Gun, sentado en la orilla de la mesa niquelada, con las manos perdidas en los bolsillos del guardapolvo, examina la vitrina del instrumental quirúrgico, al tiempo que mueve como péndulos desiguales sus zapatazos amarillos. Hay algo allí, detrás de los vidrios, que no está bien. Eso es lo probable. Pero él no puede localizarlo.
Olga, sentada frente al escritorio, con el tul arrollado sobre la visera de su toca azul, cuenta:
—¡Oh, sí! Daniela está muy contenta. Por fin llega el esposo. ¿Te das cuenta? Después de dos años de vivir como un salvaje en la selva.
Gun no puede confesarle francamente a su esposa que en ese instante no se le importa un pepino que regrese o no el marido de Daniela. Y para impedir que Olga se indigne, contesta como si fuera muy importante lo que dice:
—Daniela es buena mujer. Debe estar contentísima.
Olga cotorrea:
—Tan contenta que hoy, mientras servía el té, se volcó una taza encima del pie y no sintió ningún dolor. ¡Mirá cómo estará de nerviosa la pobre!
Gun, con salto de gato, se aproxima a la vitrina. Por fin ha descubierto el detalle que lo mantiene alarmado. Y exclama, moviendo desoladamente la cabeza:
—Me han robado un juego de bisturíes. ¡Con razón que me estaba dando en la nariz la maldita vitrina!
Olga se acerca.
—¿Quién habrá sido?...
—No dejó tarjeta de visita...
—¿Y por qué no pusiste llave?
—Debe haber sido el anteúltimo enfermo que atendí. En un momento llamaron por teléfono...
Gun no ha terminado de pronunciar la palabra teléfono, cuando la sirvienta entra al consultorio, dirigiéndose a Olga:
—La llama por teléfono la niña Juana, señora.
Olga sale y Gun regresa pensativamente a su mesa niquelada. Nuevamente sus zapatazos amarillos se mueven como péndulos desiguales mientras su pensamiento trata de localizar el posible rostro del ladrón; a través de su preocupación resuenan algunas de las palabras que ha pronunciado Olga:
—...tan contenta estaba, que mientras servía el té, se volcó una taza encima del pie y no sintió ningún dolor. ¡Mirá cómo estará de nerviosa la pobre!
Gun mira la punta amarilla de sus zapatazos que van y vienen. Indudablemente, el ladrón es el anteúltimo visitante. “No sintió ningún dolor la pobre...”
Un mal pensamiento cruza por la mente de Gun. Se pone precipitadamente de pie, y dirigiéndose al cuarto donde Olga habla por teléfono, le dice bruscamente:
—¡Che..., hacé el favor de abreviar la conferencia!
Daniela, en el dormitorio, retira los trajes de su esposo del ropero, se los alcanza a Trudis, la criada, que los cepilla, después de casi husmearlos con su nariz respingada.
Daniela, envuelta en un peinador verde, acaricia lentamente las ropas del viajero:
—Este traje azul se lo hizo Mario en octubre del veintisiete. Le queda muy bien, pero muy bien el color azul. En cambio, este gris se lo hizo hacer en marzo del veintiocho.
Trudis empina la nariz como un podenco, y comenta:
—Hay hombres a los que “que no les queda bien” el color gris.
—Un gris con rayitas moradas y azules es bonito. Pero por las fotografías que recibí, me parece que estos trajes no le van a quedar bien. Está mucho más grueso ahora. Llaman a la puerta. Vaya, Trudis...
La puerta del vestíbulo se abre. Recuadrado, en el fondo de ella, casi tocando el dintel con la cabeza, aparece el doctor Gun.
—¡Ah! ¿Es usted, Gun? Pase. Viene a festejar la llegada de Mario. Pase al comedor.
