud cariñosa de un veterano reumático. Debía quererme mucho, pero su afecto era áspero. De continuo reñía con mi padre, unas veces por cuestiones de dinero y otras por disconformidad con el medio en que vivía.
Mi padre era un delicioso amigo mío. Lo recuerdo siempre como el más bello cuadro que adornó mi existencia. Era un hombre de baja estatura, delgado, sumamente fuerte, de rostro alargado en finas líneas. Gastaba un ligero bigotillo rubio, y su mirada oscilaba siempre entre burlona y afectuosa. Cuando no estaba extremadamente alegre, se sumergía en ensueños para mí misteriosos y enormes. En el teclado del piano su melancolía se traducía en músicas nuevas.
Papá me quería mucho, me llamaba “mi muchachito”, “mi mocito”, y a veces se ponía conmigo a hablar mal de mamá o a ridiculizarla. A veces la juzgaba con alegría, como divertido de tolerar magnánimamente semejante carácter. A papá no le faltaba razón. Mamá era una mujer singular, con el sistema nervioso desequilibrado por una enfermedad latente y capaz de las violencias más absurdas y de las obsesiones más inverosímiles. Durante una época dio en creer que papá quería envenenarla; después, en accesos de rabia, llegó a tirar sus trajes a la calle y cometer otros despropósitos por el estilo. Lo evidente era que lo quería a papá de cierta manera desdichada, y que de ninguna manera hubiera hecho feliz a un hombre sensato.
En estas desavenencias el factor económico constituía el motivo dominante. Mamá se veía obligada a limitaciones que la encoraginaban. Cierto es que papá hubiera podido ganar más dinero, pero, sumergido en sus problemas musicales, en muchas circunstancias hacía menos caso de las necesidades de mi madre de lo que en la práctica es razonable.
¿Estaba desilusionado? Me inclino a pensar que sí. A veces me decía:
—¿Crees que si yo ganara más dinero ella cambiaría de carácter? No “mocito”, no. —Luego agregaba:— He descubierto una verdad, “mocito”: cuando una mujer no está enamorada profundamente de su marido, el marido se convierte en una especie de cosa a la cual con la más natural inhumanidad le exigen todo género de esfuerzos. Que no se agradecen. Acuérdate siempre de esto, “mocito”. Cuando veas trabajar a un hombre desesperadamente, es casi seguro que, en secreto, es esclavo de una mujer que en el noventa por ciento de los casos debiera ser azotada en la vía pública.
Yo comprendía oscuramente que papá guardaba contra mamá un rencor sordo. Más tarde, meditando en aquellos días, revisando mis recuerdos, comprobé que mamá estaba separada de papá por un resentimiento misterioso e inexplicable. Quizá no era mi padre el hombre que le cuadraba. Evidentemente, papá era un buen hombre, mamá era una buena mujer, pero no es suficiente que un hombre y una mujer sean excelentes personas para entenderse.
Además, papá era artista, vivía involuntariamente en otro mundo; y mamá, sólidamente, era mujer de esta tierra. Para colmo de desgracias, la única hermana de mi madre, la tía Eugenia, era una mujer rica, viuda de un hombre que, al fallecer, la dejó heredera de una fortuna y sin hijos. Esta tía mía se complacía mucho en visitar nuestra humilde casa y restregarle a mamá por las narices sus tapados de pieles y exagerarle la ventura de su posición. Como es natural, mamá, después de estas visitas quedaba inaguantable. Y en esas circunstancias volcaba su malhumor sobre papá que, sentándose al piano, armaba un estrépito de mil diablos con acordes disonantes.
La tía Eugenia era una mujer alta, cara ruda, de nariz respingada, esta particularidad le daba un aire insolente, que acentuaban sus pequeños ojillos cargados de expresión envidiosa y movedizos como los de un ratón. La tía Eugenia, en estado normal, era incapaz de un gesto desinteresado. Trataba de parecer generosa; en el fondo codiciaba el dinero, y su corazón era más duro que las baldosas de su finca. Su entretenimiento favorito consistía en reunirse con sus cuñadas para disputar algunos centavos en porfiadas partidas de naipes. Una variante en su vida era el chisme. Lo cultivaba obstinadamente y hasta tenía cierta habilidad para provocar confidencias. Luego las aderezaba a su modo, provocando entre los parientes y amistades fantásticos incidentes.
