La Palabra que Entiende el Elefante

Roberto Arlt


Cuento


Allá por el año 1922 llegó a nuestra guarnición de Matalé el capitán Braun. Recuerdo que en el club (un bungalow donde paseaban libremente los sapos) se asoció la coincidencia de su llegada a la muerte de míster Spruce, no porque el capitán tuviera alguna responsabilidad en la muerte de Spruce, sino porque todos estábamos archiseguros de que míster Spruce hubiera tenido mucho gusto en conocer al capitán Braun, cuyas habilidades de cazador nos habían relatado sus camaradas. Spruce fue un certero cazador. Bajo el fuego de su carabina habían caído tigres, jirafas, leones, hipopótamos, leopardos y elefantes. Parecía que por sus venas corría la sangre homicida de Nemrod, y personalmente yo fui testigo de un suceso que no dejó de impresionarme y en el que, como cuento, participó míster Spruce.

Con motivo de un pleito que un barbero le seguía en la capital, tuve un día la que seguirle hasta Ceilán. Por la noche fuimos al circo para presenciar el trabajo de una troupe de leones amaestrados. Eran fieras domésticas, lanudas y famélicas, sin capacidad de reacción. Un niño hubiera podido entrar en la jaula que ocupaban. Sin embargo, cuando vieron a míster Spruce se inquietaron de tal manera y comenzaron a rugir con tanto furor, precipitándose contra los barrotes de las rejas, que nuestro hombre se puso lívido de ira. Estoy seguro de que en aquel momento lamentaba no tener a mano su carabina para ametrallar a las pobres bestias.

¿Casualidad? Es muy posible, aunque a mi modo de ver míster Spruce tenía la particular virtud de ser visto por las fieras, de irritarlas. Algún matiz de su físico, la luz de sus ojos, la energía de su rostro, la encubierta brutalidad de sus movimientos, revelaban al asesino de animales. Y digo asesino porque es evidente que entre un hombre armado de una magnífica carabina con balas explosivas y una fiera acorralada, las de ganar no están de parte de la bestia.

Claro está que los cazadores se indignan y rechazan semejantes imputaciones, negando terminantemente la ferocidad de sus temperamentos. Pero tomad a un cazador, habladle de una perspectiva de matanza y veréis cómo pierde su habitual equilibrio y se estremece ante la promesa de su gozo. Es la satisfacción de asesinar. Estos hombres necesitan matar cualquier cosa viva...

Bueno; el caso es que el mismo día en que sepultaban a míster Spruce, cazador, llegó a Matalé el capitán Braun, cazador insigne.

El capitán Braun había residido un tiempo en el Congo belga, viajando con una tropa de doscientos cargueros hasta las fuentes de Nyanza. Era un hombre de gigantesca estatura, manos enormes, brazos pesados y musculosos como troncos de boas constrictores; en síntesis: una bestia del género hombre, del tipo más peligroso que podía encontrarse bajo el sol.

Sin embargo, era simpático. La totalidad de su armonía física hacía que se le disculpara la inmensa barbarie que trascendía de su configuración. Yo lo conocí en el cementerio, donde llegó a tiempo para arrojar unos puñados de tierra en la sepultura del matador de bestias. Míster Yelot, que estaba a mi derecha, susurró:

—Míster Spruce baja al infierno agradecido.

A la vuelta, como era natural, bebimos alegremente, se narraron aventuras y se habló de caza. Precisamente en esa misma semana, a un nativo que residía algunas millas antes de llegar a Baticloa, un elefante le había destrozado la plantación de arroz. Se sabía que era un elefante y no dos, porque las huellas del animal habían quedado esmeradamente impresas en el fango. La maligna bestia no sólo se hartó de arroz, tragando todo el que podía embaular en su inmensa panza, sino que, animado por una voluptuosidad diabólica, destrozó íntegramente la plantación, arrancando con su trompa enormes brazadas de tallos que arrojó a la acequia pisoteándolos luego como si estuviera cumpliendo un acto de personal venganza contra el desdichado Ayoub Telbass, propietario de la plantación.

