Desde pequeños, Arsenio y yo nos detestamos. En la escuela ya me aventajaba considerablemente por la posición de sus padres, a la cual no eran insensibles nuestros maestros. Más tarde, cuando dejamos las aulas y entramos a formarnos un honrado porvenir en el comercio, Arsenio me superó tan considerablemente, que yo era aún simple viajante al servicio de una empresa, cuando Arsenio administraba una compañía.
Pero mi odio y la envidia que experimentaba contra Arsenio no maduró hasta los mismos límites de la ferocidad sino el día que me arrebató a mi novia Herminia.
En un viaje de regreso de una larga gira por el interior me encontré con que Herminia se había casado con Arsenio.
Yo no podía alegrarme por la ocurrencia de este suceso, pero obedeciendo los dictados de una prudencia oscura, no le pedí explicaciones ni a Herminia ni a Arsenio. Procedí como si no hubiera ocurrido nada. Algunos curiosos intentaron tirarme de la lengua. Respondí con medias palabras, y tan equívocas, que hasta ahora podía pensarse que era yo el que había provocado la ruptura y que Herminia se había casado con Arsenio impulsada por el despecho.
Permítaseme ciertas digresiones. El suceso terrible que ocurrió más tarde, las justifica. Yo estaba acentuadamente enamorado de María (sic). La deseaba porque, mediante aquella traición fría y cínica, se me había revelado como una mujer hipócrita, vil e interesada, y esta certidumbre me embriagaba. Era un veneno cruel, matador, pero indispensable. Además, estaba absolutamente seguro que nada de todo aquel pasado que ambos habíamos vivido estaba muerto entre nosotros. De modo que la primera vez que me encontré con ella, la saludé correctamente, me interesé por su salud y fingí tan habilidosamente encontrarme cómodo junto a ella, que Herminia no pudo evitar el examinarme con cierta curiosidad sorprendida.
Seré absolutamente sincero si confieso que durante aquellos días no había confeccionado aún ningún plan homicida. Sabía, sí, que el plan se presentaría, pero hasta que tal ocurriera, lo más cauto era adoptar una actitud respetuosa e inocente.
No me olvidaré de agregar, también, que la primera vez que Arsenio se encontró conmigo en la calle, estuvo irresoluto durante los primeros momentos. Sin embargo, mi espontaneidad en ir a su encuentro, estrecharle la mano e interesarme por sus negocios fue tan vivaz y sincera, que rápidamente las sombras que aparecieron en su rostro se disolvieron. Ya nadie dudó que nuestra amistad era sincera. Hasta se me ocurre que el mismo Arsenio llegó a pensar que me había hecho un gran favor al casarse con mi novia.
Yo, en tanto, esperaba mi oportunidad, labio sonriente y corazón traicionero. No ocultaré que estudiaba la vida de los grandes hombres de la antigüedad clásica y que raros eran aquellos que no hubieran dado alguna vez muestras de una conducta que, lejos de ser honorable, fue mezquina, tortuosa y pérfida.
Pasaron los meses. Mi odio contra Arsenio se había estabilizado dulcemente. A veces me encontraba con él por la calle, y mirándole me decía: “He aquí a un hombre a quien podría ver quemar vivo con plácida seguridad.”
También en dos o tres oportunidades me encontré con Herminia, y lo que nuestros labios no se dijeron, lo traslucieron nuestros ojos. Comprendí que ella estaba arrepentida de haberse casado con Arsenio. Posiblemente intuía que yo era un hipócrita y un desalmado de su misma naturaleza y, aunque parezca mentira, los seres humanos se comunican por sus vicios y no por sus virtudes.
Una noche, Herminia, en ausencia de su esposo, me habló por teléfono, sin decirme que era ella. La reconocí en la voz. Aproveché la oportunidad para fingir también que no reconocía su voz y decirle que no me interesaba hablar con mujer alguna, porque estaba irremediablemente enamorado de otra mujer. La supuesta desconocida me preguntó quién era esa mujer, y yo le respondí que, por desdicha, era una mujer casada. Así continuamos charlando y yo siempre ensalzando a la mujer de quien estaba enamorado, hasta que Herminia, no pudiendo contenerse, me dijo que ella era la mujer casada de quien yo estaba enamorado. Pasados los fingidos arrebatos de fingida sorpresa, comenzamos a charlar razonablemente. Herminia, efectivamente, continuaba queriéndome.
—Tendrás que separarte de tu marido —repuse.
