Personajes
EL JEFE
EMPLEADA 1ª
MANUEL
EMPLEADA 2ª
MARÍA
EMPLEADA 3ª
EMPLEADO 1º
CIPRIANO (MULATO)
EMPLEADO 2º
DIRECTOR
TENEDOR DE LIBROS
Acto único
Escena
Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo infinito caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas, trabajan, inclinados sobre las máquinas de escribir, los empleados. En el centro y en el fondo del salón, la mesa del JEFE, emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la pelambre de un cepillo. Son las dos de la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos desdichados simultáneamente encorvados y recortados en el espacio por la desolada simetría de este salón de un décimo piso.
EL JEFE.— Otra equivocación, Manuel.
MANUEL.— ¿Señor?
EL JEFE.— Ha vuelto a equivocarse, Manuel.
MANUEL.— Lo siento, señor.
EL JEFE.— Yo también. (Alcanzándole la planilla.) Corríjala. (Un minuto de silencio.)
EL JEFE.— María.
MARÍA.— ¿Señor?
EL JEFE.— Ha vuelto a equivocarse, María.
MARÍA (acercándose al escritorio del JEFE).— Lo siento, señor.
EL JEFE.— También yo lo voy a sentir cuando tenga que hacerlos echar. Corrija.
Nuevamente hay otro minuto de silencio. Durante este intervalo pasan chimeneas de buques y se oyen las pitadas de un remolcador y el bronco pito de un buque. Automáticamente todos los EMPLEADOS enderezan las espaldas y se quedan mirando la ventana.
EL JEFE (irritado).— ¡A ver si siguen equivocándose! (Pausa.)
EMPLEADO 1º (con un apagado grito de angustia).— ¡Oh! no; no es posible. (Todos se vuelven hacia él.)
EL JEFE (con venenosa suavidad).— ¿Qué no es posible, señor?
MANUEL.— No es posible trabajar aquí.
EL JEFE.— ,¿No es posible trabajar aquí? ¿Y por qué no es posible trabajar aquí? (Con lentitud.) ¿Hay pulgas en las sillas? ¿Cucarachas en la tinta?
MANUEL (poniéndose de pie y gritando).— ¡Cómo no equivocarse! ¿Es posible no equivocarse aquí? Contésteme. ¿Es posible trabajar sin equivocarse aquí?
EL JEFE.— No me falte, Manuel. Su antigüedad en la casa no lo autoriza a tanto. ¿Por qué se arrebata?
MANUEL.— Yo no me arrebato, señor. (Señalando la ventana.) Los culpables de que nos equivoquemos son esos malditos buques.
EL JEFE (extrañado).— ¿Los buques? (Pausa.) ¿Qué tienen los buques?
MANUEL.— Sí, los buques. Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas, metiéndosenos por los ojos, pasándonos las chimeneas por las narices. (Se deja caer en la silla.) No puedo más.
TENEDOR DE LIBROS.— Don Manuel tiene razón. Cuando trabajábamos en el subsuelo no nos equivocábamos nunca.
MARÍA.— Cierto; nunca nos sucedió esto.
EMPLEADA 1ª.— Hace siete años.
EMPLEADO 1º.— ¿Ya han pasado siete años?
EMPLEADO 2º.— Claro que han pasado
TENEDOR DE LIBROS.— Yo creo, jefe, que estos buques, yendo y viniendo, son perjudiciales para la contabilidad.
EL JEFE.— ¿Lo creen?
MANUEL.— Todos lo creemos. ¿No es cierto que todos lo creemos?
MARÍA.— Yo nunca he subido a un buque, pero lo creo.
TODOS.— Nosotros también lo creemos.
EMPLEADA 2ª.— jefe, ¿ha subido a un buque alguna vez?
EL JEFE.— ¿Y para qué un jefe de oficina necesita subir a un buque?
MARÍA.— ¿Se dan cuenta? Ninguno de los que trabajan aquí ha subido a un buque.
EMPLEADA 2ª.— Parece mentira que ninguno haya viajado.
EMPLEADO 2º.— ¿Y por qué no ha viajado usted?
