Lisette se inclinó hacia mí. Sus grandes pupilas celestes parecían abrirse como los pétalos de una estrella marina. Y ella no olía a ácido fénico ni a yodoformo, sino que un perfume carnal, entremezclado con vaharadas de madera, la abarcaba en su torbellino extático. Y yo repetí:
—He visto una mirada terrible en el doctor Bahamont.
Sus ojos recorrieron rápidamente la sala del hospital de sangre y murmuró:
—¿Sospecha, acaso, de nosotros?
Ahora Lisette apretaba mi mano entre las suyas:
—¡Esos perros nos hacen un daño terrible! Cuanto más disimulada está nuestra artillería, mejor la localizan.
Repuse:
—La de nuestro puesto ni la sospechan. Fíjate que hemos encontrado...
Lisette miró, alarmada, en derredor:
—Cállate, imprudente.
—Tienes razón. Aquí hasta las paredes oyen.
Lisette continuó:
—¿Cuándo sales para París?
—Mañana.
Súbitamente cuadrado apareció ante mí el soldado Marcel. ¿De dónde había salido? Le miramos sorprendidos. Marcel habló:
—El mayor Sarault quiere verle, mi teniente.
Luego salió. El cañón comenzaba a tronar a lo lejos. A la entrada de la sala, un grupo de médicos movía los brazos.
Lisette echó a correr por el pavimento embaldosado de losas blancas y negras, como un tablero de ajedrez.
Aunque estaba levemente herido, mi permanencia en el hospital respondía a otros fines. Hablando francamente, yo me había herido a mí mismo levemente en una pantorrilla, por expresa orden del mayor Sarault, con el pretexto de ser internado en el hospital de sangre. Lisette sola no se bastaba ya para vigilar a las enfermeras y médicos, entre los que sospechábamos se encontraba un espía. Y Lisette nos había sido muy útil. Ella fue quien descubrió que un oficial extraviado y que padecía de amnesia, no era tal amnésico, sino un espía. Ella era la encargada de despabilar a los heridos, enseñándoles a mostrarse recelosos en sus conversaciones y sumamente mesurados. Lisette, y muchos lo ignoraban, pertenecía a la nobleza de Alsacia. Al revés de numerosas muchachas que durante la guerra se quedaron hilando vendas en París o corriendo juergas con los muchachos que venían del frente, Lisette eligió los hospitales de sangre. Pocas mujeres se comportaban tan heroicamente como ella durante los bombardeos y los grandes momentos de peligro. Su permanencia en nuestra línea nos reconfortaba. En el hospital, como decía antes, Lisette identificó a dos espías, que fueron fusilados, pero el último enemigo, agazapado entre nosotros, señalándoles impunemente a los alemanes nuestras posiciones más ocultas, no podía haber sido. Era la nuestra una situación grave. Allí donde con más arduas precauciones se emplazaba una batería, comenzaban a caer granadas. A veces, antes de que tuviéramos tiempo de utilizar nuestra artillería, los proyectiles enemigos, dirigidos con un diabólico acierto, desmantelaban la posición. Por fin, el mayor Sarault dispuso que yo trabajara en compañía de Lisette para descubrir al espía.
—Lisette, he pensado que de aquí en adelante tendrás un
compañero. En su compañía te encargarás de registrar los equipajes de
tus compañeras, de facilitarnos su correspondencia mientras están de
servicio, para comprobar si las cartas no están escritas con tintas
secretas.
Lisette no podía verme porque yo trabajaba tras de un tabique de madera, tomando notas del último parte. Sin embargo, yo, por una hendidura de la división, veía su noble y agraciado rostro. El mayor Sarault continuó:
—¡Es necesario trabajar, Lisette! ¡Y trabajar con eficacia! Nos están vendiendo. (En aquel instante yo sospeché que Lisette estaba al servicio de la Sección B de contraespionaje.) Hay alguien que denuncia la posición de nuestras baterías mejor disimuladas.
Lisette escuchaba, y su cabeza se movía pensativamente. La voz del mayor resonó:
—¡Teniente Laboule!
Salí de mi rincón.
—Teniente Laboule, le voy a presentar a la enfermera Lisette. Trabaja para contraespionaje.
Lisette me estrechó efusivamente la mano. Comprendí que nos íbamos a entender. El mayor Sarault continuó, dirigiéndose a la muchacha:
—Lisette, nosotros hemos resuelto que el teniente Laboule se hiera en una pantorrilla para internarlo en el hospital. Esa herida leve le permitirá merodear y servirte de auxiliar.
—¿No nos estará traicionando algún oficial? —sugerí.
El mayor Sarault encendió una pipa.