La preocupación de la tía Eugenia consistía en parecer elegante y educada. Cuando se sentaba a la mesa, durante algunos minutos ofrecía esa ilusión, pues componía una sonrisa falsa y almibaraba la voz. Creía que de ese modo se comportaba la gente de mundo, pero de pronto su natural plebeyo triunfaba sobre sus propósitos y, entonces, alargando como una tortuga la cabeza sobre los platos, al tiempo que movía la nariz como un tapir, mientras sus ojos rodaban en la cueva de patas de gallo y vomitaba un chisme que terminaba piadosamente:
—¡Quién lo hubiera dicho! ¡Y yo que la quiero tanto!
La tía Eugenia lo detestaba a papá, porque sabía que papá se burlaba de ella, y yo le era odiosa por ser hija de tal hombre. Siempre que me veía, exclamaba:
—Pero, ¡qué fea está mi sobrina! ¡Qué fea!
Yo la miraba, sonriéndome irónicamente. A pesar de ser una criatura, me sabía superior a esa mujerona. No me interesaba, “era una cosa de carne”, como decía papá que, a veces, comentando la conducta de esa mujer, me explicaba:
—Ella tiene la apariencia de un ser humano; en substancia su mentalidad no es superior a la de una oca.
En esa época mamá enfermó, hubo que internarla en un hospital, y nunca me olvidaré de este terrible detalle relacionado con la tía Eugenia.
Mamá necesitaba un camisón. Toda su ropa estaba en lo de la lavandera. Papá, ocupado con la terrible novedad, estaba organizando nuestra nueva vida. Mamá me envió a lo de la tía Eugenia a pedirle un camisón, y la tía Eugenia me respondió:
—Decile a Juana que yo no tengo ningún camisón..., y que también tengo mis apuros.
Papá se equivocaba. La tía Eugenia no era una oca. Era algo peor. Cuando le conté el episodio del camisón, papá se quedó pensativo durante algunos minutos, luego dijo:
—Si un escritor narrara en un cuento que una mujer rica, unida a una enferma por vínculos de sangre, le niega un camisón, la gente diría:
“No, no es posible.” Y sin embargo, este hecho ha ocurrido, y nos ocurre a nosotros. Realmente, la condición humana es extraordinaria en posibilidades de mezquindad.
Durante algunos meses fue dos veces por semana a visitarla a mamá. Un día papá llegó a casa con los ojos enrojecidos. Mamá había muerto. Comprendía muchas cosas, pero no pude comprender lo que era la muerte. A veces me parecía que mamá había sido una sombra en el muro. Yo también era una sombra en el muro. Papá también. La sombra se desvanecía y no ocurría nada sobre la tierra. Y eso uno no sabía si era terrible o si era maravilloso, o si todo lo que sucedía era un mal sueño del que todos nosotros despertaríamos algún día. No pude comprender la muerte de mamá.
Una mujer vieja se hizo cargo de nuestra casa. Papá estaba triste. Evidentemente sentía mucho la muerte de mamá, la quería y se querían ellos a su desdichado modo. Las costumbres de nuestra casa no se alteraron: algunas veces venía a buscarme a la salida de la escuela y me acompañaba. Tenía ahora la preocupación de ganar dinero, no para él, sino para protegerme a mí. Parecía temeroso de algo. Condescendió a componer tangos, ¡a él que le horrorizaban los tangos!, y ganó dinero. Yo escuchaba en la escuela comentarios bonitos sobre sus composiciones musicales, pero mi padre, cuando yo le hablaba de los comentarios, se tapaba los oídos horrorizado. Creo que robar le hubiera avergonzado menos. Me lo explico. Era su música.
Pasaron así cuatro años. Un día, al sentarse al piano, se dobló trabajosamente, estiró un brazo hacia el teclado y rodó. Cuando yo lo tomé entre mis brazos estaba muerto. Durante algunos momentos caí en la desesperación más horrible que puedo recordar. Me sentí arrojada en medio de la calle; era de noche, nadie cuidaba de mí; la calle y la noche eran el leitmotiv continuo de una vida que ahora se alternaba en mis sentidos con grandes lienzos de sombras. Gente distante articulaba con brazos de monigote en una penumbra movediza, yó me sumergía en el sueño y tenía la sensación de que hacía años y años que dormía, y no quería despertar jamás.
Finalmente, una mañana un rayo de sol hirió mis ojos. Estaba en la cama, probablemente enferma, y de pie, a mi lado, la criada de la tía Eugenia.
Cuando dejé la cama, mi cuerpo se había alargado y estaba sumamente demacrada y sensible. Mi tía me dijo que no tenía que afligirme, que todo se remediaría, y algunos días después reunió a sus amistades y me presentó en un círculo de mujeres absurdas como “la hija de aquel mala cabeza”. Yo bajé el semblante, encendido en sangre. Las mujeres absurdas cumplimentaron a mi tía por su obra de caridad.
