Frente mismo a la bahía de Natiópolis avanza un jardín; en el extremo del jardín se ve una horca con el lazo corredizo colgante, y sobre el palo de la horca se puede leer esta inscripción:
“Destinada a Eugenio Delmonte
si se atreve a desembarcar aquí.”
Sin jactancia, me atrevo a dar fe que no hay ciudad en el mundo
que pueda registrar un suceso tan maravilloso como el que se conoce bajo
el nombre de “Eugenio Delmonte o los mil trescientos novios”.
El año 1921, Enriqueta Silver, por razones que aún no se conocen,
cortó sus relaciones con Eugenio Delmonte. Éste tenía para entonces
veinticuatro años; tres meses después su cabello había encanecido
totalmente. Durante un año vagó por Natiópolis, y algunos de sus actos
revelaban que su estado mental no era estrictamente normal. Enriqueta
Silver desapareció un tiempo, pues sus padres, temerosos de un atentado,
la enviaron a otra población. Eugenio llegó a cometer tales disparates,
que se convirtió en el hazmerreír de las muchachas de nuestra ciudad.
Quiero agregar que en Natiópolis las mujeres eran sumamente orgullosas.
Ello se debía a que las estadísticas anotaban un porcentaje de veinte
por ciento más de varones que de mujeres. En consecuencia, éstas eran
muy solicitadas y pagadas de sí mismas.
En 1923 estalló la noticia bomba. Eugenio Delmonte acababa de heredar cincuenta millones de dólares de un tío remoto, cincuenta millones que, traducidos a nuestra moneda, equivalían a ciento cincuenta millones. Cuando los reporteros de los cuatro periódicos de Natiópolis quisieron reportear a Eugenio, éste había desaparecido de nuestra ciudad. Los padres de Enriqueta Silver se desvanecieron al conocer la noticia.
Durante un mes, en las siete calles más importantes de Natiópolis no se habló de otro asunto que de los cincuenta millones de Eugenio. No se comprendía cómo había sucedido el fenómeno; la caída de un meteoro en la esquina de la avenida General Bicoca y Coronel del Busto no suscitaría más emoción.
En 1924 un cable anunció la llegada de Eugenio Delmonte a su ciudad natal. El intendente y los concejales efectuaron una reunión extraordinaria para acordar los festejos con que se saludaría “al ilustre hijo de Natiópolis”. Existía el proyecto de pedirle en préstamo cinco millones de dólares para aliviar la apremiante situación del tesoro.
El 7 de marzo de 1934 llegó Eugenio Delmonte a la bahía de Natiópolis en su yate particular. La comisión de fiestas se retiró con las orejas gachas, pues Eugenio se negó absolutamente a recibir a nadie. Fue aquello un escándalo, pero los periódicos no dijeron una palabra al respecto, pues Eugenio les hizo telefonear por su secretario particular que necesitaba proyectos de publicidad y las tarifas correspondientes.
Algunos de sus amigos quisimos entrevistarlo; cada uno de nosotros tenía preparado su sablazo. Nuestras tentativas fueron inútiles. “El señor Delmonte no recibe a nadie”, era la consigna del marinero que le servía de ordenanza privado en el hotel Mogador.
El 10 de marzo (obsérvese que sigo los hechos con absoluto respeto de las fechas), los cuatro periódicos de Natiópolis aparecían con un aviso, que ocupaba todo lo ancho de la página. Allí podía leerse:
“Dejad que los novios vengan a mí. Eugenio Delmonte quiere
ayudarles. Todos los jóvenes de esta ciudad que haga más de un año que
están de novios pueden acudir a Eugenio Delmonte en procura de ayuda”.
La publicación de este aviso surtió efectos fulminantes. En el
Mogador se habilitaron cuatro oficinas para recibir y examinar los
documentos de los jóvenes novios, que estaban obligados a presentar un
certificado firmado por dos vecinos honorables, acreditando que hacía
más de un año que mantenían relaciones con una joven de la ciudad.
Los porteros del hotel Mogador, cuyos callos plántales guardaban emocionante simetría con sus corpulencias, jadeaban como malos pencos, guiando hacia las secretarías la cáfila de novios barbudos y lampiños que acudían en procura de la ayuda ofrecida por Delmonte.