Ayoub Telbass, vista su desgracia, se presentó poco menos que llorando ante el usurero Hsue Liang, a pedirle una prórroga para pagar su deuda. El chino le respondió que se dejaría arrancar las uñas de los pies y de las manos antes que inferirle el menor daño a su vecino Ayoub Telbass; pero que en cuanto a la deuda y los intereses, él, Hsue Liang, lamentaba profundamente tener que comunicarle que no contemplaría en manera alguna la destrucción que el elefante había realizado en el arrozal.

Ayoub Telbass salió de la tienda del usurero poco menos que enloquecido. Ayoub Telbass había asesinado a su padre y a su madre, para poseer aquel trozo de tierra que ahora le arrancaría de entre las uñas el miserable Hsue. Ayoub Telbass, en aquellos momentos, pensaba en exterminar al género humano.

Un criado de míster Spruce conversó con Ayoub Telbass y le llevó la noticia de este desastre a su amo, que estaba en la cama convaleciendo de un terrible ataque de apoplejía.

Míster Spruce (ignoro las causas) odiaba desesperadamente al tunantón de Ayoub, y el júbilo que le produjo la noticia fue tan fulgurante, que allí mismo, en la cama, se quedó tieso, con las manos apretadas contra el corazón. Había muerto de alegría.

Tal fue la historia que le contamos al capitán Braun, y éste, después de conversar con los entendidos, llegó a la conclusión de que el demoníaco elefante tenía su refugio en la jungla, por el lado donde el río se bifurcaba en dos brazos, formando la pantanosa extensión de Baticloa. Una milla antes de la selva existían unos roquedales. El paraje era que ni pintado para las exigencias de un elefante, pues si el paquidermo quería agua limpia, sin tener que correr el peligro de trabar relaciones con las mandíbulas de los cocodrilos, podía bajar hasta el roquedal; en cambio, si la bestia quería darse un baño de fango para acorazarse contra la picadura de los mosquitos, el pantano y la selva impenetrable casi estaban a un paso.

De todas maneras, no se trataba de un elefante local. Posiblemente bajaba de las montañas, expulsado de su manada. Hacía muchos años que en la región no aparecían elefantes, y los hombres estaban olvidados de su caza. Cierto es que cuando Braun fue a hablarles, todos se manifestaron dispuestos a correr la aventura. Incluso algunos trajeron sus lanzas para cazar al paquidermo, especie de partesanas bárbaras con tremendas cuchillas de una yarda. Pero cuando se trató de concretar, todos alegaron ocupaciones variadas e inciertas. El único que se manifestó dispuesto a participar en la cacería fue el desdichado Ayoub Telbass. Como sabemos, motivos no le faltaban.

El capitán Braun convino que lo iría a buscar al arrozal, donde, efectivamente, mucho antes que amaneciera se encontraron.

Ayoub Telbass cabalgaba un espléndido mulo y se acompañaba de una espingarda de caño largo. El capitán Braun, que montaba un caballo, pensó para sus adentros que, con aquel armatoste, Ayoub podía dedicarse a cazar gorriones, no elefantes; pero calló sus deducciones.

Poco antes de llegar a la selva, se detuvieron en la plantación de un francés, conocido por todos bajo el apodo de Mosiú. Mosiú se lamentó de no poder acompañarles, porque con una pata de palo no podía ir correctamente a cazar un elefante. Sin embargo, les acompañó varias millas, pues el capitán y el árabe se vieron obligados a dejar su cabalgadura en el corral del francés. El corral era el único lugar que se había librado de la furia del paquidermo. En mitad de la selva se desembarazaron de Mosiú, y de aquí en adelante Braun y Ayoub Telbass siguieron por el camino abierto por el paquidermo.

—Un ciego podría seguir el rastro —dijo Ayoub.

Y en cierto modo no le faltaba razón. Hacia donde se mirara se veían árboles de tronco tierno quebrados, cuando no arrancados de raíz, lo que les hacía suponer que el animal era un voluminoso ejemplar solitario.

