Aún dos años después de la sublevación del emir Habibullah Ghazi habitaba en la ciudad de Kabul, frente a la muralla que balaustra la curva del río, un mercader de sedas y tapices llamado Maruf.
Cuando Maruf volvía la cabeza hacia el norte, distinguía las tres torres doradas de la fortaleza de Bala-Hizar. Cuando Maruf volvía la cabeza a su frente, veía la llanura extendida al pie de los montes y detenida por la cordillera de Kux, levantada en el fondo del horizonte como una alta muralla de nubes, pero Maruf gustaba mirar hacia el sur, en dirección a la calle que sirve de entrada al Charsun, donde el especiero Beder prosperaba con su comercio. Atendía la tienda un jovencito llamado Faisal, de notoria inteligencia y extraordinaria belleza.
El niño, sensible a la admiración y a los regalos que le ofrecía Maruf, deseoso de tenerlo por dependiente, terminó por quejarse a sus padres de la dureza con que le trataba Beder el especiero.
Cuánto más preferiría servirlo al sedero, cuya tienda visitaban extranjeros distinguidos, y no el almacén del barbudo Beder, cuyo patio era el parador de caravaneros chinos. Éstos, con grandes sombreros peludos y piernas envueltas en pieles de carnero, se detenían allí acompañados de pequeños asnos, sin que él recibiera ningún beneficio de tal promiscuidad.
Para el sedero Maruf fue un hermoso día aquel en que pudo mostrar a sus amistades al jovencito Faisal, adornado de una floreada casaca azul y de un turbante indostano cuyos flecos amarillos le caían sobre los hombros. Corría diligente, mostrando chinelas doradas debajo de los bombachos celestes, y ofrecía cortésmente té a las visitas.
—Desde hoy no te llamarás Faisal, sino Alegría de mi barba —le dijo Maruf al dependiente, mientras le enseñaba a diferenciar las tramas de los diferentes tapices. Pero Beder el especiero, que a pesar de su rústica apariencia apreciaba extraordinariamente la inteligencia de Faisal, echó un puñado de monedas de plata en su bolsa y bajó hasta la llanura, apersonándose a los padres del jovencito. Después de reprocharles la ingratitud con que correspondían a los beneficios que dejara llover sobre ellos, martilló:
—Maruf tendrá al niño todo el día sentado en su tienda, enmoheciéndose ante viejos tapices, y Faisal crecerá sin aprender a distinguir un puñado de añil de otro de asafétida, ni un labriego usbeky de un pastor tayman.
Estas razones, sumadas al bolso de monedas que dejó caer en el delantal de cuero del padre de Faisal, determinaron a éste a retirar al niño de la tienda de Maruf y a devolverlo a la factoría de Beder. Pero de aquí en adelante, Beder ya no azotó al jovencito.
Nuevamente Maruf quedó solo frente a sus pintados rollos de seda, teniendo por toda diversión de los ojos las tres torres doradas de la fortaleza de Bala—Hizar y la multitud de creyentes que a la hora de la oración iban al río a realizar sus abluciones.
El jovencito Faisal, de tarde en tarde, hacía una escapada hasta la tienda, y le decía:
—Te juro por el Profeta que preferiría ser tu dependiente. Pero mis padres, cohechados por el malvado Beder, no me lo permiten.
Maruf sentaba al jovencito a su lado, le agasajaba, y luego decía:
—Hijo mío, quédate en la paz de Alá, que todo se compondrá con su voluntad.
Pero los días que recibía la visita de Faisal, Maruf se mesaba la barba, pensativo, y miraba más fijamente que nunca la llanura extendida al pie de los montes y detenida por la cordillera de Kux, levantada al fondo del horizonte como una muralla de nubes.
Cierto viernes a la tarde, Maruf, recorriendo uno de los patios del Charsun, contra todas sus costumbres, se detuvo frente a la tienda de un mercader chino, que no hacía fiesta porque era budista. El sedero paseó la mirada abstraída por las lacas y los bronces.
Se exhibían allí cerámicas extraordinarias, alfanjes de mangos de nácar incrustados de oro, espingardas de cañones nielados en plata y azul, puñales de tres filos con empuñaduras tachonadas de gemas. Maruf no se sentía con fuerzas de matar a nadie y, sin saber por qué, bajó los ojos púdicamente frente a esas armas homicidas. Finalmente, se interesó por saber qué utilidad cumplía una espiral verde como jade.
—Es un perfume para ahuyentar a los mosquitos —replicó el chino—. Lo enciendes antes de irte a dormir, y la espiral arde toda la noche, vigilando la alegría de tu sueño como un gato a un pescado.
Preocupado, examinó Maruf las espirales, le entregó al budista varias monedas de cobre y se llevó la caja. Marchaba por los patios del gran bazar, tan pensativo como había venido.
