Jabulgot el Farsante

Roberto Arlt


Cuento



Estaba en mi biblioteca, reuniendo los documentos del que después se llamaría “El caso de las siete margaritas del escribano”, cuando a la puerta del jardín se detuvo Ernestina Brauning. Por los largos timbrazos comprendí la premura de la muchacha. Encendí la lámpara suspendida sobre un cantero. Ernestina no se había quitado aún el sombrero.

Posiblemente volvía de la cercana localidad de Alsdorf. Pensé: “Debe de sucederle algo a su tío.”

Si me hubiese fijado mejor, en su mano izquierda hubiera descubierto una pistola, pero mis ojos clavados en los suyos descuidaron el detalle.

—Creo que han asesinado a mi tío —dijo—. He llamado varias veces a la puerta de su dormitorio. Está cerrado por dentro y no contestan.

—¿Estuvo usted afuera?

—Sí; en Alsdorf.

Quedé complacido por mi deducción. Ernestina prosiguió:

—Llegué con el último tren. Al entrar en casa me sorprendió encontrar la mesa puesta. Tío había estado cenando con mi primo Jabulgot, me dijo el jardinero.

Conversando del caso llegamos a la casa del prestamista. La crueldad de míster Brauning se había hecho famosa en los contornos. Se dedicaba ostensiblemente a la usura. Ocupaba una casa de muros negruzcos semioculta entre el follaje de una arboleda de cedros y castaños. Cuando llegamos a la alameda nos salió al encuentro Juan, el jardinero. Era un hombre de pequeña estatura, sumamente recio, y viejo servidor del prestamista.

—El ingeniero Jabulgot estuvo cenando aquí con el señor.

Ernestina lo interrumpió malhumorada:

—Ya le he dicho que Jabulgot no es ingeniero. Él es tan farsante, que se hace dar el título porque estudió dos o tres años un curso de electricidad por correspondencia.

Después de este incidente, nos dirigimos al dormitorio. Ernestina, con su pesada pistola, estaba ligeramente ridicula.

Llamamos. Nadie nos contestó. Como la puerta carecía de cerradura con llave exterior, era imposible espiar lo que ocurría en el interior. La puerta hacía algún tiempo había sido groseramente reparada; el lugar que ocupaba la cerradura estaba reforzado por una sólida plancha de madera en la cual se había fijado un cerrojo y una cerradura que funcionaban manejados desde adentro. Para entrar era forzoso violentar los tableros inferiores. El jardinero trajo una barreta, introdujimos la uña de acero entre el marco y las tablas de una hoja y, finalmente, desencajándolos, pudimos entrar arrastrándonos. Tendido en medio del piso, sin haber tenido tiempo de desvestirse, pero sin revelar en todo su físico el más mínimo signo de violencia, se encontraba el viejo usurero. Un hilo de sangre se había coagulado en la comisura de sus labios. En el cuarto flotaba un intenso olor de almendras amargas.

Ernestina se arrodilló junto a su tío. Yo me incliné sobre él, apoyándole la mano en el pecho. Estaba muerto.

El olor de almendras amargas, la falta absoluta de todo signo de lucha, la puerta cerrada por dentro, no dejaban lugar a dudas: el viejo se había suicidado.

En mi carácter de comisario de la localidad inspeccioné el cuarto. No se descubrió el menor signo de desorden. Sobre la mesa de noche, en un vaso de cerveza se había depositado un fondo blanco, cristalino y metálico: era el veneno.

Después de tratar de consolar a la muchacha me retiré. Era evidente que el anciano se había dado muerte por su propia mano.

Buscando un rastro inexistente

Tres días después recibí la visita de Ernestina Brauning. Me aseguró que venía a entrevistarme porque “no podía admitir de manera alguna que su tío se hubiera suicidado. El hecho es psicológicamente imposible”, agregaba. Lo más probable es que Ernesto Jabulgot, su primo, que había cenado esa noche con su tío, lo hubiera envenenado. Luego condujo el cadáver al dormitorio. —Y el muerto se levantó para correr el cerrojo —repliqué yo burlonamente, y para tranquilizar a la muchacha, y en parte mi conciencia, me trasladé nuevamente a la habitación donde habíamos encontrado el cadáver.

Mientras Ernestina me miraba perpleja, yo desarrollé mi tesis.