Días anteriores había llovido, y a pesar de la alta temperatura que provocaba la rápida evaporación, los caminos de la selva estaban tachonados de charcos. Una especie de vaho azul subía hasta la copa de los árboles. En ciertos tramos la selva tomaba la apariencia de un templo, con la infinidad de sus columnas erguidas a extraordinaria altura. Cuando los pájaros dejaban de chillar, los dos hombres tenían la sensación de encontrarse en otro planeta.

Por donde se mirara se encontraban rastros de elefante, ya impresos en el fango de los charcos evaporados, ya en el sendero bárbaro, mutilado por su trompa. Abundaban las ramas arrancadas y despojadas de sus hojas tiernas.

Tres horas después de haberse separado de Mosiú, los dos hombres se detuvieron bruscamente. En un claro del bosque yacía un tigre inmóvil. Braun y Ayoub Telbass se aproximaron. La fiera debía hacer pocas horas que había muerto. Estaba tendida sobre una sábana de sangre. Era visible que había atacado al elefante.

El achocolatado Ayoub Telbass se puso gris del miedo.

Si en toda cacería hay un momento que parece destinado a vigorizar la voluntad de masacrar, el capitán Braun se encontraba en este preciso momento. Había dejado de ser el hombre resuelto que salió de Matalé, para transformarse en una especie de fiera ensañada en la búsqueda de otra fiera.

De pronto cesaron las voces de los pájaros. Una llanura de agua rechazaba la luz y se deshacía en espuma frente a unos escalones de piedra inmóviles como un rebaño de hipopótamos. Era el río. Desnudo, sentado bajo la copa de un baobab, con la barba que le cubría las piernas, permanecía un santón.

Braun no se dignó detenerse ante el hombre. Ayoub Telbass, por un resabio de prudencia, le hizo un arqueado saludo y continuó andando tras el capitán, que nuevamente descubrió el rastro del elefante bajo la forma de grandes manchas de sangre.

No cabía duda. El paquidermo debía estar gravemente herido y Ayoub Telbass comenzaba a sentirse secretamente contento. Por cierto que ninguno de los dos cazadores se dio cuenta de que el santón del baobab había abandonado el árbol y los seguía con paso elástico.

Braun no tuvo tiempo de retroceder. Enmarcado por una cortina de sogas verdes, lo miraba malignamente un enorme elefante rojo; tan manchado de sangre estaba. Braun se echó la carabina a la cara y disparó. El elefante permaneció inmóvil y, súbitamente, se desplomó como una catedral. Tras él, empujado como por una fuerza plutónica, apareció otro elefante. Ayoub Telbass lanzó un grito de espanto y, arrojando su espingarda, echó a correr. Braun levantó otra vez la carabina y disparó fríamente goloso; pero el elefante no se detuvo, sino que continuó avanzando hacia él. Braun quiso retroceder, tropezó en un tronco y rodó a un charco. El elefante se agrandaba más y más en su rápida proximidad. Ya estaba sobre él, resoplando neblinas de sangre, cuando el solitario desnudo se lanzó al camino y le echó una ristra de sonidos inarticulados al hocico del animal. El elefante se detuvo. Era algo extraordinario aquel viejo de larga barba y piernas desnudas, increpando al elefante, que perdía cascadas de sangre de junto a una oreja.

Braun alcanzó a recoger su carabina. El viejo seguía gritando sus palabras mágicas ante el elefante, que, volviéndose lentamente, se introdujo en la selva. Braun no se atrevió a disparar contra el paquidermo. El viejo acababa de salvarle la vida, pronunciando los “mantras del elefante” que, según la fama, conocen algunos iniciados, y que consisten en una serie de voces cuyo conocimiento se hereda. El animal que las escucha está obligado a obedecer al que las pronuncia.

De pronto el elefante lanzó un berrido tremendo. Se apoyó en un árbol y cayó. Estaba muerto.

Braun volvió la cabeza para buscar al santón y darle las gracias. El viejo ya no estaba allí. Braun, pensativo, miró su carabina y la arrojó al charco de fango; luego, con las manos en los bolsillos, pensativamente, se volvió por donde había venido. Silencioso, tras él marchaba Ayoub Telbass con su inútil espingarda sobre el hombro.

Y esa fue la última vez que el capitán Braun salió a cazar.


(Mundo Argentino, sin fecha)


Publicado el 23 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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