—Estamos frente al misterio. Hemos hecho tratar con reactivos químicos la correspondencia cruzada entre todos los soldados y sus familiares. Hemos hecho registrar de pie a cabeza a todos los hombres que salieron para París con licencia. Y, sin embargo, continúan vendiéndonos. (Señaló el mapa colgado del muro donde se veían marcadas las posiciones de las baterías en cada cota.) Hice figurar datos falsos en ese mapa, para ver si nuestro enemigo bombardeaba las posiciones falsas, pero los datos falsos no nos sirvieron absolutamente para nada.
Volví a sugerir:
—Hay un médico entre nosotros que juega mucho. Abunda de dinero. Su familia no es rica. ¿De dónde sale ese dinero?
—¿Se refiere usted al doctor Bahamont? —intervino Lisette.
—Sí.
—El doctor Bahamont ha recibido una herencia —cortó terminantemente el mayor Sarault.
Me sorprendió la repentina explicación respecto de la fortuna del doctor Bahamont. El mayor también pareció darse cuenta de la responsabilidad que entrañaba tal afirmación, porque corrigió:
—Con la explicación del origen del dinero del doctor Bahamont no he pretendido ponerle a cubierto de vigilancia. Ustedes controlarán su correspondencia y su vida como la de otras personas del hospital.
De pronto sonó la campanilla del teléfono. Durante un minuto el mayor conversó con su hijo; luego le pasó el teléfono a Lisette, diciéndole:
—Segismundo quiere conversar con usted.
Lisette cambió algunas palabras sin importancia con el hijo del mayor y yo, repentinamente, me sentí despechado. ¡Ya tenía celos de Lisette!
—¿Cómo marcha con su pierna? —le preguntó el mayor.
—Dice que le han vuelto los dolores.
Después me enteré que Segismundo había quedado lamentablemente cojo al iniciarse la guerra, a consecuencia de una caída que tuvo desde un tren de artillería. Semejante accidente le salvó de los horrores de las trincheras. Era un mozo guapo, a pesar de su muleta.
—De manera que tú te herirás en una pantorrilla esta noche. Y ahora podéis retiraros.
Lisette y yo salimos lentamente de la habitación del mayor Sarault. En la puerta, Marcel nos examinó de pie a cabeza con su mirada inquisitiva.
Nunca olvidaré el momento en que tomé mi gorra para ponérmela. Tuve una sensación de extrañeza. La miré atentamente, la hice circular entre mis dedos y finalmente mi extrañeza se aclaró. Había en mi gorra una particularidad que la había cambiado, un detalle que ahora no podía precisar. Nuevamente me presenté al mayor Sarault y le dije:
—Creo que llevo un mensaje en la gorra. Hay allí algo que no está bien y que no puedo precisar en qué consiste. Hágame seguir y vigilar.
El último hombre que estuvo en mi habitación fue Marcel.
Un cuarto de hora después, salía en el automóvil de los oficiales para la estación. Una hora después subía al tren que va de Argonne a París. Un paisano me seguía de cerca. Su misión consistía en vigilar a los que quisieran acercarse a mi gorra.
Cojeando, desempeñé a conciencia mi papel de hombre que aprovecha su libertad y resurrección de las fangosas trincheras. Bebía abundantemente en todas las cantinas de las estaciones, aparte de las raciones de whisky que ingería en el coche restaurante. No faltaban ocasiones. Tras de mí, el paisano, siempre vigilante, fue sustituido dos horas antes de llegar a París por un obeso comisionista que charlaba con una dama también bastante gruesa. Pero ambos vigilaban mi gorra.
Súbitamente, la pareja cayó sobre un oficial que, equivocadamente, tomó mi gorra confundiéndola con la suya. Era el eslabón que buscábamos entre nuestra fila de trincheras y el enemigo. Pero no habían transcurrido tres minutos de la detención del eslabón, cuando el oficial se desplomó rígidamente entre los tres hombres que lo rodeaban, porque la pareja de seudocomisionistas iba secundada por toda una brigada de agentes.
El oficial apócrifo se había suicidado.
La Sección B de contraespionaje efectuó investigaciones que no condujeron a nada. Había que suponer lógicamente que este suicida fue introducido de contrabando en Francia. Quizá dejado caer con un paracaídas desde un avión. Al hacerle la autopsia se comprobó que tenía adherido un veneno potentísimo en la punta de la uña del dedo meñique, la cual, al ser detenido, se clavó en la palma de la mano. La finalidad del suicidio resultaba evidente: escapar a las torturas que le esperaban para que delatara a sus cómplices. Pero la presunción de que mi gorra tenía una particularidad alterada era exacta: la correílla que sirve para asegurar a ésta bajo la barba había sido sustituida por otra que llevaba en su interior un papel de seda indicando las cotas de nuevas posiciones de artillería.
Como ayer, estábamos a merced del invisible enemigo.
Podía ser una pista. Una pista insignificante, pero admisible.