Ahora están sentados frente a la mesa, separados por un espacio de tabla lustrosa y oscura. Gun inspecciona disimuladamente el rostro de Daniela, y piensa: “¡Qué feo es esto!” Mientras que Daniela se dice: “¡Bien podía venir a otra hora!” El silencio se torna pesado, insoportable. Gun se dice: “Bueno, así no podemos continuar, hay que hablar”, y lanza la pregunta:
—Olga me dijo que ayer por la tarde se volcó una taza de té muy caliente sobre el pie...
—Sí..., pero no es nada, Gun...
—¿No ha sentido ningún dolor?
—No... ¿Por qué?...
—Me llamó un poco la atención, y me dije: hoy tengo que visitar a un enfermo que vive aquí a la vuelta. Vamos a verla a Daniela, no sea que esté mal del pie...
—Sí..., no sentí nada... Serían los nervios.
—¡Ajá..., aja!... Me gustaría revisarle el pie, Daniela...
—Pero Gun, no sea criatura... Le digo que no he sentido nada, absolutamente nada.
—Es precisamente lo que me preocupa. Olga me contó lo ocurrido, y yo no he podido sacarme la idea de la cabeza...
—¿Qué idea?
—No sé... Posiblemente hay algo en el pie que no funciona bien. ¿Qué le parecería si le reviso el pie, Daniela? Es un minuto, nada más.
—¿Se va a molestar?... En fin... ¿Cree usted que se trata de algo grave?
Gun siente tentaciones de decirle: “¡Pero alma de Dios, usted cree que si no se tratara de algo grave, yo vendría a perder tiempo aquí!” Pero respondió:
—No..., no creo que sea nada grave. Pudiera, en última instancia, tratarse de alguna afección a la piel, que no conviene descuidar... En fin, ¿cómo se ha sentido usted estos últimos tiempos?
—Bien...
—¿No ha estado resfriada, afiebrada?
—Afiebrada, no. Decaída..., quizá un poco decaída este último mes, sí...
—¿Insomnios?...
—No, he dormido mucho. Más de lo que acostumbraba, me parece.
—¿Sobre qué pie cayó el té?...
—En el derecho.
—Descálcese, Daniela. Vamos a ver...
Torpemente se descalza ella. Cierta zozobra la domina en este instante, y no podría concretar en qué consiste. Quizá un miedo lejano, vago. Esa insistencia de Gun no es normal. Él ha preguntado con justeza.
—Trudis, traiga la linterna eléctrica.
El pie desnudo entra en la rueda de luz blanca, y el corazón de Gun palpita rápidamente. Allí está lo que él temía. Una ligera mancha sonrosada, casi lila, en el centro, extendiéndose de la inserción de los dedos hasta el empeine. Nada más.
Gun enciende un cigarrillo. Con un alfiler picotea la piel.
—¿Duele?
—Sí...
Vuelve a pinchar.
—¿Y ahora?
—Sí...
Aproxima la brasa del cigarrillo.
—¿Duele ahora?
—No.
Corre el tizón sobre la piel hasta el fin de la marcha.
—¿Y ahora no le duele?
—No.
Clava otra vez el alfiler.
—Ahora sí me duele...
Gun deja apoyada la brasa del cigarrillo en la mancha.
—¿Siente algo?
—Nada.
Gun se pone de pie.
—Daniela..., me parece conveniente que venga a mi consultorio...
—Pero, ¿qué es lo que tengo? —El rostro de la mujer se ha ensombrecido.
Gun arroja el cigarrillo y llama a Trudis.
—Traiga alcohol, si hay.
Mientras se enjuaga las manos, dice:
—Lo que tiene usted, Daniela, no es grave...; quiero decir, no se encuentra en un estado avanzado como para permitirle hacer a uno un diagnóstico así a secas... Yo tendría que revisarla...; por otra parte, hay que efectuar algunos análisis.
—Yo no me siento enferma, sin embargo, Gun...
—¿Y cree usted que es para mí agradable tener que venirle a decir que está enferma?