Excuso decir que en todos los centros filantrópicos sociales y culturales la actitud de Eugenio Delmonte era comentadísima. El obispo de Filiápolis le llamó desde el púlpito “caro hijo”, y Enriqueta Silver, la ex novia de Eugenio, hizo estas declaraciones a un reportero (textuales):
“Eugenio Delmonte fue mi novio. Un sino fatal impidió que él me condujera al tálamo nupcial, pero yo que le he tratado de cerca puedo dar fehaciente testimonio de cuán cristalina es la bondad que fluye de su corazón.”
Ruego a los lectores no extrañarse de semejante estilo; Enriqueta Silver era la lectora de todas las páginas de modas y sociales de las revistas de Natiópolis.
Eugenio Delmonte, en agradecimiento a semejantes declaraciones, le envió un ramo de flores de papel. Las criadas de Enriqueta dijeron más tarde que su patroncita casi se desmayó del furor al recibir el obsequio.
El 12 de mayo los mil quinientos novios inscritos en los registros de las secretarías de Delmonte recibieron una esquela. El millonario les invitaba a concurrir a una reunión general que se efectuaría en el teatro Electra. La esquela traía esta aclaración: “El señor Delmonte dirigirá la palabra a los jóvenes y les hará propuestas prácticas, destinadas a resolver su situación.”
El acto estaba anunciado para las diez de la noche, pero fuera omisión deliberada o involuntario olvido, todos los novios que llegaban al teatro Electra en compañía de sus novias y los padres o familiares de éstas se encontraban con la novedad: para asistir a la reunión debían entrar solos. La reunión estaba consagrada exclusivamente a los novios. Sin embargo, el señor Delmonte tuvo el exquisito gusto de hacer regalar ramitos de flores de azahar a las niñas. Un hombre muy avezado insinuó, y ello causó buen efecto, que el señor Delmonte con este obsequio quiso cumplimentar la pureza virginal de todas las novias de Natiópolis.
A las once de la noche el teatro Electra estaba de bote en bote. Los reporteros gráficos, desde todos los rincones, hacían relampaguear sus lámparas de magnesio; altoparlantes hábilmente distribuidos en el salón permitirían escuchar la voz del orador, y a las once y cuarto apareció en el escenario Eugenio Delmonte.
Yo apenas lo reconocí. Un traje a cuadritos blancos y negros colgaba del perchero de su cuerpo, mientras que su cabellera blanca, teñida ahora de color zanahoria, le daba el singular aspecto de un deudo. Llevaba, para colmo, gafas negras y tenía toda la pinta de un fantoche estrafalario. Los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo, semejantes a los de un gorila; se detuvo frente a la concha del apuntador y con la cabeza ligeramente torcida hizo una inclinación de busto a modo de saludo.
Un cerrado tableteo de aplausos fue el testimonio de agradecimiento de la juventud casadera de Natiópolis.
El “Dejad que los novios vengan a mí” era un hecho consumado. Eugenio volvió a inclinarse frente a los mil quinientos novios y los aplausos redoblaron, y así transcurrieron cinco minutos. Cuando toda la juventud de Natiópolis hubo desfogado suficientemente su entusiasmo, Delmonte dijo:
”No me gustan los prólogos largos. (Aplausos.)
”En 1921 yo era un joven como ustedes. Tenía novia. Si entonces me hubiera casado, ignoraría numerosos aspectos interesantes que encierra la vida. (Atención suma de la sala.)
”Yo creo que un hombre debe casarse cuando ha llegado a la razonable edad del reposo, y el deseo del reposo nace en la conciencia del hombre cuando éste ha vivido una serie de experiencias posibles, y ellas únicamente son alcanzables viajando las diversas comarcas de la tierra. En otros términos:
”Mis cincuenta millones de dólares me permiten hacerles a ustedes un regalo único en la historia del mundo y sus ciudades. Este regalo consiste en un viaje gratuito alrededor del mundo, durante dos años, con una indemnización económica razonable para todos aquellos novios que para viajar tengan que abandonar su empleo.”
Durante un instante se produjo un silencio catastrófico en la sala; luego los aplausos comenzaron por ráfagas, y como no fueran suficientes las manos, muchos emplearon los pies, y los alaridos de “¡Viva Eugenio Delmonte!” se podían escuchar desde cien metros de distancia del teatro.
Delmonte hizo un rápido saludo y se retiró; a continuación apareció un ordenanza, quien dijo, ayudándose con el megáfono:
—Ahora se va a pasar una película con una rápida exposición de los parajes que visitará el paquete El Gavilán en el crucero alrededor del mundo.