¿Por qué el cómplice espía muerto que trabajaba en nuestra línea de
trincheras no había de tener la uña del dedo meñique cortada en punta
como el desconocido suicida?
Cuando regresé de París hablé con el mayor Sarault y Lisette, y comenzamos a observar discretamente las manos de todas las personas que nos rodeaban. Y con particularidad, el dedo meñique.
Perdimos el tiempo. En la orilla de la muerte nadie tenía tiempo de pensar en arabescos de punta de uña.
No veíamos mano que no se revelara estropeada por la acción del trabajo, de los ácidos, de la deflagración de la pólvora, por la acción de la pala y el pico, por la de los desinfectantes. La uña cortada en punta, con su impregnación de veneno, no aparecía por ninguna parte.
Y de pronto estalló la bomba:
¡Lisette está incomunicada! ¡Lisette es la espía! Era increíble, pero lo que no permitieron descubrir costosas investigaciones lo facilitó el estúpido eslabón de la casualidad. Un frutero cruzaba una calle de París, cuando un precipitado mensajero lo derribó con su bicicleta en la calzada. Malherido, fue conducido a la estación sanitaria más próxima. Su actitud esquiva llamó la atención del gendarme que intervino en la traslación a la estación sanitaria más próxima, le revisaron los bolsillos y, con gran sorpresa de los practicantes que rodeaban al herido, se le secuestró un mapa de trincheras y un librito con diferentes alfabetos de clave.
Inmediatamente intervino la Sección B y, ante el asombro de los funcionarios, el espía nombró a Lisette y a un portero de la rué Bonaparte, detenido algunos minutos después.
Ahora, arrinconada como una fiera en un butacón, con las manos amarradas a las espaldas por unas cadenitas de acero, Lisette nos miraba a todos con pupilas chispeantes. Sus ojos parecían dos almendras de porcelana celeste. Tan tersos y terribles se mostraban.
La habían trasladado a la misma dirección del hospital de sangre, y frente a ella se encontraban el mayor Sarault, el doctor Lebrón, dos empleados de la Sección B y yo, en mi calidad de ayudante del mayor Sarault.
El mayor tomó la palabra pausadamente:
—Lisette, no trataré de recriminarle su crimen espantoso. Usted sabe la pena que se aplica a los traidores, y usted es doblemente traidora a su patria y a su clase, y únicamente quiero decirle esto: dos recursos tenemos nosotros para obligarla a manifestarnos quiénes son sus cómplices. La persuasión y la tortura. El primer recurso de persuasión está ya empleado con las palabras que pronunciamos. Necesitamos una confesión amplia. La vida de millares y millares de hombres depende de la actividad de sus cómplices. Es necesario que nos diga quiénes son, dónde podemos encontrarles.
Lisette, lívida, apretó los dientes.
El mayor se puso de pie. Sus últimas palabras fueron:
—Pueden interrogarla. Usted, doctor —se dirigía ahora al director del hospital—, encargúese de reanimarla cuando pierda el conocimiento por efectos del dolor.
Se retiró.
Quedamos el director del hospital, yo y los dos agentes de la Sección B en la habitación, frente a la muchacha lívida. Los agentes nos miraron; comprendiendo nuestra situación, dijeron:
—Los señores pueden retirarse, si quieren. Nosotros interrogaremos a la señorita.
Salimos.
Un minuto después entró en la habitación una mujer gigantesca, de ojos verdosos y manos pesadas. Nunca la había visto en el hospital. Pertenecía también a la Sección B. En las manos traía un látigo.
Durante dos horas, Lisette fue flagelada por la mujer gigantesca. De tanto en tanto la mujer asomaba la cabeza a la puerta y le hacía una señal al director del hospital, que entraba con su jeringa de inyecciones, reanimaba a la torturada y luego salía enjugándose la frente con un pañuelo.
—Jamás he visto resistencia semejante —me dijo—. No pronuncia una sola palabra.
A las dos horas y quince minutos de castigo, la mujer de la Sección B salió de la habitación. Todo su delantal blanco estaba manchado de sangre. Dijo, sin mirarnos:
—La detenida quiere hablar.
Entré temblando a la habitación.
Lisette, envuelta en una manta hasta el mentón, estaba tendida en el sofá. Miraba enloquecida en derredor, sus cabellos se habían vuelto blancos, los dientes le castañeteaban como si tuviera mucho frío. No me reconoció.
Dijo:
—Segismundo.
—¿Qué?
—Segismundo es mi cómplice.
—¿Quién es Segismundo?
—El hijo del mayor.
—¿Qué mayor?
—El mayor Sarault.
Casi caemos de espalda. Ésas fueron sus últimas palabras. Volvió a desmayarse.
Cinco horas después, en París, el hijo del mayor Sarault, detenido, se confesaba culpable. Lisette, por amor a él, había entrado en el servicio de espionaje.
(El Hogar, 9 de diciembre de 1938)