—¿Enferma de qué? ¡Bendito sea Dios!...
Gun se pone de pie; camina de un costado a otro del comedor.
—Yo creo que usted debe prepararse a recibir una mala noticia..., pero en fin, no hay que desconfiar. Su enfermedad recién comienza...
Daniela, tiesa, observa al hombre. Gun no puede más; exclama:
—Bueno, Daniela..., qué diablos..., yo no tengo la culpa. La quiero bien a usted y a su esposo. Es necesario hablar. No puedo callar. Sería criminal. En usted parece que se ha manifestado la lepra.
Él vio cómo la mujer inclinaba la cabeza sobre la mesa y luego caía desvanecida.
Daniela permanece en su dormitorio a oscuras, sentada solitariamente en la orilla de la cama. Las manos abandonadas sobre las rodillas y las espaldas encorvadas. Piensa:
“Estoy cargada de muerte. De los pies a la cabeza soy una muerte, muerte viviente. Parece mentira y estoy cargada de muerte”.
Llama el teléfono:
—Sí..., es necesario, Gun. Usted lo espera mañana a mi esposo. Llega en el tren de las nueve y media. Usted le dice todo.
—¿Trudis no se da cuenta de lo grave que es ser leprosa?
—...
—¿Así que ella también lo está?...
—...
—Yo le vi esa mancha en el brazo, pero nunca le di importancia...
—...
—No quiero hablar con Nora. No quiero con nadie, Gun.
—...
—Hasta mañana, Gun...
Daniela vuelve a sentarse en la orilla de su cama.
“Estoy muerta. Y cuando menos lo esperaba. Ahora que pensábamos vivir tranquilos. ¿Para qué se habrá sacrificado Mario?”
Nuevamente se inclina sobre su pie y se toca con suavidad la zona manchada. No experimenta ninguna sensación.
“Y ahora Trudis también está leprosa.”
¿Ella ha contagiado a la criada, o Trudis...? “¡Dios mío..., para qué pensar! Es mejor que me muera. Lo veré a Mario y después me mataré. ¿Qué objeto hay en vivir? Pero es ridículo que yo hable de vivir. Ya no puedo hablar de la vida. ¿Para qué morir despacio? Lo veré a Mario y luego me mataré. Hay que quemar los trajes que estuve cepillando. Después que me muera, Mario debe casarse. Nora es una buena chica. Mario debe casarse con Nora. ¿Y si Nora no le gusta? Bueno..., que se case con quien quiera.” Y ahora cuando llegue se encontrará con Gun, que le dirá:
“—Hay que tener resignación. La noticia no es agradable, mejor dicho, es triste. —¡Oh, estos médicos! ¡Cuántos circunloquios! ¿Y si todo fuera mentira?”
Daniela enciende un fósforo y se lo acerca a la mancha sonrosada del pie. La llama ilumina de fulgores amarillos su rostro, pero ese trozo de epidermis es insensible al fuego. Piensa. Hace veinticuatro horas que piensa sin consuelo, infatigablemente:
“Ahora pertenezco a otra humanidad. Parece mentira, pero hay sobre la tierra una humanidad distinta. La de los leprosos. Sus leyes de existencia son distintas a las de los sanos.
Ella pertenece a la sociedad de los muertos. Ella..., ella soy yo. Mario... Mario es un desconocido para mí. No, yo no voy a esperar el avance de ‘eso’. No. Es horrible. Estoy a tiempo para morir decorosamente.”
Nuevamente suena el timbre del teléfono.
—¿...?
—No.
—¿...?
—Gracias. No quiero ver a nadie. Quiero estar sola.
Cuelga el tubo sin esperar respuesta.