EMPLEADA 2ª.— Esperaba a casarme...
TENEDOR DE LIBROS.— Lo que es a mí, ganas no me han faltado.
EMPLEADO 2º.— Y a mí. Viajando es cómo se disfruta.
EMPLEADA 3ª.— Vivimos entre estas cuatro paredes como en un calabozo.
MANUEL.— Cómo no equivocarnos. Estamos aquí suma que te suma, y por la ventana no hacen nada más que pasar barcos que van a otras tierras. (Pausa.) A otras tierras que no vimos nunca. Y que cuando fuimos jóvenes pensamos visitar.
EL JEFE (irritado).— ¡Basta! ¡Basta de charlar! ¡Trabajen!
MANUEL.— No puedo trabajar.
EL JEFE.— ¿No puede? ¿Y por qué no puede, don Manuel?
MANUEL.— No. No puedo. El puerto me produce melancolía.
EL JEFE.— Le produce melancolía. (Sardónico.) Así que le produce melancolía. (Conteniendo su furor.) Siga, siga su trabajo.
MANUEL.— No puedo.
EL JEFE.— Veremos lo que dice el director general. (Sale violentamente.)
MANUEL.— Cuarenta años de oficina. La juventud perdida.
MARÍA.— ¡Cuarenta años! ¿Y ahora?...
MANUEL.— ¿Y quieren decirme ustedes para qué?
EMPLEADA 3ª.— Ahora lo van a echar...
MANUEL.— ¡Qué me importa! Cuarenta años de Debe y Haber. De Caja y Mayor. De Pérdidas y Ganancias.
EMPLEADA 2ª.— ¿Quiere una aspirina, don Manuel?
MANUEL.— Gracias, señorita. Esto no se arregla con aspirina. Cuando yo era joven creía que no podría soportar esta vida. Me llamaban las aventuras... los bosques. Me hubiera gustado ser guardabosque. O cuidar un faro...
TENEDOR DE LIBROS.— Y pensar que a todo se acostumbra uno.
MANUEL.— Hasta a esto...
TENEDOR DE LIBROS.— Sin embargo, hay que reconocer que estábamos mejor abajo. Lo malo es que en el subsuelo hay que trabajar con luz eléctrica.
MARÍA.— ¿Y con qué va a trabajar uno si no?
EMPLEADO 1º.— Uno estaba allí tan tranquilo como en el fondo de una tumba.
TENEDOR DE LIBROS.— Cierto, se parece a una tumba. Yo muchas veces me decía: "Si se apaga el sol, aquí no nos enteramos"...
MANUEL.— Y de pronto, sin decir agua va, nos sacan del sótano y nos meten aquí. En plena luz. ¿Para qué queremos tanta luz? ¿Podés decirme para qué queremos tanta luz?
TENEDOR DE LIBROS.— Francamente, yo no sé...
EMPLEADA 2ª.— El jefe tiene que usar lentes negros...
EMPLEADO 2ª.— Yo perdí la vista allá abajo...
EMPLEADO 1º.— Sí, pero estábamos tan tranquilos como en el fondo del mar.
TENEDOR DE LIBROS.— De allí traje mi reumatismo.
Entra el ordenanza CIPRIANO, con un uniforme color de canela y un varo de agua helada. Es MULATO, simple y complicado, exquisito y brutal, y su voz por momentos persuasiva.
MULATO.— ¿Y el jefe?
EMPLEADA 2ª.— No está. ¿No ve que no está?
EMPLEADA 3ª.— Fue a la Dirección...
MULATO (mirando por la ventana).— ¡Hoy llegó el "Astoria"! Yo lo hacía en Montevideo.
EMPLEADA 2ª (acercándose a la ventana).— ¡Qué chimeneas grandes tiene!
MULATO.— Desplaza cuarenta y tres mil toneladas...
EMPLEADO 1º.— Ya bajan los pasajeros...
MANUEL.— Y nosotros quisiéramos subir.
MULATO.— Y pensar que yo he subido a casi todos los buques que dan vuelta por los puertos del mundo.
EMPLEADO 2º.— Hablaron mucho los diarios...