—Nos mataría —objetó ella.
Herminia tenía razón. Arsenio era capaz de asesinarnos. Sin vacilar, y es menester reconocer que aproveché la oportunidad con un tacto extraordinario, repliqué:
—Pues antes de que él nos mate, nosotros le mataremos a él.
Herminia, y aquí mi sorpresa fue violenta, sin sorprenderse en lo más mínimo, me preguntó:
—¿Te atreverías?
—Sí.
—Es que eso sería horrible.
En su objeción no vibraba el menor tono de sinceridad. Repuse:
—Procediendo inteligentemente puede no ser horrible. En cambio, es inevitable.
Ya estaba sembrada en la inteligencia de una mujer perversa la semilla de un crimen. Semilla que, cotidianamente, iría creciendo en su deseo y tornándose cada vez más familiar, de manera que, cuando llegáramos a la consumación del hecho, éste nos parecería tan natural y adecuado a nuestros intereses como otras mil bagatelas del vivir.
Durante tres meses, tres meses de una longitud bastante mayor que los tres meses de un hombre que come y duerme normalmente, mi imaginación estuvo trazando y desechando los más variados expedientes homicidas, para asesinar a mi enemigo.
Nunca como entonces llegué a saber cuán difícil es asesinar a un hombre, sin dejar el más insignificante rastro.
Asesinar a un hombre sin que la justicia lo sospechara, era casi materialmente imposible. Los únicos hombres que disponían de cierta impunidad para matar eran los médicos o los químicos especializados en bacteriología. Yo había estudiado algunos procedimientos para preparar caldos y cultivos de microbios, pero la aventura era arriesgadísima. Y, además, yo carecía de la técnica necesaria. Sin embargo, después de tres meses de incesantes cavilaciones, encontré el procedimiento.
Herminia no ignoraba mis trabajos. Muchas veces, por la noche, mientras su marido dormía, me llamaba por teléfono y, en voz baja, me preguntaba:
—¿No has encontrado aún, querido?
¡Por fin lo había encontrado! Esa noche, hablando por teléfono (teníamos la precaución de no encontrarnos jamás en la calle), le dije:
—Escúchame, Herminia. So pretexto de que ha pasado por tu casa un corredor de seguros, proponle a tu marido que tú y él os aseguréis simultáneamente. Y en una cantidad importante.
—¿Aceptará?
—¿No trata de complacerte en todo?
—Sí.
—Pues, entonces, si te finges un poco enamorada, él aceptará. Pero la cantidad por la que os aseguréis debe ser realmente digna de lo que preparamos. ¿Qué te parece ciento cincuenta mil pesos?
Y a continuación le di el nombre de la compañía más seria de seguros que podía tramitar aquel asunto.
Un mes después, Herminia me comunicó que había obtenido el seguro. Hablando con el médico de la compañía, éste le había asegurado que su marido era débil de corazón. ¡Vaya si yo sabía que él era débil del corazón! Cuando estudié mi plan para asesinarlo, tuve precisamente muy en cuenta aquel detalle. Arsenio debía morir a consecuencia de la rotura de un vaso en el corazón.
Se aproximaba el momento.
Dejé transcurrir el tiempo legal que fija la póliza de seguros para cumplirse a beneficio del cliente en caso de su fallecimiento, y luego me comuniqué con Herminia.
—Escúchame, querida. Tienes que buscar un pretexto para despedir a la criada. ¡Ah!, dime: ¿tu marido bebe antes de irse a dormir?
—A veces, cuando está contento, sí.
—Pues, escucha: busca un pretexto para quitarte la criada de encima y, cuando hayas obtenido ese resultado, me avisas.
—¿Cuál es tu plan?
—No conviene aún que te lo comunique. Ah, tendrás que embriagarlo a tu marido. Ser amable con él. ¿Entiendes?
—Sí.
—Lo harás beber. Y cuando esté profundamente dormido, me llamas.
Excuso decir que la curiosidad de Herminia estaba sobreexcitadísima. Tenía la certidumbre de que yo había inventado un procedimiento nuevo para asesinar a su marido. ¿Y cuál sería el procedimiento, que yo ya in mente había titulado “el procedimiento de la pluma de ganso”?