Se hizo oscuridad en el salón y en la pantalla apareció el puente de El Gavilán cargado de jóvenes camareras con letreros en las manos que decían:
“Para servir a los novios de Natiópolis.” Y a continuación comenzó un desfile de panoramas: Nápoles, Tánger, Nueva York, El Cairo, San Francisco, Shanghai...
Cuando la proyección de la película hubo terminado, la platea del teatro Electra daba la impresión del salón de actos públicos de un manicomio. Ninguno de aquellos hombres se acordaba ya de su novia ni de los compromisos contraídos; cada uno hablaba con su vecino de los placeres que prometían dos años de crucero alrededor del mundo, y cuando nuevamente apareció en el escenario la figura reticulada de Eugenio Delmonte y su pelo color de zanahoria, los aplausos se sucedían por ráfagas tan vivas, que durante media hora tuvo que aguardar, haciendo de tanto en tanto inclinaciones de cabeza. Tras él aparecieron los cuatro secretarios del hotel Mogador y varios criados con mesas. Los secretarios tomaron asiento, el silencio se hizo en la sala y el millonario dijo:
—Los que estén resueltos a efectuar el crucero firmarán su compromiso ahora. Esta noche, en esta sala, queda cerrada la inscripción.
Durante tres horas, en cuatro mesas, desfilaron los novios de Natiópolis para firmar el contrato de expatriación por dos años. A cambio del contrato recibían la orden de embarque. De mil quinientos novios sólo doscientos se negaron a firmar.
Amanecía cuando el teatro comenzó a vaciarse de su público. Al día siguiente comenzaría el escándalo.
¿Con qué palabras describir la revolución que provocó en nuestra ciudad la generosa oferta de Eugenio Delmonte?
El Intransigente, diario matutino, apareció con este editorial:
“Delmonte deja viudas a mil trescientas muchachas.” Y a continuación:
“Delmonte arruina a nuestra ciudad. Delmonte, de un plumazo, destruye numerosas aspiraciones legítimas y fundadas. Los carpinteros, que contaban con los nuevos casamientos para colocar el producto de sus industriosidades; los farmacéuticos, cuya participación en la vida del bello sexo es tan inmediata; las modistas, cuyos trusós aguardaban a sus jóvenes compradoras; los propietarios de casas de alquiler, los ferreteros, las comadronas, los pasteleros, los músicos y los sacristanes, los fotógrafos, los bazares y los sastres, todos los diversos ciudadanos dedicados a las más variadísimas formas de la industria humana quedan de facto perjudicados por esta insólita intromisión del señor Delmonte, que substrayendo a la ciudad mil trescientos novios posterga para tiempo indefinido mil trescientos matrimonios, es decir, mil trescientas operaciones comerciales, cuya dilatación alterará en forma ostensible la economía de nuestra ciudad.”
El Matutino, en un sesudo editorial, argüía:
“La oferta del señor Delmonte adolece de fallas diversas pero, a nuestro modo de ver, la más grave, por no decir la más profundamente amoral, es la consecuencia fatal de apartar a mil trescientos jóvenes del cumplimiento de aquella sagrada ley: ‘Creced y multiplicaos’.
”Mil trescientas jóvenes, como las vírgenes de las Escrituras, esperaban al esposo con su lámpara encendida, y de pronto ha llegado el nefasto Delmonte, que de un soplo apagó la lumbre de los mil trescientos quinqués. Cierto es que los mil trescientos novios volverán, nadie lo duda, pero, ¿quién puede garantizarle a las atribuladas jovencitas de nuestra ciudad, a los sobresaltados padres, que estos mil trescientos jóvenes regresen en el mismo estado de espíritu que partieron? Un hombre, en un momento dado, dispuesto a contraer matrimonio, pero distraído de su propósito por motivos tan tentadores como el crucero ofrecido por el señor Delmonte, puede bien mañana no estar dispuesto a casarse ni por todo el oro del mundo.”
El Ciudadano, más agresivo, escribía:
“Dejad que los novios vengan a mí ha sido la trampa chancera más indigna que se le ha tendido a la buena fe de una ciudad, y contra las jóvenes niñas en trance de disfrutar de la legítima santidad del tálamo. Delmonte, prácticamente hablando, es un hombre socialmente peligroso. El individuo a quien hace algunos años abandonara Enriqueta Silver, bajo la capa de la tentativa filantrópica encubre la más ruin venganza de que se posea noticia en las ciudades que lógicamente se supone que pertenecen a países civilizados.”