MULATO.— Sé los pies que calan. En qué astilleros se construyeron. El día que los botaron. Yo, cuando menos, merecía ser ingeniero naval.
EMPLEADO 2º.— Vos, ingeniero naval... No me hagas reír.
MULATO.— O capitán de fragata. He sido grumete, lavaplatos, marinero, cocinero de veleros, maquinista de bergantines, timonel de sampanes, contramaestre de paquebotes...
EMPLEADO 2º.— ¿Por dónde viajaste? ¿Por la línea del Tigre o por la de Constitución?
MULATO (sin mirar al que lo interrumpe).— Desde los siete años que doy vueltas por el mundo, y juro que jamás en la vida me he visto entre chusma tan insignificante como la que tengo que tratar a veces...
MARÍA (a EMPLEADA 1ª).— A buen entendedor...
MULATO.— Conozco el mar de las Indias. El Caribe, el Báltico... hasta el océano Ártico conozco. Las focas, recostadas en los hielos, lo miran a uno como mujeres aburridas, sin moverse...
EMPLEADO 2º.— ¡Che, debe hacer un fresco bárbaro por ahí!
EMPLEADA 2ª.— Cuente, Cipriano, cuente. No haga caso.
MULATO (sin volverse).— Aviada estaría la luna si tuviera que hacer caso de los perros que ladran. En un sampán me he recorrido el Ganges. Y había que ver los cocodrilos que nos seguían...
MARÍA.— No sea exagerado, Cipriano.
MULATO.— Se lo juro, señorita.
EMPLEADO 2º.— Indudablemente, éste no pasó de San Fernando.
MULATO (violento).— A mí nadie me trata de mentiroso, ¿sabe? (Arrebatado, se quita la chaquetilla, y luego la camisa, que muestra una camiseta roja, que también se saca.)
EMPLEADA 1ª.— ¿Qué hace, Cipriano?
EMPLEADA 2ª.— ¿Está loco?
EMPLEADA 3ª.— Cuidado, que puede venir el jefe.
MULATO.— Vean, vean estos tatuajes. Digan si éstos son tatuajes hechos entre la línea del Tigre o Constitución. Vean...
EMPLEADA 2ª.— ¡Una mujer en cueros!
MULATO.— Este tatuaje me lo hicieron en Madagascar, con una espina de tiburón.
EMPLEADO 2º.— ¡Qué mala espina!
MULATO.— Vean esta rosa que tengo sobre el ombligo. Observen qué delicadeza de pétalos. Un trabajo de indígenas australianos.
EMPLEADO 2º.— ¿No será una calcomanía?
EMPLEADA 2ª.— ¡Qué va a ser calcomanía! Este es un tatuaje de veras.
MULATO.— Le aseguro, señorita, que si me viera sin pantalones se asombraría...
TODOS.— ¡Oh... ah!...
MULATO (enfático).— Sin pantalones soy extraordinario.
EMPLEADA 1ª.— No se los pensará quitar, supongo.
MULATO.— ¿Por qué no?
EMPLEADA 3ª.— No, no se los quite.
MULATO.— No voy a quedar desnudo por eso. Y verán qué tatuajes tengo labrados en las piernas.
EMPLEADA 1ª.— Es que si entra alguien...
EMPLEADA 3ª.— Cerrando la puerta. (Va a la puerta.)
MULATO (quitándose los pantalones y quedando con un calzoncillo corto y rojo con lunares blancos).— Miren estos dibujos. Son del más puro estilo malasio. ¿Qué les parece esta guarda de monos pelando bananas? (Murmullos de "Oh... ah...".) Lo menos que merezco es ser capitán de una isla. (Toma un pliego de papel madera y rasgándolo en tiras se lo coloca alrededor de la cintura.) Así van vestidos los salvajes de las islas.
EMPLEADA 1ª.— ¿A las mujeres también les hacen tatuajes...?
MULATO.— Claro. ¡Y qué tatuajes! Como para resucitar a un muerto.
EMPLEADA 2ª.— ¿Y es doloroso tatuarse?
MULATO.— No mucho... Lo primero que hace el brujo tatuador es ponerlo a uno bajo un árbol...