En aquel momento no sé por qué se me ocurrió conceptuarla a mi tía responsable de la muerte de mi madre y de mi padre. La obsesión era ridicula, pero estaba abonada por el episodio del camisón. Yo la miraba y pensaba: “¡Miserable, le negaste un camisón a mamá! ¿Te das cuenta? ¡Un camisón!”
Mi tía no se enteró de los sentimientos que nacían en mí. Con sus amigas, se arrimaron a una mesa, cogieron las barajas y comenzaron a jugar al poker. Yo fui a recostarme, pues aún me temblaban las piernas.
Una semana después, mi tía suprimió la criada y yo me vi obligada a ayudarla en la limpieza de la casa. Este cambio no fue acompañado de malos modos, era natural en su graduación, como era natural el sentimiento de tacañería de mi tía. En cambio, me encontró demasiado débil para continuar yendo a la escuela.
Continuamente estaba dándome sermones sobre la necesidad de la economía, y sacando a relucir el ejemplo del camisón de mi madre y del fin de mi padre, para terminar agregando que mi destino presente sería muy distinto si yo tuviera la mitad de sus bienes o propiedades.
Cuando examino las conversaciones de mi tía, no creo que sus temas se apoyaran en un sentimiento de maldad consciente. No. Sentía la necesidad de glorificarse de su dinero porque yo no lo tenía, y es humanamente agradable para una naturaleza miserable tener algo que otros pueden necesitar. Para consolarme, decía:
—No te preocupes. Todo te quedará para ti el día que yo muera.
Yo reflexionaba. Recordaba.
¡Qué distinta era la vida en la casa de mi padre, cuando él vivía! Con papá hablábamos de teatro, de pintura, de óperas, de música, de existencias de hombres extraordinarios. Cuando papá se sabía inteligentemente escuchado, desenvolvía los panoramas de su vida interior con tal acierto, que era un goce físico atenderle. En cambio, en la casa de mi tía, sacándola de hablar mal de sus amigas, de sus cédulas hipotecarias y del cobro de los alquileres de sus propiedades, no existía ningún interés por ningún aspecto desinteresado de la existencia. El día que la tía Eugenia me sorprendió leyendo una novela, se puso de mal humor. Otro día que le manifesté deseos de continuar estudiando el piano, me respondió bruscamente:
—¿Quieres tener el mismo fin que el mala cabeza de tu padre?
No respondí. Pronto iba a cumplir quince años. Una expresión de gravedad endurecía las líneas de mi rostro. Muchas veces pensaba en escaparme de esa casa. Pero, ¿adonde ir? La vida me inspiraba terror. Yo no sabía escribir a máquina, no conocía idiomas, había caído en una cárcel donde sólo estaba permitido fregar, cocinar, tejer. Yo no diré que mi tía me maltrataba o me había convertido en su esclava, no, pero era ostensible que todas mis facultades, lo más precioso que había heredado de mi padre, se atrofiaban allí en el cumplimiento de una vida estúpida y sin objeto. Yo no quería ser una mujer como mi tía; yo aspiraba a ser otro tipo de mujer, ejercitar la vida más noblemente, y no ser “una cosa de carne”. Para colmo de desgracia, la muerte de mi padre había interrumpido mis estudios en sexto grado de las escuelas primarias. Mis proyectos de ingresar al liceo de señoritas se habían derrumbado.
En aquella época mi tía se fue a vivir a un caserón de su propiedad, en el pueblo de Belgrano. Era aquel un edificio colonial, situado en la calle Cramer, rodeado de un inmenso lote de tierra que el tiempo convirtió en un jardín silvestre. El trabajo que mi tía y yo teníamos que realizar era mucho mayor. Había mucho que limpiar y mucho que cuidar. Yo no iría jamás al liceo de señoritas, y los ojos se me llenaban de lágrimas cuando veía pasar a las colegialas con sus delantales blancos y sus valijas cargadas de libros. Y la responsable era ésa, mi tía, con su traza de verdulera distinguida y su gorro de terciopelo ladeado a un costado, como el de los plebeyos de Rembrandt.
Mi odio se iba comprimiendo. Yo sabía que algún día terminaría por estallar de una manera terrible, y temía que ese día llegara, porque fatalmente me vería obligada a abandonar la casa de mi tía, y entonces ignoraba cuál sería mi destino.