Seamos sensatos. Los diarios no carecían de razón. El día que siguió a la noche de la reunión en el teatro Electra fue día de luto para nuestra metrópoli. Doquier se fijaba la mirada se tropezaba con madres y novias llorosas y con padres y hermanos que aprestaban la escopeta o la estaca. Todos aquellos ciudadanos que estaban de novios desaparecieron de sus casas y de los empleos donde se procuraban su honesto sustento. Una ola de melancolía y desgracia se desplegó semejante a una nube sobre las techumbres de la ciudad. Los únicos que ganaron con este brusco cambio de la situación fueron los farmacéuticos, que de la mañana a la noche despacharon todas sus provisiones de tóxicos raticidas y vaciaron toneles y más toneles de agua de azahar. La venta de armas de fuego también logró un repunte y las acciones de la fábrica de armas de Lloraelgato aumentaron dos puntos. En cambio, las industrias de la seda y la madera sufrieron una baja desazonante.
El hotel donde se hospedaba el siniestro Delmonte tuvo que ser acordonado por la policía, pues una manifestación de madres llorosas y novias desgreñadas rodeó el Mogador con miras intranquilizadoras para la integridad física del enjuto millonario.
Hubo (¿se pueden evitar, acaso?) incidentes sangrientos. Un honesto padre descargó su ametralladora en la cabeza de un adolescente; varias novias atentaron contra su vida mediante el inocuo raticida, que gracias a la eficiencia de la química veterinaria no produjo efectos graves; una comisión de señores y comerciantes titulados “Los amigos de Natiópolis” se dirigió al ministro del Interior; el ministro contestó que no había sentada jurisprudencia sobre un precedente tan extraño y que él no podía intervenir; y finalmente Delmonte, escoltado por un piquete de tropa, tuvo que abandonar el hotel Mogador, pues la jefatura de Policía le notificó que no respondía por su vida si no se retiraba de Natiópolis.
Un joven compositor, Saturnino Lilian, que compuso el vals “Dejad que los novios vengan a mí”, fue casi muerto a palos por una brigada de ebanistas furiosos; el orden en la ciudad estaba, en cierto modo, alterado para hacer más grave la burla trazada contra la población. Delmonte hizo colocar en la proa del paquete El Gavilán una banda de remendones, que arrancaban de sus trompas el desafinado vals “Dejad que los novios vengan a mí”. Esta última burla enardeció de tal modo a la gente de Natiópolis, que la jefatura marítima dispuso que un piquete de marineros, con ametralladoras de mano, custodiara el dique donde se balanceaba El Gavilán.
Por la noche, emboscados en las sombras, se embarcaban los novios. Hoy era un grupo, luego otro; en menos de tres días, mil trescientos jóvenes se refugiaron junto a Delmonte. Muchos de estos hombres no habían puesto jamás el pie en el puente de una nave, y todos se mostraban alegres, sorprendidos, optimistas.
Una comisión de padres trató de entrevistarse con Delmonte. Éste se negó a tratar. El club de Madres Patricias envió una comisión de matronas. Eran feas, gordas y pretenciosas, y los marineros, de acuerdo a las órdenes recibidas de la Jefatura, no dejaron pasar ni a una sola de dichas damas.
En correos un empleado recibió un paquete que no se le ocurrió manejar con atención y la caja de cartón estalló entre sus manos amputándole los brazos. La Dirección de Correos impartió órdenes respecto a las encomiendas dirigidas a la tripulación de El Gavilán.
Finalmente, el 16 de marzo, el buque funesto partió. Partió y, como dijo el clásico, la mitad de la ciudad se quedó riéndose de la otra mitad que lloraba. Un día llegaron varias bolsas de correspondencia: los mil trescientos novios escribían felices; luego la correspondencia se hizo cada vez más escasa, y éste es el día en que hace más de tres años que en Natiópolis no se tiene ni la más vaga noticia de la suerte que ha corrido El Gavilán, con su cargamento de mil trescientos novios y el satánico Eugenio Delmonte.
Tal es la razón por la que en el jardín, frente a la bahía de nuestra ciudad, un grupo de ciudadanos ha levantado una horca con un lazo corredizo vacante y la inscripción mencionada.
(El Hogar, 9 de abril de 1937)