EMPLEADA 2ª.— Uy, qué miedo.
MULATO.— Ningún miedo. El brujo acaricia la piel hasta dormirla. Y uno acaba por no sentir nada.
EMPLEADO 1º.— Claro...
MULATO.— Siempre bajo los árboles hay hombres y mujeres haciéndose tatuar. Y uno termina por no saber si es un hombre, un tigre, una nube o un dragón.
TODOS.— ¡Oh, quién lo iba a decir! ¡Si parece mentira!
MULATO (fabricándose una corona con papel y poniéndosela).— Los brujos llevan una corona así y nadie los mortifica.
EMPLEADA 1ª.— Es notable.
EMPLEADA 2ª.— Las cosas que se aprenden viajando...
MULATO.— Allá no hay jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza. Cada hombre toma a la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada. Todos viven desnudos entre las flores, con collares de rosas colgantes del cuello y los tobillos adornados de flores. Y se alimentan de ensaladas de magnolias y sopas de violetas.
TODOS.— Eh, eh...
EMPLEADA 2ª.— ¡Eh! ¡Cipriano, que no nacimos ayer!
MULATO.— Juro que se alimentan de ensaladas de magnolias.
TODOS.— No.
MULATO.— Sí.
EMPLEADO 2º.— Mucho... mucho...
MULATO.— Digo que sí. Y además los árboles están siempre cargados de toda clase de fruta.
MANUEL.— No será como la que uno compra aquí, en la feria.
MULATO.— Allá no. Cuelgan libremente de las ramas y quien quiere, come, y quien no quiere, no come... y por la noche, entre los grandes árboles, se encienden fogatas y ocurre lo que es natural que ocurra entre hombres y mujeres.
EMPLEADA 1ª.— ¡Qué países, qué países!
MULATO.— Y digo que es muy saludable vivir así libremente. Al otro día la gente trabaja con más ánimo en los arrozales y si uno tiene sed (toma el vaso de agua y bebe) parte un coco y bebe su deliciosa agua fresca.
MANUEL (tirando violentamente un libro al suelo).— ¡Basta!
MULATO.— ¿Basta qué?
MANUEL.— Basta de noria. Se acabó. Me voy.
EMPLEADA 2ª.— ¿A dónde va, don Manuel?
MANUEL.— A correr inundo. A vivir la vida. Basta de oficina. Basta de malacate. Basta de números. Basta de reloj. Basta de aguantarlo a este otro canalla. (Señala la mesa del jefe.)
Pausa. Perplejidad.
EMPLEADO 1º.— ¿Quién es el otro?
TODOS.— ¿,Quién es?
MANUEL (perplejo).— El otro... el otro... el otro... soy yo.
EMPLEADA 3ª.— ¡Usted, don Manuel!
MANUEL.— Sí, yo; que desde hace veinte años le llevo los chismes al jefe. Mucho tiempo hacía que me amargaba este secreto. Pero trabajábamos en el subsuelo. Y en el subsuelo las cosas no se sienten.
TODOS.— ¡Oh!...
EMPLEADO 1º.— ¿Qué tiene que ver el subsuelo?
MANUEL.— No sé. La vida no se siente. Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de cemento. Pasan los días y no se sabe cuándo es de día, cuándo es de noche. Misterio. (Con desesperación.) Pero un día nos traen a este décimo piso. Y el cielo, las nubes, las chimeneas de los transatlánticos se nos entran en los ojos. Pero entonces, ¿existía el cielo? Pero entonces, ¿existían los buques? ¿Y las nubes existían? ¿Y uno, por qué no viajó? Por miedo. Por cobardía. Mírenme. Viejo. Achacoso. ¿Para qué sirven mis cuarenta años de contabilidad y de chismerío?
MULATO (enfático).— Ved cuán noble es su corazón. Ved cuán responsables son sus palabras. Ved cuán inocentes son sus intenciones. Ruborizaos, amanuenses. Llorad lágrimas de tinta. Todos vosotros os pudriréis como asquerosas ratas entre estos malditos libros. Un día os encontraréis con el sacerdote que vendrá a suministraros la extremaunción. Y mientras os unten con aceite la planta de los pies, os diréis: "¿Qué he hecho de mi vida? Consagrarla a la teneduría de libros. Bestias.