El único detalle que le adelanté a Herminia fue que yo, personalmente, me había confeccionado una especie de chaleco de fuerza, acoplado a un pantalón. Este chaleco y pantalón estaban por dentro revestidos de lana, de modo que, por bruscos que fueran los movimientos del prisionero contenido en este traje, no podía lastimarse en lo más mínimo ni erosionarse la piel, que hubieran podido despertar las sospechas en el médico que le registrara y que esta vez iba a ser un médico de pupila sagaz y sumamente investigadora.
Finalmente, llegó el día en que Herminia me avisó que estaba sin criada. Afortunadamente, la criada se había marchado sin necesidad de que la despidieran. A eso de las once de la noche, Herminia me llamó por teléfono.
—Está dormido. Ha bebido mucho.
—Deja la puerta del garaje abierta —le respondí.
Un azar favorable preconizaba el éxito de nuestro crimen. La noche estaba oscura y lluviosa. Cargué en mi automóvil el traje acolchado y me dirigí a la casa de Arsenio.
Herminia había obedecido mis indicaciones. Cuando llegué a su casa, la puerta del garaje estaba abierta. Entré el coche, tomé mi traje acolchado y me reuní con Herminia en el comedor. Hacía dos meses que no nos veíamos. Nos abrazamos estrechamente, porque los asesinos, las hipócritas y los bribones se aman también con gran amor, y después de satisfacer los inocentes impulsos de nuestro corazón, le dije:
—Herminia, tienes que demostrarme ahora que eres una mujer astuta y capaz. Irás al cuarto de tu marido, y le pondrás este traje.
—Pero, ¿de qué lo vas a matar?
—Lo voy a matar de risa.
—¿De risa?
—Lo haré reír tanto, que terminará por morir.
—¿Se puede hacer eso?
—Se puede. Ve, Herminia, cumple con lo tuyo, que yo cumpliré con lo mío.
Un cuarto de hora más tarde, Herminia salía del dormitorio de su esposo.
—No se ha despertado.
A la luz del velador, se veía a Arsenio embutido en el traje acolchado. Cada extremo del traje estaba provisto de largas sogas. En pocos minutos Arsenio quedó amarrado a la cama y enchalecado, por decirlo así, con el máximo de solidez que se hubiera exigido para paralizar los impulsos de un demente furioso.
—Ahora puedes irte.
—¿No me necesitas para nada?
—Para nada, querida.
Siempre bondadosa, Herminia tuvo un escrúpulo. Se acercó de puntillas a su marido y lo besó en la frente; luego, solícita, me recomendó:
—No lo hagas sufrir mucho...
—No pases pena. Lo trataré como si fuera de mi familia.
Herminia salió, y yo quedé solo con Arsenio.
Me senté en el suelo frente a los pies del dormido y, con una pluma de ganso, sólida y barbuda, comencé a hacerle cosquillas en la planta de los pies.
Durante algunos minutos la barba de pluma fue y vino por la piel apergaminada y amarillenta de los pies del dormido; de pronto, éste trató de encogerse; pero como sus miembros estaban embutidos dentro del chaleco de fuerza, no pudo encogerse, y, junto al velador, vi su rostro entre despierto y dormido que sonreía levemente.
Continué jugando con la pluma de ganso. Estalló una carcajada y, entonces, apagué la luz.
En las tinieblas, el beodo despierto reía inconmensurablemente. Primero fue una risa contenida, luego libre y estrepitosa; por momentos, Arsenio intentaba pronunciar palabras, pero el cabrillear de las cosquillas en todos sus nervios le impedía articular sonidos, y su cuerpo se revolvía en el lecho, sacudido por descomunales contorsiones.
Yo continuaba con la pluma de ganso dibujando fantasías en la planta de los pies. Cuanto más variados, irregulares y angulosos eran los rozamientos efectuados con las barbas de la pluma de ganso, más desaforadas eran las carcajadas del prisionero, que se retorcía y gemía simultáneamente.
Yo, impasible, continuaba con la pluma de ganso, hurgándole en la tierna piel de entre los dedos y, eran tales las cataratas de borborigmos y carcajadas nerviosas que estas caricias despertaban en el prisionero que, por momentos, la sólida cama de bronce a la cual estaba amarrado, parecía que se iba a desmoronar desquiciada.
De pronto, en la oscuridad, oí como un sollozo, la pluma de ganso me transmitió al tacto un retorcimiento largo y la cama dejó en absoluto de crujir.
Me puse de pie y encendí la luz. Arsenio estaba muerto. De la comisura de sus labios corría un fino hilo de sangre.
(Mundo Argentino, 5 de enero de 1938)