—¡Para qué pensar! No queda otro remedio que morir. Y yo que no me daba cuenta de que se me había estirado la piel de la frente. Con razón aquel hombre cuando pasé me dijo: “Qué bonita. Tiene la frente de marfil”. Es la piel que se estira. La muerte. No me gusta el revólver. Prefiero el cianuro. Eso del chalmugra es tirar la agonía larga. El cianuro es menos doloroso. Y hace tres días yo caminaba tan tranquila. Pensaba en Mario. ¿Quién me iba a decir que de pronto el rayo caería aquí... sobre mi cabeza? Y la vida que es tan bonita.
En el comedor hay una fila de sillas adosadas al muro. Daniela, rígidamente sentada en la punta de la fila, mira el reloj.
Dentro de cinco minutos entrará en la estación el tren que conduce a su esposo.
Daniela, con las manos apoyadas en las rodillas, sigue tristemente el girar de la manecilla del segundero. Mario, en esos mismos instantes, ajeno por completo a lo que ocurre, vendrá apoyado de codos en la ventanilla, absorbiendo el paisaje de la ciudad y pensando:
“Daniela debe pasearse impaciente por la estación en compañía de sus amigas.”
Daniela sonríe, escalofriante, sintiéndose desfallecer.
Y él no sabe que en la estación le espera Gun, que le dirá:
—Querido amigo, tienes que soportarlo. Es terrible..., pero tu mujer está enferma, muy enferma... Parece que está leprosa... ¡Ajá!... Ésos son los términos; parece que está..., después le dirá, los síntomas no autorizan a suponer otra cosa.
Daniela piensa y permanece inmóvil adosada al respaldar del asiento. Su rostro está más lívido que yeso mojado.
“Lindo recibimiento le tengo preparado a mi esposo. Una noticia espantosa. Le diré: ‘Mario, tienes que marcharte a otra parte porque estoy leprosa’. Y él me contestará: ‘Pero esto es horrible. Yo no he ido a enterrarme dos años en los bosques para que al llegar me espere un médico pálido, que me advierta: —Tu mujer está leprosa’.”
El minutero avanza, y Daniela soliloquia:
“¡Oh!, sí, querido. Mas, ¿qué quieres que haga? Yo no estoy leprosa por mi gusto. Ni para darte un mal rato a ti, que has estado dos años enterrado en los bosques. La enfermedad ha caído sobre mí como un rayo. Me ha partido la cabeza y no me he muerto para mi desgracia y la tuya, pobrecito mío.”
Daniela se lleva las manos al corazón.
“¡Oh, el tren ha entrado ya en la estación! Ya debe haber entrado. Sí..., ya entró. Mario mirará sorprendido en redor, sorprendido de no encontrarla; ahora Gun avanza contrito al encuentro de Mario; su esposo se da cuenta inmediatamente que le van a notificar una desdicha, y Gun, antes de hablarle, lo toma de un brazo; así, si se desvanece, no caerá al suelo.”
Daniela inclina la frente.
“Toda yo contengo la muerte y mi casa también. Mario debe saberlo todo. ¿Qué hará? ¿Vendrá a verme? Sí, venir va a venir. Claro que vendrá. Se sentará frente a mí. No puedo ni debo darle la mano. Hay que abrir las ventanas para que salga el aire, porque también el aire se infecta en mi redor. Estoy cargada de muerte.”
Daniela cierra los ojos. Una ansiedad tremenda crece en el fondo de su pecho. Es necesario que venga Mario. Entonces ella le dirá:
—Te esperé durante dos años, fijo el pensamiento en ti todos los días. ¡Oh, si supieras cuántas veces me desperté acongojada en la noche! ¡Oh, no, no le diré esto a Mario! ¿Qué se remedia con decirle semejantes tristezas? Él también debe haberse despertado muchas veces en la noche de los bosques, y con lágrimas de desesperación en los ojos se habrá puesto a pensar en mí.
Daniela se pone bruscamente de pie.
—En estos momentos él viene hacia aquí. Lo siento. Ya ha salido de la estación. Lo sabe todo. Viene hacia aquí. Viene. Lo siento..., lo siento como si su automóvil corriera dentro de mi corazón. Ya no puede detenerlo nadie. Está cerca, tan cerca, que me parece escuchar su respiración.