MANUEL.— Quiero vivir los pocos años que me quedan de vida en una isla desierta. Tener mi cabaña a la sombra de una palmera. No pensar en horarios.
EMPLEADO 1º.— Iremos juntos, don Manuel.
MARÍA.— Yo iría, pero para cumplir este deseo tendría que cobrar los meses de sueldo que me acuerda la ley 11.729.
EMPLEADO 2º.— Para que nos amparase la ley 11.729, tendrían que echarnos.
MULATO.— Aprovechen ahora que son jóvenes. Piensen que cuando les estén untando con aceite la planta de los pies no podrán hacerlo.
MARÍA.— La pena es que tendré que dejar a mi novio.
EMPLEADO 2º.— ¿Por qué no lo conserva en un tarro de pickles?
EMPLEADA 2ª.— Cállese, odioso.
MULATO.— Señores, procedamos con corrección. Cuando don Manuel declaró que él era el chismoso, una nueva aurora pareció cernirse sobre la humanidad. Todos le miramos y nos dijimos: "He aquí un hombre honesto; he aquí un hombre probo; he aquí la estatua misma de la virtud cívica y ciudadana". (Grave.) Don Manuel. Usted ha dejado de ser don Manuel. Usted se ha convertido en Simbad el Marino.
EMPLEADA 3ª.— Qué bonito!
MANUEL.— Ahora, lo que hay que buscar es la isla desierta.
TENEDOR DE LIBROS.— ¿Hay todavía islas desiertas?
MULATO.— Sí, las hay. Vaya si las hay. Grandes islas. Y con árboles de pan. Y con plátanos. Y con pájaros de colores. Y con sol desde la mañana a la noche.
EMPLEADO 2º.— ¿Y nosotros?...
MULATO.— ¿Cómo nosotros?
EMPLEADA 2ª.— ¿Claro? ¿Y a nosotros nos van a largar aquí?
MULATO.— Vengan ustedes también.
TODOS.— Eso... vámonos todos.
MULATO.— Ah... y qué les diré de las playas de coral.
EMPLEADA 1ª Cuente, Cipriano, cuente.
MULATO.— Y los arroyuelos cantan entre las breñas. Y también hay negros. Negros que por la noche baten el tambor. Así.
El MULATO toma la tapa de la máquina de escribir y comienza a batir el tam tam ancestral, al mismo tiempo que oscila simiesco sobre sí mismo. Sugestionados por el ritmo, van entrando todos en la danza.
MULATO (a tiempo que bate el tambor).— Y también hay hermosas mujeres desnudas. Desnudas de los pies a la cabeza. Con collares de flores. Que se alimentan de ensaladas de magnolias. Y hermosos hombres desnudos. Que bailan bajo los árboles, como ahora nosotros bailamos aquí...
La hoja de la bananera
De verde ya se madura
Quien toma prenda de joven
Tiene la vida segura.
La danza se ha ido generalizando a medida que habla el
MULATO, y los viejos, los empleados y las empleadas giran en torno de la
mesa, donde como un demonio gesticula, toca el tambor y habla el
condenado negro.
Y bailan, bailan, bajo los árboles cargados de frutas. De aromas...
Histéricamente todos los hombres se van quitando los sacos,
los chalecos, las corbatas; las muchachas se recogen las faldas y
arrojan los zapatos. El MULATO bate frenéticamente la tapa de la máquina
de escribir. Y cantan un ritmo de rumba.
La hoja de la bananera...
EL JEFE (entrando bruscamente con el DIRECTOR, con voz de trueno).— ¿Qué pasa aquí?
MARÍA (después de alguna vacilación).— Señor... esta ventana maldita y el puerto... Y los buques... esos buques malditos...
EMPLEADA 2ª.— Y este negro.
DIRECTOR.— Oh... comprendo... comprendo. (Al JEFE.) Despida a todo el personal. Haga poner vidrios opacos en la ventana.
TELÓN