Para ese entonces la tía Eugenia pensó en edificar una casa de departamentos en el terreno que quedaba libre junto al caserón. Primero habló de su proyecto con todas sus amistades, luego la visitaron varios arquitectos, más tarde innumerables albañiles. Ella disputaba sagazmente con toda esa gente, yo no podía menos de levantar la cabeza asombrada pues la tía, lápiz en mano, arremetía contra ellos y demostraba tener tantos conocimientos como los constructores en lo que se refiere al costo de la madera, cinc, ladrillos y cal. Un día salimos juntas y recorrimos innumerables galpones de materiales de construcción. No había pasado una semana cuando una cuadrilla de hombres comenzó a cavar los cimientos de la futura casa de departamentos y otros abrieron un hoyo profundo e inmenso. Varios camiones cargados de cal se detuvieron en el jardín y durante tres días vivimos envueltos en ardientes nubes blancas que se desprendían de la cal al apagarse. El hoyo profundo e inmenso se convirtió en un horno. A pocos metros de él se percibía la temperatura constante. Sin embargo, el enorme pozo estaba la mitad por llenar.
Después llegaron camiones cargados con chapas de cinc. La tía tiesa con las facturas en las manos controlaba el material que descargaban. No se fiaba del capataz ni de los albañiles. “Todos son unos ladrones”, decía. Tampoco quiso subvencionar a un sereno, porque “los serenos son los primeros en robar en vez de cuidar”. Sustituyó al sereno por un feroz perrazo de policía, que andaba siempre un poco hambriento. El constructor que se había hecho cargo de la obra temblaba en presencia de la tía.
A la noche del cuarto día de haber comenzado aquel trajín, en cuanto me acosté, quedé dormida. Me habían extenuado los quehaceres de la jornada.
¿Qué hora de la noche sería cuando mi tía me despertó? No lo recuerdo. Ella, en camisón, estaba junto a mí, sacudiéndome por el hombro. Cuando pude escucharla volvió a explicarme lo que ocurría.
—Va a llover. Esos malditos albañiles han dejado varias bolsas de cal viva afuera. Vení, que taparemos la cal con unas chapas. Así la lluvia no la estropeará.
Entre dormida y despierta me eché a las espaldas una salida de baño y acompañé a mi tía al jardín. Efectivamente, iba a llover de un momento a otro. Relámpagos verticales trazaban surcos violetas en el horizonte; el jardín aparecía fantasmagórico al apagarse y encenderse. Pasamos junto al pozo de cal. Como un alto horno, despedía una temperatura violenta y firme.
La tía dijo:
—Mirá, allí están las chapas...
La pila de bolsas de cal viva estaba junto al pozo, a un paso de la orilla. Mi tía tomó una chapa de cinc y yo otra. Así, a la luz de los relámpagos, comenzamos a tapar la pila de bolsas.
Yo no pensaba. Trabajaba automáticamente. La tía Eugenia con una chapa suspendida sobre su cabeza y yo con otra, caminábamos a la orilla del pozo candente. De pronto, siempre sin pensar absolutamente en nada, dejé caer mi chapa. Sin vacilar me acerqué a mi tía y con las dos manos abiertas le di un fuerte empellón. Ella lanzó un gran grito, hundiéndose en el hirviente pozo de cal. Yo salté hacia atrás. En la superficie blanca del pozo un relámpago iluminó una chapa de cinc. Nada más. Yo recogí la chapa que dejé caer al suelo, la coloqué sobre la pila de bolsas de cal y sin volver la espalda, entré a mi cuarto, apagué la luz y traté de dormir. Pensé que vivía en una cabaña construida de bloques de hielo. Allí debía guarecerme sin interrupción seis meses antes de ver el sol. Tronaba y relampagueaba afuera. Continuaba pensando que estaba en una cabaña de hielo. Sobre ella se desplomaban crueles tempestades polares. Afuera, mi tía, en el fondo del pozo de cal, se cocinaba viva.
Quedé dormida...
Al día siguiente me despertaron varios funcionarios policiales. Me dijeron que mi tía había muerto en un accidente horrible. Yo me eché a llorar, naturalmente. En aquellos momentos, sin ninguna hipocresía, sentía infinita pena por esa mujer. Como era menor de edad, el juez me puso bajo un tutor, conversó conmigo y me preguntó qué era lo que yo deseaba hacer, y respondí que quería terminar sexto grado para poder ingresar al liceo de señoritas. El juez me sonrió paternalmente, respondió que mis deseos se verían cumplidos, cuanto más que por la muerte de mi tía recibía una herencia que permitía sufragar holgadamente todos los gastos que impusieran mis estudios.
Y recuerdo que el día más hermoso de mi vida fue aquel, cuando nuevamente, con mi guardapolvo blanco y mis trencitas sobre la espalda, entré al aula en fila con mis compañeras y la señorita maestra me dijo:
—A ver, Albertina, pase al pizarrón y explíquenos de cuántos huesos consta el cráneo humano...
(El Hogar, 3 de septiembre de 1937)