Daniela corre hacia la puerta; la abre.
—Que no tenga que esperar cuando llegue.
Suenan pasos en la escalera. Es él, seguido de un hombre cargado de maletas. Mario, vestido de gris, inmenso, con el cabello arremolinado sobre la frente.
Mario avanza hacia ella, casi frío.
—¿Cómo estás, querida?
Daniela se refugia tras de la mesa.
—No te acerques, Mario. Siéntate allí.
El hombre repara que la esposa desvaría un poco, y la obedece.
Daniela lo mira, y de pronto comienza a acariciar en el aire lo que a ella se le figura el óvalo de su rostro.
—Estás más grueso, Mario. ¡Pero cuánto cabello tienes! Te has vuelto negro. No te acerques. No respires. Es muy peligroso, querido, estar aquí. Ahora, enseguida, te irás al hospital, ¿eh?...
Mario sonríe amistosamente y Daniela continúa de pie, sobreexcitada.
—Te recibí porque no me era posible no verte. Tengo una mancha en el pie. Es una mancha rosa. Nada más. Un poco lila en el centro, ¿sabés? Nada más. A la tarde me da un poco de fiebre y sueño, ¿sabés?... Produce mucho sueño esta enfermedad. Debe ser por el debilitamiento. No siento ningún dolor. Nada. Me toco el pie con un carbón encendido y no siento nada. Es divertido. ¿Qué efecto te hizo la noticia?
Mario calla, y entonces Daniela encamina la conversación en otra dirección.
—¿Cómo es la selva, Mario?
—Verde..., un océano verde.
—¿Hay chalmugra allí? Con el chalmugra se hace el aceite...
—No, no hay chalmugra...
—Es muy bueno el chalmugra, ¿no? Gun me dijo que detiene la enfermedad cuando está en un principio.
—Por completo.
—¿Es triste la vida en el bosque?
—Sí...
—¿Y ahora dónde te irás a vivir, Mario?
—No sé, ni he pensado.
Mario se pone de pie. Camina de una punta a otra del comedor.
—Nuestra casa no ha cambiado casi.
—¡Oh, tú qué fuerte estás!...
—La vida entre las plantas...
Mario observa a Daniela. Responde:
—Me gustaría verte de pie.
Ella deja la silla. Mario la observa pensativamente desde los zapatos hasta la frente. Daniela evita mirarlo a los ojos. Haciendo un esfuerzo, dice:
—Bueno, ahora tienes que irte. Ya hemos estado demasiado tiempo juntos. Es peligroso el aire de un..., Mario..., de una leprosa... ¿No sabes que dan bacilos como los tuberculosos?
Mario la soslaya. Se muerde los labios para no dejar escapar su desesperación.
—¿Quieres acompañarme hasta la puerta?
—No te daré la mano, ¡eh!
—Como quieras, Daniela.
Mario camina. Daniela tras suyo deja oír sus pasos livianos. Ahora han entrado en el pasillo. Mario gira lentamente sobre sí mismo. Daniela se detiene. De pronto, él da un gran salto de gato montés; ella quiere escaparse, pero es inútil. Se siente tan fuertemente oprimida entre los brazos de su marido, que apenas puede gemir:
—¡Déjame, Mario, déjame!
Pero ¿qué puede hacer ella contra ese monstruo sano, fuerte y grande, que la dobla como a una vara? De pronto, la mano de él le endereza el mentón levantándole la boca hasta la suya. Daniela se siente anegada de una maravillosa debilidad; quiere también ella abrazar a ese hombre, que es tan suyo desde la vida y la muerte, y entonces mirándolo a los ojos, exclama, mientras él la besa en la boca:
—¿No tienes miedo?
Y él contesta simplemente:
—¿Para qué?
(Mundo Argentino, 9 de agosto de 1933)