—Aquí no hay chimeneas ni ventanas que permitan la entrada de un intruso. La única ventana que había en el dormitorio, míster Brauning la hizo tapiar después que un vecino, a quien embargó, le descargó una noche la escopeta a través de los vidrios. Fíjese, miss Ernestina, que el tragaluz está colocado de tal manera, que hace imposible que alguien desde afuera pueda correr el pestillo con una caña. Hay una novela de Wallace en la cual se presenta un caso como el que usted me plantea. En esa puerta el pestillo interior ha sido corrido con unos hilos de seda que el criminal hace pasar por el agujero de la cerradura. Pero aquí en esta puerta no hay agujero de cerradura que permita pasar un hilo del espesor de un cabello.

Ernestina no se dio por vencida. Replicó:

—¿Y si los hilos pasaran por la unión de las dos puertas?

—Hagamos la prueba.

Enganchamos dos hilos de seda al pasador del pestillo, cerramos las puertas y tratamos de correr la barrita de hierro. La operación era imposible. Retenidos por los cantos de las hojas de la puerta, los hilos se rompían siempre. Era aquélla una operación embarazosa. Nadie se hubiera arriesgado a cometer un asesinato fiado en esa imposible treta.

—¿Y si el asesino hubiera traído a un mono domesticado?

—¿Por dónde salió el mono? Aquí no hay conducto de chimenea. Por el enrejado del tragaluz puede pasar únicamente un ratón.

Ernestina insistió casi histéricamente:

—¿Y si Jabulgot hubiera atado al pivote del pestillo un largo hilo de coser y hubiese hecho pasar el hilo por el tragaluz?

—Para alcanzar el tragaluz el autor tendría que haber utilizado una escalera. Convénzase, Ernestina. Su tío ha entrado, cerró la puerta, bebió el veneno, quizá quiso salir a pedir auxilio y cayó...

La muchacha se quedó mirándome pensativamente.

—Usted creerá que yo soy una histérica y que mi odio a Jabulgot llega al extremo de quererle hacer culpable de un crimen que no ha cometido; pero mi instinto de mujer me dice que aquí se ha cometido un delito. Dígame: ¿usted no cree en la prueba psicológica?

—Admitamos que tiene el valor de indicio. Pero, ¿y las otras pruebas?

—¡Las otras pruebas! —murmuró ella pensativa. Y de pronto ocurrió algo mínimo y extraordinario. Un suceso que demuestra que el crimen perfecto es poco menos que imposible. Y que la casualidad es la gran directora de casi todas las investigaciones. Ernestina, señalándome el cerrojo, dijo:

—¡Vea!

Era una aguja que ella había traído ensartada en el ovillo de hilo con el cual efectuamos la inútil prueba. La aguja estaba adherida al cerrojo y colgaba de él.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

Ernestina era estudiante de química.

Gravemente se aproximó al cerrojo, separó la aguja del pasador y la acercó a la cerradura, que estaba diez centímetros más abajo. La aguja cayó al suelo.

—¿Ha observado usted? —prosiguió ella.

—Sí; pero no entiendo qué es lo que usted quiere demostrar.

—El experimento demuestra que el cerrojo está imantado.

Si la aguja estuviera cargada de magnetismo, cosa que suele ocurrir, hubiera quedado adherida a la cerradura.

Yo aproximé mi cortaplumas abierto al cerrojo. Quedó suspendido como de un imán.

Ernestina prosiguió:

—Esto evidencia que el cerrojo es de acero o de hierro abundante en carbono, lo cual, bajo la acción de un electroimán, le permite conservar lo que en física se denomina “magnetismo remanente”. —Y no bien Ernestina pronunció estas palabras, se dio una palmada en la frente, salió de la habitación, y de pronto oí que me llamaba:

—¡Vea! —me señalaba un toma de corriente a poca distancia del marco de la puerta—. Este enchufe hace poco tiempo que ha sido colocado.

Ciertamente. El color del cable era diferente al del resto de la instalación.

—¿Sabe qué deduzco? El autor del crimen ha cerrado la puerta exteriormente haciendo correr el pasador del cerrojo con el electroimán.

—¿Puede atravesar el fluido magnético una tabla de una pulgada de espesor?

—Y varias pulgadas de espesor también. Basta calcular el flujo magnético necesario, ya que éste disminuye en razón inversa del cuadrado de las distancias. Es un cálculo fácil.

Me quedé mirando asombrado a la muchacha. Teóricamente, la deducción y la prueba eran perfectas. Ello explicaba la ligera lubricación que se observaba en las guías del cerrojo.

Fácilmente, desde afuera, con el auxilio del electroimán, podía abrirse la puerta, siempre que no estuviera cerrada con llave. Eso explicaba que en la noche del crimen las hojas estuvieran aseguradas por el pasador y no con la cerradura. Sin embargo, descubrí una objeción:

—Un electroimán para este uso debe tener dimensiones extraordinarias.

