A media hora de Fez, en el paraje donde se bifurca hacia el sur el camino que conduce a Meknés y hacia el norte el que lleva a Tánger, se pronuncia la cuesta que los naturales llaman la Puerta del Djin. Cuando se llega a esta cima, en un barranco poblado de laureles se distinguen los restos de piedra de un antiguo castillo. Como por efectos de un milagro, sólo queda en pie la torre del homenaje. Allí funcionó durante años la fábrica conocida en la región con el nombre de perdigonera de Yamil.
Yamil era un árabe oriundo de Esmirna, sumamente devoto. Solo o acompañado, cumplía minuciosamente las cinco oraciones prescriptas al creyente.
Cuando llegó a Fez, tendría treinta y cinco años y una chilaba sumamente astrosa. Traía cartas para un faquir de la Mezquita de los Andaluces, con quien se entrevistó largamente. Luego Yamil, por consejo del faquir, se trasladó hasta la Puerta del Djin, estudió las ruinas, volvió a entrevistarse con su protector, y algunos meses después los campesinos que en los lomos de sus mujeres transportan la leña, la aceituna y el grano, supieron que en el castillo funcionaba una fábrica de perdigones.
En la altura de la torre, Yamil instaló el horno de fundir, y en el interior un pozo de agua. En este pozo Yamil recogía la lluvia de plomo candente convertida en millares de bolitas.
Yamil surtía de perdigones a los montañeses de las tribus vecinas. Por intermedio de su amigo, el faquir de la Mezquita de los Andaluces, había obtenido permiso del sultán para ejercer su arte. Aunque los campesinos tenían matrices de hierro para fundir sus proyectiles de guerra de grueso calibre, necesitaban la munición para cazar. La especial técnica de fabricar perdigones les maravillaba. No podían explicarse cómo una gota de plomo líquido se convertía en una esfera al desplomarse en el espacio. Cuando llegaban a la torre de Yamil para comprar algunas libras de balines, no dejaban nunca de pedirle permiso para entrar en la torre. Respetuosamente detenidos en la puerta, a la orilla del pozo, miraban con asombrosa incredulidad el alto plafón de vigas donde estaba instalado el horno para fundir, la cadena con una palanca que desde la muralla externa servía para volcar el crisol y dejar caer la lluvia de metal.
El suelo estaba sembrado de perdigones, los campesinos recogían la tierra carbonizada, miraban las esferitas de plomo y luego se marchaban moviendo pensativamente la cabeza.
Yamil cerraba la gruesa puerta de la torre, le echaba llave al candado y acompañaba a los rústicos hasta el arruinado arco del castillo. Los hombres, en sus burros, se marchaban por los caminos, comentando con grandes gestos la maravilla que habían presenciado.
Durante varios años Yamil trabajó auxiliado por un jorobado llamado Fadlo y por una negra de las inmediaciones de Debibagh que tenía con él atenciones de esposa. Luego, al progresar, tomó a su servicio un esclavo fugitivo llamado Scandar, tuerto de un ojo y manco de la mano derecha. Scandar contaba que había perdido el ojo militando en un arca. La mano derecha, evidentemente, se la habían cortado por ladrón en algún zoco. Scandar era forzudo como un enano y se encargaba de llevar los lingotes de plomo a lo alto de la torre. Debido a sus defectos físicos no recibía salario, salvo la comida. Sin embargo, el trabajo aumentó a tal proporción, que Yamil tuvo que tomar a su servicio un robusto y hermoso muchacho de Fez llamado Farid.
Una noche Yamil, sentado en la choza de piedra que le servía de cocina a la negra, le dijo:
—Neyba...
—Te escucho, señor.
—Neyba: Alá ha multiplicado mis bienes y ahora soy un comerciante respetable. Aluf, rico mercader de Bes el Bali, me ha ofrecido a su hija Nazra. ¿La conoces tú?
Neyba no conocía a Nazra, pero como ya había escuchado ciertos chismes, se apresuró a tomar informes. Respondió:
—Sí, señor mío. Conozco a Nazra. La vi en el cementerio el día de Nahar el Amuat.
—¿Cómo es ella de cuerpo?
—En ciertas partes como un repollo tierno, en otras como una rosa pequeña.
Yamil sonrió satisfecho. Estas referencias le complacían.
—Neyba: eres una excelente mujer. Nunca te echaré de esta casa. Espero que te conducirás satisfactoriamente con Nazra.
Neyba se inclinó respetuosamente y sus mejillas achocolatadas relucieron mientras lustraba los peroles. Yamil salió, montó en su burro y fue a Fez a tratar con los alarifes la construcción de una casa en la huerta de la torre. Allí se aposentaría su futura esposa.
Algún tiempo después Yamil llevó a la nueva casa a su legítima mujer, y a la vuelta de algunos años vino a parar en mercader acaudalado. El espacio que antes ocupaban las ruinas del castillo se convirtió en un carmen. Entre las palmeras y los rosales se distinguían las columnatas persas que enmarcaban los patios de la vivienda. En la parte externa de la muralla de la torre había un cobertizo. Allí se hacinaban el jorobado, Scandar el tuerto y el hermoso mancebo de Fez llamado Farid. Farid, en los ratos libres, tocaba la guitarra y cantaba unas canciones tristes que aprendió de los camelleros del Tinzil.
Nazra, aburrida, cuidaba de sus hermosas manos, y la negra Neyba, siempre obsequiosa, le esmaltaba las uñas de los pies.