Después de la última oración, ya de vuelta de la mezquita, Maruf entró a su dormitorio, tomó una espiral, la colocó en su soporte de bronce y, depositándola sobre una mesita de laca roja, se sentó en cuclillas. Con un yesquero encendió la cola de la serpiente verde. Un hilo de humo subió hasta el artesonado, y Maruf, acomodado en un cojín, observó la hora en la clepsidra.
Cada sesenta minutos, el sedero marcaba con un lápiz, en otra espiral, el espacio adelantado por la brasa. Al cabo de siete horas la espiral se había convertido en segmentos de ceniza, pero en la otra estaban marcados los intervalos que separaban la chispa de fuego a cada hora.
Dos tardes después, mientras Maruf con ojos vacíos miraba a los creyentes que hacían sus abluciones en el río, se dio una palmada en la frente: “¿Y si las espirales ardieran con velocidad distinta?”
Esa noche, en cuclillas frente a la mesita de laca roja, la clepsidra ante los ojos y la espiral ardiendo, Maruf siguió otra vez el lento avance de la chispa. Poco antes del amanecer subió alegremente a la terraza. La luna encendía de plata los grandes socavones de la cordillera de Kux, aproximándola; los alminares de las mezquitas se recortaban en lo azul. El sedero exclamó en voz alta:
—Sólo Alá es grande. Sólo Alá es poderoso.
Bajó al dormitorio, levantó la manta que cubría las pieles tendidas en el esterillado, y se durmió.
Al día siguiente, Maruf cosió un tubo de seda. Valiéndose de una baqueta de espingarda, rellenó el tubo de pólvora negra, derritió cera de abeja en baño maría y soldó la espiral verde a la mecha. Evidentemente, cuando la espiral terminara de arder y la chispa llegara al tubo de seda, éste se inflamaría con grandes llamaradas. Colocó su obra en una caja de cartón agujereada y se dejó caer sobre su cojín. La vasta cordillera de Kux estaba allí, tan alta en el fondo de la llanura como un telón de nubes. Hacia la puerta de Lahori se levantaba la polvareda de una caravana, luego pasó una hilera de camellos guiados por astrosos hombres de Gorazan. Estaban descalzos y sus turbantes se deshilachaban. Tenían los ojos cercados de antimonio para defenderse de la refracción del desierto, y cargaban carabinas de largo cañón. Maruf hizo sus oraciones con acendrado fervor.
A la mañana siguiente, el jovencito Faisal se presentó a su tienda.
—Beder me ha enviado a un recado.
Luego, como de costumbre, preparó dos vasos de té: uno para sí y otro para el mercader. El sedero cerró las puertas del comercio, y antes que Faisal partiera trajo la caja de cartón, y minuciosamente le explicó su funcionamiento:
—Encenderás al amanecer la punta de la espiral, cubrirás la caja con su tapa horadada y luego la ocultarás entre los fardos de té... o... entre las dos barricas de pólvora que tú me has dicho que Beder ha recibido...
—Sí...
—Mañana es viernes, y Beder saldrá a cazar. Cuando regreséis de la llanura, todos sus bienes se habrán convertido en cenizas. Entonces podrás trabajar en mi tienda sin temor de que él coheche a tus padres.
Así habló Maruf, luego el jovencito salió. De regreso a la factoría del especiero, se dirigió al patio donde las caravanas desmontaban sus bestias, corrió al encuentro de su amo, y dijo:
—¡Ah, señor! ¿Dónde encontrarás un servidor más fiel que yo?
Beder, cubierto de un gorro de pelo, conversaba con un chalán de Babilonia. Se volvió al jovencito y le respondió:
—No me perturbes. Tengo un importante asunto que tratar.
Faisal replicó:
—No; no te dejaré tranquilo. Mira qué hermosa serpiente me regaló el sedero Maruf para envenenar tus días y tus noches.
Dicho esto, descubrió la caja en cuyo fondo estaba la máquina incendiaria.
—¿Qué es esto, hijo de Alí?
Faisal, sin alterarse, se explicó:
—Cuando pasaba por la tienda de Maruf, éste le había llamado y ofrecido un puñado de monedas de oro si dejaba abandonada entre las barricas de pólvora la caja de cartón.
Una caravana de gente de Rum, cubierta de sombreros peludos, las piernas envueltas en pieles de oveja y los fardos amarrados a la espalda, entró al patio. El primer pensamiento de Beder fue coger una carabina, presentarse en la tienda del sedero y volarle la cabeza con un puñado de plomo; luego pensó que la justicia del sultán devoraría sus bienes, que él se quedaría más pobre que el pobre Yhea, y excusándose con el chalán, resolvió acudir al juez de su mahala. Antes de salir, llamó al esclavo que pesaba aceite y le ordenó que no perdiera de vista a la gente de Rum, porque eran ladrones terribles.