La muchacha tomó un papel, anotó algunas cifras y durante diez minutos estuvo haciendo cálculos; luego me respondió:

—Puede guardarse perfectamente en el bolsillo trasero del pantalón.

—¿De modo que usted deduciría que el autor es Jabulgot?

—Sí. Él habría obrado así: durante la cena envenenó al tío, luego llevó el cadáver al dormitorio, cerró la puerta, hizo correr el pasador con el electroimán y se marchó, seguro de que nadie podría suponer que aquello no fuera un suicidio. Por otra parte, él ha tenido tremendas dificultades económicas en estos últimos tiempos. Además, ha estudiado electricidad lo suficiente como para poder calcular y fabricar un electroimán. Merece que se ocupe el comisario.

Yo me quedé mirando el atractivo rostro de la inteligente muchacha, estreché su mano y me marché. Evidentemente, había que meter las narices en la casa de Jabulgot.

El autor del crimen

Estaba en mi oficina redactando la orden de allanamiento de la casa del primo de Ernestina, cuando un escribiente me entregó esta tarjeta: “Ernesto Jabulgot. Ingeniero.”

Juro que si esperaba a alguien, no era al farsante. Pero di orden que lo hicieran entrar. Cabe aquí describir a este hombre que tenía la manía de usar un título de profesional sin serlo.

A pesar de sus cuarenta años, Jabulgot producía una impresión de extraordinaria juventud. La permanente expresión de jovialidad de su rostro y una narizota de razonables dimensiones le prestaban cierta apariencia de alegre pájaro marino. Como nos conocíamos de anteriores interrogatorios, se sentó a mi lado, me miró durante un minuto con la fijeza de un prestidigitador que va a sacar un elefante de su galera, y luego dijo con clara voz infantil, que él con coquetería trataba de aniñar aún más:

—Tengo el enorme pesar de informarle que mi prima Ernestina es la autora del asesinato de mi tío.

Permanecí inmóvil para no espantar la caza. Él prosiguió:

—Yo nunca creí que mi tío fuera capaz de suicidarse. Antes hubiera muerto a media humanidad que poner en peligro un solo pelo de su cabeza. Por lo tanto, lo han asesinado. Y alguien que estaba muy cerca de él. Juan, el jardinero, no podía ser porque es un imbécil. Por lo tanto, yo o mi prima somos los asesinos. No siendo yo, es ella. Yo deduje que la cosa había sucedido así: Ernestina, sabiendo que yo tenía que cenar el miércoles con mi tío, fingió ir a la ciudad, pero permaneció oculta en su cuarto. Cuando yo me despedí, ella apareció. Fingiría tener sed, bebió cerveza y le ofreció al tío un vaso con bebida envenenada. Transportó el cadáver al cuarto y cerró el pestillo, valiéndose de la ayuda de un poderoso electroimán...

Aquí me indigné:

—¡Todo el mundo sabe lo del electroimán, menos yo! ¿Cómo diablos lo averiguó usted?

—Verá usted. Yo sospechaba de Ernestina, que me odia atrozmente. Ayer por la tarde ella me visitó con el pretexto de conversar acerca de la herencia. En un momento dado me pidió la guía del teléfono. Era un pretexto para quedarse sola. Después que Ernestina se retiró, revisé los muebles de la habitación, y en el fondo del último cajón de mi escritorio encontré este electroimán cubierto con un montón de papeles viejos. —El farsante sacó de su bolsillo un electroimán no más grande que unos gemelos de teatro y me lo entregó.— Entonces me dirigí a Alsdorf y averigüé en las tres casas de artículos eléctricos quién había comprado últimamente una cantidad de hilo de cobre como para bobinar el aparato. La casa Crisler me informó que un caballero, cuyas señas coincidían con las del novio de Ernestina, había comprado hacía un mes quinientos gramos de cable. Vine entonces a buscarle a usted esta tarde, pero me informaron que mi prima había salido con usted, y comprendí que no tenía que perder tiempo. ¿Qué le parece mi investigación, señor comisario?

Y el farsante se restregaba las manos como si estuviera cerca de una estufa y afuera nevara, cuando en realidad la temperatura era deliciosamente cálida.

Cuatro horas después, Ernestina confesaba el crimen. El móvil: la herencia y el odio a su primo. Y yo, contemplando el atractivo rostro de la muchacha, no podía admitir que ella, tan joven, tan inteligente y tan sagaz, fuera la fría asesina que durante dos meses premeditó el crimen. Pero lo era.


(Mundo Argentino, 17 de enero de 1940)

Publicado el 19 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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