Sin embargo, Yamil no estaba satisfecho. Su mujer no le daba ningún hijo, y más de una vez el perdigonero, mientras contemplaba los montes reverdecidos, se preguntó si no era víctima de algún aojamiento. Varios comerciantes le recomendaron que consultara con un santón que vivía en unas caleras abandonadas algunas leguas más al norte del zoco de Jemis, y finalmente Yamil un día acudió a él.
El santón vivía casi desnudo junto a un pozo. La barba en copos de lana le caía sobre la caja de costillas del pecho. Algunos pájaros rebullían a sus pies. De las ramas de los árboles en derredor pendían innumerables exvotos. Yamil se inclinó humildemente ante el santón y le expuso sus deseos. El cheijh, debajo de sus tupidas cejas, le miraba en silencio. Luego tomó una piedrita del suelo y le dijo:
—Pon este testimonio sagrado en leche pura y que lo beba tu esposa por la mañana en el mismo momento en que el sol asoma en el horizonte.
Yamil se prosternó agradecido y dejó una cuantiosa limosna a los pies del anciano. Sin embargo, cuando se hubo alejado de las caleras, su corazón comenzó a latir apresuradamente y se sintió lleno de temor. Rezó fervorosamente; su inquietud no menguaba. Al llegar la noche se sintió tan triste, que casi se echa a llorar. Luego pensó que esos estados de conciencia eran suscitados por la piedra que llevaba en el bolsillo, y esta certidumbre lo tranquilizó. A medianoche despertó en la posada del tunecino Alí con la impresión de que le habían estado llamando largamente por su nombre.
No veía la hora de llegar a la Puerta del Djin. Al amanecer, aun con estrellas en el cielo, montó en su burro. Cuando se aproximó a la torre y vio bajo el arco de piedra a su vieja esposa en compañía del jorobadito y del esclavo Scandar, su corazón latió pesadamente. Tuvo la sensación de una desgracia. Ellos corrieron a su encuentro gritando:
—¡Oh, señor; oh, señor!...
Yamil se largó del burro.
—¿Qué ocurre?
Neyba le respondió fríamente:
—Nazra se ha marchado con Farid.
Una ola de sangre inundó el rostro de Yamil. Tomó la piedra que le entregó el santón, la escupió y la arrojó al camino. Luego, con lívida dignidad, entró en su casa. Neyba, implacable, le explicó lo ocurrido. Al amanecer había entrado en la habitación de Nazra. El lecho estaba sin deshacer. La buscó en el carmen. Luego el jorobado le informó de la desaparición del muchacho de Fez, y ya no le quedaba duda de lo ocurrido.
Yamil se dejó caer fatigado en un cojín y no pronunció palabra. Después que se apartó Neyba, vino a informarle el jorobado. Fadlo, protegido por su mandil de cuero y la cabeza cubierta con un gorro griego, hablaba compungido. A medianoche, al levantarse para encender el horno en lo alto de la torre, había notado la ausencia de Farid. Pero él, Fadlo, ayudado por Scandar, cumplió su obligación como de costumbre. Ahora necesitaba la llave para abrir la puerta de la torre y retirar la munición que habían fundido. Yamil buscó distraídamente la llave y le dijo que no la tenía. La buscaron, y como no la encontraban, Yamil, harto, le ordenó que arrancara el candado.
Salió el jorobado, y el perdigonero permaneció inmóvil en su cojín. Sin Nazra, su vida no tema objeto. El sol chispeaba en las esmaltadas hojas de los laureles. De tanto en tanto, un pétalo de azahar se desprendía de un tallo y Yamil sentía que su corazón latía más fatigado que las alas de un pájaro que va a morir.
De pronto, escuchó un grito. Vio a Fadlo cruzar corriendo el jardín y entendió sus voces:
—Amo: están allí, los dos.
Yamil se levantó electrizado.
—Adentro, amo, adentro...
Yamil se detuvo en la puerta.
Tumbados en el suelo de la torre, semicarbonizados, estaban Nazra y Farid debajo de una plateada costra de plomo. Ellos se encontraban en el interior de la torre cuando el metal derretido comenzó a llover. Para salvarse habían arañado la piedra, habían tratado de confundirse en muro, de esconderse debajo de las aguas, pero la lluvia de plomo candente les había alcanzado y estaban allí tumbados en el suelo como momias, las carnes carbonizadas, los huesos de las manos arañando el polvo.
Yamil gritó horrorizado:
—¿Quién cerró el candado? ¿Quién cerró el candado cuando ellos estaban adentro?
Se revolcaba en el polvo arrancándose las barbas, se ponía de pie y sacudía por los brazos al esclavo, a Neyba, al jorobado, y sus servidores lloraban con él; la negra se secaba las lágrimas con los puños; el esclavo tuerto aullaba a la muerte como un perro; Fadlo se golpeaba el pecho con los puños, y los dos bultos humanos bajo su costra de plomo plateado permanecían insensibles como si hiciera mil años que estuvieran muertos.
Uno de los que estaban allí desesperándose con él había cerrado el candado para aprisionar a los amantes.
Yamil se desvaneció.
Al día siguiente sepultaron a Nazra y a Farid. Yamil contrató una cuadrilla de hombres y les hizo demoler la casa y los árboles. Cuando todo fue arrasado, de modo que hasta el lugar donde estaban los canteros era irreconocible, emprendió a pie la peregrinación hacia La Meca.
(Mundo Argentino, 10 de junio de 1942)