Acompañado del jovencito se dirigió al Charsun. En una casa de ladrillo cuya puerta custodiaba un soldado de casaca ceñida a la cintura y acampanada sobre las caderas, Beder se detuvo. El soldado llevó la mano al alfanje, Beder explicó el motivo que lo llevaba, y entonces le permitieron entrar a un patio. Debajo de las arcadas se veía un recuadro de habitaciones sin puerta. En cada habitación había una esterilla, y sobre la esterilla, sentado en cuclillas, el juez. Tocados de turbantes, escribían con punzones, en pizarras enyesadas, la sentencia que dictaban.
Beder se inclinó profundamente ante el cadí de su distrito, y le dijo:
—Acudo a ti, ¡oh justo magistrado!, para levantar querella contra mi vecino Maruf, que ha pretendido destruir mis bienes por el fuego, valiéndose de la inocente mano de este inocente jovencito.
Faisal bajó, ruborizado, los ojos ante la escrutadora mirada del juez. A continuación Beder expuso la trama del sedero, y entregó al juez la máquina infernal. El cadí, llamado Salech, se atusaba lentamente los dos cuernos de barba que le ornamentaban el pecho. ¡Caso difícil! Él tenía una deuda de gratitud con Maruf. Durante la sublevación del emir Habibullah Ghazi, su hermano se había ocultado en el comercio de Maruf, y pudo salvar la vida. Llamó al alguacil afgano que le servía, y le dijo:
—Ve inmediatamente a la tienda de Maruf, frente a la balaustrada del río, y traelo. Vosotros esperad allí.
Respetuosamente, Beder y Faisal se sentaron en cuclillas en un rincón del cuarto.
Maruf permanecía recostado en un cojín a la puerta de su tienda, chupando la boquilla de su narguile y mirando fijamente la vasta cordillera de Kux, cuando apareció el alguacil.
—El cadí quiere hablar contigo. Sígueme.
Maruf se levantó, cerró el candado de su tienda y echó a caminar por las techadas callejuelas hacia el Charsun. En el tribunal, cuando descubrió a Beder en compañía de Faisal, su corazón dio un vuelco. Estaba perdido. Sin embargo, al descubrir al magistrado que debía juzgarlo, se sintió menos aterrorizado.
Faisal, Beder y Maruf avanzaron ante el cadí. El juez levantó la caja de cartón y la mostró al sedero.
—¿Es cierto que tú le regalaste esta caja a este niño?
—Sí, ecuánime cadí —repuso Maruf.
—¿Qué fin te proponías con este obsequio?
—¿El niño no te lo ha dicho?
—Tú estás aquí para responder, no para preguntar —repuso el cadí.
—Justo —comentó Beder...
—Tú, cállate...
Maruf se excusó:
—¡Oh, juez Salech!, perdona mi ignorancia de la conducta a observar en un juzgado. Yo le dije al niño, antes de regalarle la caja inflamable: ¿Quieres ver chamuscadas las barbas de tu amo? Llévale esta espiral, y dile que es para ahuyentar mosquitos, y que la ponga junto a la misma cabecera de su lecho.
Faisal y Beder quisieron replicar; pero el alguacil les impuso silencio. El cadí intervino:
—¿No pensaste ni por un momento que ponías en peligro de incendio los bienes de tu vecino?
—No, justo juez; porque es muy poca la pólvora que hay en esa mecha.
Salech se volvió bruscamente al jovencito:
—¿Cómo es que tú fuiste a la tienda de este hombre si el recado al cual te había enviado tu amo quedaba en el lado opuesto?
Faisal no supo qué responder. Maruf intervino:
—Este niño trabajaba antes conmigo.
—No; conmigo —replicó Beder—. Tú le agasajaste hasta que él persuadió a sus padres que lo enviaran a tu tienda.
—Y cuando él trabajó en mi tienda, tú visitaste a sus padres y los convenciste para que le permitieran ir a la tuya.
El juez se atusó nuevamente los cuernos de la barba. Debajo de su frente corrían ríos de pensamientos. Nuevamente recordó la sublevación del emir Habibullah Ghazi, su hermano salvado en la tienda del sedero, y entonces, tomando la caja inflamable, la rasgó con sus finas manos y dijo:
—No puedo hacer justicia con un solo testigo. “¡Maldito sea el juez inicuo!”, ha dicho el Profeta.
Los tres hombres se inclinaron profundamente, llevándose la mano al pecho.
El cadí prosiguió:
—Por lo tanto, sentencio que tú, Maruf, y que tú, Beder, seáis buenos vecinos de aquí en adelante. —Se dirigió a Faisal:— ¿Qué edad tienes, niño?
—Quince años, justo juez.
—En cuanto a ti, Faisal, el hecho de que estos dos virtuosos mercaderes se disputen tus servicios me hace pensar que tus méritos deben ser extraordinarios. Por lo tanto, dispongo que de ahora en adelante entres como criado en mi casa.
—Se atusó la barba, y agregó:— Espero que me dejarás tan satisfecho como a ellos...
Una sonrisa imperceptible cruzó el semblante del prudente jovencito, y contestó:
—¡Oh, ecuánime magistrado, así trataré de hacerlo!
(El hogar, 22 de mayo de 1942)